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Los Cuadernos de Arte DRID UNDERGROUND: 1963-1973* Maano Antolín Rato e oo casi todo el mundo sabe, «under- ground» es un término que se utilizó extensamente durante los años 60 y pri- meros 70 -hablo de este siglo XX, por supuesto. Se empleó originalmente en Estados Unidos, y casi simultáneamente en Inglaterra. Según algunos especialistas empezó a dindirse alrededor de 1963, y entonces tenía una aplica- ción limitada. Se rería en concreto a cierto ti- po de cine, de periódicos, d revi tas, y «under- ground» era igual a subterraneo, irregular, clan- destino... y también contenía un vago sentido de conspiración. Pero, a partir de esas chas, el tér- mino se e extendiendo a un campo cada vez más vasto, identificándose finalmente con una parte de la subcultura de los jóvenes -y de los no tan jóvenes- de los Estados Unidos e Ingla- terra y, por reflo, de otros países, entre ellos, claro, España. En esos países de habla inglesa, la palabra «underground» tenía, y tiene, como decía, el sentido de «clandestino». Hace rerencia a acti- vidades políticas. Así, una persona que lleva a cabo acciones extremistas de tipo político, que anda huida, perseguida, que carece de domicilio localizable, se dice que se ha hecho «under- ground». En España, sin embargo, el término en princi- pio careció de las connotaciones políticas direc- tas que sí tenía la palabra «clandestinidad». En M¡drid, en concreto, hacía rerencia a una se- rie de actitudes artísticas, culturales y persona- les que resultaban nuevas, distintas; que se de- sarrollaban era de los canales habituales. Es decir era de los canales que señalaban las cla- ses d�minantes culturales. Antianquistas, des- de. luego, porque mientras no se demuestr� lo contrario, aquí nunca hubo cultura anquista. El «underground» madrileño era reflejo, pues, de lo que luego se llamaría «nueva sensibilidad» o «cultura alternativa» o, en palabra inexacta pe- ro, iy cómo no!, que hizo rtuna en los medios de comunicación de masas, «contracultura». 75 Esta nueva sensibilidad, propia de bastantes individuos de aproximadamente la misma edad, surge de unos planteamientos que en última instancia remiten a la convicción compartida de vivir en el peor de los mundos posibles. Tiene diversas características: una inclinación hacia el orientalismo en especial hacia sus rmas más radicales co�o el Budismo Zen; también hay una cierta actitud ecologista, una gran afición al jazz y al rock (este último incluso llegaría a con- vertirse para algunos en rma de vida y de ga- narse la vida)· y de modo especial, está la di- sión de las llmadas drogas psiquedélicas o alu- cinógenos: LSD, marihuana, hashish, mes ? alina y demás. Todo eso, aparte de un deseo de Jugar, de divertirse, de experimentar, de vivir aparte de las ataduras la generación de los padres: la de· las guerras y las posguerras y los años de inter- minables sequías, y la represión omnipresente, y el aburrimiento hecho seguridad social. En Madrid, por tanto, surge al principio como eco como imitación ·de unas actitudes que ex- portan los elementos más inconrmistas del Imperio Anglosajón. Lo cierto es que se vivía en gran parte de lo que pasaba por ahí afuera. Y de hecho muchos de los términos utilizados -por much� que se empeñen en buscar otro tipo de explicaciones los especialistas oficiales en el lla- mado lenguaje «cheli»- eran transcripción di- recta de los ingleses. Desde «alto», que lo era de «hight», a «viaje» que lo era de «trip». La ve dad es que la mayoría manteníamos contactos d1rec- tos con las músicas, los libros, las revistas en in- glés. Los viajes a Londres, Amsterdam y París, eran imprescindibles. Sólo así se podía estar al día de lo que pasaba en esos sitios donde se creaba el «underground»; y de paso -en especial en los viajes a Marruecos, o al «moro» como se dirá después- uno se aprovisionaba de algunos de esos productos prohibidos que la legislación vigente llama Drogas. Desde luego, en Madrid por aquellos años -mediados de los 60 y primeros 70- no sucedía nada. Y mucho menos se cocía la modernidad. A la ciudad todavía le correspondían con pleno derecho aquellos versos de Hijos de la i, de Dámaso Alonso: «Madrid es una ciudad de un millón de muer- tos, según las últimas estadísticas». Entre los papeles de esos años, he encontrado el proyecto mío de escribir un libro que se iba a titular: drid, capital de la paranoia. Posible- mente resuene en el título, el del libro de Eluard, Capitale de la douleur, pero lo cierto es que por aquellos años la paranoia hacía estragos en Madrid. Y para nada se trataba de una para- noia clínica. Nada de delirios persecutorios. La persecución era real. Uno no estaba psicótico y creía que lo perseguían. Lo perseguían de ver- dad. Y casi todo el rato. Y, por fin, voy a lo de las chas, 1963 y 1973.

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Los Cuadernos de Arte

MADRID UNDERGROUND: 1963-1973*

Mariano Antolín Rato

e orno casi todo el mundo sabe, «under­ground» es un término que se utilizó extensamente durante los años 60 y pri­meros 70 -hablo de este siglo XX, por

supuesto. Se empleó originalmente en Estados Unidos, y casi simultáneamente en Inglaterra. Según algunos especialistas empezó a difundirse alrededor de 1963, y entonces tenía una aplica­ción limitada. Se refería en concreto a cierto ti­po de cine, de periódicos, d� revi�tas, y «under­ground» era igual a subterraneo, irregular, clan­destino ... y también contenía un vago sentido de conspiración. Pero, a partir de esas fechas, el tér­mino se fue extendiendo a un campo cada vez más vasto, identificándose finalmente con una parte de la subcultura de los jóvenes -y de los no tan jóvenes- de los Estados Unidos e Ingla­terra y, por reflejo, de otros países, entre ellos, claro, España.

En esos países de habla inglesa, la palabra «underground» tenía, y tiene, como decía, el sentido de «clandestino». Hace referencia a acti­vidades políticas. Así, una persona que lleva a cabo acciones extremistas de tipo político, que anda huida, perseguida, que carece de domicilio localizable, se dice que se ha hecho «under­ground».

En España, sin embargo, el término en princi­pio careció de las connotaciones políticas direc­tas que sí tenía la palabra «clandestinidad». En M¡drid, en concreto, hacía referencia a una se­rie de actitudes artísticas, culturales y persona­les que resultaban nuevas, distintas; que se de­sarrollaban fuera de los canales habituales. Es decir fuera de los canales que señalaban las cla­ses d�minantes culturales. Antifranquistas, des­de. luego, porque mientras no se demuestr� lo contrario, aquí nunca hubo cultura franquista.

El «underground» madrileño era reflejo, pues, de lo que luego se llamaría «nueva sensibilidad» o «cultura alternativa» o, en palabra inexacta pe­ro, iy cómo no!, que hizo fortuna en los medios de comunicación de masas, «contracultura».

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Esta nueva sensibilidad, propia de bastantes individuos de aproximadamente la misma edad, surge de unos planteamientos que en última instancia remiten a la convicción compartida de vivir en el peor de los mundos posibles. Tiene diversas características: una inclinación hacia el orientalismo en especial hacia sus formas más radicales co�o el Budismo Zen; también hay una cierta actitud ecologista, una gran afición al jazz y al rock ( este último incluso llegaría a con­vertirse para algunos en forma de vida y de ga­narse la vida)· y de modo especial, está la difu­sión de las lla'madas drogas psiquedélicas o alu­cinógenos: LSD, marihuana, hashish, mes?alina y demás. Todo eso, aparte de un deseo de Jugar, de divertirse, de experimentar, de vivir aparte de las ataduras de la generación de los padres: la de· las guerras y las posguerras y los años de inter­minables sequías, y la represión omnipresente, y el aburrimiento hecho seguridad social.

En Madrid, por tanto, surge al principio como eco como imitación ·de unas actitudes que ex­portan los elementos más inconformistas del Imperio Anglosajón. Lo cierto es que se vivía en gran parte de lo que pasaba por ahí afuera. Y de hecho muchos de los términos utilizados -por much� que se empeñen en buscar otro tipo de explicaciones los especialistas oficiales en el lla­mado lenguaje «cheli»- eran transcripción di­recta de los ingleses. Desde «alto», que lo era de «hight», a «viaje» que lo era de «trip». La ve�dad es que la mayoría manteníamos contactos d1rec­tos con las músicas, los libros, las revistas en in­glés. Los viajes a Londres, Amsterdam y París, eran imprescindibles. Sólo así se podía estar al día de lo que pasaba en esos sitios donde se creaba el «underground»; y de paso -en especial en los viajes a Marruecos, o al «moro» como se dirá después- uno se aprovisionaba de algunos de esos productos prohibidos que la legislación vigente llama Drogas.

Desde luego, en Madrid por aquellos años -mediados de los 60 y primeros 70- no sucedíanada. Y mucho menos se cocía la modernidad.A la ciudad todavía le correspondían con plenoderecho aquellos versos de Hijos de la ira, deDámaso Alonso:

«Madrid es una ciudad de un millón de muer­tos, según las últimas estadísticas».

Entre los papeles de esos años, he encontrado el proyecto mío de escribir un libro que se iba a titular: Madrid, capital de la paranoia. Posible­mente resuene en el título, el del libro de Eluard, Capitale de la douleur, pero lo cierto es que por aquellos años la paranoia hacía estragos en Madrid. Y para nada se trataba de una para­noia clínica. Nada de delirios persecutorios. La persecución era real. Uno no estaba psicótico y creía que lo perseguían. Lo perseguían de ver­dad. Y casi todo el rato.

Y, por fin, voy a lo de las fechas, 1963 y 1973.

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No han sido elegidas caprichosamente. Al menos, no del todo. Trataré de explicar por qué.

El año 1963 fue el año en que fui a vivir a Ma­drid. He nacido en Asturias, aunque como ya he declarado, y en más de una ocasión, Madrid es la única ciudad que, cuando regreso de otro si­tio, me hace sentir que vuelvo a casa. No es ra­ro, pues desde hace 22 años, y con intervalos más o menos largos en otros sitios, en Madrid ha estado mi casa.

En fin, retomando esa frase norteamericana tan conocida que pregunta: «lQué hacías tú cuando mataron a Kennedy?» -mi respuesta se­ría: «Acababa de llegar a Madrid».

Además, 1963 fue, el «Annus Mirabilis», el año del Milagro. En 1963, según Larkin, en las Islas Británicas comienza el juego sexual libre, aparece el primer Lp de los Beatles y se publica al fin legalmente la hasta entonces prohibidísi­ma novela de D. H. Lawrence, El amante de La­dy Chatterley.

Considero adecuado aclarar que, a mí, nunca me gustaron especialmente los Beatles -en su supuesta rivalidad con los Rolling Stones, siem­pre fui partidario convencido de la banda de Jag­ger, Richard y el desaparecido Brian Jones. Por otra parte, la publicación legal de la novela de Lawrence me interesa muy parcialmente. Y el famoso jueves sexual libre, que sí considero asunto de alta importancia y diversión, tuvo un florecimiento bastante efímero.

En cualquier caso, esos acontecimientos que se producen, según Larkin, en 1963, confirman en parte mi acierto en la elección de la fecha.

El año 1973 ha sido escogido por cuestiones mucho más personales. A fines de 1973, aparte de tener lugar el conocido atentado contra Ca­rrero Blanco, publiqué mi primera novela. De ese modo dejé de ser «underground» -cosa que, por otra parte, dejaba de ser todo el mundo, pues la cosa contractual iba de cráneo-, tuve una existencia semipública (aparecí por primera vez en TVE, en un programa que realizaba, en­tre otros, el director de este seminario, Moncho Alpuente), y empecé a publicar de modo regu­lar. En definitiva, me he hecho lo suficiente­mente conocido para que me inviten a interve­nir en actos públicos como éste.

¿y qué pasaba en Madrid en 1963? Bastantes cosas, la mayoría desagradables. Pero me voy a limitar a hablar de lo que hacíamos, pensába- _ mos, usábamos y abusábamos una serie de per­sonas que, posteriormente, hemos sido conside­radas parte de aquel «underground». Una serie de personas unidas por complicidad, amistad, intereses mutuos, amor ...

Soy consciente de que todo el mundo consi­dera que lo que ellos hacían en un determinado momento, era lo que hacían todos los demás. Incluso que era lo que todos tenían que hacer. Por ello sé que voy a ser parcial... parcialmente, claro, puesto que insisto que lo que hacíamos,

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pensábamos, usábamos y abusábamos esas per­sonas fue lo más representativo de, digamos, un cierto «underground» madrileño. Así que reali­zaré una especie de autobiografía de un noso­tros. Un nosotros que tiene nombres y, eµ oca­siones apellidos**.

Seguro que me olvido de bastantes, y lo la­mento. Unos se lo han conseguido hacer más o menos. Son escritores, poetas, cineastas, músi­cos, filósofos, periodistas, productores. Algunos se han convertido en funcionarios. Los hay que están en el gobierno. Y los que, incluso este mismo año, han participado en otros seminarios de esta Universidad de Verano. Hay otros ... bueno, no me voy a poner en plan elegíaco, pero la verdad es que no me importa pasarme un po­co y citar aquellos versos que abren el extenso poema de Allen Ginsberg, Aullido:

«He visto a los mejores cerebros de mi gene­ración destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos,

Arrastrarse por calles de negros al amanecer en busca de un chute rabioso,

Hipsters con cabeza de ángel...»

No se trata, me doy cuenta ahora, sólo de una elegía a los desaparecidos o quemados de noso­tros. Incluye el término «hipster», algo que nos gustaba mucho ser y parecer.

Un «hipster», para el que no lo sepa, o no lo recuerde, es alguien que asume «la peligrosidad de una vida vivida siempre en presente» -ha es­crito el novelista norteamericano Norman Mai­ler. Y añade: «Una vida que busca placeres que se puedan 'quemar' en el acto, puesto que preci­samente se rechazan los mecanismos con los que el sistema cristaliza y reproduce -castrán­dolos- dichos placeres. De ahí, radicalismo, apoliticismo y rechazo de todas las categorías y juicios morales basados en otra cosa que no sean los propios comportamientos».

No sé si suena demasiado rimbombante. Des­de luego, nunca hubiéramos expresado nuestros deseos así. Pero lo cierto es que actitudes de es­te tipo fueron castradas por la represión policial, que me parece uno de los principales elementos desencadenantes de los procesos destructivos a que quedaron sujetos bastantes de nosotros.

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De hecho, tengo la experiencia de amigos míos que dejaron de serlo después de una de­tención policial y el correspondiente interroga­torio. Interrogatorio donde no supieron, o no pudieron, estar a la altura de las desagradables circunstancias y se fueron de la lengua. No por propio gusto, claro que no, pues no creo que a nadie le apetezca convertirse en delator de su amigo. Lo que pasa es que la policía es un orga­nismo profesional en la fabricación de delatores, y hay que tener la piel muy dura y ser especial­mente astuto para resistir a una maquinaria co­mo la policial cuando se dispara.

Bueno, había -y hay, por supuesto- que te­ner la piel muy dura y· la mente muy firme para sobrevivir a ésta o a aquella locura. La de un mundo donde los valores supremos son la me­diocridad, la estafa, el engaño, el mal gusto, la falta de educación, el codazo, el rodillazo, lo que sea con tal de que permita imponerse a los de­más. Y no sólo me estoy refiriendo al franquis­mo de aquellos años que aún colea y que exas­peraba esos elementos, me refiero también a lo que entonces se llamaba el «sistema», «el esta­blecimiento», el «poder».

A propósito de poder. Recuerdo que otro de los grupos que funcionaban entonces por Ma­drid, y con el que a veces nos relacionábamos, tenía por cabezas visibles al pintor Eduardo Urculo y al sociólogo Carlos Moya. De ese gru­po formaba parte más o menos el actual rector de esta Universidad, Curri Roldán, según se le llamaba entonces.

Me gustaría, parafraseando a Hemingway, po­der decir que «eran unos tiempos en que éra­mos jóvenes, pobres y muy felices».

Verán, las dos primeras cosas valen, pero ... sólo éramos felices a ratos. Cuando conseguía­mos imponernos al miedo que envolvía por to­das partes. Madrid era, como ya dije, la capital de la paranoia.

Es cierto que, a veces, y como ahora, la ciudad tenía un arcaísmo agradable, simpático, irreal. Incluso surrealista, dado que albergaba a gente como nosotros.

Pero el ambiente era irrespirable. Como muestra creo que puede bastar lo que declaró un alcalde de Madrid de por aquellas fechas. Decía que para solucionar el problema del tráfi­co, lo único que se podía hacer era aumentar el caos circulatorio. Cosa que nosotros celebra­mos, como caóticos convencidos que nos consi­derábamos.

En aquel tiempo andar por la calle con el pelo largo era una fuente constante de complicacio­nes -y no lo llevábamos largo tantos, pues los que trabajaban en empleos fijos y más bien con­vencionales, se lo tenían que cortar por exigen­cias de sus jefes. Aparte de que la «mili» -ex­ceptuados unos pocos que consiguieron hacerse pasar por locos- nos visitaba en el momento más inoportuno (bueno, en el supuesto de que

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exista momento oportuno para que a uno lo en­rolen en el Ejército, que yo creo que no existe).

Con todo, llevar el pelo largo no siempre sig­nificaba cosas buenas. Había una frase muy co­nocida, pronunciada en las revueltas estudianti­les de la universidad californiana de Berkeley· -unas revueltas que aquí tuvieron su punto cul­minante cuando alguien tiró por una ventana dela Facultad de Letras un Crucifijo: y he conoci­do a más de tres y cuatro que se decían autoresde esa defenestración-. Bueno, esa frase era:«No te fíes de alguien que tenga más de 30años». Pues bien, este lema en Madrid se podíaconvertir en: «No te fíes de alguien que lleve elpelo demasiado largo».

Y no me estoy refiriendo a lo que pensara la gente de la calle. Me refiero a lo que pensába­mos nosotros.

Llevar el pelo largo era señal inequívoca de que el sujeto en cuestión hacía tiempo que no había pasado por la cárcel, o el hospital psiquiá­trico penitenciario donde, como se puede imagi­nar, te cortaban el pelo nada más entrar. O me­jor, justo antes de entrar. Y no pasar por esos centros de la represión activa, entre nosotros, implicaba una actividad poco marginal, falta de decisión, silencio y astucia. También podía sig­nificar otras muchas cosas. Por ejemplo, que el que se dejaba detener era un estúpido. O que simplemente había tenido mala suerte.

En fin, en todo caso cuando uno llevaba el pe­lo largo arreciaban los problemas. La mayoría de los taxis no te querían coger. Y recuerdo una vez en que calle de Alcalá arriba, iba con unos amigos y unos curas que pasaban se pusieron a insultarnos.

lPor qué llevábamos el pelo largo? Supongo que se trataba fundamentalmente de una cues­tión de moda. Algo que posteriormente, ya bien entrados los años 70, adoptarían los «progres» -una de nuestras betes naires, pues en algunoscasos eran afines y había que tratar con ellos.Los considerábamos universalmente aburridos,siniestros, tristes y, casi siempre, muy cutres. En

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estos «progres» la melena iba acompañada de pobladas barbas que, luego, a medida que fue­ron integrándose masivamente en la administra­ción y el aparato político socialista, se recorta­rían muchísimos. Así, más limpios y pelados, to­davía se los puede ver tomando copas en el pub de Santa Bárbara, de la calle Fernando VI, su vecino «El Universal», y a ultimísima hora en el Boccaccio.

Recientemente, uno de los miembros más ac­tivos de nosotros, Antonio Escohotado, que hoy es profesor de Etica y Sociología en la Universi­dad de Madrid, opinaba que:

«Nosotros quisimos pinchar la burbuja de la locura, lo que era al mismo tiempo, la liberación sexual prevista por la teoría de la represión del psicoanálisis, la liberación social prevista por el marxismo y, además, una solución individual... Queríamos vivir. Y vivir es romper con la rutina. La ventaja de las drogas interesantes, es decir, de los alucinógenos, es que una vez que se han tomado, y se han tomado bien, con el debido respeto que merecen, uno casi ni las necesita. Bajo ciertas condiciones favorables se puede lle­gar al estado que producen, pues dejan una hue­lla permanente, una generosidad, un ánimo in­menso. Probablemente mis primeras experien­cias con ácido fueron las que marcaron la nece­sidad de una profundización filosófica ya incon­dicional».

He citado in extenso a Escohotado porque sus palabras me parece que contienen algunos de los elementos definitorios de nuestros intereses de entonces. En especial, esas referencias a lo que él llama «drogas interesantes», «alucinóge­nos», o «psiquedélicos», añado yo.

Psiquedélicos, y no psicodélicos. Explicaré por qué prefiero el primer término al segundo, más comúnmente aceptado. Creo que incluso por la famosa Academia que dicen fija y da es­plendor.

La palabra inglesa «psychedelic», de la que se derivan las dos españolas, fue propuesta en 1956 por el doctor Humphrey Osmond -precisamen­te el que iniciaría a Aldous Huxley en la mesca­lina-. El término se extendería rápidamente y de un modo que el propio Osmond declara no haber previsto en absoluto.

Tiene raíces griegas. Viene en concreto de «psiké», que es «alma», «mente»; y de «delos», que significa «hacer visible», «manifestar», «re­velar». Por tanto, psiquedélico sería lo que per­mite manifestarse a la mente, o al espíritu; o al­go capaz de tener efectos profundos sobre la na­turaleza de la experiencia consciente.

Yo elijo «psiquedélico» frente a «psicodéli­co», porque en inglés también existen los térmi­nos «psychology» y derivados, igual que en es­pañol existe «psicología» y derivados, y sin em­bargo, se mantiene «psychedelic», en lugar de «psychodelic».

Bueno, es posible que la explicación no sea

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exacta -lexicólogos tiene la Santa Madre Uni­versidad-, pero es que intervienen factores de tipo sentimental, nostálgico o, tal vez, de reafir­mación vana y petulante de que nosotros fuimos los primeros. Es decir, que cuando empezamos a utilizar la palabra, directamente transcrita del inglés, «psiquedélico», nunca habíamos visto que se hubiera utilizado en español. Así que lla­mar de tal modo a esos productos y lo relaciona­do con ellos me parece propio de un pionero, un miembro de la conspiración psiquedélica de to­da la vida, un viejo «freak» que ha llegado a la edad de hombre. Con eso me basta.

Estos psiquedélicos nos llegaron a nosotros, los «freaks» -un término que se usaba bastante, lo mismo que sus derivados «fricar» y «fricado», y otros emparentados como «flipar» o «flipear», y «flipado», y que hoy podrían equivaler a «colo­carse» y «pasarse»-, nos llegaron decía, los psi­quedélicos, vía Estados Unidos. Y no he conoci­do a nadie en Madrid que se iniciara por canales distintos, ni antes. Aunque quizá haya que ex­ceptuar a un grupo de consumidores marginales, ex legionarios y gente de ese tipo, que ya venían fumando «grifa» desde tiempo inmemorial. Con algunos de ellos llegaríamos a establecer contac­to; en ocasiones bastante estrecho.

Recuerdo que durante unos pocos años era muy celebrada la llegada a Madrid, desde Ceuta, Melilla o donde fuera, de los legionarios que ve­nían a participar en el llamado Desfile de la Vic­toria. Se contaba que hasta traían el trombón de la banda de música lleno de «yerba». Y de he­cho, alrededor de sus cuarteles solían pulular grupos de jóvenes «dílers» que adquirían el pro­ducto y luego lo revendían. Solía ser «grifota» -así se la llamaba-, basta, pero potente.

Pero, hacia el año 64, el sitio donde se vendíamarihuana en Madrid era en la «Cervecería Ale­mana», de la plaza de Santa Ana. Y digo el nom­bre porque esa cervecería ya fue citada en la prensa de la época más de una vez relacionada con este asunto. Llegó a ser un sitio tan famoso, que en una de mis detenciones, hacia el año 69, cuando ya no adquiría en absoluto la yerba en esa cervecería, la policía me dijo que como me vieran aparecer por la «Cervecería Alemana» me detendrían.

Pues bien, allí, y en pensiones próximas, para­ban grupos de beatniks norteamericanos. Uno especialmente característico que recuerdo era un gigantesco tipo, rubio y de pelo rizado. Se llamaba Joel, y decía que había trabajado en las películas underground de Cassavetes o Warhol. Era un sujeto de lo más puro -y no «pureta», como dicen ahora para designar actitudes muy distintas-. Cuando al fin lo detuvieron acusán­dolo de tráfico de drogas, se negó a recibir ayuda de su embajada. No quería tener nada que ver con los representantes de un gobierno asesino (eran los años de la guerra del Vietnam). Termi­nó pasando varios años en la cárcel de Zamora, España.

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Otro de los beatniks que siempre tenía yerba, y solía vender, era algo mayor -o así nos lo pa­recía entonces, pues no creo que tuviera mucho más de 30 años-. Se llamaba Montana. Siempre con jersey de cuello alto oscuro o camisa a cua­dros. Botas camperas. Pelo semilargo. Barba ru­bia. A su lado, y en todo momento, su mujer. Una judía a lo Joan Baez, perennemente vestida de negro y muy aficionada a los signos astrales y los horóscopos. En definitiva, los perfectos mo­delos de beatniks.

Hoy seguro que pasarían desapercibidos, pero en aquella especie de patio de convento con aires cuarteleros que era la calle del Madrid de entonces, resultaban de lo más pintoresco. Has­ta hace poco todavía exponían en el escaparate de un fotógrafo de la calle del Príncipe un retra­to de Montana.

Estos beatniks que digo, y otros, te vendían yerba -a veces mejicana, a veces traída de Tán­ger- bastante barata. Eso siempre y cuando les permitieras pasar la noche en tu casa, donde so­lía haber música, algo de comer y de beber (por lo general botellas de litro de cerveza Mahou, lo que ahora se llaman «litronas» ).

En los primerísimos tiempos no sabíamos li­gar «petardos» ( que así se solía llamar a los «po­rros» entonces). Conque vaciábamos pitillos de tabaco y luego los llenábamos de yerba. Como también desconocíamos el ritual de pasarse de uno a otro el «canuto» (otra designación recien­te, entonces eran «trujas» o «canoas»), nos fu­mábamos la marihuana como si se tratara de ta­baco. Y como tampoco conocíamos a nadie ex­perimentado (los norteamericanos eran muy parcos en sus explicaciones), nos tomábamos muy en serio los efectos, que por cierto eran bastante intensos. De hecho, cuando poco des-

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pués tomé por primera vez LSD no me sorpren­dieron tanto sus efectos. Incluso en aquellos primeros tiempos llegué a anotar con todo deta­lle lo que me pasaba y lo que les pasaba a mis amigos. Esas notas en su mayor parte las rompí a raíz de una detención. No quería que la «pas­ma» tuviera acceso a datos que pudieran com­prometerme o comprometernos.

Lamenté haberlo hecho al redactar estas no­tas (como lo he lamentado con anterioridad al escribir sobre psiquedélicos). Luego no me im­portó. La verdad es que no me preocupa dema­siado ser exacto o no. Si alguien se reconoce, aparte de los ya citados -e incluso ellos- que en ningún caso crea que me estoy refiriendo en concreto a él o a ella. Lo considero sencillamen­te un ente de ficción pues, como es sabido, el pasado es ficción***.

Así que por Madrid andábamos pegándole a la yerba, y enseguida también al hashish, cuando apareció el Acido Lisérgico Dimetil Amida, LSD-25, o ácido a secas.

También nos llegó vía Norteamérica. Lo traía de California -era una de aquellas partidas míti­cas fabricadas en San Francisco por Owsley-. También estaba el Delysid, nombre con el que comercializaban los laboratorios Sandoz el ácido -todavía conservo un prospecto con las instruc­ciones-. Nos lo vendieron otros norteamerica­nos, y a muy buen precio para la época, que ins­talaban juegos de luces en discotecas. Serían de­tenidos en la primavera del 66 ó del 67.

Al parecer esta detención, en la que se vieron implicados algunos de mis amigos -yo, por suerte, estaba en la «mili»-, fue la primera que se produjo en España relacionada directamente con psiquedélicos. Y a raíz de ella se creó una Brigadilla de Estupefacientes específica, al man­do del policía Mato Reboredo, cuyo sólo nom­bre todavía casi me levanta ampollas en la boca cuando lo pronuncio.

El ácido nos supuso algo así como una muta­ción. Siempre señalo que muchas de las actitu­des -mentales, estéticas, físicas- que adopté a partir de entonces, no sé muy bien si se debie­ron al ácido o simplemente eran una cuestión biológica, es decir, a que había dejado la adoles­cencia cronológica. Lo más probable es que se tratara de ambas cosas.

lCuáles fueron las razones que nos llevaron a consumir de forma sistemática el ácido?

Fueron de lo más diverso. Estaba por ejem­plo, Timothy Leary que había declarado a la re­vista Playboy norteamericana -entonces ni se soñaba que llegaría a editarse aquí- que el ácido era el afrodisíaco más potente que se conocía. También estaba toda la literatura de los Mi­chaux, los Huxley, los Kerouacs y demás beats. Blake y los poetas visionarios ingleses tipo Cole­ridge. Baudelaire y sus paraísos artificiales ...

En fin, creo que las siguientes palabras de Mi­chel Foucault pueden resumir bastante bien lo

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que buscábamos. Escribe así el filósofo francés: «Hay momentos en la vida en que la cuestión

de saber si uno puede pensar de otra manera a como piensa, y percibir de otra manera a como percibe, es indispensable para continuar miran­do, reflexionando, percibiendo».

El ácido nos sumió en una alucinación colec­tiva. De hecho, el retrato de la trayectoria indivi­dual de nosotros en ese período tal vez debería ser el relato del cambio -para algunos fue ex­plosión- de los cuerpos, de los discursos, de los modos de ser. Un intento de lograr una sexuali­dad liberada de coacciones morales. Una imagen del cuerpo vaporizada. Tuvieron lugar unas mu­taciones que acarrearon tantos placeres como dramas que había que afrontar, desplazar, subli­mar. Estaban, sin duda, los asaltos contra la fa­milia y la tribu dócil, pero también la búsqueda de complicidad, ternura, seguridad. Lo que mo­tivó que se establecieran unos curiosos lazos de relación y en unos planos que nos asombraban.

Los desórdenes individuales, los encuentros, los amores, la estética que han modelado la bio­grafia de cada uno constituyen -estoy seguro­las causas de una trayectoria de la que sólo estoy proporcionando algunas de las apariencias ob­servables en superficie.

Tengo aquí un documento publicado en 1974. Me parece que en él se ponen de manifiesto al­gunas de las actitudes «underground» madrile­ñas en su estado más exarcebado. Apareció en la revista Papeles de Son Armadans, y se titula «Breve Historia del Underground Madrileño». Extraigo algunas frases:

«El movimiento underground madrileño se caracteriza por su absoluta falta de principios que son aún menos que sus miembros [ ... ] No pretende ser un monte de piedad ni un albergue juvenil; se trata de un movimiento serio que es­tá dirigido por mentes conscientes de su absolu­ta nulidad [ ... ] También se conoce a este movi­miento por el nombre de los lobos de la calle de Alcalá [ ... ] En Madrid no abunda el ácido, pero se sustituye por medio de mezclas de Deseril y Romilar [ ... ] E. Haro es la Rosa Luxemburgo del underground».

Es interesante señalar esa frase: «En Madrid no abunda el ácido pero se sustituye por medio

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de mezclas de deseril y romilar» ( en el original publicado, por miedo a la censura -todavía no había muerto Franco- dice: « ... no abunda el ... do, pero se sustituye por mezclas de de ... eril y Ro ... ar»).

Nunca se llegó -o no llegué yo- a conocer la composición química exacta del Romilar. Es un producto contra la tos que a grandes dosis te ha­cía «viajar». Había que recorrer varias farmacias porque se necesitaban bastantes envases. La do­sis habitual para la tos era de unas seis pastillas al día, o su equivalente en gotas. Pero para tener un viaje fuerte se necesitaban 40, 60, 80 pasti­llas. En ocasiones, se llegaba a las 120. Sus efec­tos laberínticos hicieron época. Es uno de los productos alucinógenos más potentes y, en oca­siones, más desagradables que conozco.

Algo parecido era el otro producto citado. También lo fabricaba la casa Sandoz. Su nom­bre: Deseril. Contenía ácido lisérgico 22 ó 23, no recuerdo bien. Te producía una especie de into­xicación, que una vez soportada, te llevaba a un estado próximo al del ácido fetén, el LSD-25.

En fin, no voy a mencionar todos los produc­tos utilizados aquellos años. Pero lo cierto es que la consulta de vademecuns era obligada. La represión policial interrumpía constantemente la circulación de los productos auténticos y ha­bía que arreglárselas de alguna manera.

La base de todo, como dije, estaba en el can­nabis. Primero en forma de yerba, luego de has­hish. Un hashish que durante cierto tiempo se traía de Tánger. El más preciado era el que ven­día Hammed, del cual se contaba que también les vendía a los Rolling Stones. Y debía de ser verdad, pues en su tienda -una especie de casa de empeños-, había una foto dedicada por Brian Jorres, creo que con la inscripción manus­crita: «Proveedor oficial de los Rolling Stones».

Después, a fines de los años sesenta, cuando empezaron a proliferar los viajes a la India y Katmandú, empezó a circular hash de esos si­tios. Uno muy bueno era el afgano de Mazar-i­sharif que llegaba en bolsos de Loewe, en gene­ral traído por catalanes, que son los españoles que más visitaron esa zona del mundo. También había a veces hash libanés, pero éste venía de Amsterdam, como ocurriría con el ácido de en­tonces. Ya de mucha peor calidad.

Los medios de comunicación de masas desin­formaban sistemáticamente. La verdad es que no han mejorado demasiado desde entonces. Baste como muestra un ejemplo que saco de el diario «El País» (número del 18 de agosto de 1985), donde un intrépido reportero escribe: «La segunda substancia alucinógena de mayor con­sumo en Marbella, es la heroína» -la primera substancia alucinógena a que se refiere es la co­caína. Creo que sobran comentarios. Debe tra­tarse de la primera vez que se consideran aluci­nógenos a los alcaloides sintetizados a partir de las hojas de coca y del opio.

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Aparte de la revista Triunfo, no recuerdo que hubiera demasiadas publicaciones periódicas de difusión masiva de interés. En Triunfo, además de artículos sobre drogas, Carnaby Street y co­sas de ésas traducidos, destacaban los de María José Ragué Arias, y su marido de entonces, Luis Racionero. Solían ser un poco antiguos y excesi­vamente entusiastas, pero proporcionaban infor­mación de primera mano sobre lo que pasaba en la Costa Oeste Norteamericana.

Los demás periódicos eran pura bazofia -pro­bablemente me esté pasando y debiera matizar un poco. No sé, pero tengo una colección de re­cortes de prensa de la época donde encontra­mos, por ejemplo, a un periodista que había fu­mado LSD en Ibiza o se había inyectado mari­huana en Torremolinos. Otros titulaban sus re­portajes «Viaje al abismo de la droga». Entre ellos destacaba el nefasto Alfredo Semprún -nada que ver con el ex militante comunista yescritor Jorge Semprún-. Un ser siniestro quepublicaba en el diario «ABC» cosas como:

« ... grupos hippies o sus congéneres corrompi­dos donde por el camino de las drogas, el vicio y la falta de toda sujeción y freno moral van a en­contrar ellos y ellas la más abyecta corrupción y, más tarde, el hastío, la decepción y la ruina físi­ca y moral, ya de modo irreversible».

Y es sólo una muestra. Podía añadir muchas más. Algunas tan recientes como:

«Las grupies están ... para ser utilizadas. Son chicas alegres y predispuestas a los mayores ex­cesos sexuales, sencillamente están pidiendo a gritos que se abuse de ellas, a todos los niveles. Y son también en la mayoría de los casos, un pasatiempo más que les ayuda a quemar las ho­ras muertas pasadas en la carretera o a consumir el potencial sexual artificial que proporcionan al­gunas drogas» (los subrayados son míos).

La frase está sacada de un folleto publicado este mismo año de 1985, por Ignacio Juliá. Co­mo se puede ver algunas cosas no han cambiado tanto.

La policía era un elemento omnipresente. Nos acosaban. Nos detenían. Nos acusaban. lDe qué nos acusaban?

A mí en concreto de lo siguiente: «Según un auto del Juzgado de Peligrosidad y

Rehabilitación Social de Madrid, se incoa expe­diente de peligrosidad, el número 252 de 1972, a Mariano Antolín Rato en el que se declara:

»Resultando: que por sentencia dictada en es­te expediente se declara en estado de peligroso al encartado (viene mi nombre) siendo sometido al internamiento en establecimiento de Tem­planza hasta su curación y obligación de declarar su domicilio durante dos años y sumisión a la vigilancia de los delegados de la Autoridad du­rante dos años».

Y todo porque una amiga dijo que me había vendido ácido, lo cual, en este caso concreto no era cierto. Me detuvieron y un médico forense

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decidió tras mirarme y decir que parecía nervio­so (ly cómo no, si de él dependía mi libertad?) que era un peligroso social. Total, que condena­do al hospital psiquiátrico penitenciario de Cara­banchel y visitas a la comisaría todos los meses cuando me soltaron.

A veces surgían antiguas historias políticas del pasado ( entonces, a los veintipocos años, to­dos teníamos ya un pasado). Recuerdo un titular del diario «Ya» -no lo he conservado- que de­cía más o menos:

«Comunistas pro-moscovitas detenidos por drogas».

Eso era en la primavera del 68 ó del 69. Y re­sulta que esos comunistas, al parecer, éramos nosotros, que en absoluto militábamos en el partido comunista y mucho menos nos mostrá-bamos inclinados hacia Moscú. Algunos tenía­mos un pasado y, en algunos casos, todavía pre­sente, en la universidad de troskistas, pro-chi­nos, ácratas. No desde luego, de socialistas. Por­que en aquellos tiempos: lcuántos de izquierdas se confesaban socialistas?

Después surgirían socialistas hasta de debajo de las piedras. Habían sido los chicos más for­malitos y serios. Los que hacían oposiciones, te­nían hijos sin pasar, se casaban con sus novias de toda la vida. Vamos, lo contrario de nosotros que, para ellos, éramos unos pirados, unos pasa­dos, unos golfos. En el mejor de los casos, nos consideraban unos románticos. No, no es que hubiésemos cometido ninguna falta grave. Sim­plemente habíamos adoptado una actitud que consideraban «malsana».

Probablemente tuvieran razón. Y el tiempo se ha encargado de demostrar que estaban en lo cierto: ellos harían carrera.

Pero bueno, también éramos todos muy leí­dos. Nos interesaba casi todo tipo de actividad artística. En primer lugar, y como gusto compar­tido por todos, estaba la música. Básicamente el rock y el pop, aunque casi nadie hacíale ascos a la llamada música contemporánea por rara y descolocante que fuera... o precisamente por eso. A veces se asistía a los conciertos del Gru­po Zag, aunque siempre nos parecieron algo académicos.

Bueno, no se podía pasar sin el último disco de -por citar unos cuantos-, los Stones, Traffic, Zappa, Doors, Pink Floyd, Cream, lncredible String Band, que empezaban a editar sus prime­ros elepés. Que aquí no se publicaban, y había que traer de Londres, París o donde fuera.

De conciertos rock, prácticamente ninguno. Se anunció uno de los míticos Kinks, pero no se llegó a celebrar. Estuvieron los Beatles, pero pa­sé de ellos. Creo que hasta el 71 ó 72, en que vi­nieron los Canned Heat y enseguida los King Crimson y algunos más, no hubo prácticamente actuaciones de grupos «underground» (llegó a editarse una serie de Lps con esa etiqueta).

Había los grupos españoles de entonces, que solían cantar en inglés (o catalán como Pau Riba

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o Toti Soler). En aquellos años, lo mismo queahora es hortera que los grupos españoles can­ten en inglés, lo era que cantasen en español. O,al menos, eso nos parecía (a los Raimon, Serraty demás «cantautores» los ignorábamos). Du­rante corto tiempo fueron famosos los concier­tos de los domingos por la mañana del cine «SanPal», y me acuerdo de un festival muy curioso,organizado en un extraño local de Cuatro Cami­nos, que terminó como el rosario de la aurora.

Hubo un grupo sevillano que suscitó cierto interés. Se trataba de los Smash. Incluso llega­ron a redactar un manifiesto, creo que se llama­ba «Manifiesto del borde», donde los Gualberto, Julio Matito y demás sacaban a relucir su psi­quedelia andaluza.

Algunos grupos españoles tocaban en locales madrileños, en ocasiones, agradables. A media­dos de los años 60 el mejor era el «Nicca's», de la A venida de América. Allí actuaron los See­kers, los Masters, los Botines y algunos más. Luego estuvo el «Picadilly», instalado en el mis­mo sitio donde posteriormente montarían el «Rock Ola». Tocaban más o menos esos mismos grupos y, también recuerdo a los primeros Ca­narios haciendo un soul interesante.

Por cierto, a la salida de uno de esos clubs a unos amigos míos les asaltaron unos jóvenes fascistas. Se trataba de un grupo universitario, antecesor de los Guerrilleros de Cristo Rey, que se llamaban Defensa Universitaria. Los agarra­ron, los metieron en un coche y, después de pe­garles, les cortaron el pelo por maricones, según dijeron.

Otro local divertido durante algún tiempo, fue el «Stones», de la calle Villalar. A algunos ami­gos les daban copas gratis para que acudieran y, con su aspecto, proporcionaran ambiente mo­derno al local.

También estuvo el «Chez Lola», de la calle Villamagna, el de mejor música de Madrid. Pero lo cerraban enseguida. No se olvide que Madrid es el lugar que está más cerca del punto cero de todas las carreteras españolas, y que en ese pun-

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to cero, se encontraba la Dirección General de Seguridad.

Tengo la impresión de que en otras ciudades las cosas, en este aspecto, no eran tan duras. En concreto recuerdo lo mucho que me extrañó el «Zeleste», de la calle Platería, de Barcelona, cuando lo visité por primera vez. La gente fuma­ba tranquilamente sus cosas, se pasaba de modo moderado, y nadie los molestaba.

Con posterioridad me he enterado de que también funcionaron en Madrid clubs como «El Parral», «Los Claveles», «El Club del Este». Eran lugares frecuentados por las incipientes bandas de rockers madrileños, como aquella de los «Ojitos negros». Pero de eso supimos cuan­do entramos en contacto con tipos del Rastro, como el mítico Bola, antiguo bailón y rocker vo­cacional, reciclado después como personaje un­derground. (Existe una descripción bastante in­teresante de uno de estos tipos -aunque en la versión barcelonesa del Barrio Chino- en el li­bro de Oriol Romaní: A tumba abierta. AutoMo­grafía de un grifota.)

Los que nos gustaba el jazz teníamos el anti­guo «Whisky Jazz», de la calle Villamagna. Allí pudimos asistir a «jam sessions» memorables. En concreto recuerdo haber escuchado a los sa­xos Dexter Gordon y Jerry Mulligan, acompaña­dos por los fijos del local, como Tete Montoliu o Peer Wyboris.

Pero de los sitios de los que se hablaba de ver­dad, era del «Paradiso», de Amsterdam, o de los clubs de Londres, tipo «Marquee» o «Speakea­sy», y de otros sitios del extranjero semejantes. Se consideraba que donde pasaban las cosas de verdad era allí. Cosas que las más de las veces vivíamos por delegación, a través de las prolijas explicaciones de un amigo que había estado re­cientemente, y de las revistas que traía: «Oz», «Time Out» y otras por el estilo.

Aquello de Mayo del 68 nos cogió muy de la­do. Y a se sabe cómo son los franceses -decía­mos. Además, teníamos ya bastante con defen­dernos de lo que nos pasaba aquí. Y encima, se trataba de estudiantes y, por entonces, los estu­diantes -y nosotros habíamos dejado de serlo hacía muy poco, o algunos aún lo eran- nos pa­recían poco interesantes.

Pero con los españoles de París se mantenían bastantes contactos. Su guru era Agustín García Calvo, al que ya habíamos conocido en Madrid. En concreto, después de su expulsión de la Uni­versidad en 1965, y cuando tenía su academia en la calle Desengaño, entramos en contacto con él. Propuso que asistiéramos a una experiencia suya con LSD. Impuso tales condiciones, que nos negamos. Sin embargo, para ciertas perso­nas fue importante. Posteriormente, en 1974, el propio García Calvo publicó un libro, Las cartas de negocios de José Requejo, donde recoge con bastante fidelidad las distintas vicisitudes de un

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joven español exiliado de la última o penúltima hornada.

Y siguiendo con libros. Nos interesaban bas� tantes autores. Marcuse hizo furor entre algu­nos. Y lo mismo Freud, Norman Brown, Walter Benjamin, Adorno y Umberto Eco. Alan Watts y Suzuki eran lectura obligada para los interesa­dos por el orientalismo. Y Timothy Leary, sobre todo una adaptación suya del Libro tibetano de los muertos, especial para viajes de ácido, que yo mismo traduje y circuló ciclostilada.

También estaba Kerouac, que se decía que hacía referencias constantes a la droga. Lo cierto es que esas referencias, en las versiones de Lo­sada que circulaban por aquí, no aparecían por nmgún lado. Años después tuve ocasión de tra­ducir sus novelas En el camino y Los vagabundos del Dharma, y descubrí que en las ediciones ar­gentinas, traducían «grass» ( que es «hierba» y «marihuana»), por «maleza». Y se decía que una chica que tenía aspecto de «yonqui», parecía una «alemana». Y son sólo un par de ejemplos 'elegidos al azar.

Se leía y comentaba bastante a William Bu­rroughs, y Malcolm Lowry, Scott Fitzgerald, Ar­taud, Rimbaud, Baudelaire, Daumal, Henry Mi­ller. A algunos les gustaban los franceses del «nouveau roman», con Robbe-Grillet a la cabe­za. Pound era venerado, en ocasiones por gente que nunca lo había leído. Y T. S. Eliot, Joyce, los futuristas rusos, los dadaístas, los surrealis­tas. Lorca y Cernuda, además de los postistas, también eran apreciados. A casi ninguno le inte­resaron especialmente los escritores del boom sudamericano -pero en esto de las lecturas, las preferencias resultaban bastante personales. Porque había el que adoraba a Cortázar y el que seguía a García Márquez. Otros se inclinaban por Lezama Lima, Severo Sarduy y Cabrera In­fante. A muchos les encantaba Manuel Puig.

En fin, se leía algo de poesía china -la antolo-

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gía de Marcela de Juan era casi obligatoria-, y los escritos zen. Fue importante el ensayo sobre lo Camp de Susan Sontag. Nos hizo descubrir lo mucho que de Camp teníamos. Algo que la pro­pia Sontag define como:

«Una cierta moda de esteticismo. Una manera de mirar el mundo como fenómeno estético, donde no se utilizan sólo categorías de belleza, sino de artificio y estilización. Se carga el acento en el estilo menospreciando el contenido, o manteniendo una actitud neutral con respecto a ese contenido».

En pintura primaba el Arte Pop, y el efímero Arte Psiquedélico. En los últimos años 60 hubo una exposición de W arhol, Lichenstein y demás en la Galería Kreisler, de la calle Serrano, que fue muy celebrada. Uno tampoco solía perderse las exposiciones de la Galería Vandrés. En oca­siones se presentaban cosas tan novedosas y descontextualizadas como los vídeos de Munta­das.

Había muchos posters. Beardsley era un tópi­co. Y lo mismo aquellos carteles del Fillmore que anunciaban actuaciones de las bandas cali­fornianas: Jefferson Airplane, Grateful Dead, Moby Grape y las restantes. Hubo una época en la que todo el mundo, no sé muy bien por qué, tenía reproducciones de cuadros hiperrealistas. Miró y Dalí constituían otros de los tópicos.

En cuestión de libros, se me olvidaba que la afición a la ciencia-ficción era bastante común. Por otra parte, a Warhol se le conocía por sus películas. Pero, especialmente por la Velvet Un­derground, que para algunos supuso una autén­tica conmoción.

En cine, hicieron furor las películas de Ri­chard Lester, con o sin los Beatles. Gracias a los Cahiers du Cinema franceses, y su trasunto espa­ñol Film Ideal, descubrimos a los clásicos nor­teamericanos: Hawks, W alsh, Fuller... Se cele­braban mucho las películas de Hitchcock. Y so­bre todo, 2001: Una odisea del espacio, de Ku­brick, considerada la película underground más cara jamás filmada. Yo no compartí ese entu­siasmo, pero sí el que se manifestaba hacia Ser­gio Leone y sus denostados «spaghetti western», con Clint Eastwood y Lee Van Cleef. Las pelícu­las de terror de serie B, como las producidas por Corman, se valoraban mucho, y lo mismo otras serie B, en este caso western, como los que rea­lizó Bud Boetticher, con Randolph Scott de pro­tagonista.

De los españoles, recuerdo las de Berlanga, y luego las que gustan a todos de Buñuel. Las de la famosa «Escuela de Barcelona», siempre ter­minaban cargando. Lo que no ocurría con Gon­zalo Suárez, apreciado como cineasta y sobre to­do como autor de relatos.

El ocultismo, Lovecraft, Aleister Crowley, Tolkien y otros así les gustaba a muchos. Y lo mismo los tebeos que publicaba Bum Lan, y los de superhéroes de la Marvel Comics Group, en

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especial los del Doctor Extraño y Estela Platea­da (Silver Surfer en el original); y en general los dibujados por Jack Kirby, o el filipino Alex Ni­ño. Asimismo, en publicaciones extranjeras se seguían las historias de Robert Crumb, o las de Gilbert Sheldon.

Se había impuesto el pantalón vaquero, a ve­ces con petachos y remiendos, y desflecado por abajo. Los chaquetones afganos formaban parte de la moda otoño-invierno. Tampoco faltaban las camisas indias. La minifalda y las botas en las chicas, convivieron enseguida con las faldas largas. Mucho glitter en la época en que estuvo de moda. Henna en el pelo. Botas camperas in­cluso cuando los grandes calores. Chaquetas de terciopelo. Chaquetas de pana negra. Gafas de sol a todas horas, como las de Dylan. Capas ma­rroquíes. Pachuli. Jerseys de Formentera.

Las barritas de incienso eran un regalo muy apreciado que se traía a los amigos cuando se sa­lía por ahí (en España no se vendían). En las ca­sas, la decoración podía resumirse en «todo en el suelo». La gente empezaba a preocuparse de los platos y las tazas. Se procuraba que fueran objetos bonitos, aunque cada uno resultara dife­rente a los demás.

Debo confesar que hubo quien calificó des­pectivamente la casa de uno de nosotros de Ho­tel Pimodan de Madrid. Se recordará, sin duda, que en ese hotel de París se reunían, a mediados del siglo XIX, Baudelaire, Gautier, Nerval y los demás escritores y artistas del llamado «Club de los Asesinos».

La vida se desarrollaba fundamentalmente en las casas. En el exterior, la calle era hostil, y sólo se salía para cubrir las necesidades más perento­rias, y por cuestiones de trabajo, claro.

La radio no existía -las FM vendrían mucho después. La televisión prácticamente no se veía. Hubo algunas series, como Los intocables, bas­tante celebradas. Durante corto tiempo en la Se­gunda Cadena se emitió un programa titulado «Ultimo grito», donde aparecieron algunos mú­sicos interesantes.

Están los que se fueron a Ibiza, o al campo en general, y volvieron escaldados. Los que se que­daron allí huyendo de la ciudad, terminaron de hippies. Pues lo cierto es que la ciudad, por agresiva que fuera y por muy tomada por el ene­migo que estuviera, ofrecía más posibilidades de protección mutua, de contactos, de casas a las que ir, de información.

Como se verá, he realizado una crónica super­ficial de algunos miembros de un grupo que no se corresponde con la imagen estereotipada de los hippies y de Mayo del 68, creo. Desde luego, compartíamos algunas de sus actitudes, pero me parece que andábamos todavía mucho más errantes en sentido espacial y temporal. Lo que pasaba en Madrid, y en general en España, más bien nos molestaba. La cuestión era mantener

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una existencia alejada de lo inmediato, mostrar­se muy «cool», muy frío, muy tranquilo, muy despegado de la realidad. Porque había unas normas de conducta no establecidas, pero que había que seguir. Lo fundamental era no moles­tar a los otros. Si uno lo pasaba mal, si en su via­je no le iba todo lo bien que deseaba, no se po­dían hacer aspavientos. Uno se pasaba los malos ratos él sólo. La norma principal de educación consistía en no dar nunca la lata a los demás.

Luego, ese «cool», a principios de los años 70 se acrecentó con la llegada de los opiáceos. Al­gunos de los de entonces se colgaron edel opio, caballo o lo que pasa por esos productos, y las relaciones se destroza-ron.

NOTAS

* Este texto es el de una conferencia pronunciada en laUniversidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, dentro del Seminario: Madrid resucitada. Crónicas urbanas, celebrado del 26 al 30 de agosto de 1985.

** Algunos son: Eduardo Haro lbars, José Ramón Rá­mila, Jesús Ruiz Real, Alfredo Embid, Leopoldo Panero, Antonio Martínez Sarrión, Miguel Pizarra, Charo Prada, Víctor Erice, María de Calonje, Pepe Palao, Cristina Loren­zana, Antonio Escohotado, Santiago Noriega, Joaquín Lle­dó, Carlos Rodríguez Sanz, Juan Luis Ramos, Julio Herre­ro, Iván Zulueta, Manolo Sáenz de Heredia, Waldo Leirós, Mercedes Juste, Miguel Ruiz Bravo, Blanca Uría, Antonio Gasset, Ricardito Franco, Will More, Magdalena Redón, Fi­to Domínguez, Alfonsito, Cucha Salazar, Mario Pacheco, Gerardo Bellod, Javier de Federico, Eisa, Lola, Rafa Ara­cil... y muchos que, seguro, olvido.

*** Dos de los citados en la nota anterior se encontra­ban entre el público.