eduardo antonio parra - la costurera...

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La costurera Acostúmbrate desde ahora a ser hombre. Sal de la casa, juega con tus amigos, mo- lesta a las chamacas, repetía María José en tanto me miraba con sus ojos rasgados sin dejar de pedalear para que la aguja siguiera atravesando la tela. Luego sonreía con un dejo de ternura que le deformaba el labio superior, volvía a ponerse seria al minuto, y remataba con un susurro: Aquí junto a las viejas nomás agarras mañas de vieja y después los muchachos se burlan de ti. Cada que algún detalle la trae a mi memoria, los consejos que me dio resuenan en mis tímpanos y desvanecen otros recuerdos. Se me borra hasta lo ocurrido cuando regresó a vivir a su pueblo y fui a seguirla para contarle que sus enseñanzas habían dado fruto, pero volví a casa con una terrible confusión en el cerebro. Nada de eso importa. Si pienso en ella o pro- nuncio su nombre, lo demás desaparece y la veo de nuevo inclinada hacia mí, fea y tosca, regalándome una bolsa con vaqueros de plástico o una novela de aventuras, y escucho su voz cascada: No te quedes con las hembras, sal al mundo, a la calle; ahí es donde deben andar los hombres. Nacer en un ambiente compuesto por puras mujeres, sobre todo en una ciudad pequeña y bronca, es difícil para cualquier varón. Y hasta vergonzoso: los compa- ñeros de la escuela detectan desde el primer día de clases los ademanes femeninos en quien debería actuar igual que un perfecto macho en ciernes, y le cuelgan apo- dos de los que a la larga pueden destruir una vida . Yo estuve a un paso de verme en esa situación, pero conté en la infancia con la presencia de María José: fue la única que se preocupó por inculcarme intereses masculinos, y me ayudó a distin- guir entre crecer rodeado de mujeres y crecer como mujer. En mis recuerdos más remotos ella ya forma parte del paisaje en casa de la abuela, donde las cuatro recámaras, la enorme cocina antigua, la sala que hacía las veces de taller de costura -con sus biombos tras los cuales las clientas se probaban la ropa-, los naranjos y mandarinas del jardín o la cochera llena de triques lucían menos vacíos con su presencia. Si cierro los ojos, la contemplo detrás de la má- quina de coser, un pie en el pedal, las manos sobre el corte de tela y las pupilas fijas en las puntadas, siguiendo el ritmo del tableteo mecánico con un movimiento de 1

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La costurera

Acostúmbrate desde ahora a ser hombre. Sal de la casa, juega con tus amigos, mo-lesta a las chamacas, repetía María José en tanto me miraba con sus ojos rasgados sin dejar de pedalear para que la aguja siguiera atravesando la tela. Luego sonreía con un dejo de ternura que le deformaba el labio superior, volvía a ponerse seria al minuto, y remataba con un susurro: Aquí junto a las viejas nomás agarras mañas de vieja y después los muchachos se burlan de ti. Cada que algún detalle la trae a mi memoria, los consejos que me dio resuenan en mis tímpanos y desvanecen otros recuerdos. Se me borra hasta lo ocurrido cuando regresó a vivir a su pueblo y fui a seguirla para contarle que sus enseñanzas habían dado fruto, pero volví a casa con una terrible confusión en el cerebro. Nada de eso importa. Si pienso en ella o pro-nuncio su nombre, lo demás desaparece y la veo de nuevo inclinada hacia mí, fea y tosca, regalándome una bolsa con vaqueros de plástico o una novela de aventuras, y escucho su voz cascada: No te quedes con las hembras, sal al mundo, a la calle; ahí es donde deben andar los hombres.

Nacer en un ambiente compuesto por puras mujeres, sobre todo en una ciudad pequeña y bronca, es difícil para cualquier varón. Y hasta vergonzoso: los compa-ñeros de la escuela detectan desde el primer día de clases los ademanes femeninos en quien debería actuar igual que un perfecto macho en ciernes, y le cuelgan apo-dos de los que a la larga pueden destruir una vida. Yo estuve a un paso de verme en esa situación, pero conté en la infancia con la presencia de María José: fue la única que se preocupó por inculcarme intereses masculinos, y me ayudó a distin-guir entre crecer rodeado de mujeres y crecer como mujer.

En mis recuerdos más remotos ella ya forma parte del paisaje en casa de la abuela, donde las cuatro recámaras, la enorme cocina antigua, la sala que hacía las veces de taller de costura -con sus biombos tras los cuales las clientas se probaban la ropa-, los naranjos y mandarinas del jardín o la cochera llena de triques lucían menos vacíos con su presencia. Si cierro los ojos, la contemplo detrás de la má-quina de coser, un pie en el pedal, las manos sobre el corte de tela y las pupilas fijas en las puntadas, siguiendo el ritmo del tableteo mecánico con un movimiento de

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hombros. Sin acordarse del año exacto, antes de morir la abuela Licha me contó que María

José llegó a nuestra casa cuando yo era muy chico, a principios de mayo. Sí, fue por esas fechas. Estoy segura porque se nos venía encima la graduación de la se-cundaria y no dábamos abasto. Tu mamá nunca ha sido ducha para la costura, ni para otra cosa que no sea andar detrás de los hombres, y mis otras dos empleadas de entonces eran unas brutas. Como venía de un pueblucho, María José no traía ni siquiera una triste recomendación, aunque al ponerla a prueba supe que había hallado a quien sería mi encargada de confianza, incluso por encima de tu madre. Es fea, sí. Rara, también. Pero hábil y trabajadora.

Ancha de espaldas, velluda, hombruna, la nueva costurera fue el gran hallazgo de doña Licha. Por fin estuvo segura de que una empleada no se desaparecería para ir a ver al novio, ni terminaría casándose con un celoso que le prohibiera trabajar. No, María José era una quedada. ¿Quién puede fijarse en ella, tan mal hecha, con las caderas escurridas, el busto plano y tan peluda?, preguntaba mi madre a las clientas que permanecían en casa por la noche tomando café cuando María José ya se había ido a su habitación junto al corral. Quizá si le regalo una de las ceras que me traen de McAllen se le cayera ese bigote. No, hija, se burlaba la abuela. Eso no se le cae ni con rastrillo. Y tampoco le serviría para los brazos de trailero que tiene. No quiero pensar cómo estarán sus piernas; por fortuna no se quita las medias negras ni en canícula. Mamá, la abuela y las clientas se reían horas criticándola, o imagi-nando el aspecto de un posible pretendiente de semejante adefesio.

No exageraban. María José era la señora más rara que yo conocía, y eso que desde mi nacimiento estuve rodeado de mujeres. Incluso mis únicas mascotas de niño fueron una perra gorda, la Vodka, y una gata negra y perezosa que la abuela se empeñó en nombrar Cleopatra. Los varones y los machos -excepto el gallo del corral y algún pretendiente de mamá que alguna tarde se asomó por la puerta-estaban ausentes de mi universo. De mi padre nunca se habló en casa. Sólo gracias a ciertos datos atrapados al vuelo me enteré de que mamá se había embarazado de un novio que se esfumó en cuanto supo que yo venía en camino. Por suerte para ella, el abuelo había muerto años antes, si no, la mata a golpes. Mi madre es hija única, si no contamos los volados que el abuelo regó en La Petaca y otros ejidos aledaños a donde tenía su huerta. Y la abuela no tuvo hermanos varones, así que cuando su hija quedó encinta no le costó trabajo organizar a las hembras de la fa-milia para -reforzadas por criadas, costureras, clientas y amigas- tender un cerco que la protegiera del rechazo social y que al mismo tiempo hiciera las veces de nido cálido para recibirme.

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No sólo deseaban que fuera niña: estaban seguras de que lo sería. Por eso, en los tiempos libres que dejaban los pedidos, desde la mitad del embarazo máquinas de coser, tijeras, moldes y patrones, agujas e hilo se aplicaron con enjundia sobre trozos de tela rosa pastel, rosa mexicano, rosa profundo y rosa simple hasta llenar las cajoneras con ropones, chambritas, vestiditos, sábanas y toallas primorosos y delicados. La habitación de "la niña" se cubrió de papel tapiz estampado de abe-jitas, pájaros, flores y nubes, y los jugueteros se atiborraron de muñecas, hornos miniatura y juegos de corte y confección. Siempre he querido preguntarles cómo reaccionaron el día que nací al descubrir entre mis piernas un pequeño falo. Debió ser una fuerte decepción para ellas aunque, quizá sin ponerse de acuerdo, deci-dieron ignorarlo y seguir con la vida que habían planeado: en mis fotos de bebé aparezco con atuendo de niña, jugando con muñecas, si bien cierta hombría se advierte en lo sucio y descuidado de la ropa y en que las muñecas están desnudas, despanzurradas o sin greñas. Tantas prendas cosieron para mí antes del parto, que cuando María José llegó a sumarse al taller de costura yo aún andaba de rosa.

No lo recuerdo pero, según la abuela, desde su primer día en el taller la costurera estableció conmigo una estrecha relación. Fue amor a primera vista, y se entiende en una mujer con el instinto maternal frustrado, me dijo un día. La conquistaste enseguida. Ella cosía en su máquina la bastilla de una falda de ter-lenka, ves cómo se usaban en esos años, y tú apareciste arrastrando una mona de los pelos, preguntando por tu mamá porque querías merendar. Al mirarte hizo un gesto de ternura, que en su cara pareció de rabia, y con voz ronca dijo: Qué bonito niño. Me acuerdo porque pensé que debía ser muy observadora, pues con tu melena las personas te confundían con niña. Además, la bolsona de tu madre no te compraba ropa de hombre quesque pano desperdiciar la que le habían regalado. En fin, ai donde ves a María José con su cara de palo, nomás te miró y fue pura son-risa. Se puso en cuclillas a platicar contigo; y tú como si la conocieras: le dijiste tu nombre, edad, lo que te gustaba comer, tus caricaturas preferidas y que ya ibas al kínder, donde tenías hartas amiguitas. ¿Y amigos? No, no me hacen caso los niños. Entonces se quedó callada, después pasó su manota por tu pelo y te dijo: No te preocupes, René, lo vamos a arreglar.

Con su sueldo María José compró dos pistolas de dardos, fundas, una carrillera de plástico y un sombrero de sheriff que me ajustaba perfecto a la cabeza. Durante días traje locas a las sirvientas, a mamá y a doña Licha: si se descuidaban, de pronto oían el clic del gatillo y sentían el golpe en la cabeza, en las nalgas o donde les tocara. No las dejé en paz hasta que la costurera me enseñó a acomodar las muñe-cas en una tabla para tumbarlas conforme afinaba la puntería. Una semana más

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tarde me dio otra sorpresa: con los retazos de un pedido de faldas de mezclilla me cosió camisa y pantalones que, junto con las pistolas y el sombrero, causaron sen-sación en el kínder. Los niños se me acercaban a pedirme prestados los juguetes, y muchos de ellos exigieron a sus madres ropa igual a la mía. Mamá y la abuela se mostraron sorprendidas al ver mi cambio, aunque luego se acostumbraron y les gustó, e incluso doña Licha extrajo unos billetes de la caja de sus ahorros y fue a comprar unas botas para rematar mi nueva apariencia. Sólo el día en que María José se tomó la libertad de cortarme fleco y melena, ambas la regañaron a gritos, ya ni la amuelas, eso debes preguntarlo antes, no olvides que aquí eres una empleada y si no haces las cosas a nuestro modo te puedes ir largando. Ella se deshizo en disculpas, prometió obedecer y ofreció trabajar sábado y domingo sin sueldo hasta concluir los pedidos atrasados. Pero cuando no la veían, me sonrió y señaló micas-quete corto, como diciendo: Ahora sí pareces todo un hombrecito.

Dos veces al mes María José metía ropa en una petaca y salía de casa a visitar a su hermana y sus sobrinos en una ranchería por Soto la Marina. Antes de instalarse con nosotros en Linares había vivido ahí de arrimada, aprovechando que el cuñado era agente de ventas y siempre andaba de viaje. Elsa, la hermana, paría un hijo al año y el sueldo del marido no acabalaba para mantener a una prole en constante expansión. Por eso ella tuvo que dejar el pueblo en busca de mayores ingresos. Un viernes de cada quincena la veíamos salir, encogida en su vestido viejo y un poco zamba sobre sus zapatos de monja, rumbo a la central de autobuses. Subía a un camión que después de ocho horas la dejaba en un pueblo de Tamaulipas, para finalizar el viaje a bordo de un guajolotero que, desbaratándose y tosiendo en las subidas, era el único en aventurarse por los caminos cercanos a su ranchería. Regresaba de buenas. El lunes temprano estaba tras su máquina de coser, entera y fresca, casi rejuvenecida, con un gesto semejante al de las vacas con becerro recién nacido.

¿Y cuántos hijos dices que tiene tu hermana, mujer?, preguntaba la abuela para llenar el silencio mientras cosían. Cinco, señora, dos niñas y tres varoncitos, y viene otro en camino. Caramba, ese cuñado tuyo parece que donde pone el ojo ... porque según me has dicho nunca está en casa, ¿me equivoco? No, señora, nomás se aparece de tanto en tanto; pero es muy querendón, un hombre muy hombre. Al decirlo su rostro se iluminaba, por lo que la abuela inquiría con suspicacia: ¿Y tú?, ¿cómo te llevas con él? Casi nunca hablamos, y desde que me vine a Linares no hemos coincidido anca mi hermana. ¿Y tú lo aprecias? María José se ruborizaba. Mucho y le estoy agradecida; a pesar de sus ausencias es el mejor hombre que pudo haberle tocado a Elsa. ¿Y cómo se llama?, la abuela fingía no advertir la excitación

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de su empleada. Cherna, José María ... ¿De veras? ¡Qué casualidad! Son casi tocayos. A María José le vibraban hasta las orejas entonces, y se agachaba intentando disi-mular la sonrisa que le había saltado a los labios.

Pobre mujer, dijo doña Licha en un murmullo a mamá y a sus amigas una noche de café. No me queda duda del horrible drama que vive: está loca de amor por el marido de su hermana. Yo olvidé mis juguetes en el suelo y alcé la cabeza para poner atención: a los nueve años empezaba a entender ciertas pláticas. ¡Qué cosas dices, mamá!, brincó mi madre saboreando de antemano el chisme. ¿No me crees?, pregúntale por él y vas a ver la cara de pendeja que pone: igualita que la tuya cuando acababas de besuquearte con el papá de éste. Mi madre aguantó la pulla por no perder el hilo de la plática. ¿Y tú piensas que ... ? No, no imagines sandeces. Tendría que ser un enfermo, y no porque sea su cuñada, eso no significa nada si hablamos de los puercos hombres ... la pobrecita es tan repulsiva que seguro no atrae ni moscas. Además ella misma me ha dicho que su hermana es guapa, joven, con buen cuerpo. Como siempre que escuchaba elogios de otra mujer, mi madre se enfurruñó. ¿Tú crees, mamá? No tengo por qué dudarlo, Magdalena. Ay, mamá, viendo a María José, yo sí lo dudo. Pos habría que pedirle que nos traiga una foto, intervino una de las amigas con ganas de aflojar la tensión. Digo, si es que hay fotógrafos o cámaras en ese pueblo. No volvieron a tocar el tema en mi presencia, pero a partir de esa noche mamá trató a María José con confianza, como si la sos-pecha de que anduviera envuelta en un romance incestuoso la hubiera convertido en alguien cercano a ella. Doña Licha, acaso creyendo que la pasión de la costurera por el cuñado acrecentaba su lealtad a la familia y, por tanto, su necesidad de con-servar el empleo, le delegó cada vez más tareas. Yo nunca me creí el chisme, y sin embargo desde entonces tuve la certeza de que ninguno de nosotros sabía nada de María José, de que seguro guardaba un terrible secreto relacionado con su aspecto, con su excesivo interés en mi formación y con sus excursiones quincenales a la ranchería.

¿Sabes que ya tengo nueve sobrinos?, me dijo con rostro radiante un lunes al servirme el desayuno. Nació el sábado y estuve presente para recibirlo. ¿Niño?, pre-gunté con la boca llena. Niño, igual que tú; es el sexto varón. Me acarició la cabeza suspirando. Si no hubiera tanto trabajo, me habría quedado la semana con Elsa. A esas alturas ella se encargaba por completo del taller: recibía pedidos, tomaba medidas, compraba telas, diseñaba, cosía, realizaba pruebas, componía modelos, cobraba y entregaba el dinero a la abuela, quien se limitaba a dar indicaciones sin apartar la vista de la televisión. Mamá pasaba poco tiempo en casa, absorbida por novios y amantes. Por eso María José también había tomado las riendas de la casa

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y se ocupaba de mí. ¿Y cómo se va a llamar?, pregunté levantándome para ir a la escuela. A lo mejor como su papá: Cherna. ¿Y a él le gusta tener tantos hijos? Claro, René, está muy orgulloso. ¿Te lo dice? No, nunca lo veo. Aunque es hombre, y a los hombres les encanta hacer hijos. La costurera fijaba sus ojos rasgados en los míos como si esperara que yo dijera algo más.

Con la abuela más y más inmóvil y mamá siempre fuera, pasaba mis horas en casa al lado de la costurera. De tanto verla coser, comencé a interesarme por su la-bor y le pedí que me enseñara. Se negó sin darme explicaciones, lo que no hizo sino aumentar mis ansias de aprender. Al irse ella a su cuarto, yo me ponía a pedalear la máquina sumiendo hilo y aguja sin concierto en los retazos que abundaban en el piso. Una noche que mamá no había llegado y la abuela dormitaba en su sillón, mientras intentaba casar un trozo de terciopelo con otro de casimir, sentí su pre-sencia a mi espalda. Iba a voltear cuando el coscorrón retumbó en mi coronilla. ¡Muchacho cabrón!, rugió arrancando las telas de la máquina. ¡Ya te he dicho que esto no es para ti! ¿Por qué?, le reviré mientras me sobaba a punto del llanto. Como no dijo más y sólo me miraba con aire severo, estuve tentado a despertar a la abuela o a esperar a mamá hasta el amanecer para pedirle que corriera a esa igualada, pero en un arranque de lucidez comprendí que ninguna le diría nada, que antes de des-hacerse de quien las libraba de la fatiga y las responsabilidades me correrían a mí primero. Le devolví una mirada de furia, murmuré una maldición y me fui a mi recámara. Al día siguiente me llevó el desayuno a la cama, junto con una novela de Julio Verne. Vine a pedirte perdón por el golpe. No respondí; quería que supiera que la odiaba, aunque por el rabillo del ojo contemplaba el libro con codicia. Discúl-pame, no debí pegarte; pero a veces un guamazo es bueno para que un niño mi-mado como tú entienda. ¿Y qué tengo que entender?, mastiqué las palabras con un rencor que ya se diluía en mí. Que eso de coser vestidos es cosa de viejas. Los hom-bres han de hacer cosas de hombres, carpintería, soldadura; o ser doctores o aboga-dos. Pero hay señores que cosen, acuérdate de Chuy Juárez. Ay, René ... Chuy Juárez es rarito, ¿no ves cómo levanta burlas en la calle? Fíjate en sus caminados, en la ropa que usa, y en su greña igual a la que traías de chiquito y yo te corté. Tú no quieres ser así. ¿Te gustaría que te dijeran "mariquita"? De pronto visualicé al otro modisto de la ciudad contoneándose por la plaza, hablando con su voz de flauta y mirando ilusionado a los muchachos. No, dije. Yo soy hombre. Ella sonrió. ¿Enton-ces, me perdonas? Sí, María José. Me abrazó al tiempo que me ponía la novela en una de las manos: Miguel Strogoff. Anda, levántate porque se hace tarde. Ah, ya sa-bes, no quiero verte en el taller, ni cerca. No sea que sorprendas a las clientas en-cueradas cuando se cambian y me armen escándalo. Y otra vez fijó su mirada en la

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mía estudiando mi reacción. Doña Licha se quedaba dormida a cada rato y ya ni siquiera se molestaba en

prender la televisión, mamá desaparecía hasta por semanas, y no obstante en el taller había más trajín que nunca. Señoras grandes, jóvenes, muchachas e incluso niñas llegaban mañana y tarde a tomarse medidas o a probarse los diseños de María José, que poco a poco le arrebataba la clientela a Chuy Juárez, a las chiveras que traían la ropa de McAllen y a las dos boutiques de la ciudad. Alababan su buen gusto, sus modelos baratos y su enorme capacidad de trabajo, pues todo lo hacía sola, nomás de vez en vez mandaba coser bastillas o prendas simples a las anti-guas ayudantes de la abuela. Y aun así se daba tiempo para prestarme atención si oía que andaba por la casa. ¿Qué, René, ya tienes novia?, me preguntaba al verme llegar en pantalón corto, escurriendo sudor, y en las manos el balón que me había regalado en mi cumpleaños. Me reía nervioso. No, María José. Pero seguro andas tras alguna huerca, ¿no?, ya es hora ... Sentía que se me subía el color. Trece años es buena edad. A ver, dime, ¿quién te gusta? La voz apenas si me brotaba: Lupita Peña. ¿La hija del dueño de la tienda de deportes? Oye, no tienes mal gusto. ¿Y te le vas a declarar? No sé. ¡Claro que sí! No seas pazguato. Primero platica con ella, regálale una flor o un ramo, y verás cómo se enamora de ti. Así se hace.

Empujado por ella, no nomás me animé a hablarle a las muchachas de la es-cuela; también a las que acudían al taller de costura. Las esperaba a unos pasos de mi propia casa, y me ofrecía a acompañarlas de regreso a la suya. A los catorce años me hice novio de Lupita, luego de Dora, y luego de otras más. Si me topaba con dificultades para que alguna me hiciera caso, se lo contaba a María José y ella de inmediato me barajaba varias opciones que yo ponía en práctica hasta conseguir mis propósitos. En ese tiempo veía poco a la abuela, quien sin estar enferma se arrugaba cada día más en su cama y sólo hablaba con la costurera. Mamá aparecía de cuando en cuando a dormir jornadas enteras. Si se levantaba era para beber, fumar y quejarse de los maltratos masculinos. A veces me miraba pensativa y decía: Te pareces mucho al hombre ese. Seguro vas a ser igualito. Pobres de las que se atraviesen en tu camino. Como doña Licha, mi madre envejecía rápido: las arru-gas tejían redes en torno a sus ojos y boca y había perdido el brillo en las pupilas. La que parecía mantenerse entera era María José. Aparte de las canas en las sienes y de la panza de músico que se le había formado por pasar tantas horas diarias sentada, continuaba zamba, ancha de hombros, algo encorvada y sus pupilas bri-llaban igual que siempre, sobre todo al regreso de ver a su hermana y sus sobrinos. Incluso el bozo que le cubría el labio superior parecía haber desaparecido, aunque una tarde que la observé bajo el sol me di cuenta que nomás se le había blanqueado

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como las sienes. No me lo expresaba, pero era evidente que se enorgullecía de mis avances en

amores. Se asomaba por la ventana si yo esperaba a alguna chica fuera de la casa y, al sorprenderme hablándole cerquita del oído o besándola, su sonrisa crecía de satisfacción. Muchas veces me animaba a nuevas conquistas: ¿Ya miraste bien a la niña Mónica? No nomás es bonita, vieras el cuerpo que tiene: cinturita, pechos grandes, nalgas esponjadas. Lo sé porque ayer se desvistió frente a mí para pro-barse el vestido que le estoy cosiendo. Me lo decía y sus gestos se congestionaban en tanto aventaba la mandíbula hacia el frente, y yo no entendía si era con ganas de entusiasmarme o por otra razón que no alcanzaba a comprender. Fue por esas fechas que vencí el temor a sus advertencias de no acercarme al taller, aunque mi intención de ser modisto ya no fue lo que me llevó a desobedecerla: había descu-bierto un hueco en el extremo más alto del empapelado de la ventana situada tras el biombo que servía de probador, y por varios días amontoné en el patio cajas y triques con objeto de treparme en ellos y fisgonear a mis anchas. Cuando la plata-forma adquirió solidez, calculé que el mejor momento para espiar a las clientas era el crepúsculo, pues María José prendía las luces interiores temprano y la oscuridad del patio me haría invisible a ellas.

A la primera que vi semidesnuda fue a una amiga de mamá. Aunque se con-servaba buena, los nervios por estar cometiendo un delito y la sensación de que podría ser mi madre a quien espiaba le quitaron emoción al asunto. Entonces María José se acercó a ella y, con el pretexto de medirla, le metió mano por donde quiso con la cara roja y el temblor de mandíbula que le había visto antes, y yo sentí en el vientre un hormigueo y en la cabeza una sensación de incertidumbre. Otro día miré a Mónica, una de las muchachas más bellas de Linares, y el cosquilleo fue tan fuerte que por poco salto al piso del patio para no explotar cuando se quitó el sostén y sus senos quedaron al descubierto. Hubiera saltado, de no ser porque María José fue tras el biombo y, mientras le colocaba la cinta de medir sobre los pezones, volteó hacia el hueco en la ventana y sonrió al tiempo que guiñaba un ojo. No pude moverme. Era invisible desde el interior, lo sabía, aunque en ese ins-tante tuve la impresión de que la costurera me había hecho una seña cómplice. Al cumplir quince años comencé a abrigar la sospecha de que le gustaban las mujeres, pero como nadie de mis amigos conocía lesbianas, y como en esa edad de hormo-nas locas y sangre caliente me convenía más tenerla de aliada que de enemiga, me deshice de esos pensamientos.

Ya fuera con su ignorancia o su aprobación tácita, espiar a las clientas se me volvió costumbre. Durante meses vi desnudas o semidesnudas a las amigas de

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mamá, que me despertaban sensaciones extrañas cuando la costurera les hacía cosquillas con la cinta de medir o las puntas de los dedos; a las señoras jóvenes, que se ruborizaban al percibir un roce demasiado íntimo o a las muchachas, más confiadas, que se quitaban toda la ropa y se dejaban palpar con sonrisa tímida y ojos entrecerrados. Si la costurera tomaba medidas a estas últimas, siempre giraba el rostro hacia la parte superior de la ventana, igual que si me indicara dónde debe tocarse a una hembra para provocarle reacciones placenteras. Yo tomaba nota mental entre sudor y temblores, que por momentos devenían violentas sacudidas, y apenas lograba aguantarme hasta que se vestían de nuevo, antes de correr al baño, o al fondo del patio si la urgencia era mucha. Luego pasaba las noches sin dormir, atormentado por el recuerdo de tanta piel, senos y muslos acariciados por esas manos toscas.

Entonces ya no era necesario que María José me hablara de las bondades que las muchachas escondían bajo la ropa: yo las conocía de primera mano. Por ello pude elegir a la más atractiva y de mejor cuerpo: Mónica. La esperé muchas noches fuera del taller, hablándole de las aventuras que leía en los libros, desplegando la labia aprendida en boca de María José mientras la acompañaba de regreso a su casa, in-tentando tomar su mano o acercarme a su rostro con el fin de robarle un beso, pero ella era difícil. No aceptó ser mi novia sino meses después, justo una semana antes de que la costurera encontrara a doña Licha muerta en su cama, con el semblante tranquilo de quien se va segura de que su familia quedará en buenas manos. Pobre de la abuela, si hubiera sabido que su partida provocaría el desmembramiento fa-miliar, quizás habría aguantado unos años más en esa suerte de duermevela a que la había reducido su vejez. Apenas unos días luego del entierro, mamá se instaló en casa con Ramón, su amante en turno, y se hizo cargo del taller relegando a María José al puesto secundario de ayudante. Ramón sangraba sin descanso las ganan-cias y chocaba con la costurera cada que exigía dinero para alcohol o para jugar cartas con sus amigos, acosaba a las clientas o pretendía llevar a las sirvientas a su cuarto si mamá no estaba. Bien decía doña Licha: los hombres son unos puercos. Yo me enteraba de eso tan sólo de oídas: ya como novio formal de Mónica, mi prin-cipal preocupación era convencerla de hacer el amor en su cuarto, en el mío o en los prados del parque. Los besos y caricias subían y subían de tono pero, cuando todo parecía dispuesto, siempre acababa por ponerme un alto. Intenté acudir a la costurera en busca de orientación, y la encontré por primera vez indiferente hacia mí, de un humor de perros, enfadada con mi madre y Ramón, angustiada porque las clientas regresaban por montones con Chuy Juárez o con las chiveras a comprar ropa gringa. El taller de costura se venía abajo, y los pocos recursos que generaba

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iban a parar a los bolsillos del amante de mamá. Indiferente a la debacle de la familia, le dedicaba todo mi tiempo a Mónica. Lle-

gaba a casa por la noche, y a esa hora María José dormía y mi madre y Ramón se emborrachaban en la cocina. Por eludir discusiones, sin saludos me retiraba a mi cuarto, donde no hacía otra cosa que fantasear con mi novia. No advertía que la casa estaba sucia porque las criadas habían huido; ni que el taller lucía desolado, sin telas nuevas ni vestidos a medio coser. Por fin, una tarde que en ausencia de sus padres realizábamos en su cuarto un trabajo de la prepa, Mónica cedió a mis rue-gos. Con lenta timidez se quitó la ropa, descubriendo a mis ojos la piel que, sin que ella lo supiera, yo conocía de arriba abajo, y se entregó a mi abrazo adolescente con una soltura y una decisión que yo jamás hubiera imaginado. Fue el paraíso: un es-tallido de sensaciones que redujo mi cuerpo a la pura vibración de los nervios. Ma-ría José tenía razón: ser hombre era una cosa única, maravillosa. Por ello, y por nada más, había estado siempre pendiente de mi educación masculina. Debía agradecérselo. En cuanto Mónica me obligó a desprenderme de ella porque sus pa-dres iban a llegar, corrí con fuerza por las calles solitarias de Linares para contarle a la costurera, con lujo de detalles, la primera gran aventura de mi vida. En la sala se hallaba mamá sola, con una botella a medias y un vaso en la mano. ¿Y Ramón?, pregunté. Se largó el muy hijo de puta, ¿qué no ves?, respondió en un sollozo lleno de rencor. Malditos hombres ... A continuación vendría su acostumbrada letanía de insultos al género, por lo que me dispuse a pasar de largo, mas en ese instante noté que en la estancia faltaba la máquina de coser, uno de los biombos y otros en-seres. Pregunté por ellos. Desde cuándo los vendí, ¿no te habías dado cuenta? ¿Pos de dónde demonios crees que has tragado estos días? Un hueco se me abrió en el estómago y corrí al patio trasero en busca de la costurera. Su cuarto estaba a oscu-ras. Toqué y nadie respondió. Al abrir la puerta vi su cama sin sábanas y vacío el mueble donde acomodaba su ropa. Regresé enseguida a la sala. Mi madre daba un largo trago directo a la botella. ¿Dónde está María José? ¡Respóndeme, mamá! Me miró con ojos turbios. ¿Ésa? La corrí. Se largó ayer a su pueblucho. Al fin ya ni hacía falta .. .

En una bata sucia de mi madre encontré dinero y salí de casa sin despedirme. Camino a la central de autobuses hice un esfuerzo inútil por recordar el nombre de la ranchería de María José, aunque al describirle a la costurera, el encargado de la taquilla supo de inmediato de quién le hablaba, me vendió el boleto y me dio las indicaciones para alcanzarla. Es imposible ignorar a una mujer tan fea, dijo. Viajé la noche entera, bajándome en cada una de las paradas a estirar las piernas, dormitando por ciertos trechos hasta que un tumbo del camión me despertaba.

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Cuando faltaba poco para llegar al Mante, donde debía transbordar al guajolotero, me pregunté si en verdad iba en ese camino en busca de una mujer que ni era de mi familia tan sólo por contarle que había perdido mi virginidad. Me respondí que sí, y que además tenía que decirle: Te debo todo lo que soy, María José. Quién sabe cómo habrían sido mi infancia y mi adolescencia sin alguien que se interesara en mí. Después, a bordo de la carcacha que abandonó la carretera internándose en una terracería sin fin, hube de reconocer que en realidad lo único que deseaba era verla de nuevo, abrazar por última vez su cuerpo mal hecho y, lo que nunca hice, plantar en su mejilla velluda un beso de cariño y agradecimiento.

Llegamos al amanecer. La ranchería estaba formada por unas veinte casas, la mayoría de adobe o sillar con techos de lámina. En el único estanquillo, pregunté a la anciana apostada detrás del mostrador por una señora llamada María José. No conozco a nadie con ese nombre. Se la describí y fue lo mismo. Le dije que no vivía allí, sino en Linares, y que sólo venía cada quince días a visitar a su hermana. Acá no vive nadie como usted me dice. La desesperación comenzaba a paralizarme. No puede ser, dije. Toda la noche viajando para nada. Entonces otra anciana, que había permanecido en silencio en la penumbra, me preguntó: ¿Sabe cómo se llama la hermana? Sí, Elsa, es mamá de muchos hijos. A la Elsa sí la conocemos, pero no tiene ninguna hermana que se llame María José ni de ningún otro modo. Su marido es José María, ¿no se habrá confundido, joven? Elsa, José María, los hijos, todo enca-jaba, menos María José. Si quiere, joven, pregúntele a ella. Vive en la última casa de este lado, de color rojo, una casa de cuatro cuartos, no hay pierde.

Dos niños pequeños jugaban en el zaguán y les pregunté por su mamá. Uno de ellos se perdió en el interior de la casa y poco después se asomó por la puerta una mujer morena aún joven, bonita, de buen porte, tal como la había descrito la costu-rera. Le dije por qué estaba ahí. No, joven, lo siento, no tengo hermanas ni conozco a nadie que viva en Linares. Me miró con lástima. Se me hace que se lo tantearon. ¿Cuántos hijos tiene usted? Trece, joven, a sus órdenes, el mayor de quince años y el chiquito de seis meses. ¿Alguno se llama Cherna? Sí, el noveno, de cinco años. Los datos seguían encajando, y traté de insistir. No, joven, ya le dije que no. Estoy segura de que se lo tantearon. Y mejor váyase porque por aquí anda mi señor y es muy celoso. Si lo ve, capaz que se pone bronco. No tuve otro remedio que retirarme de vuelta al estanquillo, a esperar las horas que faltaban para que el camión pasara de regreso al Mante. Mientras me tomaba un refresco pensé en las sospechas que había abrigado hacía años acerca de la costurera y el secreto que entonces estuve seguro que guardaba. Nos engañó a todos, me dije. ¿Por qué? No había duda de que conocía a la señora Elsa, a los niños y al marido, pero ¿cuáles eran sus razones para

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inventar que formaba parte de esa familia? Le di vueltas al asunto sin esperanza de resolverlo hasta que apareció la car-

cacha que me llevaría de vuelta. Cansado y lleno de frustración, ocupé uno de los durísimos asientos dispuesto a intentar dormirme en el camino, y desde la ventanilla alcancé a ver que la señora Elsa y su marido acomodaban un par de mecedoras en el zaguán de la casa roja. Se sentaron en ellas a contemplar la tarde y en pocos minutos estaban rodeados de chiquillos. Los conté: doce, más el que la mujer traía en brazos. Cuando el guajolotero arrancó vibrando y tosiendo en direc-ción de ellos, me fijé en el hombre que en ese instante se levantaba de la mecedora: traía sombrero, vestía botas, pantalón y camisa de mezclilla, estaba medio zambo y su espalda de hombros anchos lucía un poco encorvada. Algo brincó dentro de mí. Conforme avanzábamos dando tumbos pude distinguir sus manos grandes de dedos delgados, como para realizar trabajos manuales finos, la panza que so-bresalía de su cuerpo más bien delgado, las canas en las sienes y la sombra clara del bigote sobre el labio superior. El corazón comenzó a golpearme las costillas. El hombre volvió a sentarse en la mecedora y dos de los niños se acercaron a sus piernas. Él les acarició la cabeza con un ademán que yo conocía bien, y al dejar de hacerlo se levantó el sombrero para mirar el paso del camión. Entonces sus ojos rasgados se fijaron en los míos, que estaban muy abiertos y, al tiempo que me brin-daba un guiño, su sonrisa comenzó a ensancharse de satisfacción y orgullo, como si conociera de antemano los detalles de la aventura amorosa que yo había ido a contarle.

Desterrados (Universidad Autónoma de Sinaloa, UANL: Universidad Autónoma de Nuevo León, Ediciones Era. Ciudad de México, 2013)

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