ediciones cnac / cinerocinante año 1 nº 1

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Le encuentro en Cartagena, sentado en una acera, harto de tragos y cigarrillos, solo en medio del mundo. Por abusador olvidó su carpeta de sueños en un taxi. De buena nota el periódi- co informa. A los días alguien deja sus papeles, sólo sus papeles, en la oficina del periódico, más no la carpeta de cuero, protectora de la novela que anda a medias. Sigo sus pasos, a saltos. ¿A saltos hay que vivir para contar? Helo en Barranquilla después. Crecen los afectos, el periodismo. Ál- varo Cepeda Zamudio en su vida como una revelación. La Casa, título provisional de una novela, camina de un lado a otro, como él. Como él se extravía por los vericuetos de Macondo. Cuándo, me pregunto, inicia su devoción por el cine. De seguro, como decían en mis años mozos, le costaba una, y parte de la otra, meterse en una sala de cine y soportar la ansiedad por fumarse uno y otro y otro cigarrillo. (Su primer cáncer fue en el pulmón). Tenaz con sus grandes pasiones: la esencial, ser escritor, vivir de la escritura y para ella: la imaginación le desborda. Reacio a los estudios de Derecho, asumidos por deber de hijo, y nada más. En la costa compartía la idea de hacer ficción de ficción, pero se exigía cumplir con el sueño mayor –tal escribió–: la de ser reportero. Y parecía lograrlo definitivamente en Bogotá, pero la realidad fue superior: se encontró con unas “botitas tristes en el extremo de una sábana”. “El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos, tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en una zanja del cami- no. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras yo me preguntaba si todo aquello merecía ser el ofi- cio con que yo soñaba. Eduardo Zalamea me confirmó que no. También él pensaba que la crónica roja (…) era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prue- ba. Nunca más la intenté”. Entiendo que no lo haya intentado, simplemente siguió escribiendo reportajes, aunque no lo asumie- ra como oficio. Menos mal. Y es así como otra realidad bien distinta lo forzó a ser críti- co de cine. Pero, cuidado ¡eh! los exhibidores podían retirar sus anuncios en el periódico, El Espectador, si las críticas afectaban la taquilla: nada de inquietar al cine de acción y mucho menos el de lágrimas. Todo iba bien. Los empresarios complacidos con sus notas sobre el cine francés. Y he aquí que una mañana, a las seis, como decir un día antes, Álvaro Cepeda lo despierta para lanzarle una de las suyas: –“¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo –me gritó muerto de risa en el teléfo- no–. Con lo bruto que es usted para el cine”. Desde entonces fue su asistente, su consejero. Y comenzaron los problemas con los empresarios, las amenazas, las cartas de los desprevenidos es- pectadores, las ineludibles disculpas de la Redacción. Aún así, la columna sobrevivió, mientras la crítica de cine se convirtió “en una rutina de la prensa y la radio”. Una a una numeró sus críticas de cine, escritas en el curso de dos años: setenta y cinco. Continuaron los reportajes, las no- tas editoriales y literarias, los eventuales cuentos para el Domini- cal de El Espectador. También los ingresos, las puntuales remesas a la familia. Apenas si tenía tiempo para ocuparse de su vida privada. ¿Y Mercedes? Esa es otra historia. Una vez más los sobresaltos de la existencia -abril para siem- pre en la memoria, que si no el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la de un pueblo enfurecido–, de la existencia y del trabajo. Álvaro Mutis metido en su vida, inventándole vainas para que se dedicara a la literatura en firme, pues un coño importaba que la Editorial El Ateneo y su lector, Guillermo de Torres, rechazara su publicación por equis razones. Escritores aquí y allá. Afectos entrañables. El periodismo de sol a sol, con sus madrugadas de humo. De paso Jorge Gai- tán Durán empeñado en fundar una revista, que luego se llamó Mito, proyecto que nunca animó al Gabo. ¿Simpatizaron Jorge y Gabriel?, me pregunto hasta altura de la vida, con la pena de no haberlo averiguado con el propio Gabo. Lo cierto es la divulga- ción de un cuento suyo: “Monólogo de Isabel viendo llover en Ma- condo”, –tres o cuatro cuartillas eliminadas en el primer borrador de La hojarasca, publicada en el número 2 de Mito, que Gaitán Durán recogiera de la basura el día que fue a despedir a Gabo, pues tuvo noticias de su viaje a Ginebra, comisionado por Luis Gabriel Cano, como enviado especial del periódico El Espectador para cubrir la “Conferencia de los Cuatro Grandes”. Como cier- tas la presencia de Mutis, cada vez mayor y la obtención de un premio en un concurso de cuentos con un jurado de escritores grandes ligas: Hernando Téllez, Lozano y Lozano, Pedro Gómez Valderrama, etcétera. Un día después del sábado tenía por título el cuento que le proporcionó la buena cifra de tres mil pesos. ¿Y el cine? Pudo haber participado, al menos en la revisión del guión, en el proyecto de Álvaro Cepeda Zamudio: La lan- gosta azul. Pero, confiesa, “me encontraba en medio de aquellos reportajes posibles que no me dejaban tiempo para respirar”. Primer acto de presencia de los amores contrariados con el cine. Años después diría: …Mis relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido. Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine. La imaginación no tiene límites, y mucho menos la de Gabo. ¿De cómo llegó al Centro Experimental de Cinematogra- fía de Roma? Vaya uno a saber. ¿Y por qué no se te ocurrió pre- guntarle?, inquirirá el lector. Vaya uno a saber. Como tampoco le consultamos si quería ser el Presidente de la Fundación del Nue- VIVIR PARA CONTAR Edmundo Aray Redacción: Edmundo Aray / Tarik Souki David Rodríguez / Víctor Luckert Editor: CNAC / FNCL Diseño: José Vásquez Impreso en Mérida, Venezuela por [email protected] EDICIÓN ESPECIAL Mérida-Venezuela 17 de abril de 2015 CINEROCINANTE García Márquez in memoriam Murió Gabriel García Márquez. Se nos fue el más grande escri- tor del siglo XX. ¿Qué más se puede decir? Nos enriqueció a todos. Enriqueció al mundo. Embelleció la vida. Honró la humanidad. Mató a la muerte. Pedro Rivera

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Redacción: Edmundo Aray / Tarik Souki David Rodríguez / Víctor Luckert Editor: CNAC / FNCL Diseño: José Vásquez

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Page 1: Ediciones CNAC / Cinerocinante año 1 nº 1

Le encuentro en Cartagena, sentado en una acera, harto de tragos y cigarrillos, solo en medio del mundo. Por abusador olvidó su carpeta de sueños en un taxi. De buena nota el periódi-co informa. A los días alguien deja sus papeles, sólo sus papeles, en la ofi cina del periódico, más no la carpeta de cuero, protectora de la novela que anda a medias.

Sigo sus pasos, a saltos. ¿A saltos hay que vivir para contar? Helo en Barranquilla después. Crecen los afectos, el periodismo. Ál-varo Cepeda Zamudio en su vida como una revelación. La Casa, título provisional de una novela, camina de un lado a otro, como él. Como él se extravía por los vericuetos de Macondo. Cuándo, me pregunto, inicia su devoción por el cine. De seguro, como decían en mis años mozos, le costaba una, y parte de la otra, meterse en una sala de cine y soportar la ansiedad por fumarse uno y otro y otro cigarrillo. (Su primer cáncer fue en el pulmón). Tenaz con sus grandes pasiones: la esencial, ser escritor, vivir de la escritura y para ella: la imaginación le desborda. Reacio a los estudios de Derecho, asumidos por deber de hijo, y nada más.

En la costa compartía la idea de hacer fi cción de fi cción, pero se exigía cumplir con el sueño mayor –tal escribió–: la de ser reportero. Y parecía lograrlo defi nitivamente en Bogotá, pero la realidad fue superior: se encontró con unas “botitas tristes en el extremo de una sábana”. “El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos, tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en una zanja del cami-no. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras yo me preguntaba si todo aquello merecía ser el ofi -cio con que yo soñaba. Eduardo Zalamea me confi rmó que no. También él pensaba que la crónica roja (…) era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prue-ba. Nunca más la intenté”. Entiendo que no lo haya intentado, simplemente siguió escribiendo reportajes, aunque no lo asumie-ra como ofi cio. Menos mal.

Y es así como otra realidad bien distinta lo forzó a ser críti-co de cine. Pero, cuidado ¡eh! los exhibidores podían retirar sus anuncios en el periódico, El Espectador, si las críticas afectaban la taquilla: nada de inquietar al cine de acción y mucho menos el de lágrimas. Todo iba bien. Los empresarios complacidos con sus notas sobre el cine francés. Y he aquí que una mañana, a las seis, como decir un día antes, Álvaro Cepeda lo despierta para lanzarle una de las suyas: –“¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo –me gritó muerto de risa en el teléfo-no–. Con lo bruto que es usted para el cine”. Desde entonces fue su asistente, su consejero. Y comenzaron los problemas con los empresarios, las amenazas, las cartas de los desprevenidos es-

pectadores, las ineludibles disculpas de la Redacción. Aún así, la columna sobrevivió, mientras la crítica de cine se convirtió “en una rutina de la prensa y la radio”.

Una a una numeró sus críticas de cine, escritas en el curso de dos años: setenta y cinco. Continuaron los reportajes, las no-tas editoriales y literarias, los eventuales cuentos para el Domini-cal de El Espectador. También los ingresos, las puntuales remesas a la familia. Apenas si tenía tiempo para ocuparse de su vida privada. ¿Y Mercedes? Esa es otra historia.

Una vez más los sobresaltos de la existencia -abril para siem-pre en la memoria, que si no el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la de un pueblo enfurecido–, de la existencia y del trabajo. Álvaro Mutis metido en su vida, inventándole vainas para que se dedicara a la literatura en fi rme, pues un coño importaba que la Editorial El Ateneo y su lector, Guillermo de Torres, rechazara su publicación por equis razones.

Escritores aquí y allá. Afectos entrañables. El periodismo de sol a sol, con sus madrugadas de humo. De paso Jorge Gai-tán Durán empeñado en fundar una revista, que luego se llamó Mito, proyecto que nunca animó al Gabo. ¿Simpatizaron Jorge y Gabriel?, me pregunto hasta altura de la vida, con la pena de no haberlo averiguado con el propio Gabo. Lo cierto es la divulga-ción de un cuento suyo: “Monólogo de Isabel viendo llover en Ma-condo”, –tres o cuatro cuartillas eliminadas en el primer borrador de La hojarasca–, publicada en el número 2 de Mito, que Gaitán Durán recogiera de la basura el día que fue a despedir a Gabo, pues tuvo noticias de su viaje a Ginebra, comisionado por Luis Gabriel Cano, como enviado especial del periódico El Espectador para cubrir la “Conferencia de los Cuatro Grandes”. Como cier-tas la presencia de Mutis, cada vez mayor y la obtención de un premio en un concurso de cuentos con un jurado de escritores grandes ligas: Hernando Téllez, Lozano y Lozano, Pedro Gómez Valderrama, etcétera. Un día después del sábado tenía por título el cuento que le proporcionó la buena cifra de tres mil pesos.

¿Y el cine? Pudo haber participado, al menos en la revisión del guión, en el proyecto de Álvaro Cepeda Zamudio: La lan-gosta azul. Pero, confi esa, “me encontraba en medio de aquellos reportajes posibles que no me dejaban tiempo para respirar”. Primer acto de presencia de los amores contrariados con el cine. Años después diría: …Mis relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido. Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine.

La imaginación no tiene límites, y mucho menos la de Gabo. ¿De cómo llegó al Centro Experimental de Cinematogra-fía de Roma? Vaya uno a saber. ¿Y por qué no se te ocurrió pre-guntarle?, inquirirá el lector. Vaya uno a saber. Como tampoco le consultamos si quería ser el Presidente de la Fundación del Nue-

VIVIR PARA CONTAR

vo Cine Latinoamericano. Simplemente aceptamos la propuesta de Fidel, embullado como estaba en los afanes de su creación. Santa palabra. De manera que el 4 de diciembre de 1986, en la inauguración de la sede de la FNCL, día de Santa Bárbara le escuchamos contar: “Entre 1952 y 1955, cuatro de los que hoy estamos a bordo de este barco estudiábamos en el Centro Ex-perimental de Cinematografía de Roma; Julio García Espinoza, viceministro de Cultura para el cine; Fernando Birri, gran papá del Nuevo Cine Latinoamericano; Tomás Gutiérrez Alea, uno de sus orfebres más notables, y yo, que entonces no quería nada más en esta vida que ser el director de cine que nunca fui. Ya desde entonces hablábamos casi tanto como hoy del cine que había que hacer en América Latina, y de cómo había que hacerlo, y nues-tros pensamientos estaban inspirados en el neorrealismo italiano, que –como tendría que ser el nuestro- el cine con menos recursos y el más humano que se ha hecho jamás. Pero sobre todo, ya desde entonces teníamos conciencia de que el cine de América Latina, si en realidad quería ser, sólo podía ser uno. El hecho de que esta tarde seguimos aquí, hablando de lo mismo como loquitos con el mismo tema, después de treinta años, y que estén con nosotros, hablando de lo mismo tantos latinoamericanos de todas partes y de generaciones distintas, quisiera señalarlo como una prueba más del poder impositivo de una idea indestructible.

“Por aquellos días de Roma, viví mi única aventura en un equipo de dirección de cine. Fui escogido en la Escuela como tercer asistente del director Alejandro Blasetti en la película Lás-tima que sea un canalla, y esto me causó una gran alegría, no tanto por mi progreso personal, co mo por la ocasión de conocer a la primera actriz de la película, Sofía Loren. Pero nunca la vi, porque mi trabajo consistió, durante más de un mes, de mante-ner una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos. Es con este título de buen servicio, y no con los muchos y rim-bombantes que tengo por mi ofi cio de novelista, como ahora me he atrevido a ser tan presidente en esta casa, como nunca lo he sido en la mía, y a hablar en nombre de tantas y tan meritorias gentes de cine.”

El otro cuento, la otra historia, la de sus tareas de guionista o coguionista, o asesor de guiones; la de sus relaciones con los produc-

tores o la del destino fi nal de sus cuentos o novelas llevadas al cine, lo encontrarán en la excelente investigación de María Lourdes Cortés: Los amores contrariados. García Márquez y el cine. Libro publicado por el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), en coedición con la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), 2014.

Nunca en mi infancia, que recuerde, quien me dormía con lecturas –madre, madrina– respondió a mis preguntas una vez que hubo pronunciado: este cuento se acabó. En venganza, me permito preguntar a quien llegó al fi nal de estas páginas, la interrogante de Gabo: ¿Qué clase de misterio es ese que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión?

Homenaje al Gabo, a un año de su partida, homenaje a María Lourdes Cortés, homenaje a la imaginación de nuestro cine, y al que está por infl amarse en el corazón de nuestra América, es este número especial de cinerocinante, porque esta tierra nos ha enseñado mucho, pero, sobre todo, hemos aprendido a fraguarnos en la vida, con la historia por delante, con la de nuestros dadores de la creación.

Mérida, abril de 2015.

GABOMAGO Y LAS ESTRELLAS

Tengo un sueño recurrente, que vuelve una y otra vez. Estoy en una ciudad con rascacielos de cartón torcidos (como la escenografía del Gabinete del Dr. Caligari), las luces de cuyas ventanas se van apagando, una a una.

Ahora estoy solo, en el centro de una pampa astral, solitaria y defi nitivamente oscura. Pero no, se van encendiendo las luciérnagas, una a una: son cientos, son miles, son millones, son miles de millones: se van

encendien do una a una.

(La noche de la muerte de Gabo, Jueves Santo de 2014)

Fernando Birri

Edmundo Aray

¿QUÉ QUIERES SABER? TE CONCEDO UNA PREGUNTA

Senel Paz

Al principio de los ochenta, el hotel Riviera debió ser el cuartel general de García Márquez en La Habana. Ahí fue donde lo conocí. ÉL tenía gran amistad con la familia Diego-García Marruz y yo era compañero de universidad y amigo de Lichi, el menor de los hijos, mellizo con su hermana Fefé. Es fácil com-prender que la poesía y la personalidad de Eliseo lo hayan atraído con fuerza de imán, y que una vez en la casa de la Calle E, el encanto y la labia de Lichi lo sedujeran. Lichi lo trataba de tú por tú, no lo llamaba García Márquez ni Gabo, sino Gabriel, y en algún momento este Gabriel se interesó por conocer a jóvenes escritores cubanos, si existíamos. Lichi agarró a los que tenía más a mano o le parecían mejores, y un mediodía estábamos tres de nosotros en el vestíbulo del Riviera, muy emocionados porque íbamos a conocer a Gabo e íbamos a almorzar en el restaurante L´Aiglón. La mesa ya estaba reservada. En el trío recuerdo con precisión a Luis Manuel García, pero no logro establecer su el tercero era Reinaldo Montero o Leonardo Padura, por lo que agrego una silla a la mesa y los dejo a ambos en el cuento. García Márquez demoraba y Padura o Reinaldo comenzaron a impa-cientarse y a creer que todo era una burla de Lichi, y este se reía para negarlo, pero con una risa que parecía confi rmar el timo. De todos modos, era agradable andar por aquel inmenso e ilu-minado lobby con una coartada perfecta por si los agentes de se-guridad del hotel se acercaban y nos preguntaban qué hacíamos allí con aquellas caras que ni siquiera eran de jineteros. “Estamos esperando a Gabriel García Márquez, compañero”, diríamos. Todo el mundo sabía en Cuba quién era García Márquez, de quién era amigo, qué novelas escribía y qué premio había ganado hacía poco en Suecia, así que a los agentes les darían vueltas los ojos y nos dejarían tranquilos. Por mi parte, siempre había oído hablar de la modernidad, años cincuenta, del lobby del hotel Riviera, pero nunca había podido comprobar por mí mismo en qué consistía esa encumbrada modernidad. Ahora lo veía y me gustaba, y esperaba que en algún momento salieran del ascensor Marlon Brandon y Ava Gardner tomados del brazo. Casi no me importaba que García Márquez demorara, pero ellos empezaban a inquietarse y a mirar preocupados hacia el restaurante. Por fi n llegó, cuán bajo era, y fue como si todos en el lobby lo estuvieran esperando, porque volvieron el rostro y le clavaron la vista y no la apartaron más. Él vino directo hacia nosotros. “Me compliqué”. explicó en cubano. Estaba con un amigo suyo, dijo que se había puesto a hablar de esto y de lo otro y de lo de más allá y de lo que se debía hacer y de lo que no, y solo al fi nal le había dado permi-so para venir al hotel pero solo por un rato, tenía que regresar. Es decir, tenía poco tiempo para nosotros. Nos pasó al restaurante,

logró que los camareros acudieran rápidos y fueran efi cientes, y cuando tuvimos los platos delante echó la mano a una técnica que yo pensaba era de mi invención. Consiste, cuando te reúnes con artistas e intelectuales, en hacerles una pregunta sobre su obra. Exultantes, se lanzan a hablar de sí mismos y dispones lo menos de una hora para comer tranquilo u organizar interior-mente lo siguiente que tengas que hacer. Pero esta vez no funcio-nó. Quizás estábamos nerviosos, y al vernos tan callados, su gran curiosidad por Cuba y su naturaleza de periodista lo llevaron a hacernos otras preguntas. Él estaba informado sobre asuntos y secretos de Estado de los que nosotros no teníamos ni idea, pero vivíamos la realidad desde ángulos desde los cuales no le podían ofrecer testimonios aquellos con los que más se codeaba., y po-díamos ponerlo al día en chismes culturales. Le interesaba lo que ocurría en la calle, en las esquinas, y estaban lejanos los días en que trabajaba en Prensa Latina y podía ir a almorzar al Wakamba o el Mogambo, y averiguarlo por sí mismo. Tenía, al igual que Mercedes, su esposa, una idea muy precisa de lo que era cubano y más todavía de lo que no lo era, y se lo aplicaba a las películas y a la literatura. Además, le atraía cómo contáramos las historias. Le cautivaba el habla cubana en todos sus matices. Aunque co-nociera un cuento, volvía a escucharlo con gusto si era la versión de un chofer, una empleada o cualquiera que no se impresionara porque él era Gabriel García Márquez y se lo contara exagerando y comiéndose letras. También quería conocer gente y lugares que no fi guraban en sus programas y se hizo toda una red que le fa-cilitaba los contactos. A mí me tocó, más adelante, presentarle a determinados artistas o llevarlo a sitios. Era fácil con los pintores y la música, sobre todo en la amplia zona de los boleros, porque casi siempre se acertaba, pero resultaba más complicado con los escritores o el teatro. Recuerdo mi nerviosismo cuando lo llevé al estreno de El público, la pieza de Lorca que Carlos Díaz pre-sentaba en la sala Hubert de Blanck, en el año 1994. A Gabo le fascinó la puesta y no le gustó la obra. Con cuatro trapos y unos actores y actrices bellísimos, Carlos Díaz había montado un es-pectáculo impresionante que parecía haber costado millones de dólares. Recuerdo una visita que hicimos a un paladar cuando ir a los paladares era casi una provocación, y en plan de incógnitos fuimos a uno que nos habían recomendado y pronto una señora de la casa, con las correspondientes chancletas y un batilongo, vino desde la cocina con un teléfono inalámbrico en la mano y gritó para todo el salón: “Alguien aquí se llama Gabriel García Márquez?”.

Se me olvidó para dónde iba lo que estaba contando. Tam-poco importa mucho. Algo parecido debió ocurrirle a García Márquez aquel día, se le olvidó que tenía prisa y compromi-

so con aquel amigo suyo. A lo mejor no era cierto y lo inventó por si el encuentro resultaba una bomba, como suele ocurrir entre escritores, sobre todo entre noveles y un consagrado, y es mejor para que este dejar una puerta de escape. Yo mismo utilicé el recurso, que también creí que lo inventaba yo, cuando fuimos a conocer a Guillermo Cabrera Infante. Llegamos, Rebeca, Peter y yo, diciendo que solo queríamos saludar porque disponíamos de me-dia hora y a Guillermo le pareció estupendo porque a su vez tenía una conferencia al otro lado de Londres, y lue-go estuvimos parloteando toda la tarde y nos comimos el pastel estupendo que Miriam Gómez había encargado por si nos caíamos bien. Pasaba ahora con Gabo. Cada vez se fue sintiendo más a gusto con nosotros y nosotros con él, y al fi nal no fuimos más que cinco o seis tipos alborotando quitándonos las palabras en la mesa del res-taurante de un hotel. Yo recuerdo ese gesto con gratitud y con admiración. Su deseo de conocer me pareció muy honesto y sincero. Se puso a nuestra disposición y dejó la puerta abierta a una relación mayor, ya desapareciendo de cada cual. Aquel almuerzo se convirtió en una tarje-ta de presentación, como conocidos, para la próxima vez que lo encontráramos. Le dejamos algunos textos. Yo hice una selección de lo que me parecía mejor de mi obra, es decir, un cuento de siete páginas. Nunca le pregunté si lo había leído, pero en adelante me trató como a un escritor y puedo decir que si la amistad con García Márquez no avanzaba más no era a causa suya, él se entrega siempre, sino de uno que se paralizaba por su grandeza o por la admiración.

No sé cómo continuó la cosa porque luego en nues-tro trato entró el cine y muchas amistades comunes: Julio García-Espinosa y Lola Calviño, Alquimia Peña, Carmen Balcells. En cuanto al cine, las vivencias están relacio-nadas, principalmente, con los talleres en la Escuela de San Antonio de los Baños que siempre le hicieron tanta ilusión, como un hijo tenido en la vejez. Asistí a uno de los primeros cursos, a otro por el medio, y al último. Al primero como alumno. Él mismo me había seleccionado luego de ver la primera película que yo escribí, Una no-via para David. Una mañana puso sus manos sobre mis hombros, en el aula, y dijo para todos que yo escribía los mejores diálogos para cine en el idioma español. Yo no me infl é porque ya había sido advertido por Carmen Balcells que un elogio de García Márquez si no está por escrito, no vale nada, es simple fase de simpatía o pura exageración, y

pronto me tocó escucharle el mismo piropo dedicado a Paz Ali-cia García-Diego, caso en el que me parece más justo. Las ideas que en aquel taller dijo sobre la creación, la libertad del artista y su relación con el lenguaje, me alimentan hasta el día de hoy. La historia que armamos no alcanzó mucho vuelo, pero nos sirvió para escucharlo y llenarnos de un conocimiento que prodiga-ba sin reserva ni pudor. Durante tres horas ponía a nuestro servicio toda la sabiduría y experiencia y todo dependía de que supiéramos hacerle las preguntas adecuadas. Más intere-sante fue cuando se puso a investigar sobre nuestras historias eróticas infantiles y nuestros actos de crueldad, con la adver-tencia de que podía robar cualquier cosa que escuchara. En el apartado de la crueldad, le gustó el cuento de mis primos que molían pollitos amarillos en un molino de maíz.

La segunda experiencia en aquellos cursos fue ya como profesor invitado o auxiliar. Lo recogía todos los días en su casa de reparto Cubanacán, y la mayoría de las veces almorzá-bamos juntos. Yo me esforzaba en llegar tarde para no almor-zar, porque me sentía fatal hacerlo con los nervios de punta, y luego nos íbamos en su coche, él conduciendo, hasta San Antonio de los Baños. Uno de los mejores escritores del mun-do era al propio tiempo uno de los peores conductores. Creo que nunca pasó de la tercera velocidad y pocas veces supera-mos los 60 km/h. Todo era conversación e interrogatorio so-bre asuntos y personajes cubanos de los que yo siempre tenía

Baños dura cincuenta y dos minutos. Durante la primera se-mana no me dejó abrir la boca en el aula, pero en la segunda cambió de táctica, y el penúltimo dcnica. No era capaz esta vez. No lograba mantenerento no se encontraba en condicio-nes. Yo conoc Barcha y Alquimia Peña. Mercedesía me pidió que soltara todo el cuento de la película Fresa y chocolate de punta a cabo, y lo hice está publicado, lo que me ha servido de referencia, porque yo no cuento las cosas siempre del mis-mo modo.

El último encuentro fue en el último taller. Cuando me pidió que lo acompañara de nuevo, me dijo que David Trueba y yo habíamos sido los “asesores” que más le habíamos gusta-do y ayudado. Esto es más que creíble. Pero creo que quienes tuvieron la idea de que fuera yo quien lo acompañara, fuero Mercedes Barcha y Alquimia Peña. Mercedes me lo entregaba en el portal de la casa y yo estaba con él seis o siete horas, hasta que se lo devolvía en la casa o donde ella me dijera. No estaba bien en esos días, pero se empecinaba en dar el taller, no quería renunciar de ningún modo, quizás no quería reconocer que no lo podía dar y que aquel sería el último. Además, ya los guionistas esperaban. Un año después, tuve varios encuentros con él en Cartagena y estaba perfecto, pero en ese momento no se encontraba en con-diciones. Yo conocía bien la maravilla de sus clases y también la técnica. No era capaz esta vez. No lograba mantener una historia en la cabeza. Interrogaba a un guionista y a la cuarta

poco que decir. Quería saber sobre Norberto Fuentes, pero yo sabía muy poco de Norberto, apenas que había escrito uno de los libros de cuentos cubanos que a mí más me gusta y que tenía cierta obsesión por Hemingway. Por quince días, entre los viajes y los apartes, tuve a García Márquez a mi entera dis-posición, ansioso por hablar de lo que fuera, seguramente los viajes le soltaban la lengua. Pero para un tipo tímido y callado como yo, poco hablador, darle y sostenerle conversación al autor de Cien años de soledad, al Premio Nobel, durante tan poco tiempo, era un verdadero suplicio y estaba loco porque aquello terminara o porque me permitiera invitar a alguien más al coche. Solo una vez me dejó llevar a Lichi Diego, que también era una buena cotorra y tenía con Gabo una relación relajada. Para mi suerte, García Márquez, si tiene certeza de la dirección del interlocutor, habla hasta por los codos. Y has-ta hoy día yo soy el tipo más discreto que conozco. Fueron tantos los viajes, que descubrimos algo mágico: vayas a la ve-locidad que vayas y sea cual sea el estado y modelo del coche que te lleve, el recorrido de La Habana a San Antonio de los

pregunta empezaba de nuevo y al fi nal no la retenía. Sabía que esto estaba pasando y sufría, de cada sección salía más sombrío y confuso. Mercedes notó que algo andaba mal y me pidió que llevara yo el taller, pero eso no era posible porque los estudiantes habían hecho un largo viaje y habían pagado el curso para tener un taller con él, no conmigo. Nadie hacía reclamos, se portaron maravillosos; todos mantenían una actitud de respeto y se empe-zaban a conformar con estar con él un rato y llevarse a casa una foto y el diploma del curso. Él se mantenía callado en los viajes, o me comentaba una y otra vez, apretándome la rodilla con la mano, cómo y dónde a Fidel y a él se les había ocurrido crear la Escuela de San Antonio, y cómo Fidel descubrió el sitio justo y cómo vino a decírselo y dónde. Decía que tenía la certeza de que por aquellos días, Fidel escribía el Granma de la primera a la úl-tima página. Yo le comenté que si el Comandante le parecía tan mal escritor y la bromita no le gustó nada. Cada día estaba más nervioso y preocupado, y se quejó de que habían cambiado a los alumnos, que no eran los mismos del día anterior y que estos de ahora no servían. Pero tampoco podías estar seguro de que no te

estuviera tomando el pero y burlándose de sí. Por sí o por no, decidimos que la gente se sentara siempre en el mismo sitio, pero la cosa no mejoró. Hasta el día jueves. El día jueves llegó al aula y dio la charla más maravillosa y lúcida de cuantas tuve ocasión de escucharle. Armó y desarmó las historias a su antojo, contestó a todas las preguntas, e hizo muchas y sabias observaciones y confesiones, sabía todo el tiempo quién era cada cual y de dónde venía.

Aquella clase, la única del taller, no tiene equivalente en oro, y satisfacía por completo la expectativa de todos, “mi encuentro con García Márquez”. Su felicidad era in-mensa. En el coche me dijo, con cierto dejo de pregunta: “Hoy la clase estuvo bien”. Yo le confi rmé. “¿Sabes por qué?” Porque no había hecho los deberes y tenía que ha-cerlos. Hoy me gané el salario, la gente no vino por gusto, y por mañana no te preocupes que será cosa de coser y cantar, casi vacaciones”. Yo quizás lo miré con más ad-miración y respecto que nunca y él sonrió. Esta vez no fue su genialidad sino el sentido del deber lo que metió su memoria en cintura. “Y tú”, me dijo, “¿qué quieres sa-ber?; te concedo una pregunta, una sola, si la haces rápi-do”. “¿Cómo se les ocurrió a Fidel y a usted la Escuela de cine?”. Dije. Se echó a reír, se rio de mí, de sí mismo, de Fidel, y de las hijeputadas de la vida.

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EDICIÓN ESPECIAL

Mérida-Venezuela

17 de abril de 2015CI

NERO

CINA

NTE

García Márquez in memoriam

Murió Gabriel García Márquez. Se nos fue el más grande escri-tor del siglo XX. ¿Qué más se puede decir? Nos enriqueció

a todos. Enriqueció al mundo. Embelleció la vida. Honró la

humanidad. Mató a la muerte.

Pedro Rivera

Page 2: Ediciones CNAC / Cinerocinante año 1 nº 1

Le encuentro en Cartagena, sentado en una acera, harto de tragos y cigarrillos, solo en medio del mundo. Por abusador olvidó su carpeta de sueños en un taxi. De buena nota el periódi-co informa. A los días alguien deja sus papeles, sólo sus papeles, en la ofi cina del periódico, más no la carpeta de cuero, protectora de la novela que anda a medias.

Sigo sus pasos, a saltos. ¿A saltos hay que vivir para contar? Helo en Barranquilla después. Crecen los afectos, el periodismo. Ál-varo Cepeda Zamudio en su vida como una revelación. La Casa, título provisional de una novela, camina de un lado a otro, como él. Como él se extravía por los vericuetos de Macondo. Cuándo, me pregunto, inicia su devoción por el cine. De seguro, como decían en mis años mozos, le costaba una, y parte de la otra, meterse en una sala de cine y soportar la ansiedad por fumarse uno y otro y otro cigarrillo. (Su primer cáncer fue en el pulmón). Tenaz con sus grandes pasiones: la esencial, ser escritor, vivir de la escritura y para ella: la imaginación le desborda. Reacio a los estudios de Derecho, asumidos por deber de hijo, y nada más.

En la costa compartía la idea de hacer fi cción de fi cción, pero se exigía cumplir con el sueño mayor –tal escribió–: la de ser reportero. Y parecía lograrlo defi nitivamente en Bogotá, pero la realidad fue superior: se encontró con unas “botitas tristes en el extremo de una sábana”. “El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos, tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en una zanja del cami-no. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras yo me preguntaba si todo aquello merecía ser el ofi -cio con que yo soñaba. Eduardo Zalamea me confi rmó que no. También él pensaba que la crónica roja (…) era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prue-ba. Nunca más la intenté”. Entiendo que no lo haya intentado, simplemente siguió escribiendo reportajes, aunque no lo asumie-ra como ofi cio. Menos mal.

Y es así como otra realidad bien distinta lo forzó a ser críti-co de cine. Pero, cuidado ¡eh! los exhibidores podían retirar sus anuncios en el periódico, El Espectador, si las críticas afectaban la taquilla: nada de inquietar al cine de acción y mucho menos el de lágrimas. Todo iba bien. Los empresarios complacidos con sus notas sobre el cine francés. Y he aquí que una mañana, a las seis, como decir un día antes, Álvaro Cepeda lo despierta para lanzarle una de las suyas: –“¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo –me gritó muerto de risa en el teléfo-no–. Con lo bruto que es usted para el cine”. Desde entonces fue su asistente, su consejero. Y comenzaron los problemas con los empresarios, las amenazas, las cartas de los desprevenidos es-

pectadores, las ineludibles disculpas de la Redacción. Aún así, la columna sobrevivió, mientras la crítica de cine se convirtió “en una rutina de la prensa y la radio”.

Una a una numeró sus críticas de cine, escritas en el curso de dos años: setenta y cinco. Continuaron los reportajes, las no-tas editoriales y literarias, los eventuales cuentos para el Domini-cal de El Espectador. También los ingresos, las puntuales remesas a la familia. Apenas si tenía tiempo para ocuparse de su vida privada. ¿Y Mercedes? Esa es otra historia.

Una vez más los sobresaltos de la existencia -abril para siem-pre en la memoria, que si no el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la de un pueblo enfurecido–, de la existencia y del trabajo. Álvaro Mutis metido en su vida, inventándole vainas para que se dedicara a la literatura en fi rme, pues un coño importaba que la Editorial El Ateneo y su lector, Guillermo de Torres, rechazara su publicación por equis razones.

Escritores aquí y allá. Afectos entrañables. El periodismo de sol a sol, con sus madrugadas de humo. De paso Jorge Gai-tán Durán empeñado en fundar una revista, que luego se llamó Mito, proyecto que nunca animó al Gabo. ¿Simpatizaron Jorge y Gabriel?, me pregunto hasta altura de la vida, con la pena de no haberlo averiguado con el propio Gabo. Lo cierto es la divulga-ción de un cuento suyo: “Monólogo de Isabel viendo llover en Ma-condo”, –tres o cuatro cuartillas eliminadas en el primer borrador de La hojarasca–, publicada en el número 2 de Mito, que Gaitán Durán recogiera de la basura el día que fue a despedir a Gabo, pues tuvo noticias de su viaje a Ginebra, comisionado por Luis Gabriel Cano, como enviado especial del periódico El Espectador para cubrir la “Conferencia de los Cuatro Grandes”. Como cier-tas la presencia de Mutis, cada vez mayor y la obtención de un premio en un concurso de cuentos con un jurado de escritores grandes ligas: Hernando Téllez, Lozano y Lozano, Pedro Gómez Valderrama, etcétera. Un día después del sábado tenía por título el cuento que le proporcionó la buena cifra de tres mil pesos.

¿Y el cine? Pudo haber participado, al menos en la revisión del guión, en el proyecto de Álvaro Cepeda Zamudio: La lan-gosta azul. Pero, confi esa, “me encontraba en medio de aquellos reportajes posibles que no me dejaban tiempo para respirar”. Primer acto de presencia de los amores contrariados con el cine. Años después diría: …Mis relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido. Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine.

La imaginación no tiene límites, y mucho menos la de Gabo. ¿De cómo llegó al Centro Experimental de Cinematogra-fía de Roma? Vaya uno a saber. ¿Y por qué no se te ocurrió pre-guntarle?, inquirirá el lector. Vaya uno a saber. Como tampoco le consultamos si quería ser el Presidente de la Fundación del Nue-

VIVIR PARA CONTAR

vo Cine Latinoamericano. Simplemente aceptamos la propuesta de Fidel, embullado como estaba en los afanes de su creación. Santa palabra. De manera que el 4 de diciembre de 1986, en la inauguración de la sede de la FNCL, día de Santa Bárbara le escuchamos contar: “Entre 1952 y 1955, cuatro de los que hoy estamos a bordo de este barco estudiábamos en el Centro Ex-perimental de Cinematografía de Roma; Julio García Espinoza, viceministro de Cultura para el cine; Fernando Birri, gran papá del Nuevo Cine Latinoamericano; Tomás Gutiérrez Alea, uno de sus orfebres más notables, y yo, que entonces no quería nada más en esta vida que ser el director de cine que nunca fui. Ya desde entonces hablábamos casi tanto como hoy del cine que había que hacer en América Latina, y de cómo había que hacerlo, y nues-tros pensamientos estaban inspirados en el neorrealismo italiano, que –como tendría que ser el nuestro- el cine con menos recursos y el más humano que se ha hecho jamás. Pero sobre todo, ya desde entonces teníamos conciencia de que el cine de América Latina, si en realidad quería ser, sólo podía ser uno. El hecho de que esta tarde seguimos aquí, hablando de lo mismo como loquitos con el mismo tema, después de treinta años, y que estén con nosotros, hablando de lo mismo tantos latinoamericanos de todas partes y de generaciones distintas, quisiera señalarlo como una prueba más del poder impositivo de una idea indestructible.

“Por aquellos días de Roma, viví mi única aventura en un equipo de dirección de cine. Fui escogido en la Escuela como tercer asistente del director Alejandro Blasetti en la película Lás-tima que sea un canalla, y esto me causó una gran alegría, no tanto por mi progreso personal, co mo por la ocasión de conocer a la primera actriz de la película, Sofía Loren. Pero nunca la vi, porque mi trabajo consistió, durante más de un mes, de mante-ner una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos. Es con este título de buen servicio, y no con los muchos y rim-bombantes que tengo por mi ofi cio de novelista, como ahora me he atrevido a ser tan presidente en esta casa, como nunca lo he sido en la mía, y a hablar en nombre de tantas y tan meritorias gentes de cine.”

El otro cuento, la otra historia, la de sus tareas de guionista o coguionista, o asesor de guiones; la de sus relaciones con los produc-

tores o la del destino fi nal de sus cuentos o novelas llevadas al cine, lo encontrarán en la excelente investigación de María Lourdes Cortés: Los amores contrariados. García Márquez y el cine. Libro publicado por el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), en coedición con la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), 2014.

Nunca en mi infancia, que recuerde, quien me dormía con lecturas –madre, madrina– respondió a mis preguntas una vez que hubo pronunciado: este cuento se acabó. En venganza, me permito preguntar a quien llegó al fi nal de estas páginas, la interrogante de Gabo: ¿Qué clase de misterio es ese que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión?

Homenaje al Gabo, a un año de su partida, homenaje a María Lourdes Cortés, homenaje a la imaginación de nuestro cine, y al que está por infl amarse en el corazón de nuestra América, es este número especial de cinerocinante, porque esta tierra nos ha enseñado mucho, pero, sobre todo, hemos aprendido a fraguarnos en la vida, con la historia por delante, con la de nuestros dadores de la creación.

Mérida, abril de 2015.

GABOMAGO Y LAS ESTRELLAS

Tengo un sueño recurrente, que vuelve una y otra vez. Estoy en una ciudad con rascacielos de cartón torcidos (como la escenografía del Gabinete del Dr. Caligari), las luces de cuyas ventanas se van apagando, una a una.

Ahora estoy solo, en el centro de una pampa astral, solitaria y defi nitivamente oscura. Pero no, se van encendiendo las luciérnagas, una a una: son cientos, son miles, son millones, son miles de millones: se van

encendien do una a una.

(La noche de la muerte de Gabo, Jueves Santo de 2014)

Fernando Birri

Edmundo Aray

¿QUÉ QUIERES SABER? TE CONCEDO UNA PREGUNTA

Senel Paz

Al principio de los ochenta, el hotel Riviera debió ser el cuartel general de García Márquez en La Habana. Ahí fue donde lo conocí. ÉL tenía gran amistad con la familia Diego-García Marruz y yo era compañero de universidad y amigo de Lichi, el menor de los hijos, mellizo con su hermana Fefé. Es fácil com-prender que la poesía y la personalidad de Eliseo lo hayan atraído con fuerza de imán, y que una vez en la casa de la Calle E, el encanto y la labia de Lichi lo sedujeran. Lichi lo trataba de tú por tú, no lo llamaba García Márquez ni Gabo, sino Gabriel, y en algún momento este Gabriel se interesó por conocer a jóvenes escritores cubanos, si existíamos. Lichi agarró a los que tenía más a mano o le parecían mejores, y un mediodía estábamos tres de nosotros en el vestíbulo del Riviera, muy emocionados porque íbamos a conocer a Gabo e íbamos a almorzar en el restaurante L´Aiglón. La mesa ya estaba reservada. En el trío recuerdo con precisión a Luis Manuel García, pero no logro establecer su el tercero era Reinaldo Montero o Leonardo Padura, por lo que agrego una silla a la mesa y los dejo a ambos en el cuento. García Márquez demoraba y Padura o Reinaldo comenzaron a impa-cientarse y a creer que todo era una burla de Lichi, y este se reía para negarlo, pero con una risa que parecía confi rmar el timo. De todos modos, era agradable andar por aquel inmenso e ilu-minado lobby con una coartada perfecta por si los agentes de se-guridad del hotel se acercaban y nos preguntaban qué hacíamos allí con aquellas caras que ni siquiera eran de jineteros. “Estamos esperando a Gabriel García Márquez, compañero”, diríamos. Todo el mundo sabía en Cuba quién era García Márquez, de quién era amigo, qué novelas escribía y qué premio había ganado hacía poco en Suecia, así que a los agentes les darían vueltas los ojos y nos dejarían tranquilos. Por mi parte, siempre había oído hablar de la modernidad, años cincuenta, del lobby del hotel Riviera, pero nunca había podido comprobar por mí mismo en qué consistía esa encumbrada modernidad. Ahora lo veía y me gustaba, y esperaba que en algún momento salieran del ascensor Marlon Brandon y Ava Gardner tomados del brazo. Casi no me importaba que García Márquez demorara, pero ellos empezaban a inquietarse y a mirar preocupados hacia el restaurante. Por fi n llegó, cuán bajo era, y fue como si todos en el lobby lo estuvieran esperando, porque volvieron el rostro y le clavaron la vista y no la apartaron más. Él vino directo hacia nosotros. “Me compliqué”. explicó en cubano. Estaba con un amigo suyo, dijo que se había puesto a hablar de esto y de lo otro y de lo de más allá y de lo que se debía hacer y de lo que no, y solo al fi nal le había dado permi-so para venir al hotel pero solo por un rato, tenía que regresar. Es decir, tenía poco tiempo para nosotros. Nos pasó al restaurante,

logró que los camareros acudieran rápidos y fueran efi cientes, y cuando tuvimos los platos delante echó la mano a una técnica que yo pensaba era de mi invención. Consiste, cuando te reúnes con artistas e intelectuales, en hacerles una pregunta sobre su obra. Exultantes, se lanzan a hablar de sí mismos y dispones lo menos de una hora para comer tranquilo u organizar interior-mente lo siguiente que tengas que hacer. Pero esta vez no funcio-nó. Quizás estábamos nerviosos, y al vernos tan callados, su gran curiosidad por Cuba y su naturaleza de periodista lo llevaron a hacernos otras preguntas. Él estaba informado sobre asuntos y secretos de Estado de los que nosotros no teníamos ni idea, pero vivíamos la realidad desde ángulos desde los cuales no le podían ofrecer testimonios aquellos con los que más se codeaba., y po-díamos ponerlo al día en chismes culturales. Le interesaba lo que ocurría en la calle, en las esquinas, y estaban lejanos los días en que trabajaba en Prensa Latina y podía ir a almorzar al Wakamba o el Mogambo, y averiguarlo por sí mismo. Tenía, al igual que Mercedes, su esposa, una idea muy precisa de lo que era cubano y más todavía de lo que no lo era, y se lo aplicaba a las películas y a la literatura. Además, le atraía cómo contáramos las historias. Le cautivaba el habla cubana en todos sus matices. Aunque co-nociera un cuento, volvía a escucharlo con gusto si era la versión de un chofer, una empleada o cualquiera que no se impresionara porque él era Gabriel García Márquez y se lo contara exagerando y comiéndose letras. También quería conocer gente y lugares que no fi guraban en sus programas y se hizo toda una red que le fa-cilitaba los contactos. A mí me tocó, más adelante, presentarle a determinados artistas o llevarlo a sitios. Era fácil con los pintores y la música, sobre todo en la amplia zona de los boleros, porque casi siempre se acertaba, pero resultaba más complicado con los escritores o el teatro. Recuerdo mi nerviosismo cuando lo llevé al estreno de El público, la pieza de Lorca que Carlos Díaz pre-sentaba en la sala Hubert de Blanck, en el año 1994. A Gabo le fascinó la puesta y no le gustó la obra. Con cuatro trapos y unos actores y actrices bellísimos, Carlos Díaz había montado un es-pectáculo impresionante que parecía haber costado millones de dólares. Recuerdo una visita que hicimos a un paladar cuando ir a los paladares era casi una provocación, y en plan de incógnitos fuimos a uno que nos habían recomendado y pronto una señora de la casa, con las correspondientes chancletas y un batilongo, vino desde la cocina con un teléfono inalámbrico en la mano y gritó para todo el salón: “Alguien aquí se llama Gabriel García Márquez?”.

Se me olvidó para dónde iba lo que estaba contando. Tam-poco importa mucho. Algo parecido debió ocurrirle a García Márquez aquel día, se le olvidó que tenía prisa y compromi-

so con aquel amigo suyo. A lo mejor no era cierto y lo inventó por si el encuentro resultaba una bomba, como suele ocurrir entre escritores, sobre todo entre noveles y un consagrado, y es mejor para que este dejar una puerta de escape. Yo mismo utilicé el recurso, que también creí que lo inventaba yo, cuando fuimos a conocer a Guillermo Cabrera Infante. Llegamos, Rebeca, Peter y yo, diciendo que solo queríamos saludar porque disponíamos de me-dia hora y a Guillermo le pareció estupendo porque a su vez tenía una conferencia al otro lado de Londres, y lue-go estuvimos parloteando toda la tarde y nos comimos el pastel estupendo que Miriam Gómez había encargado por si nos caíamos bien. Pasaba ahora con Gabo. Cada vez se fue sintiendo más a gusto con nosotros y nosotros con él, y al fi nal no fuimos más que cinco o seis tipos alborotando quitándonos las palabras en la mesa del res-taurante de un hotel. Yo recuerdo ese gesto con gratitud y con admiración. Su deseo de conocer me pareció muy honesto y sincero. Se puso a nuestra disposición y dejó la puerta abierta a una relación mayor, ya desapareciendo de cada cual. Aquel almuerzo se convirtió en una tarje-ta de presentación, como conocidos, para la próxima vez que lo encontráramos. Le dejamos algunos textos. Yo hice una selección de lo que me parecía mejor de mi obra, es decir, un cuento de siete páginas. Nunca le pregunté si lo había leído, pero en adelante me trató como a un escritor y puedo decir que si la amistad con García Márquez no avanzaba más no era a causa suya, él se entrega siempre, sino de uno que se paralizaba por su grandeza o por la admiración.

No sé cómo continuó la cosa porque luego en nues-tro trato entró el cine y muchas amistades comunes: Julio García-Espinosa y Lola Calviño, Alquimia Peña, Carmen Balcells. En cuanto al cine, las vivencias están relacio-nadas, principalmente, con los talleres en la Escuela de San Antonio de los Baños que siempre le hicieron tanta ilusión, como un hijo tenido en la vejez. Asistí a uno de los primeros cursos, a otro por el medio, y al último. Al primero como alumno. Él mismo me había seleccionado luego de ver la primera película que yo escribí, Una no-via para David. Una mañana puso sus manos sobre mis hombros, en el aula, y dijo para todos que yo escribía los mejores diálogos para cine en el idioma español. Yo no me infl é porque ya había sido advertido por Carmen Balcells que un elogio de García Márquez si no está por escrito, no vale nada, es simple fase de simpatía o pura exageración, y

pronto me tocó escucharle el mismo piropo dedicado a Paz Ali-cia García-Diego, caso en el que me parece más justo. Las ideas que en aquel taller dijo sobre la creación, la libertad del artista y su relación con el lenguaje, me alimentan hasta el día de hoy. La historia que armamos no alcanzó mucho vuelo, pero nos sirvió para escucharlo y llenarnos de un conocimiento que prodiga-ba sin reserva ni pudor. Durante tres horas ponía a nuestro servicio toda la sabiduría y experiencia y todo dependía de que supiéramos hacerle las preguntas adecuadas. Más intere-sante fue cuando se puso a investigar sobre nuestras historias eróticas infantiles y nuestros actos de crueldad, con la adver-tencia de que podía robar cualquier cosa que escuchara. En el apartado de la crueldad, le gustó el cuento de mis primos que molían pollitos amarillos en un molino de maíz.

La segunda experiencia en aquellos cursos fue ya como profesor invitado o auxiliar. Lo recogía todos los días en su casa de reparto Cubanacán, y la mayoría de las veces almorzá-bamos juntos. Yo me esforzaba en llegar tarde para no almor-zar, porque me sentía fatal hacerlo con los nervios de punta, y luego nos íbamos en su coche, él conduciendo, hasta San Antonio de los Baños. Uno de los mejores escritores del mun-do era al propio tiempo uno de los peores conductores. Creo que nunca pasó de la tercera velocidad y pocas veces supera-mos los 60 km/h. Todo era conversación e interrogatorio so-bre asuntos y personajes cubanos de los que yo siempre tenía

Baños dura cincuenta y dos minutos. Durante la primera se-mana no me dejó abrir la boca en el aula, pero en la segunda cambió de táctica, y el penúltimo dcnica. No era capaz esta vez. No lograba mantenerento no se encontraba en condicio-nes. Yo conoc Barcha y Alquimia Peña. Mercedesía me pidió que soltara todo el cuento de la película Fresa y chocolate de punta a cabo, y lo hice está publicado, lo que me ha servido de referencia, porque yo no cuento las cosas siempre del mis-mo modo.

El último encuentro fue en el último taller. Cuando me pidió que lo acompañara de nuevo, me dijo que David Trueba y yo habíamos sido los “asesores” que más le habíamos gusta-do y ayudado. Esto es más que creíble. Pero creo que quienes tuvieron la idea de que fuera yo quien lo acompañara, fuero Mercedes Barcha y Alquimia Peña. Mercedes me lo entregaba en el portal de la casa y yo estaba con él seis o siete horas, hasta que se lo devolvía en la casa o donde ella me dijera. No estaba bien en esos días, pero se empecinaba en dar el taller, no quería renunciar de ningún modo, quizás no quería reconocer que no lo podía dar y que aquel sería el último. Además, ya los guionistas esperaban. Un año después, tuve varios encuentros con él en Cartagena y estaba perfecto, pero en ese momento no se encontraba en con-diciones. Yo conocía bien la maravilla de sus clases y también la técnica. No era capaz esta vez. No lograba mantener una historia en la cabeza. Interrogaba a un guionista y a la cuarta

poco que decir. Quería saber sobre Norberto Fuentes, pero yo sabía muy poco de Norberto, apenas que había escrito uno de los libros de cuentos cubanos que a mí más me gusta y que tenía cierta obsesión por Hemingway. Por quince días, entre los viajes y los apartes, tuve a García Márquez a mi entera dis-posición, ansioso por hablar de lo que fuera, seguramente los viajes le soltaban la lengua. Pero para un tipo tímido y callado como yo, poco hablador, darle y sostenerle conversación al autor de Cien años de soledad, al Premio Nobel, durante tan poco tiempo, era un verdadero suplicio y estaba loco porque aquello terminara o porque me permitiera invitar a alguien más al coche. Solo una vez me dejó llevar a Lichi Diego, que también era una buena cotorra y tenía con Gabo una relación relajada. Para mi suerte, García Márquez, si tiene certeza de la dirección del interlocutor, habla hasta por los codos. Y has-ta hoy día yo soy el tipo más discreto que conozco. Fueron tantos los viajes, que descubrimos algo mágico: vayas a la ve-locidad que vayas y sea cual sea el estado y modelo del coche que te lleve, el recorrido de La Habana a San Antonio de los

pregunta empezaba de nuevo y al fi nal no la retenía. Sabía que esto estaba pasando y sufría, de cada sección salía más sombrío y confuso. Mercedes notó que algo andaba mal y me pidió que llevara yo el taller, pero eso no era posible porque los estudiantes habían hecho un largo viaje y habían pagado el curso para tener un taller con él, no conmigo. Nadie hacía reclamos, se portaron maravillosos; todos mantenían una actitud de respeto y se empe-zaban a conformar con estar con él un rato y llevarse a casa una foto y el diploma del curso. Él se mantenía callado en los viajes, o me comentaba una y otra vez, apretándome la rodilla con la mano, cómo y dónde a Fidel y a él se les había ocurrido crear la Escuela de San Antonio, y cómo Fidel descubrió el sitio justo y cómo vino a decírselo y dónde. Decía que tenía la certeza de que por aquellos días, Fidel escribía el Granma de la primera a la úl-tima página. Yo le comenté que si el Comandante le parecía tan mal escritor y la bromita no le gustó nada. Cada día estaba más nervioso y preocupado, y se quejó de que habían cambiado a los alumnos, que no eran los mismos del día anterior y que estos de ahora no servían. Pero tampoco podías estar seguro de que no te

estuviera tomando el pero y burlándose de sí. Por sí o por no, decidimos que la gente se sentara siempre en el mismo sitio, pero la cosa no mejoró. Hasta el día jueves. El día jueves llegó al aula y dio la charla más maravillosa y lúcida de cuantas tuve ocasión de escucharle. Armó y desarmó las historias a su antojo, contestó a todas las preguntas, e hizo muchas y sabias observaciones y confesiones, sabía todo el tiempo quién era cada cual y de dónde venía.

Aquella clase, la única del taller, no tiene equivalente en oro, y satisfacía por completo la expectativa de todos, “mi encuentro con García Márquez”. Su felicidad era in-mensa. En el coche me dijo, con cierto dejo de pregunta: “Hoy la clase estuvo bien”. Yo le confi rmé. “¿Sabes por qué?” Porque no había hecho los deberes y tenía que ha-cerlos. Hoy me gané el salario, la gente no vino por gusto, y por mañana no te preocupes que será cosa de coser y cantar, casi vacaciones”. Yo quizás lo miré con más ad-miración y respecto que nunca y él sonrió. Esta vez no fue su genialidad sino el sentido del deber lo que metió su memoria en cintura. “Y tú”, me dijo, “¿qué quieres sa-ber?; te concedo una pregunta, una sola, si la haces rápi-do”. “¿Cómo se les ocurrió a Fidel y a usted la Escuela de cine?”. Dije. Se echó a reír, se rio de mí, de sí mismo, de Fidel, y de las hijeputadas de la vida.

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EDICIÓN ESPECIAL

Mérida-Venezuela

17 de abril de 2015

CINE

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García Márquez in memoriam

Murió Gabriel García Márquez. Se nos fue el más grande escri-tor del siglo XX. ¿Qué más se puede decir? Nos enriqueció

a todos. Enriqueció al mundo. Embelleció la vida. Honró la

humanidad. Mató a la muerte.

Pedro Rivera

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En 1981 Solveig Hoogenstein decidió fi lmar el cuento de Gabriel García Márquez “El mar del tiempo perdido”. Todo el equipo de fi lma-ción se fue a un pueblito llamado Río Seco, entre Coro y Maracaibo, y allí empezaron a rodar la película. Todo iba a pedir de boca hasta que encontraron en el guión una escena donde se necesitaba una tortuga gi-gante para halar en pleno mar una balsa con un Chevrolet descapotado encima, (como el Gabo lo había pensado originalmente), la única mane-ra de llevar un carro al pueblo. La directora paró la película y dejó claro a los productores que no continuaría si la tortuga no aparecía. “Ustedes verán”, les dijo y se metió en una casa del caluroso pueblo que tenía ventilador. Uno de los productores era Valmore Gómez, quien con sus ayudantes, se pusieron a pensar qué podían hacer, dónde podían conse-guir una tortuga gigante, habría que inventarla. Se fueron al único bar con rockola, se tomaron unas cervezas y, cuando ya estaban dispuestos a renunciar como productores, un borrachito que estaba escuchando les dijo que en el zoológico de Maracaibo había una tortuga con esas carac-terísticas, que él conocía al vigilante, y que si le brindaban unos tragos él podía hablar con el amigo. Dicho y hecho. Compraron una botella para el borrachito y otra para ellos y se fueron a Maracaibo. Llegaron directamente al zoológico como a las diez de la noche. El borrachito ha-bló con su amigo y al rato regresó con el negocio listo. El vigilante pedía quinientos bolívares, prestaba la tortuga por un día, con el compromiso de devolverla después de la fi lmación, pero que pasaran más tarde, como a las dos de la madrugada, que no había nadie. Los productores pegaron el grito al cielo. Iba a costar más la tortuga que la película. Sin embargo, a las dos de la mañana estuvieron en la puerta del zoológico. Productor que no regatee no es productor. Dijeron al vigilante que era muy caro, que les hiciera una rebajita, que se la traían al otro día por la noche. El

García Márquez y el cine: ni contigo ni sin ti

…mis relaciones con el cine (…) son las de un matrimonio mal avenido.

Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine, y a juzgar por la cantidad de ofertas que recibo de los productores,

también al cine le ocurre lo mismo conmigo.Gabriel García Márquez

De las relaciones entre Gabriel García Márquez y el cine se pue-den escribir muchos libros. La pasión del escritor por el cine ha sido constante y ha tenido múltiples facetas. Ha escrito crónicas de cine; ha escrito guiones que se han llevado a la pantalla y otros que exclusiva-mente han visto la luz a través de las palabras; ha escrito un extenso re-portaje sobre un cineasta –Miguel Littín– y su aventura cinematográfi ca al entrar clandestino en Chile; ha dado talleres de guión; ha adaptado cuentos y novelas de otros escritores; ha adaptado sus propios cuentos y casi una veintena de directores latinoamericanos y europeos han llevado a la pantalla sus obras o sus guiones.

Pero hay más: García Márquez creó la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), también llamada Escuela de Tres Mundos para estudiantes de Latinoamérica, África y Asia. La relación entre el escritor y el cine, aunque sea lo que él llama un “matrimonio mal avenido”, ha producido y sigue produciendo múltiples frutos.

Su pasión como cinéfi lo nació con su abuelo Nicolás Márquez, “quien lo había llevado de la mano en Aracataca a ver las películas de Tom Mix” (Saldívar; 1997), como en el célebre inicio de Cien años de soledad. Al llegar a Bogotá, el futuro escritor se convirtió en crítico de cine del diario El Espectador, en febrero de 1954, y se planteó educar al público en el “buen cine” (Sorela; 1988). Algunos biógrafos y estudio-sos (García Márquez; 1948–1952/1954–1955) consideran que su obra como comentarista no fue relevante, en relación con la explosión estilís-tica posterior, pero se le reconoce como un pionero en el descubrimiento del cine nacional y en el desarrollo de una audiencia preparada para las nuevas tendencias audiovisuales.

Como muchos cinéfi los de la época soñaba con llegar a con-vertirse en cineasta. Aprovechó un viaje a Europa como reportero de El Espectador, en 1955, para ingresar al Centro Experimental de Cine-matografía de Roma con ayuda y solidaridad de quien sería uno de los padres del nuevo cine latinoamericano, el argentino Fernando Birri. De-cepcionado por el academicismo y rigidez del centro, García Márquez permaneció un par de meses.

Volvió a Barranquilla a fundar una escuela de cine, cuyo proyecto re-dactó pero no llegó a realizarse . En 1961 viajó a México (Sorela; 1988, 129):

…con veinte dólares en el bolsillo, la mujer, un hijo y una idea fi ja en la cabeza: hacer cine.

Tres de los siete años que vivió en la capital azteca los pasó intentan-do penetrar en el mundo del cine. De la mano de su amigo Álvaro Mutis

conoció al prominente productor Manuel Barbachano Ponce, quien le ofreció la primera oportunidad de trabajar en el medio, en la adaptación de El gallo de oro de Juan Rulfo, la cual hizo en colaboración con Carlos Fuentes. Mutis también lo introdujo en un círculo de escritores, cineastas y artistas que se reunían a menudo alrededor de proyectos cinematográfi cos: Rulfo, Fuentes, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Jomí García Ascot, María Luisa Elío, Elena Ponia-towska, Alberto Isaac, Luis Alcoriza y Arturo Ripstein.

Estos contactos le permitieron asistir al rodaje de En el balcón vacío, considerado como un hito en la historia del nuevo cine mexicano, ya que inauguró una sensibilidad moderna y un lenguaje inspirado en la nouvelle vague (García Aguilar; 1985). Asimismo, García Márquez vendió los derechos de El coronel no tiene quien le escriba, que no llegó a fi lmarse por carecer de gancho comercial , y cedió los del cuento En este pueblo no hay ladrones para que Alberto Isaac y Emilio García Riera lo llevaran al cine. La película es una buena prueba de la complicidad entre el grupo de escritores y cineastas, si pensamos que entre sus actores están Luis Buñuel, Luis Vicens, Rulfo, García Riera, Carlos Monsiváis y el mismo García Márquez (Saldívar; 1997, 425).

En 1964 escribió el primer guión propio, Tiempo de morir, una vieja idea que en aquella época llamó El cha-rro. El libreto fue escrito expresamente para Arturo Ripstein y los diálogos fueron adaptados por Carlos Fuentes. La película iba a lanzar la carrera de un joven cineasta hijo del productor Alfredo Ripstein, quien exigió que la película se disfrazara de western para encontrarle mercado en Alemania Occidental.

Fue fi lmada entre el 7 de junio y el 10 de julio de 1965 y estrenada ese mismo año. Posteriormente, entre 1983 y 1985, el director colombiano Jorge Alí Triana realizó dos versiones del mismo guión, para el cine y la televisión. La versión cinematográfi ca obtuvo el Tucán de Oro del Festival de Río de Janeiro de 1985, el Tucán de Plata a la mejor actuación, así como el Coral a la mejor fotografía y a la mejor edición en el 7º Festival Internacional de Cine Latinoa-mericano de La Habana.

García Márquez también participó en el guión Lola de mi vida, una película menor de Miguel Barbachano Ponce, y escribió dos guiones con argumentos originales suyos: Patsy, mi amor, que dirigió Manuel Michel, y Juegos peligrosos, presentada en dos partes: H.O. dirigida por Arturo Ripstein, y Divertimento, realizada por Luis Alcoriza. Estas últimas películas tuvieron muy mala crítica, pero cierta acogida del público.

Por el contrario, la colaboración de García Márquez con Luis Alcoriza en la película Presagio es considerada por algunos críticos como lo mejor del escritor en esta primera etapa cinematográfi ca en México. Cuenta Alcoriza respecto de esta experiencia:

García Márquez y yo nos pusimos a trabajar bebiendo cárpano con ginebra, y de pronto nos encontramos con argumentos para ocho películas. En un determinado momento él hizo una síntesis de aquel material y salió el primer tratamiento de Presagio, que luego reescribí solo cuando iba a rodarla. Al acabar el primer tratamiento, García Márquez dijo que aquello que habíamos hecho estaba muy cerca de algo que quería haber escrito siempre y creía que era el momento de escribirlo. Se encerró y salió con Cien años de soledad. En efecto, Cien años de soledad es, según García Márquez, su venganza contra el cine:

... escribí Cien años de soledad para demostrar que el cine no es todopoderoso, que en literatura uno puede llegar mucho más lejos y dar al mismo tiempo un impacto visual, auditivo y de toda índole. Según el autor, todas sus obras hasta Cien años de soledad están profundamente infl uenciadas por el cine. Refi -

riéndose a El coronel no tiene quien le escriba señaló:

Quiero decir que la novela tiene una estructura completamente cinematográfi ca y que su estilo narrativo es similar al del montaje cinematográfi co; los personajes no hablan apenas, hay una gran economía de palabras y la novela se desarrolla con la descripción de los movimientos de los personajes como si los estuviera siguiendo con una cámara.Hoy en día cuando leo un párrafo de la novela veo la cámara. En esa época (...) trabajaba como un cineasta. (...) Me doy cuenta de que todos mis trabajos anteriores a Cien años... son cine. (Sorela; 1988; 127–128).

EL MAR DE LA TORTUGA

PERDIDAGonzalo Fragui

vigilante se tranzó en 400 bolívares y de ahí no bajó más. Valmore, resignado, pagó el dinero y regresaron a toda velocidad. Llegaron al pueblo todavía de madrugada, entregaron al utilero la tortuga, le dijeron que la amarrara bien, y se fueron a dormir, medio borrachos y trasnochados.

El sol estaba bien alto cuando se escuchó una algarabía en la playa. Todo el pueblo gritaba asombrado. Parecía una fi esta. Valmore, en medio de la resaca, se asomó a la ventana y vio todo clarito, como cuando García Márquez estaba escribiendo el cuento por primera vez. Del otro lado de la calle, en otra casa, también se asomó la directora de la película quien, al ver lo que estaba sucediendo, gritó:

– ¡Quién carajos les dio la orden de fi lmar!Flotando en el mar, la tortuga se solazaba como hacía muchos años no podía, al estar, como estuvo, tan-

tos años cautiva en el zoológico de Maracaibo. En la madrugada, mientras todos dormían, la tortuga había mordido la cuerda con la que la amarraron y se había ido al mar.

Los productores y la directora salieron en paños menores y se fueron corriendo a la playa. Si alguien hu-biera tenido prendida la cámara habrían hecho la mejor escena de la película. La tortuga delante de la balsa, donde estaba montado el Chevrolet, daba la impresión de que efectivamente la estaba llevando a la playa, pero fue solo un instante porque, al escuchar los gritos de la gente, la tortuga despertó de su placentero letargo y se hundió en las profundidades de la alta mar. Los pescadores y los pobladores tomaron sus lanchas y la persi-guieron pero no pudieran agarrarla.

En el pueblo, mientras tanto, Valmore quería matar al utilero, el borrachito amigo del vigilante del zoo-lógico quería matar a Valmore, y Solveig quería matar a los tres.

La tortuga también se necesitaba para el fi nal de la película donde mister Herbert (personifi cado por Os-car Berrizbeitia) y Tobías, muertos de hambre, iban hasta el fondo del mar. Tuvieron que hacer la escena de la comilona con una tortuga de carey, y salsa de tomate, mientras que la verdadera tortuga contaba la historia a sus hermanas tortugas que durante siglos habían dormido en las profundidades del mar y no creían en cuentos de películas.

Ya era diciembre de 2004 y como cada año por esta fecha, me disponía a viajar a La Habana en mi condición de ser uno de los representantes por Venezuela –el otro es el poeta Edmundo Aray- para asistir a las reuniones del Consejo Superior de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que presidía Gabriel García Márquez.

Terminados con sufi ciente anticipación los trámites de identifi cación y los demás de estilo para abordar el avión, pasé a la zona Internacional del aeropuerto para comprar

NADIE ME LO VA A CREER

algunos pequeños regalos en los negocios del “Duty Free”. Al terminar to-davía faltaba cerca de una hora para comenzar el abordaje cuando decidí acercarme a lo que parecía una pequeña librería que quedaba casi al fi nal del largo pasillo central. En verdad era más un kiosco de periódicos y revistas, y de venta de golosinas, adornos y otras cosas semejantes. Pero en uno de los mostradores se alzaba una pila de libros con un cartel que anunciaba que era la última obra de García Márquez …“trás 10 años sin haber escrito nada de fi cción: Memoria de mis putas tristes”. La portada además del título mostra-ba la fotografía de un anciano vestido de blanco riguroso –guayabera, pan-talón quizás de lino y cabeza coronada de canas– que se alejaba de espaldas con un paso algo cansino. A primera vista me pareció que era la fotografía de García Márquez, pero al mirarla con más cuidado me di cuenta que era otra persona.

Cuando aterrizamos en La Habana, cuatro horas más tarde, ya había leído la “Memoria…” memorable de una nueva celebración de “Gabo” de la eterna condición de amorosa adolescencia de nosotros los mortales…

Durante unos cuatro días, en la quinta Santa Bárbara del reparto de La Coronela en La Habana , sede de la Fundación, el Consejo Superior forma-do por los representantes de los demás países latinoamericanos, presidido por García Márquez y bajo la coordinación de nuestra Secretaria General Alquimia Peña, trató la amplia agenda que se había preparado para la oca-sión, incluyéndose el balance del año transcurrido y los planes y proyectos organizados para el año siguiente, en ella misma y para la muy reconocida Escuela Internacional de Cine. Televisión y Video, que forma parte de la Fundación.

Ya era el 15 o el 16 de diciembre, día de la últi-ma sesión y a la mañana siguiente buena parte de los compañeros regresaría a sus países de origen, y tocaba la hora de las despedidas. “Gabo” nos saludaba a to-dos con la cordialidad sencilla y familiar de siempre. Cuando nos alcanzó e intercambiamos algunas pala-bras de saludos, le acerqué el libro y le pedí que me escribiera algunas palabras. Algo sorprendido lo tomó y lo miró cuidadosamente. Lo olió al mismo tiempo que hacía correr sus páginas, palpó con la mano de-recha la porosidad del papel y fi nalmente lo acercó a una pequeña lámpara que estaba en la mesa, y nos dijo, mientras sacaba una pluma del bolsillo: “es una edición pirata”. Los tres o cuatro amigos que estába-mos allí nos sorprendimos. Le pregunté “¿cómo lo sabes?”. “Por el olor de la tinta, por la aspereza del pa-pel y por el color del papel”. En seguida en una de las primera páginas del libro, con su caligrafía redonda y nítida, escribió: “Tarik, de su viejo amigo” y ensegui-da su fi rma. Me lo entregó y lo leí ávidamente pero en seguida comprendí que se trataba de algo demasiado fantástico como para que me lo creyeran. Y se lo dije: “Gabo, nadie me lo va a creer”. Sonrió, tomó de nue-vo la pluma y escribió ocho trazos y me lo devolvió. Decía: “(aunque no lo crean en Venezuela)”.

UNA TARDE CON FRÍO

Omar González

Tendría que preguntarle a Fabelo, pero juraría que estábamos en la dé-cada de los años setenta, probablemente en 1975, y que hacía un frío de espanto en La Habana, donde las olas rebosaban el muro del malecón y las salpicaduras y el salitre cubrían, hasta nevarlos, los cristales del hotel Riviera.

El caso es que ambos nos habíamos propuesto conversar con Gabriel Gar-cía Márquez sin que nadie nos introdujera y sin que fuera necesaria la recomen-dación de alguna celebridad nacional. Y como yo lo había saludado en Casa de las Américas un par de veces –momentos que, como era de esperar, aproveché para hablarle de La hojarasca, su novela de juventud y, por supuesto, de Rulfo y Pedro Páramo, de Vargas Llosa y Los cachorros, de Carlos Fuentes y Aura y, por qué no, de Los pasos perdidos y Alejo Carpentier, que era (entonces y todavía) la mejor manera de explicarse el boom–; nada más justo, se supone, que yo presu-miera ante mi hermano, el dibujante de Guáimaro, de mi estrechísima amistad con el hijo del telegrafi sta de Aracataca. Y fue tal la determinación que teníamos refl ejada en el rostro cuando llegamos a la Carpeta del hotel y preguntarnos por el número de la habitación del escritor colombiano, que los empleados nos respondieron sin la menor sospecha de malas intensiones, entre otros mo-tivos porque Fabelo y yo no siquiera parecíamos impostores. Todavía el arique nos colgaba de los tobillos y el jineterismo a nadie se le ocurría imaginarlo en aquellos años, cuando apenas con veinticinco pesos (obviamente cubanos) uno podía invitar a la mujer de su vida a contar estrellas y a subir al cielo…, para seguir con las metáforas.

García Márquez (para nosotros fue Gabo mucho después) bajó en el acto, atravesó señorialmente el lobby, fi ngió que me conocía de toda la vida (incluso preguntó por mis padres que, estoy seguro, allá en Villa Clara, no tenían la más remota idea de quién era él) y nos invitó a sentarnos justo frente a la salida del Cabaret Internacional, que a esa hora estaba cerrado.

Recuerdo que cuando le presenté a Fabelo y le dije que era uno de los más grandes dibujantes de Cuba (ya lo era), me respondió con la misma gracia de la última vez en que nos vimos, durante su más reciente viaje a La Habana: “Sí, él y yo somos más o menos de la misma grandeza; cuánto mides tú, Fabelo”.

No hablamos de literatura, ni de arte, ni de política; de lo único que pudimos conversar fue de nosotros mismos y de cómo se pierde el tiempo cuando se es joven, sin conciencia de que jamás podrá recuperarse. En particular, él habló de la importancia que tiene para un escritor observar y leer más que escribir, al tiempo que nos aconsejó (pero sin parecer que nos aconsejaba) no confi ar demasiado en la lógica que se deriva del orden.

Nosotros lo escuchamos como si hablara de Dios, y en mi caso, la única pregunta que le hice es-tuvo relacionada con la fi gura del padre en la familia ancestral colombiana. Él no se detuvo demasiado en el asunto, aunque nos confesó que le interesaba muchísimo, y nos preguntó, casi susurrándonoslo: “¿Ya conocen a Fidel?” Cada uno le contó sus limitadas experiencias al respecto, y al cabo él cerró el tema con una frase que todavía hoy se me antoja lapidaria: “Apúrense, porque toda la vida no les va a alcanzar para quererlo”.

Al fi nal, cuando ya no quedaba asunto humano o divino por tratar, Fabelo desenrolló una cartuli-na mediana que había tenido todo el tiempo sobre las piernas y se la ofreció como regalo de despedida. Él la tomó por los extremos y miró el dibujo sin proferir palabra alguna… Hasta que dijo, con esa alegría suya de niño grande: “Me voy; Mercedes tiene que ver esto antes de que yo se lo cuente”. Y se fue por donde mismo había venido; solo que ahora llevaba junto al pecho, arropado por sus brazos, el tesoro irrepetible de una acuarela de Fabelo.

Varios años después, cuando ya todos éramos grandes amigos y nos reuníamos siempre que Gabo y Mercedes venían a La Habana, alguien me llamó desde México, o desde Colombia, para decirme que necesitaba hablar con el artista cubano Roberto Fabelo para proponerle que ilustrara La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, y otros libros de Gabriel García Márquez…

Pasó la muerte y nos quedó la vida.Fue así como caí en cuenta que sin aquella tarde en el hotel Riviera, una parte esencial de lo que

somos hubiera sido imposible, y muchísimo menos sufrir este dolor amable que ya no me abandona, esta mesa vacía, esta ausencia de u n dios.

Tarik Souki

María Lourdes Cortés

Los directores Tomás Gutiérrez Alea, Fernando Birri y Julio Garcia Espinosa, con el escritor Gabriel García Márquez

Page 4: Ediciones CNAC / Cinerocinante año 1 nº 1

En 1981 Solveig Hoogenstein decidió fi lmar el cuento de Gabriel García Márquez “El mar del tiempo perdido”. Todo el equipo de fi lma-ción se fue a un pueblito llamado Río Seco, entre Coro y Maracaibo, y allí empezaron a rodar la película. Todo iba a pedir de boca hasta que encontraron en el guión una escena donde se necesitaba una tortuga gi-gante para halar en pleno mar una balsa con un Chevrolet descapotado encima, (como el Gabo lo había pensado originalmente), la única mane-ra de llevar un carro al pueblo. La directora paró la película y dejó claro a los productores que no continuaría si la tortuga no aparecía. “Ustedes verán”, les dijo y se metió en una casa del caluroso pueblo que tenía ventilador. Uno de los productores era Valmore Gómez, quien con sus ayudantes, se pusieron a pensar qué podían hacer, dónde podían conse-guir una tortuga gigante, habría que inventarla. Se fueron al único bar con rockola, se tomaron unas cervezas y, cuando ya estaban dispuestos a renunciar como productores, un borrachito que estaba escuchando les dijo que en el zoológico de Maracaibo había una tortuga con esas carac-terísticas, que él conocía al vigilante, y que si le brindaban unos tragos él podía hablar con el amigo. Dicho y hecho. Compraron una botella para el borrachito y otra para ellos y se fueron a Maracaibo. Llegaron directamente al zoológico como a las diez de la noche. El borrachito ha-bló con su amigo y al rato regresó con el negocio listo. El vigilante pedía quinientos bolívares, prestaba la tortuga por un día, con el compromiso de devolverla después de la fi lmación, pero que pasaran más tarde, como a las dos de la madrugada, que no había nadie. Los productores pegaron el grito al cielo. Iba a costar más la tortuga que la película. Sin embargo, a las dos de la mañana estuvieron en la puerta del zoológico. Productor que no regatee no es productor. Dijeron al vigilante que era muy caro, que les hiciera una rebajita, que se la traían al otro día por la noche. El

García Márquez y el cine: ni contigo ni sin ti

…mis relaciones con el cine (…) son las de un matrimonio mal avenido.

Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine, y a juzgar por la cantidad de ofertas que recibo de los productores,

también al cine le ocurre lo mismo conmigo.Gabriel García Márquez

De las relaciones entre Gabriel García Márquez y el cine se pue-den escribir muchos libros. La pasión del escritor por el cine ha sido constante y ha tenido múltiples facetas. Ha escrito crónicas de cine; ha escrito guiones que se han llevado a la pantalla y otros que exclusiva-mente han visto la luz a través de las palabras; ha escrito un extenso re-portaje sobre un cineasta –Miguel Littín– y su aventura cinematográfi ca al entrar clandestino en Chile; ha dado talleres de guión; ha adaptado cuentos y novelas de otros escritores; ha adaptado sus propios cuentos y casi una veintena de directores latinoamericanos y europeos han llevado a la pantalla sus obras o sus guiones.

Pero hay más: García Márquez creó la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), también llamada Escuela de Tres Mundos para estudiantes de Latinoamérica, África y Asia. La relación entre el escritor y el cine, aunque sea lo que él llama un “matrimonio mal avenido”, ha producido y sigue produciendo múltiples frutos.

Su pasión como cinéfi lo nació con su abuelo Nicolás Márquez, “quien lo había llevado de la mano en Aracataca a ver las películas de Tom Mix” (Saldívar; 1997), como en el célebre inicio de Cien años de soledad. Al llegar a Bogotá, el futuro escritor se convirtió en crítico de cine del diario El Espectador, en febrero de 1954, y se planteó educar al público en el “buen cine” (Sorela; 1988). Algunos biógrafos y estudio-sos (García Márquez; 1948–1952/1954–1955) consideran que su obra como comentarista no fue relevante, en relación con la explosión estilís-tica posterior, pero se le reconoce como un pionero en el descubrimiento del cine nacional y en el desarrollo de una audiencia preparada para las nuevas tendencias audiovisuales.

Como muchos cinéfi los de la época soñaba con llegar a con-vertirse en cineasta. Aprovechó un viaje a Europa como reportero de El Espectador, en 1955, para ingresar al Centro Experimental de Cine-matografía de Roma con ayuda y solidaridad de quien sería uno de los padres del nuevo cine latinoamericano, el argentino Fernando Birri. De-cepcionado por el academicismo y rigidez del centro, García Márquez permaneció un par de meses.

Volvió a Barranquilla a fundar una escuela de cine, cuyo proyecto re-dactó pero no llegó a realizarse . En 1961 viajó a México (Sorela; 1988, 129):

…con veinte dólares en el bolsillo, la mujer, un hijo y una idea fi ja en la cabeza: hacer cine.

Tres de los siete años que vivió en la capital azteca los pasó intentan-do penetrar en el mundo del cine. De la mano de su amigo Álvaro Mutis

conoció al prominente productor Manuel Barbachano Ponce, quien le ofreció la primera oportunidad de trabajar en el medio, en la adaptación de El gallo de oro de Juan Rulfo, la cual hizo en colaboración con Carlos Fuentes. Mutis también lo introdujo en un círculo de escritores, cineastas y artistas que se reunían a menudo alrededor de proyectos cinematográfi cos: Rulfo, Fuentes, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Jomí García Ascot, María Luisa Elío, Elena Ponia-towska, Alberto Isaac, Luis Alcoriza y Arturo Ripstein.

Estos contactos le permitieron asistir al rodaje de En el balcón vacío, considerado como un hito en la historia del nuevo cine mexicano, ya que inauguró una sensibilidad moderna y un lenguaje inspirado en la nouvelle vague (García Aguilar; 1985). Asimismo, García Márquez vendió los derechos de El coronel no tiene quien le escriba, que no llegó a fi lmarse por carecer de gancho comercial , y cedió los del cuento En este pueblo no hay ladrones para que Alberto Isaac y Emilio García Riera lo llevaran al cine. La película es una buena prueba de la complicidad entre el grupo de escritores y cineastas, si pensamos que entre sus actores están Luis Buñuel, Luis Vicens, Rulfo, García Riera, Carlos Monsiváis y el mismo García Márquez (Saldívar; 1997, 425).

En 1964 escribió el primer guión propio, Tiempo de morir, una vieja idea que en aquella época llamó El cha-rro. El libreto fue escrito expresamente para Arturo Ripstein y los diálogos fueron adaptados por Carlos Fuentes. La película iba a lanzar la carrera de un joven cineasta hijo del productor Alfredo Ripstein, quien exigió que la película se disfrazara de western para encontrarle mercado en Alemania Occidental.

Fue fi lmada entre el 7 de junio y el 10 de julio de 1965 y estrenada ese mismo año. Posteriormente, entre 1983 y 1985, el director colombiano Jorge Alí Triana realizó dos versiones del mismo guión, para el cine y la televisión. La versión cinematográfi ca obtuvo el Tucán de Oro del Festival de Río de Janeiro de 1985, el Tucán de Plata a la mejor actuación, así como el Coral a la mejor fotografía y a la mejor edición en el 7º Festival Internacional de Cine Latinoa-mericano de La Habana.

García Márquez también participó en el guión Lola de mi vida, una película menor de Miguel Barbachano Ponce, y escribió dos guiones con argumentos originales suyos: Patsy, mi amor, que dirigió Manuel Michel, y Juegos peligrosos, presentada en dos partes: H.O. dirigida por Arturo Ripstein, y Divertimento, realizada por Luis Alcoriza. Estas últimas películas tuvieron muy mala crítica, pero cierta acogida del público.

Por el contrario, la colaboración de García Márquez con Luis Alcoriza en la película Presagio es considerada por algunos críticos como lo mejor del escritor en esta primera etapa cinematográfi ca en México. Cuenta Alcoriza respecto de esta experiencia:

García Márquez y yo nos pusimos a trabajar bebiendo cárpano con ginebra, y de pronto nos encontramos con argumentos para ocho películas. En un determinado momento él hizo una síntesis de aquel material y salió el primer tratamiento de Presagio, que luego reescribí solo cuando iba a rodarla. Al acabar el primer tratamiento, García Márquez dijo que aquello que habíamos hecho estaba muy cerca de algo que quería haber escrito siempre y creía que era el momento de escribirlo. Se encerró y salió con Cien años de soledad. En efecto, Cien años de soledad es, según García Márquez, su venganza contra el cine:

... escribí Cien años de soledad para demostrar que el cine no es todopoderoso, que en literatura uno puede llegar mucho más lejos y dar al mismo tiempo un impacto visual, auditivo y de toda índole. Según el autor, todas sus obras hasta Cien años de soledad están profundamente infl uenciadas por el cine. Refi -

riéndose a El coronel no tiene quien le escriba señaló:

Quiero decir que la novela tiene una estructura completamente cinematográfi ca y que su estilo narrativo es similar al del montaje cinematográfi co; los personajes no hablan apenas, hay una gran economía de palabras y la novela se desarrolla con la descripción de los movimientos de los personajes como si los estuviera siguiendo con una cámara.Hoy en día cuando leo un párrafo de la novela veo la cámara. En esa época (...) trabajaba como un cineasta. (...) Me doy cuenta de que todos mis trabajos anteriores a Cien años... son cine. (Sorela; 1988; 127–128).

EL MAR DE LA TORTUGA

PERDIDAGonzalo Fragui

vigilante se tranzó en 400 bolívares y de ahí no bajó más. Valmore, resignado, pagó el dinero y regresaron a toda velocidad. Llegaron al pueblo todavía de madrugada, entregaron al utilero la tortuga, le dijeron que la amarrara bien, y se fueron a dormir, medio borrachos y trasnochados.

El sol estaba bien alto cuando se escuchó una algarabía en la playa. Todo el pueblo gritaba asombrado. Parecía una fi esta. Valmore, en medio de la resaca, se asomó a la ventana y vio todo clarito, como cuando García Márquez estaba escribiendo el cuento por primera vez. Del otro lado de la calle, en otra casa, también se asomó la directora de la película quien, al ver lo que estaba sucediendo, gritó:

– ¡Quién carajos les dio la orden de fi lmar!Flotando en el mar, la tortuga se solazaba como hacía muchos años no podía, al estar, como estuvo, tan-

tos años cautiva en el zoológico de Maracaibo. En la madrugada, mientras todos dormían, la tortuga había mordido la cuerda con la que la amarraron y se había ido al mar.

Los productores y la directora salieron en paños menores y se fueron corriendo a la playa. Si alguien hu-biera tenido prendida la cámara habrían hecho la mejor escena de la película. La tortuga delante de la balsa, donde estaba montado el Chevrolet, daba la impresión de que efectivamente la estaba llevando a la playa, pero fue solo un instante porque, al escuchar los gritos de la gente, la tortuga despertó de su placentero letargo y se hundió en las profundidades de la alta mar. Los pescadores y los pobladores tomaron sus lanchas y la persi-guieron pero no pudieran agarrarla.

En el pueblo, mientras tanto, Valmore quería matar al utilero, el borrachito amigo del vigilante del zoo-lógico quería matar a Valmore, y Solveig quería matar a los tres.

La tortuga también se necesitaba para el fi nal de la película donde mister Herbert (personifi cado por Os-car Berrizbeitia) y Tobías, muertos de hambre, iban hasta el fondo del mar. Tuvieron que hacer la escena de la comilona con una tortuga de carey, y salsa de tomate, mientras que la verdadera tortuga contaba la historia a sus hermanas tortugas que durante siglos habían dormido en las profundidades del mar y no creían en cuentos de películas.

Ya era diciembre de 2004 y como cada año por esta fecha, me disponía a viajar a La Habana en mi condición de ser uno de los representantes por Venezuela –el otro es el poeta Edmundo Aray- para asistir a las reuniones del Consejo Superior de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que presidía Gabriel García Márquez.

Terminados con sufi ciente anticipación los trámites de identifi cación y los demás de estilo para abordar el avión, pasé a la zona Internacional del aeropuerto para comprar

NADIE ME LO VA A CREER

algunos pequeños regalos en los negocios del “Duty Free”. Al terminar to-davía faltaba cerca de una hora para comenzar el abordaje cuando decidí acercarme a lo que parecía una pequeña librería que quedaba casi al fi nal del largo pasillo central. En verdad era más un kiosco de periódicos y revistas, y de venta de golosinas, adornos y otras cosas semejantes. Pero en uno de los mostradores se alzaba una pila de libros con un cartel que anunciaba que era la última obra de García Márquez …“trás 10 años sin haber escrito nada de fi cción: Memoria de mis putas tristes”. La portada además del título mostra-ba la fotografía de un anciano vestido de blanco riguroso –guayabera, pan-talón quizás de lino y cabeza coronada de canas– que se alejaba de espaldas con un paso algo cansino. A primera vista me pareció que era la fotografía de García Márquez, pero al mirarla con más cuidado me di cuenta que era otra persona.

Cuando aterrizamos en La Habana, cuatro horas más tarde, ya había leído la “Memoria…” memorable de una nueva celebración de “Gabo” de la eterna condición de amorosa adolescencia de nosotros los mortales…

Durante unos cuatro días, en la quinta Santa Bárbara del reparto de La Coronela en La Habana , sede de la Fundación, el Consejo Superior forma-do por los representantes de los demás países latinoamericanos, presidido por García Márquez y bajo la coordinación de nuestra Secretaria General Alquimia Peña, trató la amplia agenda que se había preparado para la oca-sión, incluyéndose el balance del año transcurrido y los planes y proyectos organizados para el año siguiente, en ella misma y para la muy reconocida Escuela Internacional de Cine. Televisión y Video, que forma parte de la Fundación.

Ya era el 15 o el 16 de diciembre, día de la últi-ma sesión y a la mañana siguiente buena parte de los compañeros regresaría a sus países de origen, y tocaba la hora de las despedidas. “Gabo” nos saludaba a to-dos con la cordialidad sencilla y familiar de siempre. Cuando nos alcanzó e intercambiamos algunas pala-bras de saludos, le acerqué el libro y le pedí que me escribiera algunas palabras. Algo sorprendido lo tomó y lo miró cuidadosamente. Lo olió al mismo tiempo que hacía correr sus páginas, palpó con la mano de-recha la porosidad del papel y fi nalmente lo acercó a una pequeña lámpara que estaba en la mesa, y nos dijo, mientras sacaba una pluma del bolsillo: “es una edición pirata”. Los tres o cuatro amigos que estába-mos allí nos sorprendimos. Le pregunté “¿cómo lo sabes?”. “Por el olor de la tinta, por la aspereza del pa-pel y por el color del papel”. En seguida en una de las primera páginas del libro, con su caligrafía redonda y nítida, escribió: “Tarik, de su viejo amigo” y ensegui-da su fi rma. Me lo entregó y lo leí ávidamente pero en seguida comprendí que se trataba de algo demasiado fantástico como para que me lo creyeran. Y se lo dije: “Gabo, nadie me lo va a creer”. Sonrió, tomó de nue-vo la pluma y escribió ocho trazos y me lo devolvió. Decía: “(aunque no lo crean en Venezuela)”.

UNA TARDE CON FRÍO

Omar González

Tendría que preguntarle a Fabelo, pero juraría que estábamos en la dé-cada de los años setenta, probablemente en 1975, y que hacía un frío de espanto en La Habana, donde las olas rebosaban el muro del malecón y las salpicaduras y el salitre cubrían, hasta nevarlos, los cristales del hotel Riviera.

El caso es que ambos nos habíamos propuesto conversar con Gabriel Gar-cía Márquez sin que nadie nos introdujera y sin que fuera necesaria la recomen-dación de alguna celebridad nacional. Y como yo lo había saludado en Casa de las Américas un par de veces –momentos que, como era de esperar, aproveché para hablarle de La hojarasca, su novela de juventud y, por supuesto, de Rulfo y Pedro Páramo, de Vargas Llosa y Los cachorros, de Carlos Fuentes y Aura y, por qué no, de Los pasos perdidos y Alejo Carpentier, que era (entonces y todavía) la mejor manera de explicarse el boom–; nada más justo, se supone, que yo presu-miera ante mi hermano, el dibujante de Guáimaro, de mi estrechísima amistad con el hijo del telegrafi sta de Aracataca. Y fue tal la determinación que teníamos refl ejada en el rostro cuando llegamos a la Carpeta del hotel y preguntarnos por el número de la habitación del escritor colombiano, que los empleados nos respondieron sin la menor sospecha de malas intensiones, entre otros mo-tivos porque Fabelo y yo no siquiera parecíamos impostores. Todavía el arique nos colgaba de los tobillos y el jineterismo a nadie se le ocurría imaginarlo en aquellos años, cuando apenas con veinticinco pesos (obviamente cubanos) uno podía invitar a la mujer de su vida a contar estrellas y a subir al cielo…, para seguir con las metáforas.

García Márquez (para nosotros fue Gabo mucho después) bajó en el acto, atravesó señorialmente el lobby, fi ngió que me conocía de toda la vida (incluso preguntó por mis padres que, estoy seguro, allá en Villa Clara, no tenían la más remota idea de quién era él) y nos invitó a sentarnos justo frente a la salida del Cabaret Internacional, que a esa hora estaba cerrado.

Recuerdo que cuando le presenté a Fabelo y le dije que era uno de los más grandes dibujantes de Cuba (ya lo era), me respondió con la misma gracia de la última vez en que nos vimos, durante su más reciente viaje a La Habana: “Sí, él y yo somos más o menos de la misma grandeza; cuánto mides tú, Fabelo”.

No hablamos de literatura, ni de arte, ni de política; de lo único que pudimos conversar fue de nosotros mismos y de cómo se pierde el tiempo cuando se es joven, sin conciencia de que jamás podrá recuperarse. En particular, él habló de la importancia que tiene para un escritor observar y leer más que escribir, al tiempo que nos aconsejó (pero sin parecer que nos aconsejaba) no confi ar demasiado en la lógica que se deriva del orden.

Nosotros lo escuchamos como si hablara de Dios, y en mi caso, la única pregunta que le hice es-tuvo relacionada con la fi gura del padre en la familia ancestral colombiana. Él no se detuvo demasiado en el asunto, aunque nos confesó que le interesaba muchísimo, y nos preguntó, casi susurrándonoslo: “¿Ya conocen a Fidel?” Cada uno le contó sus limitadas experiencias al respecto, y al cabo él cerró el tema con una frase que todavía hoy se me antoja lapidaria: “Apúrense, porque toda la vida no les va a alcanzar para quererlo”.

Al fi nal, cuando ya no quedaba asunto humano o divino por tratar, Fabelo desenrolló una cartuli-na mediana que había tenido todo el tiempo sobre las piernas y se la ofreció como regalo de despedida. Él la tomó por los extremos y miró el dibujo sin proferir palabra alguna… Hasta que dijo, con esa alegría suya de niño grande: “Me voy; Mercedes tiene que ver esto antes de que yo se lo cuente”. Y se fue por donde mismo había venido; solo que ahora llevaba junto al pecho, arropado por sus brazos, el tesoro irrepetible de una acuarela de Fabelo.

Varios años después, cuando ya todos éramos grandes amigos y nos reuníamos siempre que Gabo y Mercedes venían a La Habana, alguien me llamó desde México, o desde Colombia, para decirme que necesitaba hablar con el artista cubano Roberto Fabelo para proponerle que ilustrara La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, y otros libros de Gabriel García Márquez…

Pasó la muerte y nos quedó la vida.Fue así como caí en cuenta que sin aquella tarde en el hotel Riviera, una parte esencial de lo que

somos hubiera sido imposible, y muchísimo menos sufrir este dolor amable que ya no me abandona, esta mesa vacía, esta ausencia de u n dios.

Tarik Souki

María Lourdes Cortés

Los directores Tomás Gutiérrez Alea, Fernando Birri y Julio Garcia Espinosa, con el escritor Gabriel García Márquez

Page 5: Ediciones CNAC / Cinerocinante año 1 nº 1

En 1981 Solveig Hoogenstein decidió fi lmar el cuento de Gabriel García Márquez “El mar del tiempo perdido”. Todo el equipo de fi lma-ción se fue a un pueblito llamado Río Seco, entre Coro y Maracaibo, y allí empezaron a rodar la película. Todo iba a pedir de boca hasta que encontraron en el guión una escena donde se necesitaba una tortuga gi-gante para halar en pleno mar una balsa con un Chevrolet descapotado encima, (como el Gabo lo había pensado originalmente), la única mane-ra de llevar un carro al pueblo. La directora paró la película y dejó claro a los productores que no continuaría si la tortuga no aparecía. “Ustedes verán”, les dijo y se metió en una casa del caluroso pueblo que tenía ventilador. Uno de los productores era Valmore Gómez, quien con sus ayudantes, se pusieron a pensar qué podían hacer, dónde podían conse-guir una tortuga gigante, habría que inventarla. Se fueron al único bar con rockola, se tomaron unas cervezas y, cuando ya estaban dispuestos a renunciar como productores, un borrachito que estaba escuchando les dijo que en el zoológico de Maracaibo había una tortuga con esas carac-terísticas, que él conocía al vigilante, y que si le brindaban unos tragos él podía hablar con el amigo. Dicho y hecho. Compraron una botella para el borrachito y otra para ellos y se fueron a Maracaibo. Llegaron directamente al zoológico como a las diez de la noche. El borrachito ha-bló con su amigo y al rato regresó con el negocio listo. El vigilante pedía quinientos bolívares, prestaba la tortuga por un día, con el compromiso de devolverla después de la fi lmación, pero que pasaran más tarde, como a las dos de la madrugada, que no había nadie. Los productores pegaron el grito al cielo. Iba a costar más la tortuga que la película. Sin embargo, a las dos de la mañana estuvieron en la puerta del zoológico. Productor que no regatee no es productor. Dijeron al vigilante que era muy caro, que les hiciera una rebajita, que se la traían al otro día por la noche. El

García Márquez y el cine: ni contigo ni sin ti

…mis relaciones con el cine (…) son las de un matrimonio mal avenido.

Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine, y a juzgar por la cantidad de ofertas que recibo de los productores,

también al cine le ocurre lo mismo conmigo.Gabriel García Márquez

De las relaciones entre Gabriel García Márquez y el cine se pue-den escribir muchos libros. La pasión del escritor por el cine ha sido constante y ha tenido múltiples facetas. Ha escrito crónicas de cine; ha escrito guiones que se han llevado a la pantalla y otros que exclusiva-mente han visto la luz a través de las palabras; ha escrito un extenso re-portaje sobre un cineasta –Miguel Littín– y su aventura cinematográfi ca al entrar clandestino en Chile; ha dado talleres de guión; ha adaptado cuentos y novelas de otros escritores; ha adaptado sus propios cuentos y casi una veintena de directores latinoamericanos y europeos han llevado a la pantalla sus obras o sus guiones.

Pero hay más: García Márquez creó la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), también llamada Escuela de Tres Mundos para estudiantes de Latinoamérica, África y Asia. La relación entre el escritor y el cine, aunque sea lo que él llama un “matrimonio mal avenido”, ha producido y sigue produciendo múltiples frutos.

Su pasión como cinéfi lo nació con su abuelo Nicolás Márquez, “quien lo había llevado de la mano en Aracataca a ver las películas de Tom Mix” (Saldívar; 1997), como en el célebre inicio de Cien años de soledad. Al llegar a Bogotá, el futuro escritor se convirtió en crítico de cine del diario El Espectador, en febrero de 1954, y se planteó educar al público en el “buen cine” (Sorela; 1988). Algunos biógrafos y estudio-sos (García Márquez; 1948–1952/1954–1955) consideran que su obra como comentarista no fue relevante, en relación con la explosión estilís-tica posterior, pero se le reconoce como un pionero en el descubrimiento del cine nacional y en el desarrollo de una audiencia preparada para las nuevas tendencias audiovisuales.

Como muchos cinéfi los de la época soñaba con llegar a con-vertirse en cineasta. Aprovechó un viaje a Europa como reportero de El Espectador, en 1955, para ingresar al Centro Experimental de Cine-matografía de Roma con ayuda y solidaridad de quien sería uno de los padres del nuevo cine latinoamericano, el argentino Fernando Birri. De-cepcionado por el academicismo y rigidez del centro, García Márquez permaneció un par de meses.

Volvió a Barranquilla a fundar una escuela de cine, cuyo proyecto re-dactó pero no llegó a realizarse . En 1961 viajó a México (Sorela; 1988, 129):

…con veinte dólares en el bolsillo, la mujer, un hijo y una idea fi ja en la cabeza: hacer cine.

Tres de los siete años que vivió en la capital azteca los pasó intentan-do penetrar en el mundo del cine. De la mano de su amigo Álvaro Mutis

conoció al prominente productor Manuel Barbachano Ponce, quien le ofreció la primera oportunidad de trabajar en el medio, en la adaptación de El gallo de oro de Juan Rulfo, la cual hizo en colaboración con Carlos Fuentes. Mutis también lo introdujo en un círculo de escritores, cineastas y artistas que se reunían a menudo alrededor de proyectos cinematográfi cos: Rulfo, Fuentes, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Jomí García Ascot, María Luisa Elío, Elena Ponia-towska, Alberto Isaac, Luis Alcoriza y Arturo Ripstein.

Estos contactos le permitieron asistir al rodaje de En el balcón vacío, considerado como un hito en la historia del nuevo cine mexicano, ya que inauguró una sensibilidad moderna y un lenguaje inspirado en la nouvelle vague (García Aguilar; 1985). Asimismo, García Márquez vendió los derechos de El coronel no tiene quien le escriba, que no llegó a fi lmarse por carecer de gancho comercial , y cedió los del cuento En este pueblo no hay ladrones para que Alberto Isaac y Emilio García Riera lo llevaran al cine. La película es una buena prueba de la complicidad entre el grupo de escritores y cineastas, si pensamos que entre sus actores están Luis Buñuel, Luis Vicens, Rulfo, García Riera, Carlos Monsiváis y el mismo García Márquez (Saldívar; 1997, 425).

En 1964 escribió el primer guión propio, Tiempo de morir, una vieja idea que en aquella época llamó El cha-rro. El libreto fue escrito expresamente para Arturo Ripstein y los diálogos fueron adaptados por Carlos Fuentes. La película iba a lanzar la carrera de un joven cineasta hijo del productor Alfredo Ripstein, quien exigió que la película se disfrazara de western para encontrarle mercado en Alemania Occidental.

Fue fi lmada entre el 7 de junio y el 10 de julio de 1965 y estrenada ese mismo año. Posteriormente, entre 1983 y 1985, el director colombiano Jorge Alí Triana realizó dos versiones del mismo guión, para el cine y la televisión. La versión cinematográfi ca obtuvo el Tucán de Oro del Festival de Río de Janeiro de 1985, el Tucán de Plata a la mejor actuación, así como el Coral a la mejor fotografía y a la mejor edición en el 7º Festival Internacional de Cine Latinoa-mericano de La Habana.

García Márquez también participó en el guión Lola de mi vida, una película menor de Miguel Barbachano Ponce, y escribió dos guiones con argumentos originales suyos: Patsy, mi amor, que dirigió Manuel Michel, y Juegos peligrosos, presentada en dos partes: H.O. dirigida por Arturo Ripstein, y Divertimento, realizada por Luis Alcoriza. Estas últimas películas tuvieron muy mala crítica, pero cierta acogida del público.

Por el contrario, la colaboración de García Márquez con Luis Alcoriza en la película Presagio es considerada por algunos críticos como lo mejor del escritor en esta primera etapa cinematográfi ca en México. Cuenta Alcoriza respecto de esta experiencia:

García Márquez y yo nos pusimos a trabajar bebiendo cárpano con ginebra, y de pronto nos encontramos con argumentos para ocho películas. En un determinado momento él hizo una síntesis de aquel material y salió el primer tratamiento de Presagio, que luego reescribí solo cuando iba a rodarla. Al acabar el primer tratamiento, García Márquez dijo que aquello que habíamos hecho estaba muy cerca de algo que quería haber escrito siempre y creía que era el momento de escribirlo. Se encerró y salió con Cien años de soledad. En efecto, Cien años de soledad es, según García Márquez, su venganza contra el cine:

... escribí Cien años de soledad para demostrar que el cine no es todopoderoso, que en literatura uno puede llegar mucho más lejos y dar al mismo tiempo un impacto visual, auditivo y de toda índole. Según el autor, todas sus obras hasta Cien años de soledad están profundamente infl uenciadas por el cine. Refi -

riéndose a El coronel no tiene quien le escriba señaló:

Quiero decir que la novela tiene una estructura completamente cinematográfi ca y que su estilo narrativo es similar al del montaje cinematográfi co; los personajes no hablan apenas, hay una gran economía de palabras y la novela se desarrolla con la descripción de los movimientos de los personajes como si los estuviera siguiendo con una cámara.Hoy en día cuando leo un párrafo de la novela veo la cámara. En esa época (...) trabajaba como un cineasta. (...) Me doy cuenta de que todos mis trabajos anteriores a Cien años... son cine. (Sorela; 1988; 127–128).

EL MAR DE LA TORTUGA

PERDIDAGonzalo Fragui

vigilante se tranzó en 400 bolívares y de ahí no bajó más. Valmore, resignado, pagó el dinero y regresaron a toda velocidad. Llegaron al pueblo todavía de madrugada, entregaron al utilero la tortuga, le dijeron que la amarrara bien, y se fueron a dormir, medio borrachos y trasnochados.

El sol estaba bien alto cuando se escuchó una algarabía en la playa. Todo el pueblo gritaba asombrado. Parecía una fi esta. Valmore, en medio de la resaca, se asomó a la ventana y vio todo clarito, como cuando García Márquez estaba escribiendo el cuento por primera vez. Del otro lado de la calle, en otra casa, también se asomó la directora de la película quien, al ver lo que estaba sucediendo, gritó:

– ¡Quién carajos les dio la orden de fi lmar!Flotando en el mar, la tortuga se solazaba como hacía muchos años no podía, al estar, como estuvo, tan-

tos años cautiva en el zoológico de Maracaibo. En la madrugada, mientras todos dormían, la tortuga había mordido la cuerda con la que la amarraron y se había ido al mar.

Los productores y la directora salieron en paños menores y se fueron corriendo a la playa. Si alguien hu-biera tenido prendida la cámara habrían hecho la mejor escena de la película. La tortuga delante de la balsa, donde estaba montado el Chevrolet, daba la impresión de que efectivamente la estaba llevando a la playa, pero fue solo un instante porque, al escuchar los gritos de la gente, la tortuga despertó de su placentero letargo y se hundió en las profundidades de la alta mar. Los pescadores y los pobladores tomaron sus lanchas y la persi-guieron pero no pudieran agarrarla.

En el pueblo, mientras tanto, Valmore quería matar al utilero, el borrachito amigo del vigilante del zoo-lógico quería matar a Valmore, y Solveig quería matar a los tres.

La tortuga también se necesitaba para el fi nal de la película donde mister Herbert (personifi cado por Os-car Berrizbeitia) y Tobías, muertos de hambre, iban hasta el fondo del mar. Tuvieron que hacer la escena de la comilona con una tortuga de carey, y salsa de tomate, mientras que la verdadera tortuga contaba la historia a sus hermanas tortugas que durante siglos habían dormido en las profundidades del mar y no creían en cuentos de películas.

Ya era diciembre de 2004 y como cada año por esta fecha, me disponía a viajar a La Habana en mi condición de ser uno de los representantes por Venezuela –el otro es el poeta Edmundo Aray- para asistir a las reuniones del Consejo Superior de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que presidía Gabriel García Márquez.

Terminados con sufi ciente anticipación los trámites de identifi cación y los demás de estilo para abordar el avión, pasé a la zona Internacional del aeropuerto para comprar

NADIE ME LO VA A CREER

algunos pequeños regalos en los negocios del “Duty Free”. Al terminar to-davía faltaba cerca de una hora para comenzar el abordaje cuando decidí acercarme a lo que parecía una pequeña librería que quedaba casi al fi nal del largo pasillo central. En verdad era más un kiosco de periódicos y revistas, y de venta de golosinas, adornos y otras cosas semejantes. Pero en uno de los mostradores se alzaba una pila de libros con un cartel que anunciaba que era la última obra de García Márquez …“trás 10 años sin haber escrito nada de fi cción: Memoria de mis putas tristes”. La portada además del título mostra-ba la fotografía de un anciano vestido de blanco riguroso –guayabera, pan-talón quizás de lino y cabeza coronada de canas– que se alejaba de espaldas con un paso algo cansino. A primera vista me pareció que era la fotografía de García Márquez, pero al mirarla con más cuidado me di cuenta que era otra persona.

Cuando aterrizamos en La Habana, cuatro horas más tarde, ya había leído la “Memoria…” memorable de una nueva celebración de “Gabo” de la eterna condición de amorosa adolescencia de nosotros los mortales…

Durante unos cuatro días, en la quinta Santa Bárbara del reparto de La Coronela en La Habana , sede de la Fundación, el Consejo Superior forma-do por los representantes de los demás países latinoamericanos, presidido por García Márquez y bajo la coordinación de nuestra Secretaria General Alquimia Peña, trató la amplia agenda que se había preparado para la oca-sión, incluyéndose el balance del año transcurrido y los planes y proyectos organizados para el año siguiente, en ella misma y para la muy reconocida Escuela Internacional de Cine. Televisión y Video, que forma parte de la Fundación.

Ya era el 15 o el 16 de diciembre, día de la últi-ma sesión y a la mañana siguiente buena parte de los compañeros regresaría a sus países de origen, y tocaba la hora de las despedidas. “Gabo” nos saludaba a to-dos con la cordialidad sencilla y familiar de siempre. Cuando nos alcanzó e intercambiamos algunas pala-bras de saludos, le acerqué el libro y le pedí que me escribiera algunas palabras. Algo sorprendido lo tomó y lo miró cuidadosamente. Lo olió al mismo tiempo que hacía correr sus páginas, palpó con la mano de-recha la porosidad del papel y fi nalmente lo acercó a una pequeña lámpara que estaba en la mesa, y nos dijo, mientras sacaba una pluma del bolsillo: “es una edición pirata”. Los tres o cuatro amigos que estába-mos allí nos sorprendimos. Le pregunté “¿cómo lo sabes?”. “Por el olor de la tinta, por la aspereza del pa-pel y por el color del papel”. En seguida en una de las primera páginas del libro, con su caligrafía redonda y nítida, escribió: “Tarik, de su viejo amigo” y ensegui-da su fi rma. Me lo entregó y lo leí ávidamente pero en seguida comprendí que se trataba de algo demasiado fantástico como para que me lo creyeran. Y se lo dije: “Gabo, nadie me lo va a creer”. Sonrió, tomó de nue-vo la pluma y escribió ocho trazos y me lo devolvió. Decía: “(aunque no lo crean en Venezuela)”.

UNA TARDE CON FRÍO

Omar González

Tendría que preguntarle a Fabelo, pero juraría que estábamos en la dé-cada de los años setenta, probablemente en 1975, y que hacía un frío de espanto en La Habana, donde las olas rebosaban el muro del malecón y las salpicaduras y el salitre cubrían, hasta nevarlos, los cristales del hotel Riviera.

El caso es que ambos nos habíamos propuesto conversar con Gabriel Gar-cía Márquez sin que nadie nos introdujera y sin que fuera necesaria la recomen-dación de alguna celebridad nacional. Y como yo lo había saludado en Casa de las Américas un par de veces –momentos que, como era de esperar, aproveché para hablarle de La hojarasca, su novela de juventud y, por supuesto, de Rulfo y Pedro Páramo, de Vargas Llosa y Los cachorros, de Carlos Fuentes y Aura y, por qué no, de Los pasos perdidos y Alejo Carpentier, que era (entonces y todavía) la mejor manera de explicarse el boom–; nada más justo, se supone, que yo presu-miera ante mi hermano, el dibujante de Guáimaro, de mi estrechísima amistad con el hijo del telegrafi sta de Aracataca. Y fue tal la determinación que teníamos refl ejada en el rostro cuando llegamos a la Carpeta del hotel y preguntarnos por el número de la habitación del escritor colombiano, que los empleados nos respondieron sin la menor sospecha de malas intensiones, entre otros mo-tivos porque Fabelo y yo no siquiera parecíamos impostores. Todavía el arique nos colgaba de los tobillos y el jineterismo a nadie se le ocurría imaginarlo en aquellos años, cuando apenas con veinticinco pesos (obviamente cubanos) uno podía invitar a la mujer de su vida a contar estrellas y a subir al cielo…, para seguir con las metáforas.

García Márquez (para nosotros fue Gabo mucho después) bajó en el acto, atravesó señorialmente el lobby, fi ngió que me conocía de toda la vida (incluso preguntó por mis padres que, estoy seguro, allá en Villa Clara, no tenían la más remota idea de quién era él) y nos invitó a sentarnos justo frente a la salida del Cabaret Internacional, que a esa hora estaba cerrado.

Recuerdo que cuando le presenté a Fabelo y le dije que era uno de los más grandes dibujantes de Cuba (ya lo era), me respondió con la misma gracia de la última vez en que nos vimos, durante su más reciente viaje a La Habana: “Sí, él y yo somos más o menos de la misma grandeza; cuánto mides tú, Fabelo”.

No hablamos de literatura, ni de arte, ni de política; de lo único que pudimos conversar fue de nosotros mismos y de cómo se pierde el tiempo cuando se es joven, sin conciencia de que jamás podrá recuperarse. En particular, él habló de la importancia que tiene para un escritor observar y leer más que escribir, al tiempo que nos aconsejó (pero sin parecer que nos aconsejaba) no confi ar demasiado en la lógica que se deriva del orden.

Nosotros lo escuchamos como si hablara de Dios, y en mi caso, la única pregunta que le hice es-tuvo relacionada con la fi gura del padre en la familia ancestral colombiana. Él no se detuvo demasiado en el asunto, aunque nos confesó que le interesaba muchísimo, y nos preguntó, casi susurrándonoslo: “¿Ya conocen a Fidel?” Cada uno le contó sus limitadas experiencias al respecto, y al cabo él cerró el tema con una frase que todavía hoy se me antoja lapidaria: “Apúrense, porque toda la vida no les va a alcanzar para quererlo”.

Al fi nal, cuando ya no quedaba asunto humano o divino por tratar, Fabelo desenrolló una cartuli-na mediana que había tenido todo el tiempo sobre las piernas y se la ofreció como regalo de despedida. Él la tomó por los extremos y miró el dibujo sin proferir palabra alguna… Hasta que dijo, con esa alegría suya de niño grande: “Me voy; Mercedes tiene que ver esto antes de que yo se lo cuente”. Y se fue por donde mismo había venido; solo que ahora llevaba junto al pecho, arropado por sus brazos, el tesoro irrepetible de una acuarela de Fabelo.

Varios años después, cuando ya todos éramos grandes amigos y nos reuníamos siempre que Gabo y Mercedes venían a La Habana, alguien me llamó desde México, o desde Colombia, para decirme que necesitaba hablar con el artista cubano Roberto Fabelo para proponerle que ilustrara La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, y otros libros de Gabriel García Márquez…

Pasó la muerte y nos quedó la vida.Fue así como caí en cuenta que sin aquella tarde en el hotel Riviera, una parte esencial de lo que

somos hubiera sido imposible, y muchísimo menos sufrir este dolor amable que ya no me abandona, esta mesa vacía, esta ausencia de u n dios.

Tarik Souki

María Lourdes Cortés

Los directores Tomás Gutiérrez Alea, Fernando Birri y Julio Garcia Espinosa, con el escritor Gabriel García Márquez

Page 6: Ediciones CNAC / Cinerocinante año 1 nº 1

En 1981 Solveig Hoogenstein decidió fi lmar el cuento de Gabriel García Márquez “El mar del tiempo perdido”. Todo el equipo de fi lma-ción se fue a un pueblito llamado Río Seco, entre Coro y Maracaibo, y allí empezaron a rodar la película. Todo iba a pedir de boca hasta que encontraron en el guión una escena donde se necesitaba una tortuga gi-gante para halar en pleno mar una balsa con un Chevrolet descapotado encima, (como el Gabo lo había pensado originalmente), la única mane-ra de llevar un carro al pueblo. La directora paró la película y dejó claro a los productores que no continuaría si la tortuga no aparecía. “Ustedes verán”, les dijo y se metió en una casa del caluroso pueblo que tenía ventilador. Uno de los productores era Valmore Gómez, quien con sus ayudantes, se pusieron a pensar qué podían hacer, dónde podían conse-guir una tortuga gigante, habría que inventarla. Se fueron al único bar con rockola, se tomaron unas cervezas y, cuando ya estaban dispuestos a renunciar como productores, un borrachito que estaba escuchando les dijo que en el zoológico de Maracaibo había una tortuga con esas carac-terísticas, que él conocía al vigilante, y que si le brindaban unos tragos él podía hablar con el amigo. Dicho y hecho. Compraron una botella para el borrachito y otra para ellos y se fueron a Maracaibo. Llegaron directamente al zoológico como a las diez de la noche. El borrachito ha-bló con su amigo y al rato regresó con el negocio listo. El vigilante pedía quinientos bolívares, prestaba la tortuga por un día, con el compromiso de devolverla después de la fi lmación, pero que pasaran más tarde, como a las dos de la madrugada, que no había nadie. Los productores pegaron el grito al cielo. Iba a costar más la tortuga que la película. Sin embargo, a las dos de la mañana estuvieron en la puerta del zoológico. Productor que no regatee no es productor. Dijeron al vigilante que era muy caro, que les hiciera una rebajita, que se la traían al otro día por la noche. El

García Márquez y el cine: ni contigo ni sin ti

…mis relaciones con el cine (…) son las de un matrimonio mal avenido.

Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine, y a juzgar por la cantidad de ofertas que recibo de los productores,

también al cine le ocurre lo mismo conmigo.Gabriel García Márquez

De las relaciones entre Gabriel García Márquez y el cine se pue-den escribir muchos libros. La pasión del escritor por el cine ha sido constante y ha tenido múltiples facetas. Ha escrito crónicas de cine; ha escrito guiones que se han llevado a la pantalla y otros que exclusiva-mente han visto la luz a través de las palabras; ha escrito un extenso re-portaje sobre un cineasta –Miguel Littín– y su aventura cinematográfi ca al entrar clandestino en Chile; ha dado talleres de guión; ha adaptado cuentos y novelas de otros escritores; ha adaptado sus propios cuentos y casi una veintena de directores latinoamericanos y europeos han llevado a la pantalla sus obras o sus guiones.

Pero hay más: García Márquez creó la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), también llamada Escuela de Tres Mundos para estudiantes de Latinoamérica, África y Asia. La relación entre el escritor y el cine, aunque sea lo que él llama un “matrimonio mal avenido”, ha producido y sigue produciendo múltiples frutos.

Su pasión como cinéfi lo nació con su abuelo Nicolás Márquez, “quien lo había llevado de la mano en Aracataca a ver las películas de Tom Mix” (Saldívar; 1997), como en el célebre inicio de Cien años de soledad. Al llegar a Bogotá, el futuro escritor se convirtió en crítico de cine del diario El Espectador, en febrero de 1954, y se planteó educar al público en el “buen cine” (Sorela; 1988). Algunos biógrafos y estudio-sos (García Márquez; 1948–1952/1954–1955) consideran que su obra como comentarista no fue relevante, en relación con la explosión estilís-tica posterior, pero se le reconoce como un pionero en el descubrimiento del cine nacional y en el desarrollo de una audiencia preparada para las nuevas tendencias audiovisuales.

Como muchos cinéfi los de la época soñaba con llegar a con-vertirse en cineasta. Aprovechó un viaje a Europa como reportero de El Espectador, en 1955, para ingresar al Centro Experimental de Cine-matografía de Roma con ayuda y solidaridad de quien sería uno de los padres del nuevo cine latinoamericano, el argentino Fernando Birri. De-cepcionado por el academicismo y rigidez del centro, García Márquez permaneció un par de meses.

Volvió a Barranquilla a fundar una escuela de cine, cuyo proyecto re-dactó pero no llegó a realizarse . En 1961 viajó a México (Sorela; 1988, 129):

…con veinte dólares en el bolsillo, la mujer, un hijo y una idea fi ja en la cabeza: hacer cine.

Tres de los siete años que vivió en la capital azteca los pasó intentan-do penetrar en el mundo del cine. De la mano de su amigo Álvaro Mutis

conoció al prominente productor Manuel Barbachano Ponce, quien le ofreció la primera oportunidad de trabajar en el medio, en la adaptación de El gallo de oro de Juan Rulfo, la cual hizo en colaboración con Carlos Fuentes. Mutis también lo introdujo en un círculo de escritores, cineastas y artistas que se reunían a menudo alrededor de proyectos cinematográfi cos: Rulfo, Fuentes, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Jomí García Ascot, María Luisa Elío, Elena Ponia-towska, Alberto Isaac, Luis Alcoriza y Arturo Ripstein.

Estos contactos le permitieron asistir al rodaje de En el balcón vacío, considerado como un hito en la historia del nuevo cine mexicano, ya que inauguró una sensibilidad moderna y un lenguaje inspirado en la nouvelle vague (García Aguilar; 1985). Asimismo, García Márquez vendió los derechos de El coronel no tiene quien le escriba, que no llegó a fi lmarse por carecer de gancho comercial , y cedió los del cuento En este pueblo no hay ladrones para que Alberto Isaac y Emilio García Riera lo llevaran al cine. La película es una buena prueba de la complicidad entre el grupo de escritores y cineastas, si pensamos que entre sus actores están Luis Buñuel, Luis Vicens, Rulfo, García Riera, Carlos Monsiváis y el mismo García Márquez (Saldívar; 1997, 425).

En 1964 escribió el primer guión propio, Tiempo de morir, una vieja idea que en aquella época llamó El cha-rro. El libreto fue escrito expresamente para Arturo Ripstein y los diálogos fueron adaptados por Carlos Fuentes. La película iba a lanzar la carrera de un joven cineasta hijo del productor Alfredo Ripstein, quien exigió que la película se disfrazara de western para encontrarle mercado en Alemania Occidental.

Fue fi lmada entre el 7 de junio y el 10 de julio de 1965 y estrenada ese mismo año. Posteriormente, entre 1983 y 1985, el director colombiano Jorge Alí Triana realizó dos versiones del mismo guión, para el cine y la televisión. La versión cinematográfi ca obtuvo el Tucán de Oro del Festival de Río de Janeiro de 1985, el Tucán de Plata a la mejor actuación, así como el Coral a la mejor fotografía y a la mejor edición en el 7º Festival Internacional de Cine Latinoa-mericano de La Habana.

García Márquez también participó en el guión Lola de mi vida, una película menor de Miguel Barbachano Ponce, y escribió dos guiones con argumentos originales suyos: Patsy, mi amor, que dirigió Manuel Michel, y Juegos peligrosos, presentada en dos partes: H.O. dirigida por Arturo Ripstein, y Divertimento, realizada por Luis Alcoriza. Estas últimas películas tuvieron muy mala crítica, pero cierta acogida del público.

Por el contrario, la colaboración de García Márquez con Luis Alcoriza en la película Presagio es considerada por algunos críticos como lo mejor del escritor en esta primera etapa cinematográfi ca en México. Cuenta Alcoriza respecto de esta experiencia:

García Márquez y yo nos pusimos a trabajar bebiendo cárpano con ginebra, y de pronto nos encontramos con argumentos para ocho películas. En un determinado momento él hizo una síntesis de aquel material y salió el primer tratamiento de Presagio, que luego reescribí solo cuando iba a rodarla. Al acabar el primer tratamiento, García Márquez dijo que aquello que habíamos hecho estaba muy cerca de algo que quería haber escrito siempre y creía que era el momento de escribirlo. Se encerró y salió con Cien años de soledad. En efecto, Cien años de soledad es, según García Márquez, su venganza contra el cine:

... escribí Cien años de soledad para demostrar que el cine no es todopoderoso, que en literatura uno puede llegar mucho más lejos y dar al mismo tiempo un impacto visual, auditivo y de toda índole. Según el autor, todas sus obras hasta Cien años de soledad están profundamente infl uenciadas por el cine. Refi -

riéndose a El coronel no tiene quien le escriba señaló:

Quiero decir que la novela tiene una estructura completamente cinematográfi ca y que su estilo narrativo es similar al del montaje cinematográfi co; los personajes no hablan apenas, hay una gran economía de palabras y la novela se desarrolla con la descripción de los movimientos de los personajes como si los estuviera siguiendo con una cámara.Hoy en día cuando leo un párrafo de la novela veo la cámara. En esa época (...) trabajaba como un cineasta. (...) Me doy cuenta de que todos mis trabajos anteriores a Cien años... son cine. (Sorela; 1988; 127–128).

EL MAR DE LA TORTUGA

PERDIDAGonzalo Fragui

vigilante se tranzó en 400 bolívares y de ahí no bajó más. Valmore, resignado, pagó el dinero y regresaron a toda velocidad. Llegaron al pueblo todavía de madrugada, entregaron al utilero la tortuga, le dijeron que la amarrara bien, y se fueron a dormir, medio borrachos y trasnochados.

El sol estaba bien alto cuando se escuchó una algarabía en la playa. Todo el pueblo gritaba asombrado. Parecía una fi esta. Valmore, en medio de la resaca, se asomó a la ventana y vio todo clarito, como cuando García Márquez estaba escribiendo el cuento por primera vez. Del otro lado de la calle, en otra casa, también se asomó la directora de la película quien, al ver lo que estaba sucediendo, gritó:

– ¡Quién carajos les dio la orden de fi lmar!Flotando en el mar, la tortuga se solazaba como hacía muchos años no podía, al estar, como estuvo, tan-

tos años cautiva en el zoológico de Maracaibo. En la madrugada, mientras todos dormían, la tortuga había mordido la cuerda con la que la amarraron y se había ido al mar.

Los productores y la directora salieron en paños menores y se fueron corriendo a la playa. Si alguien hu-biera tenido prendida la cámara habrían hecho la mejor escena de la película. La tortuga delante de la balsa, donde estaba montado el Chevrolet, daba la impresión de que efectivamente la estaba llevando a la playa, pero fue solo un instante porque, al escuchar los gritos de la gente, la tortuga despertó de su placentero letargo y se hundió en las profundidades de la alta mar. Los pescadores y los pobladores tomaron sus lanchas y la persi-guieron pero no pudieran agarrarla.

En el pueblo, mientras tanto, Valmore quería matar al utilero, el borrachito amigo del vigilante del zoo-lógico quería matar a Valmore, y Solveig quería matar a los tres.

La tortuga también se necesitaba para el fi nal de la película donde mister Herbert (personifi cado por Os-car Berrizbeitia) y Tobías, muertos de hambre, iban hasta el fondo del mar. Tuvieron que hacer la escena de la comilona con una tortuga de carey, y salsa de tomate, mientras que la verdadera tortuga contaba la historia a sus hermanas tortugas que durante siglos habían dormido en las profundidades del mar y no creían en cuentos de películas.

Ya era diciembre de 2004 y como cada año por esta fecha, me disponía a viajar a La Habana en mi condición de ser uno de los representantes por Venezuela –el otro es el poeta Edmundo Aray- para asistir a las reuniones del Consejo Superior de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que presidía Gabriel García Márquez.

Terminados con sufi ciente anticipación los trámites de identifi cación y los demás de estilo para abordar el avión, pasé a la zona Internacional del aeropuerto para comprar

NADIE ME LO VA A CREER

algunos pequeños regalos en los negocios del “Duty Free”. Al terminar to-davía faltaba cerca de una hora para comenzar el abordaje cuando decidí acercarme a lo que parecía una pequeña librería que quedaba casi al fi nal del largo pasillo central. En verdad era más un kiosco de periódicos y revistas, y de venta de golosinas, adornos y otras cosas semejantes. Pero en uno de los mostradores se alzaba una pila de libros con un cartel que anunciaba que era la última obra de García Márquez …“trás 10 años sin haber escrito nada de fi cción: Memoria de mis putas tristes”. La portada además del título mostra-ba la fotografía de un anciano vestido de blanco riguroso –guayabera, pan-talón quizás de lino y cabeza coronada de canas– que se alejaba de espaldas con un paso algo cansino. A primera vista me pareció que era la fotografía de García Márquez, pero al mirarla con más cuidado me di cuenta que era otra persona.

Cuando aterrizamos en La Habana, cuatro horas más tarde, ya había leído la “Memoria…” memorable de una nueva celebración de “Gabo” de la eterna condición de amorosa adolescencia de nosotros los mortales…

Durante unos cuatro días, en la quinta Santa Bárbara del reparto de La Coronela en La Habana , sede de la Fundación, el Consejo Superior forma-do por los representantes de los demás países latinoamericanos, presidido por García Márquez y bajo la coordinación de nuestra Secretaria General Alquimia Peña, trató la amplia agenda que se había preparado para la oca-sión, incluyéndose el balance del año transcurrido y los planes y proyectos organizados para el año siguiente, en ella misma y para la muy reconocida Escuela Internacional de Cine. Televisión y Video, que forma parte de la Fundación.

Ya era el 15 o el 16 de diciembre, día de la últi-ma sesión y a la mañana siguiente buena parte de los compañeros regresaría a sus países de origen, y tocaba la hora de las despedidas. “Gabo” nos saludaba a to-dos con la cordialidad sencilla y familiar de siempre. Cuando nos alcanzó e intercambiamos algunas pala-bras de saludos, le acerqué el libro y le pedí que me escribiera algunas palabras. Algo sorprendido lo tomó y lo miró cuidadosamente. Lo olió al mismo tiempo que hacía correr sus páginas, palpó con la mano de-recha la porosidad del papel y fi nalmente lo acercó a una pequeña lámpara que estaba en la mesa, y nos dijo, mientras sacaba una pluma del bolsillo: “es una edición pirata”. Los tres o cuatro amigos que estába-mos allí nos sorprendimos. Le pregunté “¿cómo lo sabes?”. “Por el olor de la tinta, por la aspereza del pa-pel y por el color del papel”. En seguida en una de las primera páginas del libro, con su caligrafía redonda y nítida, escribió: “Tarik, de su viejo amigo” y ensegui-da su fi rma. Me lo entregó y lo leí ávidamente pero en seguida comprendí que se trataba de algo demasiado fantástico como para que me lo creyeran. Y se lo dije: “Gabo, nadie me lo va a creer”. Sonrió, tomó de nue-vo la pluma y escribió ocho trazos y me lo devolvió. Decía: “(aunque no lo crean en Venezuela)”.

UNA TARDE CON FRÍO

Omar González

Tendría que preguntarle a Fabelo, pero juraría que estábamos en la dé-cada de los años setenta, probablemente en 1975, y que hacía un frío de espanto en La Habana, donde las olas rebosaban el muro del malecón y las salpicaduras y el salitre cubrían, hasta nevarlos, los cristales del hotel Riviera.

El caso es que ambos nos habíamos propuesto conversar con Gabriel Gar-cía Márquez sin que nadie nos introdujera y sin que fuera necesaria la recomen-dación de alguna celebridad nacional. Y como yo lo había saludado en Casa de las Américas un par de veces –momentos que, como era de esperar, aproveché para hablarle de La hojarasca, su novela de juventud y, por supuesto, de Rulfo y Pedro Páramo, de Vargas Llosa y Los cachorros, de Carlos Fuentes y Aura y, por qué no, de Los pasos perdidos y Alejo Carpentier, que era (entonces y todavía) la mejor manera de explicarse el boom–; nada más justo, se supone, que yo presu-miera ante mi hermano, el dibujante de Guáimaro, de mi estrechísima amistad con el hijo del telegrafi sta de Aracataca. Y fue tal la determinación que teníamos refl ejada en el rostro cuando llegamos a la Carpeta del hotel y preguntarnos por el número de la habitación del escritor colombiano, que los empleados nos respondieron sin la menor sospecha de malas intensiones, entre otros mo-tivos porque Fabelo y yo no siquiera parecíamos impostores. Todavía el arique nos colgaba de los tobillos y el jineterismo a nadie se le ocurría imaginarlo en aquellos años, cuando apenas con veinticinco pesos (obviamente cubanos) uno podía invitar a la mujer de su vida a contar estrellas y a subir al cielo…, para seguir con las metáforas.

García Márquez (para nosotros fue Gabo mucho después) bajó en el acto, atravesó señorialmente el lobby, fi ngió que me conocía de toda la vida (incluso preguntó por mis padres que, estoy seguro, allá en Villa Clara, no tenían la más remota idea de quién era él) y nos invitó a sentarnos justo frente a la salida del Cabaret Internacional, que a esa hora estaba cerrado.

Recuerdo que cuando le presenté a Fabelo y le dije que era uno de los más grandes dibujantes de Cuba (ya lo era), me respondió con la misma gracia de la última vez en que nos vimos, durante su más reciente viaje a La Habana: “Sí, él y yo somos más o menos de la misma grandeza; cuánto mides tú, Fabelo”.

No hablamos de literatura, ni de arte, ni de política; de lo único que pudimos conversar fue de nosotros mismos y de cómo se pierde el tiempo cuando se es joven, sin conciencia de que jamás podrá recuperarse. En particular, él habló de la importancia que tiene para un escritor observar y leer más que escribir, al tiempo que nos aconsejó (pero sin parecer que nos aconsejaba) no confi ar demasiado en la lógica que se deriva del orden.

Nosotros lo escuchamos como si hablara de Dios, y en mi caso, la única pregunta que le hice es-tuvo relacionada con la fi gura del padre en la familia ancestral colombiana. Él no se detuvo demasiado en el asunto, aunque nos confesó que le interesaba muchísimo, y nos preguntó, casi susurrándonoslo: “¿Ya conocen a Fidel?” Cada uno le contó sus limitadas experiencias al respecto, y al cabo él cerró el tema con una frase que todavía hoy se me antoja lapidaria: “Apúrense, porque toda la vida no les va a alcanzar para quererlo”.

Al fi nal, cuando ya no quedaba asunto humano o divino por tratar, Fabelo desenrolló una cartuli-na mediana que había tenido todo el tiempo sobre las piernas y se la ofreció como regalo de despedida. Él la tomó por los extremos y miró el dibujo sin proferir palabra alguna… Hasta que dijo, con esa alegría suya de niño grande: “Me voy; Mercedes tiene que ver esto antes de que yo se lo cuente”. Y se fue por donde mismo había venido; solo que ahora llevaba junto al pecho, arropado por sus brazos, el tesoro irrepetible de una acuarela de Fabelo.

Varios años después, cuando ya todos éramos grandes amigos y nos reuníamos siempre que Gabo y Mercedes venían a La Habana, alguien me llamó desde México, o desde Colombia, para decirme que necesitaba hablar con el artista cubano Roberto Fabelo para proponerle que ilustrara La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, y otros libros de Gabriel García Márquez…

Pasó la muerte y nos quedó la vida.Fue así como caí en cuenta que sin aquella tarde en el hotel Riviera, una parte esencial de lo que

somos hubiera sido imposible, y muchísimo menos sufrir este dolor amable que ya no me abandona, esta mesa vacía, esta ausencia de u n dios.

Tarik Souki

María Lourdes Cortés

Los directores Tomás Gutiérrez Alea, Fernando Birri y Julio Garcia Espinosa, con el escritor Gabriel García Márquez

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Le encuentro en Cartagena, sentado en una acera, harto de tragos y cigarrillos, solo en medio del mundo. Por abusador olvidó su carpeta de sueños en un taxi. De buena nota el periódi-co informa. A los días alguien deja sus papeles, sólo sus papeles, en la ofi cina del periódico, más no la carpeta de cuero, protectora de la novela que anda a medias.

Sigo sus pasos, a saltos. ¿A saltos hay que vivir para contar? Helo en Barranquilla después. Crecen los afectos, el periodismo. Ál-varo Cepeda Zamudio en su vida como una revelación. La Casa, título provisional de una novela, camina de un lado a otro, como él. Como él se extravía por los vericuetos de Macondo. Cuándo, me pregunto, inicia su devoción por el cine. De seguro, como decían en mis años mozos, le costaba una, y parte de la otra, meterse en una sala de cine y soportar la ansiedad por fumarse uno y otro y otro cigarrillo. (Su primer cáncer fue en el pulmón). Tenaz con sus grandes pasiones: la esencial, ser escritor, vivir de la escritura y para ella: la imaginación le desborda. Reacio a los estudios de Derecho, asumidos por deber de hijo, y nada más.

En la costa compartía la idea de hacer fi cción de fi cción, pero se exigía cumplir con el sueño mayor –tal escribió–: la de ser reportero. Y parecía lograrlo defi nitivamente en Bogotá, pero la realidad fue superior: se encontró con unas “botitas tristes en el extremo de una sábana”. “El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos, tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en una zanja del cami-no. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras yo me preguntaba si todo aquello merecía ser el ofi -cio con que yo soñaba. Eduardo Zalamea me confi rmó que no. También él pensaba que la crónica roja (…) era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prue-ba. Nunca más la intenté”. Entiendo que no lo haya intentado, simplemente siguió escribiendo reportajes, aunque no lo asumie-ra como ofi cio. Menos mal.

Y es así como otra realidad bien distinta lo forzó a ser críti-co de cine. Pero, cuidado ¡eh! los exhibidores podían retirar sus anuncios en el periódico, El Espectador, si las críticas afectaban la taquilla: nada de inquietar al cine de acción y mucho menos el de lágrimas. Todo iba bien. Los empresarios complacidos con sus notas sobre el cine francés. Y he aquí que una mañana, a las seis, como decir un día antes, Álvaro Cepeda lo despierta para lanzarle una de las suyas: –“¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo –me gritó muerto de risa en el teléfo-no–. Con lo bruto que es usted para el cine”. Desde entonces fue su asistente, su consejero. Y comenzaron los problemas con los empresarios, las amenazas, las cartas de los desprevenidos es-

pectadores, las ineludibles disculpas de la Redacción. Aún así, la columna sobrevivió, mientras la crítica de cine se convirtió “en una rutina de la prensa y la radio”.

Una a una numeró sus críticas de cine, escritas en el curso de dos años: setenta y cinco. Continuaron los reportajes, las no-tas editoriales y literarias, los eventuales cuentos para el Domini-cal de El Espectador. También los ingresos, las puntuales remesas a la familia. Apenas si tenía tiempo para ocuparse de su vida privada. ¿Y Mercedes? Esa es otra historia.

Una vez más los sobresaltos de la existencia -abril para siem-pre en la memoria, que si no el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la de un pueblo enfurecido–, de la existencia y del trabajo. Álvaro Mutis metido en su vida, inventándole vainas para que se dedicara a la literatura en fi rme, pues un coño importaba que la Editorial El Ateneo y su lector, Guillermo de Torres, rechazara su publicación por equis razones.

Escritores aquí y allá. Afectos entrañables. El periodismo de sol a sol, con sus madrugadas de humo. De paso Jorge Gai-tán Durán empeñado en fundar una revista, que luego se llamó Mito, proyecto que nunca animó al Gabo. ¿Simpatizaron Jorge y Gabriel?, me pregunto hasta altura de la vida, con la pena de no haberlo averiguado con el propio Gabo. Lo cierto es la divulga-ción de un cuento suyo: “Monólogo de Isabel viendo llover en Ma-condo”, –tres o cuatro cuartillas eliminadas en el primer borrador de La hojarasca–, publicada en el número 2 de Mito, que Gaitán Durán recogiera de la basura el día que fue a despedir a Gabo, pues tuvo noticias de su viaje a Ginebra, comisionado por Luis Gabriel Cano, como enviado especial del periódico El Espectador para cubrir la “Conferencia de los Cuatro Grandes”. Como cier-tas la presencia de Mutis, cada vez mayor y la obtención de un premio en un concurso de cuentos con un jurado de escritores grandes ligas: Hernando Téllez, Lozano y Lozano, Pedro Gómez Valderrama, etcétera. Un día después del sábado tenía por título el cuento que le proporcionó la buena cifra de tres mil pesos.

¿Y el cine? Pudo haber participado, al menos en la revisión del guión, en el proyecto de Álvaro Cepeda Zamudio: La lan-gosta azul. Pero, confi esa, “me encontraba en medio de aquellos reportajes posibles que no me dejaban tiempo para respirar”. Primer acto de presencia de los amores contrariados con el cine. Años después diría: …Mis relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido. Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine.

La imaginación no tiene límites, y mucho menos la de Gabo. ¿De cómo llegó al Centro Experimental de Cinematogra-fía de Roma? Vaya uno a saber. ¿Y por qué no se te ocurrió pre-guntarle?, inquirirá el lector. Vaya uno a saber. Como tampoco le consultamos si quería ser el Presidente de la Fundación del Nue-

VIVIR PARA CONTAR

vo Cine Latinoamericano. Simplemente aceptamos la propuesta de Fidel, embullado como estaba en los afanes de su creación. Santa palabra. De manera que el 4 de diciembre de 1986, en la inauguración de la sede de la FNCL, día de Santa Bárbara le escuchamos contar: “Entre 1952 y 1955, cuatro de los que hoy estamos a bordo de este barco estudiábamos en el Centro Ex-perimental de Cinematografía de Roma; Julio García Espinoza, viceministro de Cultura para el cine; Fernando Birri, gran papá del Nuevo Cine Latinoamericano; Tomás Gutiérrez Alea, uno de sus orfebres más notables, y yo, que entonces no quería nada más en esta vida que ser el director de cine que nunca fui. Ya desde entonces hablábamos casi tanto como hoy del cine que había que hacer en América Latina, y de cómo había que hacerlo, y nues-tros pensamientos estaban inspirados en el neorrealismo italiano, que –como tendría que ser el nuestro- el cine con menos recursos y el más humano que se ha hecho jamás. Pero sobre todo, ya desde entonces teníamos conciencia de que el cine de América Latina, si en realidad quería ser, sólo podía ser uno. El hecho de que esta tarde seguimos aquí, hablando de lo mismo como loquitos con el mismo tema, después de treinta años, y que estén con nosotros, hablando de lo mismo tantos latinoamericanos de todas partes y de generaciones distintas, quisiera señalarlo como una prueba más del poder impositivo de una idea indestructible.

“Por aquellos días de Roma, viví mi única aventura en un equipo de dirección de cine. Fui escogido en la Escuela como tercer asistente del director Alejandro Blasetti en la película Lás-tima que sea un canalla, y esto me causó una gran alegría, no tanto por mi progreso personal, co mo por la ocasión de conocer a la primera actriz de la película, Sofía Loren. Pero nunca la vi, porque mi trabajo consistió, durante más de un mes, de mante-ner una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos. Es con este título de buen servicio, y no con los muchos y rim-bombantes que tengo por mi ofi cio de novelista, como ahora me he atrevido a ser tan presidente en esta casa, como nunca lo he sido en la mía, y a hablar en nombre de tantas y tan meritorias gentes de cine.”

El otro cuento, la otra historia, la de sus tareas de guionista o coguionista, o asesor de guiones; la de sus relaciones con los produc-

tores o la del destino fi nal de sus cuentos o novelas llevadas al cine, lo encontrarán en la excelente investigación de María Lourdes Cortés: Los amores contrariados. García Márquez y el cine. Libro publicado por el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), en coedición con la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), 2014.

Nunca en mi infancia, que recuerde, quien me dormía con lecturas –madre, madrina– respondió a mis preguntas una vez que hubo pronunciado: este cuento se acabó. En venganza, me permito preguntar a quien llegó al fi nal de estas páginas, la interrogante de Gabo: ¿Qué clase de misterio es ese que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión?

Homenaje al Gabo, a un año de su partida, homenaje a María Lourdes Cortés, homenaje a la imaginación de nuestro cine, y al que está por infl amarse en el corazón de nuestra América, es este número especial de cinerocinante, porque esta tierra nos ha enseñado mucho, pero, sobre todo, hemos aprendido a fraguarnos en la vida, con la historia por delante, con la de nuestros dadores de la creación.

Mérida, abril de 2015.

GABOMAGO Y LAS ESTRELLAS

Tengo un sueño recurrente, que vuelve una y otra vez. Estoy en una ciudad con rascacielos de cartón torcidos (como la escenografía del Gabinete del Dr. Caligari), las luces de cuyas ventanas se van apagando, una a una.

Ahora estoy solo, en el centro de una pampa astral, solitaria y defi nitivamente oscura. Pero no, se van encendiendo las luciérnagas, una a una: son cientos, son miles, son millones, son miles de millones: se van

encendien do una a una.

(La noche de la muerte de Gabo, Jueves Santo de 2014)

Fernando Birri

Edmundo Aray

¿QUÉ QUIERES SABER? TE CONCEDO UNA PREGUNTA

Senel Paz

Al principio de los ochenta, el hotel Riviera debió ser el cuartel general de García Márquez en La Habana. Ahí fue donde lo conocí. ÉL tenía gran amistad con la familia Diego-García Marruz y yo era compañero de universidad y amigo de Lichi, el menor de los hijos, mellizo con su hermana Fefé. Es fácil com-prender que la poesía y la personalidad de Eliseo lo hayan atraído con fuerza de imán, y que una vez en la casa de la Calle E, el encanto y la labia de Lichi lo sedujeran. Lichi lo trataba de tú por tú, no lo llamaba García Márquez ni Gabo, sino Gabriel, y en algún momento este Gabriel se interesó por conocer a jóvenes escritores cubanos, si existíamos. Lichi agarró a los que tenía más a mano o le parecían mejores, y un mediodía estábamos tres de nosotros en el vestíbulo del Riviera, muy emocionados porque íbamos a conocer a Gabo e íbamos a almorzar en el restaurante L´Aiglón. La mesa ya estaba reservada. En el trío recuerdo con precisión a Luis Manuel García, pero no logro establecer su el tercero era Reinaldo Montero o Leonardo Padura, por lo que agrego una silla a la mesa y los dejo a ambos en el cuento. García Márquez demoraba y Padura o Reinaldo comenzaron a impa-cientarse y a creer que todo era una burla de Lichi, y este se reía para negarlo, pero con una risa que parecía confi rmar el timo. De todos modos, era agradable andar por aquel inmenso e ilu-minado lobby con una coartada perfecta por si los agentes de se-guridad del hotel se acercaban y nos preguntaban qué hacíamos allí con aquellas caras que ni siquiera eran de jineteros. “Estamos esperando a Gabriel García Márquez, compañero”, diríamos. Todo el mundo sabía en Cuba quién era García Márquez, de quién era amigo, qué novelas escribía y qué premio había ganado hacía poco en Suecia, así que a los agentes les darían vueltas los ojos y nos dejarían tranquilos. Por mi parte, siempre había oído hablar de la modernidad, años cincuenta, del lobby del hotel Riviera, pero nunca había podido comprobar por mí mismo en qué consistía esa encumbrada modernidad. Ahora lo veía y me gustaba, y esperaba que en algún momento salieran del ascensor Marlon Brandon y Ava Gardner tomados del brazo. Casi no me importaba que García Márquez demorara, pero ellos empezaban a inquietarse y a mirar preocupados hacia el restaurante. Por fi n llegó, cuán bajo era, y fue como si todos en el lobby lo estuvieran esperando, porque volvieron el rostro y le clavaron la vista y no la apartaron más. Él vino directo hacia nosotros. “Me compliqué”. explicó en cubano. Estaba con un amigo suyo, dijo que se había puesto a hablar de esto y de lo otro y de lo de más allá y de lo que se debía hacer y de lo que no, y solo al fi nal le había dado permi-so para venir al hotel pero solo por un rato, tenía que regresar. Es decir, tenía poco tiempo para nosotros. Nos pasó al restaurante,

logró que los camareros acudieran rápidos y fueran efi cientes, y cuando tuvimos los platos delante echó la mano a una técnica que yo pensaba era de mi invención. Consiste, cuando te reúnes con artistas e intelectuales, en hacerles una pregunta sobre su obra. Exultantes, se lanzan a hablar de sí mismos y dispones lo menos de una hora para comer tranquilo u organizar interior-mente lo siguiente que tengas que hacer. Pero esta vez no funcio-nó. Quizás estábamos nerviosos, y al vernos tan callados, su gran curiosidad por Cuba y su naturaleza de periodista lo llevaron a hacernos otras preguntas. Él estaba informado sobre asuntos y secretos de Estado de los que nosotros no teníamos ni idea, pero vivíamos la realidad desde ángulos desde los cuales no le podían ofrecer testimonios aquellos con los que más se codeaba., y po-díamos ponerlo al día en chismes culturales. Le interesaba lo que ocurría en la calle, en las esquinas, y estaban lejanos los días en que trabajaba en Prensa Latina y podía ir a almorzar al Wakamba o el Mogambo, y averiguarlo por sí mismo. Tenía, al igual que Mercedes, su esposa, una idea muy precisa de lo que era cubano y más todavía de lo que no lo era, y se lo aplicaba a las películas y a la literatura. Además, le atraía cómo contáramos las historias. Le cautivaba el habla cubana en todos sus matices. Aunque co-nociera un cuento, volvía a escucharlo con gusto si era la versión de un chofer, una empleada o cualquiera que no se impresionara porque él era Gabriel García Márquez y se lo contara exagerando y comiéndose letras. También quería conocer gente y lugares que no fi guraban en sus programas y se hizo toda una red que le fa-cilitaba los contactos. A mí me tocó, más adelante, presentarle a determinados artistas o llevarlo a sitios. Era fácil con los pintores y la música, sobre todo en la amplia zona de los boleros, porque casi siempre se acertaba, pero resultaba más complicado con los escritores o el teatro. Recuerdo mi nerviosismo cuando lo llevé al estreno de El público, la pieza de Lorca que Carlos Díaz pre-sentaba en la sala Hubert de Blanck, en el año 1994. A Gabo le fascinó la puesta y no le gustó la obra. Con cuatro trapos y unos actores y actrices bellísimos, Carlos Díaz había montado un es-pectáculo impresionante que parecía haber costado millones de dólares. Recuerdo una visita que hicimos a un paladar cuando ir a los paladares era casi una provocación, y en plan de incógnitos fuimos a uno que nos habían recomendado y pronto una señora de la casa, con las correspondientes chancletas y un batilongo, vino desde la cocina con un teléfono inalámbrico en la mano y gritó para todo el salón: “Alguien aquí se llama Gabriel García Márquez?”.

Se me olvidó para dónde iba lo que estaba contando. Tam-poco importa mucho. Algo parecido debió ocurrirle a García Márquez aquel día, se le olvidó que tenía prisa y compromi-

so con aquel amigo suyo. A lo mejor no era cierto y lo inventó por si el encuentro resultaba una bomba, como suele ocurrir entre escritores, sobre todo entre noveles y un consagrado, y es mejor para que este dejar una puerta de escape. Yo mismo utilicé el recurso, que también creí que lo inventaba yo, cuando fuimos a conocer a Guillermo Cabrera Infante. Llegamos, Rebeca, Peter y yo, diciendo que solo queríamos saludar porque disponíamos de me-dia hora y a Guillermo le pareció estupendo porque a su vez tenía una conferencia al otro lado de Londres, y lue-go estuvimos parloteando toda la tarde y nos comimos el pastel estupendo que Miriam Gómez había encargado por si nos caíamos bien. Pasaba ahora con Gabo. Cada vez se fue sintiendo más a gusto con nosotros y nosotros con él, y al fi nal no fuimos más que cinco o seis tipos alborotando quitándonos las palabras en la mesa del res-taurante de un hotel. Yo recuerdo ese gesto con gratitud y con admiración. Su deseo de conocer me pareció muy honesto y sincero. Se puso a nuestra disposición y dejó la puerta abierta a una relación mayor, ya desapareciendo de cada cual. Aquel almuerzo se convirtió en una tarje-ta de presentación, como conocidos, para la próxima vez que lo encontráramos. Le dejamos algunos textos. Yo hice una selección de lo que me parecía mejor de mi obra, es decir, un cuento de siete páginas. Nunca le pregunté si lo había leído, pero en adelante me trató como a un escritor y puedo decir que si la amistad con García Márquez no avanzaba más no era a causa suya, él se entrega siempre, sino de uno que se paralizaba por su grandeza o por la admiración.

No sé cómo continuó la cosa porque luego en nues-tro trato entró el cine y muchas amistades comunes: Julio García-Espinosa y Lola Calviño, Alquimia Peña, Carmen Balcells. En cuanto al cine, las vivencias están relacio-nadas, principalmente, con los talleres en la Escuela de San Antonio de los Baños que siempre le hicieron tanta ilusión, como un hijo tenido en la vejez. Asistí a uno de los primeros cursos, a otro por el medio, y al último. Al primero como alumno. Él mismo me había seleccionado luego de ver la primera película que yo escribí, Una no-via para David. Una mañana puso sus manos sobre mis hombros, en el aula, y dijo para todos que yo escribía los mejores diálogos para cine en el idioma español. Yo no me infl é porque ya había sido advertido por Carmen Balcells que un elogio de García Márquez si no está por escrito, no vale nada, es simple fase de simpatía o pura exageración, y

pronto me tocó escucharle el mismo piropo dedicado a Paz Ali-cia García-Diego, caso en el que me parece más justo. Las ideas que en aquel taller dijo sobre la creación, la libertad del artista y su relación con el lenguaje, me alimentan hasta el día de hoy. La historia que armamos no alcanzó mucho vuelo, pero nos sirvió para escucharlo y llenarnos de un conocimiento que prodiga-ba sin reserva ni pudor. Durante tres horas ponía a nuestro servicio toda la sabiduría y experiencia y todo dependía de que supiéramos hacerle las preguntas adecuadas. Más intere-sante fue cuando se puso a investigar sobre nuestras historias eróticas infantiles y nuestros actos de crueldad, con la adver-tencia de que podía robar cualquier cosa que escuchara. En el apartado de la crueldad, le gustó el cuento de mis primos que molían pollitos amarillos en un molino de maíz.

La segunda experiencia en aquellos cursos fue ya como profesor invitado o auxiliar. Lo recogía todos los días en su casa de reparto Cubanacán, y la mayoría de las veces almorzá-bamos juntos. Yo me esforzaba en llegar tarde para no almor-zar, porque me sentía fatal hacerlo con los nervios de punta, y luego nos íbamos en su coche, él conduciendo, hasta San Antonio de los Baños. Uno de los mejores escritores del mun-do era al propio tiempo uno de los peores conductores. Creo que nunca pasó de la tercera velocidad y pocas veces supera-mos los 60 km/h. Todo era conversación e interrogatorio so-bre asuntos y personajes cubanos de los que yo siempre tenía

Baños dura cincuenta y dos minutos. Durante la primera se-mana no me dejó abrir la boca en el aula, pero en la segunda cambió de táctica, y el penúltimo dcnica. No era capaz esta vez. No lograba mantenerento no se encontraba en condicio-nes. Yo conoc Barcha y Alquimia Peña. Mercedesía me pidió que soltara todo el cuento de la película Fresa y chocolate de punta a cabo, y lo hice está publicado, lo que me ha servido de referencia, porque yo no cuento las cosas siempre del mis-mo modo.

El último encuentro fue en el último taller. Cuando me pidió que lo acompañara de nuevo, me dijo que David Trueba y yo habíamos sido los “asesores” que más le habíamos gusta-do y ayudado. Esto es más que creíble. Pero creo que quienes tuvieron la idea de que fuera yo quien lo acompañara, fuero Mercedes Barcha y Alquimia Peña. Mercedes me lo entregaba en el portal de la casa y yo estaba con él seis o siete horas, hasta que se lo devolvía en la casa o donde ella me dijera. No estaba bien en esos días, pero se empecinaba en dar el taller, no quería renunciar de ningún modo, quizás no quería reconocer que no lo podía dar y que aquel sería el último. Además, ya los guionistas esperaban. Un año después, tuve varios encuentros con él en Cartagena y estaba perfecto, pero en ese momento no se encontraba en con-diciones. Yo conocía bien la maravilla de sus clases y también la técnica. No era capaz esta vez. No lograba mantener una historia en la cabeza. Interrogaba a un guionista y a la cuarta

poco que decir. Quería saber sobre Norberto Fuentes, pero yo sabía muy poco de Norberto, apenas que había escrito uno de los libros de cuentos cubanos que a mí más me gusta y que tenía cierta obsesión por Hemingway. Por quince días, entre los viajes y los apartes, tuve a García Márquez a mi entera dis-posición, ansioso por hablar de lo que fuera, seguramente los viajes le soltaban la lengua. Pero para un tipo tímido y callado como yo, poco hablador, darle y sostenerle conversación al autor de Cien años de soledad, al Premio Nobel, durante tan poco tiempo, era un verdadero suplicio y estaba loco porque aquello terminara o porque me permitiera invitar a alguien más al coche. Solo una vez me dejó llevar a Lichi Diego, que también era una buena cotorra y tenía con Gabo una relación relajada. Para mi suerte, García Márquez, si tiene certeza de la dirección del interlocutor, habla hasta por los codos. Y has-ta hoy día yo soy el tipo más discreto que conozco. Fueron tantos los viajes, que descubrimos algo mágico: vayas a la ve-locidad que vayas y sea cual sea el estado y modelo del coche que te lleve, el recorrido de La Habana a San Antonio de los

pregunta empezaba de nuevo y al fi nal no la retenía. Sabía que esto estaba pasando y sufría, de cada sección salía más sombrío y confuso. Mercedes notó que algo andaba mal y me pidió que llevara yo el taller, pero eso no era posible porque los estudiantes habían hecho un largo viaje y habían pagado el curso para tener un taller con él, no conmigo. Nadie hacía reclamos, se portaron maravillosos; todos mantenían una actitud de respeto y se empe-zaban a conformar con estar con él un rato y llevarse a casa una foto y el diploma del curso. Él se mantenía callado en los viajes, o me comentaba una y otra vez, apretándome la rodilla con la mano, cómo y dónde a Fidel y a él se les había ocurrido crear la Escuela de San Antonio, y cómo Fidel descubrió el sitio justo y cómo vino a decírselo y dónde. Decía que tenía la certeza de que por aquellos días, Fidel escribía el Granma de la primera a la úl-tima página. Yo le comenté que si el Comandante le parecía tan mal escritor y la bromita no le gustó nada. Cada día estaba más nervioso y preocupado, y se quejó de que habían cambiado a los alumnos, que no eran los mismos del día anterior y que estos de ahora no servían. Pero tampoco podías estar seguro de que no te

estuviera tomando el pero y burlándose de sí. Por sí o por no, decidimos que la gente se sentara siempre en el mismo sitio, pero la cosa no mejoró. Hasta el día jueves. El día jueves llegó al aula y dio la charla más maravillosa y lúcida de cuantas tuve ocasión de escucharle. Armó y desarmó las historias a su antojo, contestó a todas las preguntas, e hizo muchas y sabias observaciones y confesiones, sabía todo el tiempo quién era cada cual y de dónde venía.

Aquella clase, la única del taller, no tiene equivalente en oro, y satisfacía por completo la expectativa de todos, “mi encuentro con García Márquez”. Su felicidad era in-mensa. En el coche me dijo, con cierto dejo de pregunta: “Hoy la clase estuvo bien”. Yo le confi rmé. “¿Sabes por qué?” Porque no había hecho los deberes y tenía que ha-cerlos. Hoy me gané el salario, la gente no vino por gusto, y por mañana no te preocupes que será cosa de coser y cantar, casi vacaciones”. Yo quizás lo miré con más ad-miración y respecto que nunca y él sonrió. Esta vez no fue su genialidad sino el sentido del deber lo que metió su memoria en cintura. “Y tú”, me dijo, “¿qué quieres sa-ber?; te concedo una pregunta, una sola, si la haces rápi-do”. “¿Cómo se les ocurrió a Fidel y a usted la Escuela de cine?”. Dije. Se echó a reír, se rio de mí, de sí mismo, de Fidel, y de las hijeputadas de la vida.

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EDICIÓN ESPECIAL

Mérida-Venezuela

17 de abril de 2015

CINE

ROCI

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García Márquez in memoriam

Murió Gabriel García Márquez. Se nos fue el más grande escri-tor del siglo XX. ¿Qué más se puede decir? Nos enriqueció

a todos. Enriqueció al mundo. Embelleció la vida. Honró la

humanidad. Mató a la muerte.

Pedro Rivera

Page 8: Ediciones CNAC / Cinerocinante año 1 nº 1

Le encuentro en Cartagena, sentado en una acera, harto de tragos y cigarrillos, solo en medio del mundo. Por abusador olvidó su carpeta de sueños en un taxi. De buena nota el periódi-co informa. A los días alguien deja sus papeles, sólo sus papeles, en la ofi cina del periódico, más no la carpeta de cuero, protectora de la novela que anda a medias.

Sigo sus pasos, a saltos. ¿A saltos hay que vivir para contar? Helo en Barranquilla después. Crecen los afectos, el periodismo. Ál-varo Cepeda Zamudio en su vida como una revelación. La Casa, título provisional de una novela, camina de un lado a otro, como él. Como él se extravía por los vericuetos de Macondo. Cuándo, me pregunto, inicia su devoción por el cine. De seguro, como decían en mis años mozos, le costaba una, y parte de la otra, meterse en una sala de cine y soportar la ansiedad por fumarse uno y otro y otro cigarrillo. (Su primer cáncer fue en el pulmón). Tenaz con sus grandes pasiones: la esencial, ser escritor, vivir de la escritura y para ella: la imaginación le desborda. Reacio a los estudios de Derecho, asumidos por deber de hijo, y nada más.

En la costa compartía la idea de hacer fi cción de fi cción, pero se exigía cumplir con el sueño mayor –tal escribió–: la de ser reportero. Y parecía lograrlo defi nitivamente en Bogotá, pero la realidad fue superior: se encontró con unas “botitas tristes en el extremo de una sábana”. “El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos, tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en una zanja del cami-no. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras yo me preguntaba si todo aquello merecía ser el ofi -cio con que yo soñaba. Eduardo Zalamea me confi rmó que no. También él pensaba que la crónica roja (…) era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prue-ba. Nunca más la intenté”. Entiendo que no lo haya intentado, simplemente siguió escribiendo reportajes, aunque no lo asumie-ra como ofi cio. Menos mal.

Y es así como otra realidad bien distinta lo forzó a ser críti-co de cine. Pero, cuidado ¡eh! los exhibidores podían retirar sus anuncios en el periódico, El Espectador, si las críticas afectaban la taquilla: nada de inquietar al cine de acción y mucho menos el de lágrimas. Todo iba bien. Los empresarios complacidos con sus notas sobre el cine francés. Y he aquí que una mañana, a las seis, como decir un día antes, Álvaro Cepeda lo despierta para lanzarle una de las suyas: –“¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo –me gritó muerto de risa en el teléfo-no–. Con lo bruto que es usted para el cine”. Desde entonces fue su asistente, su consejero. Y comenzaron los problemas con los empresarios, las amenazas, las cartas de los desprevenidos es-

pectadores, las ineludibles disculpas de la Redacción. Aún así, la columna sobrevivió, mientras la crítica de cine se convirtió “en una rutina de la prensa y la radio”.

Una a una numeró sus críticas de cine, escritas en el curso de dos años: setenta y cinco. Continuaron los reportajes, las no-tas editoriales y literarias, los eventuales cuentos para el Domini-cal de El Espectador. También los ingresos, las puntuales remesas a la familia. Apenas si tenía tiempo para ocuparse de su vida privada. ¿Y Mercedes? Esa es otra historia.

Una vez más los sobresaltos de la existencia -abril para siem-pre en la memoria, que si no el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la de un pueblo enfurecido–, de la existencia y del trabajo. Álvaro Mutis metido en su vida, inventándole vainas para que se dedicara a la literatura en fi rme, pues un coño importaba que la Editorial El Ateneo y su lector, Guillermo de Torres, rechazara su publicación por equis razones.

Escritores aquí y allá. Afectos entrañables. El periodismo de sol a sol, con sus madrugadas de humo. De paso Jorge Gai-tán Durán empeñado en fundar una revista, que luego se llamó Mito, proyecto que nunca animó al Gabo. ¿Simpatizaron Jorge y Gabriel?, me pregunto hasta altura de la vida, con la pena de no haberlo averiguado con el propio Gabo. Lo cierto es la divulga-ción de un cuento suyo: “Monólogo de Isabel viendo llover en Ma-condo”, –tres o cuatro cuartillas eliminadas en el primer borrador de La hojarasca–, publicada en el número 2 de Mito, que Gaitán Durán recogiera de la basura el día que fue a despedir a Gabo, pues tuvo noticias de su viaje a Ginebra, comisionado por Luis Gabriel Cano, como enviado especial del periódico El Espectador para cubrir la “Conferencia de los Cuatro Grandes”. Como cier-tas la presencia de Mutis, cada vez mayor y la obtención de un premio en un concurso de cuentos con un jurado de escritores grandes ligas: Hernando Téllez, Lozano y Lozano, Pedro Gómez Valderrama, etcétera. Un día después del sábado tenía por título el cuento que le proporcionó la buena cifra de tres mil pesos.

¿Y el cine? Pudo haber participado, al menos en la revisión del guión, en el proyecto de Álvaro Cepeda Zamudio: La lan-gosta azul. Pero, confi esa, “me encontraba en medio de aquellos reportajes posibles que no me dejaban tiempo para respirar”. Primer acto de presencia de los amores contrariados con el cine. Años después diría: …Mis relaciones con el cine son las de un matrimonio mal avenido. Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine.

La imaginación no tiene límites, y mucho menos la de Gabo. ¿De cómo llegó al Centro Experimental de Cinematogra-fía de Roma? Vaya uno a saber. ¿Y por qué no se te ocurrió pre-guntarle?, inquirirá el lector. Vaya uno a saber. Como tampoco le consultamos si quería ser el Presidente de la Fundación del Nue-

VIVIR PARA CONTAR

vo Cine Latinoamericano. Simplemente aceptamos la propuesta de Fidel, embullado como estaba en los afanes de su creación. Santa palabra. De manera que el 4 de diciembre de 1986, en la inauguración de la sede de la FNCL, día de Santa Bárbara le escuchamos contar: “Entre 1952 y 1955, cuatro de los que hoy estamos a bordo de este barco estudiábamos en el Centro Ex-perimental de Cinematografía de Roma; Julio García Espinoza, viceministro de Cultura para el cine; Fernando Birri, gran papá del Nuevo Cine Latinoamericano; Tomás Gutiérrez Alea, uno de sus orfebres más notables, y yo, que entonces no quería nada más en esta vida que ser el director de cine que nunca fui. Ya desde entonces hablábamos casi tanto como hoy del cine que había que hacer en América Latina, y de cómo había que hacerlo, y nues-tros pensamientos estaban inspirados en el neorrealismo italiano, que –como tendría que ser el nuestro- el cine con menos recursos y el más humano que se ha hecho jamás. Pero sobre todo, ya desde entonces teníamos conciencia de que el cine de América Latina, si en realidad quería ser, sólo podía ser uno. El hecho de que esta tarde seguimos aquí, hablando de lo mismo como loquitos con el mismo tema, después de treinta años, y que estén con nosotros, hablando de lo mismo tantos latinoamericanos de todas partes y de generaciones distintas, quisiera señalarlo como una prueba más del poder impositivo de una idea indestructible.

“Por aquellos días de Roma, viví mi única aventura en un equipo de dirección de cine. Fui escogido en la Escuela como tercer asistente del director Alejandro Blasetti en la película Lás-tima que sea un canalla, y esto me causó una gran alegría, no tanto por mi progreso personal, co mo por la ocasión de conocer a la primera actriz de la película, Sofía Loren. Pero nunca la vi, porque mi trabajo consistió, durante más de un mes, de mante-ner una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos. Es con este título de buen servicio, y no con los muchos y rim-bombantes que tengo por mi ofi cio de novelista, como ahora me he atrevido a ser tan presidente en esta casa, como nunca lo he sido en la mía, y a hablar en nombre de tantas y tan meritorias gentes de cine.”

El otro cuento, la otra historia, la de sus tareas de guionista o coguionista, o asesor de guiones; la de sus relaciones con los produc-

tores o la del destino fi nal de sus cuentos o novelas llevadas al cine, lo encontrarán en la excelente investigación de María Lourdes Cortés: Los amores contrariados. García Márquez y el cine. Libro publicado por el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), en coedición con la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), 2014.

Nunca en mi infancia, que recuerde, quien me dormía con lecturas –madre, madrina– respondió a mis preguntas una vez que hubo pronunciado: este cuento se acabó. En venganza, me permito preguntar a quien llegó al fi nal de estas páginas, la interrogante de Gabo: ¿Qué clase de misterio es ese que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión?

Homenaje al Gabo, a un año de su partida, homenaje a María Lourdes Cortés, homenaje a la imaginación de nuestro cine, y al que está por infl amarse en el corazón de nuestra América, es este número especial de cinerocinante, porque esta tierra nos ha enseñado mucho, pero, sobre todo, hemos aprendido a fraguarnos en la vida, con la historia por delante, con la de nuestros dadores de la creación.

Mérida, abril de 2015.

GABOMAGO Y LAS ESTRELLAS

Tengo un sueño recurrente, que vuelve una y otra vez. Estoy en una ciudad con rascacielos de cartón torcidos (como la escenografía del Gabinete del Dr. Caligari), las luces de cuyas ventanas se van apagando, una a una.

Ahora estoy solo, en el centro de una pampa astral, solitaria y defi nitivamente oscura. Pero no, se van encendiendo las luciérnagas, una a una: son cientos, son miles, son millones, son miles de millones: se van

encendien do una a una.

(La noche de la muerte de Gabo, Jueves Santo de 2014)

Fernando Birri

Edmundo Aray

¿QUÉ QUIERES SABER? TE CONCEDO UNA PREGUNTA

Senel Paz

Al principio de los ochenta, el hotel Riviera debió ser el cuartel general de García Márquez en La Habana. Ahí fue donde lo conocí. ÉL tenía gran amistad con la familia Diego-García Marruz y yo era compañero de universidad y amigo de Lichi, el menor de los hijos, mellizo con su hermana Fefé. Es fácil com-prender que la poesía y la personalidad de Eliseo lo hayan atraído con fuerza de imán, y que una vez en la casa de la Calle E, el encanto y la labia de Lichi lo sedujeran. Lichi lo trataba de tú por tú, no lo llamaba García Márquez ni Gabo, sino Gabriel, y en algún momento este Gabriel se interesó por conocer a jóvenes escritores cubanos, si existíamos. Lichi agarró a los que tenía más a mano o le parecían mejores, y un mediodía estábamos tres de nosotros en el vestíbulo del Riviera, muy emocionados porque íbamos a conocer a Gabo e íbamos a almorzar en el restaurante L´Aiglón. La mesa ya estaba reservada. En el trío recuerdo con precisión a Luis Manuel García, pero no logro establecer su el tercero era Reinaldo Montero o Leonardo Padura, por lo que agrego una silla a la mesa y los dejo a ambos en el cuento. García Márquez demoraba y Padura o Reinaldo comenzaron a impa-cientarse y a creer que todo era una burla de Lichi, y este se reía para negarlo, pero con una risa que parecía confi rmar el timo. De todos modos, era agradable andar por aquel inmenso e ilu-minado lobby con una coartada perfecta por si los agentes de se-guridad del hotel se acercaban y nos preguntaban qué hacíamos allí con aquellas caras que ni siquiera eran de jineteros. “Estamos esperando a Gabriel García Márquez, compañero”, diríamos. Todo el mundo sabía en Cuba quién era García Márquez, de quién era amigo, qué novelas escribía y qué premio había ganado hacía poco en Suecia, así que a los agentes les darían vueltas los ojos y nos dejarían tranquilos. Por mi parte, siempre había oído hablar de la modernidad, años cincuenta, del lobby del hotel Riviera, pero nunca había podido comprobar por mí mismo en qué consistía esa encumbrada modernidad. Ahora lo veía y me gustaba, y esperaba que en algún momento salieran del ascensor Marlon Brandon y Ava Gardner tomados del brazo. Casi no me importaba que García Márquez demorara, pero ellos empezaban a inquietarse y a mirar preocupados hacia el restaurante. Por fi n llegó, cuán bajo era, y fue como si todos en el lobby lo estuvieran esperando, porque volvieron el rostro y le clavaron la vista y no la apartaron más. Él vino directo hacia nosotros. “Me compliqué”. explicó en cubano. Estaba con un amigo suyo, dijo que se había puesto a hablar de esto y de lo otro y de lo de más allá y de lo que se debía hacer y de lo que no, y solo al fi nal le había dado permi-so para venir al hotel pero solo por un rato, tenía que regresar. Es decir, tenía poco tiempo para nosotros. Nos pasó al restaurante,

logró que los camareros acudieran rápidos y fueran efi cientes, y cuando tuvimos los platos delante echó la mano a una técnica que yo pensaba era de mi invención. Consiste, cuando te reúnes con artistas e intelectuales, en hacerles una pregunta sobre su obra. Exultantes, se lanzan a hablar de sí mismos y dispones lo menos de una hora para comer tranquilo u organizar interior-mente lo siguiente que tengas que hacer. Pero esta vez no funcio-nó. Quizás estábamos nerviosos, y al vernos tan callados, su gran curiosidad por Cuba y su naturaleza de periodista lo llevaron a hacernos otras preguntas. Él estaba informado sobre asuntos y secretos de Estado de los que nosotros no teníamos ni idea, pero vivíamos la realidad desde ángulos desde los cuales no le podían ofrecer testimonios aquellos con los que más se codeaba., y po-díamos ponerlo al día en chismes culturales. Le interesaba lo que ocurría en la calle, en las esquinas, y estaban lejanos los días en que trabajaba en Prensa Latina y podía ir a almorzar al Wakamba o el Mogambo, y averiguarlo por sí mismo. Tenía, al igual que Mercedes, su esposa, una idea muy precisa de lo que era cubano y más todavía de lo que no lo era, y se lo aplicaba a las películas y a la literatura. Además, le atraía cómo contáramos las historias. Le cautivaba el habla cubana en todos sus matices. Aunque co-nociera un cuento, volvía a escucharlo con gusto si era la versión de un chofer, una empleada o cualquiera que no se impresionara porque él era Gabriel García Márquez y se lo contara exagerando y comiéndose letras. También quería conocer gente y lugares que no fi guraban en sus programas y se hizo toda una red que le fa-cilitaba los contactos. A mí me tocó, más adelante, presentarle a determinados artistas o llevarlo a sitios. Era fácil con los pintores y la música, sobre todo en la amplia zona de los boleros, porque casi siempre se acertaba, pero resultaba más complicado con los escritores o el teatro. Recuerdo mi nerviosismo cuando lo llevé al estreno de El público, la pieza de Lorca que Carlos Díaz pre-sentaba en la sala Hubert de Blanck, en el año 1994. A Gabo le fascinó la puesta y no le gustó la obra. Con cuatro trapos y unos actores y actrices bellísimos, Carlos Díaz había montado un es-pectáculo impresionante que parecía haber costado millones de dólares. Recuerdo una visita que hicimos a un paladar cuando ir a los paladares era casi una provocación, y en plan de incógnitos fuimos a uno que nos habían recomendado y pronto una señora de la casa, con las correspondientes chancletas y un batilongo, vino desde la cocina con un teléfono inalámbrico en la mano y gritó para todo el salón: “Alguien aquí se llama Gabriel García Márquez?”.

Se me olvidó para dónde iba lo que estaba contando. Tam-poco importa mucho. Algo parecido debió ocurrirle a García Márquez aquel día, se le olvidó que tenía prisa y compromi-

so con aquel amigo suyo. A lo mejor no era cierto y lo inventó por si el encuentro resultaba una bomba, como suele ocurrir entre escritores, sobre todo entre noveles y un consagrado, y es mejor para que este dejar una puerta de escape. Yo mismo utilicé el recurso, que también creí que lo inventaba yo, cuando fuimos a conocer a Guillermo Cabrera Infante. Llegamos, Rebeca, Peter y yo, diciendo que solo queríamos saludar porque disponíamos de me-dia hora y a Guillermo le pareció estupendo porque a su vez tenía una conferencia al otro lado de Londres, y lue-go estuvimos parloteando toda la tarde y nos comimos el pastel estupendo que Miriam Gómez había encargado por si nos caíamos bien. Pasaba ahora con Gabo. Cada vez se fue sintiendo más a gusto con nosotros y nosotros con él, y al fi nal no fuimos más que cinco o seis tipos alborotando quitándonos las palabras en la mesa del res-taurante de un hotel. Yo recuerdo ese gesto con gratitud y con admiración. Su deseo de conocer me pareció muy honesto y sincero. Se puso a nuestra disposición y dejó la puerta abierta a una relación mayor, ya desapareciendo de cada cual. Aquel almuerzo se convirtió en una tarje-ta de presentación, como conocidos, para la próxima vez que lo encontráramos. Le dejamos algunos textos. Yo hice una selección de lo que me parecía mejor de mi obra, es decir, un cuento de siete páginas. Nunca le pregunté si lo había leído, pero en adelante me trató como a un escritor y puedo decir que si la amistad con García Márquez no avanzaba más no era a causa suya, él se entrega siempre, sino de uno que se paralizaba por su grandeza o por la admiración.

No sé cómo continuó la cosa porque luego en nues-tro trato entró el cine y muchas amistades comunes: Julio García-Espinosa y Lola Calviño, Alquimia Peña, Carmen Balcells. En cuanto al cine, las vivencias están relacio-nadas, principalmente, con los talleres en la Escuela de San Antonio de los Baños que siempre le hicieron tanta ilusión, como un hijo tenido en la vejez. Asistí a uno de los primeros cursos, a otro por el medio, y al último. Al primero como alumno. Él mismo me había seleccionado luego de ver la primera película que yo escribí, Una no-via para David. Una mañana puso sus manos sobre mis hombros, en el aula, y dijo para todos que yo escribía los mejores diálogos para cine en el idioma español. Yo no me infl é porque ya había sido advertido por Carmen Balcells que un elogio de García Márquez si no está por escrito, no vale nada, es simple fase de simpatía o pura exageración, y

pronto me tocó escucharle el mismo piropo dedicado a Paz Ali-cia García-Diego, caso en el que me parece más justo. Las ideas que en aquel taller dijo sobre la creación, la libertad del artista y su relación con el lenguaje, me alimentan hasta el día de hoy. La historia que armamos no alcanzó mucho vuelo, pero nos sirvió para escucharlo y llenarnos de un conocimiento que prodiga-ba sin reserva ni pudor. Durante tres horas ponía a nuestro servicio toda la sabiduría y experiencia y todo dependía de que supiéramos hacerle las preguntas adecuadas. Más intere-sante fue cuando se puso a investigar sobre nuestras historias eróticas infantiles y nuestros actos de crueldad, con la adver-tencia de que podía robar cualquier cosa que escuchara. En el apartado de la crueldad, le gustó el cuento de mis primos que molían pollitos amarillos en un molino de maíz.

La segunda experiencia en aquellos cursos fue ya como profesor invitado o auxiliar. Lo recogía todos los días en su casa de reparto Cubanacán, y la mayoría de las veces almorzá-bamos juntos. Yo me esforzaba en llegar tarde para no almor-zar, porque me sentía fatal hacerlo con los nervios de punta, y luego nos íbamos en su coche, él conduciendo, hasta San Antonio de los Baños. Uno de los mejores escritores del mun-do era al propio tiempo uno de los peores conductores. Creo que nunca pasó de la tercera velocidad y pocas veces supera-mos los 60 km/h. Todo era conversación e interrogatorio so-bre asuntos y personajes cubanos de los que yo siempre tenía

Baños dura cincuenta y dos minutos. Durante la primera se-mana no me dejó abrir la boca en el aula, pero en la segunda cambió de táctica, y el penúltimo dcnica. No era capaz esta vez. No lograba mantenerento no se encontraba en condicio-nes. Yo conoc Barcha y Alquimia Peña. Mercedesía me pidió que soltara todo el cuento de la película Fresa y chocolate de punta a cabo, y lo hice está publicado, lo que me ha servido de referencia, porque yo no cuento las cosas siempre del mis-mo modo.

El último encuentro fue en el último taller. Cuando me pidió que lo acompañara de nuevo, me dijo que David Trueba y yo habíamos sido los “asesores” que más le habíamos gusta-do y ayudado. Esto es más que creíble. Pero creo que quienes tuvieron la idea de que fuera yo quien lo acompañara, fuero Mercedes Barcha y Alquimia Peña. Mercedes me lo entregaba en el portal de la casa y yo estaba con él seis o siete horas, hasta que se lo devolvía en la casa o donde ella me dijera. No estaba bien en esos días, pero se empecinaba en dar el taller, no quería renunciar de ningún modo, quizás no quería reconocer que no lo podía dar y que aquel sería el último. Además, ya los guionistas esperaban. Un año después, tuve varios encuentros con él en Cartagena y estaba perfecto, pero en ese momento no se encontraba en con-diciones. Yo conocía bien la maravilla de sus clases y también la técnica. No era capaz esta vez. No lograba mantener una historia en la cabeza. Interrogaba a un guionista y a la cuarta

poco que decir. Quería saber sobre Norberto Fuentes, pero yo sabía muy poco de Norberto, apenas que había escrito uno de los libros de cuentos cubanos que a mí más me gusta y que tenía cierta obsesión por Hemingway. Por quince días, entre los viajes y los apartes, tuve a García Márquez a mi entera dis-posición, ansioso por hablar de lo que fuera, seguramente los viajes le soltaban la lengua. Pero para un tipo tímido y callado como yo, poco hablador, darle y sostenerle conversación al autor de Cien años de soledad, al Premio Nobel, durante tan poco tiempo, era un verdadero suplicio y estaba loco porque aquello terminara o porque me permitiera invitar a alguien más al coche. Solo una vez me dejó llevar a Lichi Diego, que también era una buena cotorra y tenía con Gabo una relación relajada. Para mi suerte, García Márquez, si tiene certeza de la dirección del interlocutor, habla hasta por los codos. Y has-ta hoy día yo soy el tipo más discreto que conozco. Fueron tantos los viajes, que descubrimos algo mágico: vayas a la ve-locidad que vayas y sea cual sea el estado y modelo del coche que te lleve, el recorrido de La Habana a San Antonio de los

pregunta empezaba de nuevo y al fi nal no la retenía. Sabía que esto estaba pasando y sufría, de cada sección salía más sombrío y confuso. Mercedes notó que algo andaba mal y me pidió que llevara yo el taller, pero eso no era posible porque los estudiantes habían hecho un largo viaje y habían pagado el curso para tener un taller con él, no conmigo. Nadie hacía reclamos, se portaron maravillosos; todos mantenían una actitud de respeto y se empe-zaban a conformar con estar con él un rato y llevarse a casa una foto y el diploma del curso. Él se mantenía callado en los viajes, o me comentaba una y otra vez, apretándome la rodilla con la mano, cómo y dónde a Fidel y a él se les había ocurrido crear la Escuela de San Antonio, y cómo Fidel descubrió el sitio justo y cómo vino a decírselo y dónde. Decía que tenía la certeza de que por aquellos días, Fidel escribía el Granma de la primera a la úl-tima página. Yo le comenté que si el Comandante le parecía tan mal escritor y la bromita no le gustó nada. Cada día estaba más nervioso y preocupado, y se quejó de que habían cambiado a los alumnos, que no eran los mismos del día anterior y que estos de ahora no servían. Pero tampoco podías estar seguro de que no te

estuviera tomando el pero y burlándose de sí. Por sí o por no, decidimos que la gente se sentara siempre en el mismo sitio, pero la cosa no mejoró. Hasta el día jueves. El día jueves llegó al aula y dio la charla más maravillosa y lúcida de cuantas tuve ocasión de escucharle. Armó y desarmó las historias a su antojo, contestó a todas las preguntas, e hizo muchas y sabias observaciones y confesiones, sabía todo el tiempo quién era cada cual y de dónde venía.

Aquella clase, la única del taller, no tiene equivalente en oro, y satisfacía por completo la expectativa de todos, “mi encuentro con García Márquez”. Su felicidad era in-mensa. En el coche me dijo, con cierto dejo de pregunta: “Hoy la clase estuvo bien”. Yo le confi rmé. “¿Sabes por qué?” Porque no había hecho los deberes y tenía que ha-cerlos. Hoy me gané el salario, la gente no vino por gusto, y por mañana no te preocupes que será cosa de coser y cantar, casi vacaciones”. Yo quizás lo miré con más ad-miración y respecto que nunca y él sonrió. Esta vez no fue su genialidad sino el sentido del deber lo que metió su memoria en cintura. “Y tú”, me dijo, “¿qué quieres sa-ber?; te concedo una pregunta, una sola, si la haces rápi-do”. “¿Cómo se les ocurrió a Fidel y a usted la Escuela de cine?”. Dije. Se echó a reír, se rio de mí, de sí mismo, de Fidel, y de las hijeputadas de la vida.

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EDICIÓN ESPECIAL

Mérida-Venezuela

17 de abril de 2015

CINE

ROCI

NANT

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García Márquez in memoriam

Murió Gabriel García Márquez. Se nos fue el más grande escri-tor del siglo XX. ¿Qué más se puede decir? Nos enriqueció

a todos. Enriqueció al mundo. Embelleció la vida. Honró la

humanidad. Mató a la muerte.

Pedro Rivera