edición grow foundation for human development · la condiciÓn de la postmodernidad investigaciÓn...
TRANSCRIPT
1
2
Edición Grow Foundation for Human Development – RED EDUTRANSLATIN DOC
Carrera 5 No. 1 - 45 Mosquera, Cundinamarca
Colombia
22 de mayo de 2016
Web: www.rededutranslatindoc.org
Dirección Editorial:
Javier Ricardo Salcedo Casallas
Corrección Editorial y de Estilo:
Grow Foundation for Human Development – RED EDUTRANSLATIN DOC
Diseño y Diagramación:
Javier Ricardo Salcedo Casallas
Comité del Sello Editorial Grow
Pares evaluadores
Myriam A. Zapata Jiménez
Jorge Yecid Triana Rodríguez
Publicación Digital:
http://www.growfoundationhd.org
http://www.rededutranslatindoc.org
ISBN: 978-958-58935-4-2
3
Tabla de contenido
INTRODUCCIÓN. .......................................................................................................................5
LA CONDICIÓN POSTMODERNA. ............................................................................................10
Jean François Lyotard. ............................................................................................................10
LA CONDICIÓN DE LA POSTMODERNIDAD INVESTIGACIÓN SOBRE LOS ORIGENES DEL
CAMBIO CULTURAL. ...............................................................................................................13
MARVIN HARRIS. ....................................................................................................................13
LA POSTMODERNIDAD EXPLICADA A LOS NIÑOS. ..................................................................16
Jean François Lyotard. ............................................................................................................16
TEORÍA SOBRE LA CULTURA EN LA ERA POSTMODERNA. ......................................................19
Marvin Harris. ........................................................................................................................19
EL FIN DE LA MODERNIDAD. NIHILISMO Y HERMENÉUTICA EN LA CULTURA POSTMODERNA.
...............................................................................................................................................23
Gianni Vattimo. ......................................................................................................................23
MODERNIDAD LIQUIDA. .........................................................................................................36
Zigmunt Bauman. ...................................................................................................................36
LA SOBREMODERNIDAD. ........................................................................................................53
Marc Auge. .............................................................................................................................53
EL DISCURSO FILOSOFICO DE LA MODERNIDAD. ...................................................................60
Jurgen Habermas. ..................................................................................................................60
LA MISERIA DEL HISTORICISMO. ............................................................................................65
Karl Popper. ...........................................................................................................................65
4
LAS CONSECUENCIAS PERVERSAS DE LA MODERNIDAD. MODERNIDAD, CONTIGENCIA Y
RIESGO. ..................................................................................................................................71
Giddens, Z. Bauman, N. Luhmann, U. Beck ............................................................................71
CULTURA Y SIMULACRO. ........................................................................................................77
Jean Baudrillard. ....................................................................................................................77
TEORÍA DE LA POSTMODERNIDAD. ........................................................................................84
Jameson, F. ............................................................................................................................84
BIBLIOGRAFÍA. ......................................................................................................................101
5
INTRODUCCIÓN
Este texto proviene del proyecto de investigación titulado: La
percepción de los estudiantes de grado décimo de la clase de educación
religiosa en perspectiva de la postmodernidad. El proyecto es avalado y
financiado por la Vicerrectoría de Investigación y Transferencia de la
Universidad de la Salle. El propósito principal de esta antología es ofrecer
una batería de lecturas a los estudiantes universitarios, desde diferentes
orillas disciplinares de las ciencias humanas y de las ciencias sociales, sobre
el asunto de la postmodernidad. Este conjunto de lecturas promueve en los
estudiantes la sensibilidad y el gusto por las lecturas clásicas de la
postmodernidad. La ampliación y profundización del conocimiento sobre lo
postmoderno en los diferentes planteamientos de los últimos setenta años.
Posibilitar el pensamiento de las tendencias y perspectivas de los nuevos
escenarios postmodernos. Analizar las estructuras, los sistemas y los
saberes junto con los contenidos centrales de los postmodernismos.
Reflexionar los planteamientos epistémicos de la postmodernidad en los
terrenos de la antropología, la sociología y la filosofía. Finalmente diferenciar
las variantes de la postmodernidad, postmodernismo y demás
tardomodernismos.
La estructura de esta antología sobre la postmodernidad comprende
de doce textos que sucintamente trata de lo siguiente.
La condición postmoderna (2006) de Lyotard. Es un estudio sobre la
condición del saber en las sociedades desarrolladas. Esta condición de
saberes se ha denominado: postmoderna. Es el estado cultural en el que se
ha transformado la crisis de los relatos del Siglo XIX en la cientifización del
Siglo XX que legitima sus reglas de juego. Muta el discurso mítico por el
discurso de la legitimación científica. Se transforma el héroe del Siglo de las
Luces por el héroe de la legitimación institucional y de la industrialización. La
incredulidad de los metarrelatos ha traído el paradigma del progreso de la
ciencia y de la manufactura.
6
La postmodernidad explicada a los niños (1987) de Lyotard. Es una
serie de cartas que el autor pretende explicar de forma pedagógica y estética
el problema de la postmodernidad con sus respectivos matices. La tesis se
plantea por el surgimiento de las nuevas subjetividades en el que se piensa
desembarazarse del proyecto de la modernidad que se considera que ha
quedado inconcluso para defender unas nuevas esferas presentadas por la
política, la economía y la sociedad. Es el espíritu en el que se parcela la
cultura y la vida ya no desde los juicios del gusto sino planteándola en los
problemas existenciales.
La condición de la postmodernidad. Investigación sobre los orígenes
del cambio cultural (1998) de Marvin Harris. El postmodernismo se conectó
con el postestructuralismo, con el postindustrialismo y con las nuevas ideas
de la tardomodernismo. En esta perspectiva la postmodernidad es un
discurso en el que ha ingresado en el debate de la crítica cultural, social y
política. El autor plantea el postmodernismo no como un conjunto de ideas o
de tesis sino una condición histórica que requiere de su esclarecimiento. Este
propósito se encuentra en examinar históricamente las raíces de esta nueva
fase que ha inquietado en los diferentes escenarios de la humanidad.
Teoría sobre la cultura en la era postmoderna (2007) de Marvin Harris.
La cultura es un término amplio en el que se incorporan los valores,
motivaciones, normas, contenidos axiológicos, dominios políticos y sociales,
etc. Lo postmoderno se encuentra en la tensión entre las ideaciones y los
comportamientos. Las ideaciones son aquellas ideas que duran toda la vida
mientras que exista la humanidad. Los comportamientos son aquellas
actuaciones que se encuentra en el reino de lo efímero y de lo pasajero.
Restringir la cultura a unidades ideacionales es un asunto intrascendente.
Las ideas guían el comportamiento pero el comportamiento erige las ideas el
debate sigue abierto.
El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura
postmoderna (1987) de Gianni Vattimo. El autor reflexiona el fin de la
modernidad desde los autores de Nietzsche con el eterno retorno y de
Heidegger con el rebasamiento de la metafísica desde el paradigma de la
crítica a la cultura. La conexión que establece entre Nietzsche, Heidegger y
7
modernidad se encuentra en pensar el término post. La modernidad se
identifica como la progresiva iluminación de la apropiación y reapropiación de
fundamentos. La postmodernidad es la despedida de la modernidad
constituyendo un nuevo fundamento criticar el pensamiento occidental.
La modernidad líquida (2000) de Zigmunt Bauman. La fluidez o la
liquidez son metáforas adecuadas para analizar la historia de la modernidad
que se encuentra en su proceso de disolución. Lo sólido se encuentra en los
terrenos de lo sagrado, las lealtades tradicionales, los derechos y
obligaciones cotidianas. Lo líquido se ubica en la profanación de lo sagrado,
en la fracturación de los vínculos sociales y en la erosión de los derechos y
de los deberes. La disolución de lo sólido por los nuevos flujos sociales y
culturales ha traído un desconcierto en la humanidad provocándole nuevas
incertidumbres, inseguridades y ambivalencias.
La sobremodernidad (2012) de Marc Auge. La globalización,
uniformización, homogeneización, interdependencia de mercados, la
aceleración de los medios de transporte y de comunicación, la velocidad de
la información y de la cultura, la omnipresencia de los íconos y de sus
imágenes. El argumento central del texto estriba en la transformación
acelerada del mundo actual, pero igualmente las lentitudes y las pesadeces,
constituyen un desafío para el hombre de hoy que no lo toma de improviso
sino que busca mecanismos de defensa con lógicas darwinistas para poder
acomodarse en el mundo actual que todo lo requiere ya. El debate comienza.
El discurso filosófico de la modernidad (1993) de Jurgen Habermas
ubica la postmodernidad en la conciencia del tiempo y la necesidad del
autocercioramiento. La racionalidad produjo en Europa un desencantamiento
de la estética religiosa y un desmoronamiento de la ética revelada para
afianzar una cultura profana. Las ciencias experimentales modernas, las
artes convertidas en autónomas y las teorías de la moral y el derecho
fundadas en principios, se desarrollaron aquí esferas culturales de valor que
posibilitaron procesos de aprendizaje de acuerdo en cada caso con la
diferente legalidad interna de los problemas teóricos, estéticos y práctico-
morales.
8
La miseria del historicismo (1973) de Karl Popper, la idea
predominante del texto es que -la creencia en un destino histórico es pura
superstición y que no puede haber predicción del curso de la historia humana
por métodos científicos o cualquier otra clase de método racional—. El autor
pretende mostrar que por razones estrictamente lógicas, no es imposible
predecir el curso futuro de la historia. No podemos predecir, por métodos
racionales o científicos, el crecimiento futuro de nuestros conocimientos
científicos. No podemos, por tanto, predecir el curso futuro de la historia
humana. No puede haber una teoría científica del desarrollo histórico que
sirva de base para la predicción histórica. El historicismo cae por su base.
Las consecuencias perversas de la modernidad. Modernidad,
contingencia y riesgo (1996) de Guiddens, Bauman, Luhman y Beck. La
modernidad tardía comparece como el umbral temporal donde se produce
una expansión temporal de las opciones sin fin y una expansión correlativa
de los riesgos. Sabemos que tenemos más posibilidades de experiencia y
acción que pueden ser actualizadas, es decir, nos enfrentamos a la
necesidad de elegir o decidir pero en la elección nos va el riesgo, la
posibilidad de que no ocurra lo esperado, de que ocurra «lo otro de lo
esperado» (contingencia). La indeterminación del mundo nos obliga a
desplegar una configuración.
Cultura y simulacro (1978) de Jean Baudrillard. La simulación no
corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la
generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal.
Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten
esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro
desierto. El propio desierto de lo real. La metafísica entera desaparece. Lo
real es producido a partir de células miniaturizadas, de matrices y de
memorias, de modelos de encargo— y a partir de ahí puede ser reproducido
un número indefinido de veces.
Teoría de la postmodernidad (19969) de Jameson. El modo más
seguro de comprender el concepto de lo postmoderno es considerarlo como
un intento de pensar históricamente el presente en una época que ha
olvidado cómo se piensa históricamente. Lo postmoderno «expresa» (por
9
mucho que lo deforme) un irrefrenable impulso histórico más profundo o lo
«reprime» y desvía con eficacia, según favorezcamos uno u otro aspecto de
la ambigüedad. La postmodernidad, la conciencia postmoderna, consista
sólo en la teorización de su propia condición de posibilidad, que es ante todo
una mera enumeración de cambios y modificaciones.
10
LA CONDICIÓN POSTMODERNA
Jean François Lyotard
Este estudio tiene por objeto la condición del saber en las sociedades
más desarrolladas. Se ha decidido llamar a esta condición «postmoderna».
El término está en uso en el continente americano, en pluma de sociólogos y
críticos. Designa el estado de la cultura después de las transformaciones que
han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes
a partir del siglo XIX. Aquí se situarán esas transformaciones con relación a
la crisis de los relatos.
En origen, la ciencia está en conflicto con los relatos. Medidos por sus
propios criterios, la mayor parte de los relatos se revelan fábulas. Pero, en
tanto que la ciencia no se reduce a enunciar regularidades útiles y busca lo
verdadero, debe legitimar sus reglas de juego. Es entonces cuando mantiene
sobre su propio estatuto un discurso de legitimación, y se la llama filosofía.
Cuando ese metadiscurso recurre explícitamente a tal o tal otro gran relato,
como la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del sentido, la emancipación
del sujeto razonante o trabajador, se decide llamar «moderna» a la ciencia
que se refiere a ellos para legitimarse. Así, por ejemplo, la regla del
consenso entre el destinador y el destinatario de un enunciado con valor de
verdad será considerada aceptable si se inscribe en la perspectiva de una
unanimidad posible de los espíritus razonantes: ese era el relato de las
Luces, donde el héroe del saber trabaja para un buen fin épico-político, la
paz universal. En este caso se ve que, al legitimar el saber por medio de un
metarrelato que implica una filosofía de la historia, se está cuestionando la
validez de las instituciones que rigen el lazo social: también ellas exigen ser
legitimadas. De ese modo, la justicia se encuentra referida al gran relato, al
mismo título que la verdad.
11
Simplificando al máximo, se tiene por «postmoderna» la incredulidad
con respecto a los metarrelatos. Ésta es, sin duda, un efecto del progreso de
las ciencias; pero ese progreso, a su vez, la presupone. Al desuso del
dispositivo metanarrativo de legitimación corresponde especialmente la crisis
de la filosofía metafísica, y la de la institución universitaria que dependía de
ella. La función narrativa pierde sus functores, el gran héroe, los grandes
peligros, los grandes periplos y el gran propósito. Se dispersa en nubes de
elementos lingüísticos narrativos, etc., cada uno de ellos vehiculando consigo
valencias pragmáticas sui generis. Cada uno de nosotros vive en la
encrucijada de muchas de ellas. No formamos combinaciones lingüísticas
necesariamente estables, y las propiedades de las que formamos no son
necesariamente comunicables.
Así, la sociedad que viene parte menos de una antropología
newtoniana (como el estructuralismo o la teoría de sistemas) y más de una
pragmática de las partículas lingüísticas. Hay muchos juegos de lenguaje
diferentes, es la heterogeneidad de los elementos. Sólo dan lugar a una
institución por capas, es el determinismo local.
Los decididores intentan, sin embargo, adecuar esas nubes de
sociabilidad a matrices de input/output, según una lógica que implica la
conmensurabilidad de los elementos y la determinabilidad del todo. Nuestra
vida se encuentra volcada por ellos hacia el incremento del poder. Su
legitimación, tanto en materia de justicia social como de verdad científica,
sería optimizar las actuaciones del sistema, la eficacia. La aplicación de ese
criterio a todos nuestros juegos no se produce sin cierto terror, blando o duro:
Sed operativos, es decir, conmensurables, o desapareced.
Esta lógica del más eficaz es, sin duda, inconsistente a muchas
consideraciones, especialmente a la de contradicción en el campo socio-
económico: quiere a la vez menos trabajo (para abaratar los costes de
producción), y más trabajo (para, aliviar la carga social de la población
inactiva). Pero la incredulidad es tal, que no se espera de esas
inconsistencias una salida salvadora, como hacía Marx.
12
La condición postmoderna es, sin embargo, tan extraña al desencanto,
como a la positividad ciega de la deslegitimación. ¿Dónde puede residir la
legitimación después de los metarrelatos? El criterio de operatividad es
tecnológico, no es pertinente para juzgar lo verdadero y lo justo. ¿El
consenso obtenido por discusión, como piensa Habermas? Violenta la
heterogeneidad de los juegos de lenguaje. Y la invención siempre se hace en
el disentimiento. El saber postmoderno no es solamente el instrumento de los
poderes. Hace más útil nuestra sensibilidad ante las diferencias, y fortalece
nuestra capacidad de soportar lo inconmensurable. No encuentra su razón
en la homología de los expertos, sino en la paralogía de los inventores.
La cuestión abierta es ésta: ¿es practicable una legitimación del lazo
social, una sociedad justa, según una paradoja análoga a la de la actividad
científica? ¿En qué consistiría?
El texto que sigue es un escrito de circunstancias. Se trata de un
informe sobre el saber en las sociedades más desarrolladas que ha sido
propuesto al Conseil des Universités del gobierno de Quebec, a demanda de
su presidente. Este último ha autorizado amablemente su publicación en
Francia: gracias le sean dadas.
Queda añadir que el informador es un filósofo, no un experto. Éste
sabe lo que sabe y lo que no sabe, aquél no. Uno concluye, el otro interroga,
ahí están dos juegos de lenguaje. Aquí se encuentran entremezclados, de
modo que ni el uno ni el otro llevan a buen término.
El filósofo, por lo menos, puede consolarse diciéndose que el análisis
formal y pragmático de ciertos discursos de legitimación, filosóficos y ético-
políticos, que subtiende la Relación, verá el día después de él: lo habrá
introducido, mediante un rodeo un tanto sociologizante, que lo acorta pero
que lo sitúa.
Tal y como está lo dedicamos al Instituto "politécnico de filosofía de la
Universidad de París VIII (Vincennes), en el momento muy postmoderno en
que esta universidad se expone a desaparecer y ese instituto a nacer
13
LA CONDICIÓN DE LA POSTMODERNIDAD
INVESTIGACIÓN SOBRE LOS ORIGENES DEL
CAMBIO CULTURAL
MARVIN HARRIS
Desde 1972 aproximadamente, se ha operado una metamorfosis en
las prácticas culturales y económico-políticas. Esta mutación está ligada al
surgimiento de nuevas formas dominantes de experimentar el espacio y el
tiempo.
Aunque la simultaneidad no constituye, en las dimensiones
cambiantes deI tiempo y el espacio, una prueba de conexión necesaria o
causal, pueden aducirse sólidos fundamentos a priori para abonar la
afirmación según la cual existe alguna relación necesaria entre la aparición
de las formas culturales posmodernistas, el surgimiento de modos más
flexibles de acumulación del capital y un nuevo giro en la «compresión
espacio-temporal» de la organización del capitalismo.
Pero estos cambios, cotejados con las reglas elementales de la
acumulación capitalista, aparecen más como desplazamientos en la
apariencia superficial que como signos deI surgimiento de una sociedad
íntegramente poscapitalista, o hasta posindustrial.
No puedo recordar con exactitud cuándo me encontré por primera vez
con el término posmodernismo. Es posible que mi reacción haya sido la
misma que ante otros numerosos «ismos- que aparecieron y desaparecieron
en estas últimas décadas: esperar a que se hundieran bajo el peso de su
propia incoherencia o, simplemente, perdieran su seducción como conjunto
de «nuevas ideas» de moda.
Pero, con el tiempo, el clamor deI debate posmodernista parece
haberse incrementado en lugar de decrecer. Una vez que el posmodernismo
se conectó con el posestructuralismo, con el posindustrialismo y con todo un
arsenal de otras «nuevas ideas», apareció cada vez más como una poderosa
14
configuración de nuevos sentimientos y reflexiones. Parecía cumplir a la
perfección un papel crucial en la definición de la trayectoria deI desarrollo
social y político, simplemente por la forma en que definía pautas de la crítica
social y de la práctica política. En los últimos años, ha determinado las
pautas deI debate, ha definido la modalidad deI «discurso» y ha establecido
los parámetros de la crítica cultural, política e intelectual.
En consecuencia, parecía pertinente investigar en forma más
específica la naturaleza del posmodernismo entendido no tanto como un
conjunto de ideas, sino como una condición histórica que debía ser
dilucidada. Esto me obligó a iniciar un análisis de las ideas dominantes, pero
como el posmodernismo resulta ser un campo minado de nociones en
conflicto, ese proyecto se volvió muy difícil de realizar. Los resultados de esa
investigación, que aparecen en la Primera parte, han sido reducidos
estrictamente al mínimo, espero que con buen sentido. EI resto deI trabajo
analiza los antecedentes económico-políticos (nuevamente, en forma
bastante simplificada) antes de examinar de manera más específica la
experiencia deI espacio y el tiempo como un nexo mediador de singular
importancia entre el dinamismo deI desarrollo histórico-geográfico deI
capitalismo y los complejos procesos de producción cultural y de
transformación ideológica. Se comprueba que de este modo es posible
entender algunos de los discursos totalmente nuevos que han surgido en el
mundo occidental en el curso de las últimas décadas.
En la actualidad, se pueden advertir signos de debilitamiento en la
hegemonía cultural del posmodernismo en Occidente. Si hasta los
constructores de edificios dicen a un arquitecto como Moshe Safdie que
están hartos del posmodernismo, ¿es posible que el pensamiento filosófico
se haya quedado tan atrás? En un sentido, no importa si el posmodernismo
está o no en vías de desaparición, ya que se puede aprender mucho de una
investigación histórica que examine las raíces de aquello que ha constituido
una fase tan inquietante deI desarrollo económico, político y cultural.
He recibido un gran apoyo y estímulo crítico durante la escritura de
este libro. Vicente Navarro, Eríca Schoenberger, Neil Smith y Dick Waker
colaboraron con multitud de comentarios sobre el manuscrito o sobre las
15
ideas que yo elaboraba. El Roland Park Collective ha constituído un
magnífico foro para la discusión y el debate de ideas. Además, he tenido la
suerte de trabajar con un grupo especialmente talentoso de estudiantes
graduados de la Johns Hopkins Universíty, y quiero agradecer a Kevín
Archer, Patríck Bond, Mí- chaelJohns, Phíl Schmandt y Eric Swyngedouw por
el gran estímulo intelectual que me brindaron durante los últimos años que
estuve allí. Jan Bark me inició en el placer de contar con alguien que
realizara de manera competente y con buen humor la tarea de procesar el
manuscrito mientras se hacía cargo de gran parte del trabajo de elaboración
deI índice. Angela Newman trazó los diagramas, Tony Lee contribuyó con la
fotografía, Sophíe Hartley gestionó los permisos y Alíson Díckens y John
Davey, de Basil Blackwell, colaboraron con comentarios y sugerencias
editoriales muy útiles. Y Haydee fue una maravillosa fuente de inspiración.
16
LA POSTMODERNIDAD EXPLICADA A LOS NIÑOS
Jean François Lyotard
A Thomas E. Carroll *
Milán, 15 de mayo de 1982
Nos encontramos en un momento de relajamiento, me refiero a la
tendencia de estos tiempos. En todas partes se nos exige que acabemos con
la experimentación en las artes y en otros dominios. He leído a un historiador
del arte que celebra y defiende los realismos y milita en favor del surgimiento
de una nueva subjetividad. He leído a un crítico de arte que difunde y vende
la “Transvanguardia” en los mercados de la pintura. He leído que, con el
nombre de posmodemismo, ciertos arquitectos se desembarazan de los
proyectos de la Bauhaus, arrojando el bebé, que aún está en proceso de
experimentación, junto con el agua sucia del baño funcionalista. He leído que
un “nuevo filósofo” descubre lo que él llama alegremente el judeocristianismo
y quiere con ello poner fin a la impiedad que, supuestamente, hemos
entronizado. He leído en un semanario francés que no estamos contentos
con Mille Plateu1 porque preferiríamos ser gratificados con algo de sentido.
He leído de la pluma de un historiador de fuste que los escritores y los
pensadores de vanguardia de los años sesenta y setenta han hecho reinar el
terror en el uso del lenguaje y que es preciso restaurar las condiciones de un
debate fructífero imponiendo a los intelectuales una manera común de
hablar, la de los historiadores. He leído a un joven belga, filósofo del
lenguaje, quejarse de que el pensamiento continental, frente al desafío que le
lanzan las máquinas hablantes, haya abandonado a éstas el ocuparse de ¡a
realidad, que haya sustituido el paradigma referencia por el de la
adlinguisticidad (se habla acerca de palabras, se escribe acerca de escritos,
1 El autor se refiere a la obra homónima que completa la trilogía Capitalismo y esquizofrenia, de Gilíes Deleuze y Félix Guattari, Mínuit, París, 1979. (N. del T).
17
la intertextualidad). El joven filósofo piensa que, en la actualidad, hay que
restablecer el sólido anclaje del lenguaje en su referente. He leído a un
teatrólogo de talento para quien el posmodemismo, con sus juegos y sus
fantasías, no sirve de contrapeso poder, sobre todo cuando la opinión
inquieta alienta a éste a practicar una política de vigilancia totalitaria ante las
amenazas de guerra nuclear.
He lerdo a un pensador que goza de reputación asumiendo la defensa
de la modernidad contra aquellos que él llama neoconservadores. Bajo el
estandarte del posmodemismo, lo que quieren —piensa— es
desembarazarse del proyecto moderno que ha quedado inconcluso, el
proyecto de las Luces. Incluso los últimos partidarios de la Auftlürung, como
Popper o Adorno, sólo pudieron, si hemos de creer en ellos, defender el
proyecto en ciertas esferas particulares de la vida: la política, para el autor de
The Opcn Society, al arte, para el autor de la Aesiheiische Theorie. Jurgen
Habermas (lo habías reconocido ya) piensa que si la modernidad ha
fracasado, ha sido porque ha dejado que la totalidad de la vida se fragmente,
en especialidades independientes abandonadas a la estrecha competencia
de los expertos, mientras que el individuo concreto vive el sentido
“desublimado” y la “forma desestructurada” no como una liberación sino en el
modo de ese inmenso tedio acerca del cual, hace ya más de un siglo,
escribía Baudelaire.
Siguiendo una indicación de Albrecht Wellmer, el filósofo estima que el
remedio contra esta parcelación de la cultura y contra su separación respecto
de la vida sólo puede venir del “cambio del estatuto de la experiencia estética
en la medida en que ella ya no se expresa ante todo en “los juicios de gusto”,
sino que “es empleada para explorar una situación histórica de la vida", es
decir, cuando “se la pone en relación con los problemas de la existencia".
Puesto que esta experiencia “entra entonces en un juego de lenguaje que ya
no es el de la crítica estética”, interviene “en los esquemas cognoscitivos y en
las esperas normativas, cambia, de forma tal que sus diferentes momentos
se refieren los unos a los otros”. Lo que Habermas reclama a las artes y a la
experiencia que éstas procuran es, en suma, que sean capaces de tender un
puente por encima del abismo que separa el discurso del conocimiento; del
18
discurso de la ética y la política, franqueando así un pasaje hacia la unidad
de la experiencia,
La pregunta que yo planteo es la siguiente: ¿a qué tipo de unidad
aspira Habermas? “¿El fin que prevé el proyecto moderno es acaso
constitución de una unidad sociocultural en el seno de la cual todos los
elementos de la vida cotidiana y del pensamiento vendrían a encontrar su
lugar como en un todo orgánico? ¿O es que el pasaje que se ha de
franquear entre los juegos de lenguaje heterogéneos, el conocimiento, la
ética, la política, es de un orden diferente de éstos? Si es así, ¿cómo haría
para realizar su síntesis efectiva?
La primera hipótesis, que es de inspiración hegeliana, no cuestiona la
noción de una experiencia dialécticamente totalizante; la segunda es más
próxima al espíritu de la Crítica del Juicio pero, como ella, debe someterse al
severo examen que la posmodernidad impone sobre el pensamiento de tas
Luces, sobre la idea de un fin unitario de la historia, y sobre la idea de un
sujeto. Esta crítica, no sólo fue incitada por Wittgenstein y Adorno sino
también por algunos pensadores — franceses o no— que no han tenido el
honor de ser leídos por el profesor Habermas, lo que les vale, cuando
menos, escapar a esa mala calificación de neoconservadurismo.
19
TEORÍA SOBRE LA CULTURA EN LA ERA
POSTMODERNA
Marvin Harris
¿Qué es (son) la(s) cultura (s)?
El único ingrediente fidedigno que contienen las definiciones
antropológicas de la cultura es de tipo negativo: la cultura no es lo que se
obtiene estudiando a Shakespeare, escuchando música clásica o asistiendo
a clases de historia del arte. Más allá de esta negación impera la confusión.
Para algunos antropólogos, la cultura consiste en los valores, motivaciones,
normas y contenidos ético-morales dominantes en un sistema social. Para
otros, la cultura abarca no sólo los valores y las ideas, sino todo el conjunto
de instituciones por las que se rigen los hombres. Algunos antropólogos
consideran que la cultura consiste exclusivamente en los modos de
pensamiento y comportamiento aprendidos, mientras que otros atribuyen
mayor importancia a las influencias genéticas en el repertorio de los rasgos
culturales. Por último, unos opinan que la cultura consiste exclusivamente en
pensamientos o ideas, mientras que otros defienden que consta tanto de los
pensamientos e ideas como de las actividades anejas a los mismos. Mi
postura personal es que una cultura es el modo socialmente aprendido de
vida que se encuentra en las sociedades humanas y que abarca todos los
aspectos de la vida social, incluidos el pensamiento y el comportamiento.
En cuanto a la combinación de influencias genéticas o aprendidas que
configuran los rasgos culturales particulares, en mi opinión se trata de un
problema empírico. Sin embargo, parece incontrovertible que la gran mayoría
de los rasgos culturales están configurados abrumadoramente por una
enseñanza socialmente condicionada. Abordaré más detenidamente esta
cuestión más adelante. Resolvamos primero el problema de si la cultura debe
considerarse constituida sólo por ideas o por ideas y comportamiento.
20
«Memes»
William Durham (1991) ha defendido enérgicamente la definición
«ideacional» de la cultura, insistiendo en la conveniencia de establecer una
distinción entre cultura y comportamiento humano. Durham no está solo: la
mayoría de los antropólogos contemporáneos mantiene que la cultura
consiste exclusivamente en entidades ideacionales o mentales compartidas y
transmitidas socialmente, como valores, ideas, creencias y otras afines, «a
los espíritus de los seres humanos». Durham agrupa estos hechos mentales
bajo el término genérico de «meme», una palabra inventada por Richard
Dawkins (1976). Para Durham, el meme es la unidad fundamental de
información almacenada en el cerebro, transmitida mediante un aprendizaje
social y modificado por las fuerzas selectivas de la evolución cultural.
En mi opinión, extirpar el comportamiento de la cultura no constituye
una mera deficiencia en la definición, sino que implica ciertas diferencias
teóricas fundamentales entre dos modos de concebir el empeño
antropológico. Desde el punto de vista ideacional, la relación entre memes y
comportamiento esconde una opción doctrinal muy concreta, como es que
las ideas determinan el comportamiento. Las ideas de nuestra mente guían
nuestro comportamiento. Se trata de una relación asimétrica. Los memes
ejercen la función de «guía» del comportamiento, pero el comportamiento no
hace las veces de guía de los memes. La cultura es «la fábrica del
significado con arreglo al cual los seres humanos interpretan su experiencia y
guían sus acciones. (Geertz 1973; 144-145).
Supongamos de momento que las ideas guían el comportamiento pero
el comportamiento no guía las ideas. ¿Por qué debería esta subordinación
de la conducta a las ideas conducir a la exclusión del comportamiento del
concepto de cultura? Una explicación usual reside en el argumento de que la
conducta es demasiado compleja, desestructurada e indefinida para servir de
fundamento a los estudios culturales. Como afirma Ward Goodenough
(1964:39), «el gran problema de una ciencia del hombre es cómo llegar
desde el mundo objetivo de la materialidad, con su variabilidad infinita, al
mundo subjetivo de la forma tal y como existe en lo que, a falta de un término
más apropiado, debemos llamar la mente de nuestros congéneres».
21
El antropólogo Oswald Werner adelanta una razón similar para
extirpar la conducta de la cultura. Las ideas son para siempre, pero el
comportamiento es transitorio: «el comportamiento es efímero», no es sino
un mero epifenómeno de las ideas que subyacen a la historia. Además, la
conducta es impredecible pues está sujeta «al estado del actor, como su
sobriedad, cansancio o ebriedad», y a factores adicionales, algunos de los
cuales «los detenía sin lugar a dudas el azar».
Para comprender estos puntos de vista puede resultar útil sacar a
relucir su pedigrí filosófico. El origen último de la postura ideacionalista deriva
de Platón, para quien el mundo activo material consiste en sombras irreales
de las ideas que están detrás de dichas sombras. Eso convierte a las ideas
en las únicas entidades dignas de estudio. Siempre me ha parecido obvio
que, frente a los platonistas contemporáneos, todos los campos de estudio
contienen componentes infinitamente variables. Nuestra tarea como
científicos consiste en descubrir el orden en lo que se presenta como
desordenado. Sea como fuere, como mostraré en seguida, los
ideacionalistas se equivocan. El orden supuestamente mayor de los
acontecimientos mentales es una ficción de la imaginación (a su vez causa
indudable de complejidad cognoscitiva).
Durham adopta un enfoque ligeramente distinto para justificar su
negativa a incluir el comportamiento, así como los memes, en la definición de
la cultura. El problema, aduce, es que «los fenómenos conceptuales de la
cultura son sólo una de las múltiples fuerzas rectoras que pueden influir en la
naturaleza y la forma del comportamiento» (1991:4). Otras fuerzas rectoras,
como los genes y las características del entorno, también influyen en la
naturaleza y la forma del comportamiento humano. Al definir la cultura, por
consiguiente. hay que velar por no confundir los efectos del aprendizaje con
los efectos de los factores genéticos o ambientales. El modo de evitar tal
confusión es excluir el comportamiento de los elementos constitutivos de la
definición de la cultura. Pero ¿por qué no puede aplicarse el mismo
razonamiento a los memes? Sin duda, las ideas propias también tienen la
impronta de los influjos genéticos y ambientales. Las predisposiciones
genéticas -necesidades y pulsiones biopsicológicas, en la tecnología antigua-
22
influyen en la forma y el contenido del pensamiento humano tanto como en
su comportamiento, con la salvedad de que las limitaciones y propensiones
que le imponen se han debilitado y se han vuelto menos frecuentes y
directas a medida que evolucionaban las capacidades intelectuales de los
homínidos.
Es probable que subyaga cierto grado de pre-condicionamiento
genético en la creencia difundida (pero no universal) de que una sonrisa es
un saludo amistoso, o de que las cosas dulces son buenas para comer. Si
aceptamos que estos memes en los que se combinan aprendizaje, y
genética son entidades culturales, ¿por qué negar que comportamientos
socialmente transmitidos en los que se combinan aprendizaje y genética
formen también parte de la cultura? Me refiero a comportamientos como el
acto de sonreír a la vista de un amigo (en lugar de llorar, como hacen los
indios tapirape), o el acto de poner azúcar en el café o el té (en lugar de
tomarlo sin edulcorante, como hacen quienes están a régimen).
A riesgo de repetirme, recordaré que el intento de restringir la cultura a
unidades ideacionales no es un asunto baladí, puesto que las definiciones
son útiles en la medida en que conducen a preguntas que pueden someterse
a la prueba de la investigación y versan sobre el conjunto de los
acontecimientos y las relaciones incomprensibles. Las definiciones no deben
presentarse como sustitutos de la investigación empírica encaminada a la
puesta a prueba de teorías particulares. Sin embargo, cuando definimos la
cultura como idea pura y decimos de las ideas que guían el comportamiento
social, estamos abogando de hecho por un principio teórico popular cuyo
valor científico dista de ser evidente. En lugar de ello, desde la perspectiva
materialista cultural, considero que la importancia atribuida a la aseveración
de que son las ideas las que guían el comportamiento, y no al revés, es el
error de los errores de las teorías antropológicas modernas.
23
EL FIN DE LA MODERNIDAD. NIHILISMO Y
HERMENÉUTICA EN LA CULTURA POSTMODERNA
Gianni Vattimo
Este libro se propone aclarar la relación que vincula los resultados de
la reflexión de Nietzsche y Heidegger, por un lado, reflexión a la que
constantemente se remite, con los discursos más recientes sobre el fin de la
época moderna y sobre la posmodernidad, por otro lado. Poner
explícitamente en contacto estos dos ámbitos de pensamiento (como se ha
comenzado a hacer en estos últimos tiempos)2 significa, de conformidad con
la tesis aquí expuesta, descubrir nuevos y más ricos aspectos de verdad.
Sólo en relación con la problemática nietzscheana del eterno retomo y con la
problemática heideggeriana del rebasamiento de la metafísica adquieren, en
verdad, rigor y dignidad filosófica las dispersas y no siempre coherentes
teorizaciones del período posmoderno; y sólo en relación con lo que ponen
de manifiesto las reflexiones posmodernas sobre las nuevas condiciones de
la existencia en el mundo industrial tardío, las intuiciones filosóficas de
Nietzsche y de Heidegger se caracterizan de manera definitiva como
irreductibles a la pura y simple Kulturkritik que informa toda la filosofía y toda
la cultura de principios del siglo XX. Tomar la crítica heideggeriana del
humanismo o el anuncio nietzscheano del nihilismo consumado como
momentos "positivos" para una reconstrucción filosófica, y no tan sólo como
síntomas y denuncias de la decadencia (según se hace en los dos capítulos
iniciales de este trabajo), es posible únicamente si se tiene el coraje -no sólo
la imprudencia, esperamos- de escuchar con atención los discursos -de las
artes, de la crítica literaria, de la -sociología- sobre la posmodernidad y sus
peculiares rasgos.
2 Véase por ejemplo: R. Schürman, Anti-Humanism, Reflections on ·the turn towards the post-modern epoch, en "Man and World", 1979, número 2, págs. 160-177; y los varios textos reunidos en P. Carravetta y P. Spedícato, ed., Postmoderno e letteratura, Milán, Bompiani, 1984.
24
El paso decisivo para establecer la conexión entre Nietzsche -
Heidegger y el "posmodernismo" es el descubrimiento de que lo que este
último trata de pensar con el prefijo post es precisamente la actitud que, en
diferentes términos pero según nuestra interpretación; profundamente afines,
Nietzsche y Heidegger trataron de establecer al considerar la herencia del
pensamiento europeo, que ambos pusieron radicalmente en tela de juicio,
aunque se negaron a proponer una superación" crítica por la buena razón de
que eso habría significado permanecer aún prisioneros de la lógica del
desarrollo, propia de ese mismo pensamiento. Desde el punto de vista (que
podemos considerar común a pesar de no pocas diferencias) de Nietzsche y
de Heidegger, la modernidad se puede caracterizar, en efecto, como un
fenómeno dominado por la idea de la historia del pensamiento, entendida
como una progresiva "iluminación" que se desarrolla sobre la base de un
proceso cada vez más pleno de apropiación y reapropiación de los
"fundamentos", los cuales a menudo se conciben como los "orígenes", de
suerte que las revoluciones, teóricas y prácticas, de la historia occidental se
presentan y se legitiman por lo común como "recuperaciones",
.renacimientos, retornos. La idea de "superación'; que tanta importancia tiene
en toda la filosofía moderna, concibe el curso del pensamiento como un
desarrollo progresivo en el cual lo nuevo se identifica con lo valioso en virtud
de la mediación-de la recuperación y de la apropiación del fundamento
origen. Pero precisamente la noción de fundamento, y del pensamiento como
base y acceso al fundamento, es puesta radicalmente en tela de juicio por
Nietzsche y por Heidegger. De esta manera ambos se encuentran, por un
lado, en la situación de tener que tomar críticamente distancia respecto del
pensamiento occidental en cuanto pensamiento del fundamento, pero, por
otro lado, no pueden criticar ese pensamiento en nombre de otro fundamento
más verdadero. Y es en esto en lo que, con buen derecho, ambos pueden
ser considerados los filósofos de la posmodernidad. En efecto, el post de
posmoderno indica una despedida de la modernidad que, en la medida en
que quiere sustraerse a sus lógicas de desarrollo y sobre todo a la idea de la
"superación" crítica en la dirección de un nuevo fundamento, torna a buscar
precisamente lo que Nietzsche y Heidegger buscaron en su peculiar relación
"crítica" respecto del pensamiento occidental.
25
Pero, ¿tiene realmente sentido todo ese esfuerzo de "colocación"?3
¿Por qué debería ser importante para la filosofía (en cuyo horizonte nos
proponemos permanecer) establecer si estamos en la modernidad o en ·la
posmodernidad y en general definir nuestro puesto en la historia? Una
primera respuesta a esta pregunta es la comprobación de que uno de los
contenidos característicos de la filosofía, de gran parte de la filosofía de los
siglos XIX y XX que representa nuestra herencia más próxima, es
precisamente la negación de estructuras estables del ser, a las cuales el
pensamiento debería atenerse para "fundarse" en certezas que no sean
precarias. Esta disolución de la estabilidad del ser es sólo parcial en los gran·
des sistemas del historicismo metafísico del siglo XIX: allí, el ser no "está",
sino que evoluciona según ritmos necesarios y reconocí· bies que, por lo
tanto, mantienen aún cierta estabilidad ideal. Nietzsche y Heidegger, en
cambio, lo conciben radicalmente como evento, de manera que para ellos es
decisivo, precisamente al hablar del ser, comprender "en qué punto" estamos
nosotros y el ser. La ontología no es otra cosa que interpretación de nuestra
condición o situación, ya que el ser no está en modo alguno fuera de su
"evento" el cual sucede en el historicizarse suyo y nuestro.
Pero todo esto, se dirá, es típicamente moderno: una de las visiones
más difundidas y atendibles de la modernidad es la que caracteriza
efectivamente como la "época de la historia" frente a la mentalidad antigua,
dominada por una visión naturalista y cíclica del curso del mundo.4 Es
únicamente la modernidad la que, desarrollando y elaborando en términos
puramente terrenales y seculares la herencia judeocristiana (la idea de la
historia como historia de la salvación articulada en creación, pecado,
redención, espera del juicio final), confiere dimensión ontológica a Ja historia
3 Escribo esta palabra entre comillas porque quiero llamar la atención sobre el empleo que del término Er-Orterung, que se debe traducir por "colocación" (atendiendo a la etimología más que al sentido corriente que es el de "discusión") hace Martín Heidegger en sus obras; sobre este punto véase G. Vattimo, Essere, storia e linguaggio in Heidegger, Turín, ed. de "Filosofía", 1963. 4 Esta contraposición está delineada en términos más netos y vastos en un libro merecidamente famoso de K. Lowith, Significato e fine deUa storia (1949), traducción italiana de F. Tedeschi Negri, con prefacio de·P. Rossi, Milán, Comunitii, 1963. En esta temática se tiene también en cuenta de Lowith Nietzsche e l'eterno ritorno (1934-19552), traducción italiana de S. Venuti, Bari, Laterza, 1982.
26
y da significado determinante a nuestra colocación en el curso de la historia.
Pero si ello es así, parece que todo discurso sobre la posmodernidad es
contradictorio, y precisamente ésta es, por lo demás, una de las objeciones
más difundidas hoy contra la noción misma de lo posmoderno. En efecto,
decir que estamos en un momento ulterior respecto de la modernidad y
asignar a este hecho un significado de algún modo decisivo presupone
aceptar aquello que más específicamente caracteriza el punto de vista de la
modernidad: la idea de historia con sus corolarios, el concepto de progreso y
el concepto de superación. Esta objeción, que en muchos aspectos presenta
la característica vacuidad e inconsistencia de los argumentos puramente
formales (como por ejemplo, el argumento contra el escepticismo: si dices
que todo es falso pretendes sin embargo decir la .verdad, por lo ·tanto...),
indica empero una dificultad real: la de establecer un carácter auténtico de
cambio en las condiciones -de existencia, de pensamiento- que se indican
como posmodernas respecto de los rasgos generales de la modernidad. La
pretensión o el hecho puro y simple de representar una novedad en la
historia, una nueva y diferente figura en la fenomenología del espíritu,
colocaría por cierto a lo posmoderno en la línea de lo moderno, en la cual
dominan las categorías de lo nuevo y de la superación. Pero las cosas
cambian si, como parece que debe reconocerse, lo posmoderno se
caracteriza no sólo como novedad respecto de lo moderno, sino también
como disolución de la categoría de lo nuevo, como experiencia del "fin de la
historia", en lugar de presentarse como un estadio diferente (más avanzado o
más retrasado; no importa) de la historia misma.
Ahora bien, una experiencia de "fin de la historia" parece ampliamente
difundida en la cultura del siglo XX, en la cual y en múltiples formas retoma
continuamente la idea de un "ocaso del Occidente" que, en última instancia,
parece particularmente pertinente en la forma de la catástrofe atómica.5 En
este sentido catastrófico, el fin de la historia es el fin de la vida humana en la
tierra. Como la posibilidad de semejante fin nos incumbe realmente, la
impresión de catástrofe difundida en la cultura actual dista mucho de ser una
5 Sobre todo esto véase el reciente libro de G. Sasso, Tramonto di un mito. L'idea di "progresso" fra Ottocento e Novecento, Bolonia, 11 Mulino, 1984
27
actitud inmotivada. A ella pueden referirse también aquellas posiciones
filosóficas que, remitiéndose a veces a Nietzsche; a veces a Heidegger,
invocan un retomo a los orígenes del pensamiento europeo, a una visión del
ser todavía no infectada por el nihilismo, implícito en toda aceptación del
acaecer evolutivo del que depende el surgimiento y el desarrollo de la técnica
moderna con todas las implicaciones ilustradoras que nos amenazan. La
debilidad de esta posición consiste no sólo en la ilusión profesada por lo
demás, no tan ingenuamente de que se puede retornar a los orígenes, sino
sobre todo, y lo que es más grave, en la convicción de que de esos orígenes
podría derivarse no aquello que en realidad ha sobrevenido; probablemente,
retornar a Parménides6 significaría sólo volver a comenzar desde el principio
siempre que, nihilísticamente, se predique una absoluta casualidad en el
proceso que a partir de Parménides hasta la ciencia y la técnica modernas y
a la bomba atómica.
En este libro, pues, no se habla de posmodernidad como fin de la
historia, en semejante sentido catastrófico. Aquí se considera más· bien la
amenaza de la posibilidad de una catástrofe atómica, que ciertamente es
real, como un elemento característico de este "nuevo" modo de vivir la
experiencia que se designa con la expresión "fin de la historia". Se podría
aclarar el discurso hablando más bien de fin de la historicidad, pero esto
también podría hacer que subsistiera un equívoco: el de la distinción entre
una historia como proceso objetivo dentro del cual estamos insertos y la
historicidad como un determinado modo de tener conciencia de que
formamos parte de ese proceso. Lo que caracteriza en cambio el fin de la
historia en la experiencia posmoderna es la circunstancia de que, mientras
en la teoría la noción de historicidad se hace cada vez más problemática,7 en
la práctica historiográfica y en su autoconciencia metodológica la idea de una
historia como proceso 'unitario se disuelve y en la existencia concreta se
instauran condiciones efectivas -no sólo la amenaza de la catástrofe atómica,
sino también sobre todo la técnica y el sistema de la información- que le dan
6 Ritornare a Parmenide es, como se sabe, el título simbólico de un ensayo de E. Severino que constituye la primera parte del volumen Essenza del nichilismo (1972). Milán, Adelphi, 1982. 7 Véase asimismo G. Sasso, Tramonto di un mito, op. cit. capítuls IV-V.
28
una especie de inmovilidad realmente no histórica. Nietzsche y Heidegger y
junto con ellos todo ese pensamiento que se remite a los temas de la
ontología hermenéutica son considerados aquí -aún más allá de sus propias
intenciones- como los pensadores que echaron las bases para construir una
imagen de la existencia en estas nuevas condiciones de no historicidad o,
mejor aún, de posthistoricidad. La elaboración teórica de esa imagen -que
por ahora ciertamente se encuentra sólo en su fase inicial- es lo que puede
conferir peso y significado al discurso sobre la posmodernidad al superar las
críticas y las sospechas de que se trata todavía sólo de una moda "moderna"
más entre otras, de una superación más que se propone legitimarse
únicamente sobre la base de estar más al día, de ser más nueva y, por lo
tanto, más válida en relación con una visión de la historia entendida como
progreso, es decir, precisamente de conformidad con los mecanismos de
legitimación que caracterizan a la modernidad.
La descripción de nuestra experiencia actual en términos de
posthistoricidad supone ciertamente un riesgo, pues parece dar en un
sociologismo simplificador del que a menudo son culpables los filósofos.
Pero sin embargo y sobre todo las filosofías que quieren permanecer fieles a
la experiencia no pueden dejar de argumentar sobre la base de un "ante todo
y por lo general", de rasgos de la experiencia que, según se supone, están a
la vista de todos: así procedió la filosofía del pasado, así hizo la
fenomenología husserliana, así hizo el Heidegger de Sein und Zeit, el
Wittgenstein de los análisis de los juegos lingüísticos. Referirse a autores -
filósofos o sociólogos o antropólogos- supone siempre realizar ya una
elección que se considera, sin que se lo haya demostrado antes, justificada
en relación con el "ante todo y por lo general" de nuestra experiencia común.
El discurso sobre la posmodernidad se legitima sobre la base del hecho de
que, si consideramos la experiencia que tenemos de la actual sociedad
occidental, un concepto adecuado para describirla parece ser el de post-
lzístoíre, que fue introducido en la terminología de la cultura de hoy por
Arnold Gehlen. Muchos de los elementos teóricos que hemos evocado hasta
ahora se pueden reunir, en última instancia, en esta categoría de Gehlen. En
Gehlen, dicha categoría indica la condición en la cual "el progreso se
convierte en routíne": la capacidad humana de disponer técnicamente de la
29
naturaleza se ha intensificado y aún continúa intensificándose hasta el punto
de que, mientras nuevos resultados llegarán a ser accesibles, la capacidad
de disponer y de planificar los hará cada vez menos "nuevos". Ya ahora en la
sociedad de consumo, la renovación continua (de la vestimenta, de los
utensilios, de los edificios), está fisiológicamente exigida para asegurar la
pura y simple supervivencia del sistema; la novedad nada tiene de
"revolucionario", ni de perturbador, sino que es aquello que permite que las
cosas marchen de la misma manera. Existe una especie de "inmovilidad" de
fondo en el mundo técnico que los escritores de ficción científica a menudo
representaron como la reducción de toda experiencia de la realidad a una
experiencia de imágenes (nadie encuentra verdaderamente a otra persona;
todo se ve en monitores televisivos que uno gobierna mientras está sentado
en una habitación) y que ya se percibe de manera más realista en el silencio
algodonado y climatizado en el que trabajan las computadoras.
La condición que Gehlen llama posthistórica no lo refleja empero una
fase extrema de desarrollo de la técnica, a la cual todavía no hemos llegado
pero que razonablemente cabe esperar; el progreso se convierte en routine
también porque; en el plano teórico, el desarrollo de la técnica fue preparado
y acompañado por la "secularización" de la misma noción de progreso: la
historia de las ideas condujo -en virtud de un proceso que también puede
describirse como lógico desenvolvimiento de un razonamiento- a un
vaciamiento de contenido de dicha noción. La historia que, en la visión
cristiana, aparecía como historia de la salvación, se convirtió primero en la
busca de una condición de perfección intraterrena y· luego, poco a poco, en
la historia del progreso: pero el ideal del progreso es algo vacío y su valor
final es el de realizar condiciones en que siempre sea posible un nuevo
progreso. Y el progreso, privado del "hacia dónde" en la secularización, llega
a ser también la disolución del concepto mismo de progreso, que es lo que
ocurre precisamente en la cultura entre el siglo XIX y el siglo XX.
Estas descripciones de Gehlen que, por lo demás, se encuentran
también en términos distintos en Heidegger y en sus tesis sobre la no
historicidad del mundo técnico, no son sólo ecos de la Kulturkritik catastrófica
de principios del siglo XX (retomada ampliamente en otro ámbito del
30
pensamiento, por la teoría crítica de la Escuela de Francfort), sino que
también se verifican en las vicisitudes del concepto mismo de historia en la
cultura contemporánea. Probablemente no sea ajeno a la situación descrita
por Gehlen el hecho de que en el pensamiento de hoy no haya una "filosofía
de la historia" (aun la presencia del marxismo en nuestra cultura se mantuvo
más rigurosa en aquellas cuestiones en que separó de la filosofía de la
historia: consideremos, por ejemplo, el marxismo "estructural" de Althusser).
Y la ausencia de una filosofía de la historia está · acompañada por la de la
historiografía en lo que, con buen derecho, se puede llamar una verdadera
disolución de la historia en la práctica actual y en la conciencia
metodológica.8 Disolución significa, por cierto y ante todo, ruptura de la
unidad y no puro y· simple fin de la historia: el hombre actual se ha dado
cuenta de que la historia de los acontecimientos -políticos, militares, grandes
movi mientas de ideas-. Es sólo una historia entre otras; a esta historia se le
puede contraponer, por ejemplo, la historia de los modos de vida, que se
desarrolla mucho más lentamente y se aproxima casi a una "historia natural"
de las cuestiones humanas. O bien, de manera más radical, la aplicación de
los instrumentos de análisis de la retórica a la historiografía ha mostrado que
en el fondo la imagen de la historia que nos forjamos está por entero
condicionada por las reglas de un género literario, en suma, que la historia es
"una historia", una narración, un relato mucho más de lo que generalmente
estamos dispuestos a .admitir. Al conocimiento de los mecanismos retóricos
del texto se agregó (proveniente de otras matrices teóricas) el conocimiento
del carácter ideológico de la historia: Benjamín, en Tesis de filosofía de la
historia,9 habló de la "historia de los vencedores"; sólo desde el punto de
vista de los vencedores el proceso histórico aparece como un curso unitario
dotado de coherencia y racionalidad; los vencidos no pueden verlo así, sobre
todo porque sus vicisitudes y sus luchas quedan violentamente suprimidas
8 Traté más ampliamente estos temas en Il tempo nella filosofia del novecento, un ensayo escrito para /[mondo contemporaneo, vol. X: G/i strnmenti delta ricerca, parte 2, dirigido por N. Tranfaglia, Florencia, La Nuova Italia, 1983; véase también mi introducción a 1bibliografía de las Ciencias Humanas en el Volumen XII de la Enciclopedia Europea, Milán, Garzanti, 1984. 9 Fstán puhlicadas en traducción italiana en W. Benjamín, Angelus 1/0VUS, edición de R. Solmi, Turín, Finaudi, 1962.
31
de la memoria colectiva; los que gestan la historia son los vencedores que
sólo conservan aquello que conviene a la imagen que se forjan de la historia
para legitimar su propio poder. En la radicalización de estos conceptos, aun
la idea de que, por debajo de las diversas imágenes de la historia y de los
diversos ritmos temporales que la caracterizan, hay un "tiempo" unitario,
fuerte (que sería el tiempo de la clase no clase, el proletariado portador de la
verdadera esencia humana), idea profesada por Ernst Bloch,10 ha terminado
por manifestarse como una última ilusión metafísica. Pero si no hay una
historia unitaria, portadora de la esencia humana y si sólo existen las
diversas historias, los diversos niveles y modos de reconstrucción del pasado
en la conciencia y en la imaginación colectiva, es difícil ver hasta qué punto
la disoluci9n de la historia como diseminación de las "historias" no es
también propiamente un verdadero fin de la historia como tal, de la
historiografía como imagen, por más abigarrada que sea de un curso unitario
de acontecimientos, el cual también (una vez elimina La "disolución" de la
historia, en los varios sentidos que pueden atribuirse a esta expresión es
probablemente, por lo demás, el carácter que con mayor claridad distingue a
la historia contemporánea de la historia "moderna". La época contemporánea
(no ciertamente la historia contemporánea según la división académica que
la hace comenzar con la Revolución Francesa) es esa época en la cual, si
bien con el perfeccionamiento de los instrumentos de reunir y transmitir la
información sería posible realizar una "historia universal", precisamente esa
historia universal se ha hecho imposible, como observa Nicola Tranfaglia,"
esto se debe a que el mundo de los media en todo el planeta es también el
mundo en el que los "centros" de historia las potencias capaces de reunir y
transmitir las informaciones según una visión unitaria que es también el
resultado de elecciones políticas) se han multiplicado. Pero también esto tal
vez sólo indica que no es posible una "historia universal" como historiografía,
como historia rerum, y que acaso falten las condiciones para que se dé una
10 Véase E. Bloch. D tferenziazione nel concetto di progresso, conferencia de 1955, induida en el volumen Dialettica e speranza, edición de L. Cichirollo, Florencia, Yallccchi 1 J6 7. Sobre la filosofía de la historia de Bloch, véase R. Bodci, Multiversum. Tempo e Storia in E. Bloch, Nápoles, Bibliopolis, 1979.
32
historia universal-como curso unitario efectivo de los acontecimientos, como
res.
Quizá debemos decir que vivir en la historia, sintiéndose uno como
momento condicionado y sustentado por un curso unitario de los
acontecimientos (la lectura de los diarios como oración matutina del hombre
moderno) es una experiencia que sólo ha llegado a ser posible para el
hombre moderno, porque sólo con la modernidad (la era de Gutenberg,
según la exacta descripción de McLuhan) se crearon las condiciones para
elaborar y transmitir una imagen global de las cuestiones humanas; pero en
condiciones de mayor refinamiento de los mismos instrumentos para reunir y
transmitir informaciones (la era de la televisión, también según McLuhan)
semejante experiencia se hace de nuevo problemática y, en definitiva,
imposible. Desde este punto de vista la historia con· temporánea no es sólo
aquella que se refiere a los años cronológicamente más próximos a nosotros,
sino que es; en términos más rigurosos, la historia de la época en la cual
todo, mediante el uso de los nuevos medios de comunicación, sobre todo la
televisión, tiende a achatarse en el plano de la contemporaneidad y de la
simultaneidad, lo cual produce así una deshistorización de la experiencia 11
En la idea de posthistoria tenemos que aún más allá de las
intenciones explicitas que inspiraron a Gehlen el empleo del término, un
punto de referencia menos vago para llenar de contenido los discursos sobre
lo moderno y lo posmoderno. Lo que legitima y hace dignas de discusión las
teorías sobre lo posmoderno es el hecho de que su pretensión de un
"cambio" radical respecto de la modernidad no parece infundada, si son
11 Se puede convenir en que la modernidad se caracteriza por el "primado del conocim icnto científico''.- como sostiene C A. Viano, La crisi del concetto di "modemitd", en lntercezioni, 1984, número 1, págs. 25-39, pero hay que precisar (lo cual se le escapa a Viano, quien sospecha pues en las teo rías sobre el fin de la modernidad un esfuerzo de exorcizar esta primacía de la ciencia) que hoy esta primacía se manifiesta sobre todo como primacía de la técnica, y no en un sentido genérico (cada vez más máquinas para facilitar la relación del hombre con la naturaleza) sino en el sentido específico de las tecnologías de la información. La diferencia entre países adelantados y países atrasados se establece hoy sobre la base del grado de penetración de la informática no de la técnica en sentido genérico. Precisamente aquí es probable que esté la diferencia entre lo "moderno" y lo "posmoderno".
33
válidas las comprobaciones sobre el carácter posthistórico de la existencia
actual. Estas comprobaciones, que se refieren no sólo a elaboraciones sino
que tienen aspectos más concretos -en la sociedad de la información más
generalizada, en la práctica historiográfica, en las artes y en la difundida
autoconciencia social-, muestran la modernidad tardía como el lugar en el
que tal vez se anuncia para el hombre una posibilidad diferente de
existencia. A esa posibilidad aluden, en la interpretación, que aquí
sostenemos, doctrinas filosóficas cargadas de tonos "proféticos", como las de
Nietzsche y Heidegger, las cuales, vistas bajo esta luz, se manifiestan menos
apocalípticas y más referibles a nuestra experiencia. El significado de la
referencia teórica a estos autores -que, como se verá en el curso del libro, se
completa con otras referencias (sólo aparentemente heterogéneas) a los
últimos desarrollos de la hermenéutica, a la readopción de la retórica y del
pragmatismo en la filosofía reciente- consiste en la posibilidad que tales
autores12
ofrecen de pasar de una descripción crítica puramente negativa de
la condición posmoderna, que fue típica de la Kulturkritik de principios del
siglo XX y de sus acodos en la cultura reciente, da una consideración de la
condición posmoderna como posibilidad y chance positiva. Verdad es que
Nietzsche habló un poco oscuramente de todo esto en su teoría de un
posible nihilismo positivo y activo; Heidegger aludió a lo mismo con su idea
de una Verwindung de la metafísica que no-es una superación crítica en el
sentido "moderno" del término (sobre esta cuestión, véase el último capítulo
del libro). En ambos autores, lo que puede ayudar al pensamiento a
colocarse de manera constructiva en la condición posmoderna tiene que ver
con lo que en otro lugar propuse llamar el debilitamiento del ser.13
12 Un acodo de este tipo sería, por lo menos en algunos de sus aspectos, también la "teoría crítica" de la escuela de Francfort. Podría verse una confirmación de esto en la polémica que Habermas ha desarrollado en los últimos años (por el momento sólo en breves ensayos y artículos de revistas, por ejemplo, en Italia, en Alfabeto número 2, marzo de 1981) contra el concepto de posmoderno y en defensa de una reanudación del programa de emancipación de la modernidad, programa que no estaría "disuelto", sino sólo traicionado por las nuevas condiciones de existencia de la sociedad industrial tardía. 13 Véase, además de Avventure della d (erenza, Milán, Garzanti, 1979, Al di ÜJ del soggetto, Milán, Feltrinelli, 1981, y mi contribución al volumen de G. Vattimo y P. A. Rovatti, Il pensiero debo/e, Milán, Feltrinelli, 1983.
34
El acceso a las chances positivas que, para la esencia misma del
hombre, se encuentran en las condiciones de existencia posmoderna sólo es
posible si se toman seriamente los resultados de la "destrucción de la
ontología"14 llevada a cabo por Heidegger y, primero, por Nietzsche. Mientras
el hombre y e1 ser sean pensados metafísicamente, platónicamente, según
estructuras estables que imponen al pensamiento y a la existencia la tarea
de "fundarse", de establecerse (con la lógica, con la ética) en el dominio de lo
que no evoluciona y que se reflejan en una mitificación de las estructuras
fuertes en todo campo de la experiencia, al pensamiento no le será posible
vivir de manera positiva esa verdadera y propia edad posmetafísica que es la
posmodernidad. En ella no todo se acepta como camino de promoción de lo
humano, sino que la capacidad de discernir y elegir entre las posibilidades
que la condición posmoderna nos ofrece se construye únicamente sobre la
base de un análisis de la posmodernidad que la tome en sus características
propias, que la reconozca como campo de posibilidades y no la conciba sólo
como el infierno de la negación de lo humano.
Se trata antes bien (y éste es uno de los constant.es temas del
presente libro) de abrirse a una concepción no metafísica de la verdad, que
la interprete, no tanto partiendo del modelo positivo del saber científico como
(de conformidad con la proposición característica de la hermenéutica),
partiendo de la experiencia del arte y del modelo de la retórica, por ejemplo.
En términos mucho más generales y con un conjunto de significaciones que
apenas se comienza a explorar, se puede decir que la experiencia
posmoderna (y para decirlo en términos heideggerianos, posmetafísica) de la
verdad es, probablemente, una experiencia estética y retórica; esto, como se
verá en las páginas que siguen, nada tiene que ver con la reducción de la
experiencia de la verdad a emociones y sentimientos "subjetivos" sino que
más bien debe reconocerse el vínculo de la verdad con el monumento, la
estipulación, la "sustancialidad" de la transmisión histórica. Pero la alusión al
14 Es la expresión que usa Heidegger en el párrafo 6 de Essere e tempo (1927), traducción italiana de P. Chiodi, Turín, Utet, 1969,2 donde la considera una tarea del propio pensamiento, tarea que ha evolucionado en sus obras sucesivas, en las cuales el sentido mismo del término "destrucción" sufrió también profundas transformaciones.
35
carácter de la experiencia de lo verdadero tiene también inseparablemente
otro sentido: el de llamar la atención sobre la imposibilidad de reducir el
hecho de la verdad al puro y simple reconocimiento del "sentido común", en
el cual empero (como lo muestran los análisis de Gadamer sobre el concepto
de kalón a los cuales nos remitimos) debe reconocerse una densidad y un
alcance decisivo para toda experiencia posible no puramente intimista de lo
verdadero. Pero el paso al dominio de lo verdadero no es el puro y simple
paso al "sentido común" por grande que sea el significado "sustancial" que se
le atribuya; y reconocer en la experiencia estética el modelo de la experiencia
de la verdad significa también aceptar que ésta tiene que ver con algo más
que con él simple sentido común, que tiene que ver con "grumos" de sentido
más intensos, sólo de los cuales puede derivar un discurso que no se limite a
duplicar lo existente sino que conserve también la posibilidad de poderlo
criticar.
Como se verá, ·todos estos problemas, aun a través del carácter en
modo alguno sistemático y definitivo de este libro, están más bien ilustrados y
profundizados y no resueltos. Pero quizá también esto, además de ser un
rasgo tradicional del discurso filosófico (a cuyas reglas de argumentación
quieren mantenerse fieles las páginas que siguen) sea un modo, tal vez
"débil", de hacer la experiencia de la verdad, no como objeto del cual uno se
apropia y como objeto que se transmite, sino como horizonte y fondo en el
cual uno se mueve discretamente.
36
MODERNIDAD LIQUIDA
Zigmunt Bauman
Acerca de lo leve y lo líquido
La interrupción, la incoherencia, la sorpresa son las condiciones habituales
de nuestra vida. Se han convertido incluso en necesidades reales para
muchas personas, cuyas mentes sólo se alimentan […] de cambios súbitos y
de estímulos permanentemente renovados […] Ya no toleramos nada que
dure. Ya no sabemos cómo hacer para lograr que el aburrimiento dé fruto.
Entonces, todo el tema se reduce a esta pregunta: ¿la mente humana puede
dominar lo que la mente humana ha creado?
Paul Valéry
La “fluidez” es la cualidad de los líquidos y los gases. Según nos
informa la autoridad de la Encyclopædia Britannica, lo que los distingue de
los sólidos es que “en descanso, no pueden sostener una fuerza tangencial o
cortante” y, por lo tanto, “sufren un continuo cambio de forma cuando se los
somete a esa tensión”.
Este continuo e irrecuperable cambio de posición de una parte del material con respecto a otra parte cuando es sometida a una tensión cortante constituye un flujo, una propiedad característica de los fluidos. Opuestamente, las fuerzas cortantes ejercidas sobre un sólido para doblarlo o flexionarlo se sostienen, y el sólido no fluye y puede volver a su forma original.
Los líquidos, una variedad de fluidos, poseen estas notables
cualidades, hasta el punto de que “sus moléculas son preservadas en una
disposición ordenada solamente en unos pocos diámetros moleculares”; en
tanto, “la amplia variedad de conductas manifestadas por los sólidos es
resultado directo del tipo de enlace que reúne los átomos de los sólidos y de
la disposición de los átomos”. “Enlace”, a su vez, es el término que expresa
37
la estabilidad de los sólidos –la resistencia que ofrece “a la separación de los
átomos”–.
Hasta aquí lo que dice la Encyclopædia Britannica, en una entrada
que apuesta a explicar la “fluidez” como una metáfora regente de la etapa
actual de la era moderna.
En lenguaje simple, todas estas características de los fluidos implican
que los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su
forma. Los fluidos, por así decirlo, no se fijan al espacio ni se atan al tiempo.
En tanto los sólidos tienen una clara dimensión espacial pero neutralizan el
impacto –y disminuyen la significación– del tiempo (resisten efectivamente su
flujo o lo vuelven irrelevante), los fluidos no conservan una forma durante
mucho tiempo y están constantemente dispuestos (y proclives) a cambiarla;
por consiguiente, para ellos lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el
espacio que puedan ocupar: ese espacio que, después de todo, sólo llenan
“por un momento”. En cierto sentido, los sólidos cancelan el tiempo; para los
líquidos, por el contrario, lo que importa es el tiempo. En la descripción de los
sólidos, es posible ignorar completamente el tiempo; en la descripción de los
fluidos, se cometería un error grave si el tiempo se dejara de lado. Las
descripciones de un fluido son como instantáneas, que necesitan ser
fechadas al dorso. Los fluidos se desplazan con facilidad. “Fluyen”, “se
derraman”, “se desbordan”, “salpican”, “se vierten”, “se filtran”, “gotean”,
“inundan”, “rocían”, “chorrean”, “manan”, “exudan”; a diferencia de los
sólidos, no es posible detenerlos fácilmente –sortean algunos obstáculos,
disuelven otros o se filtran a través de ellos, empapándolos–. Emergen
incólumes de sus encuentros con los sólidos, en tanto que estos últimos –si
es que siguen siendo sólidos tras el encuentro– sufren un cambio: se
humedecen o empapan. La extraordinaria movilidad de los fluidos es lo que
los asocia con la idea de “levedad”. Hay líquidos que en pulgadas cúbicas
son más pesados que muchos sólidos, pero de todos modos tendemos a
visualizarlos como más livianos, menos “pesados” que cualquier sólido.
Asociamos “levedad” o “liviandad” con movilidad e inconstancia: la práctica
nos demuestra que cuanto menos cargados nos desplacemos, tanto más
rápido será nuestro avance.
38
Estas razones justifican que consideremos que la “fluidez” o la
“liquidez” son metáforas adecuadas para aprehender la naturaleza de la fase
actual –en muchos sentidos nueva– de la historia de la modernidad.
Acepto que esta proposición pueda hacer vacilar a cualquiera que esté
familiarizado con el “discurso de la modernidad” y con el vocabulario
empleado habitualmente para narrar la historia moderna. ¿Acaso la
modernidad no fue desde el principio un “proceso de licuefacción”? ¿Acaso
“derretir los sólidos” no fue siempre su principal pasatiempo y su mayor
logro? En otras palabras, ¿acaso la modernidad no ha sido “fluida” desde el
principio?
Éstas y otras objeciones son justificadas, y parecerán más justificadas
aun cuando recordemos que la famosa expresión “derretir los sólidos”,
acuñada hace un siglo y medio por los autores del Manifiesto comunista, se
refería al tratamiento con que el confiado y exuberante espíritu moderno
aludía a una sociedad que encontraba demasiado estancada para su gusto y
demasiado resistente a los cambios ambicionados, ya que todas sus pautas
estaban congeladas. Si el “espíritu” era “moderno”, lo era en tanto estaba
decidido a que la realidad se emancipara de la “mano muerta” de su propia
historia… y eso sólo podía lograrse derritiendo los sólidos (es decir, según la
definición, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es
indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería, a su vez, la
“profanación de lo sagrado”: la desautorización y la negación del pasado, y
primordialmente de la “tradición” –es decir, el sedimento y el residuo del
pasado en el presente–. Por lo tanto, requería asimismo la destrucción de la
armadura protectora forjada por las convicciones y lealtades que permitía a
los sólidos resistirse a la “licuefacción”.
Recordemos, sin embargo, que todo esto no debía llevarse a cabo
para acabar con los sólidos definitivamente ni para liberar al nuevo mundo de
ellos para siempre, sino para hacer espacio a nuevos y mejores sólidos; para
reemplazar el conjunto heredado de sólidos defectuosos y deficientes por
otro, mejor o incluso perfecto, y por eso mismo inalterable. Al leer el Ancien
Régime [El Antiguo Régimen y la Revolución] de De Tocqueville, podríamos
preguntarnos además hasta qué punto esos “sólidos” no estaban de
39
antemano resentidos, condenados y destinados a la licuefacción, ya que se
habían oxidado y enmohecido, tornándose frágiles y poco confiables. Los
tiempos modernos encontraron a los sólidos premodernos en un estado
bastante avanzado de desintegración; y uno de los motivos más poderosos
que estimulaba su disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos
cuya solidez fuera –por una vez– duradera, una solidez en la que se pudiera
confiar y de la que se pudiera depender, volviendo al mundo predecible y
controlable.
Los primeros sólidos que debían disolverse y las primeras pautas
sagradas que debían profanarse eran las lealtades tradicionales, los
derechos y obligaciones acostumbrados que ataban de pies y manos,
obstaculizaban los movimientos y constreñían la iniciativa. Para encarar
seriamente la tarea de construir un nuevo orden (¡verdaderamente sólido!),
era necesario deshacerse del lastre que el viejo orden imponía a los
constructores. “Derretir los sólidos” significaba, primordialmente,
desprenderse de las obligaciones “irrelevantes” que se interponían en el
camino de un cálculo racional de los efectos; tal como lo expresara Max
Weber, liberar la iniciativa comercial de los grilletes de las obligaciones
domésticas y de la densa trama de los deberes éticos; o, según Thomas
Carlyle, de todos los vínculos que condicionan la reciprocidad humana y la
mutua responsabilidad, conservar tan sólo el “nexo del dinero”. A la vez, esa
clase de “disolución de los sólidos” destrababa toda la compleja trama de las
relaciones sociales, dejándola desnuda, desprotegida, desarmada y
expuesta, incapaz de resistirse a las reglas del juego y a los criterios de
racionalidad inspirados y moldeados por el comercio, y menos capaz aun de
competir con ellos de manera efectiva.
Esa fatal desaparición dejó el campo libre a la invasión y al dominio de
(como dijo Weber) la racionalidad instrumental, o (como lo articuló Marx) del
rol determinante de la economía: las “bases” de la vida social infundieron a
todos los otros ámbitos de la vida el status de “superestructura” –es decir, un
artefacto de esas “bases” cuya única función era contribuir a su
funcionamiento aceitado y constante–. La disolución de los sólidos condujo a
una progresiva emancipación de la economía de sus tradicionales ataduras
40
políticas, éticas y culturales. Sedimentó un nuevo orden, definido
primariamente en términos económicos. Ese nuevo orden debía ser más
“sólido” que los órdenes que reemplazaba, porque –a diferencia de ellos– era
inmune a los embates de cualquier acción que no fuera económica. Casi
todos los poderes políticos o morales capaces de trastocar o reformar ese
nuevo orden habían sido destruidos o incapacitados, por debilidad, para esa
tarea. Y no porque el orden económico, una vez establecido, hubiera
colonizado, reeducado y convertido a su gusto el resto de la vida social, sino
porque ese orden llegó a dominar la totalidad de la vida humana, volviendo
irrelevante e inefectivo todo aspecto de la vida que no contribuyera a su
incesante y continua reproducción.
Esa etapa de la carrera de la modernidad ha sido bien descripta por
Claus Offe (en “The utopia of the zero option”, publicado por primera vez en
1987 en Praxis International): las sociedades complejas “se han vuelto tan
rígidas que el mero intento de renovar o pensar normativamente su ‘orden’ –
es decir, la naturaleza de la coordinación de los procesos que se producen
en ellas– está virtualmente obturado en función de su utilidad práctica y, por
lo tanto, de su inutilidad esencial”. Por libres y volátiles que sean, individual o
grupalmente, los “subsistemas” de ese orden se encuentran
interrelacionados de manera “rígida, fatal y sin ninguna posibilidad de libre
elección”. El orden general de las cosas no admite opciones; ni siquiera está
claro cuáles podrían ser esas opciones, y aún menos claro cómo podría
hacerse real alguna opción viable, en el improbable caso de que la vida
social fuera capaz de concebirla y gestarla. Entre el orden dominante y cada
una de las agencias, vehículos y estratagemas de cualquier acción efectiva
se abre una brecha –un abismo cada vez más infranqueable, y sin ningún
puente a la vista–.
A diferencia de la mayoría de los casos distópicos, este efecto no ha
sido consecuencia de un gobierno dictatorial, de la subordinación, la opresión
o la esclavitud; tampoco ha sido consecuencia de la “colonización” de la
esfera privada por parte del “sistema”. Más bien todo lo contrario: la situación
actual emergió de la disolución radical de aquellas amarras acusadas –justa
o injustamente– de limitar la libertad individual de elegir y de actuar. La
41
rigidez del orden es el artefacto y el sedimento de la libertad de los agentes
humanos. Esa rigidez es el producto general de “perder los frenos”: de la
desregulación, la liberalización, la “flexibilización”, la creciente fluidez, la
liberación de los mercados financiero, laboral e inmobiliario, la disminución
de las cargas impositivas, etc. (como señalara Offe en “Binding, shackles,
brakes”, publicado por primera vez en 1987); o (citando a Richard Sennett en
Flesh and Stone [Carne y piedra]), de las técnicas de “velocidad, huida,
pasividad” en otras palabras, técnicas que permiten que el sistema y los
agentes libres no se comprometan entre sí, que se eludan en vez de
reunirse–. Si ha pasado la época de las revoluciones sistémicas, es porque
no existen edificios para alojar las oficinas del sistema, que podrían ser
invadidas y capturadas por los revolucionarios; y también porque resulta
extraordinariamente difícil, e incluso imposible, imaginar qué podrían hacer
los vencedores, una vez dentro de esos edificios (si es que primero los
hubieran encontrado), para revertir la situación y poner fin al malestar que los
impulsó a rebelarse. Resulta evidente la escasez de esos potenciales
revolucionarios, de gente capaz de articular el deseo de cambiar su situación
individual como parte del proyecto de cambiar el orden de la sociedad.
La tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y
defectuoso no forma parte de ninguna agenda actual –al menos no de la
agenda donde supuestamente se sitúa la acción política–. La “disolución de
los sólidos”, el rasgo permanente de la modernidad, ha adquirido por lo tanto
un nuevo significado, y sobre todo ha sido redirigida hacia un nuevo blanco:
uno de los efectos más importantes de ese cambio de dirección ha sido la
disolución de las fuerzas que podrían mantener el tema del orden y del
sistema dentro de la agenda política. Los sólidos que han sido sometidos a la
disolución, y que se están derritiendo en este momento, el momento de la
modernidad fluida, son los vínculos entre las elecciones individuales y los
proyectos y las acciones colectivos –las estructuras de comunicación y
coordinación entre las políticas de vida individuales y las acciones políticas
colectivas–.
En una entrevista concedida a Jonathan Rutherford el 3 de febrero de 1999, Ulrich Beck (quien hace pocos años acuñó el término “segunda modernidad” para connotar la fase en que la modernidad “volvió sobre sí
42
misma”, la época de la soi-disant “modernización de la modernidad”) habla de “categorías zombis” y de “instituciones zombis”, que están “muertas y todavía vivas”. Nombra la familia, la clase y el vecindario como ejemplos ilustrativos de este nuevo fenómeno. La familia, por ejemplo:
¿Qué es una familia en la actualidad? ¿Qué significa? Por supuesto, hay niños, mis niños, nuestros niños. Pero hasta la progenitura, el núcleo de la vida familiar, ha empezado a desintegrarse con el divorcio […] Abuelas y abuelos son incluidos y excluidos sin recursos para participar en las decisiones de sus hijos e hijas. Desde el punto de vista de los nietos, el significado de los abuelos debe determinarse por medio de decisiones y elecciones individuales.
Lo que se está produciendo hoy es, por así decirlo, una redistribución
y una reasignación de los “poderes de disolución” de la modernidad. Al
principio, esos poderes afectaban las instituciones existentes, los marcos que
circunscribían los campos de acciones y elecciones posibles, como los
patrimonios heredados, con su asignación obligatoria, no por gusto. Las
configuraciones, las constelaciones, las estructuras de dependencia e
interacción fueron arrojadas en el interior del crisol, para ser fundidas y
después remodeladas: ésa fue la fase de “romper el molde” en la historia de
la transgresora, ilimitada, erosiva modernidad. No obstante, los individuos
podían ser excusados por no haberlo advertido: tuvieron que enfrentarse a
pautas y configuraciones que, aunque “nuevas y mejores”, seguían siendo
tan rígidas e inflexibles como antes.
Por cierto, todos los moldes que se rompieron fueron reemplazados
por otros; la gente fue liberada de sus viejas celdas sólo para ser censurada
y reprendida si no lograba situarse –por medio de un esfuerzo dedicado,
continuo y de por vida– en los nichos confeccionados por el nuevo orden: en
las clases, los marcos que (tan inflexiblemente como los ya disueltos
estamentos) encuadraban la totalidad de las condiciones y perspectivas
vitales, y condicionaban el alcance de los proyectos y estrategias de vida.
Los individuos debían dedicarse a la tarea de usar su nueva libertad para
encontrar el nicho apropiado y establecerse en él, siguiendo fielmente las
reglas y modalidades de conductas correctas y adecuadas a esa ubicación.
43
Sin embargo, esos códigos y conductas que uno podía elegir como
puntos de orientación estables, y por los cuales era posible guiarse,
escasean cada vez más en la actualidad. Eso no implica que nuestros
contemporáneos sólo estén guiados por su propia imaginación, ni que
puedan decidir a voluntad cómo construir un modelo de vida, ni que ya no
dependan de la sociedad para conseguir los materiales de construcción o
planos autorizados. Pero sí implica que, en este momento, salimos de la
época de los “grupos de referencia” preasignados para desplazarnos hacia
una era de “comparación universal” en la que el destino de la labor de
construcción individual está endémica e irremediablemente indefinido, no
dado de antemano, y tiende a pasar por numerosos y profundos cambios
antes de alcanzar su único final verdadero: el final de la vida del individuo.
En la actualidad, las pautas y configuraciones ya no están
“determinadas”, y no resultan “autoevidentes” de ningún modo; hay
demasiadas, chocan entre sí y sus mandatos se contradicen, de manera que
cada una de esas pautas y configuraciones ha sido despojada de su poder
coercitivo o estimulante. Y, además, su naturaleza ha cambiado, por lo cual
han sido reclasificadas en consecuencia: como ítem del inventario de tareas
individuales. En vez de preceder a la política de vida y de encuadrar su curso
futuro, deben seguirla (derivar de ella), y reformarse y remoldearse según los
cambios y giros que esa política de vida experimente. El poder de
licuefacción se ha desplazado del “sistema” a la “sociedad”, de la “política” a
las “políticas de vida”… o ha descendido del “macronivel” al “micronivel” de la
cohabitación social.
Como resultado, la nuestra es una versión privatizada de la
modernidad, en la que el peso de la construcción de pautas y la
responsabilidad del fracaso caen primordialmente sobre los hombros La
licuefacción debe aplicarse ahora a las pautas de dependencia e interacción,
porque les ha tocado el turno. Esas pautas son maleables hasta un punto
jamás experimentado ni imaginado por las generaciones anteriores, ya que,
como todos los fluidos, no conservan mucho tiempo su forma. Darles forma
es más fácil que mantenerlas en forma. Los sólidos son moldeados una sola
vez. Mantener la forma de los fluidos requiere muchísima atención, vigilancia
44
constante y un esfuerzo perpetuo… e incluso en ese caso el éxito no es, ni
mucho menos, previsible.
Sería imprudente negar o menospreciar el profundo cambio que el
advenimiento de la “modernidad fluida” ha impuesto a la condición humana.
El hecho de que la estructura sistémica se haya vuelto remota e
inalcanzable, combinado con el estado fluido y desestructurado del encuadre
de la política de vida, ha cambiado la condición humana de modo radical y
exige repensar los viejos conceptos que solían enmarcar su discurso
narrativo. Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos al mismo
tiempo. La pregunta es si su resurrección –aun en una nueva forma o
encarnación– es factible; o, si no lo es, cómo disponer para ellos un funeral y
una sepultura decentes.
Este libro está dedicado a esa pregunta. Hemos elegido examinar
cinco conceptos básicos en torno de los cuales ha girado la narrativa
ortodoxa de la condición humana: emancipación, individualidad,
tiempo/espacio, trabajo y comunidad. Se han explorado (aunque de manera
muy fragmentaria y preliminar) sucesivos avatares de sus significados y
aplicaciones prácticas, con la esperanza de salvar a los niños del diluvio de
aguas contaminadas.
La modernidad significa muchas cosas, y su advenimiento y su avance
pueden evaluarse empleando diferentes parámetros. Sin embargo, un rasgo
de la vida moderna y de sus puestas en escena sobresale particularmente,
como “diferencia que hace toda la diferencia”, como atributo crucial del que
derivan todas las demás características. Ese atributo es el cambio en la
relación entre espacio y tiempo.
La modernidad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de
la práctica vital y entre sí, y pueden ser teorizados como categorías de
estrategia y acción mutuamente independientes, cuando dejan de ser –como
solían serlo en los siglos premodernos– aspectos entrelazados y apenas
discernibles de la experiencia viva, unidos por una relación de
correspondencia estable y aparentemente invulnerable. En la modernidad, el
tiempo tiene historia, gracias a su “capacidad de contención” que se amplía
45
permanentemente: la prolongación de los tramos de espacio que las
unidades de tiempo permiten “pasar”, “cruzar”, “cubrir”… o conquistar. El
tiempo adquiere historia cuando la velocidad de movimiento a través del
espacio (a diferencia del espacio eminentemente inflexible, que no puede ser
ampliado ni reducido) se convierte en una cuestión de ingenio, imaginación y
recursos humanos.
La idea misma de velocidad (y aún más conspicuamente, de
aceleración), referida a la relación entre tiempo y espacio, supone su
variabilidad, y sería difícil que tuviera algún sentido si esa relación no fuera
cambiante, si fuera un atributo de la realidad inhumana y prehumana en vez
de estar condicionada a la inventiva y la determinación humanas, y si no
hubiera trascendido el estrecho espectro de variaciones a las que los
instrumentos naturales de movilidad –los miembros inferiores, humanos o
equinos– solían reducir los movimientos de los cuerpos premodernos.
Cuando la distancia recorrida en una unidad de tiempo pasó a depender de
la tecnología, de los medios de transporte artificiales existentes, los límites
heredados de la velocidad de movimiento pudieron transgredirse. Sólo el
cielo (o, como se reveló más tarde, la velocidad de la luz) empezó a ser el
límite, y la modernidad fue un esfuerzo constante, imparable y acelerado por
alcanzarlo.
Gracias a sus recientemente adquiridas flexibilidad y capacidad de
expansión, el tiempo moderno se ha convertido, primordialmente, en el arma
para la conquista del espacio. En la lucha moderna entre espacio y tiempo, el
espacio era el aspecto sólido y estólido, pesado e inerte, capaz de entablar
solamente una guerra defensiva, de trincheras… y ser un obstáculo para las
flexibles embestidas del tiempo. El tiempo era el bando activo y dinámico del
combate, el bando siempre a la ofensiva: la fuerza invasora, conquistadora y
colonizadora. Durante la modernidad, la velocidad de movimiento y el acceso
a medios de movilidad más rápidos ascendieron hasta llegar a ser el principal
instrumento de poder y dominación.
Michel Foucault usó el diseño del panóptico de Jeremy Bentham como
archimetáfora del poder moderno. En el panóptico, los internos estaban
inmovilizados e impedidos de cualquier movimiento, confinados dentro de
46
gruesos muros y murallas custodiados, y atados a sus camas, celdas o
bancos de trabajo. No podían moverse porque estaban vigilados; debían
permanecer en todo momento en sus sitios asignados porque no sabían, ni
tenían manera de saber, dónde se encontraban sus vigilantes, que tenían
libertad de movimiento. La facilidad y la disponibilidad de movimiento de los
guardias eran garantía de dominación; la “inmovilidad” de los internos era
muy segura, la más difícil de romper entre todas las ataduras que
condicionaban su subordinación. El dominio del tiempo era el secreto del
poder de los jefes… y tanto la inmovilización de sus subordinados en el
espacio mediante la negación del derecho a moverse como la rutinización del
ritmo temporal impuesto eran las principales estrategias del ejercicio del
poder. La pirámide de poder estaba construida sobre la base de la velocidad,
el acceso a los medios de transporte y la subsiguiente libertad de
movimientos.
El panóptico era un modelo de confrontación entre los dos lados de la
relación de poder. Las estrategias de los jefes –salvaguardar la propia
volatilidad y rutinizar el flujo de tiempo de sus subordinados– se fusionaron.
Pero existía cierta tensión entre ambas tareas. La segunda tarea ponía
límites a la primera: ataba a los “rutinizadores” al lugar en el cual habían sido
confinados los objetos de esa rutinización temporal. Los “rutinizadores” no
tenían una verdadera y plena libertad de movimientos: era imposible
considerar la opción de que pudiera haber “amos ausentes”.
El panóptico tiene además otras desventajas. Es una estrategia
costosa: conquistar el espacio y dominarlo, así como mantener a los
residentes en el lugar vigilado, implica una gran variedad de tareas
administrativas engorrosas y caras. Hay que construir y mantener edificios,
contratar y pagar a vigilantes profesionales, atender y abastecer la
supervivencia y la capacidad laboral de los internos. Finalmente, administrar
significa, de una u otra manera, responsabilizarse del bienestar general del
lugar, aunque sólo sea en nombre del propio interés… y la responsabilidad
significa estar atado al lugar. Requiere presencia y confrontación, al menos
bajo la forma de presiones y roces constantes.
47
Lo que induce a tantos teóricos a hablar del “fin de la historia”, de
posmodernidad, de “segunda modernidad” y “sobremodernidad”, o articular la
intuición de un cambio radical en la cohabitación humana y en las
condiciones sociales que restringen actualmente a las políticas de vida, es el
hecho de que el largo esfuerzo por acelerar la velocidad del movimiento ha
llegado ya a su “límite natural”. El poder puede moverse con la velocidad de
la señal electrónica; así, el tiempo requerido para el movimiento de sus
ingredientes esenciales se ha reducido a la instantaneidad. En la práctica, el
poder se ha vuelto verdaderamente extraterritorial, y ya no está atado, ni
siquiera detenido, por la resistencia del espacio (el advenimiento de los
teléfonos celulares puede funcionar como el definitivo “golpe fatal” a la
dependencia del espacio: ni siquiera es necesario acceder a una boca
telefónica para poder dar una orden y controlar sus efectos. Ya no importa
dónde pueda estar el que emite la orden –la distinción entre “cerca” y “lejos”,
o entre lo civilizado y lo salvaje, ha sido prácticamente cancelada–). Este
hecho confiere a los poseedores de poder una oportunidad sin precedentes:
la de prescindir de los aspectos más irritantes de la técnica panóptica del
poder. La etapa actual de la historia de la modernidad –sea lo que fuere por
añadidura– es, sobre todo, pospanóptica. En el panóptico lo que importaba
era que supuestamente las personas a cargo estaban siempre “allí”, cerca,
en la torre de control. En las relaciones de poder pospanópticas, lo que
importa es que la gente que maneja el poder del que depende el destino de
los socios menos volátiles de la relación puede ponerse en cualquier
momento fuera de alcance… y volverse absolutamente inaccesible.
El fin del panóptico augura el fin de la era del compromiso mutuo:
entre supervisores y supervisados, trabajo y capital, líderes y seguidores,
ejércitos en guerra. La principal técnica de poder es ahora la huida, el
escurrimiento, la elisión, la capacidad de evitar, el rechazo concreto de
cualquier confinamiento territorial y de sus engorrosos corolarios de
construcción y mantenimiento de un orden, de la responsabilidad por sus
consecuencias y de la necesidad de afrontar sus costos.
Esta nueva técnica de poder ha sido ilustrada vívidamente por las
estrategias empleadas durante la Guerra del Golfo y la de Yugoslavia. En la
48
conducción de la guerra, la reticencia a desplegar fuerzas terrestres fue
notable; a pesar de lo que dijeran las explicaciones oficiales, esa reticencia
no era producto solamente del publicitado síndrome de “protección de los
cuerpos”. El combate directo en el campo de batalla no fue evitado
meramente por su posible efecto adverso sobre la política doméstica, sino
también (y tal vez principalmente) porque era inútil por completo e incluso
contraproducente para los propósitos de la guerra. Después de todo, la
conquista del territorio, con todas sus consecuencias administrativas y
gerenciales, no sólo estaba ausente de la lista de objetivos bélicos, sino que
era algo que debía evitarse por todos los medios y que era considerado con
repugnancia como otra clase de “daño colateral” que, en esta oportunidad,
agredía a la fuerza de ataque.
Los bombardeos realizados por medio de casi invisibles aviones de
combate y misiles “inteligentes” –lanzados por sorpresa, salidos de la nada y
capaces de desaparecer inmediatamente– reemplazaron las invasiones
territoriales de las tropas de infantería y el esfuerzo por despojar al enemigo
de su territorio, apoderándose de la tierra controlada y administrada por el
adversario. Los atacantes ya no deseaban para nada ser “los últimos en el
campo de batalla” después de que el enemigo huyera o fuera exterminado.
La fuerza militar y su estrategia bélica de “golpear y huir” prefiguraron,
anunciaron y encarnaron aquello que realmente estaba en juego en el nuevo
tipo de guerra de la época de la modernidad líquida: ya no la conquista de un
nuevo territorio, sino la demolición de los muros que impedían el flujo de los
nuevos poderes globales fluidos; sacarle de la cabeza al enemigo todo deseo
de establecer sus propias reglas para abrir de ese modo un espacio –hasta
entonces amurallado e inaccesible– para la operación de otras armas (no
militares) del poder. Se podría decir (parafraseando la fórmula clásica de
Clausewitz) que la guerra de hoy se parece cada vez más a “la promoción
del libre comercio mundial por otros medios”.
Recientemente, Jim MacLaughlin nos ha recordado (en Sociology,
1/99) que el advenimiento de la era moderna significó, entre otras cosas, el
ataque consistente y sistemático de los “establecidos”, convertidos al modo
de vida sedentario, contra los pueblos y los estilos de vida nómades,
49
completamente adversos a las preocupaciones territoriales y fronterizas del
emergente Estado moderno. En el siglo XIV, Ibn Khaldoun podía cantar sus
alabanzas del nomadismo, que hace que los pueblos “se acerquen más a la
bondad que los sedentarios porque […] están más alejados de los malos
hábitos que han infectado los corazones sedentarios”, pero la febril
construcción de naciones y estados-nación que se desencadenó poco tiempo
después en toda Europa puso el “suelo” muy por encima de la “sangre” al
sentar las bases del nuevo orden legislado, que codificaba los derechos y
deberes de los ciudadanos. Los nómadas, que menospreciaban las
preocupaciones territoriales de los legisladores y que ignoraban
absolutamente sus fanáticos esfuerzos por establecer fronteras, fueron
presentados como los peores villanos de la guerra santa entablada en
nombre del progreso y de la civilización. Los modernos “cronopolíticos” no
sólo los consideraron seres inferiores y primitivos, “subdesarrollados” que
necesitaban ser reformados e ilustrados, sino también retrógrados que
sufrían “retraso cultural”, que se encontraban en los peldaños más bajos de
la escala evolutiva y que eran, por añadidura, imperdonablemente necios por
su reticencia a seguir “el esquema universal de desarrollo”.
Durante toda la etapa sólida de la era moderna, los hábitos nómades
fueron mal considerados. La ciudadanía iba de la mano con el sedentarismo,
y la falta de un “domicilio fijo” o la no pertenencia a un “Estado” implicaba la
exclusión de la comunidad respetuosa de la ley y protegida por ella, y con
frecuencia condenaba a los infractores a la discriminación legal, cuando no al
enjuiciamiento. Aunque ese trato todavía se aplica a la “subclase” de los sin
techo, que son sometidos a las viejas técnicas de control panóptico (técnicas
que ya no se emplean para integrar y disciplinar a la mayoría de la
población), la época de la superioridad incondicional del sedentarismo sobre
el nomadismo y del dominio de lo sedentario sobre lo nómade tiende a
finalizar. Estamos asistiendo a la venganza del nomadismo contra el principio
de la territorialidad y el sedentarismo. En la etapa fluida de la modernidad, la
mayoría sedentaria es gobernada por una elite nómade y extraterritorial.
Mantener los caminos libres para el tráfico nómade y eliminar los pocos
puntos de control fronterizo que quedan se ha convertido en el metaobjetivo
50
de la política, y también de las guerras que, tal como lo expresara
Clausewitz, son solamente “la expansión de la política por otros medios”.
La elite global contemporánea sigue el esquema de los antiguos
“amos ausentes”. Puede gobernar sin cargarse con las tareas
administrativas, gerenciales o bélicas y, por añadidura, también puede evitar
la misión de “esclarecer”, “reformar las costumbres”, “levantar la moral”,
“civilizar” y cualquier cruzada cultural. El compromiso activo con la vida de las
poblaciones subordinadas ha dejado de ser necesario (por el contrario, se lo
evita por ser costoso sin razón alguna y poco efectivo), y por lo tanto lo
“grande” no sólo ha dejado de ser “mejor”, sino que ha perdido cualquier
sentido racional. Lo pequeño, lo liviano, lo más portable significa ahora
mejora y “progreso”. Viajar liviano, en vez de aferrarse a cosas consideradas
confiables y sólidas –por su gran peso, solidez e inflexible capacidad de
resistencia–, es ahora el mayor bien y símbolo de poder.
Aferrarse al suelo no es tan importante si ese suelo puede ser
alcanzado y abandonado a voluntad, en poco o en casi ningún tiempo. Por
otro lado, aferrarse demasiado, cargándose de compromisos mutuamente
inquebrantables, puede resultar positivamente perjudicial, mientras las
nuevas oportunidades aparecen en cualquier otra parte. Es comprensible
que Rockefeller haya querido que sus fábricas, ferrocarriles y pozos
petroleros fueran grandes y robustos, para poseerlos durante mucho, mucho
tiempo (para toda la eternidad, si medimos el tiempo según la duración de la
vida humana o de la familia). Sin embargo, Bill Gates se separa sin pena de
posesiones que ayer lo enorgullecían: hoy, lo que da ganancias es la
desenfrenada velocidad de circulación, reciclado, envejecimiento, descarte y
reemplazo –no la durabilidad ni la duradera confiabilidad del producto–. En
una notable inversión de la tradición de más de un milenio, los encumbrados
y poderosos de hoy son quienes rechazan y evitan lo durable y celebran lo
efímero, mientras los que ocupan el lugar más bajo –contra todo lo
esperable– luchan desesperadamente para lograr que sus frágiles,
vulnerables y efímeras posesiones duren más y les brindan servicios
duraderos. Los encumbrados y los menos favorecidos se encuentran hoy en
51
lados opuestos de las grandes liquidaciones y en las ventas de autos
usados.
La desintegración de la trama social y el desmoronamiento de las
agencias de acción colectiva suelen señalarse con gran ansiedad y
justificarse como “efecto colateral” anticipado de la nueva levedad y fluidez
de un poder cada vez más móvil, escurridizo, cambiante, evasivo y fugitivo.
Pero la desintegración social es tanto una afección como un resultado de la
nueva técnica del poder, que emplea como principales instrumentos el
descompromiso y el arte de la huida. Para que el poder fluya, el mundo debe
estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles. Cualquier
trama densa de nexos sociales, y particularmente una red estrecha con base
territorial, implica un obstáculo que debe ser eliminado. Los poderes globales
están abocados al desmantelamiento de esas redes, en nombre de una
mayor y constante fluidez, que es la fuente principal de su fuerza y la
garantía de su invencibilidad. Y el derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad, la
transitoriedad y la precariedad de los vínculos y redes humanos permiten que
esos poderes puedan actuar.
Si estas tendencias mezcladas se desarrollaran sin obstáculos,
hombres y mujeres serían remodelados siguiendo la estructura del mol
electrónico, esa orgullosa invención de los primeros años de la cibernética
que fue aclamada como un presagio de los años futuros: un enchufe portátil,
moviéndose por todas partes, buscando desesperadamente tomacorrientes
donde conectarse. Pero en la época que auguran los teléfonos celulares, es
probable que los enchufes sean declarados obsoletos y de mal gusto, y que
tengan cada vez menos calidad y poca oferta. Ya ahora, muchos
abastecedores de energía eléctrica enumeran las ventajas de conectarse a
sus redes y rivalizan por el favor de los buscadores de enchufes. Pero a
largo plazo (sea cual fuere el significado que “a largo plazo” pueda tener en
la era de la instantaneidad) lo más probable es que los enchufes
desaparezcan y sean reemplazados por baterías descartables que venderán
los kioscos de todos los aeropuertos y todas las estaciones de servicio de
autopistas y caminos rurales.
52
Parece una diotopía hecha a la medida de la modernidad líquida…
adecuada para reemplazar los temores consignados en las pesadillas al
estilo Orwell y Huxley.
53
LA SOBREMODERNIDAD
Marc Auge
Partiremos, si les parece bien, de la constatación de dos paradojas. La
primera nos concierne a todos. Continuamente escuchamos hablar de
globalización, de uniformización, hasta de homogeneización; y de hecho la
interdependencia de los mercados, la rapidez, cada día más acelerada, de
los medios de transporte, la inmediatez de las comunicaciones por teléfono,
fax, correo electrónico, la velocidad de la información y también en el ámbito
cultural, la omnipresencia de las mismas imágenes, o, en el ámbito
ecológico, la llamada de atención sobre el alza de la temperatura de la tierra
o la capa de ozono, nos pueden dar la impresión de que el planeta se ha
vuelto nuestro punto de referencia en común.
Esta planetarización puede, según los ámbitos que afecte y la opinión
de los observadores, parecer como algo bueno, un mal menor o un horror,
pero es, de todos modos, un hecho. Por un lado, sin embargo, vemos
multiplicarse las reivindicaciones de identidad local con formas y a escalas
muy diferentes entre unas y otras: el más pequeño de nuestros pueblos
ilumina su iglesia del siglo XVI y exalta sus especialidades (Thiers, capital de
la cuchillería, Janzé, cuna del pollo de gran-ja); o bien los idiomas regionales
recobran su importancia. En Europa y en otras partes del mundo los
nacionalismos renacen o se vuelven a inventar. Los resurgimientos religiosos
se fundan en un pasado recuperado o reconstruido (la religión maya, el
movimiento de la mexicanidad en América Central, el neochamanismo en
Corea del Sur). Los integrismos se generan, con más o menor vigor, en el
seno de religiones basadas en textos sagrados. Estas reivindicaciones de
singularidad a me-nudo están en relación (en relación antagonista) con la
mundialización del mercado y tal vez asistimos hoy en día, en Rusia, en
América Latina o en Asia, a fenómenos que no son signos exclusivos de
lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas. Aquí, otra vez, las
opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno puede constatar
felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo de la
54
uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias que
genera la locura identitaria.
La segunda paradoja me resulta más personal. O más bien tiene que
ver con la disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos son por tradición
especialistas en sociedades lejanas y exóticas para la mirada occidental, o
especialistas en los sectores más arcaicos de las sociedades modernas.
Entonces pues, legítimamente nos podemos preguntar si están mejor
situados para estudiar las complejidades del mundo actual, si su terreno de
investigación no se está reduciendo, desapareciendo. No lo creo; creo
incluso lo contrario. Y es quizá al justificar esta afirmación paradójica que
podré contribuir a explicitar la gran paradoja, la que nos concierne a todos, la
paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y dividido,
uniformizado y diverso, a la vez (ya volveré a estos términos) desencantado y
reencantado.
Mi argumento principal será que los cambios acelerados del mundo
actual (pero también sus lentitudes y sus cargas) constituyen un desafío para
el enfoque etnológico, pero un desafío que no lo toma del todo de improviso,
por razones que quisiera señalar brevemente antes de llegar al tema
principal del debate. El método etnológico no tiene como objetivo final el
individuo (como el de los psicólogos), ni de la colectividad (como el de los
sociólogos), pero sí la relación que permite pasar del uno al otro. Las
relaciones (relaciones de parentesco, relaciones económicas, relaciones de
poder) deben ser, en un conjunto cultural dado, concebibles y gestionables.
Concebibles ya que tienen una cierta evidencia a los ojos de los que se
reconocen en una misma colectividad; en este sentido son simbólicas (se
dice por ejemplo que la bandera simboliza la patria, pero la simboliza sólo si
un cierto número de individuos se reconocen en ella o a través de ella, si
reconocen en ella el nexo que los une: es ese nexo lo que es simbólico).
Gestionables porque toman cuerpo en instituciones que las ejecutan (la
familia, el Estado, la Iglesia y muchas otras a distintas escalas).
La observación antropológica siempre está contextualizada. La
observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido en un contexto dado
y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal contexto: jefatura,
55
reino, etnia, área cultural, red de intercambios económicos, etcétera. Ahora
bien, hoy en día, incluso en los grupos más aislados, el contexto, a fin de
cuentas, siempre es planetario. Ese contexto está presente en la conciencia
de todos, interfiere desigual pero en todas partes de manera sensible con las
configuraciones locales, lo cual modifica las condiciones de observación.
Es al análisis de este cambio al cual les invito ahora. Lo podemos
localizar, me parece, a partir de tres movimientos complementarios:
· El paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad.
· El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares.
· El paso de lo real a lo virtual.
Estos tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de
los otros. Pero privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis
en el tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire,
al principio de sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como
un ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira. "...el
taller que canta y que charla; Los tubos, los campanarios, estos mástiles de
la ciudad, Y los grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."
La noción de sobremodernidad
Neologismo por neologismo, les propondré por mi parte el término de
sobremodernidad para intentar pensar conjuntamente los dos términos de
nuestra paradoja inicial, la coexistencia de las corrientes de uniformización y
de los particularismos. La situación sobremoderna amplía y diversifica el
movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del exceso y, por mi
parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos: el exceso de
información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo, por lo
demás, cada uno de estos excesos está vinculado a los otros dos.
El exceso de información nos da la sensación de que la historia se
acelera. Cada día somos informados de lo que pasa en los cuatro rincones
del mundo. Naturalmente esta información siempre es parcial y quizá
56
tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un acontecimiento lejano
puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza cada día el
sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de tenerla
pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante el
noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana. El corolario a esta
superabundancia de información es evidentemente nuestra capacidad de
olvidar, necesaria sin duda para nuestra salud y para evitar los efectos de
saturación que hasta los ordenadores conocen, pero que da como resultado
un ritmo sincopado a la historia. Tal acontecimiento que había llamado
nuestra atención durante algunos días, desaparece de repente de nuestras
pantallas, luego de nuestras memorias, hasta el día que resurge de golpe por
razones que se nos escapan un poco y que se nos exponen rápidamente. Un
cierto número de acontecimientos tiene así una existencia eclíptica, olvidada,
familiar y sorprendente a la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis
irlandesa, los atentados en el país vasco o las matanzas en Argelia. No
sabemos muy bien por donde vamos, pero vamos y cada vez más rápido.
La velocidad de los medios de transporte y el desarrollo de las
tecnologías de comunicación nos dan la sensación que el planeta se encoge.
La aparición del cyberespacio marca la prioridad del tiempo sobre el espacio.
Estamos en la edad de la inmediatez y de lo instantáneo. La comunicación
se produce a la velocidad de la luz. Así, pues, nuestro dominio del tiempo
reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño mundo" basta apenas para la
expansión de las grandes empresas económicas, y el planeta se convierte de
forma relativamente natural en un desafío de todos los intentos "imperiales".
El urbanista y filósofo Paul Virilio, en muchos de sus libros, se
preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la democracia, en razón
de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se caracteriza el
cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades internacionales,
algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco, podrán decidir
el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el pesimismo,
podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político también los
episodios locales son presentados cada vez más como asuntos "internos",
que eventualmente competen al "derecho de injerencia". Queda claro que el
57
estrecha-miento del planeta (consecuencia del desarrollo de los medios de
transporte, de las comunicaciones y de la industria espacial) hace cada día
más creíble (y a los ojos de los más poderosos más seductora) la idea de un
gobierno mundial. El Mundo Diplomático del mes pasado comentaba, bajo la
pluma, por cierto muy crítica de un profesor americano de la universidad de
San Diego, las perspectivas para el siglo que viene trazadas por David
Rothkopf, director del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las
palabras de David Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:
"Compete al interés económico y político de los Estado Unidos el
vigilar que si el mundo opta por un idioma único, éste sea el inglés; que si se
orienta hacía normas comunes tratándose de comunicación, de seguridad o
de calidad, sean bajo las normas americanas; que si las distintas partes se
unen a través de la televisión, la radio y la música, sean con programas
americanos; y que, si se elaboran valores comunes, estos sean valores en
los cuales los americanos se reconozcan". En realidad, no hay aquí nada de
extraordinario ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso
de ayer, pero el hecho notable es que el dominio imaginado ahora es
planetario y que los medios de comunicación constituyen su arma principal.
Ahora bien, el tercer término por el cual podríamos definir la
sobremodernidad consiste en la individualización pasiva, muy distinta del
individualismo conquistador del ideal moderno: una individualización de
consumidores cuya aparición tiene que ver sin ninguna duda con el
desarrollo de los medios de comunicación. Durkheim, a principios de este
siglo, lamentaba ya la debilitación de lo que llamaba los "cuerpos
intermediarios": englobaba bajo este término las instituciones mediadoras y
creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el "nexo social", tales como la
escuela, los sindicatos, la familia, etcétera. Una observación del mismo tipo
podría ser formulada con más insistencia hoy, pero sin duda podríamos
precisar que son los medios de comunicación los que sustituyen a las
mediaciones institucionales. La relación con los medios de comunicación
puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone
cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les
escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación
58
solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro,
sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara;
en fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el
elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero
percibidas como personales.
Por supuesto, no estoy describiendo aquí una fatalidad, una regla
ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de tentaciones e incluso de
tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre una parte de la juventud
japonesa, la cual, a través de los medios de comunicación, llegaba hasta el
aislamiento absoluto. Despolitizados, poco informados sobre la historia del
Japón, naturalmente opuestos a la bomba atómica y tentados a huir en el
mundo virtual, los otaku (es así como los llaman) se quedan en su casa entre
su televisor, sus vídeos y sus ordenadores, dedicándose a una pasión
monomaníaca con un fondo de música incesante. Un informe americano muy
fundamentado dio a conocer recientemente el sentimiento de soledad que
invade a la mayoría de los internautas.
En cuanto a la individualización de los destinos o de los itinerarios, y a
la ilusión de libre elección individual que a veces la acompaña, éstas se
desarrollan a partir del momento en el que se debilitan las cosmologías, las
ideologías y las obligaciones intelectuales con las que están vinculadas: el
mercado ideológico se equipara entonces a un selfservice, en el cual cada
individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para ensamblar su propia
cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo.
Pasividad, soledad e individualización se vuelven a encontrar también
en la expansión que conocen ciertos movimientos religiosos que
supuestamente desarrollan la meditación individual; o incluso en ciertos
movimientos sectarios. Significativamente, me parece, las sectas pueden
definirse por su doble fracaso de socialización: en ruptura con la sociedad
dentro de la cual se encuentran (lo que basta para distinguirlas de otros
movimientos religiosos), fracasan también a la hora de crear una
socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la reemplaza
y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión
de algunos individuos ¾o más bien la agregación que toma la apariencia de
59
reunión, un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta
perspectiva, es una salida previsible: el individuo que rechaza el nexo social,
la relación con el otro, ya está simbólicamente muerto.
60
EL DISCURSO FILOSOFICO DE LA MODERNIDAD
Jurgen Habermas
La modernidad: su conciencia del tiempo y su necesidad de
autocercioramiento.
En su famosa Vorbernerkung a la colección de sus artículos de
sociología de la religión desarrolla Max Weber el «problema de historia
universal», al que dedicó su obra científica, a saber: la cuestión de por qué
fuera de Europa «ni la evolución científica, ni la artística ni la estatal, ni la
económica, condujeron por aquellas vías de racionalización que resultaron
propias de Occidente»15 . Para Max Weber era todavía evidente de suyo la
conexión interna, es decir, la relación no contingente entre modernidad y lo
que él llamó racionalismo occidental.16
Como «racional» describió aquel
proceso del desencantamiento que condujo en Europa a que del
desmoronamiento de las imágenes religiosas del mundo resultara una cultura
profana. Con las ciencias experimentales modernas, con las artes
convertidas en autónomas, y con las teorías de la moral y el derecho
fundadas en principios, se desarrollaron aquí esferas culturales de valor que
posibilitaron procesos de aprendizaje de acuerdo en cada caso con la
diferente legalidad interna de los problemas teóricos, estéticos y práctico-
morales.
Pero Max Weber describe bajo el punto de vista de la racionalización
no sólo la profanización de la cultura occidental sino sobre todo la evolución
de las sociedades modernas. Las nuevas estructuras sociales vienen
determinadas por la diferenciación de esos dos sistemas funcionalmente
compenetrados entre sí que cristalizaron en torno a los núcleos organizativos
que son la empresa capitalista y el aparato estatal burocrático. Este proceso
lo entiende Weber como institucionalización de la acción económica y de la
acción administrativa racionales con arreglo a fines. A medida que la vida
15 M. WEBER, Die protestantische Ethik, tomo I, Heidelberg 1973. 16 Cfr. sobre este tema J. HABERMAS, Theorie des kommunikatives Handelns, Francfort 1981, tomo I, 225 ss.
61
cotidiana se vio arrastrada por el remolino de esta racionalización cultural y
social, se disolvieron también las formas tradicionales de vida diferenciadas a
principios del mundo moderno mayormente en términos de estamentos
profesionales. Con todo, la modernización del mundo de la vida no viene
determinada solamente por las estructuras de la racionalidad con arreglo a
fines. E. Durkheim y G. H. Mead vieron más bien los mundos de la vida
determinados por un trato, convertido en reflexivo, con tradiciones que
habían perdido su carácter cuasinatural; por la universalización de las
normas de acción y por una generalización de los valores, que, en ámbitos
de opción ampliados, desligan la acción comunicativa de contextos
estrechamente circunscritos; finalmente, por patrones de socialización que
tienden al desarrollo de «identidades del yo» abstractas y que obligan a los
sujetos a individuarse. Ésta es a grandes rasgos la imagen de la modernidad
tal como se la representaron los clásicos de la teoría de la sociedad.
Hoy el tema de Max Weber aparece a una luz distinta —y este cambio
de perspectiva se debe, así al trabajo de los que apelan a él, como al trabajo
de sus críticos. El vocablo «modernización» se introduce como término
técnico en los años cincuenta; caracteriza un enfoque teorético que hace
suyo el problema de Max Weber, pero elaborándolo con los medios del
funcionalismo sociológico. El concepto de modernización se refiere a una
gavilla de procesos acumulativos y que se refuerzan mutuamente: a la
formación de capital y a la movilización de recurso al desarrollo de las
fuerzas productivas y al incremento de la productividad del trabajo; a la
implantación de poderes políticos centralizados y al desarrollo de identidades
nacionales; a la difusión de los derechos de participación política, de las
formas de vida urbana y de la educación formal; a la secularización de
valores y normas, etc. La teoría de la modernización practica en el concepto
de modernidad de Max Weber una abstracción preñada de consecuencias.
Desgaja a la modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla
y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados en
cuanto al espacio y al tiempo. Rompe además la conexión interna entre
modernidad y el contexto histórico del racionalismo occidental, de modo que
los procesos de modernización ya no pueden entenderse como
racionalización, como objetivación histórica de estructuras racionales. James
62
Coleman ve en ello la ventaja de que tal concepto de modernización,
generalizado en términos de teoría de la evolución, ya no necesita quedar
gravado con la idea de una culminación o remate de la modernidad, es decir,
de un estado final tras el que hubieran de ponerse en marcha evoluciones
«postmodernas».17
Con todo, fue precisamente la investigación que sobre procesos de
modernización se hizo en los años cincuenta y sesenta la que creó las
condiciones para que la expresión «postmodernidad» se pusiera en
circulación también entre los científicos sociales." Pues en vista de una
modernización evolutivamente autonomizada, de una modernización que
discurre desprendida de sus orígenes, tanto más fácilmente puede el
observador científico decir adiós a aquel horizonte conceptual del
racionalismo occidental, en que surgió la modernización. Y una vez rotas las
conexiones internas entre el concepto de modernidad y la comprensión que
la modernidad obtiene de sí desde el horizonte de la razón occidental, los
procesos de modernización, que siguen discurriendo, por así decirlo, de
forma automática, pueden relativizarse desde la distanciada mirada de un
observador postmoderno. Arnold Gehlen redujo esta situación a una fórmula
fácil de retener en la memoria: las premisas de la Ilustración están muertas,
sólo sus consecuencias continúan en marcha. Desde este punto de vista, la
modernización social, que seguiría discurriendo autárquicamente, se habría
desprendido de la modernidad cultural, al parecer ya obsoleta; esa
modernidad social se limitaría a ejecutar las leyes funcionales de la
economía y del Estado, de la ciencia y de la técnica, que supuestamente se
habrían aunado para constituir un sistema ya no influible. La incontenible
aceleración de los procesos sociales aparece entonces como el reverso de
una cultura exhausta, de una cultura que habría pasado al estado cristalino.
«Cristalizada» llama Gehlen a la cultura moderna porque «las posibilidades
radicadas en ella han sido ya desarrolladas en sus contenidos básicos. Se
han descubierto las contraposibilidades y antítesis, y se las ha incluido en la
cuenta, de modo que en adelante las mudanzas en las premisas se hacen
cada vez más improbables... Si ustedes tienen esta idea percibirán
17 Artículo «Modernization», en Encycl. Soc. Science, tomo 10, 386 ss.
63
cristalización incluso en un ámbito tan movedizo y variopinto como es la
pintura moderna»18 . Como la «historia de las ideas está conclusa», Gehlen
puede constatar con alivio «que hemos desembocado en una posthistoria»--
#¿wd., 323). Y con Gottfried Benn nos da este consejo: «Haz economías con
tu capital». Este adiós neoconservador a la Modernidad no se refiere, pues, a
la desenfrenada dinámica de la modernización social, sino a la vaina de una
autocomprensión cultural de la modernidad, a la que se supone superada.19
En una forma política completamente distinta, a saber, en una forma
anarquista, la idea de postmodernidad aparece, en cambio, en aquellos
teóricos que no cuentan con que se haya producido un desacoplamiento de
modernidad y racionalidad. También ellos reclaman el fin de la Ilustración,
sobrepasan el horizonte de la tradición de la razón desde el que antaño se
entendiera la modernidad europea; también ellos hacen pie en la
posthistoria. Pero a diferencia de la neoconservadora, la despedida
anarquista se refiere a la modernidad en su conjunto. Al sumergirse ese
continente de categorías, que sirven de soporte al racionalismo occidental de
Weber, la razón da a conocer su verdadero rostro —queda desenmascarada
como subjetividad represora a la vez que sojuzgada, como voluntad de
dominación instrumental. La fuerza subversiva de una crítica a lo Heidegger
o a lo Bataille, que arranca a la voluntad de poder el velo de razón con que
se enmascara, tiene simultáneamente por objeto hacer perder solidez al
«férreo estuche» en que socialmente se ha objetivado el espíritu de la
modernidad. Desde este punto de vista la modernización social no podrá
sobrevivir a la declinación de la modernidad cultural de la que ha surgido, no
podrá resistir al anarquismo «irrebasable por el pensamiento», en cuyo signo
se pone en marcha la postmodernidad.
Cualesquiera sean las diferencias entre estos tipos de teoría de la
modernidad, ambos se distancian del horizonte categorial en que se
18 A. GEHLEN, «Über kulturelle Kritallisation», en A. GEHLEN, Studien zur Anthropologie und Soziologie, Neuwied 1963, 321 19 Leo en un artículo de H. E. HOTHUSEN, «Heimweh nach Geschichte», en Merkur, n. 430, diciembre 1984, 916, que Gehlen pudo tomar la expresión «Posthistoire» de Hendrik de Man, un amigo cuyo pensamiento estaba próximo al de Gehlen.
64
desarrolló la autocomprensión de la modernidad europea. Ambas teorías de
la postmodernidad pretenden haberse sustraído a ese horizonte, haberlo
dejado tras de sí como horizonte de una época pasada. Pues bien, fue Hegel
el primer filósofo que desarrolló un concepto claro de modernidad; a Hegel
será menester recurrir, por tanto, si queremos entender qué significó la
interna relación entre modernidad y racionalidad, que hasta Max Weber se
supuso evidente de suyo y que hoy parece puesta en cuestión. Tendremos
que cerciorarnos del concepto hegeliano de modernidad para poder valorar si
la pretensión de aquellos que ponen su análisis bajo premisas distintas es o
no es de recibo; pues a priori no puede rechazarse la sospecha de que el
pensamiento postmoderno se limite a autoatribuirse una posición
transcendente cuando en realidad permanece prisionero de las premisas de
la autocomprensión moderna hechas valer por Hegel. No podemos excluir de
antemano que el neoconservadurismo, o el anarquismo de inspiración
estética, en nombre de una despedida de la modernidad no estén probando
sino una nueva rebelión contra ella. Pudiera ser que bajo ese manto de
postilustración no se ocultara sino la complicidad con una ya venerable
tradición de contra ilustración.
65
LA MISERIA DEL HISTORICISMO
Karl Popper
La tesis fundamental de este libro —que la creencia en un destino
histórico es pura superstición y que no puede haber predicción del curso de
la historia humana por métodos científicos o cualquier otra clase de método
racional— nace en el invierno de 1919 a 1920. Sus líneas generales estaban
trazadas en 1935; fue leído por primera vez, en enero o febrero de 1936, en
forma de un ensayo intitulado «La Miseria del Historicismo», en una sesión
privada en casa de mi amigo Alfred Braunthal, en Bruselas. En esta reunión,
un antiguo alumno mío hizo algunas contribuciones importantes a la
discusión. Era Karl Hilferding, quien pronto iba a caer víctima de la Gestapo y
de las supersticiones historicistas del Tercer Reich.
También estaban presentes otros filósofos. Poco tiempo después leí
un ensayo semejante en el seminario del profesor F. A. van Hayek, en la
London School of Economics. La publicación se retrasó algunos años porque
mi manuscrito fue rechazado por la revista filosófica a la que se lo mandé.
Fue publicado por primera vez, en tres partes, en Económica, Nueva Serie,
vol. XI, núms. 42 y 43, 1944, y vol. XII, núm. 46, 1945. Después han
aparecido en forma de libro una traducción italiana (Milán, 1954) y una
traducción francesa (París, 1956).20 El texto de la presente edición ha sido
revisado y se han hecho algunas adiciones.
Intenté demostrar en «La Miseria del Historicismo» que el historicismo
es un método indigente —un método que no da frutos—. Pero no refuté
realmente el historicismo. Más tarde conseguí dar con una refutación del
historicismo: mostré que, por razones estrictamente lógicas, nos es imposible
predecir el curso futuro de la historia. El argumento está contenido en un
ensayo que publiqué en 1950, intitulado «El Indeterminismo en la Física
Clásica y en la Física Cuántica»; pero ya no estoy satisfecho de ese ensayo.
20 Posteriormente a la aparición de la edición inglesa (1957) se han publicado la árabe (1957), la alemana (1960) y la japonesa (1960). (N. del T.)
66
Un tratamiento más satisfactorio puede encontrarse en un capítulo sobre el
Indeterminismo que forma parte del Postcriptum: Después de veinte: años,
apéndice de la nueva edición de mi Lógica de la Investigación Científica.21
Con el fin de informar al lector de estos resultados más recientes me
propongo dar aquí, en unas pocas palabras, un bosquejo de la refutación del
historicismo. El argumento se puede resumir en cinco proposiciones, como
sigue:
1. El curso de la historia humana está fuertemente influido por el crecimiento
de los conocimientos humanos. (La verdad de esta premisa tiene que ser
admitida aun por los que ven nuestras ideas incluidas nuestras ideas
científicas, como el subproducto de un desarrollo material de cualquier clase
que sea.)
2. No podemos predecir, por métodos racionales o científicos, el crecimiento
futuro de nuestros conocimientos científicos. (Esta aserción puede ser
probada lógicamente por consideraciones esbozadas más abajo.)
3. No podemos, por tanto, predecir el curso futuro de la historia humana.
4. Esto significa que hemos de rechazar la posibilidad de una historia teórica,
es decir, de una ciencia histórica y social de la misma naturaleza que la física
teórica. No puede haber una teoría científica del desarrollo histórico que sirva
de base para la predicción histórica.
5. La meta fundamental de los métodos historicistas (véanse las secciones
11 a 16 de este libro) está, por lo tanto, mal concebida; y el historicismo cae
por su base.
El argumento no refuta, claro está, la posibilidad de toda clase de
predicción social; por el contrario, es perfectamente compatible con la
posibilidad de poner a prueba teorías sociológicas —por ejemplo teorías
económicas— por medio de una predicción de que ciertos sucesos tendrán
lugar bajo ciertas condiciones. Sólo refuta la posibilidad de predecir sucesos
21 The Logic 01 Scieltilic Discovery, Londres, 1959. [Versión castellana de Víctor Sánchez de Zavala, Madrid, Tecnos, 1962, 1967.]
67
históricos en tanto puedan ser influidos por el crecimiento de nuestros
conocimientos.
El paso decisivo en este argumento es la proposición (2). Creo que es
convincente en sí misma: si hay en realidad un crecimiento de los
conocimientos humanos} no podemos anticipar hoy lo que sabremos sólo
mañana. Esto, creo, es un razonamiento sólido, pero no equivale a una
prueba lógica de la proposición. La prueba de (2) que he dado en las
publicaciones mencionadas es complicada, y no me sorprendería que se
pudiesen encontrar pruebas más simples. Mi prueba consiste en mostrar que
ningún predictor científico —ya sea hombre o máquina— tiene la posibilidad
de predecir por métodos científicos sus propios resultados futuros. El intento
de hacerlo sólo puede conseguir su resultado después de que el hecho haya
tenido lugar, cuando ya es demasiado tarde para una predicción; pueden
conseguir su resultado sólo después que la predicción se haya convertido en
una retrodicción.
Este argumento, como es puramente lógico, se aplica a predictores
científicos de cualquier complejidad, inclusive «sociedades» de predictores
mutuos. Pero esto significa que ninguna sociedad puede predecir
científicamente sus propios estados de conocimiento futuros.
Mi argumento es algo formal, y así quizá sospechoso de no tener
ninguna importancia real, aunque se le conceda validez lógica.
He intentado, sin embargo, mostrar la importancia del problema en
dos estudios: en el último de estos estudios, La sociedad abierta y sus
enemigos,22 he seleccionado algunos acontecimientos de la historia del
pensamiento historicista para demostrar su persistente y perniciosa influencia
sobre la filosofía de la sociedad y de la política, desde Heráclito y Platón,
hasta Hegel y Marx. En el primero de estos dos estudios, La Miseria del
Historicismo ahora publicado por primera vez en inglés en forma de libro, he
intentado mostrar la importancia del historicismo como una estructura
intelectual fascinante. He intentado analizar su lógica —a menudo tan sutil,
22 Traducción castellana, Buenos Aires, 1957. (N. del T.)
68
tan convincente y tan engañosa— y he intentado sostener que sufre una
debilidad inherente e irreparable.
En algunas de las recensiones más cuidadosas de este libro se
expresó extrañeza ante el título que lleva. Con él, quise aludir al título del
libro de Marx La miseria de la filosofía (a su vez una referencia a Filosofía de
la Miseria) de Proudhon.
Penn, Buckinghamshire, julio de 1957 K. R. P.
El interés científico por las cuestiones sociales y políticas no es menos
antiguo que el interés científico por la cosmología y la física; y hubo períodos
en la antigüedad (estoy pensando en la teoría política de Platón y en la
colección de constituciones de Aristóteles) en los que podía parecer que la
ciencia de la sociedad iba a avanzar más que la ciencia de la naturaleza.
Pero con Galileo y Newton la física hizo avances inesperados, sobrepasando
de lejos a todas las otras ciencias; y desde el tiempo de Pasteur, el Galileo
de la biología, las ciencias biológicas han avanzado casi tanto. Pero las
ciencias sociales no parecen haber encontrado aún su Galileo.
Dadas estas circunstancias, los estudiosos que trabajan en una u otra
de las ciencias sociales se preocupan grandemente por problemas de
método; y gran parte de su discusión es llevada adelante con la mirada
puesta en los métodos de las ciencias más florecientes, especialmente la
física. Un intento consciente de copiar el método experimental de la física
fue, por ejemplo, el que llevó, en la generación de Wundt, a una reforma de
la psicología; de la misma forma que, desde Stuart Mili, ha habido repetidos
intentos de reformar a lo largo de líneas parecidas el método de las ciencias
sociales. En el campo de la psicología puede que estas reformas hayan
tenido algún éxito, a pesar de muchas desilusiones. Pero en las ciencias
sociales teóricas, fuera de la economía, poca cosa, excepto desilusiones, ha
nacido de estos intentos. Cuando se discutieron estos fracasos, pronto fue
planteada la cuestión de si los métodos de la física eran en realidad
aplicables a las ciencias sociales. ¿No era quizá la creencia obstinada en su
69
aplicabilidad la responsable de la muy deplorada situación de estos
estudios?
La pregunta sugiere una sencilla forma de clasificar las escuelas que
se interesan por los métodos de las ciencias menos afortunadas. Según su
opinión sobre la aplicabilidad de los métodos de la física, podemos clasificar
a estas escuelas en pronaturalistas o antinaturalistas; rotulándolas de
«pronaturalistas» o «positivistas» si están en favor de la aplicación de los
métodos de la física a las ciencias sociales, y de «antinaturalistas» o
«negativistas» si se oponen al uso de estos métodos.
El que estudioso del método sostenga doctrinas antinaturalistas
pronaturalistas, o el que adopte una teoría que combine ambas clases de
doctrinas, dependerá sobre todo, de sus opiniones sobre el carácter de la
ciencia en cuestión y sobre el carácter del objeto de ésta. Pero la actitud que
adopte también dependerá de su punto de vista sobre el método de la física.
Creo que es este último punto el más importante de todos; Y creo que las
equivocaciones decisivas en la mayoría de las discusiones metodológicas
nacen de algunos malentendidos muy corrientes acerca del método de la
física. En particular, creo que nacen de una mala interpretación de la forma
lógica de sus teorías, de los métodos para experimentarlas y de la función
lógica de la observación y del experimento. Sostengo que estos
malentendidos tienen serias consecuencias; e intentaré justificar esto que
sostengo en las partes III y IV de este estudio. Ahí intentaré mostrar que
argumentos y doctrinas distintos y aun a veces contradictorios, tanto
antinaturalistas como pronaturalistas, están de hecho basados en una mala
inteligencia de los métodos de la física. En las partes I y II, sin embargo, me
limitaré a la explicación de ciertas doctrinas antinaturalistas y pronaturalistas
que forman parte de un punto de vista característico, en el cual se combinan
las dos clases de doctrinas.
A este punto de vista, que me propongo explicar primero y sólo más
tarde criticar, lo llamo «historicismo». Es frecuente encontrarlo en las
discusiones sobre el método de las ciencias sociales; y se usa a menudo sin
reflexión crítica, o incluso se da por sentado. Lo que quiero designar por
«historicismo» será explicado extensamente en este estudio. Baste aquí con
70
decir que entiendo por «historicismo» un punto de vista sobre las ciencias
sociales que supone que la predicción histórica es el fin principal de éstas, y
que supone que este fin es alcanzable por medio del descubrimiento de los
«ritmos» o los «modelos», de las «leyes» o las «tendencias» que yacen bajo
la evolución de la historia. Como estoy convencido de que estas doctrinas
metodológicas historicistas son responsables, en el fondo, del estado poco
satisfactorio de las ciencias sociales teóricas (otras que la teoría económica),
mi presentación de estas doctrinas no es ciertamente imparcial. Pero he
intentado seriamente presentar al historicismo de forma convincente para
que mi consiguiente crítica tuviese sentido. He intentado presentar al
historicismo como una filosofía muy meditada y bien trabada. Y no he
dudado en construir argumentos en su favor que, en mi conocimiento, nunca
han sido propuestos por los propios historicistas. Espero que de esta forma
haya conseguido montar una posición que realmente valga la pena atacar.
En otras palabras, he intentado perfeccionar una teoría que ha sido
propuesta a menudo, pero nunca quizá en forma perfectamente desarrollada.
Esta es la razón por la que he escogido deliberadamente el rótulo poco
familiar de «historicismo». Con su introducción espero evitar discusiones
meramente verbales, porque nadie, espero, sentirá la tentación de discutir
sobre si cualquiera de los argumentos aquí examinados pertenecen o no
real, propia o esencialmente al historicismo, o lo que la palabra
«historicismo» real, propia o esencialmente significa.
71
LAS CONSECUENCIAS PERVERSAS DE LA
MODERNIDAD. MODERNIDAD, CONTIGENCIA Y
RIESGO
Giddens, Z. Bauman, N. Luhmann, U. Beck
Prólogo el doble “sentido” de las consecuencias perversas de la modernidad.
Lo que pasó, eso pasará lo que sucedió, eso sucederá: Nada hay nuevo bajo el sol. QOHELET-Eclesiastés
Es una previsión muy necesaria comprender que no es posible preverlo todo. J. Rousseau.
Déjeme el lector, siquiera introductoriamente, citar una serie de cursos
de acción, de efectos que son específicamente producidos por la sociedad
industrial. y que conllevan riesgo, contingencia, peligro para las existencias
individuales y para la colectividad en cuanto tal. Así: la contaminación de los
ríos derivada de! vertido de los residuos de las industrias químicas,
papeleras, siderúrgicas, cementeras, etc.: la contaminación de! aire derivado
de los gases liberados por e! tráfico rodado y por la industria; la lluvia ácida
que se extiende sobre los bosques de los países industrializados y que se
produce como efecto de los vertidos gaseosos contaminantes, en definitiva,
la producción industrial del «efecto invernadero» como peligro ecológico
generalizado en el nivel planetario. Pero, hay más, e! riesgo que supone para
uno mismo la circulación en masa por las modernas autopistas y el peligro
para los demás; el riesgo de accidente realizando viajes en avión; el riesgo
de envenenamiento derivado del consumo de comida industrialmente
manufacturada enlatada, pasteles, derivados del huevo, etc.; el riesgo de
pérdida de empleo corno efecto de las continuas reestructuraciones de la
72
demanda; el riesgo de pérdidas en la remuneración de los interese. como
consecuencia de las contingencias (mejor turbulencias) monetarias de los
mercados de cambio; los riesgos de producción de efectos secundarios por
el consumo de productos farmacéuticos: los riesgos de mal funcionamiento
técnico en máquinas corno los coches, los aviones, los trenes, etc.23 no han
disminuido por su producción en serie, bien sea mecánica o
electrónicamente no se ha erradicado el "fallo técnico»; los riesgos de
fracasar al introducir un nuevo producto de consumo de masas, por ejemplo,
coches, motos, computadoras, relojes, zapatos, etc. Todos estos riesgos son
producidos en el escenario de la sociedad industrial, no son anteriores. Lo
que las sociedades tradicionales atribuían a la fortuna, a una voluntad
metasocialdivina o al destino como temporalización perversa de
determinados cursos de acción, las sociedades modernas lo atribuyen al
riesgo este representa una secularización de la fortuna. El riesgo aparece
como un "constructo social histórico” en la transición de la Baja Edad Media a
la Edad Moderna Temprana. Este ·constructo se basa en la determinación
dejo que la sociedad considera en cada momento como normal y seguro.' 24
23 En este caso es importante constatar que en los aviones, los coches y los trenes se han introducido nuevas opciones tecnológicas que simplifican considerablemente la conductibilidad de estos vehículos, haciendo más c6modo asimismo el viaje a los usuarios y más seguro; sin embargo. la sustitución de controles personales por-autocontroles electrónicos automáticos no significa una erradicaci6n del .fallo•. Este ya no es mecánico. sino electrónico. las famosas cajas negras de los aviones. las unida· des de mando inteligentes en los coches producen fallos térmicos: mal funcionamiento del tren de aterrizaje de los aviones. órdenes equivocadas o ausencia de órdenes de las unidades de mando en coches gestionados electrónicamente; quizás el ejemplo más evidente sea la multiplicación de accidentes en los monoplazas de la Fórmula I al prescindir de las .protecciones electrónicas. computarizadas exteriormente desde los boxers, con el objeto de ecualizar las posibilidades técnicas, es decir la competitividad de todos los monoplazas en el nivel de igual potencia para todos ellos e igual protec.ei6n (es decir ninguna). Hoy día. se circula más rápido porque las vías de comunicación son mejores y porque los vehículos son más rápidos. Así, se .acortan. las distancias, pero los accidentes aumentan, no porque los vehículos sean menos seguros. que no lo son, sino porque hay más vehículos. Todavía no se ha encontrado una forma para compatibilizar la existencia de más vehículos y más velocidad con menos riesgo de peligro. 24 M. DougIas Y A. Wildavsky, Risk oná Culture. AIl Essay Q(lhe Se1ectioll o{ TechninJl alld EnWometuaI Dangers,Berkeley. CA, 1982; D. Douclous••La constru<;. tion social du risque., La Revutl Fmntai.se rhe Sociologie, 28 (1987), pp.
73
El riesgo es la "medida»,25 la determinación limitada del azar según la
percepción social del riesgo,"26 surge como el dispositivo de racionalización,
de cuantificación, de metrización del azar, de reducción de la
indeterminación, como opuesto del apeiron (de indeterminado»).
La modernidad tardía comparece como el umbral temporal donde se
produce una expansión temporal de las opciones sin fin y una expansión
correlativa de los riesgos. Sabemos que tenemos más posibilidades de
experiencia y acción que pueden ser actualizadas, es decir, nos enfrentamos
a la necesidad de elegir (decidir) pero en la elección (decisión) nos va el
riesgo, la posibilidad de que no ocurra lo esperado, de que ocurra «lo otro de
lo esperado» (contingencia). La indeterminación del mundo nos obliga a
desplegar una configuración27 de la experiencia del hombre en el mundo,
.pero esta configuración temporalizada puede significar que queriendo el mal
se cree el bien (Goethe) y viceversa, que queriendo el bien se cree el mal
(sentido 1).
La modernidad se origina primariamente en el proceso de una
diferenciación y delimitación frente al pasado, La modernidad se separa de la
hasta ahora tradición predominante. Como afirma Eisenstadt: «La tradición
era el poder de la identidad, que debe ser quebrado para poder establecerse
las fuerzas políticas, econ6micas y sociales modernas.28 Con el
17-42; B.B. JoltMon Y B.T. Covel1o(eds.), 11w SociDl and CU/lUrol Ccrnstn«:timl of Risk Sekctioll tDul1'erceplicn, Dordroc.ht, 1987; S. Krimsky Y D. Golding. Social 'lheorieso{ Rísk. Wesport, er, 1992, pp. 83·117; .Hacia una sociedad del riesgo" Revisrade Occidente, monográfico (oo. de J.E. Roclrlguez Ibáñez). 150 (nov. 1993). 25 Un azar en nuestra jerga es una amenaza a la gente Ya 10que ellos valoran (propiedad. entorno, futuras generaciones. etc.) y el riesgo es una medido. del azar". R.W. Kates y IX lCasperson, -comperauve Risk Analysis of Technological Hazards•. l'roceedíngs o{ ¡he NatimUJ1 Academy of Seiences, 80 (1983), pp. 7.027-7.038 (esp. p. 7.029); ver lambién G. Bechmann (ed.), Risi/w Ulul Ge.sel1schaft, Op!aden, 1992 26 A. Wild.avskyy K. Drake, .Theories of Risk Perception. Who fears, wbat, and why., Daedahts, 119. 4 (1990), pp. 41.60; A. Wildavsky, H. Lubbe el al, Risi/w isl eín &mstruet. Frankfurt, 1992 27 Ver el concepto de .cosmovisi6n. en la ohm de M. Weber, el concepto de .representación colectiva. en la ohm de E. Durkbeim. y el concepto de .habibIso en P. Boun:Iieu. 28 S.N. Eisenstadl, Traditioll, Wa"del u"d Modemitlit, Frankfurt, 1979. p. 48
74
desprendimiento de la tradición, la sociedad moderna tiene que
fundamentarse exclusivamente en sí misma?29 Se trata de un tipo de
sociedad que se constituye sobre sus propios fundamentos. así lo ponen de
manifiesto conceptos reflexivos, la autovalorización (Marx), la autoproducción
(Touraine), la autorreferencia (Luhmann) el crecimiento de la capacidad de
autorregulación (Zapf). La modernidad configura una representación social
de encadenamiento precario entre la tradición y el futuro, la continuidad de
los modelos de significado instituidos en el pasado es contestada por la
discontinuidad instituyente de un horizonte de nuevas opciones que
configuran una aceleración de los intervalos de cambio económico, político,
etc. El politeísmo funcional de nuevos valores típicamente modernos origina
un optimismo (Marx), en tomo a las nuevas opciones vitales posicionalmente
desplegadas, pero al mismo tiempo produce un pesimismo (Weber) por la
selectividad del modelo de racionalidad dominante. En la modernidad tardía
la: conexión de lo que radica en el pasado y de aquello que radica en el
futuro deviene en principio contingente 30 En el tiempo social tardomoderno
«lo improbable deviene probable .., 31 la evolución social acumula
improbabilidades y conduce a resultados que podrían no haber sido
producidos por planificación o diseño. en muchos casos del «intento de
empujar la sociedad en una determinada dirección resultará que la sociedad
avanza correctamente, pero en la dirección contraria.32
La sociedad moderna que procede de la «demolición» (Abschaflim)
del viejo orden tiene un carácter altamente precario, No tiene sentido ni
apoyo en sí misma, se sobrepasa a si misma (se autoexcede). Ha perdido su
referencia con el viejo oro den y no ha encontrado uno nuevo. El nuevo
orden significa, no sólo que la sociedad se diferencia del pasado, sino que se
diferencia en sí misma en subsistemas. Según Parsons y Luhmann este
proceso que afecta predominantemente a las sociedades modernas se llama
diferenciación funcional.
29 J. Berger, .ModemillllSbegriffe und Modemilátskritik in der Soziologie., Soziale Welt, 39, 2 (I988), p. 226. 30 N. Luhmann, The Differentialion of Socíery, Nueva York, 1982, p. 302 31 N. Luhmann••The directicn of evolution., I!JI H. Haferkamp y NJ. Smelser (eds.), Social Change and Mo 32 A.O. Hirschmann.11re RhelOric uf1l=liun, Cambridge. MA, 1991, p. 11.
75
Los sistemas funcionales y los órdenes de vida diferenciados en la
sociedad moderna actúan bajo la autoridad de su propia lógica
(Eigengesetvichkeit). Este es el lado positivo de lo negativo, de la sociedad
que se ha desencadrée de su marco (Durkheim). Disembedeness es la
expresión que K Polanyi usa para designar este proceso. Todas las esferas
de acción específicamente funcionales son sometidas en la modernidad a
sus correspondientes procesos de racionalización según este desarrollo. Así
la economía tiene el primado en la esfera económica, la política tiene el
primado en la esfera política. De esta forma ganan autonomía los sistemas
funcionales sobre sus propios ámbitos.33 Las sociedades modernas se
enfrentan al imperativo funcional de un incremento de los rendimientos
inmanentes de cada sistema funcional.34 Esto significa que todos los
subsistemas procuran una continuación un incremento y un mejoramiento de
la racionalidad de sus funciones, es decir, cada subsistema busca optimizar
sus rendimientos, evitando el parón de las acciones desplegadas dentro de
sus límites operativos sistémicos.
El orden es siempre una meta a conseguir, nunca una realidad
instituida per se. Partimos de la premisa de la improbabilidad del orden
social. El orden deviene más improbable conforme evolucionan las
sociedades debido a que las condiciones de su estabilización, al mismo
tiempo. son condiciones de su puesta en peligro, par ejemplo, un grado de
complejidad determinado en un sistema social posibilita el orden dentro de sí
mismo, sin embargo, puede producir desorden en el resto del entorno.35 En
las sociedades tradicionales el amen comparece como una lucha contra la
indeterminación, contra la ambivalencia del caos, el otro del amen está
continuamente implicado en la guerra por la supervivencia; el otro del orden
no otro orden (como en la modernidad), el caos es su alternativa. El otro del
orden es el miasma de lo indeterminado e impredecible. La positividad del
orden se construye y tiene su condición de posibilidad en la negatividad del
33 La formulación clásica de .Eigengeset<1iJ:hkeil» que subyace a las esferas sociales autonomizadas en el proceso de raclonalizacíon social generalizada pertenece a Max Weber en su .Zwischenbetrachtung., en Ensayos sobre socw/ngfa de la religión. vol. 1, Madrid. 1983, pp. 437-465. 34 J. Berger, op. cit., p. 227 35 N.L. Luhmann, SoWk Sysleme, Frnnkfurt, 1984, pp. 291 s
76
caos. En las sociedades postradicionales la lucha por el orden es una lucha
de una definición contra otras, de una manera de articular la realidad contra
propuestas competitivas. Aquí se inscribe la «ambivalencia» del politeísmo
valorativo moderno descrito por Max weber. 36 Las sociedades modernas
postradicionales no tienen una preferencia definida por el orden en oposición
al desorden, sino que existe la alternativa entre el orden y el desorden
(capítulo 2).
La modernidad se sustenta sobre una infraestructura imaginaria, la
expansión ilimitada del dominio racional que funge como racionalización de
la «voluntad de dominio». Esta penetra y tiende a informar la totalidad de la
vida social (por ejemplo, el Estado, los Ejércitos, la educación, etc.). a través
de la revolución perpetua de la producción, del comercio, de las finanzas y
del consumo, En las ilusiones, en las imágenes de ensueño, en las utopías
del siglo XIX; en las que se manifiesta una «dialéctica de lo nuevo y siempre
lo mismo», se extiende, según W. Benjamín, la protohistoria de la
modernidad, La imagen de la modernidad «no se conduce con el hecho de
que ocurre siempre la misma cosa (a fortiori esto no significa el eterno
retomo), sino con el hecho de que en la faz de esa cabeza agrandada
llamada tierra lo que es más nuevo no cambia, Esto más nuevo en todas sus
partes permanece siendo lo mismo. Constituye la eternidad del infierno y su
deseo sadista de innovación. Determinar la totalidad de las características en
las que esta modernidad se refleja a sí misma significarla representar el
infierno.37
36 Z. Bauman, McxiemUy ená Ambiw/em;e, Londres, 1991, pp. 9 Y SS., 53-74; C. Castoriadis, Domaines de /1wmnU!!, París, 1986, pp. 219 YSS.; J. lbénea, .EI centro del caos,. An:hipiL14go, 13 (1993), pp. 25-26; G. Balandier, El desorden, Barcelona, 1993, pp. 173-237;J. Friedman, .Order and Disonfer in Globan Systems a Slretcll>, SocialRese 37 W. Benjamin, Das passagell Werk, vol. JI, Frnnkfurt, 1983, p. 1.011
77
CULTURA Y SIMULACRO
Jean Baudrillard
Si ha podido parecemos la más bella alegoría de la simulación aquella
fábula de Borges en que los cartógrafos del Imperio trazan un mapa tan
detallado que llega a recubrir con toda exactitud el territorio (aunque el ocaso
del Imperio contempla el paulatino desgarro de este mapa que acaba
convertido en una ruina despedazada cuyos girones se esparcen por los
desiertos —belleza metafísica la de esta abstracción arruinada, donde fe del
orgullo característico del Imperio y a la vez pudriéndose como una carroña,
regresando al polvo de la tierra, pues no es raro que las imitaciones lleguen
con el tiempo a confundirse con el original) pero ésta es una fábula caduca
para nosotros y no guarda más que el encanto discreto de los simulacros de
segundo orden.
Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del
espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una
referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de
algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al
mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio —
PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS— y el que lo engendre, y si fuera
preciso retomar la fábula, hoy serían los girones del territorio los que se
pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo
real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos
desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio
desierto de lo real.
De hecho, incluso invertida, la metáfora es inutilizable. Lo único que
quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con
el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo
real, todo lo real, con sus modelos de simulación. Pero no se trata ya ni de
mapa ni de territorio. Ha cambiado algo más: se esfumó la diferencia
soberana entre uno y otro que producía el encanto de la abstracción. Es la
78
diferencia la que produce simultáneamente la poesía del mapa y el embrujo
del territorio, la magia del concepto y el hechizo de lo real. El aspecto
imaginario de la representación —que culmina y a la vez se hunde en el
proyecto descabellado de los cartógrafos— de un mapa y un territorio
idealmente superpuestos, es barrido por la simulación —cuya operación es
nuclear y genética, en modo alguno especular y discursiva. La metafísica
entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y
de su concepto. No más coincidencia imaginaria: la verdadera dimensión de
la simulación es la miniaturización genética. Lo real es producido a partir de
células miniaturizadas, de matrices y de memorias, de modelos de encargo—
y a partir de ahí puede ser reproducido un número indefinido de veces. No
posee entidad racional al no ponerse a prueba en proceso alguno, ideal o
negativo. Ya no es más que algo operativo que ni siquiera es real puesto que
nada imaginario lo envuelve. Es un hiperreal, el producto de una síntesis
irradiante de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmósfera.
En este paso a un espacio cuya curvatura ya no es la de lo real, ni la
de la verdad, la era de la simulación se abre, pues, con la liquidación de
todos los referentes —peor aún: con su resurrección artificial en los sistemas
de signos, material más dúctil que el sentido, en tanto que se ofrece a todos
los sistemas de equivalencias, a todas las oposiciones binarias, a toda el
álgebra combinatoria. No se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni
de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es
decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble
operativo, má- quina de índole reproductiva, programática, impecable, que
ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias. Lo
real no tendrá nunca más ocasión de producirse —tal es la función vital del
modelo en un sistema de muerte, o, mejor, de resurrección anticipada que no
concede posibilidad alguna ni al fenómeno mismo de la muerte. Hiperreal en
adelante al abrigo de lo imaginario, y de toda distinción entre lo real y lo
imaginario, no dando lugar más que a la recurrencia orbital de modelos y a la
generación simulada de diferencias.
Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo
que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero
79
la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que
finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer
que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos
síntomas de ella» (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el
principio de realidad: hay una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por su
parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y de
lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no está
enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente,
no se le puede tratar ni como enfermo ni como no–enfermo. La psicología y
la medicina se detienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad
incontrolable en lo sucesivo.
Pues si cualquier síntoma puede ser «producido» y no se recibe ya
como un hecho natural, toda enfermedad puede considerarse simulable y
simulada y la medicina pierde entonces su sentido al no saber tratar más que
las enfermedades «verdaderas» según sus causas objetivas. La
psicosomática evoluciona de manera turbia en los confines del principio de
enfermedad. En cuanto al psicoanálisis, remite el síntoma desde el orden
orgánico al orden inconsciente: una vez más éste es considerado más
«verdadero» que el otro. Pero, ¿por qué habría de detenerse el simulacro en
las puertas del inconsciente? ¿Por qué el «trabajo» del inconsciente no
podría ser «producido» de la misma manera que no importa qué síntoma de
la medicina clásica? Así lo son ya los sueños.
Claro está, el médico alienista pretende que «existe para cada forma
de alienación mental un orden particular en la sucesión de síntomas que el
simulador ignora y cuya ausencia no puede engañar al médico alienista». Lo
anterior (que data de 1865), para salvar a toda costa un principio de verdad y
escapar así a la problemática que la simulación plantea —a saber: que la
verdad, la referencia, la causa objetiva, han dejado de existir definitivamente.
¿Qué puede hacer la medicina con lo que fluctúa en los límites de la
enfermedad o de la salud, con la reproducción de la enfermedad en el seno
de un discurso que ya no es verdadero ni falso? ¿Qué puede hacer el
psicoanálisis con la repetición del discurso del inconsciente dentro de un
80
discurso de simulación que jamás podrá ser desenmascarado al haber
dejado de ser falso?
¿Qué puede hacer el ejército con los simuladores? Tradicionalmente,
los desenmascara y los castiga en base a patrones fijos, y preclaros, de
detección. Hoy por hoy, puede reformar al mejor de los simuladores como si
de un homosexual, un cardíaco o un loco «verdaderos» se tratara. Incluso la
psicología militar retrocede ante las claridades cartesianas y se resiste a
llevar a cabo la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el síntoma
«producido» y el síntoma auténtico: «Si interpreta tan bien el papel de loco
es que lo está.» Y no se equivoca: en este sentido, todos los locos simulan, y
esta indistinción constituye la peor de las subversiones. Precisamente contra
ella se ha armado la razón clásica con todas sus categorías, pero las ha
desbordado y el principio de verdad ha quedado de nuevo cubierto por las
aguas.
Más allá de la medicina y del ejército, campos predilectos de la
simulación, el asunto remite a la religión y al simulacro de la divinidad:
«Prohibí que hubiera imágenes en los templos porque la divinidad que anima
la naturaleza no puede ser representada.» Precisamente sí puede serlo, pero
¿qué va a ser de ella si se la divulga en iconos, si se la disgrega en
simulacros? ¿Continuará siendo la instancia suprema que sólo se encarna
en las imágenes como representación de una teología visible? ¿O se
volatilizará quizá en los simulacros, los cuales, por su cuenta, despliegan su
fasto y su poder de fascinación, sustituyendo el aparato visible de los iconos
a la Idea pura e inteligible de Dios? Justamente es esto lo que atemorizaba a
los iconoclastas, cuya querella milenaria es todavía la nuestra de hoy.1 38
Debido en gran parte a que presentían la todopoderosidad de los simulacros,
la facultad que poseen de borrar a Dios de la conciencia de los hombres; la
verdad que permiten entrever, destructora y anonadante, de que en el fondo
Dios no ha sido nunca, que sólo ha existido su simulacro, en definitiva, que el
mismo Dios nunca ha sido otra cosa que su propio simulacro, ahí estaba el
germen de su furia destructora de imágenes. Si hubieran podido creer que
éstas no hacían otra cosa que ocultar o enmascarar la Idea platónica de
38 Cf. «Icônes, Visiones, Simulacres» de Mario Bergnola.
81
Dios, no hubiera existido motivo para destruirlas, pues se puede vivir de la
idea de una verdad modificada, pero su desesperación metafísica nacía de la
sospecha de que las imágenes no ocultaban absolutamente nada, en suma,
que no eran en modo alguno imágenes, sino simulacros perfectos, de una
fascinación intrínseca eternamente deslumbradora. Por eso era necesario a
toda costa exorcizar la muerte del referente divino.
Está claro, pues, que los iconoclastas, a los que se ha acusado de
despreciar y de negar las imágenes, eran quienes les atribuían su valor
exacto, al contrario de los iconólatras que, no percibiendo más que sus
reflejos, se contentaban con venerar un Dios esculpido. Inversamente,
también puede decirse que los iconólatras fueron los espíritus más
modernos, los más aventureros, ya que tras la fe en un Dios posado en el
espejo de las imágenes, estaban representando la muerte de este Dios y su
desaparición en la epifanía de sus representaciones (no ignoraban quizá que
éstas ya no representaban nada, que eran puro juego, aunque juego
peligroso, pues es muy arriesgado desenmascarar unas imágenes que
disimulan el vacío que hay tras ellas).
Así lo hicieron los jesuitas al fundar su política sobre la desaparición
virtual de Dios y la manipulación mundana y espectacular de las conciencias
—desaparición de Dios en la epifanía del poder—, fin de la trascendencia
sirviendo ya sólo como coartada para una estrategia liberada de signos y de
influencias. Tras el barroco de las imágenes se oculta la eminencia gris de la
política.
Así pues, lo que ha estado en juego desde siempre ha sido el poder
mortífero de las imágenes, asesinas de lo real, asesinas de su propio
modelo, del mismo modo que los iconos de Bizancio podían serlo de la
identidad divina. A este poder exterminador se opone el de las
representaciones como poder dialéctico, mediación visible e inteligible de lo
Real. Toda la fe y la buena fe occidentales se han comprometido en esta
apuesta de la representación: que un signo pueda remitir a la profundidad del
sentido, que un signo pueda cambiarse por sentido y que cualquier cosa
sirva como garantía de este cambio —Dios, claro está. Pero ¿y si Dios
mismo puede ser simulado, es decir reducido a los signos que dan fe de él?
82
Entonces, todo el sistema queda flotando convertido en un gigantesco
simulacro —no en algo irreal, sino en simulacro, es decir, no pudiendo
trocarse por lo real pero dándose a cambio de sí mismo dentro de un circuito
ininterrumpido donde la referencia no existe.
Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de
equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo
como reversión y eliminación de toda referencia. Mientras que la
representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa
representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación
tomándolo como simulacro.
Las fases sucesivas de la imagen serían éstas:
- Es el reflejo de una realidad profunda
- Enmascara y desnaturaliza una realidad profunda
- Enmascara la ausencia de realidad profunda
- No tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y
puro simulacro.
En el primer caso, la imagen es una buena apariencia y la
representación pertenece al orden del sacramento. En el segundo, es una
mala apariencia y es del orden de lo maléfico. En el tercero, juega a ser una
apariencia y pertenece al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no
corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.
El momento crucial se da en la transición desde unos signos que
disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada. Los primeros
remiten a una teología de la verdad y del secreto (de la cual forma parte aún
la ideología). Los segundos inauguran la era de los simulacros y de la
simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio
Final que separe lo falso de lo verdadero, lo real de su resurrección artificial,
pues todo ha muerto y ha resucitado de antemano.
Cuando lo real ya no es lo que era, la nostalgia cobra todo su sentido.
Pujanza de los mitos del origen y de los signos de realidad. Pujanza de la
verdad, la objetividad y la autenticidad segundas. Escalada de lo verdadero,
83
de lo vivido, resurrección de lo figurativo allí donde el objeto y la sustancia
han desaparecido. Producción enloquecida de lo real y lo referencial,
paralela y superior al enloquecimiento de la producción material: así aparece
la simulación en la fase que nos concierne —una estrategia de lo real, de
neo–real y de hiperreal, doblando por doquier una estrategia de disuasión.
84
TEORÍA DE LA POSTMODERNIDAD
Jameson, F.
El modo más seguro de comprender el concepto de lo postmoderno es
considerarlo como un intento de pensar históricamente el presente en una
época que ha olvidado cómo se piensa históricamente. En tal caso, o bien lo
postmoderno «expresa» (por mucho que lo deforme) un irrefrenable impulso
histórico más profundo o lo «reprime» y desvía con eficacia, según
favorezcamos uno u otro aspecto de la ambigüedad. Quizás la
postmodernidad, la conciencia postmoderna, consista sólo en la teorización
de su propia condición de posibilidad, que es ante todo una mera
enumeración de cambios y modificaciones. También la modernidad pensó
compulsivamente lo Nuevo e intentó observar su nacimiento (para ello,
inventó mecanismos de registro e inscripción análogos a la fotografía de
secuencias históricas), pero lo postmoderno busca rupturas, acontecimientos
antes que nuevos mundos, el instante revelador tras el cual nada vuelve a
ser lo mismo; el «Cuando-todo-cambió», como dice Gibson>>39 o, mejor aún,
las variaciones y los cambios irrevocables en la representación de las cosas
y de cómo éstas cambian. Los modernos se interesaban por lo que
probablemente surgiría de estos cambios y de su tendencia general:
pensaban en la cosa misma, sustantivamente, de modo utópico o esencial.
La postmodernidad es más formal y, como diría Benjamín, más «distraída»;
sólo registra las propias variaciones, y sabe de sobra que los contenidos son
también meras imágenes. En la modernidad, como intentaré mostrar más
adelante, aún subsisten algunas zonas residuales de la «naturaleza» o del
«ser», de lo viejo, de lo más viejo, de lo arcaico; la cultura todavía puede
influir sobre esa naturaleza e intentar transformar ese «referente». La
postmodernidad es lo que queda cuando el proceso de modernización ha
concluido y la naturaleza se ha ido para siempre. Es un mundo más
39 En W. Gibson, Mona Lisa Overdrive, Nueva York, 1988. Éste es el lugar para lamentar la ausencia en este libro de un capítulo sobre el cybéfpunk, que, en lo sucesivo, será para muchos de nosotros la expresión literaria suprema si no de la postmodernidad, sí del capitalismo tardío.
85
plenamente humano que el antiguo, pero en él la cultura se ha convertido en
una auténtica «segunda naturaleza». En efecto, lo que le ocurrió a la cultura
bien pudiera ser una de las pistas más importantes para rastrear lo
postmoderno: una enorme dilatación de su esfera (la esfera de las
mercancías), una inmensa aculturación de lo Real (históricamente original) y
un salto cuántico en lo que Benjamín aún denominaba «estetización» de la
realidad (él pensaba que el fascismo era esto, pero nosotros sabemos que
es una mera diversión: una prodigiosa euforia producida por el nuevo orden
de cosas, una avalancha de mercancías, la tendencia a que sean nuestras
«representaciones» de las cosas las que nos entusiasmen y exciten, y no
necesariamente las cosas mismas). De este modo, en la cultura
postmoderna la «cultura» se ha vuelto un producto por derecho propio; el
mercado se ha convertido en un sustituto de sí mismo y en una mercancía,
como cualquiera de los productos que contiene; mientras que la modernidad
era, de una forma insuficiente y tendenciosa, la crítica de la mercancía y el
esfuerzo por conseguir que ésta se trascendiera a sí misma. La
postmodernidad es el consumo de la pura mercantilización como proceso.
Así pues, el «estilo de vida» del superestado guarda la misma relación con el
«fetichismo» de las mercancías de Marx que los monoteísmos más
avanzados con los animismos primitivos o la idolatría más rudimentaria; de
hecho, entre cualquier teoría sofisticada de lo postmoderno y el viejo
concepto de «industria cultural» de Horkheimer y Adorno ha de haber una
relación similar a la que sostienen la MTV40 o los anuncios fractales con las
series televisivas de los años cincuenta.
Mientras tanto, la teoría también ha cambiado y aporta su propia pista
para aclarar el misterio. En efecto, uno de los rasgos más sorprendentes de
lo postmoderno es que un amplio espectro de tendencias actuales de análisis
confluye en su seno (predicciones económicas, estudios de marketing,
críticas culturales, nuevas terapias, la jeremiada —generalmente oficial— en
torno a las drogas o la permisividad, reseñas de exposiciones de arte o
festivales nacionales de cine, reviváis o cultos religiosos). El nuevo género
40 Siglas de Musical Televisión, canal televisivo vía satélite que emite fundamentalmente música pop y que se suele asociar con productos de baja calidad cultural. [N. del T.]
86
discursivo que forman se podría denominar «teoría postmoderna», y merece
nuestra atención en sí mismo. Se trata claramente de una clase que, a su
vez, es uno más de los objetos que ella misma trata, y no quisiera tener que
decidir si los siguientes capítulos investigan la naturaleza de esta «teoría de
la postmodernidad» o si son meros ejemplos suyos.
He procurado evitar que mi propia versión de la postmodernidad —que
presenta una serie de características o rasgos semiautónomos y
relativamente independientes— se replegara al síntoma único y
excepcionalmente privilegiado de la carencia de historicidad. En sí mismo,
esto apenas podría connotar de modo infalible la presencia de lo
postmoderno, tal como lo demuestran campesinos, estetas, niños,
economistas liberales o filósofos analíticos. Pero es difícil hablar de «teoría
de la postmodernidad» en general sin recurrir a la cuestión de la sordera
histórica, condición exasperante (siempre que nos demos cuenta de ella) que
determina una serie de intentos espasmódicos e intermitentes, pero
desesperados, de recuperar la historia. La teoría de la postmodernidad es
uno de estos intentos: el esfuerzo de medir la temperatura de la época sin
instrumentos y en una situación en la que ni siquiera estamos seguros de
que todavía exista algo tan coherente como una «época», Zeitgeist,
«sistema» o «situación actual». La teoría de la postmodernidad, pues, es
dialéctica, al menos en la medida en que tiene la astucia de aprovechar esa
misma incertidumbre como primera pista y agarrarse a ese hilo de Ariadna
para adentrarse por lo que quizás no sea un laberinto, sino un gulag o quizás
un centro comercial. No obstante, un enorme termómetro a lo Claes
Oldenburg, tan largo como toda una manzana de una ciudad, podría servir
de inquietante síntoma de un proceso que ha caído sin previo aviso del cielo,
como un meteorito.
Y es que parto del axioma de que la «versión moderna de la historia»
es la primera víctima y la primera ausencia misteriosa del período
postmoderno (ésta es, esencialmente, la versión de Achule Bonito Oliva de la
teoría de la postmodernidad)2 41 : en el arte, al menos, la idea de progreso y
telos ha estado viva y coleando hasta hace muy poco, en su forma más
41 A. Bonito Oliva, The ltalian Trans-avantgarde, Milán, 1980.
87
auténtica, menos estúpida y caricaturesca; cada obra auténticamente nueva
destronaba a su predecesora, de manera inesperada pero siguiendo una
lógica (no era una «historia lineal», sino más bien el «gambito de caballo» de
Shklovsky; la acción a distancia, el salto cuántico hacia la casilla no
desarrollada o subdesarrollada). La historia dialéctica afirmaba que así
funcionaba toda la historia; por así decirlo, sobre su pie izquierdo,
progresando —como dijo en cierta ocasión Henri Lefébvre— mediante la
catástrofe y el desastre; pero fueron menos los que se dieron por aludidos
que quienes creyeron en el paradigma estético modernista, que, cuando
estaba a punto de confirmarse como virtual doxa religiosa, desapareció
súbitamente sin dejar rastro. («¡Salimos una mañana y el Termómetro había
desaparecido!»).
Esta versión me resulta más interesante y plausible que la que ofrece
Lyotard sobre el final de los «metarrelatos» (esquemas escatológicos que,
para empezar, jamás fueron realmente relatos, aunque en ocasiones yo
también haya sido tan incauto como para usar esta expresión). Nos dice al
menos dos cosas sobre la teoría de la postmodernidad.
En primer lugar, la teoría parece necesariamente imperfecta o
impura:42 en el caso que nos ocupa, debido a la «contradicción» según la
cual la percepción de Oliva (o de Lyotard) de todo lo que es significativo
respecto a la desaparición de los metarrelatos debe, a su vez, expresarse en
forma narrativa. Como en la prueba de Gódel, la cuestión de si se puede
demostrar la imposibilidad lógica de cualquier teoría de lo postmoderno
internamente coherente —un antifundacionalismo que realmente evite por
completo todos los fundamentos, un no-esencialismo carente de la más
mínima brizna de una esencia— es especulativa. Su respuesta empírica es
que, hasta el momento, no ha aparecido ninguna teoría; todas ellas
contienen una mimesis de su propio título porque son parasitarias de otro
sistema (casi siempre de la propia modernidad), cuyos residuos, valores y
actitudes (reproducidos inconscientemente) se convierten en un valioso
índice del nacimiento frustrado de toda una nueva cultura. A pesar de los
42 M. Speaks desarrolla ampliamente este punto en su «Remodelling Postmodernism(s): Architecture, Philosophy, Literature».
88
desvarios de algunos de sus oficiantes y apologetas (cuya euforia, sin
embargo, es un interesante síntoma histórico), una cultura verdaderamente
nueva sólo podría emerger mediante la lucha colectiva por crear un nuevo
sistema social. Así pues, la impureza constitutiva de toda teoría postmoderna
(que, como el propio capital, ha de mantenerse a una distancia interna de sí
misma, ha de incluir el cuerpo extraño de un contenido ajeno) confirma la
idea de una periodización en la que debemos insistir una y otra vez: que la
postmodernidad no es la dominante cultural de un orden social
completamente nuevo (que, con el nombre de «sociedad postindustrial», ha
circulado como un rumor en los medios de comunicación), sino sólo el reflejo
y la parte concomitante de una modificación sistémica más del propio
capitalismo. No sorprende, pues, que subsistan jirones de sus avatares más
antiguos —incluso del realismo, tanto como del modernismo— que volverán
a arroparse con los lujosos atavíos de su supuesto sucesor.
Pero este imprevisible regreso de la narrativa como narrativa del final
de las narrativas, este regreso de la historia en pleno pronóstico de la muerte
del telos histórico, sugiere una segunda característica de la teoría de la
postmodernidad que exige atención, es decir: que prácticamente cualquier
observación sobre el presente se puede poner al servicio de la propia
búsqueda del presente, y utilizarse como síntoma e índice de la lógica más
profunda de lo postmoderno que, de manera imperceptible, se convierte en
su propia teoría y en la teoría de sí mismo. ¿Cómo podría ser de otro modo,
si la superficie no tiene ya ninguna «lógica más profunda» que manifestar, y
si el síntoma se ha convertido en su propia enfermedad (y viceversa, sin
duda)? Pero el frenesí con que se apela a casi cualquier cosa del presente
para recabar un testimonio de su singularidad y diferencia radical frente a
momentos anteriores del tiempo humano parece encerrar a veces una
patología claramente autorreferencial, como si nuestro olvido total del pasado
se agotara en la contemplación ausente pero hipnotizada de un presente
esquizofrénico que, casi por definición, es incomparable.
Sin embargo, tal y como se demostrará más adelante, la decisión
respecto a si nos hallamos ante una ruptura o una continuidad —si hay que
ver el presente como una originalidad histórica o como la mera prolongación
89
de lo mismo con otro disfraz— no se puede justificar empíricamente ni
argumentar filosóficamente, ya que ella misma es el acto narrativo inaugural
que fundamenta la percepción e interpretación de los acontecimientos que
van a narrarse. A continuación —aunque por razones prácticas que se
detallarán en su debido momento—, pretendo creer que lo postmoderno es
tan excepcional como cree ser, y que constituye una ruptura cultural y de la
experiencia que merece un análisis más preciso.
No se trata de un procedimiento que simple o groseramente conlleve
su propio cumplimiento; o quizás lo sea, pero estos procedimientos no son
en absoluto casos y posibilidades tan frecuentes como su fórmula sugiere
(por tanto, se convierten muy previsiblemente en objetos históricos de
estudio). Y es que el propio nombre de postmodernidad ha aglutinado
muchos desarrollos hasta ahora independientes que, al nombrarse así,
prueban que la han contenido en estado embrionario y ahora avanzan para
documentar abundantemente sus múltiples genealogías. Así pues, no es sólo
en el amor, en la doctrina de Crátilo y en la botánica donde el supremo acto
de la nominación ejerce un impacto material y, como un relámpago que
desde la superestructura vuelve a caer sobre la base, funde sus insólitos
materiales en un reluciente amasijo o en una superficie de lava. La apelación
a la experiencia, por lo demás tan dudosa y poco fidedigna —¡aunque
realmente parezca que muchas cosas han cambiado, quizás para bien!—
recupera ahora una cierta autoridad como aquello que, de manera
retrospectiva, el nuevo nombre nos hizo pensar que sentíamos, porque ahora
podemos denominarlo y hay otra gente que parece reconocerlo cuando
utiliza la palabra. Sin duda, la historia del éxito de la palabra postmodernidad
pide ser escrita en formato best-seller; estos neo-acontecimientos léxicos, en
los que la acuñación del neologismo se da con todo el impacto de realidad de
una fusión corporativa, se cuentan entre las novedades de la sociedad de los
media que piden no sólo que se las estudie, sino también que se establezca
toda una nueva subdisciplina del léxico de los media. Por qué hemos
necesitado la palabra postmodernidad durante tanto tiempo sin saberlo, y por
qué una pandilla variopinta de extraños compañeros de cama corrió a
abrazarla cuando apareció, son misterios que no resolveremos hasta que
entendamos la función filosófica y social del concepto; algo imposible, a su
90
vez, hasta que de algún modo seamos capaces de aprehender la identidad
más profunda que existe entre ambos. En el caso que nos ocupa, parece
claro que las diversas formulaciones competidoras («postestructuralismo»,
«sociedad postindustrial», una u otra nomenclatura a lo McLuhan) eran poco
convincentes, por cuanto su área de procedencia (filosofía, economía y
medios de comunicación) las determinaba con demasiada rigidez; así pues,
por muy sugerentes que fueran no podían ocupar la posición mediadora que
se necesitaba entre las dimensiones especializadas de la vida
postcontemporánea. No obstante, parece que el término «postmoderno» ha
conseguido acoger las áreas pertinentes de la vida diaria o de lo cotidiano;
su resonancia cultural, más amplia que la meramente estética o artística4 43,
distrae la atención oportunamente de lo económico a la vez que permite que
nuevos materiales e innovaciones económicos (en marketing y publicidad,
por ejemplo, pero también en la organización empresarial) se reclasifiquen
bajo el nuevo título. También la cuestión de recatalogar y transcodificar tiene
su propia relevancia: la función activa —la ética y la política— de estos
neologismos reside en la nueva tarea que proponen, es decir, reescribir en
nuevos términos todas las cosas familiares para proponer así modificaciones,
nuevas perspectivas ideales, una reorganización de los sentimientos y
valores canónicos. Si la «postmodernidad» se corresponde con la categoría
cultural fundamental que Raymond Williams llama una «estructura de
sentimiento» (que además, dicho con otra de las categorías cruciales de
Williams, se ha vuelto «hegemónica»), sólo podrá disfrutar de ese estatus si
se produce una profunda autotransformación colectiva, la reelaboración y
reescritura de un antiguo sistema. Esto asegura la novedad y confiere a
intelectuales e ideólogos tareas nuevas y socralmente útiles: algo que
también indica el nuevo término, con su promesa vaga, inquietante o
estimulante de librarse de todo lo que nos parecía restrictivo, insatisfactorio o
aburrido en lo moderno o en el modernismo (entendamos como entendamos
esas palabras). Dicho de otro modo, se trata de un apocalipsis muy modesto
43 Así, el exhaustivo inventario que realiza J. Hermand de la cultura de los años sesenta, "Pop, oder die These vom Ende der Kunst» (en Stile, Ismen, Etikketen, Wiesbaden, 1978), cubre de .antemano casi todas las innovaciones formales de lo que se llama postmoderno.
91
o moderado, una suave brisa marina (y tiene la ventaja de que ya ha
ocurrido). Pero esta prodigiosa operación de reescritura —que puede
conducir a perspectivas totalmente nuevas sobre la subjetividad, así como
sobre el mundo de los objetos— tiene el resultado añadido, que ya
mencionamos antes, de sacarle provecho a todo y reabsorber fácilmente en
el proyecto los análisis como el aquí propuesto, convirtiéndolos en un
conjunto de rúbricas transcodificadoras que poseen una eficaz extrañeza.
No obstante, la tarea ideológica fundamental del nuevo concepto debe
seguir siendo coordinar nuevas formas de práctica y hábitos sociales y
mentales (supongo que, en definitiva, esto es lo que significa la idea de
Williams de una «estructura de sentimiento») con las nuevas formas de
producción y organización económicas que produjo la modificación del
capitalismo —la nueva división global del trabajo— en años recientes. Es una
versión relativamente modesta y local de lo que en otro lugar intenté
generalizar como «revolución cultural» a la escala del propio modo de
producción44 ; de igual modo, la interrelación de la cultura y lo económico no
es aquí de dirección única, sino que es una continua interacción y un circuito
retroalimentado. Pero al igual que para Weber los nuevos valores religiosos,
orientados hacia el interior y más ascéticos, produjeron paulatinamente
«nuevas personas» capaces de desarrollarse en la satisfacción aplazada del
incipiente proceso laboral «moderno», también lo «postmoderno» ha de
verse como la producción de personas postmodernas capaz de funcionar en
un mundo socio-económico muy peculiar. La estructura y los rasgos y
requisitos objetivos de este mundo —si contásemos con una correcta
explicación de ellos— constituirían la situación a la que responde la
«postmodernidad», y nos aportaría algo un poco más decisivo que la mera
teoría de la postmodernidad. No es esto lo que he hecho aquí, por supuesto,
y habría que añadir que la «cultura», en el sentido de lo que se adhiere tanto
a la piel de lo económico que apenas se puede separar y analizar en sí
mismo, es un desarrollo postmoderno que no se diferencia demasiado del
zapato-pie de Magritte. Así pues, por desgracia, la propia descripción
44 Véase TAe Political Unconscious, Princeton, 1981, pp. 95-98 (trad. cast.: Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, 1989, cap. I).
92
infraestructural que reclamo aquí es ya, necesariamente, cultural, y
constituye una versión por adelantado de la teoría de la postmodernidad.
He reproducido mi análisis programático de lo postmoderno («La
lógica cultural del capitalismo tardío») sin modificaciones significativas, ya
que la atención que recibió en su momento (1984) le aporta el interés
añadido de un documento histórico; otros rasgos de lo postmoderno que
parecen haberse impuesto desde entonces se discuten en el capítulo
«Proyecciones postmodernas». Tampoco he modificado la continuación (que
se ha reeditado ampliamente y presenta una combinación de posturas frente
a lo postmoderno, a favor y en contra), ya que, si bien desde entonces han
surgido muchas posturas, su alineación sigue siendo básicamente la misma.
El cambio fundamental en la situación actual implica a quienes, por
principios, pudieron evitar el uso de la palabra; no quedan muchos.
El resto de este volumen aborda esencialmente cuatro temas: la
interpretación, la utopía, las supervivencias de lo moderno y los «retornos de
lo reprimido» de la historicidad. Ninguno se presentaba de esta forma en mi
ensayo original. El problema de la interpretación surge de la naturaleza de la
propia textualidad nueva que, cuando es fundamentalmente visual, no parece
dejar cabida al tipo antiguo de interpretación y, cuando su «flujo total» la
vuelve fundamentalmente temporal, tampoco le deja tiempo. Las muestras
escogidas son el videotexto y el nouveau román (la última innovación
relevante de la novela que, en la nueva reconfiguración de las «bellas artes»
de la postmodernidad, ya no es, como mostraré, una forma o un indicador
muy significativo); por otra parte, el vídeo tiene derecho a sentirse como el
medio más característico de la postmodernidad, y en sus mejores
expresiones se constituye como una forma completamente nueva.
La utopía es una cuestión espacial de la que cabe pensar que sufre un
potencial cambio de fortuna en una cultura tan espacializada como la
postmoderna; pero si ésta se ha deshistorizado tanto y es tan deshistorizante
como a veces sostengo aquí, la cadena sináptica que podría hacer que el
impulso utópico se expresase se vuelve más difícil de localizar. Las
representaciones utópicas fueron objeto de un extraordinario reviva! en los
años sesenta; si la postmodernidad sustituye a los años sesenta y compensa
93
su fracaso político, cabe pensar que la cuestión de la utopía es una prueba
crucial de Lo que queda de nuestra capacidad de imaginar el cambio. Tal es,
al menos, la pregunta que aquí le dirigimos a uno de los edificios más
interesantes (y menos característicos) del período postmoderno, la casa de
Frank Gehry en Santa Mónica, California; también sé" le plantea —por así
decirlo, en torno a lo visual y detrás suyo— a la fotografía contemporánea y
al arte de la instalación. En cualquier caso, en la postmodernidad del Primer
Mundo, utópico (y no otras palabras opuestas) se ha convertido en un eficaz
término político (de izquierdas).
Pero si Michael Speaks tiene razón y no hay una pura postmodernidad
como tal, los rastros residuales de lo moderno han de contemplarse a otra
luz, menos como anacronismos que como fracasos necesarios que
reinscriben el proyecto postmoderno concreto en su contexto, a la vez que
replantean la cuestión de lo moderno para estudiarla de nuevo. No
emprenderemos aquí esta reevaluación, pero los restos de lo moderno y sus
valores —sobre todo la ironía (en Venturi o De Man) o las cuestiones
relativas a la totalidad y la representación— permiten elaborar una de las
afirmaciones de mi ensayo inicial que más inquietaron a algunos lectores: la
idea de que lo que se denominaba «postestructuralismo», o incluso
simplemente «teoría», era también un subconjunto de lo postmoderno, o al
menos eso resulta ser a posteriori. La teoría —aquí prefiero utilizar la fórmula
más incómoda de «discurso teórico»— ha ocupado un lugar único, por no
decir privilegiado, entre las artes y los géneros postmodernos, debido a su
capacidad esporádica de desafiar a la gravedad del Zeitgeist y producir
escuelas, movimientos e incluso vanguardias allí donde se suponía que ya
no existían.
En cualquier caso, este libro no es una panorámica de lo
«postmoderno», ni siquiera una introducción (suponiendo que tal cosa fuera
posible); sus ejemplos textuales tampoco son característicos de lo
postmoderno, ni ejemplos fundamentales o «ilustraciones» de sus rasgos
principales. Esto tiene algo que ver con las cualidades de lo característico, lo
ejemplar y lo ilustrativo, pero más aún con la naturaleza de los propios textos
postmodernos, lo que equivale a decir con la naturaleza de un texto, al ser
94
éste una categoría y un fenómeno postmoderno que ha sustituido al más
antiguo de «obra». En efecto, en una de esas extraordinarias mutaciones
postmodernas donde lo apocalíptico se convierte súbitamente en decorativo
(o al menos se reduce abruptamente a «algo que tenemos por casa»), el
legendario «fin del arte» de Hegel —el concepto premonitorio que señalaba
que la suprema vocación anti o transestética de la modernidad era más que
el arte (o que la religión, o incluso que la «filosofía» en un sentido más
restringido)— se reduce ahora modestamente al «fin de la obra de arte» y a
la llegada del texto. Esto alborota los gallineros de la crítica tanto como los
de la «creación»: la divergencia y la inconmensurabilidad -fundamentales
entré el texto y la obra implican que seleccionar textos de muestra y,
mediante el análisis, hacerles soportar el valor universalizante de un
particular representativo, los transforma imperceptiblemente en esa cosa más
antigua, la obra, que se supone que no existe en lo postmoderno. Éste es,
por así decirlo, el principio de Heisenberg de la postmodernidad, y el
problema de representación más difícil al que se enfrenta todo comentarista,
a no ser que lo resuelva con una eterna proyección de diapositivas, con el
«flujo total» prolongado hasta el infinito.
El «flujo total» de proyecciones vinculables recoge así, de paso,
algunas de las otras objeciones o de los malentendidos inveterados, pero
más serios, ante mis posturas, y también aborda la política, la demografía, el
nominalismo, los media, la imagen y otros temas que deben figurar en todo
libro sobre el tema que se considere serio. En concreto, he procurado
remediar lo que algunos lectores consideraron (con razón) como la ausencia
de un componente crucial en el ensayo inicial: la falta de una discusión sobre
la «orientación de la acción», o la carencia de lo que prefiero denominar,
siguiendo al viejo Plejanov, un «equivalente social» de esta lógica cultural
aparentemente incorpórea.
La orientación de la acción, no obstante, suscita el tema del título del
primer capítulo, capitalismo tardío, sobre el que he de decir algo más. En
concreto, la gente ha empezado a advertir que ese concepto funciona como
cierto tipo de signo y que parece acarrear una carga de propósitos y
95
consecuencias nada claros para los no iniciados45. No es mi eslogan favorito,
y procuro modificarlo con sinónimos adecuados («capitalismo multinacional»,
«sociedad del espectáculo o de la imagen», «capitalismo de los media»,
«sistema mundial», incluso la «postmodernidad» misma); pero como la
Derecha también ha detectado algo que evidentemente considera uri
concepto y un modo de hablar nuevo y peligroso (aun cuando algunos de los
diagnósticos económicos se solapen con los suyos, y un término como
sociedad postindustrial presente sin duda un aire de familia), este terreno
concreto de la lucha ideológica, que por desgracia pocas veces escoge uno
mismo, parece sólido y merece ser defendido.
Por lo que puedo ver, el uso general del término capitalismo tardío se
originó en la Escuela de Frankfurt746; en Adorno y Horkheimer aparece por
todas partes, alternándose a veces con sus propios sinónimos (por ejemplo,
«sociedad administrada»). Estos sinónimos dejaban claro que estaba
implicada una concepción muy distinta, de corte más weberiano y que,
derivada esencialmente de Grossman y Pollock, acentuaba dos aspectos
esenciales: 1) una red creciente de control burocrático (en sus formas más
terroríficas, una retícula al modo de Foucault avant la lettre), y 2) una
interpenetración tal entre gobierno y grandes negocios («capitalismo de
estado») que permite ver el nazismo y el New Deal como sistemas
emparentados (incluso también alguna forma de socialismo, sea benigno o
estalinista).
En su uso actual más difundido, el término capitalismo tardío presenta
notas muy distintas. Nadie advierte ya especialmente la expansión del sector
estatal y de la burocratización; parece un hecho simple y «natural» de la
45 Cf. J. Derrida: «Cada vez que me encuentro -y últimamente sucede con mucha frecuencia- esta expresión de "capitalismo tardío" en textos que tratan de literatura o filosofía, veo claro que la declaración dogmática o estereotipada ha sustituido a la demostración analítica», en «Algunas preguntas y respuestas», incluido en N. Fabb, D. Attridge, A. Durant y C. MacCabe (comps.), La lingüística de la escritura, Madrid, 1989, p. 261. 46 Véase mi Late Marxism: Adorno, or, the Persistence ofthe Dialectic, Londres, 1990; el tema merece un amplio estudio. Hasta ahora sólo he encontrado cuatro referencias de paso, excepto «Political Economy and Critical Theory», de G. Marramao, en Telos, 24 (1974); también, H. Dubiel, Theory and Politics, Cambridge, Mass., 1985.
96
vida. Lo que caracteriza al desarrollo del nuevo concepto frente al antiguo
(que, en términos generales, todavía era consistente con la noción de Lenin
de una «fase de monopolio» del capitalismo) no es sólo que subraya el
surgimiento de nuevas formas de organización empresarial (multinacionales,
transnacionales) situadas más allá de la fase de monopolio, sino, sobre todo,
la imagen de un sistema capitalista mundial fundamentalmente distinto al
antiguo imperialismo, que era poco más que una rivalidad entre los diversos
poderes coloniales, los debates escolásticos (me tienta decir teológicos) en
torno a si las diversas nociones de «capitalismo tardío» son realmente
consistentes con el propio marxismo (a pesar de la continua evocación del
propio Marx, en su Grundrisse, del «mercado mundial» como horizonte último
del capitalismo)47 giran en torno a esta cuestión de la internacionalización y
su descripción (o, más concretamente: si el componente de la «teoría de la
dependencia» o del «sistema mundial» de Wallerstein es un modelo de
producción, basado en clases sociales). A pesar de estas incertidumbres
teóricas, parece justo decir que disponemos de una vaga idea de este nuevo
sistema (denominado «capitalismo tardío» para resaltar su continuidad con lo
que lo precedió, más que el corte, la ruptura y la mutación que deseaban
subrayar conceptos como «sociedad postindustrial»). Además de las
empresas transnacionales mencionadas arriba, sus rasgos incluyen la nueva
división internacional del trabajo, una vertiginosa dinámica nueva en la banca
internacional y en las bolsas (incluida la enorme deuda del Segundo y el
Tercer Mundo), nuevas formas de interrelación de los media (incluyendo en
gran medida sistemas de transporte mediante la containerización), la
informática y la automatización, y la-escapada de la producción a zonas del
Tercer Mundo, junto con consecuencias sociales más conocidas como la
crisis del trabajo tradicional, la aparición de los yuppies y el aburguesamiento
a una escala que, hoy, ya es global.
Al periodizar un fenómeno de este tipo, hemos de complicar el modelo
con toda suerte de epiciclos suplementarios." Es preciso distinguir entre el
establecimiento gradual de las diversas precondiciones de la nueva
47 Véase, por ejemplo, de K. Marx, Líneas fundamentales de la crítica de la economía política, en Obras de Marx y Engels, México, 1977, tomo 21, pp. 89 y 162; tomo 22, p. 34.
97
estructura, que a menudo no guardan ninguna relación entre sí, y el
«momento» (no exactamente cronológico) en que todas cristalizan y se
combinan en un sistema funcional. Este momento no es tanto un asunto
cronológico como una suerte de Nachtráglichkeit freudiana, o retroactividad:
tan sólo más adelante, y de forma paulatina, toman conciencia las personas
de la dinámica de un sistema nuevo en el que ellas mismas están atrapadas.
Esa incipiente consciencia colectiva de un nuevo sistema (deducido de
manera intermitente y fragmentaria a partir de varios síntomas inconexos de
crisis, como el cierre de fábricas o la subida de los tipos de interés) tampoco
equivale exactamente al surgimiento de nuevas formas culturales de
expresión (las «estructuras de sentimiento» de Raymond Williams terminan
siendo un extraño modo de caracterizar culturalmente la postmodernidad).
Todo el mundo reconoce que las precondiciones de una nueva «estructura
de sentimiento» también anteceden al momento en que se combinan y
cristalizan en un estilo relativamente hegemónico, pero esa prehistoria no se
sincroniza con la económica. Así, Mandel sugiere que los nuevos
prerrequisitos tecnológicos básicos de la nueva «onda larga» de la tercera
fase del capitalismo (llamada aquí «capitalismo tardío») estaban disponibles
al final de la Segunda Guerra Mundial, entre cuyos efectos también se
hallaba la reorganización de las relaciones internacionales, la
descolonización y el asentamiento de las bases de un nuevo sistema
económico mundial. Culturalmente, sin embargo, la precondición se halla
(aparte de en una amplia gama de aberrantes «experimentos» modernos que
se reestructuran como si fueran predecesores) en las enormes
transformaciones sociales y psicológicas de los años sesenta, que eliminaron
buena parte de la tradición posada en las mentalités. Así pues, la
preparación económica de la postmodernidad o capitalismo tardío comenzó
en los años cincuenta, después de que se compensase la escasez de bienes
de consumo y de repuestos de los tiempos de guerra y cuando se pudieron
promover nuevos productos y tecnologías (los de los media en un lugar
destacado). Por otra parte, el habitus psíquico de la nueva era exige un corte
absoluto, reforzado por la ruptura generacional conseguida más propiamente
en los años sesenta (entiéndase que el desarrollo económico no se frena por
eso, sino que en gran medida continúa en su propio nivel y siguiendo su
98
propia lógica). Si se prefiere emplear un lenguaje que ahora resulta algo
anticuado, la distinción se asemeja mucho a la que utilizó Althusser para
insistir en la diferencia entre un hegeliano «corte transversal esencial» del
presente (o coupe d'essence)^en el que una crítica de la cultura busca un
único principio de lo «postmoderno» inherente a las características más
dispares y ramificadas de la vida social, y esa «estructura dominante»
althusseriana según la cual los diversos niveles son semiautónomos entre sí,
corren a distintas velocidades, se desarrollan de distinto modo y, con todo, se
confabulan para producir una totalidad. Añádase a esto el inevitable
problema representativo de que no hayun «capitalismo tardío en general»,
sino sólo esta o aquella forma nacional específica, y que los lectores que no
sean norteamericanos lamentarán inevitablemente el americanocentrismo de
mi versión. Éste sólo se justifica en tanto que fue el breve «siglo americano»
(1945-1973) lo que constituyó el invernadero, o entrenamiento especial, del
nuevo sistema, a la vez que puede afirmarse que el desarrollo de las formas
culturales de la postmodernidad es el primer estilo global específicamente
norteamericano.
Mientras, tengo la impresión de que los dos niveles en cuestión, la
infraestructura y las superestructuras —el sistema económico y la «estructura
de sentimiento» cultural— cristalizan de algún modo en la gran conmoción de
las crisis de 1973 (la crisis del petróleo, el final del patrón oro internacional, a
todos los efectos el final de la gran ola de las «guerras de liberación
nacional» y el principio del fin del comunismo tradicional). Estas crisis, ahora
que la polvareda se ha disipado, descubren un extraño paisaje nuevo ya
existente: el paisaje que los ensayos de este libro intentan describir (junto
con una cantidad en aumento de otras investigaciones y consideraciones
hipotéticas)9 48
48 Entre las exposiciones y versiones de este tema, cada vez más abundantes, recomiendo: D. Harvey, The Condition of Postmodernity, Oxford, 1989; A. Benítez Rojo, La isla que se repite, Hanover, N. H., 1990; E. Soja, Postmodem Geographies, Londres, 1989; T. Gitlin, «HipDeep in Postmodernism»: New York Times Book Review, 6 de noviembre de 1988, p. 1; y S. Connor, Postmodernist Culture, Oxford, 1989
99
Pero este tema de la periodización no es del todo ajeno a las
connotaciones de la expresión «capitalismo tardío», que a estas alturas se
identifica claramente con un tipo de logo izquierdista que encierra una trampa
explosiva ideológica y política, de tal manera que el mismo acto de utilizarlo
constituye un acuerdo tácito sobre un amplio espectro de tesis sociales y
económicas esencialmente marxianas, que puede que el otro lado no
suscriba. Capitalismo fue siempre una extraña palabra en este sentido: el
mero hecho de usarla (por lo demás es una designación muy neutral de un
sistema económico y social sobre cuyas propiedades hay consenso) parecía
situarnos en una posición vagamente crítica, sospechosa, por no decir
abiertamente socialista: tan sólo ideólogos de extrema derecha y estridentes
apologetas del mercado la emplean con el mismo placer.
La expresión «capitalismo tardío» sigue haciendo algo de esto, pero
con una diferencia: en realidad, «tardío» pocas veces significa algo tan
simple como la senectud, el fracaso y la muerte del sistema como tal (visión,
ésta, temporal, que más bien parece pertenecerle a la modernidad que a la
postmodernidad). Por lo general, «tardío» transmite más bien la sensación
de que algo ha cambiado, que las cosas son diferentes, que hemos sufrido
una transformación del mundo de la vida que es, en cierto modo, decisiva,
pero incomparable con las antiguas convulsiones de la modernización y la
industrialización. Aunque en cierto sentido sea menos perceptible y
dramática, es más duradera precisamente porque es más completa y
omnipresente49.
Esto significa que la expresión capitalismo tardío también contiene la
otra mitad —cultural— de mi título; no se trata sólo de algo así como una
traducción literal de la expresión postmodernidad, sino que su indicador
temporal parece apuntar a cambios en lo cotidiano y en el nivel cultural.
Decir, por tanto, que mis dos términos —lo cultural y lo económico— se
solapan y dicen lo mismo, eclipsando la distinción entre base y
superestructura que a menudo se ha considerado significativamente
49 En una obra relacionada (vid. supra, nota 7) me he «sentido capaz», como diría H. White, de adoptar el término alemán Spatmarxismus para el tipo de marxismo que podría ser adecuado para el momento del nuevo sistema.
100
característica de la postmodernidad, equivale a sugerir que, en la tercera
fase del capitalismo, la base genera sus superestructuras con un nuevo tipo
de dinámica. Y quizás también sea esto lo que, con razón, preocupa a
quienes no se han convertido al término; parece obligar de antemano a
hablar de los fenómenos culturales en términos, como poco, empresariales,
cuando no en términos de política económica.
En cuanto a la propia postmodernidad, no he intentado sistematizar
una acepción ni imponer ningún significado esquemático coherente, ya que
el concepto no sólo es polémico, sino que además es internamente
conflictivo y contradictorio. Sostendré que, para bien o para mal, es imposible
no utilizarlo. Pero también hay que tener en cuenta que mi argumentación
implica que, cada vez que se usa, estamos obligados a poner a prueba esas
contradicciones internas y sacar a la luz inconsistencias y dilemas de
representación; hemos de hacer todo esto en cada ocasión. La
postmodernidad no es algo que podamos dar por zanjado de una vez por
todas y utilizar después con la conciencia tranquila. El concepto, si lo hay, ha
de encontrarse al final (y no al comienzo) de nuestras discusiones sobre él.
Éstas son las condiciones —las únicas, creo, que previenen el daño que
hace una aclaración prematura— en que se puede seguir utilizando
productivamente el término.
Los materiales reunidos en el presente volumen constituyen la tercera
y última sección de la penúltima subdivisión de un proyecto más amplio
titulado The Poetics of Social Forms.
101
BIBLIOGRAFÍA
Auge, M. (2012). Futuro. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
Baudrillard, J. (1978). Cultura y simulacro. Barcelona: Kairos.
Bauman, Z. (2000). Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Guiddens, A, Bauman, Z, Luhmann, N y Beck, U. (1996). Las consecuencias
perversas de la Modernidad. Modernidad, contingencia y riesgo.
Barcelona: Antropos.
Jameson, F. (1996). Teoría de la postmodernidad. Madrid: Simanca
Ediciones.
Lyotard, J-F. (1987). La postmodernidad. Explicada a los niños. Barcelona:
Gedisa.
Lyotard, J-F. (2006). La condición postmoderna. Informe sobre el saber.
Madrid: Catedra.
Habermas, J. (1993). El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus.
Harvey, D. (1998). La condición de la postmodernidad. Investigación sobre el
origen del cambio cultural. Buenos Aires: Amorrortu.
Harvey, D. (2007). Teorías sobre la cultura en la era postmoderna.
Barcelona: Crítica.
Lipovetsky, G. (2006). Los tiempos hipermodernos. Barcelona: Anagrama.
Popper, K. R. (1973). La miseria del historicismo. Madrid: Taurus.
Vattimo, G. (1987). El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la
cultura postmoderna. Barcelona: Gedisa.
102