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E xplotación simbólica dE los Espíritus sobrE los campEsinos En i locos s ur , F ilipinas Patricia Torres Mejía CENTRO DE INVESTIGACIONES Y ESTUDIOS SUPERIORES EN ANTROPOLOGÍA SOCIAL En la cosmovisión filipina contemporánea se acepta la existencia, en la tierra, de espíritus de muertos que se han adueñado de espacios de la naturaleza y buscan apro- piarse de los bienes materiales producto del trabajo de la sociedad viva; estas entidades liminares, 1 los “muertos vivientes” [v. Knoper, 2003], reciben el nombre de anitos tanto en ilocano como en tagalo y diwata en visaya, las tres lenguas que cuentan con el mayor número de hablan- tes en las Filipinas. Cuando un sujeto fallece su alma no muere sino que se convierte en un espíritu o anito que puede residir cerca del asentamiento donde radicó en vida el individuo; los anitos tienen el poder de provocar enfermedades, heridas o incluso la muerte de quienes, por lo general, constituyen sus descendientes vivos. Múltiples investigadores especializados en el estudio del archipiélago filipino dan cuenta de esta creencia entre todas las etnias del país, tanto para las practicantes del cristianis- 1. Para precisiones conceptuales y su relación con los ritos de paso, véanse en este volumen las contribuciones de Iwaniszewski así como de Fournier y Jiménez.

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Explotación simbólica dE los Espíritus sobrE los campEsinos En ilocos sur, Filipinas

Patricia Torres MejíaCentro de InvestIgaCIones y estudIos superIores en antropología soCIal

En la cosmovisión filipina contemporánea se acepta la existencia, en la tierra, de espíritus de muertos que se han adueñado de espacios de la naturaleza y buscan apro-piarse de los bienes materiales producto del trabajo de la sociedad viva; estas entidades liminares,1 los “muertos vivientes” [v. Knoper, 2003], reciben el nombre de anitos tanto en ilocano como en tagalo y diwata en visaya, las tres lenguas que cuentan con el mayor número de hablan-tes en las Filipinas. Cuando un sujeto fallece su alma no muere sino que se convierte en un espíritu o anito que puede residir cerca del asentamiento donde radicó en vida el individuo; los anitos tienen el poder de provocar enfermedades, heridas o incluso la muerte de quienes, por lo general, constituyen sus descendientes vivos.

Múltiples investigadores especializados en el estudio del archipiélago filipino dan cuenta de esta creencia entre todas las etnias del país, tanto para las practicantes del cristianis-

1. Para precisiones conceptuales y su relación con los ritos de paso, véanse en este volumen las contribuciones de Iwaniszewski así como de Fournier y Jiménez.

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mo como para las no cristianas [v. Almocera, 2000; Bankoff, 1999; Brewer, 1999; Kasberg, 1994; Knoper, 2003; Lewis, 1992; Menez, 1978; Schlegel, 1965; Toh, 1979, 1986].

Los estudiosos sobre religión, cosmovisión, rituales y muerte, que han dis-cutido el concepto de la vida después de la muerte en numerosas culturas tanto simples como complejas, generalmente se refieren a los difuntos del grupo en cuestión, es decir, a los muertos propios o ancestros, más que a los muertos cuya filiación es distinta y carecen de relación con los vivos; es por ello que en este ensayo la atención focal se centra en el devenir de los espíritus de personas que mueren fuera de su lugar de residencia original, es decir, quienes como espíritus son ajenos al territorio donde se manifiestan. Nuestro objetivo es mostrar la violencia simbólica que ejercen estos entes en la sociedad ilocana, con el afán de abrir nuevos debates respecto a la presen-cia de los muertos entre los vivos. Paralelamente, remitiremos a aspectos del ritual como un sistema de actividades simbólicas del proceso ritual, que con base en el sistema cosmovisional varía dentro de parámetros formalizados conforme la situación que deba enfrentarse. En lo relativo a los ritos de paso se ilustrará de manera sucinta y con algunos ejemplos, que la transformación simbólica se lleva a cabo al emplear el sistema de clasificación del mundo ilo-cano, en particular y en el caso que nos interesa para la categoría que define la demarcación ambigua o liminal entre los vivos y los muertos, con actos performativos en el marco del proceso ritual que ejecutan determinados in-dividuos como agentes de transformación.

Los datos de campo en los que se basa este ensayo se recabaron en Filipinas durante dos años de 1980 a 1982; fundamentalmente se hace uso material del recolectado en ilocano en los municipios de Candón y Galimuyod, Ilocos Sur (Figura 1), particularmente en el barangay (unidad mínima de organización polí-tica) Bidbiday perteneciente a Galimuyod.2

Ilocos SurLa región de Ilocos que se delimita a raíz de la constitución de Las Filipinas por parte del sistema colonial hispano en el siglo xvII, se encuentra al norte de la isla de Luzón, la más grande del archipiélago filipino. A la llegada de

2. La información se obtuvo gracias a constantes consejos y llamadas de atención que recibí por parte de los ilocanos respecto a mi comportamiento cotidiano.

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los españoles, esta zona se caracterizaba por el hecho de que sus habitantes tenían una lengua propia y se dedicaban básicamente a la pesca y cultivo de arroz en terrenos de inundación y por voleo en terrenos irregulares. La re-gión se caracteriza fisiográficamente por una cordillera que corre de norte a sur paralela a la costa. El parte aguas de la cordillera tiene una altura casi

Figura 1

Mapa de las Islas Filipinas y ubicación de Ilocos Sur (digitalización de Patricia

Fournier).

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constante de 2,000 msnm y está localizado aproximadamente a 35 km al este de la costa; la cordillera al este y el mar al oeste delimitan la región. Dentro de esta franja que corre a unos 322 km de norte a sur, se conforma un territorio en extremo accidentado, marcado por numerosas vías fluviales. Los ilocanos establecen dos regiones, es decir la de las tierras bajas o el exterior —la más cercana a la costa con una altura máxima de 20 msnm— y la de las tierras altas o el interior alrededor de 20 km de la costa rumbo al este, donde la altura va de 20 a 500 msnm.

En este territorio se abren una serie de valles atravesados por ríos que desembocan en el mar. Los terrenos de los valles son preparados anualmente para cultivar arroz de humedad aprovechando las crecidas de los cauces en épocas de lluvia y, de ser abundante el agua del río, se cultivan hasta tres co-sechas anuales de arroz; en época de secas se preparan las tierras para otros cultivos comerciales, destacando el tabaco claro, el ajo y diferentes hortalizas regadas con agua de pozo extraída con bombas de gasolina [Torres Mejía, 2002]. Hay relativamente pocos terrenos de pendiente moderada en el pie de monte de la Cordillera, zona donde además del cultivo en los valles se prepa-ran terrazas en pendientes más inclinadas que en la franja cercana al mar, los poblados son más pequeños y están más espaciados entre sí.

La diferencia entre los habitantes de las tierras bajas y las altas se expresa cla-ramente por los ilocanos que residen en ciudades y poblados de la costa, quienes ven con desprecio a los del interior. Este es el caso entre los que residen en zonas costeras como Candón y los que viven en Galimuyod, que se ubica en el interior.

La tierra costera se beneficia, además de por su cercanía al mar que permite la pesca y aprovechamiento de sus puertos, por lo expedito de las comunicaciones gracias a la carretera nacional que cruza la zona de norte a sur en dirección a Ma-nila, capital nacional y puerto principal de las Filipinas. Por su proximidad a la carretera, los asentamientos de la costa cuentan con múltiples servicios derivados de la urbanización, es decir electricidad, teléfonos, agua entubada, canales de te-levisión, así como todo tipo de comercios y servicios bancarios. Allí se localizan las capitales de los tres estados que integran la región con sus respectivos servicios de salud, justicia y educación, además de las instituciones gubernamentales de-dicadas al fomento económico. Las iglesias de mayor presencia cuentan con sus templos principales en las tierras bajas. Además, en los poblados más importantes que se ubican en esta zona residen los grupos sociales de mayor prestigio: los

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mestizos (nacidos de ilocanos, españoles y chinos) que suelen ser los represen-tantes políticos y burócratas, los insik (chinos) y los ilocanos más pudientes. Son los grupos con mejor educación, que además de ilocano hablan tagalo (lengua de la capital del país) e inglés y, por su parte y en el caso de los chinos, el cantonés; todos desprecian a la gente de los barrios del interior así como a los pescadores de la costa [Torres Mejía, 2000].

El interior inicia a unos cuantos kilómetros de la costa, de 10 a 20 km, de-pendiendo de la conformación del pie de monte. La naturaleza, muy trasto-cada por la actividad humana, es más pródiga, los terrenos de monte o sin preparación para el cultivo de arroz por inundación se cubren por selva baja, matorrales, plátanos, bambúes, otros frutales como el mango, papaya y árboles a los que se les permite crecer para ocuparlos en su momento como material de construcción. Por lo accidentado del terreno los caminos tienen muchas curvas y, dada la baja densidad poblacional en estas zonas, son menos frecuentados y más angostos que los de la parte baja; el pavimento, cuando lo hay, suele estar en malas condiciones. El tránsito de vehículos de carga y de pasajeros es menor que en las tierras bajas y los servicios son prácticamente inexistentes.

Esta característica del interior es, hasta cierto punto, de frontera con la civi-lización, por lo que a través de los siglos ha sido propicia como zona de refugio para diferentes grupos disidentes: desde que las Filipinas pertenecían al imperio español, durante la dominación americana, en la Segunda Guerra Mundial espe-cialmente durante la invasión japonesa, y en las dos últimas décadas de la adminis-tración del presidente Marcos, cuando instituyó la Ley marcial con él a la cabeza.

En mi estancia en la región, periodo de Ley marcial, los grupos rebeldes del partido nacionalista comunista filipino establecían campamentos en el interior con el objeto de incidir desde allí en la población de todo Ilocos, lo cual hacían también los prófugos de la justicia. Dado que los terrenos del interior son ideales para esconderse, conforme a las creencias religiosas ani-mistas de los ilocanos, en esta área abundan los espíritus de muertos ajenos que no fueron enterrados propiamente con los rituales requeridos, sin que les sea posible el regreso a sus lugares de origen.

Dos tipos de espíritus de los muertosLos campesinos ilocanos, al igual que muchos otros grupos filipinos, conside-ran que cuando alguien fallece su espíritu permanece en la tierra y es posible

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que establezca comunicación con los vivos. Los espíritus llamados anitos, que se cree se encuentran en todas partes, ocasionan problemas e incluso llegan a poseer a los individuos provocando que actúen de manera extraña [Toh, 1986], son de dos tipos de muertos:

1. Los parientes muertos que vagan por la tierra por un tiempo después de mo-

rir, buscando siempre consolar a sus deudos, protegerlos o comunicarles algún

pendiente. Quienes están emparentados con sujetos que fallecieron recientemente,

están alertas a las manifestaciones de los espíritus de esos muertos para ayudarles

a descansar. Hasta que se llevan a cabo ritos mortuorios adecuados y no hay algo

pendiente de resolución relativo a quien falleció, esos espíritus dejan de comuni-

carse con amigos o enemigos y parientes. De haber pendientes, se manifiestan a los

vivos en sueños en la noche o bien durante el día por medio de olores o de objetos

que mueven. No dejan de manifestarse hasta que sus deseos se cumplen, ya sea por

una adecuada interpretación del pariente o con la ayuda de los aniteros, que son los

especialistas que median entre los vivos y los espíritus.

2. El segundo tipo de espíritus corresponde a los muertos anónimos y pertenecen a

personas que fallecieron lejos de su tierra. Son espíritus que no logran ni lograrán

paz, no están satisfechos, por ello es que estos entes liminares no dejan de hacer

presencia en la tierra. Al no estar totalmente muertos, buscan satisfacer sus deseos y

necesidades materiales a través de los vivos.

Es, sobre todo, a este tipo de espíritus a los que se les debe temer porque observan a los hombres y envidian lo que tienen los vivos. Ya que carecen de cuerpo, no pueden trabajar ni tener descendencia, son espíritus que bus-can cualquier oportunidad para exigir de los vivos que satisfagan sus deseos humanos. Su estrategia consiste en buscar que se les moleste o maltrate para poder lastimar o provocarle enfermedades al humano que los molestó, argu-yendo que para devolverle la salud a esa persona o sus hijos pequeños deben pagarles el daño recibido por medio de obsequios específicos, dando a cono-cer sus características claramente a través de los aniteros.

El primer tipo de espíritus, que brindan apoyo y son protectores, han cap-tado particular atención en múltiples estudios que tienen como objeto la re-ligión popular y el culto a los muertos; además, en diversas crónicas acerca de las Filipinas se cuenta con registros al respecto. Según Pardo de Tavera

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[1906] la verdadera religión de los filipinos consistía en el culto a los anitos que, como ya mencionamos, no eran dioses sino espíritus usualmente de los ancestros muertos, por lo que cada familia les rendía culto a los propios para obtener su influencia favorable. Viajeros del siglo xvI y xvII como el conquis-tador español Antonio de Morga [1910] y Antonio Pigaffeta [1989] en su diario del viaje con Magallanes y Giovanni F. Gemelli Careri [1963], quien visitó Filipinas en 1696, registran la costumbre de los filipinos de tener alta-res para sus anitos en las casas. De acuerdo con Morga [1910], a los anitos les ofrendaban frutas, animales o perfumes, en cada hogar tenía sus propios anitos representados en madera de distinta talla.

El segundo tipo de espíritus, menos estudiados, menos reconocidos por investigadores, son espíritus de muertos que no pertenecen a su grupo social, no fueron propiamente enterrados al ser asesinados en batalla, en el destie-rro o prófugos de la ley. Sus cuerpos se abandonaron o enterraron en fosas comunes sin los rituales requeridos, por lo que quedan vagando en la tierra deseando las cosas de los vivos. Proponemos que tienen en común haber sido personas que en vida abusaron o vivieron a expensas de otros.

Es tan seria su presencia que en toda reunión de teólogos católicos —nati-vos y extranjeros— se reconoce que los filipinos “se preocupan por fantasmas y otros espíritus que molestan y atormentan a los vivos. Asumen que los muer-tos pueden regresar y existen varias prácticas para evitar que perturben a los vivos” [Mercado, 1973:231]. Una de las reuniones anuales de teólogos filipinos que se llevó a cabo en 2000, centrada en devociones populares, dedicó una se-sión al tema de “Pasingtabi: el fenómeno de lo visible y lo invisible”. El debate versó sobre los diferentes tipos de anitos presentes en la cosmovisión filipina. En dicha reunión el doctor Fernando Zialcita comentó con respecto a los espíritus que son temidos y violentan cotidianamente el quehacer de los vivos:

los ancestros creían que después de la muerte, la persona se convierte en anito

—no puede ser visto pero aún tiene un cuerpo que puede ser lastimado, herido y

puede tener sed y hambre. Ellos necesitan lo que nosotros necesitamos. Es por eso que

al arrojar agua pueden ser lastimados. La práctica persistente de pedir permiso para

tomar la sombra bajo un árbol “makisilong” es muy importante. Al descansar bajo un

árbol, uno debe pedir permiso porque están aquellos [anitos] que también descan-

san allí [Juntado Hojilla, 2000].

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La violencia de los espíritus ajenos sobre los vivosComo ya detallamos, los espíritus que rondan en la región de Ilocos son mu-chos y de tiempos inmemoriales a la fecha resaltan dos tipos: 1) personas que huyeron a las montañas escapando de la ley o muertos mientras escapaban, principalmente ilocanos originarios de las tierras bajas, y 2) soldados mexica-nos y españoles muertos en batalla, comerciantes y viajeros españoles (los más demandantes), y soldados japoneses y norteamericanos.

La presión que, en su búsqueda para que los vivos les satisfagan sus mun-danas necesidades, generan los espíritus de los anitos en Ilocos es realmente violenta. La presencia del mundo de los muertos en los vivos es cotidiana e incide en todas las esferas de lo cotidiano. Propongo que es otra forma de obligar a la sociedad a generar excedentes o a producir para otros que, de he-cho, no los pueden consumir pero sí los exigen, ejerciendo una presión que puede llevar a la muerte a quien no cumpla con las demandas.

El ejemplo de la cosmovisión lacandona, magníficamente presentada por Marie-Odile Marion [1999], muestra que las mujeres aceptan su posición de inferiores respecto a los hombres porque todo su mundo simbólico, su cosmovisión, les recuerda esa posición y desde esa situación enfrentan lo que llega. El trabajo de Marion supera a muchos, pues logra adentrarse en ese mundo femenino explicando el comportamiento y organización de las muje-res en el medio selvático, así como en relación con el inframundo.

Lo que se observa en Filipinas, por el contrario, es una situación de des-contento hacia el inframundo, el deseo de controlarlo, de negociar al mínimo con los espíritus, porque los individuos están concientes de que sufren abusos por parte de muertos con los que carecen de filiación, y estos ejercen violencia hacia sus personas. Aunque la sociedad acepta su presencia, busca erradicar-los y hacerlos volver a sus tierras de origen para que hablen con los suyos, para que queden en paz y dejen de abusar de los vivos.

Los aniterosExisten especialistas o personas que pueden comunicarse con los anitos y comuni-car sus deseos a los vivos. Son llamados aniteros, conceptualizados como herbola-rios por los españoles y como quack doctors por los estadounidenses.3 Los aniteros

3. El archipiélago filipino quedó bajo el yugo de los Estados Unidos de América a partir de 1898, a raíz de la derrota de España en el marco de la guerra independentista filipina.

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se comunican con los espíritus de los muertos por medio de la lectura de granos de arroz que echan en el agua contenida en un cuenco hecho de la cáscara del coco. Sus capacidades de comunicación con los espíritus se consideran un don divino que suele detectarse desde la infancia de la persona: hombre, mujer o bien homo-sexual siendo los hombres afeminados o bakla los más sensibles [v. Brewer, 2004]. Es un don divino el que se cuente con uno o más aniteros expertos en un poblado, pues se encargan de realizar un diagnóstico ritual para lograr una curación o de de-finir qué clase de compensación ritual se requiere cuando alguien viola la etiqueta o la tradición, quedando a merced de los anitos.

Los aniteros que tuvimos la oportunidad de entrevistar se expresan en forma precisa respecto a los espíritus con quienes median y establecen contacto, a los que ven por medio de la lectura del arroz. El anitero de Bidbiday, campesino de unos 50 años, mostraba cierto enojo respecto a la violencia que ejercen espí-ritus sobre los vivos y sobre la incapacidad de los ilocanos para evitarlos. El no respetarlos, olvidarse de pedir su permiso, ocupar sus sitios en forma abrupta o con descuido, conlleva a que causen daño a la persona que les ofende.

Resalta el hecho de lo accesible que fue este informante pues no hubo nin-guna ceremonia ni reparo para responder de qué manera se comunicaba con los espíritus de los muertos. A diferencia de otras experiencias narradas por antropólogos sobre objetos sagrados o mágicos4 el anitero no mostró ninguna reverencia o trato especial al mostrar el cuenco que conservaba en una de las paredes de la cocina de su casa. Los granos de arroz los selecciona de las se-millas que tiene preparadas para la próxima siembra. Su don lo traen desde el nacimiento y lo saben porque a edad muy temprana pueden ver a los espíritus como si fuesen seres vivos; sus padres, en cuanto sospechan de sus capacidades, los llevan con otros aniteros para que los entrenen en la lectura del arroz y en establecer una comunicación clara para servir de intermediarios. Por tener este don están obligados a servir a la comunidad. Nunca han imaginado cobrar por el servicio, sin embargo, los solicitantes les invitan algo de comer y de beber.

Respecto a su visión de los espíritus, el anitero de Bidbiday hizo la siguiente descripción. Los más importantes o más ricos, están ataviados con vestidos muy elaborados de sedas, encajes y con joyas. Durante sus lecturas los ubica en los espacios en que hacen su residencia, desde casas hasta simples árboles. Él ase-

4. Tengo en mente la narración de Maurice Godelier cuando el líder de los yoruba rompe en llanto al mostrarle los objetos sagrados que simbolizaban su autoridad [Godelier, 1998:179 y s].

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guró que los aniteros son testigos de que los espíritus envidian a los humanos pero también, de las envidias que tienen entre sí; además han observado que la mayoría son hombres maduros y viejos, siendo las mujeres muy pocas y escasos los niños.

En la plática, muy deferente hacia los espíritus, comentó acerca de la capaci-dad que tienen algunos de estos entes, según ha escuchado de otros aniteros, de viajar por tierra y por mar, lo que permite que lleguen espíritus de personas que no han muerto en la región ilocana y la posibilidad de que los de Ilocos partan a otros lugares. Los espíritus de los muertos ajenos viven en un mun-do paralelo al de los hombres pero, aparentemente, nunca quedan satisfechos: no alcanzan la felicidad.

El comportamiento humanoEsta aceptación de los anitos anónimos explica por qué toda acción humana en el interior de Ilocos está llena de precauciones. Así, no se puede iniciar el trabajo en un campo sin cultivar o que lleva varios años en descanso, sin hacer antes rituales con sus respectivas ofrendas, ritos de solicitud de permi-so para cultivar arroz. Lo mismo cuando se decide cortar un árbol, levantar una casa o hacer cualquier construcción. Podríamos compartir la posición de ecólogos defensores de la sabiduría local respecto a la conciencia de mante-ner un equilibrio con la naturaleza, no abusar de los recursos que ofrece la tierra, pero para los ilocanos la razón radica en evitar molestar a algún espí-ritu que tuviese “propiedades” en dicho sitio, pues de lo contrario se pagará caro el atrevimiento.

Antes de ocupar un espacio que lleva tiempo deshabitado o de nueva ocu-pación, generalmente se consulta a algún anitero o anitera para saber quién radica ahí y, si es el caso, indagar lo que piden los espíritus a cambio de que los humanos lo utilicen. Toda actividad fuera de lo cotidiano implica pedir permiso al posible usuario; en toda fiesta o celebración en que se preparan ali-mentos especiales, se sabe que antes de degustarlos o consumirlos deben com-partirse con los observadores etéreos. Así, al preparar comida destinada a las festividades, en especial golosinas de arroz, es necesario destinar una parte para el espíritu, antes de probarlas. Aunque los ilocanos jovenes, conscientes del trabajo y desperdicio que implican estas ofrendas, se han opuesto a esta creencia de los mayores, a fuerza de las críticas que reciben de sus mayores

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se ven forzados a aceptar tales costumbres para ser socialmente aceptados, poder contraer nupcias y llegar a ser padres de familia.

Mi experiencia estuvo llena de regaños al irrumpir en espacios o realizar acciones impropias. Así, alegaron que haberme quemado las manos con la savia del árbol de mango al que subí para colectar las frutas, fue resultado de carecer del permiso, no del dueño del árbol (a quien por cierto sí se lo so-licité) sino de los espíritus que efectivamente estaban allí. Las quemaduras fueron tratadas con ofrendas que puso a ahumar sobre el fogón nanang, la mujer mayor de la casa y anitera, quien hizo la ceremonia solicitando que el espíritu no me hiciera más daño.

A continuación presento tres casos concretos que seguí de cerca, los dos últimos de verdadera agresión de anitos.

Uso de construcciones abandonadas por un tiempoAl estar los campos plantados con tabaco en la etapa de maduración de las hojas, dos semanas antes de hacer el primer corte, se inicia la preparación de las granjas de ahumado, mismas que han estado cerradas por cerca de ocho meses. Antes de entrar a habilitarlas se hace una ofrenda y los dueños de la granja suelen saber qué es lo que apetecen los espíritus que la habitan, ya que consultaron con los especialistas en épocas pasadas. Los Arquero, con quie-nes viví en el barangay Bidbiday, sabían que en su granja habitaba un espíritu de un hombre al que le debían conseguir un puro y un vaso de basi (alcohol de caña) el día en que abrían la granja, y al siguiente día un pastel hecho con arroz glutinoso y leche de coco endulzada (bibingka). Sólo después de pedir permiso y hacer estas ofrendas podían iniciarse los trabajos de preparación de la granja. El descuido traería como consecuencia un mal ahumado o hasta el incendio de la granja durante el trabajo de secado de las hojas de tabaco, como aseguraban que había sucedido ya a otros que quisieron ahorrarse el gasto.

Sobre los incrédulosEl caso de Tiong Tersong es importante por la actitud de negación de los espíritus. Este individuo abandonó las creencias locales al unirse a una iglesia protestante ubicada en un poblado cercano; consideraba como absurdas las prácticas de sus vecinos de presentar ofrendas continuas a espíritus. Tiong cayó enfermo, primero con fuertes dolores de garganta, fiebres y debilita-

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miento progresivo. Su mujer, fiel creyente de los espíritus, consultó, sin la autorización de Tiong, al anitero local, quien le explicó la causa del mal y que el agraviado, anito muy poderoso, pedía a cambio un gran banquete con cer-do cocinado en adobo, plato que sólo se prepara en grandes ocasiones como bodas y sepelios de gente importante. Por supuesto que a Tiong le pareció un absurdo y no respondió a las súplicas de su mujer de preparar el festín para estos supuestos malhechores. Tiong me pidió que lo llevase al hospital central en Manila, en donde los médicos además de tagalo manejan bien el inglés. Serví entonces de traductora al hablar el ilocano y el inglés. Los médicos le detectaron cáncer en la garganta, fue operado y le hicieron una traqueotomía, además de que le pusieron un aparato especial de plata para que respirase. Volvimos al pueblo cuando le dieron de alta pero con pocas esperanzas de una recuperación definitiva. Tiong regresó al trabajo pero recayó y falleció seis meses después.

Su deceso reforzó la creencia de que murió por no aceptar las demandas de los espíritus. En el velorio se comentaba su terquedad, el no escuchar al anitero y allí supe del agravio que cometió, pues Tiong Tersong inició la construcción de su nueva casa sin consultar o pedir permiso a los posibles habitantes del terreno. Según lo que trasmitió el anitero, experto en leer los granos de arroz, cuando Tiong colocó uno de los troncos para iniciar la cons-trucción lo hizo justo en uno de los pilares que sostenía un granero posesión de un espíritu muy rico; el impacto fue tal que derrumbó el poste y el granero se vino abajo con todo y el arroz así como otras posesiones del anito, quien enfurecido atacó a Tiong en la garganta. Nadie lo dudó porque Tiong Ter-song cayó enfermo a las pocas semanas de haber erigido su casa.

En peligro de ser robadoOtra situación, aún más delicada, es cuando los espíritus desean a un pequeño y logran distraerlo para evitar que busque a su familia. En este caso la única solución es engañar a los espíritus cambiando de identidad al niño o a la niña. Los aniteros llevan a cabo la ceremonia sirok ti plato (voltear el plato), que requiere de objetos con valor real y cargados de fuerza.

La pequeña Magui empezó a “perderse” pues mostró desinterés por sus padres y estaba constantemente distraída, sin ánimo de jugar ni comer. Na-nang, la abuela de la casa y reconocida por sus poderes de intermediaria deci-

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dió que debía hacerse la ceremonia a la brevedad “antes de perder a Magui”. Invitó al otro anitero de Bidbiday para asegurarse de no cometer errores por-que se trataba de la nieta de Nanang.5 La ceremonia inició buscando atraer la atención de Magui, de despertar su curiosidad. Ambos hablaban con ella mientras le mostraban una serie de objetos que iban sacando del baúl de la abue-la: monedas antiguas de plata y telas de seda, con las que envolvían a la niña y a las monedas, además de ofrecerle de comer en platos antiguos de cerámica. Era notorio que se transformaba la personalidad de la niña conforme ponía más interés y se le veía más despierta a medida que los dos ancianos la llamaban con un nuevo nombre, mismo que sería usado desde ese momento en adelante esperando así engañar a los espíritus que la deseaban y recuperándola para su familia. La especialista distraía también a los espíritus colocando en una mesa comida de su gusto, preparada en la víspera del ritual. La mesa estaba en un lugar distante de donde se realizaría la ceremonia. Magui se llamó Paty y a par-tir de ese día ya nadie volvió a dirigirse a ella por su nombre anterior: todos los que la conocían estuvieron alertados. La ceremonia de cambio de personalidad fue exitosa y logró recuperar a la niña, engañando a los espíritus.6

Comunicación y compañíaUn caso diferente es el ocurrido a la joven manang Bili, quien estudió teolo-gía en un poblado de la costa. Sus padres le pagaban la renta en un cuarto ubicado en una casa fincada desde el siglo xvIII. Al poco tiempo de vivir en ese sitio, sintió la presencia de un espíritu y, dado que estaba acostumbrada a ellos, entabló conversación. Resulta que eran los espíritus de dos hermanos comerciantes de origen español que murieron en la casa varios siglos atrás y sin entierro. Según comentó Bili, los hermanos eran muy ricos y acostum-braban llevar una buena vida. Ella asegura que se le hicieron presentes de cuerpo en varias ocasiones por lo que pudo describir que vestían pantalones y camisas amplias, botas, su cabello era cano y eran barbados. Bili entabló largas pláticas con ellos y siempre fue respetuosa, por lo que no fue agredida. Ellos intercambiaban sus riquezas por comida con otros espíritus y era tal su

5. Cabe señalar que se me permitió observar la ceremonia a condición de que me mantuviera en un rincón y en silencio.

6. Fue hasta que participé en esta ceremonia que comprendí por qué muchos de los adultos ilocanos no usan el nombre con el que están registrados. También me enteré, más tarde, que hay niños a los que se les ha tenido que cambiar de personalidad más de una vez.

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abundancia que no solían necesitar enfrentarse con los vivos. Acompañaban a Bili y le daban consejos para sus estudios, además de que su compañía le hizo la estancia fuera de casa más llevadera.

Consideraciones finalesLos habitantes de Bidbiday y de otros poblados en Ilocos Sur, exteriorizan la violencia simbólica en la que se sienten atrapados por los espíritus de muertos ajenos de los que quisieran liberarse. Reconocen otros abusos de los que son objeto en campos más tangibles en su vida cotidiana, por ejemplo, por parte de los compradores de tabaco que clasifican las hojas como de grado bajo para pagarles menos por el producto, o bien les cobran altos intereses cuando piden adelantos sobre las cosechas comerciales; reconocen además la violen-cia física de que son objeto por parte de militares, policías y caciques. Pero también reconocen que es más fácil evitarlos, lidiar con ellos y hasta engañar a los vivos que a los ambiciosos e invisibles espíritus de los muertos.

Así, los campesinos del interior de Ilocos enfrentan dos niveles de explotación:1. La de la clase económica y políticamente hegemónica que ha impuesto

una serie de símbolos para legitimar su permanencia, caso del concepto de belleza conforme a los parámetros españoles distintos a los atributos físicos de los ilocanos, por ello los mestizos son más bellos y coinciden con el hecho de que esos sujetos se ubican en una posición jerárquica más alta como políticos, terratenientes y comerciantes. Lo mismo ocu-rre con la lengua, pues sólo los más capaces pueden entenderse con lo-cales y extranjeros dado que hablan ilocano, inglés y cantonés, además de que respecto al atuendo, sólo los poderosos pueden vestir bien al usar zapatos cerrados y angostos con propiedad sin lastimarse los pies [Torres Mejía, 2000].

2. La de los anitos de muertos extraños y anónimos que manifiestan su poder a través de su capacidad de acarrear calamidades a los vivos, creencia que se afirma en la capacidad de los aniteros de comunicarse con ellos, de intermediar en sus demandas y lograr, casi siempre, sa-tisfacerlos. Se fortalece con el hecho de que mueren los que, a pesar de escuchar las demandas de los anitos, no proceden a satisfacerlas. El éxito de mediación expresa el símbolo de la violencia en que man-tienen estos muertos ajenos, a los vivos.

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Abundan las investigaciones acerca del primer tipo de explotación o violencia ejercida de grupos minoritarios sobre sectores mayoritarios de sociedades concre-tas, por ejemplo el pago de rentas por la tierra, préstamos con altos intereses, pago bajo a los productos del campo, pago de fiestas y regalos a jefes, políticos, sacer-dotes o representantes de las autoridades, derecho a mujeres, a criados, a la mejor parte de la cosecha, entre otros. Sin embargo, y en relación con los espíritus cita-dos, parecería no haber registros en la literatura que den cuenta de esta segunda forma de extracción de excedente de productos del trabajo. Las obras que tratan aspectos de lo religioso y dan cuenta de los rituales asociados con el culto a deida-des o a los muertos en algunos sectores de sociedades rurales y urbanas —indíge-nas o no—, hacen alusión a ofrendas y tributos que son adquiridos, elaborados o cosechados en detrimento de la economía, aunque no hacen referencia a rituales, o bien a ofrendas que se destinen a muertos ajenos a los grupos en cuestión.

Estas formas de dar tanto a vivos como a muertos, están rodeadas de car-gas simbólicas que las hacen obligatorias y necesarias con el objetivo de evitar el castigo de los espíritus en caso de incumplimiento, castigos reales que en-vuelven a la sociedad en un ambiente de violencia que pueden ejercer tanto vivos como muertos de no satisfacer las demandas de los espíritus. Lo que ocurre entre los ilocanos es especialmente interesante, pues ilustra que en la sociedad rural del interior las personas se mantienen en alerta constante para evitar los abusos de que son objeto.7 Son parte de su cotidianidad y sorpren-de la naturalidad con que se relacionan con los anitos y lo discreto de lo actos conducentes a obtener su permiso, o bien, a evitarlos.

Son dos mundos paralelos, al igual que expresa Marie-Odile Marion acer-ca del Metlan en la cosmovisión lacandona [Marion Singer, 1998], aunque es difícil bajo la perspectiva occidental entender por qué los ilocanos soportan la violencia de la que son objeto, por qué se mantiene ese respeto a muertos ajenos. Los aniteros han buscado deshacerse de ellos sin éxito, quisieran en-contrar la forma de librarse de ellos de una vez por todas, pero llevan tantos años e incluso siglos intentándolo, que creen que es una tarea imposible y se ha vuelto una práctica en la que están atrapados.

Al parecer, el análisis de este tipo de espíritus que molestan y demandan en forma violenta tributos de los vivos no abunda en la literatura antropoló-

7. Así como para mí era difícil dar cuenta de ellos, para los ilocanos era difícil aceptar que me fuera imposible percibir a los espíritus y que no creyera en su presencia.

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gica. Por ejemplo, el número 94 de la revista Relaciones. Estudios de historia y sociedad [2003] dedica su parte temática a las representaciones sociales de la muerte en México, con ensayos de carácter etnohistórico centrado en los rituales funerarios y el tratamiento de los cadáveres. Quizá por el carácter de las fuentes documentales, no se discuten las causas de la preocupación entre todos los estratos sociales novohispanos por asegurar el bienestar de los muertos mediante un buen funeral e, incluso, el bautizo de los fetos de mujeres embarazadas que fallecen [v. Ruz, 2003; Will de Chaparro, 2003].

Tal vez las mayores similitudes de lo que ocurre con los espíritus en Ilocos Sur puedan encontrarse en la literatura referente a la antropología médica, por ejemplo la investigación de Pedro Pitarch acerca del alma-ch’ulel de los tzelta-les en Chiapas, México, donde el autor da cuenta del temor que se tiene a los lab, quienes son dadores de enfermedad u homicidas. Al respecto, dice:

Al parecer, su figura es la de hombres y mujeres ancianos con el cabello y barba

encanecidos, pero invisibles. Su costumbre consiste en sentarse en pequeñas sillas

alrededor de una mesa a mitad de los caminos para comer y beber: pollo, sopa,

aguardiente, café, de tal modo que cualquier caminante se arriesga a volcar inad-

vertidamente los medicamentos, invisibles también. En represalia, los me’tiktatik

sustraen su ch’ulel para obtener en las ceremonias de curación alimentos al menos

equivalentes [Pitarch, 1996:68].

Los dueños de las montañas bien pueden ser un paralelo etnográfico al ser descritos como hombres ricos con vestimenta mestiza. Por otra parte, Ro-berto Zavala (comunicación personal) considera que los espíritus malignos que he descrito le recuerdan a los que molestan a los popoluca en Veracruz, México. Sin duda se requiere una investigación más detallada y cobertora de manera que se logre una amplia comprensión de la violencia simbólica que ejercen entes liminares no tangibles sobre los vivos, así como de las razones sociales que posibilitan su permanencia.

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