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Duna Azuladea siempre ha soñadocon viajar y conocer todos lossecretos del Continente. Uninesperado día, la mandan atrabajar al Palacio Real comodoncella y su vida de campesinacambia para siempre. Allí conoceráal valeroso e inalcanzable príncipeAdhárel, por quien se veráirremediablemente atraída, y a suarrogante hermano Dimitri.

De ese modo dará comienzo unacarrera a contrarreloj para detenerla guerra que amenaza al reino deBereth, enfrentarse a una magia

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ancestral y olvidada, y averiguar laprocedencia del misterioso dragónque ronda el bosque… pero ¿estaráDuna dispuesta a sacrificarlo todopor enfrentarse a su destino?

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Javier Ruescas

Encantamientode luna

Cuentos de Bereth - 1

ePub r1.0Haiass 18.10.14

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Título original: Encantamiento de lunaJavier Ruescas, 2009Ilustración de la cubierta: AnnaMaldonado VallhonestaDiseño de cubierta: Eva Olaya MartínTexto adicional (poesía): CarlotaEchevarría Alemany

Editor digital: HaiassePub base r1.1

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A mi princesa.Por haberme dejado rescatarlade la torre sin darme cuenta de

que era yo el que estabaprisionero.

A mi familia.Por haberme tratado siempre

mejor que a un rey.

A mi abuela María.Por ser el hada madrina de

todos los cuentos.

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Prólogo

Érase una vez una niña que lloraba. Eracomprensible que llorase ya que supadre se había marchado y la habíadejado sola. Bueno, sola no, porque eranmuchos los que cuidaban de ella, peroninguno era su padre. Él había muerto. Yel día de su décimo cumpleaños, nadamenos.

Ariadne, que así se llamaba la niña,cerró la puerta de la habitación y sedeslizó hasta el suelo sin dejar de llorar.Hacía mucho que no la dejaban solapara pensar. Comprensible, todavía era

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pequeña.Pero esta niña no era una niña

corriente; en absoluto. Era la princesadel reino de Bereth y a la mañanasiguiente se convertiría en la reina.Echaría de menos a su padre, AmadísForestgreen, pero cumpliría la promesaque le hiciera unos días atrás de quesería fuerte.

Era costumbre en todo el Continenteque quien fuese a gobernar un reinodebía componer durante la nocheanterior a su coronación una poesíallegada de la inspiración divina ysusurrada por las musas de la creación.Aquellos versos le guiarían hasta el

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último de sus días. Hasta el final de sureinado.

Por eso Ariadne se había encerradosola en aquella habitación, para escribirla Poesía Real. Las palabras que seconvertirían en el himno de una nación,en un legado para la historia. Le habíandicho que, al amanecer, su poesía seríarecitada en cada templo, escuela y hogarpara que todos los berethianos laaprendiesen de memoria y descubriesenuna enseñanza personal en sus palabras.Y, sin embargo, solo una persona debíadescubrir el auténtico significado de losVersos Reales: su propio autor. Ya quesi, en alguna ocasión, un enemigo

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descubriese el secreto que se ocultabatras aquellas palabras antes de que lohiciese quien las escribió, todo estaríaperdido.

Por eso las guerras más mortíferasdel Continente se libraban en lasbibliotecas; entre libros y estanterías,con una pluma como espada y la tintacomo sangre. Pues, aquel quedesentrañara los laberínticossignificados de las Poesías Reales delos Reinos vecinos lograría, tarde otemprano, hacerse con su poder.

Ariadne se secó las lágrimas algomás tranquila. Ya tengo diez años,pensó, puedo escuchar a las musas sin

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miedo.Se puso en pie y avanzó lentamente

hasta la única silla de la habitación.Tomó uno de los pergaminos en blancoque había sobre la mesa, mojó la plumaen tinta, respiró hondo y comenzó aescribir.

Bajo el frío de laentera,

luna con brillo desangre,

se reúnen en el claroel Mensajero y la

Amante.Al abrigo de las

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sombras,rodeados por los vivos,discuten sobre la

muertey sellan nuestro

destino.

Sabed lo que allí elHeraldo

con voz ronca y secadijo:

«Has de guardar tusecreto,

porque corre un granpeligro

tu tesoro más preciado,

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si alguien llegara aoírlo».

Ella cayó de rodillasy lloró desconsoladapero él ya le advirtióque no le pidiera nada.

Sus palabras rebotaronen el dolor de su almay ella no pudo hacer

másque suplicar, desolada:«Por el día lo protejo,en mis vestidos lo

guardo,pero cuando cae la

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noche,¿cómo saber que está a

salvo?

Ayudadme; habéis dehacer

que nadie puedatocarlo,

y que sufra todo aquelque un día quiera

dañarlo,como causa mi

desdichael amor por el que

ardo».El anciano conocía

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el futuro de la damay se lo quiso mostrarpara evitar la

desgracia.

Pero ella miró a unlado

como si no viese naday con gesto decididodio la cuestión por

zanjada:«Si no puedes

protegerlohaz de mi tesoro un

armay la mantendrás oculta,

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pues nadie deberáusarla».

Y así es como secumplen

los deseos de las musas.Poco a poco las

historiasvan despertando

inconclusasy un final feliz en ellases vana esperanza

ilusa.

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Los hombres mueren, losimperios se desploman, las

obras de arte desaparecen, lascostumbres cambian, las

lenguas se transforman… perolos cuentos permanecen.

LOLA LÓPEZ DÍAZ,Tiempos modernos, lecturas

antiguas.

El hijo del rey estuvo todo eltiempo a su lado y no dejó de

decirle cosas agradables; lajoven doncella no se aburría

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en absoluto y se olvidó de loque le había recomendado sumadrina, de modo que oyó la

primera campanada de lasdoce de la noche cuando

pensaba que no eran más quelas once: se levantó y huyó tan

ligera como una cierva.El príncipe la siguió, pero no

pudo alcanzarla. Dejó caeruno de sus zapatitos de cristal,

que el príncipe recogió conmucho cuidado.

Cenicienta llegó a casasofocada, sin carroza, sin

lacayos y con feos vestidos:

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de toda su magnificencia no lequedaba más que un zapatito,

la pareja del que había dejadocaer.

CHARLES PERRAULT,Cenicienta o el zapatito de

cristal.

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1El traidor

Las calles de Belmont estaban desiertasy oscuras. Las nubes ocultaban la luna ylas estrellas. La llovizna no se hizoesperar y, poco después, comenzó a caeruna fina pero insistente cortina de aguasobre los tejados de las casas. Lospocos animales que no tenían dondeguarecerse corrían de un lado a otroespantados y tirando cuanto encontrabana su paso.

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El encapuchado cabalgó hasta lamuralla de la ciudad y esperó sininmutarse bajo la lluvia a que se abriesela puerta. De repente, las enormesbisagras comenzaron a chirriar ylentamente pudo ir viendo el interior delreino. Cuando tuvo espacio suficientepara pasar, espoleó a su caballo ymarchó en dirección al castillo quehabía en su interior, en lo más alto de lacolina, más allá de las casas.Completamente seguro del camino y sinnecesidad de detenerse a comprobarlo,cruzó la ciudad como una exhalación sinmás ruido que el de los cascos de sucaballo amortiguados por el barro. Los

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relámpagos iluminaban ocasionalmentela portentosa silueta. La magníficaconstrucción tenía menos altura que elpalacio de Bereth, pero, por otro lado,ocupaba más terreno. A su alrededor, losbelmontinos habían construido un fosode agua infranqueable que solo podíasalvarse mediante el puente levadizo. Elencapuchado se detuvo al final delcamino de tierra y esperó a que elpuente bajase para poder cruzar el foso.Como ya ocurriera la vez anterior notardó en oír las cadenas, y el puentelevadizo fue descendiendo lentamentehasta alcanzar el otro extremo del foso,donde aguardaba el encapuchado.

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En el otro extremo apareció unafigura alta que le hizo un gesto para queavanzase. Con la oscuridad que reinabadentro del patio no pudo distinguirningún rasgo de aquella sombra, pero nopor ello se amedrentó. Espoleó alcaballo y trotó lentamente hasta él.Cuando estuvo a su lado, descabalgó yagarró por las riendas al caballo, el cualparecía estar, de pronto, nervioso yagitado.

—Quieto —le susurró elencapuchado—. ¡Sooo…! El animal serevolvió y piafó sin hacer caso a suspalabras. —¡Quieto te digo!— volvió aexclamar.

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De pronto, el caballo se alzó sobresus patas traseras y al hombre se leescapó la brida de las manos. El otroindividuo ni se inmutó. El caballorelinchó asustado unas cuantas vecesmás antes de salir al galope por elpuente, que comenzaba a izarse.

—¡Subidlo! ¡Rápido! —gritó elencapuchado mientras corría tras elanimal sin ninguna posibilidad dealcanzarlo—. ¡Se va a escapar!

Y entonces el caballo llegó al finaldel puente. No pareció advertirlo y seprecipitó a las aguas emitiendo unsonoro relincho que terminóperdiéndose en la tormenta.

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El encapuchado se giró hacia elhombre con el puño en alto.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no habéissubido el puente más rápido? ¿Cómovoy a volver ahora?

—Seguidme —contestó el otrohaciendo caso omiso de su enfado.

Dio media vuelta y avanzó por elencharcado patio interior del castillohasta una puerta situada al otro extremo.El encapuchado le siguió tras arroparsemejor con la capa y maldiciendo elmomento en que había decididoemprender aquel viaje.

Temiendo que pudiese tratarse deuna trampa, el encapuchado agarró la

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empuñadura de su espada con fuerzabajo la capa. Varias antorchasiluminaban el interior del pasadizo. Eleco de sus pisadas y la tormenta delexterior era el único telón de fondo.Cada sombra ponía más en guardia alencapuchado. Cada nuevo pasadizo leinfundía más temor que el anterior. Sinembargo, su guía parecía estarcompletamente tranquilo y avanzaba conpremura por aquel siniestro lugar.

Tras andar un buen trecho y haberperdido la orientación, el encapuchadole preguntó al otro hombre:

—¿Adónde me lleváis? ¿Faltamucho?

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No obtuvo respuesta.—¡Os estoy hablando! Os he

preguntado que adónde me lleváis. —Elhombre siguió sin decir palabra—.¡Maldita sea, decidme ahora mismo…!

—Es aquí —le interrumpió elhombre. Habían llegado al final de unpasillo. Frente a ellos se alzaba unaespléndida puerta con relieves.

El hombre llamó con los nudillos, laabrió y después se apartó para dejarpaso al encapuchado, quien le dirigióuna mirada hostil al pasar junto a él.Entró en la lúgubre estancia y la puertase cerró a su espalda. Aunque había másluces en aquella habitación que en el

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resto de pasillos, seguía estandoenterrada en sombras. No sabía haciadónde dirigirse, por lo que se quedóesperando, inmóvil.

—Podéis avanzar, no vamos amorderos —bromeó una voz profunda ypegajosa que hizo estremecer alencapuchado. Quien había hablado seencontraba frente a él, al fondo de lahabitación, abrigado por las sombras. Elencapuchado avanzó decidido, no debíademostrar debilidad alguna.

Cuando se encontraba a escasosmetros del final de la sala, dos antorchasprendieron de repente a cada lado delencapuchado, revelando a dos hombres

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que le miraban fijamente. Uno seencontraba sentado en un elaboradotrono de madera; era robusto, casigordo, con una barba tan gris como susojos. Iba vestido con traje de montar yuna enorme armadura con un cuervodibujado en el pecho. El otro hombre,esbelto, delgado y con rasgos tan finoscomo alfileres, permanecía de pie.

—¡Bienvenido a mi humildecastillo! —le saludó el hombre sentadoen el trono. Sonreía, pero de tal formaque un nuevo escalofrío recorrió laespalda del encapuchado. Siento lo devuestro caballo, ha sido una terrible einesperada pérdida— ironizó.

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El hombre apostado a su lado sonriócruelmente antes de volver a recuperarla compostura. El encapuchado tragósaliva y cerró con rabia los puños bajola capa.

—Pero bueno, qué le vamos ahacer… como suele decirse quien algoquiere, algo le cuesta, ¿no es cierto?

—¿Podemos dejarnos de refranes yhablar de lo que nos interesa? —preguntó el encapuchado, incómodo contanta broma.

—Claro, claro, cómo no. Peroantes… —el hombre le miró sin dejarde sonreír y añadió—: Quitaos lacapucha y mostradnos el rostro.

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—No.—¿No? ¿Cómo que no? ¡Este es mi

reino, mi castillo! ¡Mis leyes!—Yo no tengo que obedecer a nadie.

Estoy aquí como invitado, os lorecuerdo, majestad.

—Oh, está bien, mientras seamajestad… —estalló en una carcajada yel otro hombre lo imitó. El encapuchadosintió cómo le hervía la sangre de ira.Cada vez estaba más convencido de queno tendría que haber emprendido aquelviaje—. Está bien, está bien, no nosenfademos. Conservad la capa y lacapucha, tampoco son muy útilesteniendo en cuenta que sabemos su

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verdadera identidad, Sir…—¡No! —le interrumpió el

encapuchado dando un paso al frente.—¿Otra vez? ¿Qué peligro hay en

decir su nombre en voz alta? Todos losaquí presentes le conocen…

—Sí, los presentes sí, pero quizá nolos que se ocultan tras las paredes,espían desde las sombras o escuchan sinser vistos.

De nuevo el rey se echó a reír conaquella risa siniestra y profunda.

—Sois muy listo, mucho más de loque aparentáis…

—Dejémonos de juegos de palabrasy hablemos de una vez por todas,

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empiezo a cansarme.—Como queráis, como queráis. —

El rey se aclaró la garganta, escupió alsuelo y después anunció—: Queridoamigo Encapuchado, habéis sidoinvitado al reino de Belmont a recibiraudiencia con su majestad el rey Teodragos VI, hijo de Taocronos II, conmotivo de la carta que recibimos hacedos noches de su puño y letra.

El hombre que había junto al rey letendió un pergamino que extrajo de unode los pliegues de su capa. Elencapuchado la reconoció al instante:era su carta.

—Según esto, parece que habéis

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resuelto el enigma de la Poesía Real deBereth y, en consecuencia, habéisencontrado la tan envidiada arma de laque se hace referencia en ella.

El encapuchado asintió con unamedia sonrisa.

—Así es.—Ya veo… Cuanto menos, es

asombroso que la familia Real hayapodido ocultar el secreto durante tantotiempo. Me gustaría saber cómoreaccionarían los berethianos si lollegasen a descubrir.

El rey Teodragos se echó a reír yesta vez el encapuchado le acompañó.

—Lo que me obliga a preguntarme

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lo siguiente. —El rey dejó de sonreír yle miró seriamente—: ¿Cómo sabemosque no nos estáis mintiendo?

—Podéis confiar en mi palabra. Noconseguiría nada mintiéndoos, ¿no escierto?

—No estaría tan seguro. Siendo unhombre tan cercano al príncipe, algúnbeneficio obtendríais si él cayese…

—Digamos que me conviene másjugar esta carta.

—Sería una lástima tener queempalaros a las puertas de mi castillo—contestó Teodragos inspeccionandosus sucias uñas—. Bien, y ahora lacuestión estrella de la noche: ¿qué pedís

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a cambio?—Poder.—Muy original… —contestó el rey

poniendo los ojos en blanco.—Sin Adhárel a la cabeza, Bereth

tardará en caer menos que un castillo denaipes con un soplido. Quiero que,cuando eso ocurra, yo pueda estar almando. Quiero ser el nuevo gobernantede Bereth.

El rey golpeó con sus puños losreposabrazos del trono.

—¡Es mucho lo que pedís! —rugió.—¡Os estoy entregando a Bereth en

bandeja!—No me vengáis con bravuconadas,

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¿de qué me sirve conquistar Bereth sidespués he de ceder el poder?

—Es mucho lo que os queda,majestad: súbditos, armamento, unejército nuevo, sentomentalistas y…electricidad.

Teodragos estuvo a punto deinterrumpirle con un grito pero la últimapalabra le dejó helado.

—¿La electricidad… será mía?—Toda vuestra. Al fin y al cabo, yo

no la quiero para nada y seréis vosquien debáis utilizarla para protegertanto este reino como el de Bereth.

—Visto de ese modo… —el rey seacomodó en el trono—. Entonces, ¿hay

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trato?Teodragos se puso en pie lentamente

y descendió los dos escalones que leseparaban del encapuchado con labarriga balanceándose plácidamente trasla armadura. El otro hombre también seaproximó.

—Hay trato.Y diciendo esto, le tendió la mano.

El encapuchado dudó un instante, peroacabó por estrechársela, decidido. Justoantes de que pudiera soltarse, el fornidosoberano se la agarró con más fuerza yel misterioso acompañante posó susmanos sobre las de los dos hombres.

—Esta es siempre mi parte favorita

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—comentó el rey, guiñándole el ojo.—¿Qué está pasando? —gritó el

encapuchado—. ¿Qué estáis haciendo?¡Soltadme!

Mientras se esforzaba por liberarsedel rey, una luz emergió de las manosdel tercer hombre. El encapuchado,aterrorizado, intentó soltarse de nuevo,pero esta vez una oleada de calor lerecorrió el brazo entero, dejándoselodormido. La luz que había surgido de lasmanos del hombre tomó la forma de unaserpiente que se arrastró sobre las delos otros dos hasta formar un anillo entorno a ellas y unir Ja cabeza con lacola. De pronto, la piel de la muñeca del

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encapuchado pareció desgarrarse ycreyó sentir cómo recibía a cambio unasustancia diferente. ¡Detened esto ahoramismo! ¡Os lo ordeno!

El rey Teodragos soltó una carcajadapresionando aún con más fuerza la manodel encapuchado.

—No estáis en disposición de darórdenes. Aguantad un instante más. Essolo por seguridad.

Al poco, la serpiente soltó la cola yse deshizo en un humo blanquecino quese disipó bajo las manos del hombre. Acontinuación, el rey soltó alencapuchado, sonriendo.

El encapuchado se agarró el brazo

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inerte con la otra mano mientrasrecuperaba el aliento. Las gotas desudor le descendían por el rostro.

—¿Qué… qué me habéis hecho?—Oh, no ha sido nada. El brazo

volverá a funcionaros en un santiamén,creedme.

—¿A qué ha venido eso?—Como ya os hemos dicho, es una

medida de seguridad. Aquí mi siervo, afalta de lengua, incapacitado para contarsecretos, tiene la misteriosa habilidadde… modificar los estados de los seres.

Un sentomentalista, pensó elencapuchado. Debería haberlosupuesto.

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—¿Qué demonios ha sucedido?—Digamos que una parte de vuestra

esencia ha sido… convertida a su estadomás puro: el polvo. Un polvo tan finoque no llegaríais ni a apreciarlo con eltacto. Lo mismo ha sucedido con unaparte de mí. Después, Sísite se haencargado de intercambiárnoslas.Gracias a ello podremos mantenernos encontacto en todo momento. —Elencapuchado se miró la muñeca ydescubrió en la parte interna un extrañosímbolo de un color más oscuro que elresto de su piel. Con un tono similar alde la piel del rey—. Si intentáisengañarme, lo sabré. Si intentáis huir,

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también lo sabré, y si decidís cambiarde opinión, lo sabré antes de que elpensamiento se haya terminado deformar en vuestra cabeza. Y tened porseguro que no dudaré en cortárosla de ungolpe si eso ocurre. ¿Me entendéis?

El encapuchado siguió masajeándoseel brazo, el cual ya empezaba a sentir, ycontinuó en silencio. La crueldad, encualquiera de sus formas, era la firmaindiscutible de aquel rey. No en vanohabía elegido para su blasón al cuervo.

Todo le había quedado claro.—Ahora será mejor que volváis a

Bereth antes de que despunte el sol yalguien pregunte por vos.

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—¿Cómo queréis que regrese en tanpoco tiempo y sin montura?

El rey soltó una de susacostumbradas risotadas y le golpeóamigablemente en la espalda.

—Ya veréis como terminangustándoos los talentos de mis amigos.—El rey dio una palmada y la puerta pordonde el encapuchado había entradovolvió a abrirse y por ella entró otrohombre—. Ahora relajaos. El don de miotro amigo especial consiste en podertransportar cualquier materia quecontenga agua en su interior a través dela lluvia.

El encapuchado tembló con solo

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pensarlo.—Eso es imposible… Un cuerpo no

solo está formado por agua. ¿Qué sucedesi algo sale mal? ¡Podría caerse a milesde kilómetros del suelo! ¡Podríaperderse por el camino! Podría…

—Llegar tarde, que alguien descubraque no está donde se suponía que debíaestar y que tarde o temprano relacionenhechos.

El encapuchado tragó saliva. Notenía otra salida. Teodragos le estabaobligando a confiar en él con los ojoscerrados… ¿Pero qué otra salida lequedaba?

—Está bien. Llevadme de vuelta a

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Bereth inmediatamente…—Será todo un placer.Y diciendo esto, Teodragos se dio

media vuelta y se marchó de la sala poruna puerta oculta tras el trono.

A continuación, el recién llegadoposó sus manos sobre la cabeza delencapuchado y después empezó atararear una melodía apenas audible quefue adormilándole hasta que casi no tuvofuerzas para sostenerse sobre laspiernas. Sin embargo, sus pensamientosse sucedían uno tras otro en su cabeza:¿qué clase de poderes tenían lossentomentalistas de Belmont? ¿Podríaconfiar en ellos? ¿Qué otras variedades

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poseerían? Y cuando creía que iba aquedarse dormido, sintió una sacudidadesde lo más profundo de su ser que seexpandió por todo su cuerpo y que ledejó sin respiración. Al mismo tiemposintió que se evaporaba, que pesaba miltoneladas y que viajaba tan rápido comoun relámpago mientras sentía aún lasbotas sobre el suelo del castillo deBelmont. Todo aquello solo duró uninstante.

Y entonces notó algo que legolpeaba por todo el cuerpoinsistentemente. Gotas. Lluvia. Unatormenta. Y frío, mucho frío por todo elcuerpo. Cuando abrió los ojos, se

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descubrió ante las puertas del palacio deBereth, desnudo y solo. Perplejo yaterido, corrió hasta una de las puertastraseras del palacio, aquella que daba alas cocinas y, dando gracias por queaquella noche no hubiera guardiasapostados allí, entró a través de ella.Tenía poco tiempo para regresar al lugardonde se suponía que debía estar sinllamar la atención. La noche ibaquedándose atrás y el sol no tardaría enasomar, revelando las sombras que seagazapan en la noche.

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2La campesina de

Bereth

Duna cerró el libro, aburrida. Estabacansada de leer y escuchar una y otravez la misma historia. Nada de todoaquello tenía ningún sentido para ella.Estaba convencida de que antes de queconsiguiese aprenderse de memoria,como el resto de sus compañeras, laPoesía Real, la honorable soberana

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Ariadne habría fallecido.Se mordió la lengua inmediatamente

después de haber tenido aquelpensamiento. Aquello en Bereth eraconsiderado alta traición y no deseabaterminar encerrada en algún tenebrosocalabozo en los sótanos del palacio.Pese a ello, en su fuero interno bullía eldeseo de liberarse, de tirar por laventana el libro que parecía burlarse deella sobre la mesa y gritar al mundoentero que ella no obedecía normas, queera libre y que era capaz de tomar suspropias decisiones…

Ilusión que desapareció en cuanto lapuerta de la habitación se abrió de golpe

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y, como un torbellino, entró por ella unaoronda mujer cargada hasta las cejascon cestas repletas de ropa.

—¡Ni un minuto más, Duna! —leadvirtió mientras dejaba uno de loscestos sobre el camastro frente alescritorio—. Basta de holgazanerías.

La muchacha enarcó las cejas,exasperada, y se puso en pie lentamente.

—¡Dices que estudias y siempre queentro te encuentro con el libro cerrado ycon la mirada perdida más allá de laventana!

Duna ni siquiera intentó excusarse;en el fondo, Aya tenía razón. Sin ponerreparos, empezó a doblar la ropa y fue

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guardándola en su viejo arcón, a los piesde la cama.

—¡A cierta edad deberían prohibirque las muchachas asistiesen a laescuela! —farfullaba la mujer—. ¿Creesque yo fui a la escuela? ¡Jamás! Ayudé apadre hasta que el cielo quisollevárselo, y después me hice cargo demi marido, el Todopoderoso le tenga ensu gloria, para luego conseguir todo loque ves ahora.

—Todo lo que veo… —murmuróDuna sarcásticamente mientras pensabaen el diminuto corral y en la vieja casaen la que vivían.

Si Aya lo escuchó, se hizo la sorda.

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Tomó el resto de la ropa que le quedabay salió, dando un fuerte portazo tras ella.Duna se quedó sentada sobre la cama,de nuevo sumida en sus pensamientos.

En el fondo no estaba tan mal todoaquello, se dijo echando un vistazorápido a su alrededor. Había quien nopodía permitirse ni tan siquiera un techobajo el que cobijarse. De no haber sidopor la generosidad de Aya, seguramenteDuna seguiría siendo una esclavamaltratada.

Doce años atrás, cuando en Berethaún se permitía el comercio de esclavos,la humilde mujer había ido como tantasotras veces al mercado de la plaza de

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Bereth en busca de algunas legumbrespara cocinar. Fue entonces cuando viopor primera vez los preciosos ojos deuna jovencísima Duna. Asustada, la niñade cinco años se agarraba a los ajadosfaldones de su madre como quien seaferra a un frágil madero en mitad deuna tempestad. Su madre, incapaz deacariciarla debido a los grandesgrilletes que aprisionaban sus muñecas,le susurraba en una lengua extraña unacanción de cuna con la intención desosegar a la pobre criatura.

Aya, conmocionada por la situación,se acercó al comerciante de esclavos yle preguntó por el precio de la madre y

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la hija Siempre había estado en contrade la esclavitud y deseaba podercomprarlas para después liberarlas.Cinco mil berones y una bombillacargada por las dos, le había contestadoel temible comerciante.

La pobre mujer rebuscó en todos ycada uno de los recovecos de su vestidoreuniendo hasta el último berón quepudo encontrar, pero el total noalcanzaba ni los dos mil quinientosDesanimada, empezó a regatear con elhombre en busca de una solución. Yaque no podía salvar a las dos, que almenos la pequeña pudiese tener unfuturo digno y una educación. O al

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menos, alguna posibilidad de sobreviviry de disponer de una vida propia.

Al principio el comerciante semostró reacio, pero, tras variosregateos, llegaron a un acuerdo y lajoven Duna quedó en libertad.

La madre de la chiquilla habíamirado entonces a Aya y le habíarogado, o al menos eso había entendidoella por sus gestos, su tono de voz y sumirada, que la salvase, que leproporcionase lo que ella no habíapodido darle…

Aya besó sus agrietadas y suciasmanos para después tomar a la pequeñaDuna en brazos y regresar de vuelta a

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casa. Atrás quedó la madre, que sedespedía de su hija a voz en grito conlos ojos inundados en lágrimas aunque,por primera vez en muchos años,sonriente.

Duna creció sana. Y con el paso delos años se convirtió en una atractivajoven de ondulado pelo negro. Habíaheredado los suaves rasgos de su madre:unos preciosos ojos castaños, una narizrespingona y unos carnosos labiosidénticos a los de su progenitora.

Podían decir de ella todo lo que seles ocurriese excepto que era vanidosa,presumida o engreída. Había crecidosabiendo lo que era la miseria y jamás

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se perdonaría a sí misma hacerostentación de algo ante nadie. De sumadre apenas tenía recuerdos. Tal vezAya pudiese contarle algo más, pero eltema era demasiado doloroso como parasacarlo a colación. A una le gustabapensar que tenía una hija de su propiasangre, y a la otra le costaba demasiadopensar lo contrario.

Ahora, con diecisiete años reciéncumplidos, seguía haciendo lo mismoque había hecho a los dieciséis, losquince o los doce: ir a la vieja escuelade la ciudad, ayudar a Aya con lacestería y ordenar cada mañana ladestartalada vivienda. Pero, a pesar de

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todo, Duna era feliz y, aunque algunasveces se sintiese asfixiada en un lugartan pequeño, le gustaba vivir con Aya ycon Cinthia.

—¡Duna, no te lo voy a repetir niuna vez más! —oyó gritar a la mujerdesde el piso inferior—. ¡Te quiero enla cocina a la de tres!

—Maldita sea —susurró lamuchacha mientras se ponía en pie yalisaba la colcha de plumas.

—¡Una!Veloz como un relámpago, Duna

corrió al pequeño tocador que habíajunto al pupitre y, mirándose en elespejo, se alisó el pelo lo mejor que

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pudo. Fue inútil.—¡Dos!Cruzó como una exhalación el

pasillo hasta alcanzar las escaleras quellevaban al piso de abajo. Las bajó envarias zancadas y, saltándose algunosescalones, torció a la derecha y…

—¡Tres!—Ya estoy aquí —anunció Duna,

como si no fuese más que evidentemientras recuperaba el aliento atrompicones.

Una fugaz sonrisa cruzó elhabitualmente serio rostro de Aya.

—Quiero que busques a Cinthia yque las dos vayáis al mercado. ¡Acaban

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de llegar nuevos comerciantes que dicenvenir de la otra punta del Continente!

Duna puso los ojos en blanco; aveces la buena de Aya se conformabacon tan poca cosa…

—¡Venga! —le recriminó—. ¿No mehas oído? ¡Ve a buscar a la otraholgazana!

La chica asintió enérgicamente ysalió por la puerta de la cocina que dabaal pequeño patio interior donde estabael corral.

Cinthia era hija de un hermano deAya. Tras la desaparición de sus doshijos mayores y de la misteriosa muertede su madre, el pobre hombre había

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decidido enviar a la más pequeña de sushijas a vivir con su hermana mayor,donde pudo refugiarse de la terribleenfermedad que asolaba su reino.Cinthia era muy pequeña cuando llegó acasa de su tía Aya, no recordaba apenasa su familia y además nunca hacíapreguntas al respecto. Ahora, condieciséis años, ni ella ni Duna erancapaces de imaginar un pasado sin labuena de Aya.

Cinthia debía de estar en el corral.Le encantaba pasarse horas ahí dentro,entre las gallinas, los cerdos y las dosvacas: limpiando, recogiendo loshuevos, haciéndoles rabiar…

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—Aya nos está buscando —leinformó Duna mientras subía por lapequeña rampa de madera que daba alcorral—. Quiere que vayamos almercado.

Le costó acostumbrarse a la falta deluz del interior y hasta unos segundosmás tarde no consiguió ver si realmenteCinthia se encontraba allí.

Sí, no se había equivocado, allíestaba la joven. Su pelo rubio estabaapoyado contra la pared del fondomientras dormitaba sobre un montón depaja. Duna rió maliciosamente y tomódel suelo un cubo repleto de agua.

Se acercó sigilosamente a su amiga,

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se plantó frente a ella, inclinó levementeel cubo y…

—Ni se te ocurra… —mascullóCinthia mientras se desperezaba.

—¿Tan predecible soy? —preguntóDuna dejando el cubo en el suelo.

—Más de lo que imaginas —lecontestó su amiga guiñándole un ojo.

Duna le hizo una mueca de burla y leayudó a ponerse en pie.

Aya las esperaba en el jardínabanicándose con la lista de la compraque acababa de escribir.

—No compréis tonterías —lesadvirtió—. Ceñíos a lo que he escrito.Como a alguna de las dos se le ocurra

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gastarse los berones en caprichos, sellevará una buena tunda.

—Vaaale… —respondieron las doschicas al unísono.

—Como si alguna vez lo hiciésemos—murmuró Cinthia.

Salieron del pequeño jardín,atravesaron un pedregoso camino que sealejaba de Bereth hacia tierrasdesconocidas para ellas y enfilaron elatajo más rápido hacia la ciudad.

Para llegar a ella desde el hogar deAya, debían descender una suavependiente cubierta de altas hierbas yflores silvestres, cruzar un pequeñoriachuelo que circulaba por los

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alrededores de la ciudad y, por último,recorrer varios kilómetros por unamplio prado que terminaba en la granciudad de Bereth.

Desde lejos se podían adivinar en elhorizonte las pequeñas casitas contejados puntiagudos de madera y pizarra.Al fondo, entre las pálidas nubes queteñían el cielo y los hogares de losaldeanos, el palacio de Bereth se erguíaorgulloso y flamante, con sus enormesvidrieras despidiendo destellos allídonde el sol las iluminaba.

El Palacio Real era propiedad de lafamilia Forestgreen desde tiemposinmemoriales. La joya del reino, el

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corazón de una nación, el fortín de unejército y el orgullo de un pueblo. Todoeso y más representaba aquellaconstrucción laberíntica que se erguíasobre una base rectangular y queescalaba hacia el cielo con torres ytorretas rematadas en puntiagudostejados azabache.

Duna lo había visto tantas vecesdesde la distancia, y tantas veces habíadeseado entrar, contemplar su interior yver cómo se desarrollaba la vida en unparaíso como aquel, que siempre que locontemplaba se quedaba embelesada.Era una construcción tan perfecta, tanproporcionada, tan hermosa con sus

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filigranas y con las altísimas paredesexteriores que costaba creer que fuese eldiseño de una mente humana. EntoncesDuna cayó en la cuenta: mentes humanasquizá no, pero sentomentalistas seguro.

Aparcó sus pensamientos y corriópara alcanzar a Cinthia, quien ya lesacaba un buen trecho.

Unos minutos más tarde llegaban a laimponente muralla que protegía laciudad de visitas no deseadas. Las casasalejadas, como la de Aya, no poseíanninguna defensa y sus habitantes corríana refugiarse en el interior de la ciudadcuando sufrían un ataque. Por suerte,durante el tiempo que Duna llevaba

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viviendo allí, jamás se había dado elcaso. Y, aunque algunos se empeñabanen augurar tiempos peores, ella seguíateniendo dudas al respecto.

Las dos muchachas rodearon laformidable pared de piedra hastatoparse con el portón principal que dabaacceso a la ciudad. Dos guardias locustodiaban, con sus lanzas en ristre ylas miradas puestas en el horizonte.Vestían la armadura verde y negra deBereth, una capa esmeralda y el cascoen forma de cráneo de dragón, ya queeste era el símbolo de Bereth.

—¿Quién va? —preguntó uno deellos, inquisitivo, mientras cruzaban las

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lanzas para impedirles el paso.Duna estaba cansada de tanto

formalismo. Cada día venían y cada díales hacían la misma pregunta, como si nosupiesen perfectamente quiénes eran y aqué venían.

—Somos Cinthia y Duna Azuladea—se apresuró a contestar Cinthia,improvisando una breve reverencia—.Venimos.

—¡A lo de siempre! —le cortóDuna, exasperada—. Como cada día,nos encontramos ante esta puerta paraque nos permitáis pasar al mercado. Ycomo siempre, enarboláis vuestraslanzas prohibiéndonos el paso y

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haciéndonos perder el tiempo.Los dos guardias se miraron

asombrados y después volvieron afijarse en Duna, quien tamborileaba conel pie en el suelo.

El otro guardia dio un paso haciaella.

—Disculpadnos, son órdenes…—Órdenes de arriba —le

interrumpió de nuevo Duna—. Lo sé.¿Quién si no retendría a dos pobresaldeanas que solo vienen a comprar unashortalizas y algún que otro capricho?

Cinthia abrió la boca, asombrada.Duna no estaba segura de si era por lodel capricho o por otra cosa. Daba lo

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mismo.Con toda la dignidad de que fue

capaz, Duna levantó la barbilla y pasóentre los dos hombres sin tan siquieramirarles. Cinthia la siguió, avergonzaday haciendo pequeñas reverencias hastaestar segura de que ya no las veían.

—¿Te has vuelto loca? —le preguntóCinthia cuando las rodeó lamuchedumbre—. Podrían habernosencarcelado o… ¡ejecutado!

Duna la miró divertida y echó unvistazo hacia atrás.

—¿No te has fijado? Eran guardiasnovatos. Además, estoy cansada de quetodos los días nos interroguen del mismo

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modo; que si adónde vamos, que si a quévenimos, que si quiénes somos, que sipensamos atentar contra la reina… ¿Deverdad creen realmente que podríamosestar tramando algo malo contra elreino? ¿Nosotras? ¡Es inaudito!

—No resulta tan inaudito, Duna —respondió cortante su amiga. La relacióncon el reino de Belmont ha empeoradomucho en los últimos tiempos y algunosincluso hablan de guerra.

Duna sacudió la cabeza,despreocupada.

—Tonterías. La reina Ariadne no lopermitiría —respondió convencidamientras echaba un vistazo a los

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primeros puestos situados en la GranPlaza.

La ciudad bullía de vida. Losberethianos se agolpaban en las callesde la ciudad para ver las mercancíasvenidas desde lejos. Parecía como sitodos los habitantes del reino estuviesenallí reunidos. Había tanta gente que, apesar de la holgura de las calles, habíatramos en los que era complicadoavanzar de lo abarrotadas que estaban.

Aquí y allá se oían risas, gritos,anuncios y conversaciones… Todo elmundo se divertía, despreocupado yfeliz, pasándoselo bien. ¡Era imposiblepensar en la guerra viendo todo aquello!

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Y, sin embargo, alguien lo hacía.No muy lejos de donde se

encontraban Duna y Cinthia, un viejoharapiento encaramado sobre un montónde maderos vociferaba a la multitud:

—¡Temed lo que se avecina! ¡Nadadetendrá a los reinos cercanos quequieren acabar con Bereth! —Mientrashablaba, hacía aspavientos con losbrazos para llamar la atención de losallí congregados—. Lo he visto en lasnubes, lo he visto en el cielo. ¡Berethcaerá bajo el yugo de los otros reinos!¡Todos sucumbiremos! Yo…

No pudo terminar la frase. Un grupode guardias armados se abrió paso entre

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la multitud, lo cogieron por los hombrosy se lo llevaron a rastras.

—¡No me condenan por escándalo!—seguía gritando sin amedrentarse—.¡Saben que tengo razón! Lossentomentalistas siempre…

Las dos muchachas, que se habíanquedado perplejas al escuchar suspalabras, dejaron de prestarle atenciónen cuanto escucharon aquella palabra.

—Cómo no, sentomentalista teníaque ser… —murmuró Duna para sí.

Cada día aparecían dos o trespersonas que afirmaban sersentomentalistas. Aseguraban conocersecretos inimaginables por los que el

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resto de los mortales darían su vida yque solo compartirían a cambio dealgunas bombillas o, en su defectoberones. Para Duna no eran más queunos pobres desdichados que no teníande qué vivir y, estafando a los ingenuos,conseguían agua y comida parasobrevivir. Los sentomentalistas eranuna raza extraña en el Continente. Poconumerosos y muy misteriosos. Malahierba en cualquier caso; ladrones,bandoleros, timadores…

Según se rumoreaba, esa gente nacíaigual que el resto de los mortales, perocon una extraña percepción de lanaturaleza. A diferencia del resto, se

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decía que eran capaces de hacer brotaruna planta de la más sólida roca siponían una semilla sobre ella o quepodían controlar las nubes para quelloviese en ciertos lugares, quesubyugaban al fuego para estudiar losacontecimientos venideros o que,incluso, podían cambiar el pasado contan solo contemplar las aguas de unriachuelo. Pero, según la ley de Bereth,todo aquel que creyese poseer lascualidades innatas de un sentomentalista,debía presentarse en la corte para serevaluado. Si el fallo era positivo, elsusodicho pasaba al servicio de la cortereal y, en consecuencia, de su reino. Si

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por el contrario resultaba ser un vilmentiroso, como ocurría en la mayoríade los casos, era condenado a variosaños de prisión en los calabozos delpalacio por falta de lealtad hacia Bereth.Duna había conocido muy pocossentomentalistas a lo largo de su vida ysiempre habían resultado ser gente de lapeor calaña, pues, en muchos casos, senegaban a prestar servicio a su patria ymalvivían como podían, ocultando susmisteriosos dones.

Alcanzaron el centro de la GranPlaza unos minutos más tarde. Duna sesubió a la fuente que decoraba el lugar y,haciendo visera con la mano, buscó

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entre los tenderetes la mercancía quehabían venido a comprar.

—¿Qué nos falta? —le preguntó aCinthia desde donde se encontrabasubida.

La muchacha leyó el papel ycontestó:

—Mimbre de ébano, grasa de poleny… —la chica se quedó muda al leer laúltima anotación de Aya.

—¿Y qué más?—Dos… dos bombillas.Duna le arrebató el papel, intrigada:—Imposible. ¿Dos bombillas? ¡Esta

mujer debe de haberse vuelto loca! ¡Notenemos suficiente dinero!

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Pero ahí estaba, escrito con letrabien clara: «Dos bombillas».

Aquello debía de ser unaequivocación. ¿Para qué iba a quererAya un par de bombillas más? Acababande recibir su entrega anual y la reina senegaría en redondo a entregar másbombillas sin motivo alguno.

Duna se encogió de hombros y bajóde la fuente.

—Bueno, si lo ha pedido por algoserá. Aya no desperdiciaría así como asílas bombillas…

Compraron el mimbre en tiras, unabolsa de polen y después se dirigieronal palacio real. Duna sabía que sería

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inútil, pero no perderían nada porintentarlo.

Dejaron atrás el mercado yascendieron por la sinuosa calleprincipal que desembocaba en elgrandioso edificio que tanto admiraba lamuchacha. Deseaba, al menos una vez,poder recorrer el interior del palaciocon la excusa de las dos bombillas.

Cuando llegaron, se sacudieron elpolvo de sus vestidos tan bien comopudieron y se dirigieron hacia losguardias.

—Buenos días, amable caballero —saludó Duna al guardia apostado en lapuerta—. Deseamos hablar con la

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Reina.El soldado sonrió al oír aquello y

Duna enarcó una ceja, molesta por sudescortesía.

—¿Qué os hace tanta gracia?—¿Creéis que es tan fácil que la

reina Ariadne acepte visitas de losaldeanos?

Las dos chicas se miraronextrañadas. Nunca antes habían tenidoque ir al palacio para nada y no sabíancómo funcionaban las cosas allí.

—¿A qué venís? —preguntó elsoldado—. ¿A quejaros de algo o… apor bombillas?

—A por bombillas, señor —contestó

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azorada Cinthia.De nuevo el soldado soltó una

carcajada.—Como vuelva a reírse se traga el

cesto —le susurró Duna a su amiga.—Deberíais haber pedido cita

previa… O mejor, haberos evitado elpaseo —se aclaró la garganta yprosiguió—; Dejadme que os loexplique. Bereth, como sabéis, es elúnico reino del Continente que aúnposee electricidad, pero en pocascantidades. Es difícil regenerarla y lasbombillas no abundan en estos tiempos.Si cada vez que alguien viniese pidiendobombillas se las diésemos, no tardarían

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en agotarse. Ya habéis recibido vuestrosuministro anual, tendréis que apañaroscon eso.

Se irguió, se puso serio y añadió convoz potente:

—Además, la electricidad debe serutilizada para defender el reino defuturos ataques, no para iluminar elescritorio de una aldeana.

Duna iba a replicar pero Cinthia leagarró del brazo indicándole que secalmase.

—Entonces no tenemos nada másque hacer aquí. Buenos días.

Dicho esto, dieron media vuelta ytomaron el camino de regreso. Antes de

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perderlo de vista, Duna echó un nuevovistazo al imponente palacio.

Algún día, se dijo Duna, algún díacruzaré las puertas y contemplaré suinterior sin que nadie puedaimpedírmelo.

Regresaron a la atestada PlazaCentral y tomaron la calleja que lesdevolvería al portón de la muralla. Peroantes de que pudiesen alcanzarlo, elsonido de unas trompetas se elevó hastael cielo y todo el pueblo quedó ensilencio, buscando su origen.

Unos pasos por delante de Cinthia yDuna, el portón de la muralla se abrió ypor él apareció, lento y solemne, el

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séquito real.—Lo que nos faltaba… —dijo Duna

apoyándose hastiada sobre la pared deuna de las casas—. Ahora la gente seapelotonará, gritará y tardaremos unbuen rato en alcanzar la salida. Vayasuerte la nuestra, ¿no crees?

Entonces se dio cuenta de queCinthia ya no estaba a su lado. Se girórápidamente buscándola con la mirada yla encontró varios metros más adelante,observando embelesada cómo lapequeña comitiva avanzaba hacia elcastillo. Otro grupo enorme de gente seagolpaba junto a ella gritando,vitoreando y saludando con manos y

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gorros.Duna se abrió paso entre la

muchedumbre hasta alcanzar a su amiga.—¿Qué estás haciendo? ¡Vámonos

antes de morir aplastadas!Cinthia negó con la cabeza sin dejar

de mirar al frente.—¿Cómo vamos a irnos ahora?

¡Mira! —dijo señalando al imponentecaballo blanco que encabezaba lamarcha—. ¡Es el príncipe!

Duna se echó a reír mientras Cinthiale gritaba y le halagaba con uninnumerable repertorio de piropos.Nada quedaba ya de la cohibida Cinthiaque Duna conocía.

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—No sé que ves en ese jovenengreído —le susurró al oído—. Dudoque sea capaz siquiera de vestirse solo.

Y justo cuando iba a echarse a reírcon su broma, sus ojos se cruzaron conlos de aquel príncipe de cabello doradooscuro. Parecía como si el príncipehubiese escuchado las palabras de Dunay ahora la miraba con un halo demisterio y diversión.

Fue tan solo un segundo, quizámenos, pero Duna fue incapaz de apartarla mirada de sus ojos. El príncipeAdhárel sonreía cortésmente, tal vez aella, tal vez a otra persona. Dabaigual… El príncipe era tan… tan…

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—¡Es guapísimo! —gritó unamuchacha junto a Duna, despertándolade sus ensoñaciones.

La chica sacudió la cabeza paradeshacerse de las absurdas ideas que lahabían asaltado mientras miraba alpríncipe y cogió del brazo a Cinthia.

—Nos vamos. Aya debe de estaresperándonos desde hace rato con lacomida.

La chica se dejó llevar por la mareade gente hasta que alcanzaron la salida.

Durante el viaje de regreso, Cinthiano dejó de comentar lo maravilloso quele parecía el Príncipe Adhárel, lovaliente que era, su aspecto tan noble…

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—¿Noble? ¡Pero si no le conoces!—replicó Duna—. A saber las maldadesque lleva a cabo bajo su título. No mefío ni un pelo…

Cinthia la fulminó con la mirada.—Estás muy equivocada, Duna. Él

no es así. He oído que siempre quepuede, acompaña a sus hombres a velarpor nosotros.

—Habladurías. Nada más que eso…y una pérdida de tiempo. ¿De verdad hascreído las locuras que decía esechiflado?

—Las verdades dichas por un locosiguen siendo verdad.

—Lo que tú digas.

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Cinthia dejó el tema, exasperada.Había dos ternas de los que eraimposible hablar con Duna: la guerra yla monarquía. Lo primero, porque nodaría su brazo a torcer hasta que viesecon sus propios ojos al enemigollamando a la puerta de casa.

Y lo segundo, porque decía quemientras existiesen los reyes existiría elpueblo, y las desigualdades, la pobrezay las injusticias. Cinthia siempre ledecía que estaba exagerando, que bajoel mandato de la familia Forestgreenvivían muy tranquilos pero Duna hacíaoídos sordos a las explicaciones ydejaba la conversación.

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Aya salió a recibirlas al caminocuando vio que se acercaban con lascestas llenas.

—¿Habéis conseguido todo lo queos he mandado comprar?

Las dos chicas se miraron desoslayo.

—Todo menos las bombillas, Aya —contestó Cinthia.

Por un instante pareció que la mujeriba a regañarlas pero después se calmóy asintió lentamente.

—Imaginé que no os las darían tanfácilmente, pero había que intentarlo.

Duna se acercó a ella y le preguntóintrigada:

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—¿Para qué queremos másbombillas? Tenemos suficientes en casa.

Aya la miró entre comprensiva yentristecida y le dijo:

—No para lo que las necesitamos,cariño, no para lo que las necesitamos.

Y tras decir esto se metió en casaseguida por Cinthia. Duna, en cambio, sequedó observándola. ¿Qué habíaquerido decir con eso? ¿Para qué queríamás bombillas?

Una fugaz idea cruzó por su cabeza,pero al instante la desestimó. Aquelloera una tontería. No las utilizaría paraeso. No sin antes hablarlo con ellas.

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3El príncipe

Los largos pasillos acristalados delPalacio se encontraban desiertos. Nisiquiera la servidumbre se paseaba porellos. Cada quién andaba encargado desu tarea: trabajando en las cocinas,recogiendo las habitaciones reales otendiendo la ropa en las lavanderíasinteriores del enorme edificio. La paz yla rutina reinaban en el palacio.

De repente, la gran puerta principal

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se abrió de par en par y por ella entró elpríncipe Adhárel acompañado por unséquito de quince hombres, todos ellosataviados con ropajes de pieles quearrastraban como colas por los pasillosy ruidosas armaduras que tintineaban alentrechocar.

La calma que hasta entonces habíareinado en el palacio desapareció,dando paso a un tremendo alboroto quese extendió desde aquella misma plantahasta la más alta de las almenas. Laservidumbre, llegada de todas partes,irrumpió en el gigantesco recibidor.Unos tomaron las ropas de abrigo quelos caballeros y el mismo príncipe se

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iban quitando. Otros corrían a lascaballerizas para ayudar a suscompañeros con los caballos queacababan de llegar; debíandesensillarlos, darles de comer, debeber y cepillarlos en el menor tiempoposible. A la nobleza no le gustabaesperar. Mientras tanto, los hornos delas cocinas ardían voraces y calentabanla comida que les servirían unos minutosmás tarde a los recién llegados.

Por su parte, el príncipe y el resto delos hombres entra ron en el enormecomedor que ya estaba dispuesto para elalmuerzo.

Adhárel fue el primero en tomar

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asiento en la cabecera de la larga mesa.A su derecha se sentó un jovendesgarbado de pelo cobrizo y miradaescrutadora, su hermano Dimitri, y a suizquierda un hombretón de espaldasanchas y tupida barba negra su hombrede confianza, Barlof.

El resto fue tomando asiento dondebuenamente pudo entre risas ycomentarios picaros acerca de lassirvientas que se paseaban por elcomedor mientras terminaban dedisponer la mesa.

—¡Magnífica cacería la de hoy,señor! —gritó uno de los hombresalzando su copa hacia el príncipe en

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señal de respeto—. ¡Por su majestad, elpríncipe Adhárel!

Este sonrió complacido al tiempoque levantaba la suya.

—¡Por el príncipe Adhárel! —gritaron los demás.

Los sirvientes entraron en esemomento con fuentes y bandejas repletasde pescados sazonados con diferentessalsas. El olor a comida recién hechainundó la habitación.

El vino corrió entre los allícongregados junto con el pan y elpescado, de los que daban buena cuentalos caballeros.

Cuando terminaron con los primeros

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platos, Barlof se inclinó hacia elpríncipe y con voz grave le dijo:

—Señor, me preguntaba si yahabíais decidido algo acerca de lapropuesta que os hice ayer.

Adhárel suspiró levemente algoconsternado mientras su hermanoDimitri se incorporaba en su asiento y seacercaba a la mesa para escuchar mejorla conversación.

—No, Barlof, aún no he tomadodecisión alguna respecto a ese tema.

—No quiero daros prisa, Adhárel,pero creo que se trata de algosumamente urgente —insistió Barlofllevándose una pieza de carne a la boca

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—. El ejército de Belmont crece pormomentos y dentro de poco no podremoscontraatacar.

Dimitri volvió a enderezarse y miróde soslayo a su hermano mayor enespera de una respuesta.

—Vuestro plan es inviable en estosmomentos, Barlof —dijo entoncesAdhárel—. Es una locura enviar anuestro ejército a luchar contra el deBelmont.

El hombre quiso replicarle, peroAdhárel le detuvo con un gesto de sumano y siguió hablando:

—En primer lugar, nuestros nuevossoldados aún no están preparados para

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luchar, y en segundo, porque pondríamosen peligro a todo Bereth. —El príncipese masajeó la barba de dos días yañadió—: Es cierto que el reino deBelmont ha insinuado innumerablesveces que desea hacerse con el territoriode Bereth, pero aún no ha hecho nadapara conseguirlo.

—¿Queréis acaso esperar a queseamos atacados para actuar? —su vozse elevó más de lo que había pretendidoy el resto de la mesa guardó silenciopara escuchar la respuesta de supríncipe.

Mientras tanto, Dimitri comía ybebía simulando indiferencia.

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—Lo que quiero —contestó Adhárelsin elevar la voz— es mantener la pazen mi reino tanto tiempo como seaposible.

—El reino de nuestra madre —lecorrigió Dimitri, sonriendocordialmente.

Los murmullos se extendieron entrelos hombres; algunos asintieron, otrosprotestaron por lo que acababa de decirel príncipe. La bebida empezaba aafectarles en cierta medida.

—¡Deberíamos irrumpir en Belmontsin avisar y arrasarlo todo! —gritó elhombre que momentos antes habíabrindado por Adhárel.

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—¡Eso es una locura! —intervinootro—. ¡Sería mejor arrasar con fuegosus alrededores para que no tuviesencon qué subsistir!

Las risas tronaron de nuevo yalgunos incluso brindaron tras laspalabras de su compañero.

Adhárel no daba crédito a lo queescuchaba. Mirándolos de hito en hito,se cruzó con la sonrisa sardónica de suhermano, quien contemplaba, ahora sí, laescena con fascinación.

—¿Y tú de qué te ríes, hermano? —le preguntó molesto Adhárel—. ¿Teresulta divertida la conversación?

Dimitri le miró desafiante.

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—Me parezca o no divertido,hermano, debería preocuparte más elinesperado motín que se estáproduciendo en esta mesa.

Adhárel fue a contestarle cuando elhombre que se sentaba junto a Dimitri sepuso en pie y preguntó a voz en grito: —¿Quién cree que es nuestra obligaciónexterminar a todo belmontino que hayaen el Continente?

Al unísono, los hombres irrumpieronen vítores y aplausos, enajenados por labebida y la situación.

Entonces, enfurecido, Adhárel sepuso en pie y, dejando caer su silla alsuelo, golpeó con fuerza la larga mesa.

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De inmediato se hizo el silencio. Elpríncipe habló entonces y su voz sonóclara y segura. No admitía réplicas:

—¡No permitiré que se declare laguerra a Belmont en mi nombre! —susojos verdosos llamearon con decisión,acallando los últimos cuchicheos—.Creí que trataba con hombres de honor,pero ahora mismo solo veo ante míanimales sedientos de sangre yborrachos como cubas que no dudaríanen acabar con la vida de inocentes sialguien se lo propusiese. El ejército deBereth seguirá creciendo como hastaahora para defender al reino en caso deun ataque. No invadiremos Belmont, no

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arrasaremos sus tierras y, desde luego,no involucraremos a nuestros aldeanosen una batalla de la que difícilmentepodamos protegerles. Vale más la vidade un solo berethiano que vuestras ganasde saciaros con sangre vecina.

Los ojos del príncipe recorrierontodas y cada una de las caras deaquellos hombres que, humillados por sucomportamiento, bajaron las cabezas.Todos menos Dimitri, que aguantó lamirada de su hermano, desafiante, hastaque la puerta del comedor se abrió y porella entraron la reina y sus doncellas. Setrataba de una mujer más joven de lo queaparentaba. Las arrugas alrededor de los

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ojos, como si siempre se estuvieselamentando por algo, y su delicadoestado de salud, al cual ningún médicode la corte había podido encontrarsolución, habían ido apagando el colorde sus mejillas como una vela en latormenta. El pelo, antaño rubio ybrillante, lo llevaba recogido en unmoño con algunos mechones sueltos másblancos que dorados. La reina se dirigiócon paso firme hacia el príncipeAdhárel mientras las damas decompañía esperaban junto a la puerta.

—¡Madre! —saludó el príncipe,acercándose a ella y dándole un beso enla mejilla—. ¿Te hemos despertado?

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La reina Ariadne le miró con ojoscansados.

—No, hijo mío. Paseaba por losjardines esperando que remitiese eldolor de cabeza. Os esperaba paracenar, ¿cómo es que habéis llegado tanpronto?

—Hemos tenido suerte con la caza.Los caballeros soltaron una

carcajada general y alguno se puso avitorear con la copa en la mano.

—Deberías recordar a tus hombres—dijo la mujer mientras se masajeabauna sien—, que no es de buenaeducación gritar cuando hay genteenferma intentando recuperarse.

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Las disculpas se sucedieron porparte de los hombres, que corrieron aarrodillarse en señal de respeto.

—Discúlpales, madre, a veces secomportan como animales —la últimafrase la dijo mirándoles disgustado.

Dimitri se levantó en ese momento yfue a saludar a la reina, quien loestrechó entre sus brazos.

—¿Cómo está mi pequeño? ¿Hasdisfrutado con la cacería de hoy?

Dimitri se zafó del abrazoinmediatamente y se acomodó las ropascon seriedad. No le pasarondesapercibidas las sonrisas burlonas delos demás hombres.

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—Si, madre. He disfrutado —contestó con frialdad, volviendo a suasiento tras una leve inclinación.

La reina le miró algo consternada ydespués le susurró a su hijo mayor:

—Intenta hablar con él. Me tienealgo preocupada.

—No es nada, madre —le contestóAdhárel. Y recordando sucomportamiento durante la comida, alzóla voz y añadió—: Seguramente estéalgo molesto porque se le escapó laúnica presa que había logrado capturar.

Los hombres volvieron a soltaralgunas carcajadas. Dimitri les fulminócon la mirada y musitó algo inaudible.

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—Está bien, hijos, me retiro a misaposentos. Todavía siento un tantoindispuesta.

Hizo llamar a sus dos doncellas yjuntas salieron del comedor. Antes dellegar a la puerta, la reina no pudocontrolar un feroz ataque de tos que lehizo doblarse por la cintura.

Adhárel hizo ademán de acercarse aella, solícito, pero su madre se loimpidió.

—No te preocupes, es solo tos.Dicho lo cual, desapareció

apoyándose en una de sus damas y cerróla puerta tras de sí.

El príncipe se volvió entonces hacia

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la mesa, donde ya se levantaban todossus invitados.

—Creo que ya es hora de que nosvayamos, alteza —dijo uno de ellos—.Ha sido una jornada magnífica.Esperamos poder repetirla pronto.

Adhárel fue el primero en salir delcomedor y en dirigirse a la gran puertaprincipal.

—Nos veremos pronto.Los caballeros fueron inclinándose

ante él y saliendo al patio exterior,donde ya les esperaban sus monturasdispuestas para partir. Cuando todosestuvieron fuera, las puertas se cerrarony el príncipe regresó al comedor, donde

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aún estaba su hermano pequeño con lamirada perdida.

—¿A qué diablos jugabas antes,Dimitri?

El joven se limitó a suspirar y adesviar la mirada hacia una bandeja confruta que quedaba sobre la mesa.

Adhárel dio otro paso hacia elchico.

—¡Te estoy hablando! ¿Por qué mehas dejado en ridículo delante de todosmis hombres?

—Al fin sabes cómo me siento yocada vez que estoy a tu lado —respondió mordaz, llevándose unamanzana a la boca.

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Adhárel, sorprendido, se quedódonde estaba.

—¿Crees que me río de ti? ¡Soloquiero que madures! En caso de que mesucediese algo, tú serías el heredero dela corona de Bereth.

Dimitri dejó entonces de masticar,esbozó una suave sonrisa y después sepuso en pie. Se dirigió a su hermano y,poniéndole una mano sobre el hombro,le susurró:

En ese caso rezaré para que nada teocurra, hermano…

Adhárel quiso responderle, peroDimitri ya había salido por la puerta.

—Más le vale cambiar, por el bien

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de todos —murmuró para sí.

Horas más tarde, Adhárel se reuniócon Barlof para tratar algunos asuntos deestado. El fornido hombretón entró unosminutos más tarde que el príncipe en lasala Estratega, situada en una de lastorres más altas del palacio. Desde allípodía divisarse todo Bereth y susalrededores. No había nada que se lespudiese escapar a varios kilómetros a laredonda. Un par de taburetes de madera,varias antorchas y una amplia mesaformaban todo el mobiliario de la sala.

Cuando Barlof llamó a la puerta,

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Adhárel se encontraba garabateandoalgo y dibujando movimientos dedefensa en los mapas desperdigados porla mesa.

—Adelante —dijo en respuesta elpríncipe sin levantar la vista de la mesa.

Barlof abrió la puerta y, tras haceruna reverencia, avanzó hacia él.

—¿Preparándoos para atacar? —bromeó.

Adhárel esbozó una media sonrisasin dejar de escribir. La cicatriz de lamandíbula se tensó por el movimiento.

—Señor, quería pediros disculpastanto por mi comportamiento como porel del resto de hombres durante la

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comida.—No importa. Digamos que fue

culpa de la bebida.Barlof sonrió, mucho más tranquilo

ahora que se había arreglado elmalentendido.

—De todas formas, príncipe, habíacierta verdad en nuestras palabras.

El príncipe dejó de escribir y seirguió. Le llegaba a Barlof a la altura delos hombros. Adhárel era alto, pero nohabía conocido a nadie que superase enaltura a su mano derecha.

—Barlof —dijo—, mis palabrastambién estaban cargadas de verdad.Intentar invadir ahora Belmont sería un

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suicidio; una masacre no solo de nuestroejército sino también del reino entero.Los jóvenes reclutados durante elinvierno pasado ni siquiera son capacesde mantenerse erguidos con la lanza y laarmadura, tú mismo los has visto. ¿Deverdad crees que voy a ser yo quien lesenvíe a una muerte segura?

El hombretón guardó silencio.—Esperaremos —sentenció el

príncipe. Por ahora, Belmont no hahecho más que fanfarronear sin darmuestras de querer atacarnos realmente—. Tras una pausa, añadió: —De todasformas, estaremos preparados por siocurre.

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—¿La electricidad…? —mascullóBarlof.

El príncipe asintió mientras paseabaalrededor de la mesa.

—Nos queda suficiente paradefender el reino durante varios años.Los ingenieros están trabajando sincesar en la manera de capturar nuevaenergía para cuando se terminen lasreservas.

—Pero, señor, llevan años con eseproyecto y todavía no han dado con unasolución.

—Por eso debemos ser pacientes.Los depósitos están a la mitad y, en casode que el ejército de Belmont intente

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algo contra nosotros, la electricidadfundirá a sus soldados en un abrir ycerrar de ojos.

Barlof pareció tranquilizarse al vera su príncipe tan esperanzado.

—Además —continuó Adhárel—,como último recurso tenemos a lossentomentalistas. Algunos estánayudando a los ingenieros con laelectricidad, pero muchos se estánentrenando para ayudar a defender elreino si fuese necesario.

—Me alegra tener de nuestro lado apersonas como esas —murmuró Barlof,algo incómodo.

El príncipe asintió pensando en sus

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cosas.—Ya lo creo.—Que sean capaces de andar sobre

las aguas, de atravesar paredes, deesfumarse en el aire o de controlar lastormentas. Está bien saber que podríanayudarnos a ganar la guerra contraBelmont.

No habrá guerra por el momento —insistió Adhárel—. Y dejemos ladiscusión, empieza a cansarme. Si almenos pudiésemos averiguar a qué armase refiere nuestra Poesía Real… Peromadre no deja de repetirme que ella nosabe nada y que cuando caiga en lacuenta, nos lo hará saber. Esperemos

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que sea pronto.—Seguro que sí, alteza. Y sobre la

de Belmont, ¿sabemos algo?Adhárel negó enérgicamente.—Nadie la conoce.—Es curioso…—¡Es desquiciante! ¿Cómo puede

ser que su rey la ocultase de tal modoque nadie en todo su reino la haya leídojamás? En el resto del Continenteobligamos a nuestros aldeanos aaprenderla, ¿por qué en Belmont no?

—Estarán guardándose lasespaldas…

—Eso es jugar sucio —se lamentó elpríncipe.

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—¿Y qué esperabais de losbelmontinos, mi señor? Harán cuantoesté en sus manos para defender su reinoy, a cambio, obtener otros mayores…Como Bereth.

—No se lo permitiremos.—Lo sé, alteza. —Barlof miró los

mapas en los que trabajaba el príncipe—. Veo que estáis ocupado, no quieromolestaros.

—Espera —le detuvo el príncipeantes de que llegase a la puerta—.Ahora que lo recuerdo, debería ir a verqué tal están progresando lossentomentalistas. Zennion me propusohace tiempo pasarme a comprobar sus

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progresos y hasta hoy no he tenidotiempo… ¿Querríais acompañarme?

El hombre se dio la vuelta y le miró,algo incómodo.

—¿Hay algún problema?Barlof negó rápidamente.—No, no, alteza. Estaré encantado

de acompañaros si es lo que deseáis.—No te lo hubiera pedido si no

fuese así.Barlof asintió y salió tras el príncipe

en dirección a los pisos intermedios delpalacio. Bajaron las empinadasescaleras de la torre hasta el descansillode una de las más altas plantas delpalacio. El suelo, cubierto por una

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alfombra granate, se extendía hasta lavidriera del fondo, la cual inundaba deluz toda la planta. Los dos hombresrecorrieron sin prisas el pasillo mientrasdejaban atrás puertas, armaduras ycuadros de bellos paisajes.

Cuando estuvieron frente a la puertaadecuada, el príncipe llamó con losnudillos y esperó a que le abriesen.

Poco después, las bisagras de lapuerta chirriaron y apareció ante ellosun hombre de baja estatura, encorvado ycon una barba azulada que miraba através de unos anteojos. Uno de los ojosera de cristal.

—¡Alteza! —saludó enérgicamente

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el viejo con una voz estridente mientrastomaba la mano de Adhárel para besarla—. ¡Qué alegría veros por aquí! ¡Pasad,pasad!

Desde pequeño, Adhárel y suhermano habían recibido clases de aquelviejo excéntrico mientras dirigía laEscuela de Sentomentalistas. Todas lasmañanas se reunían con él en aquellamisma aula donde les impartía leccionesde álgebra, lengua, historia, estrategia yotras muchas materias que necesitaríanconocer para el futuro.

El príncipe se soltó de Zennionsonriendo y pasó junto a Barlof alinterior de la sala. En ella, varios

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alumnos sentados en sus respectivospupitres miraban la pizarra que habíafrente a ellos, la cual estaba repleta defórmulas indescifrables para el príncipe.

En cuanto los jóvenes vieron quiénhabía entrado por la puerta, se pusieronen pie y agacharon la cabeza sumidos enun silencio absoluto. No se escuchó niun solo comentario. Ningún murmullo.Adhárel reconoció en ellos la severadisciplina impartida por el viejoZennion.

—Podéis sentaros —les dijo sumaestro—. Poneos con la tarea que oshe mandado.

Todos tomaron asiento y se pusieron

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a escribir.—¿Qué hacen? —preguntó en un

murmullo Barlof. Tenían la impresión deestar en un lugar sagrado.

—Les he pedido que hagan unaredacción sobre la evolución que estánobservando en sus dones —se acercó alos dos hombres y, casi al oído, añadió—: Algunos están avanzandoincreíblemente rápido.

Uno de los chicos levantó los ojosen ese instante y les miró. Tenía el pelonegro y numerosas pecas cubrían susmofletes y parte de su nariz respingona.Sus ojos oscuros estudiarondetenidamente al príncipe y después a

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Barlof. Pero, antes de que volviese aenfrascarse en la escritura, Zennion ledescubrió.

—¡Demonios! —gritó de pronto—.¿Qué crees que estás haciendo?

El viejo avanzó entre los pupitreshasta el chico y, agarrándole de la oreja,le levantó y le sacó de la clase ante elasombro de los dos hombres. El resto delos alumnos no habían dejado deescribir. Barlof se puso tenso junto alpríncipe.

—¡Quiero verlo terminado antes deque oscurezca! —gritó Zennion desde elpasillo.

Al poco entró de nuevo en el aula y

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cerró la puerta suavemente. Cuando sevolvió hacia Adhárel y Barlof, su caravolvía a ser de lo más cordial.

—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó el príncipe, sorprendido—.¿Qué ha hecho?

—Ese joven es uno de los que oshablaba antes, príncipe: un iniciadoaventajado. Lleva en el palacio menosde un año y ya es capaz de percibir elaura de las personas a su alrededor.

Barlof se removió, incómodo.—¿El Aura?—Sí, eso mismo. Dejadme que os lo

explique.Avanzó hasta la pizarra y allí, en un

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pequeño espacio que había entrenúmeros y fórmulas, dibujó un monigotecon forma humana.

—Cada persona desprende energía—explicó—. Dependiendo de cómo seala persona en cuestión, su energía seráde una u otra forma, más o menos intensay con unas cualidades u otras. Desdeluego esa energía emitida es invisiblepara el ojo humano… Pero no paraalgunos sentomentalistas.

—¿Pueden ver la energía invisible?—preguntó Adhárel, asombrado. Barlofparecía distraído.

—Así es. Pero de una manera física:la ven convertida en colores —el viejo

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cambió la tiza blanca con la que habíapintado el monigote por una de colorrojizo y empezó a rodear el dibujo conella—. De una manera similar a estarepresentación, algunos sentomentalistaspueden percibir las tonalidades quebañan a las personas.

—Pero ¿para qué les sirve? ¿Quésacan con ello?

Zennion soltó una sonora carcajada.—Mi joven príncipe. ¡Quién diría

que fuisteis alumno mío!Os enseñé desde pequeño a

comprender que a veces puede hacermás daño lo invisible que lo que se nosmuestra.

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—No si cuento con una espada —murmuró Barlof.

—Gracias al aura —prosiguióZennion sin hacer caso del comentario—, ellos pueden saber las intencionesque una persona puede tener endeterminadas ocasiones: cuándo puedenestar mintiendo, ocultando algo odiciendo la verdad. Es una herramientasumamente peligrosa en las manosequivocadas, además de una absolutafalta de respeto hacia la persona a quiénse estudia. Es como… como violar suintimidad más privada.

—¿Entonces por qué se lo enseñáis?—En esta escuela no enseñamos

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nada, sino que desarrollamos lo quecada uno lleva en su interior. Ese chiconació con una percepción insólita paracaptar el aura de las personas. Nosotrosno podemos impedírselo. Pero podemoscastigarle cuando no lo utilizacorrectamente.

—Como ahora —puntualizó Barlof.—¿Entonces el chico estaba

estudiando nuestras… auras? —preguntóAdhárel—. Si no nos lo hubieraisexplicado, no nos habríamos dadocuenta.

Zennion borró el dibujo que acababade hacer y volvió junto a ellos.

—Es un don interesante, útil y en

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ocasiones fastidioso. Normalmente esalgo que aprenden a controlar tras añosde estudio. Ese joven es un casoespecial. Espero que haya aprendido lalección; escribir una redacción acercade la falta de privacidad espiritual paraesta noche le ayudará a no olvidarlo.

Los dos hombres rieron con elcomentario y después echaron un vistazoal resto de los alumnos.

—Como podéis comprobar, príncipe—dijo Zennion— el número desentomentalistas jóvenes ha decrecidoen los últimos años. Mientras que haceveinte mis alumnos podían contarse pordecenas. Ahora no son más de ocho, los

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que veis aquí, quienes poseen dones.—Pero vuestros alumnos adultos

seguirán formándose, ¿no es así? —preguntó Barlof, algo confuso.

—Muchos de ellos huyeron encuanto tuvieron ocasión —contestó elviejo. Al cumplir la mayoría de edad nose les vigilaba tanto como de jóvenes, ymuchos aprovecharon la oportunidadpara huir de Bereth y no volver nuncamás.

—La Noche Encapuchada…Zennion asintió, cabizbajo. Los

alumnos no parecían estar atentos a laconversación de los adultos. El rasgarde las plumas sobre los pergaminos

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sonaba como telón de fondo.—Pero no todos huyeron, ¿verdad?

—preguntó esta vez Adhárel.—No, todos no. Pero si un gran

grupo.Aquel año, durante el festejo de

ascensión de jóvenes a adultossentomentalistas que se celebraba cadavez que unos cuantos alumnosalcanzaban la mayoría de edad, un grupode ellos escapó del palacio para novolver jamás. Desde entonces lasmedidas de seguridad habían aumentadoy pocos eran los privilegiados que sepaseaban en libertad por el exterior delcastillo.

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—Por entonces tú no eras más queun crío que cabalgaba a lomos de potros—le dijo Zennion al príncipe—. Tequedaban años para empezar a gobernary, no obstante, aquel desafortunadoincidente aceleró todo el proceso.

—¿Por qué escaparon? —quisosaber Barlof. Había escuchado hablardel motín, todo el mundo lo había hecho,pero nunca había tenido la oportunidadde preguntarle sobre el tema a alguienque lo hubiese vivido tan de cerca.

El viejo maestro meditó unossegundos antes de responder.

—Por entonces, los sentomentalistaseran mucho más numerosos, o al menos

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no les asustaba mostrar sus poderes enpúblico. Eran libres. Y cuando el reinode Bereth empezó a reclutarlos para quesirviesen en el ejército como apoyo, lamayoría se negaron y provocaron gravesenfrentamientos. Tu abuelo, elTodopoderoso le tenga en su gloria,promulgó el decreto ley que obligaba atodos ellos a presentarse en palacio parainiciar el entrenamiento de sus donesbajo la tutela del reino. Algunos eranverdaderos sentomentalistas que noquerían estar bajo el yugo de ningúnreino y por ello, cuando les aprisionaronen este castillo para servir a Bereth, seconvirtieron en auténticos focos de

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conflicto.»Con el paso de los años fueron

calmándose, o al menos se resignaron asu cautiverio. Pero algunos nuncallegaron a estar conformes con loimpuesto y en cuanto cumplieron lamayoría de edad y encontraron laoportunidad de escapar, lo hicieron parano volver.

—¿Pero no ocurrió lo mismo entodos los reinos del Continente? —preguntó el príncipe—. ¿No estabansiendo recluta dos de igual forma entodas partes?

El viejo asintió, pesaroso.—Pasaron de estar encarcelados con

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sus dones a ser libres sin ellos. Desdeentonces los ocultan, ya que si la guardiade algún reino se enterara de suexistencia, les darían caza y les obligarían a alistarse en su ejército.

—Ahora entiendo por qué hadecrecido tanto el número —murmuróBarlof para sí.

Zennion puso su mano arrugadasobre el cabello de uno de sus alumnos.

—Estos que aquí veis son losúltimos hijos de campesinos, rateros ymendigos que han optado por una niñezy juventud cómodas a cambio de unapeligrosa vida adulta. Saben lo que lesespera, y, sin embargo, quieren seguir

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adelante con sus estudios.El príncipe avanzó hacia él.—¿Acaso les queda otra opción?Zennion le retó con la mirada, como

solía hacer cuando Adhárel no era másque un adolescente respondón.

—No, pero es mejor que lo aceptenpor las buenas que por las malas. —Dicho esto, se giró hacia sus alumnos ydio un par de palmadas—. La clase haterminado por hoy.

Los alumnos se levantaronacompasadamente, dejaron lospergaminos y las plumas sobre susescritorios y salieron en fila de la clasesin decir nada. Adhárel y Barlof

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entendieron que para ellos tambiénhabía terminado la lección.

—¿Qué opinión te merecen ahoratodos esos chiquillos? —le preguntóBarlof mientras bajaban al primer pisodel palacio.

El príncipe tardó en contestar.Estaba sumido en sus propiospensamientos.

—La ley es la ley, Barlof. Quizá conel tiempo les necesitemos. ¿Y tú quépiensas?

El hombre se quedó pensativo.—Yo creo que…De repente, la puerta principal se

abrió de par en par y dos jóvenes

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soldados entraron arrastrando consigo elcuerpo de un hombre envuelto enharapos.

Adhárel y Barlof bajaron corriendoel último tramo de escaleras. En cuantolos soldados les vieron, inclinaron lacabeza y empezaron a contarles,atropelladamente, lo sucedido:

—Señor, ¡fueron ellos! —dijo uno,el que parecía más afectado.

Dejaron al hombre en el suelo consumo cuidado.

—Varios hombres de Belmont —prosiguió el otro—. Iban a caballo. Estehombre iba atado con cuerdas tras unode ellos; lo venían arrastrando desde

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lejos.Adhárel se inclinó sobre el hombre

para destaparle la cara. La sangreempezaba a empapar el suelo de piedra.

—Cuando llegaron frente al portónde la muralla lo desataron y lo dejaronen el suelo.

—Antes de irse nos dijeron que osdiésemos el siguiente mensaje —añadióel otro guardia—: Belmont estápreparado.

Barlof se inclinó para hablar conAdhárel.

—Os lo dije, señor. Sus amenazasno cesan.

Adhárel apartó entonces el pedazo

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de tela que cubría el rostro del pobremoribundo. No pudo evitar retrocederconsternado. Los soldados y Barloftambién se alejaron del hombreinmediatamente.

—¿Qué le han hecho? —preguntóuno de los soldados.

—Esto es obra de sentomentalistas—respondió Barlof.

El rostro del hombre había sidodesfigurado de tal manera que sus ojosestaban a la altura de la boca, mientrasque esta se encontraba bajo las cejas. Lanariz parecía partida y sangrabaprofusamente. A excepción de la nariz,el resto parecía haber estado ahí

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siempre, como si hubiese nacido de esamanera. No había signos de cortes.

Con precaución, el príncipe terminóde destapar al hombre y comprobó queaquellas malformaciones se habíanproducido Por todo el cuerpo; nadaparecía estar en su lugar. Manos dondedebería haber pies, pies al final de losbrazos, moratones y cortes por todaspartes…

—Ha muerto —anunció mientrasvolvía a cubrir el cadáver. Después sepuso en pie—. Volved a vuestrospuestos. Si vuelven a acercarsemonturas, dad la alarma. No habléis deesto con nadie. ¿Me habéis entendido?

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—Sí, alteza —respondieron alunísono y después salieron corriendodel palacio.

—¿Qué hacemos, Adhárel? —preguntó Barlof, sin poder apartar lavista del cuerpo.

—Este hombre no era berethiano —dijo el príncipe. Se trataba de unsoldado de Belmont usado en algún tipode experimento macabro. Con el piedejó a la vista el escudo grabado a fuegosobre el hombro del cadáver—. Quierenque sepamos que ellos también tienensentomentalistas en sus filas.

Barlof hizo ademán de replicar peroal ver la firme decisión en los ojos de

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Adhárel, desistió. Hizo una pequeñareverencia y salió del palacio cargandocon el deforme cuerpo del soldadobelmontino.

A pesar de que Adhárel no queríareconocerlo, la guerra se aproximaba tanrápido a Bereth como la lluvia tras losprimeros relámpagos previos a latormenta y no podría hacer nada pordetenerla.

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4Un mal día

Duna se desperezó y bostezó un par deveces antes de abrir los ojos. El solacababa de asomar por el horizonte y unfino rayo de luz se filtraba por lasgrietas de las contraventanas de maderadirecto a su almohada.

Volvió a estirarse una vez más, aúntumbada, y después se puso en pie.Anduvo hasta la ventana, abrió lospostigos y dejó que el sol inundase la

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habitación. Hacía una mañanaespléndida.

Sin perder un momento hizo la camay ordenó las pocas cosas que había porel suelo. No tardó en oír el grito de Ayadesde la planta inferior reclamando supresencia y la de Cinthia.

—¡Bajad ahora mismo! ¡Además deperder el tiempo en la escuela no quieroque lleguéis tarde!

Siempre la misma cantinela, pensóDuna. ¡Cuánto sufrimiento le habríanahorrado a la vieja Aya si ninguna de lasdos estuviese obligada por ley a asistir ala escuela cada mañana!

Cogió la cesta que había debajo de

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la cama y que contenía un par de libros ypergaminos y bajó corriendo a la cocina,donde ya estaba su compañera.

—Buenos días —saludó sentándosejunto a Cinthia. Esta le respondió con ungruñido apagado y un bostezo.

Aya les sirvió un plato con gachas acada una y se sentó en un tercer tabureteque había junto a la mesa de la cocina.

—¿Lleváis todos los libros? Noquiero que ninguna tenga que volver acasa cuando ya estéis en la ciudad —dijo echando una significativa mirada aCinthia—. En cuanto termineis, volvéisdirectas a casa, hay mucho trabajo quehacer y ademas…

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Las dos chicas dejaron de comer y lamiraron, intrigadas.

—¿Además qué? —preguntó Duna.—Eh… nada. ¡El granero, que está

hecho una porquería!Duna se quedó mirando pensativa a

la rechoncha Aya, quien al instante sepuso en pie y fue a servirse un vaso deagua.

—Vamos Duna, ya he terminado —anunció Cinthia.

La muchacha tomó una últimacucharada de gachas y cogió su cestaantes de salir por la puerta. Estabaintrigada por lo que Aya les ocultaba.

Caminaron sin dirigirse apenas la

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palabra, cada una sumida en suspensamientos. Tras llegar al riachuelo,salvarlo y recorrer la mitad del prado,Duna se sintió más despierta y preguntó:

—Oye, ¿qué crees que nos iba adecir Aya?

Su amiga parecía despistada. Seentretenía soplando un diente de león.

—Ya la oíste: ¡el granero está hechouna porquería! —dijo, imitando la voz yla pose de la mujer.

Duna no pudo evitar reírse aunqueno le convencía en absoluto laexplicación.

No sé, tal vez… tal vez… —incapazde encontrar una respuesta, Duna

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terminó por rendirse—. Quizá el graneroesté verdaderamente sucio.

—¡Eso se debe a todo el tiempo quepasas allí! —bromeó Cinthia.

Casi habían alcanzado el portón dela muralla cuando unas campanasredoblaron a lo lejos.

—¡Ay, no! ¡Llegamos tarde! —advirtió Duna echando a correr junto aCinthia.

La escuela del reino se encontrabadividida en dos edificios situados cadauno en un extremo de la ciudad: uno alEste y el otro al Oeste. El primero deellos había sido construido con piedrasblancas talladas hasta la perfección.

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Representaba la feminidad, la eleganciay el pensamiento frente a los actos, o, almenos, así había sido en sus comienzos.

Era un edificio sin apenas adornos,de altura considerable y con un tejado enpunta donde una bandera negra ondeabacon una lechuza y una pluma tejidas enblanco sobre ella. Solo las mujerestenían permitido el acceso y todohombre que cruzase la verja que loseparaba del resto de la ciudad erainmediatamente enviado al calabozo delpalacio sin contemplaciones ni juiciosprevios.

El segundo edificio, situado al oestede la ciudad y diametralmente idéntico

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al del Este, estaba construido conpiedras parduscas y simbolizaba lafigura masculina, la fuerza, el honor, lasleyes y la virtud del valor. Al igual queel edificio femenino, este tenía la mismaforma y su tejado estaba coronado poruna bandera blanca en la que estabanhilvanados una espada y un tintero encolores oscuros.

Sus banderas, una oscura condibujos claros y la otra clara condibujos oscuros, representaban la uniónde las dos escuelas. Pues, al igual que elhombre nada podía hacer sin la mujer —a pesar de las creencias de algunos—, lamujer tendría serias dificultades para

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sobrevivir sin el hombre. Se necesitabany se apoyaban el uno al otro. Y, para queninguna de las dos escuelas lo olvidasejamás, se habían establecido una seriede actividades realizadas en el edificiodel Este y otras en el edificio del Oestesin las que la otra escuela no podríasobrevivir. Así pues, la escuelafemenina debía suministrar a lamasculina la tinta, y ellos a ellas lospergaminos. Sin una cosa no podíanutilizar la otra. Cada mañana, antes deque tañeran las campanas queanunciaban el comienzo de las clases, unalumno de cada escuela cargaba uncarro con la tinta y con los pergaminos,

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respectivamente, y lo llevaba hasta lapuerta trasera de la otra escuela.

Duna y Cinthia corrieron por la calleprincipal hasta la Gran Plaza, dondetomaron una calleja que las llevaríadirectas a la escuela del Este. Loscomerciantes y artesanos abrían sustiendas en esos momentos y, a cadasegundo que pasaba, las dos muchachastenían que esquivar a más berethianos.Para cuando alcanzaron la verja dehierro que rodeaba la torre, lascampanas ya habían dejado de sonar ylas últimas alumnas rezagadas corríancon los faldones recogidos a refugiarseen el interior del alto edificio.

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Haciendo un último esfuerzo,llegaron a la puerta justo antes de queuna de las Maestras la cerrase.

—Llegáis tarde —les recriminó lamujer mirándolas con desprecio—.Siempre igual, señoritas. Daos prisa enllegar vuestras respectivas aulas.

—Sí, señora. Sí, señora —respondieron inclinando levemente lacabeza antes de echar a correr escalerasarriba.

La torre estaba compuestabásicamente por una escalera de caracolque llegaba hasta el último piso y lasdiferentes aulas iban apareciendo en losdescansillos de cada piso, donde se

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impartían las clases. Eran pocoespaciosas y algunas de las alumnas quellegaban tarde tenían que quedarse depie el tiempo que durase la lección porfalta de sitios libres.

Duna y Cinthia corrieron juntas hastael tercer descansillo donde Cinthia sedetuvo, recuperó el aliento y llamó a lapuerta ya cerrada.

—Te espero a la salida —le susurróDuna antes de seguir subiendo laescalera.

Su amiga asintió y entró en el aula,donde le recibió una buena reprimenda.

Duna llegó a su piso unos segundosmás tarde, se secó las gotas de sudor de

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la frente y después llamó a la puerta. Norecibió contestación pero oyó cómo seapagaban los murmullos en el interior.

Con delicadeza, intentando que lapuerta no chirriase demasiado, accedióa la pequeña habitación donde unmontón de ojos mordaces se giraronpara mirarla.

—Otra vez tarde —advirtió laprofesora sin levantar la voz. Se acercóa ella con una vara de madera en lamano izquierda y una miradainescrutable.

Duna sabía lo que tocaba; inclinó lacabeza y extendió la mano derecha. Alinstante escuchó la fugaz sacudida de la

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vara sobre su mano y sintió el dolorpenetrante que le recorrió el brazo. Hizoun esfuerzo por impedir que el dolor sereflejase en su rostro.

—Siéntate —ordenó la maestra,regresando a su mesa.

La chica obedeció, tomó asiento enuno de los pocos pupitres libres quequedaban y sacó los libros de la cesta.

—Como decía antes de que fueseinterrumpida —la maestra miró a Dunade soslayo y con desprecio—, yadeberíais conocer, a estas alturas, todolo necesario para convertiros en mujeresplenamente adultas. Vosotras, queridas,sois las damas del futuro. Las mujeres

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que esperarán en casa a sus valerososmaridos y cuidarán de sus hijos hastaque se conviertan en aguerridoscaballeros a las órdenes del reino.

Duna, incapaz de reprimirse, nopudo evitar chasquear la lengua alescuchar lo que a ella le parecíanarcaicas sandeces.

—¿Tienes algo que añadir? —lepreguntó la maestra con un tono gélido.

—No —respondió Duna bajando lamirada.

—Tal vez te gustaría compartir conel resto de compañeras tus opiniones.

Duna, imaginando lo que vendría acontinuación, no quiso caer en la

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insinuación y negó con la cabeza.—No tengas miedo, estamos aquí

para escucharnos entre nosotras —insistió con creciente ironía.

Duna no quería. No debía dejarseengañar. Sabía lo que pasaría sicomentaba en voz alta su opinión, sinembargo…

—Opino… —terminó balbuceandoDuna— que los lemas de esta escuela sehan debido de perder por el camino,maestra. Ya no se habla de mente sobrefuerza y actos…

—¿Ah, no? —le interrumpió lamujer, asombrada pero sin dejar desonreír.

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—No —respondió ellaenvalentonándose—. Ahora se habla decómo fregar, zurcir y remendar losharapos que nos traerán nuestrosmaridos, Maestra.

—¿Y… no te gusta eso? —preguntóesta, esforzándose por no dejar traslucirsu enfado—. ¿Es eso?

¡Desde luego que no me gusta! —Segiró hacia el resto de sus compañeras—.¿Acaso a vosotras sí? ¿Queréisconvertiros en las esclavas de vuestrosmaridos?

Las alumnas comenzaron a murmurary a opinar, algunas escandalizadas, lasotras, divertidas.

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La maestra se dio cuenta de queestaba perdiendo el control de lasituación y corto por io sano.

—¡Basta! ¡No quiero escuchar mássandeces, niña malcriada!

Las alumnas guardaron silencio,pero no Duna.

—¿Perdón?—¡Ya me has oído! ¡Explícame por

qué tengo que aguantar día tras días tusimpertinencias!

—¡Fuisteis vos quién me preguntó!Yo no quería y…

—Cállate. Déjame que te diga unacosa, Duna Azuladea —dijo, escupiendosu nombre—. No mereces la suerte que

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tuviste en el pasado. Habría sido mejorpara todos que te hubieses quedado contu madre.

Duna sintió que las palabras seclavaban en su alma ¿Cómo podía sertan ruin? Era cierto que desde elcomienzo del curso la maestra y ellahabían tenido tantas confrontacionescomo días había asistido Duna a clase,pero esta vez ella no había tenido laculpa de nada. ¿Cuándo aprendería amorderse la lengua?

—Lo… lo siento… —balbuceóDuna.

Pero la mujer no iba a dejarlaescapar tan fácilmente pudiendo

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humillarla frente al resto de alumnas.¿Lo habría preparado de antemano?

—No he terminado. Tu presenciaaquí es una pérdida de tiempo. —Elresto de alumnas rieron el comentario yla mujer se envalentonó, elevando eltono de voz—. Desde el principio supeque no llegarías a nada. Desde pequeñamostraste nulas aptitudes para llegar aser algo más que una simple campesinay una criadora de cerdos. Jamás llegarása convertirte en una mujer de verdad ynunca encontrarás un hombre que paguepor casarse contigo.

Eso era lo último que Duna podíasoportar. Lentamente, levantó los ojos

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de su pupitre y desafió con la mirada ala maestra, quien sonreía victoriosajugueteando con la vara.

—Quizás no quiera venderme aningún hombre. Tal vez espere queregresen los tiempos en los que la mujerera algo más que una criada que sepueda exhibir. Y es muy probable —añadió sonriendo maliciosamente—, queviva rodeada de cerdos porque enocasiones son más fáciles de tratar quealgunas personas.

Las alumnas rompieron a reírmientras la maestra fulminaba a Dunacon la mirada.

—Eres… tan insolente —dijo

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avanzando hacia su pupitre—. Extiendela mano, niña. Cuando acabe contigo nopodrás ni rozarla con una pluma.

La chica, cansada de recibir cadadía un varillazo tras otro en susdoloridas manos, se puso en pie y seencaró a la Maestra.

—¡No!—¿Qué…? ¿Qué crees que estás

haciendo? —preguntó la profesora,sorprendida y furiosa al mismo tiempo.

—No dejaré que vuelva a pegarme—respondió Duna.

La maestra dio otro paso hacia ellasin bajar la vara. El resto de la claseguardó silencio.

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—Extiende las manos.A pesar de que sabía que

desobedecer solo empeoraría las cosas,Duna se negó a hacerlo. Se sentía tanfuriosa que no podía contenerse.

—¡Extiende los brazos, malditaniña! —gritó desesperada la profesora.

—No lo haré mientras no bajéis lavara —contestó en el mismo tono devoz.

La profesora profirió un grito defuria y descargó la vara contra Duna,quien tuvo los reflejos suficientes comopara apartarse de su trayectoria en elúltimo instante. La vara golpeó elpupitre y se partió en montones de

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astillas que salieron volando por losaires y se esparcieron por toda lahabitación mientras las alumnas gritabanasustadas.

—¡Fuera de mi clase! —siguióvociferando la maestra, perdiendo lapoca compostura que le quedaba—.¡Fuera! ¡No quiero volver a verte nuncamás aquí! ¿Me oyes? ¡No vuelvas apisar esta escuela jamás! ¡Nunca!

Duna esquivó los pupitres de suscompañeras y corrió hasta la puerta.Tras salir, la cerró de un portazo y bajócorriendo las escaleras mientras lamaestra se asomaba a la barandilla yrompía en sollozos desesperados y

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maldiciones contra ella. El resto dealumnas y profesoras de otras clasessalieron de sus aulas para ver quésucedía, pero para entonces Duna ya sealejaba del lugar.

Corrió por las callejuelas hastallegar casi a la otra punta de la ciudad,desde donde se divisaba la escuela delos hombres.

—Al menos la mitad de nosotrosrecibe una educación digna —murmurópara sí desganada al tiempo que pateabauna piedra.

No podía volver a casa hasta queterminasen las clases o Aya lepreguntaría la razón. Terminaría

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enterándose, era inevitable, perointentaría prolongar el momento todo loposible Así pues, enfiló una de lassinuosas calles que llevaban a la plazacentral y allí se quedó, sentada en elborde de la fuente, contemplando el ir yvenir de los aldeanos.

Lo bueno de vivir tan alejadas de laciudad, pensó Duna, era que nadie lareconocería ni le preguntaría por qué noestaba en la escuela. Al fin y al cabo,solo le quedaba un año para no volver apisar aquel lugar infernal… o quizá yani eso…

Enterró la cabeza entre las manos,controlando el repentino sentimiento de

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culpa que le sobrevino. ¿Qué iba a hacerahora? ¿Tendría razón la maestra?¿Pasaría el resto de su vida criandocerdos en casa de Aya? Cinthiaencontraría un hombre, se casaría con ély posiblemente no tendría que volver apisar un solo granero en toda su vida. Y,sin embargo, ella… ¿Quién se fijaría enuna porqueriza sin modales, educaciónni dinero? ¡Ella quería viajar! No, ¡lonecesitaba! Bereth se le quedaba máspequeño cada día. Había tanto pordescubrir, tanto por ver que se lerevolvía el estómago con solo pensar enpasar el resto de su vida allí.

No pudo reprimir el débil lamento

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que escapó de su garganta. Había metidola pata hasta el fondo. La cosa nuncahabía llegado a tanto.

De pronto, el alarido de una mujerdesgarró la tranquilidad de la plaza yDuna levantó la mirada para descubrirsu origen. La causante de aquel alborotoera una mujer de avanzada edad, menuday con el pelo alborotado, que acababade entrar corriendo en la plaza. Duna lareconoció al instante; se trataba deMarión, la loca del pueblo.

Algunos berethianos corrieron asocorrerla y a preguntarle qué leocurría. A falta de nada mejor que hacer,Duna les siguió para enterarse ella

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también.—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto de nuevo y

ha atacado! —vociferaba la mujerhaciendo aspavientos con las manos.

—¡Cálmate Marion! —dijo unhombre robusto mientras la abrazabacon fuerza—. ¿Qué te ocurre?

—¡Suéltame! —la mujer se deshizodel abrazo—. Sé que creéis que estoyloca, ¡lo sé! Pero no es así… —Depronto, se puso a susurrar—: Lo creéis,sí, pero yo sé que no es cierto… Losé…

—¿Y ahora qué le pasa? —quisosaber una mujer que acababa de llegarcon un saco de legumbres.

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—¡Ha vuelto a atacar! ¡Cada vezestá más cerca!

Duna iba a darse la vuelta, cansadade tantas incongruencias, cuando lamujer volvió a gritar:

—¡El dragón! ¡Ha regresado!Los allí congregados se apartaron

repentinamente como si la mujer hubiesesoltado mil demonios por la boca. Lamuchacha se giró, curiosa, y volvió aacercarse.

—¿Quién lo ha visto? —preguntóuna mujer.

—¿Dónde lo han visto? —quisosaber un hombre.

—¿Ha matado a alguien?

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—¡En la linde del bosque! —explicóMarión sin dejar de alisarse el grasientocabello de manera compulsiva—. ¡Máscerca de las murallas de lo que nuncaantes se le había visto!

—¿Cómo sabemos que no mientes,vieja chiflada? ¡Los dragones estánmuertos! ¡El rey acabó con el último! —le recriminó uno de los hombres másviejos allí reunidos apoyado en unbastón.

—¡Yo nunca miento! —y en susurrossiguió diciendo—: Yo nunca, nunca,jamás, nunca miento… No, no, Mariónno miente. Ella solo dice la verdad.

Duna tuvo que acercarse aún más

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para comprender sus palabras, queahora surgían de su boca en un torrenteininteligible:

—Miovejahamuertoyyonoséyaqueharé. Eldragónlahamatado.Yolohevisto,hoyporlanoche,montañasobrepatasderocayelbosqueensusojos.Meescrutaron,meescrutaronyyosentíquemeestudiaba.Corrítodalanochesindetenerme,dejandoatrásamiovejahastallegaraquí,hastallegaraquí,hastallegar…

La voz de la mujer se desvanecióentre los murmullos de los que laescuchaban, quienes se mostraban tanasombrados como Duna.

—¡Ya está bien! —prorrumpió depronto la voz de un Guardia Real que

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acababa de llegar a la plaza—. ¿Quésucede aquí?

—¡El dragón ha regresado! —gritóla mujer de las legumbres.

—¡Es cierto! ¡Ella lo ha visto! —leaseguró el hombre.

—Esta mujer está loca —replicó elGuardia—. No dice más que tonterías.

—¿Por qué el príncipe no hace algo?—inquirió otra mujer—. ¿Por qué no loha cazado todavía?

—¡Eso! ¡Eso! —le apoyaron losdemás.

El Guardia tragó saliva, incómodo, ydespués agarró a la vieja Marión por elbrazo. Esta se aferró a él con la mirada

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perdida mientras balbuceaba palabrassin sentido.

—¿Adónde la lleváis? —preguntó elhombretón interponiéndose en el caminodel soldado.

—Apartaos —el soldado le quitó deen medio de un empujón—. La llevoadonde puedan tratar su demencia. Noos quedéis parados. Ya no hay nada quever aquí. ¡Vamos, dispersaos!

Duna vio cómo se alejaban ydespués cruzó la plaza en direcciónopuesta, hacia el portón de la muralla.

El misterio del dragón de Bereth seremontaba a varios años atrás. Dunatodavía no había nacido cuando un

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aldeano juró ver con sus propios ojoscómo, durante una fría noche deinvierno, una montaña devoraba unciervo en lo más profundo del bosque.Al principio, como siempre ocurría enestos casos, nadie le creyó. Pensaronque había bebido demasiado y que noestaba en sus cabales. Él juró y perjuróque lo que había visto era tan ciertocomo que el sol salía por el este.

El altercado se olvidó al pocotiempo y nadie más volvió amencionarlo hasta que, unos mesesdespués, una mujer llegó gritando deterror a la ciudad, hablando de unacriatura que le había estado

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persiguiendo hasta la linde del bosque.Solo era capaz de recordar dos enormesojos llameantes en la oscuridad, comodos fuegos fatuos siguiendo sus pasosmuy de cerca.

De nuevo, los berethianos seburlaron de ella y le dijeron que podríahaber sido cualquier otra bestia delbosque. Fue necesario que un grupo dehombres armados con utensilios delabranza se internasen en el bosqueaquella misma mañana en pos de lamisteriosa criatura, para descubrirvarios cadáveres de venados, pájaros yotros animales desgarrados y apiladosen claro en el corazón del bosque.

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Aquello no podía haberlo hecho unanimal normal, admitieron. La criaturaculpable de aquella carnicería debía demedir varios metros de longitud y ser tanalto como un árbol para haber terminadocon todos aquellos animales consemejante brutalidad y fiereza.

Desde entonces, los chismorreosacerca del monstruo se extendieron ycrecieron por toda la región hasta darforma al temible dragón. Aunque nadielo había llegado a ver, siempre hablabande aquellos ojos llameando en lo másprofundo del bosque y del inmensocuerpo que se adivinaba en las sombras.

Los más valientes organizaban

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batidas por las mañanas y por las nochespara intentar capturarlo. Pero susintentos fueron estériles. El dragónseguía sin ser cazado y los aldeanos deBereth, a pesar de que el monstruo nuncahabía hecho ningún daño a un humano,estaban cada día más aterrados. Algunosincluso habían llegado a mudarse alinterior de las murallas en cuantotuvieron oportunidad.

No en vano, resultaba irónico que elvaleroso Amadís de Forestgreen hubiesecambiado el anterior blasón, dos rosascruzadas, por el del dragón tras darmuerte al último de ellos. Algunosberethianos creían que era eso lo que

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había llevado al dragón hasta Bereth, ypedían que volviesen a sustituirlo porlas dos flores. Pero, por supuesto, laCasa Real obvió aquellos comentarios.

Duna intentaba con todas sus fuerzasno creer aquello: un dragón, allí, ¡enBereth! ¡Imposible! ¿Cuánto tiempohacía que se habían extinguido?¿Cincuenta años? ¿Tal vez más? ¿Cómoiba a haber uno tan cerca de la casa deAya? Con solo internarse en el bosquepodría toparse con él y después…

—¡No! —se dijo Duna ya fuera de lamuralla.

No iría a ninguna parte. No seinternaría sola en los bosques, ni mucho

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menos intentaría encontrar al dragón.Principalmente porque, como se repetíauna y otra vez, el dragón no existía.

Pero sería tan maravilloso queexistiese, que ella fuese capaz dedescubrirlo. Fantaseaba tantas veces conentablar contacto con la criatura, conque le permitiese surcar los cielos sulomo, con que la ayudase a escapar deallí y pudiese ver los otros reinos…

Furiosa por sus desvarios, intentódar una patada a una piedra que habíajunto a la orilla del río pero trastabilló,perdió pie y cayó rodando a las aguas.

—Lo que me faltaba… —suspiróenfadada mientras peleaba con el

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fangoso lecho del río para salir de él—.¿Es que hoy nada me va a salir bien?¿Qué más me puede pasar?

Después de embarrarsecompletamente el vestido y alcanzar laorilla contraria, consiguió salir yreanudar el camino a casa. En su cabezasolo cabía el mal humor y el temor deencontrarse con Aya. Ya no quedaba nirastro de bosques, misterios porresolver o dragones que montar.

Unos minutos más tarde, con elvestido y el cuerpo cubiertos por unafina capa de barro seco y el pelo sucio ydespeinado, llegó a la verja de la casa.Sin embargo, se detuvo de repente al

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contemplar un lustroso caballo de pelajemarrón paciendo junto a las flores deljardín de Aya. Sorprendida, Duna seacercó al animal y le acarició el lomosuavemente. El caballo se limitó aobservarla un instante, indiferente, y aseguir comiendo el resto de las flores.

—¿Y tú de dónde has salido? —lepreguntó Duna, dándole unos suavesgolpecitos sobre el enorme cuello.

El animal dio unos pasos hacia laventana y le dio la espalda a la chica,quien sonrió divertida y después miróhacia la puerta de la casa.

—Así que tenemos visita…Intentó alisarse el cabello tanto

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como pudo y después abrió la puerta consumo cuidado para no hacer ruido. Lacerró al entrar y se escabulló escalerasarriba para que nadie la viese con aquelaspecto. Cuando estuvo en su cuarto, sedesvistió completamente y se acercó a lapalangana que había en el cuarto debaño junto a su habitación para quitarsetoda la mugre que la cubría.

Una vez aseada, se puso un vestidonuevo y bajó las escaleras intentandohacer menos ruido que antes, abrió lapuerta, salió, dejó pasar unos segundos ydespués volvió a abrirla diciendo:

—¡Aya! ¡Ya estoy en casa!La mujer debía de estar reunida en el

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jardín trasero. Antes de llegar a este,Duna se detuvo para observar al hombresentado frente a Aya, de espaldas a lapuerta. La muchacha no quiso hacerseilusiones, pero conjeturando la edad delcaballero, tal vez Aya hubieseencontrado un sustituto para el difuntoseñor Azuladea.

Parecía un caballero acaudalado, talvez un noble. Las botas daban laimpresión de ser de piel y el chalecosobre el jubón parecía tejido con unabuena tela. Aunque no alcanzaba a verlede frente, a Duna no se le escapó que lefaltaba algo de pelo en la coronilla yque era bastante más bajo que Aya…

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¿Pero qué importaba todo eso si a lamujer se la veía tan alegre?

Exhibiendo su mejor sonrisa eintentado olvidar lo ocurrido en laescuela, Duna abrió la portezuela quedaba al jardincito y salió. La mujer segiró asombrada al tiempo que dejabaapresuradamente la taza sobre la mesa ycorría junto a Duna, saludándolaexageradamente y ruborizándose.

—¡Ah, Duna, no te esperaba! —Susonrisa desapareció en cuanto se situófrente a la muchacha, de espaldas alinvitado—. ¿Qué haces aquí tantemprano?

—Hoy la escuela… ha terminado

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antes —contestó intentando que sonaralo más verosímil posible.

Aya se acercó un poco más al oídode Duna y, mientras le daba un beso, lesusurró:

—¿Qué demonios has hecho con tuvestido? ¿Por qué llevas puesto unodiferente? Ya hablaremos después tú yyo. Ahora compórtate como una dama.

—Eso es lo que soy —le respondió,acercándose para saludar al caballero.

Al ponerse en pie, comprobódefinitivamente que era bastante másbajo que ellas dos. Mientras se mantuvosentado, su altura, o mejor dicho, sufalta de ella no había resultado tan obvia

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pero ahora que se encontraba de piepodía apreciar lo cortas que eran suspiernas comparadas con el resto delcuerpo Por otro lado, eraendiabladamente guapo. Tenía los ojososcuros y la nariz recta. Las entradas delcabello no se apreciaban que se peinabahacia atrás y la media sonrisa quedibujaban sus labios era de las másperfectas que Duna había visto nunca.

No obstante, había algo en él que lehacía desconfiar. Tal vez fuese la formacon que se echaba el pelo hacia atrás ola intensidad con la que la observaba…

—Duna, te presento a Lord Gunternde Loresford —dijo Aya,

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interrumpiendo el hilo de suspensamientos.

—Mucho gusto —saludó Duna,inclinándose educadamente y apartandola mirada del hombre.

Lord Guntern dio un paso hacia ellay le tomó la mano con suavidad.

—El placer es mío, querida.Duna esbozó una sonrisa y volvió a

desviar la mirada. ¿Por qué le hacíasentirse tan incómoda?

—¿Querrás acompañarnos? —preguntó el caballero indicando una sillalibre junto a la suya.

—¡No! —intervino de pronto Aya,sonriendo forzadamente—. Tiene que

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hacer algunas cosas y no creo que…—Será un placer, Lord Guntern. —

Duna avanzó hasta la silla libre y sesentó, algo más tranquila. Aya estabamuy equivocada si creía que iba amarcharse sin que le presentaseoficialmente a su amorío.

—¿Estás segura, Duna? —insistióAya recriminándola con la mirada ycada vez más sonrojada—. Me haparecido entender que tenías tareas dela escuela…

—Oh, no, Aya. Debiste entender mal—le contestó ella sirviéndose un pocode té en la tacita de porcelana.

Lord Guntern estaba totalmente

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absorto. Se limitaba a surtir la taza deDuna de azúcar y a ponerle algunaspastas sobre el platito.

Muy servicial, pensó Duna. El tipode hombre que Aya necesita.

A disgusto y malhumorada, la mujervolvió a sentarse y a clavarle unamirada airada sin ningún tipo de reparo.Duna simplemente le sonrió.—Ydecidme, Lord Guntern, ¿a qué se debeesta inesperada visita a nuestro humildehogar? —preguntó Duna intentandomostrarse lo más inocente posible.

El caballero, confundido, miró derepente a Aya mientras esta bajaba losojos, muy interesada repentinamente en

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las filigranas del mantel.Verás cuando se lo cuente a

Cinthia, bromeó Duna para sí.—¿No lo sabes, querida? Pensé que

Aya te lo habría contado —dijo LordGuntern sin cambiar el semblantesorprendido.

—¿A mí? —exclamó Duna, dando unsorbito al té—. ¡En absoluto! Aya hatenido bien guardado este pequeño…secretito.

Lord Guntern soltó una carcajada yAya tragó saliva, muerta de vergüenza.

—¡Vamos, Aya! —le animó Duna—.¡Era una broma! ¡Me parece estupendoque no hayas querido contarnos nada!

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Imagina cómo se habría puesto Cinthiasi hubiera descubierto que tienes pareja.

—¿Cómo? —preguntó Lord Guntern.Aya levantó la cabeza como

impulsada por un resorte y la miró conlos ojos como platos.

—¿He… he dicho algo malo? —preguntó Duna, ruborizándose.

—Cariño… —dijo Aya.—¡Cuánto lo siento! —se disculpó

la muchacha mirando a Lord Guntern—.Por un momento pensé que vos y Aya…que Aya y vos…

El hombre sonrió comprensivo.—No soy hombre de dos mujeres,

querida.

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Duna deseó que se abriese unagujero bajo su silla y el mundo se latragase.

—Al no ver un anillo en vuestrodedo, supuse que no estabais casado yque…

—¡Y no lo estoy! Al menos por elmomento… —Lord Guntern miró a Aya,quien se había quedado con la bocaabierta, y después añadió—: Unmomento, ¿entonces Aya no te ha dichonada?

—¿Nada sobre qué? —preguntóDuna desesperada. Primero miró alhombre, después a Aya, y cuando vioque la mujer no decía nada, volvió la

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vista otra vez hacia el lord.—Querida Duna —dijo él con una

voz tranquilizadora—. Estamosultimando los detalles de nuestra…unión —añadió caballero alzando la vozunas cuantas octavas en la última partede la frase. Sus ojos no dejaban deobservar a la muchacha.

Duna parpadeó varias veces,incrédula, y después exclamó:

—¡¿Perdón?! —tomó aire—.¡¿Nuestra… unión?! —volvió a respirar—. ¿Qué unión es esa, si puede saberse?

—La del sagrado matrimonio, ¿cuálsi no? —contestó divertido LordGuntern creyéndose parte de algún tipo

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de broma.Duna le fulminó con la mirada y este

dejó de sonreír de manera tan necia.Después fijó sus ojos en Aya, que por finhabía cerrado la boca. La rabia quehabía sentido durante el día no podíacompararse con lo que la recorría enaquel momento. ¿Cómo no se había dadocuenta antes? ¡Aquel enano presumidono se convertiría en el marido de Ayasino en el suyo!

Las bombillas de más, el ajetreo dela mujer durante los últimos días, todoslos pedidos de la cestería que habíaaceptado… ¿Cómo no lo había vistovenir? Aya había estado preparando una

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buena dote para poder casarla con uncaballero tan distinguido como el Lord,quien en esos momentos la miraba conuna expresión que Duna tuvo quereprimirse para no golpear de puroenfado.

—¿Ocurre algo, querida? —preguntó extrañado el caballero—. Tenoto algo tensa.

Duna contuvo las ganas de llorar ydesvió la mirada hacia Aya. Le habíatraicionado. Cuando se quedasen a solasle echaría todo en cara; jamás leperdonaría que hubiese actuado a susespaldas. Ahora debía comportarse conelegancia y distinción. Aunque solo

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fuese por demostrarse a sí misma que lamaestra de la escuela estaba equivocaday que ella podía ser toda una dama.

Respiró lentamente unas cuantasveces y después volvió a sonreír a LordGuntern.

—En absoluto, mí querido lord. —Aya la miró de hito en hito. Ha sido unpequeño mareo, pero ya me herecompuesto. Si no os importa, herecordado que tengo cosas que hacer. Sime permitís…

—¡Desde luego! —dijo el caballeroponiéndose en pie de un saltito sobre suscortas piernas y corriendo a separar lasilla de Duna de la mesa. Un gesto

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sumamente caballeroso que quedónublado por la incapacidad casi total delhombre para llevarlo a cabo.

—Gracias —contestó amablementela muchacha, dispuesta a entrar de nuevoen la casa.

—Aguarda, yo también me marcho.Estupendo, pensó cada vez más

enfadada, todavía tendré queaguantarle un rato más…

Aya siguió sentada con los ojoscomo platos contemplando la escena.Tan solo se limitó a asentir cortésmentecuando el caballero le agradeció suhospitalidad antes de salir del jardíntras Duna.

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Cuando llegaron al recibidor, lamuchacha abrió la puerta y nerópacientemente a que el Lord sedecidiese a salir por ella.

—Ha sido una tarde muy agradable,querida.

El Lord tomó su mano como habíahecho antes y, aunque Duna intentódesasirse, Guntern no se rindió hasta quelogró besarla.

—Cuanto menos una sorpresa —respondió Duna, llevándose la mano trasla espalda, donde la restregó contra elvestido.

—Oh, puedes llamarme Henry,dadas las circunstancias.

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Duna cambiaba el peso de un pie aotro a cada segundo, cada vez un pocomás irritada.

—Entonces, querida, ¿vendrás a mifinca alguna tarde? ¿O te da miedo estara solas con un hombre? —se burló elcaballero mientras se subía lospantalones por encima de la cintura—.No —contestó fría como un témpano lamuchacha.

Lord Guntern la miró sincomprender.

—No a qué, ¿querida?—No a las dos cosas. Buenas tardes.Y diciendo esto, le cerró la puerta en

las narices, subió las escaleras

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corriendo y se encerró en su habitación.Aquella iba a ser una noche muy

larga.

El príncipe Adhárel llamósuavemente a la puerta y esperó. Lahabitación de la reina Ariadne seencontraba en una de las torres del alaoeste del palacio.

Unos segundos después oyó unospasitos apresurados en interior. Lapuerta se abrió y la cabeza de una mujeralgo más joven que la reina se asomópor ella. En cuanto vio al príncipe abrió

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la puerta de par en par e hizo unareverencia.

—Adelante —dijo la doncella,apartándose.

Adhárel le sonrió y entró en losaposentos de la reina. Esta seencontraba junto al enorme ventanal queprecedía al balcón con un libro sobre elregazo pero con la mirada perdida másallá del cristal.

—¿Madre…? —dijo, preocupadopor molestarla.

La reina pareció salir de suensimismamiento, le miró y sonriódulcemente.

—Hola, Adhárel.

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El príncipe le dio un beso en lamejilla y después se sentó en el bordede la cama.

—Puedes retirarte, Dora —le dijo lareina a su doncella con una miradasignificativa. Esta hizo una reverencia ysalió—. ¿Qué sucede, hijo?

—Verás…—Tienes una pinta horrible, Adhárel

—le interrumpió su madre, peinándoleun poco el cabello—. ¡Pareces tú elenfermo, no yo! Este endiablado peloque nunca se está quieto ¡Y esa barba!Deberías ir a que te la arreglasen unpoco hoy mismo.

—Madre, por favor…

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—Lo digo por tu bien, hijo. Mírateen el espejo. ¿De verdad crees que teconviene ir así?

Adhárel bufó, aburrido.—Mientras tome las decisiones

correctas, no creo que al pueblo leimporte mi aspecto.

—¡Pero a mí sí! —exclamó sumadre—. Deberías hablar con Dimitripara que te preste alguno de sus trajes.

Adhárel se echó a reír.—No, madre, me parece que no…—Eres guapo, Adhárel, ¿por qué te

empeñas en pasar desapercibido?El príncipe notó que se ruborizaba,

pero al momento puso serio.

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—No he venido a hablar de estocontigo, madre. Al parecer se ha vueltoa ver al dragón cerca de la ciudad y mepreguntaba si…

—¡Otra vez esa historia! —exclamóla reina, poniendo los ojos en blanco.

—¡Pero Madre, es cierto! Se hanencontrado huellas que no correspondena las de ningún animal conocido. ¡Sonenormes! ¿Y qué me dices de loscadáveres que encontraron?

—Digo que no son pruebassuficientes… ¡Pudo… pudo haber sidocualquier animal salvaje, Adhárel!Entiendo que los aldeanos se crean esashistorias, pero no consentiré que lo haga

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mi hijo.Adhárel bufó imperceptiblemente y

dirigió la mirada al suelo.—Cuentos o no, pienso ir a

investigarlo.—Será si yo te lo permito, Adhárel.—¡Ya soy mayor, madre! Cumpliré

veinte años en pocos días.—En quince, exactamente. No tienes

que recordármelo —le reprochóautoritaria la reina—. Y, que yo sepa,sigues siendo mi hijo. Y yo la reina.

—Es mi deber averiguar qué sucede.La reina le apuntó con el dedo

índice.—No. Tu deber no es ir a cazar

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fantasías del pueblo. Tu deber esquedarte en el palacio, protegiendo aBereth de cualquier amenaza ysirviéndole en todo lo necesario.

—¡El dragón es una amenaza! —exclamó Adhárel.

—No, no lo es. El dragón no esninguna amenaza. El dragón no existe.

—¿Cómo puedes estar tan segura,madre?

La reina apartó la mirada y la posóen el libro.

—Porque mi padre mató al últimode ellos —respondió con un hilo de voz.

Las palabras cayeron sobre Adhárelcomo un cubo de agua fría. Su abuelo, el

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padre de la reina, el valeroso AmadísForestgreen, había fallecido dando cazaal más fiero y sanguinario de losdragones. La leyenda decía que, cuandoAmadís clavó su espada en el corazóndel monstruo, el grito desgarrador quesurgió de sus entrañas destruyó al restode sus congéneres que aún permanecíancon vida. Adhárel también sabía queaquel fue un duro golpe para su madredel que nunca llegó a recuperarse.

—Madre… lo… lo siento… —sedisculpó Adhárel, avergonzado—. Yo…no quería…

—No tienes que pedir perdón, hijo—le aseguró comprensiva—. Entiendo

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que quieras ir a investigar, que quierasdar caza a ese dragón, pero es muchomás importante que permanezcas en elpalacio.

—La cacería estaba preparada paraesta noche… —comentó el príncipe sinmucha convicción.

—¿Una cacería real? —preguntó lareina asombrada—. ¿Para el dragón?

Adhárel asintió sin mirarla.—¡Oh, Adhárel! ¡Cuándo crecerás!

… ¡No puedes utilizara la Guardia Realpara lo que te venga en gana! ¿Quépasaría si al amanecer Belmont intentaseinvadir Bereth? Yo te lo diré que partedel ejército estaría tan cansado debido a

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las correrías nocturnas que no podrían nicon las espadas.

—Eso es totalmente improbable,Barlof dice…

—¡Barlof dice! —le interrumpióella, enarcando las cejas—. ¡Cómo no!¡Ese hombretón parece tener de seseralo que tiene de enano!

—¡Es un magnífico Capitán delejército!

—No lo dudo, pero a veces tengo ladesagradable impresión de que seaprovecha de su situación para meterteideas descabelladas en la cabeza. —Adhárel desvió la mirada mordiéndosela lengua. Ariadne añadió—: Entonces,

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¿la cacería está ya lista?—Con perros y todo, madre —

contestó él, controlando su enfado.La reina se llevó los dedos a los

labios en un gesto característico ymeditó durante unos segundos.

—Sé que sería prácticamenteimposible cancelarla ahora, cuando faltatan poco…

Adhárel se le iluminaron los ojospor un instante.

—Por lo que… adelante. Habrácacería esta noche. Solo para que osdeis cuenta de lo equivocados queestáis.

—¿De verdad? ¡Gracias, madre!

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—Espera, Adhárel. He dicho quehabrá cacería, no que tú puedas ir.

El príncipe tardó unos segundos enprocesar sus palabras, pues ya andabahaciendo planes para la noche. Cuandolo comprendió, regresó su malhumor.

—¡Es injusto, madre!—¡Es un peligro, que es diferente!—¿No decías que no había ningún

dragón?—Hay muchos más peligros en un

bosque oscuro que un dragónimaginario. No. No permitiré que teocurra algo.

—¿Es esta tu última palabra? —preguntó Adhárel, sin ninguna esperanza.

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—Sí.—Bien.Adhárel se puso en pie y se alisó los

pantalones con un par de manotazos.—Le diré a Barlof que esta noche

ocupará el mando.La reina asintió y después se dio la

vuelta hacia la ventana, dando porzanjada la conversación.

Adhárel hizo ademán de salir pero lapuerta se abrió de golpe y su hermanoDimitri entró en la habitación, con unasonrisa como hacía tiempo que Adhárelno veía en su rostro. No se detuvo anteAdhárel ni un instante, sino que fuedirectamente hacia su madre, quien se

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había girado sorprendida por lairrupción.

—¡Madre, hoy hay una cacería! ¡Porla noche! Me dejarás ir, ¿verdad?

Adhárel no pudo evitar soltar unacarcajada que Dimitri contestó con unamirada cargada de desprecio.

—Lo que más me sorprende de todo—dijo la reina sin contestar a su hijomenor—, es que siempre soy la últimaen enterarme de las cosas que ocurren eneste palacio.

—¿Puedo ir? —insistió Dimitri.—No —contestó Adhárel.—¡Tú no eres nadie para decirme

qué puedo y qué no puedo hacer!

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—Pero yo sí —intervino su madre—. Ninguno de los dos saldréis decacería esta noche.

—¿Por qué? —preguntó Dimitri conun tono de enfado en la voz.

—¿Tengo que explicarlo otra vez?—dijo la reina cansada—. Es muypeligroso. Punto. Ninguno de mis hijos,futuros soberanos del reino, sufrirá unaccidente haciendo alguna estupidez estanoche.

—Yo no seré el soberano de nada —masculló Dimitri.

—¡Basta! —cortó la reina mientrasse frotaba la sien—. He dicho que no. Sino queréis nada más, dejadme

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descansar.Ariadne empezó entonces a toser y

Adhárel la miró preocupado mientrasDimitri se encaminaba hacia la puerta.Al pasar junto a su hermano, le susurróalgo que Adhárel no alcanzó acomprender.

El príncipe salió detrás de él y, antesde cerrar la puerta, le dijo a su madre:

—Sobre lo de mi cumpleaños…La reina volvió a mirarlo.—¿Qué quieres ahora, Adhárel?—He pensado que podríamos

festejarlo con un baile.La reina volvió a mirar a través del

cristal.

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—Solo quedan unas semanas, no sési dará tiempo a organizarlo todo.

—Yo me encargaré. Me parece queserá una buena oportunidad paraconocer la opinión del pueblo sobre lasituación de Belmont.

Su madre se dio la vuelta.—¿De verdad necesitas un baile

para conocerla?—No es solo eso. Los belmontinos

son cada día más atrevidos, tal vez…—¿Para que alguno se acerque lo

suficiente como para apresarle? —lecortó Ariadne, adivinando supensamiento—. ¡Vamos, Adhárel! Noson niños, sería toda una temeridad por

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su parte acercarse a Bereth en lasactuales circunstancias.

—Aun así, quiero tentarles.—Entiendo… —contestó Ariadne

con la mirada clavada en el suelo—.Nos vendrá bien una fiesta. Después detodo, no se cumplen veinte años todoslos días.

Adhárel sonrió más tranquilo.—Gracias, madre. Nos veremos en

la cena. —Y, tras esto, cerró la puerta,dejando a la reina inmersa en suspensamientos.

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5El juicio

Aya estuvo llamando a la puerta de Dunacasi toda la noche, primero suavemente,después con mayor insistencia, pero lamuchacha no dejó de sollozar en elinterior sin hacer caso a sus llamadas.Se había encerrado con la intención deordenar sus ideas pero no había tardadoen caer sobre la cama en un mar delágrimas, desconsolada por la traiciónde Aya.

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¿Cómo había podido venderla deaquel modo? Era incapaz de encontrarotras palabras que describiesen mejor lamanera en que Aya había actuado. Unpuñado de berones, unas cuantasbombillas y Duna había dejado depertenecerle para pasar a manos deaquel hombre. Sabía que era unpensamiento cruel, pero no podía verlode otro modo.

La expulsión de la escuela era otrohecho que también le preocupaba, perono tanto como la perspectiva de contraermatrimonio con aquel presumido deLord Guntern. Aya tendría que explicarlemuchas cosas, pero no ahora. Si

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intentaba entablar conversación con ellaterminaría diciendo cosas de las quedespués se arrepentiría.

—¡Oh, Aya! —gimió Duna sin dejarde llorar—. ¿Por qué? ¿Por qué lo hashecho?

A medianoche, Duna se sumió en unsueño inquieto que no le ayudó areconfortarla o a recobrar las fuerzas.Las pesadillas la asediaron en cuantocerró los párpados. Sus temores sehicieron reales en aquellos sueños enlos que Lord Guntern la perseguía através de un espeso bosque en el que lasramas impedían su avance. Dunaintentaba correr, pero caía al suelo una y

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otra vez. Y cuando volvía a levantarse,el hombre se encontraba todavía máscerca. A cada paso, Lord Guntern ibacreciendo y, poco a poco, su sombra seiba cerniendo sobre el bosque entero.

—No huyas de tu destino, querida…—susurraba el viento entre los árbolesllevando consigo la voz del Lord.

Duna siguió corriendo hasta quetropezó y cayó al suelo. Se giró y pudocomprobar cómo el hombre, que yamedía varios metros de altura, seagachaba hacia ella con los ojosardiendo en deseos. Pronto estaría entresus manazas, incapaz de volver aescapar.

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La muchacha estuvo a punto de gritarcuando, de repente, un rugidoensordecedor surgió de lo más profundodel bosque El gigantesco Lord Gunternmiró aterrado hacia todos lados, seincorporó y salió corriendo, dejando aDuna en aquel lugar, incapaz de moverun solo músculo. En ese momentodescubrió dos luceros entre los árbolesque parecían vigilarla; se arrastro paraalejarse de ellos, pero tambiénempezaron a avanzar. Aquello no eranluceros, descubrió Duna, sino dos ojosque la escrutaban desde la oscuridad.Parecían estar esperando su siguientemovimiento para poder devorarla. Era

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el dragón. Lo sabía sin verlo, y no eracomo había imaginado… No había nirastro de la docilidad con la que habíafantaseado en tantas ocasiones.

Desesperada, lejos de recordar algigantesco Lord que le había perseguidohasta allí, profirió un grito cuando lasfauces de la criatura salieron de laespesura.

La muchacha se despertó con supropio chillido, con las manos alrededordel cuello, intentado protegerse deldragón que lentamente ibadifuminándose en su mente al tiempo quetomaba conciencia de dónde seencontraba.

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Un repentino ronquido la sacó de suensimismamiento Con delicadeza abrióla puerta de su habitación y descubrió ala pobre Aya durmiendo sobre una sillajunto a la puerta, haciendo guardia,esperando a que saliese para poderhablar con ella. Duna se sintió culpabley con suavidad la zarandeó paradespertarla. Lentamente, Aya fueabriendo los ojos hasta que enfocó a lamuchacha y entonces se abalanzó sobreella y la estrechó entre sus brazosmientras lloraba casi con tantas fuerzascomo Duna la noche anterior.

—Lo… lo siento muchísimo, hijamía —sollozaba la mujer—. No pensé

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que… que fuese a ser así. Perdóname.Por el Todopoderoso, perdóname… Losiento muchísimo. Mi niña, mi pobreniña… ¿qué he hecho…?

Duna se deshizo con delicadeza desu abrazo y le secó los ojos con lasmangas del camisón.

—No llores Aya. Sé que lo hashecho pensando en mí. No puedo negarque me haya dolido, pero no sirve denada lamentarse.

De nuevo Aya rompió a llorar conmás ganas que antes.

¡Era injusto! Tendría que estarconsolándola a ella, ¡no al contrario!

Sin estar muy segura de lo que debía

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hacer, ayudó a Aya a bajar las escalerashasta la cocina, donde la sentó en untaburete y le sirvió un poco de café conun chorrito de leche.

—Ya encontraremos algún modo desolucionar todo este malentendido.Bastará con hablar con…

—¡Lord Guntem no nos escuchará!¡El trato ya se ha cerrado!

—Pero… pero… si yo no quiero notengo por qué casarme, ¿verdad? Nopueden obligarme.

—Cuando los responsables de laniña hacen un trato de matrimonio con unhombre y este acepta, lo único quequeda es elegir el día del enlace.

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—¡Eso es injusto! —vociferó Duna,perdiendo la compostura—. Tiene quehaber una solución. Yo no soy unamercancía que se pueda comprar ovender… ya no.

Sin poder evitarlo, y aunque lo habíaintentado hasta ese momento, Duna sedejó llevar por la tristeza y acompañó aAya en su llanto. Y esta vez fue la mujerquien consoló a la muchacha.

—Solo existen dos formas para notener que casarte con él.

—¿Huir? —preguntó Dunaesperanzada.

Aya sonrió ante su ocurrencia.—No, cariño. El hombre, en caso de

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ser abandonado, tiene derecho a recurrira la Guardia Real para que persigan a lamujer y le hagan pagar por abandonarle.No. Había pensado en otras opciones.Una difícil, la otra imposible…

La muchacha se separó de la mujer yla miró, intrigada.

—¿Cuáles?—La primera consiste en que otro

hombre pague una cantidad mayor por tia Lord Guntern; si este se negase,tendrían que batirse en duelo. —Aquellono le pareció nada mal a la muchacha.Con un poco de suerte, el Lord Babosoacabaría con una espada ensartada enel…— La segunda sería que la ley

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cambiase. Pero eso es imposible.Cambiar una ley no se hace de la nochea la mañana. Harían falta meses oincluso años. Ese mandato lleva vigenteen Bereth y en otros Reinos desde hacesiglos. Olvídalo.

—¡No! —exclamó molesta—. Esaes la solución. La reina es mujer.Entenderá nuestra situación. ¡Sé que lohará! Bastara con hablar con ella.

—No debería haberte dicho nada —se lamentó Aya—. Deberías comprenderque es imposible. La reina es mujer perodudo que le preocupen estos problemas,dudo que tenga tiempo para arreglarlo yaún tengo más dudas de que consi gas

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audiencia con ella. Duna, lo siento deverdad, pero no hay marcha atrás…

—¡Sí que la hay! —volvió a gritardesesperada—. ¡No pienso casarme!¡Huiré lejos de Bereth! ¡Lejos de LordGuntern, de la Guardia y de ti! ¡Todoesto es por vuestra culpa! ¡Todo!

Incapaz de reprimir su enfado, Dunatiró al suelo cuanto había sobre la mesa.En ese instante Cinthia apareció en lapuerta. Había bajado corriendo lasescaleras al oír los gritos.

—¿Qué está pasando? —preguntóasustada.

Duna no le respondió y salió de lahabitación golpeándole en el hombro al

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pasar.—¡Eh! —se quejó la chica—. ¿Y a

esta que le pasa?—No importa —le contestó Aya

ocultando las lágrimas—. Déjamerecoger esto. Desayuna y vete a laescuela a toda prisa o llegarás tarde. Dique Duna no irá hoy.

Cinthia se quedó paralizada. ¿Aya nosabía que Duna había sido expulsada?Entonces, ¿a que venía esa discusión?

Duna volvió a encerrarse en sucuarto como hiciera la noche anterior,pero esta vez no lloró. Las lágrimas se

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le habían terminado antes del alba.Ahora arremetía contra todo lo queencontraba a su paso: baúles, libros,ropa… Nada se libró de la iradesmesurada de la muchacha.

Iría a hablar con la reina, se decíamientras deambulaba de un lado a otrode la habitación dando fuertes pisotones.¡Desde luego que iría! Y si no conseguíaaudiencia, se escabulliría para entrarhasta los mismísimos aposentos realespara que la escuchase. No iba a permitirque una anticuada ley la obligase acontraer matrimonio con alguien a quien,en una sola tarde, había llegado aaborrecer.

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Y si eso no funcionaba, huiría. Sí.Esa era una buena idea: escaparía deBereth y de sus absurdas leyes en buscade un lugar mejor. Correría milaventuras. No necesitaría nada másque…

Duna se sentó en la cama. Estabaagotada. No podía irse, ¿en qué estabapensando? No podía dejar a Aya sola.Además, no disponía de dinerosuficiente ni para llegar al reino máscercano que no estuviese en guerra conBereth.

Siguió dándole vueltas al asuntohasta que oyó cómo llamaban a la puertaprincipal, en el piso inferior. Intrigada

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por la inesperada visita, salió de sucuarto y se asomó a la barandilla paraespiar. La muchacha se quedó de piedracuando Aya abrió la puerta a ununiformado cartero real que se cuadróante la mujer y después dijo a voz engrito:

—Tengo órdenes de entregar lasiguiente correspondencia a AyanabiaAzuladea Socres.

Duna dio un respingo, pues temía laspalabras que pudiera contener aquellacarta. Aya se presentó ante el cartero yeste le entregó el sobre lacrado.Después, el hombre hizo una inclinacióny se despidió.

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Duna bajó las escaleras como untorbellino en cuanto la puerta se cerró yle arrebató el sobre a la mujer antes deque esta pudiese siquiera abrirlo.

—¡Pero qué te pasa! —gritóenfadada la mujer—. ¡Duna devuélvemeesa carta ahora mismo!

—No… no puedo —se limitó acontestar ella sin saber que hacer con laprueba del delito.

—Duna Azuladea, te digo que me lades ahora mismo ¡Obedece!

Se encontraba en un callejón sinsalida. La pared a su espalda y Aya enfrente, cada vez más cerca… ¡No teníaescapatoria!

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—Se me olvidó contarte algo que…—intentó disculparse Duna sin sabermuy bien cómo.

—¿De qué hablas? ¡Dame la carta,Duna! Me estoy empezando a enfadar.

En un intento desesperado porescapar, la muchacha se arrojó al suelopara pasar por debajo de las piernas deAya pero esta la interceptó y le quitó elsobre de las manos.

—¡Déjame que te lo explique antes!Aya no le hizo ningún caso. Sacó la

carta y se puso a leer mientras lamuchacha empezaba a reptar por un ladopara escapar de allí. Los ojos de Ayarecorrieron cada línea de la circular

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unas cuantas veces antes de asimilartodo su contenido.

Duna empezaba a incorporarsecuando Aya pegó el grito.

—¡¿Qué… demonios… es… esto?!Duna se levantó sabiendo que estaba

todo perdido.—No fue culpa mía… —balbuceó

—. La maestra empezó a gritarme y aamenazarme con la vara si no leobedecía. Yo simplemente salícorriendo.

—¡Saliste corriendo después dedesobedecerle, insultarle y replicarle!—enumeró Aya leyendo la carta—.Duna, estás citada para una audiencia.

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La muchacha la miró aturdida. Ayavolvió a leer la carta:

—Han preparado el juicio paradentro de unas horas. Debes presentarteen el Palacio Real antes del mediodía.

—Pero… ¿un juicio? —murmuróDuna—. ¿Tanto lío por una pataleta decolegio?

Aya se sentó en una silla próxima yrespiró hondo.

—Ya sabía yo que algún día no selimitarían a amonestarte No es solo unapataleta, Duna. Llevas buscándoteproblemas con esa mujer desdeprincipio de curso.

—¡Pero es culpa suya!

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—Deja ya de echarle la culpa a losdemás y asume de una vez laresponsabilidad de tus actos. Vístete.Nos vamos enseguida.

Duna subió las escaleras como sillevase granito en los pies y un nudo enel estómago. Por fin conocería elinterior del palacio, como tantas veceshabía soñado.

Ahora no le parecía más que unacruel pesadilla.

Cuando llegaron a las escaleras depiedra que ascendían hasta el portón delpalacio, Aya le colocó adecuadamente el

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vestido a Duna para después hacer lomismo con el suyo.

—Déjame hablar a mí —le avisó lamujer mientras subía los primerosescalones.

Duna avanzó unos pasos por detrásde Aya hasta que llegaron frente a lapuerta, donde se apostaba con miradasevera el mismo soldado de la vezanterior.

—¿Quién va? —preguntó con vozautoritaria.

—Tenemos una citación Real —leexplicó Aya al tiempo que le entregabala carta.

El guardia la leyó por encima y, sin

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decir una sola palabra, les permitió elpaso abriéndoles él mismo la puerta.Duna captó un destello de burla en susojos cuando pasó a su lado.

La puerta se cerró tras ellas y uncriado apareció por el otro extremo delrecibidor ataviado con un jubón rojizo yunos calzones marrones que le llegabanhasta las rodillas. Aya le entregó la cartay, después de leerla, les pidió que leacompañasen.

Sin separarse del hombre, Aya yDuna recorrieron el vestíbulo principalhasta las enormes escaleras que subíanal siguiente piso. Allí giraron a laizquierda hasta llegar a una puerta,

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donde el criado se detuvo.—Aguardad aquí hasta que os

llamen para pasar —les dijo antes dellamar con suavidad a la puerta y entraren la sala.

Duna, a pesar de las circunstancias,no dejaba de mirar embelesada cuanto lerodeaba. De modo que así era el granPalacio por dentro, se decía admirandolos cuadros que cubrían las paredes, lasmajestuosas vidrieras de las ventanas ylas sempiternas alfombras que revestíanlos pasillos.

De pronto, una voz grave surgió dela sala:

—Duna Azuladea, adelante.

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La muchacha empujó la puerta yentró, nerviosa y angustia da por lo quesucedería. Aya hizo ademán de seguirlapero la misma voz, que provenía de unhombre barbudo y con cara de pocosamigos sentado sobre una enormebutaca, se lo impidió.

—Solo la muchacha. Vos podéisvolver a casa. Más tarde podréispreguntarle a la joven lo que hayaacontecido.

Aya asintió dócilmente y,dedicándole una mirada de compasión aDuna, regresó por el pasillo junto alcriado que las había acompañado hastaallí.

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La muchacha tragó saliva intentandoparecer tranquila. De un vistazo recorrióla sala y pudo comprobar que junto alhombre que había hablado, situado en elcentro de una larga mesa, se encontrabanla maestra de Duna, que sonríamaliciosamente, un hombre al que nohabía visto en su vida y un escribanoque tomaba nota con una pluma.

Era una sala de altísimos techos, sinmás ornamentación que algún que otroescudo de Bereth labrado en la piedra.Del techo colgaba una magníficalámpara de araña con montones decristales que refulgían con los rayos deluz que atravesaban los ventanales

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laterales. Sus bombillas, al menos diezen total se encontraban en ese momentoapagadas. Tras la mesa donde sesentaban los allí presentes había unespléndido tapiz que cubría toda lapared y en el que estaban representadoscon colores únicos los acontecimientosmás significativos de la historia delreino: las victorias del ejército, lasbodas reales, la batalla contra losúltimos dragones…

En mitad de la sala, frente a laenorme mesa del jurado, había una sillaen la que Duna supuso que deberíasentarse.

—Duna Azuladea. Padre,

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desconocido. Madre, esclava —leyó deun pergamino el mismo hombre de antes,quien parecía ser el juez—. Hijaadoptiva de Ayanabia Azuladea Socres.Diecisiete años. Estudiante de últimocurso en la Escuela del Este. —En estepunto su maestra pareció sufrir unaterrible jaqueca. Ojalá no fuese fingida,pensó Duna—. Está acusada de haberinsultado, gritado y desprestigiado a sumaestra, la aquí presente Lady SorianaTutelly.

Cuando terminó de leer, enrolló elpergamino y miró fijamente a Duna.

—Tomad asiento, Duna Azuladea —le ordenó señalando la silla de madera.

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Duna hizo lo que le indicaba y sequedó esperando a que diesen comienzolas acusaciones. Esperaba que no fuesena durar demasiado. Los juecescomentaron algo en susurros y despuésvolvieron a mirar a la muchacha.

—Hemos leído los cargos que se teimputan —dijo el hombre—. ¿Tienesalgo que añadir?

Lo primero que pensó Duna, antes dedecir nada, fue que estaban siendobastante groseros pues ni siquiera sehabían presentado. Por supuesto, no dijonada y, viendo que la batalla estabaperdida de antemano, se limitó a negarcon la cabeza.

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El otro hombre sentado a la mesa seladeó hacia el juez y le susurró algo aloído. Después volvió a mirar al frente.

—Creo que tienes toda la razón,Duna Azuladea. —La muchacha le mirósin comprender—. No nos hemospresentado y eso es una falta grave dedescortesía. Mi nombre es Sir Carroll, aLady Soriana ya la conoces y elcaballero que se sienta a mi derecha esNinfunae Sermé, maestreSentomentalista.

Duna, que se había quedadoasombrada cuando Sir Carroll habíaempezado a hablar, lo comprendió todo:Ninfunae había escuchado sus

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pensamientos y le había hecho partícipede ellos al juez. Una capacidad muyútil en los juicios la de aquelsentomentalista, pensó la muchacha.Pero, al momento, miró al maestrereprimiendo su pensamiento, este lamiró un segundo y después le guiñó unojo. Duna se relajó. Parecía buenapersona.

—Entonces, Duna Azuladea —continuó Sir Carroll—, ¿estáscompletamente de acuerdo con loscargos?

Más tranquila, la muchacha dijo:—En parte sí y en parte no…—Explícate —le espetó

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malhumorada la maestra.Duna tragó saliva y dijo:—No fue mi intención insultar a

Lady Soriana. Cada día, cada vez quehacemos algo mal, la maestra nos atizacon su vara de madera. Y aunquenosotras no lloremos, nos hace muchodaño. —La maestra se revolvió en suasiento—. No soy quién para juzgar sies una buena o una mala manera deenseñar, simplemente me cansé derecibir golpes y me rebelé. Pidodisculpas por ello.

Duna meditó cada palabra antes depronunciarla. Y, aunque en el fondoestaba tan enfadada con aquella mujer

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que se habría desahogado gritándoletodos los insultos que se agolpaban ensu mente, no lo hizo a sabiendas de queaquello empeoraría mucho su situación.Como un acto reflejo, miró de refilón alsentomentalista, quien parecía asentircasi imperceptiblemente. Duna seruborizó.

—Esta vez tus disculpas no teservirán de nada —le amenazó lamaestra, impertérrita.

Sir Carroll volvió a tomar lapalabra:

—Según tenemos entendido, esta noha sido la única vez que has demostradotu mal comportamiento, Duna Azuladea.

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Al parecer has llegado tarde la mayoríade los días, no has cumplido tus tareascon diligencia y te has enfrentado atodas las maestras que has ido teniendoa lo largo de tus años en la escuela.

—¡Pero es que no enseñan más quetonterías!

Los tres adultos se quedaronboquiabiertos; incluso el escribano dejóla pluma en el tintero y la miró tansorprendido como el resto. Duna sellevó las manos a la boca pero ya erademasiado tarde.

—¡Lo ha vuelto a hacer! ¿Qué osdije? ¡Es incorregible! —comentó lamaestra, la primera en recuperarse de la

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sorpresa.—¡Duna Azuladea! —exclamó Sir

Carroll—. ¿Cómo osas hablarnos de esemodo?

Lady Soriana asintió con la cabeza,sonriendo y agradecida de que le diesenla razón.

—Lo siento, ha sido sin querer…—Nos has demostrado que no

puedes contener tu lengua. Pensábamosretirarte el castigo. Queríamos que estefuese tan solo un aviso, pero ahora… —Duna le miró suplicante y asustada—, notendremos más remedio que tomarmedidas.

—Quedas expulsada de la Escuela

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del Este, Duna Azuladea —dijo lamaestra, pronunciando el nombre conburla y sin ocultar su satisfacción.

Duna miró desesperada a los otrosdos jueces, pero el sentomentalista selimitó a negar con la cabeza y a bajarlos ojos mientras Sir Carroll asentíafirmemente.

—Tu maestra tiene razón. Estásexpulsada de la Escuela.

—¡Pero entonces no podré terminarmis estudios! —exclamó la muchachaponiéndose en pie—. ¿Qué voy a hacerahora?

—Haberlo pensado antes, niña.Quizá te vaya mejor con los gorrinos…

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—respondió la mujer. Duna empezó asollozar.

—Dadme otra oportunidad. ¡Os losuplico! No lo hagáis por mí, hacedlopor la pobre Aya. Imaginad el disgustoque tendrá…

La maestra no pareció enternecerseni un ápice, pero los otros dos hombresse miraron algo preocupados.

—Quizá exista otra solución —comentó entonces Ninfunae, el maestresentomentalista. Su voz había sonado tansuave y melódica como la música. Sinlevantar la voz había conseguido quetodos le mirasen y dejasen de hablar.

—Para que pueda seguir con su

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último año de formación…—¡Hemos decidido expulsarla! —

saltó la maestra, rompiendo el hechizoque había creado Ninfunae. Elsentomentalista la miró una sola vez yesta bajó la cabeza, abochornada.

—Como iba diciendo, para queDuna pueda seguir con su formaciónquizá no sea necesario que lo haga en laEscuela.

—Si no es en la escuela, ¿dóndepropones que lo haga, Ninfunae?

—Aquí.—¿Aquí? —preguntaron Duna, Sir

Carroll y la maestra al unísono.—Sí, aquí. En el Palacio. ¡Qué

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mejor sitio para aprender a comportarsecomo una dama que en el mismo palacioReal, rodeada de la elegancia y de losmodales más cuidados del reino!

Sir Carroll meditó la idea unossegundos antes de decir nada. La mentede Duna ya elucubraba por su cuentacómo sería pasar el resto del año enaquel Palacio con el que tantas veceshabía soñado despierta.

—De acuerdo —contestó el juez.Lady Soriana le miró con cara desorpresa. Fue a decir algo pero poralgún motivo inexplicable, y porsegunda vez en la vida, guardó silencio—. Duna Azuladea, te condeno a

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terminar tus estudios como dama deBereth en el Palacio Real.

El corazón le dio un vuelco en elpecho.

—Gra… gracias —tartamudeó—.Muchísimas gracias.

Tras decir esto, los tres adultos deljurado, junto con el escribano, sepusieron en pie.

—Puedes irte, Duna Azuladea.Mañana preséntate a las puertas delpalacio al alba. No llegues tarde.

—No llegaré tarde, señor —contestóla muchacha, radiante. También le diolas gracias en silencio al Maestre. Sabíaque la estaba escuchando.

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Después desaparecieron tras elenorme tapiz y Duna salió al pasillo.

Mientras se dirigía a la puertaprincipal, pensaba en cómo sería su vidaa partir de aquel día. ¡Iba a trabajar enel palacio! Montones de chicas darían elpellejo por estar en su lugar. Y lo mejorde todo era que no tendría que volver aver a la bruja de Lady Soriana nuncamás. Duna jamás olvidaría su gesto decrispación al escuchar la sentencia. Seechó a reír mientras bajaba las escalerasprincipales hacia el vestíbulo.

Iba tan distraída que no pudoesquivar a la persona que en esemomento subía los primeros escalones y

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con el que tropezó. A punto estuvieronlos dos de caer rodando, pero en elúltimo instante él consiguió mantener elequilibrio y agarrar a Duna para evitarel golpe. Mientras se recuperaba delsusto, Duna se disculpó:

—¡Cuánto lo siento! No estabamirando y… —un escalofrío le recorrióla espalda cuando reconoció alcaballero.

—No ha sido nada —respondió elpríncipe Adhárel soltando la cintura deDuna con suavidad—. ¿Estás bien?

Duna se quedó mirando sus ojosverdes, su sonrisa medio torcida y surevuelto cabello cobrizo.

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—Per… perfectamente… gracias…disculpadme —balbuceó ella haciendovarias reverencias seguidas.

—Me alegro —contestó el príncipesonriendo de nuevo y apartándose deDuna para seguir subiendo la escalera.

Duna se quedó unos segundos másobservando el lugar por el que habíadesaparecido el príncipe.

—Yo también me alegro… —murmuró para sí antes de alcanzar elportón.

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6Trabajando en el

palacio

Cuando Duna llegó a casa se encontrócon Aya esperándola en el salón,balanceándose en la mecedora demimbre. En cuanto la vio entrar se pusoen pie y esperó a que la muchacha lecontase todo lo sucedido.

—En resumen —recapituló Duna unrato después—, no puedo volver a pisar

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la Escuela del Este, pero seguiré misestudios en el Palacio Real.

—Es inaudito… —murmuró Aya,sentándose de nuevo en la mecedora—.Es la sentencia más absurda que heescuchado en mi vida.

Duna se encogió de hombros,sonriendo.

—Iré a preparar las cosas paramañana. No pienso llegar ni un minutotarde.

—¡Pero si ni siquiera hemoscomido! —dijo Aya mirándolaasombrada.

—Ya te he dicho que mañana nopienso llegar ni un minuto tarde.

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Y diciendo esto, se dio media vueltay subió a su habitación. Se pasó el restode la mañana amontonando vestidossobre la cama sin decidirse por ningunopara el día siguiente.

Cuando, más tarde, Cinthia llegó acasa se encerró con Duna y esta le pusoal corriente de todo lo sucedido en losúltimos días: la expulsión, LordGuntern, el juicio… Cuando terminó derelatar la historia, Cinthia tuvo quesentarse sobre el montón de vestidospara no caerse del asombro.

—¡Vas a trabajar en el palacio! —repitió Cinthia sin dejar de sonreír—.¡Mañana mismo tiro los libros a la

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cabeza de mi maestra para poderacompañarte!

Las dos muchachas se echaron a reírimaginando la escena.

—No creo que consiguieses elmismo resultado…

—No… seguro —contestó Cinthialevantándose y cogiendo uno de losvestidos sobre los que se había sentado—. ¿Seguro que no quieres ponerte este?

Se puso frente al espejo de lahabitación y comprobó cómo le quedabapor encima. Era verde, con algo deescote y una cinta pardusca alrededor dela cintura. Duna se acercó a Cinthia yobservó interesada el vestido.

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—A falta de uno mejor…—Te recuerdo que vas a trabajar.—También es cierto. Está bien, este.Guardaron el resto de los vestidos

en el armario y después arreglaron unpoco la habitación. El enfado de Dunade aquella mañana se había cobrado unjarrón de cerámica y una lámpara sinbombilla que había sobre la mesa.Cuando terminaron de barrer lospedazos que había por el suelo, bajaronal salón para ayudar a Aya con lacestería.

Rara vez Aya les pedía ayuda conlos trabajos para la tienda. Gracias aella sacaban algunos ingresos con los

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que comprar algún que otro capricho devez en cuando. Si bien no era, ni muchomenos, la tienda más visitada del reino,la Cestería de Aya era muy conocida yquienes querían trabajos bien hechossiempre acudían a ella. Algunosberethianos se quejaban de los preciosque la mujer ponía a sus productos, perohabía que tener en cuenta la falta demateria prima en algunas épocas delaño, las horas que llevaba hacerlo bieny otros factores que influíandirectamente en el precio. A pesar deello, Aya seguía vendiendo todas lassemanas varias decenas de cestas.

La tienda propiamente dicha no

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existía. La casa contaba con un pequeñoalmacén en el sótano donde seacumulaban los trabajos terminados. Tansolo una señal de madera en forma deflecha que apuntaba a la casa desde elcamino y en la que podía leerse«Cestería Aya», anunciaba al viajero laexistencia de la tienda. Como eranatural, había sido el métodopublicitario más antiguo y fiable de losque existían el que había hecho que latienda se diese a conocer entre losberethianos: el boca a boca. El trabajode Duna y Cinthia, cuando no estabanestudiando, consistía en preparar lastiras de mimbre con las que después Aya

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confeccionaba los cestos. Tenía tantapráctica que no tardaba más de un par dehoras en hacer una cesta de la nada.Duna disfrutaba observando cómomanejaba el mimbre y se relajaba al vercómo enredaba las tiras de manerasistemática dando forma al recipiente.

A la mañana siguiente, Duna sedespertó antes de que el sol despuntasesobre la lejana muralla de Bereth. Sedesperezó con los ojos aún cerrados ydespués se acercó tambaleante hasta elaseo, donde se dio un baño rápido paradespejarse. Cuando estuvo lista, volvióa su cuarto y se puso el vestido quehabían elegido la tarde anterior. Bajó a

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la cocina y sin detenerse a calentar nada,cogió dos magdalenas que había en unacesta sobre la mesa y salió de casa endirección a la ciudad.

Cuando llegó a la escalinata delpalacio las campanas empezaron a tañerinsistentemente. Aún quedaban algunosminutos para el alba. Respiró hondopara controlar los nervios y subió hastael portón. El guardia de siempre la mirósorprendido.

—¿Otra vez aquí? —le preguntóesbozando una sonrisa burlona.

Sin tan siquiera mirarle, Dunacontestó:

—Me citaron para empezar a

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trabajar en el palacio. Dejadme pasar yno me hagáis perder el tiempo.

El guardia rompió a reír ante larespuesta.

—Venga, niña, vete y déjametranquilo. No son horas para molestar ala realeza.

Duna estaba a punto de contestarlealguna grosería cuando la puerta seabrió desde el interior inesperadamentey de ella salió una mujer más baja queDuna y con unos enormes anteojos quehacían que sus ojos pareciesen los de ungigantesco sapo. El pelo recogido en unmoño y las arrugas del rostro leconferían aún más ese aspecto.

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—¿Duna Azuladea? —preguntó conuna voz estridente observándola desdeabajo.

—Sí, señora.—¿Por qué que no pasas?—Este hombre no me…—Nada de excusas. Sígueme.Duna hizo lo que le habían ordenado

y cruzó la puerta detrás de la mujer.Pudo escuchar la risa del guardia encuanto la puerta se cerró. La mujervestía unos faldones largos y un delantalque le quedaba cómicamente enorme,obligándola a recogérselo con las manospara no tropezar al andar.

—Hay varias normas que debes

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conocer para trabajar en este Palacio —le dijo la mujer sin girarse para mirar aDuna. Correteaba sobre sus cortaspiernas a través del vestíbulo hacia unapuerta situada en la otra punta—. Enprimer lugar, no se habla con la realezani con los caballeros a menos que elloste pregunten. Segundo, una orden suya selleva a cabo al instante, sea cual sea.

—¿Sea cual sea? —preguntó Duna.—No me interrumpas, niña —le

regañó la mujer—. Y tercera, me haráscaso en todo lo que yo te mande.

—Sí, señora.En ese momento llegaron al final del

vestíbulo y la mujer empujó con fuerza

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la puerta.—Por aquí se va a las cocinas —le

explicó—. Desde las cocinas podrás ir atodos los lugares que necesitas conocermientras estés aquí.

Los jardines, los salones…, pensóDuna.

—La lavandería, las cuadras… —enumeró la mujer.

—Ah… tengo una pregunta…La mujer se detuvo en seco y se dio

la vuelta para mirarla dejando que lapuerta se cerrase tras ella. Su gestoseguía siendo igual de severo que alprincipio.

—¿Y bien?

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—Mmm… me preguntaba cómo osllamabais, por si necesito encontraroso…

—Mi nombre es Grimalda Menquis.Pregunta siempre por Grimalda a secas,aquí nadie conoce mi apellido.

—Sí, señora.Tras esto se dio media vuelta y

volvió a empujar con fuerza la puerta. Acontinuación la atravesaron.

Las cocinas eran enormes. Al menosesa fue la primera impresión que tuvo lachica. Toda la habitación era de piedra yestaba repleta de mesas de maderacolocadas en paralelo desde la puertahasta el fondo de la sala. Sobre ellas

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había fuentes y cacerolas con diferentesplatos ya preparados y frutas, especias yverduras. Las paredes estaban repletasde armarios. Al fondo de la sala ardíanunos espléndidos fuegos en variaschimeneas sobre las que se estabancocinando perdices y jabalís. Loscocineros y las criadas iban de un lado aotro esquivándose entre sí, portandocomida, utensilios de cocina o libros sindejar de reír y hablando a voces.

Grimalda avanzó unos cuantos pasosmientras Duna lo observaba todo entreasombrada, asustada y divertida. Derepente, el silencio se extendió por todala cocina. Según iban advirtiendo la

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presencia de Grimalda, los cocineros ysirvientas dejaron la charla y las risas yregresaron a sus quehaceres en el másabsoluto silencio. La mujercita se aclaróla garganta suavemente einmediatamente empezó a chillar conuna voz que a Duna le puso los pelos depunta.

—¡¿Qué demonios os creéis que esesto?! ¡¿Una taberna?! ¡Todos a trabajarya mismo! ¡Y sin hacer ni un solo ruido!—Volvió a mirar a Duna y añadió—:Sígueme.

Duna echó un último vistazo a lacocina y después corrió para alcanzar aGrimalda, quien ya desaparecía por una

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puerta lateral. La puerta dabadirectamente a un corto pasillo queterminaba en una empinada escalera decaracol. Grimalda debía de estar másque acostumbrada a aquellos escalones,pero Duna sintió vértigo. El caminoestaba débilmente iluminado por algunasantorchas que colgaban de las paredes yalguna que otra bombilla esporádica queiluminaba poco más que el siguientepeldaño.

Cada vez veo más inútil su uso,meditó Duna, intentando distraer a sumente de la escalera.

Unos segundos más tarde llegaron alfinal de la misma. Grimalda la esperaba

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con los brazos en jarra. Su cara era todomenos cordial.

—No me gusta perder el tiempo —ledijo—. La próxima vez intenta bajar másrápido.

Duna se mordió la lengua y asintió.—Este pasillo —dijo la mujer

señalando la oscuridad que había anteellas—, lleva a la lavandería. No es elcamino principal es un atajo. A tuderecha tienes un pasadizo que va a daral extremo de los jardines. —Duna seesforzó pero no vio mis que oscuridad—. Es un camino que solo utilizan losjardineros. Pero a ti eso no te incumbe,te bastará con saber que este pasillo te

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conduce directamente a la lavandería.Punto.—Duna la miró aburrida y lamujer malinterpretó su gesto—. Allí esdonde limpiamos todas las sábanas,ropas y demás telas del palacio.

No me digas…—Y desde hoy, será tu lugar de

trabajo.La muchacha se quedó de piedra.—¿Mi… mi lugar de trabajo?—Otra cosa que se me olvidaba: no

me gusta repetir las cosas. ¿Quéesperabas?

Todo menos eso… Duna se encogióde hombros, alicaída.

—Pobre ingenua.

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La mujer soltó una risotada. Dunaapartó la mirada, ofendida. Grimaldavolvió a darle la espalda y empezó arecorrer el angosto pasadizo de piedrahacia la oscuridad. Sin duda no era elcamino normal para llegar a lalavandería, ni siquiera había antorchasen las paredes que iluminasen el caminaDuna estuvo a punto de quedarse dondeestaba, asustada por la impenetrableoscuridad, cuando una bombilla lucióunos metros por delante de ella. EraGrimalda quien la sujetaba.

—¿Vienes o te vas a quedar ahí? —le preguntó molesta.

Sin contestar, Duna echó a correr

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hacia la luz. Aquella bombilla parecíadiferente a las del resto del palacio, almenos las que la chica había podido ver.Iluminaba mucho más que las otras y notenía la forma esférica habitual Enrealidad, cuando Duna la contempló másde cerca, pudo comprobar que aquellabombilla era plana. Tenía la forma de unespejo ovalado de muy poco grosor. Unade sus caras parecía de piedra pulida,pero la otra refulgía como si la luz sereflejase en ella, solo que la luz emergíarealmente de allí. Duna no pudo reprimirsu curiosidad.

—Dónde habéis… ¿cómo habéisconseguido eso, si puedo preguntaros?

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—¿Esto? —Grimalda levantó unpoco el extraño artilugio. Se habíahinchado de orgullo—. Me lo regaló lareina hace años. Es un invento único, teaseguro que no encontrarás otro igual entodo el Continente.

—¿Y qué es? —volvió a preguntarDuna, cada vez más intrigada.

La mujer miró a todos lados antes deresponder. Cuando lo hizo, fue en unsusurro:

—Es el descubrimiento de unsentomentalista. —La mujer esperó aque las palabras calasen en Duna paracontinuar—: Vivió hace muchos años.

—¿Podía crear electricidad?

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—No seas tonta, niña —le espetó lamujer en su tono habitual—. Ningúnsentomentalista puede crearla. Esto noes cosa de electricidad, sino de química,un truco barato… pero muy útil. Estapiedra tiene la propiedad de relucircomo si fuese una bombilla cuando lamojas.

—¿Y dónde encontró esesentomentalista la piedra?

A la mujer se le terminó lapaciencia.

—¿Y a mí qué me cuentas? ¡No sé nipor qué pierdo el tiempo contándoteesto!

Se dio media vuelta y echó a andar.

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Duna la siguió sin dejar de pensar en laextraña piedra que iluminaba su camino.¡Si encontraban más piedras comoaquella, podrían tener luz en las casasdurante todo el día sin gastar bombillas!Una lástima que no hubiese otras en todoel Continente… una auténtica lástima.

Varios metros más adelante, elpasillo torcía a la derecha y daba a unapequeña puerta por la que Duna tuvo queagacharse para pasar. Al cruzarla seencontró en una sala un poco máspequeña que la cocina pero con elmismo alboroto. La diferencia radicabaen que allí solo había voces y risasfemeninas; no había ni un solo hombre.

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Grimalda le explicó que la ropa serecogía en unos enormes cestos quellegaban de las salas del palacio contodas las telas que había que lavar, quela tarea se realizaba en cuatro lavadores enormes en cada esquina de la sala,donde se arremolinaban las lavanderaspara frotar, enjabonar y enjuagar.También le indicó dónde se ponía laropa a secar y en qué lugar sedepositaba ya seca y doblada parasubirla arriba.

Mucho después, cuando Grimaldaterminó de explicarle lo necesario parasobrevivir allí abajo y se marchó devuelta a sus quehaceres, una mujerona

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que parecía estar a cargo de laslavanderas le entregó un pañuelo paraque se cubriese el pelo; el resto de lasmujeres también llevaban los suyos.

El resto de la mañana (¿o del día?,estar allí abajo la agobiaba y le impedíasaber qué hora era), pasó con bastantetranquilidad y normalidad. Al principiotuvo problemas para eliminar la sangrede algunos ropajes, pero tras algunasindicaciones básicas, se deshizo de ellascon facilidad. Desde pequeña habíaayudado a Aya con las tareas de la casay aquello no se diferenciaba en mucho.

Nadie habló con ella en ningúnmomento y tampoco Duna hizo nada por

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alterar aquella situación. Se limitaba adivagar entre la espuma de la palangana,el agua tibia y las burbujas de jabón queflotaban por la lavandería. De vez encuando prestaba atención a lasconversaciones de sus compañeras peropronto dejaban de interesarle; todashablaban de hombres que ella noconocía y de la peligrosa guerra que,según algunas, se avecinaba. Al cabo delo que a Duna le parecieron varias horasempezó a sentir un cosquilleo en lasmanos y se las secó pandesentumecerlas. Cuando se deshizo dela espuma que las cubría y se las secócon un trapo, pudo comprobar los

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estragos de su nuevo trabajo: tenía lasmanos reblandecidas y pálidas por elagua, los dedos parecían los de unaanciana de tan arrugados que los tenía,le escocían las palmas y tenía algunasheridas y llagas, sobre las que no habíareparado hasta entonces, que empezarona picarle insistentemente.

Una mujer maltrecha y delgaduchaque había junto a ella la miró mientrasse examinaba las manos y no tardó enempezar a reírse y a hacer partícipe alresto de las lavanderas de la situaciónde Duna.

—¡Mirad a la nueva! —anunciójocosa—. ¿Te hace pupa el agua, niña?

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Duna no quiso hacer caso a suscomentarios y volvió a meter las manosen el agua para seguir con el trabajo, apesar de lo mucho que le dolían.

—Pobrecita —continuó burlándosela mujer—, la criaturita no sabía hastahoy lo que era ser una criada. ¡No telastimes demasiado! ¡Para antes de queacabe la jornada vas a tener muñonespor manos!

El grupo de mujeres que habíaescuchado el comentario rompió encarcajadas hasta que la mujerona sinpañuelo en la cabeza apareció detrás deDuna y las mandó callar.

La muchacha cada vez entendía

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menos su situación. ¿Por qué todo elmundo se burlaba de ella? Si no era lamaestra, era el soldado de la puerta, ycuando no era él, lo hacía su compañerade labor. ¿Acaso estaban poniéndola aprueba?

Poco después Duna fue incapaz deseguir lavando la ropa sin mancharlaaún más con su propia sangre. Seencontraba tan cansada y con las manostan doloridas que habría hecho lo quefuera por volver a la Escuela. ¡Cuántohabría disfrutado su maestra escuchandoestos pensamientos! Lo único queconsolaba a Duna era pensar que lamujer imaginaba que ahora estaría

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siendo tratada como una doncella de lareina. Si ella supiese…

—¡Tú! —tronó una voz a su espalda—. ¿Por qué te detienes?

Duna se giró y se encontró con lamujerona, quien, de rodillas, le sacabamás de un metro. Cuando habló, su vozle pareció espesa y remota después deno haber abierto la boca en tanto tiempo:

—No… no puedo seguir… meduelen las manos…

La mujerona se agachó y atrajo haciasí las palmas de Duna para estudiarlas.

—Sí que están mal. Mejor será quedejes de frotar por hoy. Necesito quesubas una cesta de ropa, ¿crees que

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podrás hacerlo?—Seguro que se le cae y tenemos

que volver a lavarla, Wilma —intervinola mujer que antes se había burlado deDuna.

—Nadie te ha pedido tu opinión,Sarte. Cierra el pico y sigue frotando.

Duna se levantó pero las piernas lefallaron y tuvo que agarrarse a lamujerona para no caer. Después detantas horas en la misma posición, laspiernas le dolían casi tanto como lasmanos. Fue dando pasos cortos hastarecuperar la movilidad.

La mujer la acompañó hasta unaenorme cesta repleta de sábanas de seda

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minuciosamente dobladas. Con unmovimiento ágil, la levantó del suelo yse la colocó a Duna entre los brazos,quien la agarró con torpeza einseguridad.

—Súbelas al segundo piso. Allípregunta por Adeline y Leasda. Ellassabrán qué hacer con las sábanas.

—Sí, señora —contestó Dunaluchando por evitar que se le cayesentodas las telas.

La mujer la guió hasta el portalónpor donde entraban y salían laslavanderas. Daba a una escalera depeldaños de poca al tura que Dunaagradeció sinceramente.

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La cesta y su contenido no lepermitían ver por dónde iba ni dóndepisaba, por lo que tenía que estirar elcuello por uno de los laterales de laenorme cesta para no caer rodando.Cuando llegó al final de la escalera, lapuerta se abrió desde el otro lado ypudo seguir adelante sin detenerse. Echóun breve vistazo y comprendió que seencontraba en el enorme recibidor delpalacio. Al principio, el resplandor delsol la cegó ya que estaba acostumbradaa la penumbra de la lavandería y a lapoca luz que despedían las antorchas.

Volvió a acomodarse la cesta entrelos brazos y se dirigió hacia las

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escaleras principales con paso firme.Pero justo antes de alcanzarlas, eldelantal que llevaba atado a la cintura sele desató inesperadamente y cayó alsuelo sin que se diera cuenta. Al ir a darel siguiente paso, el pie se le enredó enla tela y soltó un grito mientras caíahacia adelante sin poder evitarlo y sinmanos para amortiguar el golpe…aunque el golpe no llegó a producirse.

Alguien la sujetó por la cinturamientras evitaba que la cesta cayese alsuelo con la otra mano.

—¿Te encuentras bien? —preguntóla voz al otro lado de la montaña de tela.

Duna se ruborizó incluso antes de

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mirar a su salvador. No podía creer sudesdicha.

—Sí… muchas gracias… —contestóal mismo tiempo que la mano soltaba sucintura y depositaba la cesta en el suelo,sana y salva.

Adhárel tardó unos instantes más queDuna en reconocerla, pero cuando lohizo no pudo evitar sonreír divertido.

—¿Otra vez tú?El rubor de Duna se agudizó en los

carrillos y la nariz. Bajó la cabeza ysonrió discretamente.

—No voy a poder estar siempre aquípara evitar que te caigas —comentóAdhárel mientras subía las escaleras—.

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Ten más cuidado la próxima vez.Duna asintió con la vista en el suelo

mientras el príncipe se alejaba. Paracuando reaccionó, Adhárel ya no estabaallí.

—Sí, sí… —murmuró la chica.

Los días se sucedieron con pocasvariaciones. Cada mañana, Duna sedespertaba antes de que saliera el sol,desayunaba y corría al palacio. Elguardia de la puerta continuababurlándose de ella aunque con menosinsistencia viendo que Duna no

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respondía a sus comentarios, bajaba a lalavandería y allí pasaba el resto de lamañana hasta bien entrado el mediodía.Cuando volvía a casa, tomaba lo queAya hubiese preparado para comer,recogía la casa y se iba a la cama hastala hora de la cena. Después, volvía aacostarse hasta la mañana siguiente. Yasí una y otra vez…

Las manos se le fueron curando conel paso de los días y, poco después, yano le molestaban tras una mañana enteraenjabonando, frotando y aclarando.Desde el encontronazo con el príncipe,Duna no volvió a subir las telas a lasplantas superiores del palacio; por

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suerte, nadie se había enterado delincidente, pero no quería que le volviesea suceder algo parecido.

También su relación con el resto delavanderas fue mejorando y ya no semantenía apartada de las conversacionesy discusiones de las mujeres. Se habíaconvertido en una más. Duna tenía lasensación de que allí una era aceptadacuando las manos se llenaban de callosinsensibles al trabajo; una especie derito de iniciación.

Al principio le costó mucho hacersea la idea de que solo conocería aquellaparte del palacio: los pisossubterráneos, los túneles de piedra, sus

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cimientos… pero después de un tiempotampoco le preocupó demasiado.Quedaban ya lejos sus deseos deconocer el palacio por dentro, cómo sevivía o qué se hacía allí; al fin y al cabo,ahora que lo sabía, no le parecía tanasombroso como en un principio.Alguna vez se descubría soñandodespierta con pasearse libremente porlos enormes corredores alfombrados delas plantas superiores, con poder mirar através de las magníficas cristaleras delas paredes o con poder volver a vera… sueños al fin y al cabo. Lo únicoque se podía permitir una aldeanalavandera del palacio de Bereth. ¡Cuánta

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más soñarían con cosas similares!Una mañana, sin embargo, sucedió

algo diferente. La muchacha seencontraba en los sótanos, peleándosecon una profunda mancha de grasa quese resistía a salir del jubón que estabalavando, cuando la atronadora voz deWilma sonó en la otra punta de la sala.

—¡Duna Azuladea!Al instante, Duna dejó el jubón

flotando sobre el agua con espuma dellavadero, se secó las manos y se puso enpie.

—Estoy aquí.La mujerona se acercó dando unas

cuantas zancadas hasta ella.

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—La señora Grimalda te llama.Necesita ayuda en las cocinas.

—¿Yo?—Vamos, no le hagas perder el

tiempo.Duna se deshizo del pañuelo que le

cubría la cabeza y subió corriendo alenorme recibidor. Tuvo que guiñar losojos y hacer visera con las manos paraevitar que el sol la deslumbrara. Cuandose hubo recuperado, se agarró el faldónpara no tropezar y cruzó la estanciahasta la puerta de las cocinas. Alabrirla, una bocanada de humo y el olora comida recién hecha la echaron paraatrás. Cerró la puerta tras de sí y buscó

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a la mujer enana entre el resto desirvientas y cocineros que iban de unlado a otro con el mismo caos desiempre.

—¡Por fin has llegado! —oyó decira alguien tras ella. Era Grimalda, losupo antes de girarse—. Necesito queme hagas un favor.

Duna asintió y esperó lasindicaciones.

—Esta tarde llegará al palacio unviejo amigo de la reina, un antiguoamigo de su majestad que ha venido avisitarla. Un gorrón, a fin de cuentas.Como puedes ver, nosotros estamoshasta arriba de trabajo y nadie va a

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poder salir de la cocina hasta tenerpreparado todo el menú de esta noche.

Un hombre con una gigantescaperola pasó entre Duna y Grimalda algrito de «¡Cuidado, que quemo!». Dunapudo comprobar que la mujer teníarazón: había más actividad de lahabitual.

—¿Qué quieres que haga? ¿Queayude a los cocineros?

—No digas tonterías, niña. Necesitoque subas algunas cosas al MaestreZennion.

—¿A quién?Grimalda puso los ojos en blanco.

Una camarera pasó entre ellas como una

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exhalación con una bandeja de frutas enlas manos.

—Da igual, limítate a seguir misindicaciones: la clase del Maestre estáen el cuarto piso del palacio; tuerce porel pasillo que encontrarás allí y pasa lasdos primeras puertas. Es la tercera. —Duna lo memorizó todo, rezando por noolvidarlo—. Quiero que le lleves estoscacharros.

Grimalda señaló una montaña decacerolas. Las había de todos lostamaños posibles, unas dentro de otras yen dudoso equilibrio. Duna tragó saliva.

—¿Todas?—¿Algún problema? —La mujer

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enarcó una ceja.Duna volvió a tragar saliva. Sabía

que no podía negarse, pero…—No, creo que podré.—Estupendo. Ve ahora mismo.

Zennion las está esperando.Grimalda se alejó con paso rápido y

Duna se quedó mirando preocupada lamontaña de cacerolas. Sin demorarse niun minuto, se acercó a los cacharros,rodeó con los brazos la cacerolainferior, la más grande y la que conteníaal resto, agarró sus asas y la levantó.Por suerte para ella no era tan pesadacomo había imaginado, aunque seguíasiendo difícil de mover y las demás

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amenazaban con volcarse si no teníacuidado.

Cada vez tenía más claro que la ideade trabajar en el palacio no resultaba sertan buena como había imaginado.

Tomó aire y dio el primer paso endirección a la puerta de salida. Quienesse cruzaban con ella se apartaban alinstante de su camino mientras lacompadecían con la mirada.

Salió sin problemas al vestíbulo ydesde allí emprendió la marchaescaleras arriba. Un paso tras otro. Lascacerolas tintineaban sobre sus manos.Empezó a sentir una gota de sudorcorriéndole por la frente. Se arrepentía

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de haberse desprendido del pañuelo sindejar de prestar atención a los peldaños.Unos segundos más tarde llegó al primerpiso. Solo le quedaban tres más.

Cuarto piso, pasillo, tercerapuerta… pensaba Duna, ¿O era lasegunda? ¡Oh, Todopoderoso, ayúdamea no meter la pata!, implorabadesesperada.

Unos minutos después, concalambres en los brazos por el esfuerzo,alcanzó el cuarto piso. Las piernasempezaban a flaquearle y el persistentecalor del palacio comenzó a hacer melia en sus fuerzas.

Un poco más, solo un poco más, se

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decía así misma mientras torcía por elpasillo. Paso una puerta. Paso otra.Paso otra. Esta es. Estuvo a punto degolpear la puerta con la punta del pie,pero se detuvo. Espera un momento,¿era la tercera o lo cuarta puerta? Oh,Todopoderoso… Volvió tras sus pasoshasta la tercera puerta y la estudió paraver si encontraba alguna pista que lasacase de su confusión. Nada. Aquellapuerta era idéntica a las otras tres. Fue adar marcha atrás, decidida a llamar a lacuarta puerta cuando tropezó con algo oalguien y cayó para atrás. Las cacerolasvolaron por los aires y cayeron rodandosobre el alfombrado suelo, lo que

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amortiguó en parte el estrépito.Avergonzada por su mal hacer, Duna

fue a ayudar a quien luchaba porquitarse de la cabeza una cacerola quele había caído encima. Duna empezaba aimaginar quién podría estar debajo deella y le fue imposible contener unarisita que silenció, en cuanto el joven sedeshizo del cacharro y dejó a la vista sucabeza. No se parecía en nada aAdhárel: tenía el pelo rojizo y, aunquesu belleza casi infantil era innegable, lamueca de desprecio y odio que sedibujaba en su rostro le hacían parecerterrible.

—¡Maldita criada! —rugió Dimitri

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mientras se ponía en pie tambaleándose—. ¡Te has metido en un buen lío!

Duna se quedó pálida del susto eintentó disculparse, pero las palabras noparecían querer salir de sus labios, porlo que se limitó a bajar la cabeza ysobrellevar la riña.

—¡Mírame a los ojos cuando tehablo, sirvienta! —volvió a rugir elpríncipe.

La muchacha temblabadescontroladamente. Esperaba que laregañase, pero no de esa manera. La vozde Dimitri destilaba rabia. Con pasolento, se acercó a Duna y la agarró confuerza por la barbilla, le levantó la cara

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y le miró directamente a los ojos. Eramedio palmo más baja que él.

—Pagarás muy caro tu error… —lesusurró sin apenas abrir la boca.Levantó la mano derecha paraabofetearla y Duna cerró los ojos yesperó.

—¡Dimitri! —gritó alguien en esemomento. Dimitri soltó la barbilla deDuna y esta se atrevió a abrir los ojos.Por el pasillo se acercaba Adhárel,enfurecido—. ¿Qué diablos haces?

—Dar una lección a esta escoria —el joven volvió a mirar con desprecio ala muchacha y luego se alejó de ella,dando un puntapié a una de las cacerolas

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caídas.—Déjala, Dimitri —dijo Adhárel

cuando descubrió a Duna, quien lemiraba sumamente agradecida. Elpríncipe se volvió hacia su hermano y letendió la mano—. No es más que unacriada algo torpe. Volvamos a arriba.Madre quería hablar con los dos.

Dimitri volvió a fulminarla con lamirada y después se alejó de allí.Adhárel se demoró unos instantes, miróa Duna de una forma que la chica no fuecapaz de interpretar y siguió a suhermano. Cuando los pasos de los dospríncipes se perdieron por el pasillo,Duna empezó a llorar de rabia. ¿Cómo

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había podido imaginar que…? ¿En quéestaría pensando?

Déjala Dimitri… no es más que unacriada algo torpe.

Las palabras del príncipe resonabanen su cabeza ampliadas por un ecoinventado. Se puso a recoger las ollasmientras las lágrimas le recorrían lasmejillas hasta que sintió una mano sobresu hombro. Cuando se dio la vuelta, seencontró frente a un hombre viejo y conla barba azulada.

—Déjalas aquí —se limitó a decirel maestre Zennion mientras abría latercera puerta del pasillo.

Duna se puso en pie con todas las

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cacerolas y las metió en el aula que elMaestre le había indicado. Las dejósobre una mesa, hizo una inclinación aldespedirse y bajó de vuelta a lascocinas con los ojos aún llorosos.

Grimalda le regañó por habertardado tanto. Duna mintió diciendo quese había entretenido ayudando a unacompañera. La mujer no pareció muyconvencida pero tampoco hizo máspreguntas. Poco después terminó lajornada y Duna pudo volver a casa.

Solo un pensamiento rondaba por sucabeza: no sabía ni cómo ni cuándo nipor qué, pero quería hacer todo loposible para que el príncipe Adhárel

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dejase de verla como una criada algotorpe.

La solución a sus preguntas laencontró al llegar a casa.

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7El invitado

—Deberías controlar ese carácter —ledijo Adhárel a su hermano mientrassubían las escaleras.

—Esa criada debería haber tenidomás cuidado y mirar por donde iba —replicó Dimitri, aún enfadado.

—¿Pero no has visto todo lo quellevaba?

—Me da lo mismo. Si no es capazde hacer el trabajo que se le ordena, que

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la echen.—No era necesario levantarle la

mano, Dimitri.—Es una forma de que el error no

vuelva a repetirse. —Adhárel no hizoningún comentario al respecto, así queDimitri añadió—: Sirvientas como esason las que hacen que el servicio en elpalacio vaya como vaya.

Giraron por un pasillo y continuaronsubiendo hacia los aposentos de lareina.

—¿Tan mal te tratan?—Peor de lo que me gustaría.Adhárel soltó una carcajada. Dimitri

también sonrió.

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—Eres incorregible —dijo el mayor.—Ya sabes que adoro la perfección.A veces Adhárel casi creía

comprender a su hermano. Pero solo aveces. De pequeños, el abismo entreambos no había sido tan pronunciado,pero, con el paso de los años, y más aúncon la adolescencia de Dimitri, labrecha se había ensanchado, de tal modoque a ninguno de los dos le apetecíasaltar al otro lado para estar con el otro.

Siempre que podían se manteníanseparados. ¿Para qué dar pie a unadiscusión segura si podía evitarse? Porsu parte, Adhárel intentaba suavizar larelación; sabía que tener un hermano

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menor en el que apoyarse seríasumamente necesario cuando tuviese quereinar sobre Bereth. Y, aunque a vecesDimitri le sacaba de sus casillas,Adhárel siempre estaba dispuesto aintentar entenderle y a corregir sumanera de ser… aunque casi nunca dabaresultado.

Dimitri, por otro lado, parecíaindiferente a todo eso. Se movía por elcastillo a sus anchas, sin obedecer anadie más que a la reina (y en contadasocasiones). Cualquiera que intentarapedirle algo, se encontraba con una fríaindiferencia o una respuesta arrogante.Sin duda, Adhárel no quería que su

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hermano se comportase de aquel modo,¿pero qué podía hacer cuando tampoco aél le hacía ningún caso?

Un día, varios años atrás, llegó alcastillo un emisario de un reino lejanopidiendo asilo. Adhárel se encontrabaen los aposentos de la reina, reunido conlos médicos que estaban tratando suenfermedad. Nadie les avisó a ningunode los dos de que el emisario habíallegado, ni tampoco que estaba casimoribundo. Dimitri dijo que se haríacargo personalmente del asunto y que sialguien se atrevía a molestar a la reina oa su hermano con la visita recibiría unduro castigo. Así pues, Dimitri bajó al

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recibidor donde se encontraba elmaltrecho emisario y allí fue donde elhombre le explicó que había sidoatacado a varias leguas de Bereth poruna banda de ladrones y que necesitabaayuda urgentemente. Apenas podíarespirar y mucho menos mantenerse enpie, por lo que, a punto de terminar elrelato, sus piernas flaquearon y sederrumbó en el suelo, manchándolo desangre.

Dimitri, asqueado, se apartó delemisario y le ordenó repetidas vecesque se levantara, que esas no eranformas de presentarse ante un príncipe.Viendo que el hombre no daba muestras

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de obedecerle, le gritó todavía másfuerte y después procedió a darlepatadas sin dejar de ordenarle quehincara la rodilla ante él. Para cuandoun par de sirvientes tuvieron el valor desalir de las cocinas para averiguar quésucedía, el emisario llevaba un ratomuerto.

Adhárel y la reina se enteraron horasmás tarde de lo sucedido. Y, a pesar deque los dos sirvientes coincidían en laversión de los hechos, Dimitri juró sindejar de llorar que él era inocente y queno había hecho nada de lo que leacusaban. Por lo que, a falta de pruebasy debido al mal estado en el que se

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encontraba la reina, se corrió un tupidovelo sobre el incidente. Por suerte parala Casa Real, los dos sirvientesprometieron que jamás revelarían anadie lo que habían visto, aunque senegaron a seguir trabajando para ellosdadas las circunstancias. El incidentepodría haber dado lugar a una guerraentre los dos reinos. Por entonces,Dimitri tan solo tenía siete años.

—¿Por qué quiere vernos madre? —preguntó Dimitri frente a la puerta de lahabitación.

—Tengo tan poca idea como tú —respondió Adhárel mientras llamaba conlos nudillos.

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—Podéis pasar.La reina se encontraba frente al

armario con un par de vestidos en losbrazos.

—¿Cuál os gusta más?—Ese —dijeron al unísono los dos

hermanos, señalando cada uno unvestido diferente.

—Sí… creo que me pondré este —comentó la reina, devolviendo alarmario el que había elegido Adhárel.

—¿A qué viene tanta pompa? —preguntó Dimitri.

—Hoy ha llegado un antiguo amigode la familia —comentó la reina altiempo que levantaba un fondo falso del

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armario y sacaba de él un pequeñojoyero—. Me gustaría que cenarais connosotros.

—¿De quién se trata, madre? —quiso saber Adhárel.

—Es… un amigo. Hace tiempo meayudó con un asunto de máximaimportancia y acaba de regresar deBelmont. Vuestro padre también le teníamucho aprecio…

—¡¿De Belmont?! —exclamóAdhárel—. ¿Crees que es buena idea,madre? Confío en tu criterio pero…¿seguro que podemos confiar en élteniendo en cuenta la situación actual?

—¡Por supuesto que sí! —respondió

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ella, devolviendo el joyero a su lugartras haber sacado un par de pendientes yun collar de oro—. Podemos fiarnostotalmente de él. Es más, nos vendrábien tener otro punto de vista.

—Como tú digas, madre.Dimitri se sentó sobre la cama.—¿Y por qué es la primera vez que

oímos hablar de él si es tan buen amigo?Siempre que alguien mencionaba al

difunto Citiano Cobaldi, Dimitri setensaba como la cuerda de un arco y, ala mínima oportunidad, saltaba concualquier impertinencia.

La reina aguardó unos instantes antesde responder.

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—Es… una larga historia. Me ayudómucho cuando vuestro padre murió,pero, por desgracia, tuvo que seguir…adelante con su camino. Imagino queviajó por todo el Continente, no lo sé.Lo único que me ha contado es que llevabastante tiempo viviendo en Belmont yque, al salir de allí, decidió pasarse aver cómo iban las cosas por Bereth.

—Hubiese bastado con enviar unacarta —murmuró Dimitri.

—Dimitri, no te consentiré quehables así de un amigo tan querido parala familia —le advirtió su madre.

—¿De la familia o tuyo? —replicóél envalentonado.

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La reina le fulminó con la mirada.—Por ahora mío y de vuestro difunto

padre. Por eso quiero que le conozcáis.—Así será, madre —intercedió

Adhárel antes de que su hermanoempeorara las cosas.

—Quiero veros a la hora de la cenaperfectamente arreglados. Y a ti,Adhárel, afeitado. No quiero que selleve una mala impresión de vosotros.Ahora podéis iros.

Los dos hermanos hicieron unapequeña reverencia y salieron de losaposentos.

—¿Quién será? —preguntó Adháreltras salir al pasillo.

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—No lo sé —comentó Dimitri conun tono de voz apagado—. Pero madreni siquiera nos ha dicho su nombre.

—En fin —se resignó Adhárel—,pronto lo descubriremos.

—Yo tengo intención de descubriralgo más que su nombre —murmuróDimitri, separándose de Adhárel endirección al ala opuesta del palacio.

El sol casi había desaparecido en elhorizonte cuando Adhárel entró en elcomedor. La mesa ya estaba dispuesta yhabía varias fuentes de frutas y algunosplatos cubiertos sobre la larga mesa. En

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uno de los extremos se encontraba sumadre y el invitado.

Se trataba de un hombre mayor,aunque su rostro no lo aparentaba. Debíade ser de la misma edad que la reina y,sin embargo, no tenía tantas arrugas, niel pelo tan blanco como ella. Vestía unalarga túnica monacal de color parduzcoy el pelo oscuro lo llevaba recogidohacia atrás en una larga coleta.

Cuando le vieron entrar, los dos sepusieron en pie y Adhárel avanzó hastaellos. Hizo una reverencia frente alhombre y esperó a las presentaciones.

—Querido Maese Kastar, este es mihijo Adhárel.

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—Un placer conoceros, príncipe —dijo el hombre inclinándose ante él.

—Para mí también es un placerrecibiros en palacio, Maese Kastar.

—¿Sabes dónde está tu hermano? —le preguntó la reina visiblementeincómoda.

—No, madre. Pero seguramente estéa punto de…

La puerta se abrió en ese precisomomento y por ella apareció Dimitri.Adhárel advirtió que su sonrisa eraforzada, igual que su presencia allí.

—Maese Kastar, os presento a…—Soy Dimitri, un placer —le

interrumpió el joven príncipe,

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sentándose sin demasiadas ceremoniasen una silla libre frente al invitado.Adhárel apretó el brazo de su madrepara infundirle paciencia y se sentójunto a su hermano. En la cabecera secolocó la reina, quien forzaba la sonrisaaún más que su propio hijo.

Ariadne hizo un gesto con la mano ylas dos sirvientas que esperaban junto ala puerta se acercaron para servir lacomida.

—Y decidnos, Maese Kastar, ¿a quédebemos vuestra visita? —preguntó lareina para disipar el incómodo silencio.

—Imagino que a lo mismo que tantosotros: reafirmar antiguas amistades y

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disfrutar de una maravillosa estancia enel palacio.

Ariadne y Adhárel rieroncortésmente mientras Dimitri se limitabaa mirar fijamente al hombre.

—¿Os quedaréis mucho tiempo? —preguntó Adhárel.

—Muy a mi pesar, no. Aún mequedan algunos asuntos que tratar lejosde aquí y no puedo demorarme.

—¿Qué clase de asuntos? —intervino Dimitri.

—Serán asuntos privados, hijo —dijo la reina, pidiéndole con la miradaque suavizase el tono.

—Claro, disculpad mi curiosidad.

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El hombre sonrió al chico y le dijo:—No es malo ser curioso, pero a

veces mirar a través de una cerradurapuede traernos problemas.

—Ese es un sabio consejo —convino la reina.

Después de servir la comida, las doscriadas hicieron una pequeña reverenciay les dejaron solos.

—Todo tiene una pinta deliciosa,querida Ariadne.

La reina le agradeció el cumplido altiempo que Dimitri se removía en suasiento. Adhárel, más interesado por lasituación en Belmont que por loscumplidos que el hombre le regalaba a

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la reina, apuntó:—Madre nos ha dicho que habéis

estado viviendo en Belmont. ¿Cómo esaquello?

—Hacéis bien en preguntar —contestó Maese Kastar antes de dar unsorbo a la copa de vino—. No dejo deescuchar noticias sobre una posibleguerra entre Bereth y Belmont, pero pordesgracia es muy poco lo que puedodeciros al respecto.

—¿A qué os dedicabais mientrasestuvisteis allí? —preguntó Dimitri.

—Al comercio.—¿De qué?—Comestibles.

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—¿Qué tipo de comestibles?—De todo tipo.El invitado ya no sonreía tan

cordialmente como al principio, yDimitri tampoco. Adhárel vio por elrabillo del ojo cómo la reina seabanicaba delicadamente.

—Confiamos que le fuese bien —comentó Adhárel, antes de que suhermano siguiese hablando.

—No creáis, príncipe. Pordesgracia, Belmont pasa una gravecrisis.

—¿A qué os referís?—Las calles están vacías y la

mayoría de las casas deshabitadas.

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Apenas hay niños, al menos eso mepareció, y la guardia del rey es cada vezmás violenta y cruel. Sin ir más lejos, lamañana antes de partir contemplé conmis propios ojos cómo una cuadrilla desoldados irrumpía en la casa de unavecina anciana y la despojaban de todoslos ahorros que había acumulado durantesu vida.

—¿Sin ningún motivo? —preguntó lareina, escandalizada.

—Sin motivos —respondió MaeseKastar—. Y he aquí mi humilde opiniónal respecto: o bien el rey se aburre y sushombres buscan diversión donde nodeben… o bien están aprovisionándose

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para atacar.—¿A Bereth? —intervino Adhárel.—A Bereth o cualquier otro reino.

Ese Teodragos está más loco que supropio padre, y ya es difícil.

—¿Y vos cómo sabéis tanto? —inquirió Dimitri sin dejar de sonreír.

El invitado le miró y sonrió.—Ya os he dicho, príncipe, que es

tan solo mi humilde opinión. Todostenemos ojos y raciocinio. ElTodopoderoso quiera que, en el peor delos casos, acierte con mi primeraopción. Lo que menos necesita ningunode los dos reinos ahora mismo es unaguerra.

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Adhárel dejó los cubiertos sobre elplato.

—Sé que es difícil, pero… respectoa la Poesía de Belmont… ¿sabéis algo?

Kastar soltó una risotada y Adhárelle miró confundido.

—Disculpadme, alteza, pero ¿cómoqueréis que un simple comercianteconozca el secreto de una Poesía?

—No sé… Conversaciones por lascalles, alguien que se va de la lengua…

—Siento no poder ayudaros en eso,alteza. ¡Sería tan absurdo como siconociese el significado verdadero de laPoesía Real de Bereth!

El hombre se echó a reír con ganas y

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Adhárel le imitó. Sin embargo, no se leescapó la mirada que su madre dirigió aMaese Kastar un instante antes. Pordesgracia, no había tenido tiempo deinterpretarla, pues las sirvientasvolvieron a entrar en el salón y retiraronlos platos.

—No puedo dejar escapar laoportunidad de repetir lo delicioso queestaba todo, querida —le dijo a la reina,dándole unos golpecitos sobre el brazo.Ariadne le sonrió, aunque su menteparecía encontrarse en otro lugar.

—Os agradezco que hayáis podidocompartir con nosotros tan valiosainformación sobre Belmont.

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—Valiosa pero no suficiente —murmuró Dimitri.

—Ha sido un placer, príncipeAdhárel —respondió Maese Kastar,obviando la puya de Dimitri.

El invitado cogió una manzana deuno de los cuencos y le dio un mordiscodespués de frotarla en su camisa.

—No mienten al decir que Berethtiene las mejores frutas de todo elContinente. ¿Creéis, majestad, quepodría llevarme algunas para el caminoque me aguarda?

La reina hizo ademán de responder,pero después pareció cambiar deopinión y asintió.

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—Será un placer, Maese Kastar.—¡Bueno! —exclamo el invitado,

relajándose sobre la silla—. ¿Y quénovedades hay por Bereth?

—Aparte del dragón —respondióAdhárel— y de las continuas amenazasde Belmont, todo lo demás sigue comosiempre. Electricidad, sentomenta…

—¿Dragón? —preguntó Kastar altiempo que se incorporaba.

—Creí que habíais oído hablar deél…

—Es el tema más popular en lascalles —añadió Dimitri.

La reina también se enderezó,interesada.

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—No tenía noticia de que un dragónestuviese paseándose por Bereth. —Maese Kastar miró significativamente ala reina.

—Son tan solo habladurías —dijo lareina, quitándole importancia al asunto.

—¡El dragón es real! —exclamóAdhárel. Después miró al invitado—:Madre no quiere hacer caso de laspruebas.

—¿Qué pruebas son esas?Dimitri sonrió sardónicamente.—Pisadas, animales muertos,

aldeanos que juran haber sidoperseguidos…

—Pero eso podría haberlo hecho

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cualquier criatura del bosque, ¿nocreéis, alteza? —dijo Maese Kastar. Lareina Ariadne se encogió de hombros yalisó distraída el borde del mantel conlos dedos.

—Eso les digo yo cada día —comentó—. Pero están empeñados encreerse las tonterías del pueblo.

—¡No son tonterías, madre! —exclamó Adhárel.

—¡El dragón está ahí fuera! —aseguró Dimitri.

—¿Y si fuese una trampa deBelmont?

—¡Eso! Adhárel tiene razón —dijoel más joven—. ¿Y si lo hubiesen traído

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los belmontinos para asustarnos?—¡Silencio los dos! —cortó la reina

—. Menuda impresión le estáis dando aMaese Kastar. Disculpadles. De vez encuando todavía se comportan comoniños…

—No os preocupéis, alteza —tras locual, se giró hacia los dos hermanos—.¿Creéis de verdad que hay un dragónsuelto? Esas criaturas son…

—Eran… —le corrigió la reina.Kastar le sonrió.—Eran enormes. ¡No podían

ocultarse tras unos cuantos árboles! Sidecís que nadie lo ha visto…

—Debe de tener alguna guarida —

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sugirió Dimitri.A Adhárel se le ocurrió entonces una

idea.—¡Eso es! Lo que tenemos que hacer

es buscar en los alrededores del bosqueun lugar lo suficientemente grande comopara dar cabida a un dragón.

—Ya estamos otra vez… —mascullóla reina.

Dimitri sonrió orgulloso por su idea.—Príncipes, príncipes —les

reconvino el invitado—, no seáis tanimpacientes. ¿Qué daño ha hecho esedragón al pueblo? Si es que se trata deun dragón.

—Por ahora ninguno, pero…

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—No soy nadie para daros consejos—prosiguió Maese Kastar—, pero¿habéis pensado qué sucederá si noencontráis lo que esperabais?

Kastar miró a la reina y esta,azorada, tragó saliva. Adhárel imaginóque debía de estar recordando la terriblemuerte que sufrió su padre a manos delúltimo dragón.

—Tenéis razón —dijo Dimitri conun tono gélido de voz y una mediasonrisa. Después se levantó y añadió—:No sois nadie para darnos consejos.

Se dio media vuelta y se encaminóhacia la puerta del comedor.

—¡Dimitri! —le regañó su madre—.

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¡Dimitri! ¡Vuelve aquí ahora mismo!Pero Dimitri pareció no escuchar a

su madre y salió de la habitación dandoun portazo.

—¿Pero qué le pasa ahora? —selamentó la reina, llevándose las manos ala cabeza—. Lo siento muchísimo,Maese Kastar, yo no…

El hombre le sonriótranquilizadoramente.

—No os preocupéis, el chico tienerazón, no debería haber dado consejos ados jóvenes tan sabios como vuestroshijos.

—Yo no creo que haya sido unconsejo inútil, Maese —dijo Adhárel—.

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Si me disculpáis, iré a ver qué lesucede. Ha sido un verdadero placerconoceros.

Maese Kastar también se levantó ehizo una reverencia.

—El placer ha sido mío, príncipeAdhárel.

—Buenas noches, madre —sedespidió.

—Que descanses, hijo —respondióella, con la mirada un tanto ausente.

El príncipe salió del comedor pero,mientras subía la escalinata principal,recordó que había olvidado preguntarlealgo a su madre. Dio media vuelta, perocuando iba a abrir la puerta, la

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conversación del interior le obligó adetenerse.

—Entonces, ¿no lo saben?…¿ninguno de los dos? —preguntó Kastar.

—Hago lo que puedo… —respondióla reina tras unos segundos de silencio—. Os lo ruego, os lo ruego por lo mássagrado… haced…

—No puedo, Ariadne —leinterrumpió—. Os lo dije y os lo repito.No había vuelta atrás y a pesar de ellovos accedisteis… con todas lasconsecuencias.

—Pero…—Creo que ya va siendo hora de que

me marche.

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—¿Tan… tan pronto? Mañana es suvigésimo cumpleaños. ¿No podríaisquedaros…?

—Lo siento, Ariadne, pero menecesitan lejos de aquí.

—No pareció importaros tantocuando yo os necesité.

—El trabajo estaba hecho, querida.Haberme quedado aquí no hubieraservido de nada. Elegiste un caminoincorrecto a pesar de mi advertencia…era tu destino.

—¡Dejad de tratarme como a unaniña pequeña! ¡Ya sé que me equivoqué!—la reina sollozó—. ¡Pero ahora ospido disculpas!

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¿Disculpas, por qué?¿Quién erarealmente aquel hombre?, se preguntóAdhárel. ¿Debía entrar? ¿Esperar? Talvez fuese mejor marcharse; no deberíaestar escuchando aquella conversación,sin embargo…

—Las disculpas no conseguiráncambiar el pasado, mi señora.

—¡Pero vos sí que podéis! —gritóla reina, desesperada.

—Os advertí que no habría…—… marcha atrás —le interrumpió

ella—. Dejad de repetírmelo, por favor.—Se me hace tarde…Se oyeron las patas de las sillas

arrastrándose y unos pasos en dirección

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a la puerta.—Os lo suplico, por favor…

haced…Los pasos se detuvieron.—No hay nada que hacer, alteza. Lo

siento…—¡No es cierto! ¡No lo sentís!—No, no lo es.¡Plas! El tortazo sonó tan cerca del

oído de Adhárel que tuvo que alejarseunos pasos de la puerta. El golpe lehabía dejado petrificado. No conseguíareaccionar y sus ojos estaban fijos en lamadera. Saldrían en cualquier momento.Había escuchado más de lo debido. Esmás, no debería haber escuchado nada

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en realidad. Tenía que marcharse.Desaparecer. No podría mirar a sumadre si le descubría espiando… Esono era digno de él.

Así pues, con dificultad, echó acorrer hacia la escalinata intentando nohacer ruido. Cuando subía el tercerpeldaño, la puerta del comedor se abrióy de él salió como un torbellino MaeseKastar.

—¡No podéis dejarme así!… —gritaba la reina desde el comedor—.¡No podéis…! ¡No podéis…! ¡Os losuplico…! Tened… piedad…

Adhárel se giró para ver al invitado.Maese Kastar no hizo ademán de

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detenerse, ni de despedirse, a pesar deque era evidente que Adhárel lo habíaescuchado todo. Anduvo hasta el granportón, lo abrió sin apenas dificultad ydesapareció en la noche.

El príncipe tuvo la tentación deregresar al comedor y consolar el llantode su madre, de preguntarle a qué habíavenido todo aquello, de qué estabanhablando, por qué le pedía piedad y, porencima de todo, quién era en realidadaquel hombre…

Pero todo quedó en la intención.Adhárel tragó saliva, intentó olvidar losucedido y se alejó de allí.

Sin embargo, hubo alguien que tomó

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el camino contrario y se internó en lanoche tras Maese Kastar.

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8El baile

A la familia Azuladea Socres:Su Majestad invita a todas las

damas y caballeros que pertenezcana esta digna familia a asistir al bailede gala que se celebrará durante laFestividad de la cosecha en losjardines del Palacio Real, en honordel vigésimo cumpleaños de suAlteza, el príncipe Adhárel.

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—¿Un baile? —preguntó Cinthia,arrebatándole a Duna la carta de lasmanos.

—¿Estamos invitadas a un bailereal?

Aya se hizo con la invitación y laleyó con detenimiento. El cartero realhabía llegado aquella misma mañanacon el sobre. Su primera reacción fuemaldecir y preguntarse qué habría hechoesta vez su querida Duna, aunquedespués pudo respirar tranquila.

—Al parecer todo Bereth estáinvitado. ¡Qué generosa se ha vuelto la

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realeza de repente!La mujer soltó una risotada y se

marchó a la cocina, dejando a las dosmuchachas solas en el salón.

—Iremos, ¿verdad? —volvió apreguntar Cinthia, ansiosa de que ledijera que sí.

Aya habló desde la cocina:—La festividad de la Cosecha es

dentro de dos días, no sé siconseguiremos vestidos decentes paraentonces…

—Pero Aya —intervino Duna—,tampoco los vamos a necesitar. No creoque todos los demás berethianos tengantrajes de gala.

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—En eso Duna tiene razón.Aya se asomó por la puerta de la

cocina.—Ya veremos, ya veremos… son

muchas cosas las que habría quepreparar y no tenemos casi tiempo…

—¡Aya! —suplicaron al unísono lasdos muchachas, cruzándose de brazos.

—Está bien —accedió finalmente—,mañana por la mañana iremos a mirarvestidos al mercado.

Al oír esto, Duna y Cinthia echaron acorrer hacia Aya para abrazarla ycolmarla de halagos, besos y cumplidos.La mujer se deshizo de ellas entre risasy comentarios para volver a sus

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quehaceres.—Necesito que me ayudéis con el

mimbre —les dijo—. Bajad ypreparadme unas cincuenta varas.

—Ahora mismo —respondió Cinthiamientras releía por tercera vez lainvitación.

Duna la agarró del brazo y laarrastró al taller. Cogieron unas cuantasvaras cada una y empezaron a trabajarcon ellas para que después Aya pudieseconfeccionar las cestas.

—¿No es maravilloso? ¡Noscodearemos con la realeza y la nobleza!

Duna soltó un bufido.—Yo ya me codeo con ella más de

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lo que me gustaría. Te aseguro que lagente exagera mucho, no son para tanto.

Cogió una nueva vara y la doblópara después cortarla más fina. Cuandoterminó, la dejó en el montón con elresto.

—Oye, Duna…La muchacha miró a Cinthia.—¿Qué?—Emm… nada importante… —

Cinthia carraspeó nerviosa—. ¿Le hasvisto?

—¿Si he visto a quién?—¡A quién va a ser!—No lo sé, dímelo tú.—¡Al príncipe, Duna! A Adhárel.

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Duna tragó saliva, incómoda. Aúnresonaban en su cabeza las últimaspalabras que le había dedicado elpríncipe.

—Ah… pues sí, creo que alguna vezme he cruzado con él.

Cinthia dejó lo que estaba haciendoy se abalanzó sobre la mesa en direccióna Duna.

—Cuéntamelo todo.—¡No hay nada que contar!—¿Qué llevaba puesto? ¿Dónde lo

viste? ¿Con quién estaba? ¿Hablaste conél? Eso sería maravilloso, ¿te imaginas?

—¿En qué momento estaconversación se ha vuelto un

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interrogatorio? —bromeó Duna dejandootra vara en el montón.

—¡Duna!—Está bien, está bien… —la

muchacha se aclaró la garganta antes deempezar a mentir—. Le vi una mañanapaseando por los jardines. Iba vestidoúnicamente con su ropa de dormir.Debía de haber salido a pasear. Su pelolustroso ondeaba al viento. Me escondítras unos arbustos para que no medescubriese. Pero creo que me vio,sonrió y después regresó al palacio.

—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó su amiga con los ojosbrillándole de emoción.

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—¡Claro que te estoy tomando elpelo! —contestó Duna echándose a reír.

—¡Duna, te lo pregunto en serio!—Ya te lo he dicho. Alguna vez le

he visto de lejos… nada más —mintió.Y al hacerlo, sintió un nudo en elestómago.

—Qué lástima. —Cinthia ni siquierahabía reparado en el repentino cambiode humor de su amiga—. Ojalá podamosconocerle en el baile.

Duna sonrió entristecida y continuócon la labor.

A la mañana siguiente las tresmadrugaron para ir a la ciudad en buscade los vestidos. Ninguna tenía claro lo

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que buscaba en realidad. Algo barato ysencillo, les había dicho Aya. Losberones no abundaban y el caprichopodía salirles muy caro si no se andabancon cuidado.

Cuando llegaron, pudieroncomprobar que no eran las únicasinvitadas al baile: las demás berethianasy algunos berethianos habían tenido lamisma ocurrencia de ir aquella mismamañana a buscar algún atuendo para elfestejo. Las mujeres se amontonaban alas puertas de las sastrerías sin orden niconcierto, vociferando y alzando bolsasde berones por encima de las cabezas deotras para ser las primeras en ser

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atendidas.Duna tuvo que andarse con cuidado

para no chocar con una mujer quepeleaba por entrar la primera en lasastrería más conocida de todo Bereth.Las otras dientas vociferaban mientraseran zarandeadas por la multitud de unlado a otro.

—Esto es demencial… —comentóAya agarrando con fuerza la bolsa deldinero. La gente andaba distraída enesos momentos y los rateros y ladronesandaban al acecho.

—¡Se van a terminar las telas! —protestó Cinthia mientras esquivaba a ungrupo de mujeres.

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—Volvamos a casa entonces —sugirió Aya.

—¡No! —gritaron las dosmuchachas al unísono.

—Tiene que haber alguna tienda queno esté tan abarrotada —dijo Duna.

Aya echó un breve vistazo a sualrededor.

—La Panacea de los vestidos, llena.El sastrecillo valiente, llena. LadyAguja, llena también. Me parece que hoyno vamos a poder comprar nada, niñas.

—¡Espera! —exclamó de prontoCinthia señalando una casita alejada dela plaza—. Aquella tienda de la esquinaes nueva y parece que no está muy llena.

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Se aproximaron lentamente,esquivando a la muchedumbre que seagolpaba en los estrechos callejones.Las sempiternas colas de gente salían delas tiendas y se alejaban mezclándosecon el bullicio.

Después de algunos minutos,consiguieron salir del amontonamientode la plaza y llegar a la callejuela dondeestaba la tienda. Cuando entraron, unascampanitas resonaron sobre sus cabezasy dos dientas que estudiaban las telascon ojo crítico se giraron para ver quiénhabía entrado. Una era mayor yregordeta, la otra debía de tener un parde años más que Duna pero con una

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figura muy similar a la suya. Aya lessaludó con la cabeza y estas hicieron lopropio.

—Menuda suerte hemos tenido —susurró Aya, más calmada ahora que nohabía tanta gente a su alrededor.

La tiendecilla debía de haber abiertosus puertas hacía poco. Había cajas ybaúles por todas partes y las telas aúnno estaban colocadas en los estantessino que se distribuían sobre sillascolocadas junto a las paredes. Unhombre gordinflón, de mediana estaturay con un prominente bigote blanco salióde la trastienda.

—¡Bienvenidas a mi humilde tienda,

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señoritas! —saludó, inclinándoseservilmente—. ¿Buscan algo para elgran baile?

Las dos muchachas asintieron conuna sonrisa y empezaron a pasearse porla tienda mirando las telas.

—Buscábamos unos vestidos —dijoAya—. No nos daría tiempo a comprarlas telas y esperar a que nos hiciesen lostrajes. ¿Tenéis alguno ya terminado?

—¿Son para vosotras tres? —preguntó el vendedor con una espléndidasonrisa.

—Sí.El hombre se puso la mano en la

barbilla y miró pensativo a la mujer y

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después a Duna y a Cinthia. Parecíaestar tomando nota mental de sus tallas.Cuando terminó, asintió con la cabeza ydesapareció de nuevo en la trastienda.Una de las mujeres, la mayor, salióentonces de la tienda sin tan siquieradespedirse. Los cuchicheos de las dosmuchachas quedaban amortiguados porel insistente ajetreo de la calle.

Un rato después, el hombre regresócon varios trajes sobre los brazos queextendió en el mostrador. Las tres seacercaron para ver la mercancía. La otramujer también dio unos pasos hacia elmostrador disimuladamente.

Aya cogió uno de ellos y lo levantó

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para ver cómo era. Se trataba de unvestido color burdeos con mucho escotey un lazo rosa alrededor de la cintura.Las mangas terminaban en las muñecascon dos lazos decorativos que caían casihasta el suelo. A Cinthia le brillaban losojos.

—¡Oh, Todopoderoso! —exclamó—. ¡Es precioso!

El hombre pareció ruborizarse yasintió agradecido.

—Pero Aya…—No, nada de peros. Espera a ver

los otros. Después eliges.Cinthia se cruzó de brazos y dio un

paso atrás. Duna se acercó y cogió otro

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de los vestidos que había sobre elmostrador. Era violeta, con un cuello decisne y hombreras. El bajo arrastrabaalgunos centímetros por el suelo.

—¿Qué te parece este? —lepreguntó Duna a su amiga. Cinthia seencogió de hombros e hizo una mueca dedesagrado.

—Sí, a mi tampoco me gustamucho…

El tercer traje era dorado, hecho conuna tela que resplandecía bajo la luz queentraba por la ventana. Las mangasllegaban hasta las muñecas con algunafioritura cosida a lo largo de los brazos.La cintura iba decorada con una cinta

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ocre que brillaba tanto como el resto delvestido.

Duna se quedó anonadada mirandoel vestido, al igual que el resto de lasmujeres.

—Este… ¿cuánto cuesta? —seaventuró a preguntar.

El vendedor carraspeó nervioso. Laotra dienta se acercó para escucharmejor.

—Bueno. Este es más caro que elanterior.

—¿Cuánto? —preguntó Aya.—Se vende junto con unos zapatos a

juego que…—¿Cuánto cuesta? —insistió

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Cinthia, quien también se habíaaproximado hasta Duna.

—Ciento cincuenta berones.Cinthia se llevó las manos a la boca.—No. No, no y no, Duna. Lo siento

—dijo Aya haciendo aspavientos con lasmanos.

La muchacha, entristecida, asintió yse apartó. Sin embargo, la otra dientacogió el vestido distraídamente y leechó una ojeada indiferente. Soloquedaba un vestido sobre el mostrador yle parecía horrendo. En realidad,después de ver el dorado, todos leparecían mediocres y feos.

—¿Vais a llevaros alguno entonces,

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señoritas? —les apremió el hombre,impaciente, frotándose las manos.

Aya meditó unos segundos larespuesta y después miró a Duna.

—Cariño, yo tengo un antiguovestido de cuando era joven… no sécómo estará, pero apañándolo podríaquedar muy bonito.

—Gracias, Aya.—¿Entonces yo me quedo con el

burdeos? —preguntó Cinthia exultantede alegría.

—Sí. Nos llevaremos ese —accedióAya.

Después de pagar al vendedorsalieron de vuelta al alboroto de la

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calle.—Si quieres miramos en alguna

tienda más —comentó Aya, pococonvencida.

—No importa, me pondré el tuyo.La mujer le miró agradecida y

atravesaron las colas que aún había porla ciudad en dirección al portón.

Cuando llegaron a casa, Cinthiaescapó corriendo con su vestido parabajar a los pocos minutos con él puesto,coqueteando y levantando elegantementelos bajos del traje.

—Te queda precioso —le aseguróDuna mientras Cinthia giraba sobre símisma.

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—También a mí me lo parece —bromeó al tiempo que se echaba a reír.

—¡Duna! —llamó Aya desde el otrolado de la casa.

Las dos muchachas dejaron de reír yfueron a ver qué quería la mujer. Ayaestaba leyendo un pergamino en el patioexterior. Las dos chicas se acercaronpara leer su contenido.

—¿Qué es, Aya? —preguntó Duna.—¿La invitación para otro baile?—Ya te gustaría… —contestó Aya

—. No, esta carta es para Duna, aunquevenía a mi nombre.

—¿Dónde estaba? —quiso saberDuna mientras se hacía con el

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pergamino.—A la entrada. Debió de llegar esta

mañana y, al no haber nadie, la metieronpor debajo de la puerta.

—¿Quién ha venido? ¿De quién es lacarta? —insistió Cinthia.

—De Lord Guntern… —respondióDuna con un hilo de voz.

La carta era muy diferente a laúltima que había recibido y decía losiguiente:

A mi querida Duna Azuladea:Amada mía, habiéndome

enterado esta misma mañana delinesperado acontecimiento quetendrá lugar en los próximos días en

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el palacio real, no he dudado ni uninstante en presentarme ante vuestrohumilde hogar para rogaros que meacompañéis al baile de celebraciónde su alteza, el Príncipe Adhárel.

Me sentiría sumamenteentristecido si recibiese unanegativa como respuesta y mehundiría en pozos de desolación tanprofundos como el firmamentoencapotado antes de la tormenta.

Os ruego aceptéis mi invitación yme esperéis a la puerta de vuestracasa el día del festejo, dispuestapara partir en mi carruaje a Palacio.Eternamente tuyo,

Vuestro amado:Lord Guntern de Loresford

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—Me niego —dijo Duna tajanteagitando la cabeza—. ¡No pienso ir conél al baile! —sentenció enfurecida—.Ya puede esperar en su magníficocarruaje a que aparezca. Si es necesarioescaparé por la puerta trasera.

—¡Duna! —le reprochó Aya—.Hasta que no consigamos solucionar elmalentendido, Lord Guntern es tuprometido y, en consecuencia, quiendebe acompañarte al baile. Lo sientomuchísimo, de verdad… pero así es.

—La que lo siente soy yo, Aya.Prefiero quedarme en casa antes que iral baile con ese… con ese… ¡Lord! —terminó sin encontrar un insulto

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apropiado.—No digas tonterías —intervino

Cinthia, que hasta el momento se habíamantenido apartada—. ¿Realmentemerece la pena que te pierdas elacontecimiento del año por tener que ircon ese zoquete?

La muchacha dejó que continuasehablando sin decir nada.

—Soy más pequeña que tú, y mecuesta imaginar cómo te sientes con todoel tema del compromiso, pero Duna, nodesperdicies la oportunidad de ir a unbaile real solo porque no soportes allord ese. ¡Ya nos desharemos de él! —añadió guiñándole un ojo.

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Duna no pudo evitar sonreír y sintiócómo se le quitaba un peso de encima.Quizá su amiga tuviese razón y no fuesepara tanto. Quizá, en público, LordGuntern fuera educado, amable,simpático y servicial.

El resto de aquel día y la mañana delsiguiente, Aya estuvo desaparecidadentro de su habitación, sin salir másque para tomar un poco de agua y estirarlas piernas de vez en cuando. Mientrastanto, Cinthia y Duna elucubraban acercade cómo sería el esperado baile: quiénasistiría, qué trajes llevaría la nobleza yla alta burguesía, hasta cuándo duraría,si conocerían a alguien…

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—¡Imagínate, Duna! —decíaCinthia, tumbada sobre su cama con lospies en la almohada y la cabezacolgando por el otro extremo—.Llegamos al palacio, atravesamos suinterior hasta llegar a los jardines…porque será en los jardines, ¿verdad?

—Eso decía la carta —contestó laotra muchacha, tumbada a la inversa quesu amiga.

—He oído hablar de esos jardines.Cuentan maravillas acerca de ellos: quelas hadas lo bendijeron para que tuvieselas flores más bonitas, que en su interiorllueve con solo desearlo, que utilizansentomentalistas para cuidarlos…

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—Eso último es lo más sensato quehas dicho hasta ahora —dijo su amiga.

—¡Es lo que he oído! No digo queme lo crea… —añadió pococonvencida.

—Pues yo opino que el baile no esmás que una demostración de laportentosa riqueza que posee la familiareal. También pienso que disfrutaremoscon la música y con el baile, pero nocon la comida ni con la bebida: ¡nopretenderás que den de comer a todoslos invitados!

—No, claro —le dio la razónCinthia, algo decepcionada.

—Y sobre lo de la nobleza, ten por

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seguro, queridísima Cinthia, queestaremos muy lejos de ellos. Ya seencargarán de poner tierra de por medio.

—¡Oh, Duna! ¡A veces eresrealmente cruel!

—¡No soy cruel! Soy realista. Y,además, tendré que estar aguantando almolesto Lerdi Gunterino.

—Al menos tú tendrás a alguien quete acompañe —respondió Cinthia con undeje afligido en su voz.

Duna se incorporó. También lo hizoCinthia, quien se puso a juguetear conlos hilos de la colcha.

—¿Hay algo que yo no sepa?Cinthia se hizo la remolona unos

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instantes hasta que Duna carraspeó,impaciente.

—¡Todo lo contrario! —terminódiciendo la muchacha—. ¡No puedes nosaber nada cuando no ha pasado nada!

—Explícate.—¿Crees que le gusto a un solo

chico de todo el reino? ¡Pues estás muyequivocada! Tú al menos tienes a tuLord, que, aunque bajito, al menos esguapo…

—No sigas —le interrumpió Duna—. ¡Deja de decir bobadas yescúchame!

Cinthia dejó la colcha y miró aDuna, que a su vez la miraba entre

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sorprendida y autoritaria.—Me parece asombroso que

después de todo lo que está pasando enesta casa sigas preocupándote porque unhombre se fije en ti, porque Aya pagueuna buena dote y porque puedas casartecon él. Comprendo que a nuestra edaddesees encontrar a alguien especial,alguien que te cuide y que te… quiera.—Duna sonrió—. Pero esa clase dehombres no se compran, Cinthia. Esaclase de personas aparecen de repenteen nuestras vidas sin ceremonias previasni berones ni bombillas de por medio.¿No te das cuenta? Ahora mismo ereslibre… y te mentiría si te dijese que no

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deseo estar en tu situación antes que enla mía: a punto de contraer matrimoniocon un hombre al que apenas conozco ypor el que no siento más que… nada…

Cinthia bajó los ojos, avergonzadapor su comportamiento. Duna le acariciólas mejillas y sonrió dulcemente.

—No lo busques, Cinthia. El amores tan furtivo como un pájaro. Espera aque sea él el que se acerque a ti,después limítate a decidir si quieresalargar el brazo para acariciarlo, o sipor el contrario quieres dejarlo escapar.

Su amiga volvió a mirarla algo másalegre.

—Tienes razón, estoy

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preocupándome por tonterías. Ya llegarámi momento.

—Claro que sí.—Oye, ¿sabes qué?—No —contestó Duna, mucho más

relajada—, dime.—¡Eres una magnífica poetisa! —

bromeó Cinthia echándose a reír.Duna le acompañó en la risa y

después de darle las buenas noches, semarchó a dormir.

La mañana del tan esperado díaamaneció encapotada y sin un atisbo de

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sol. Cuando Duna se despertó y bajó adesayunar a la cocina, Cinthia y Ayamaldecían la suerte de tan inesperadocambio de tiempo.

—¡Ha hecho bueno durante todosestos días! ¿Por qué tiene que lloverjusto hoy? —se lamentaba Cinthia.

—No seas agorera, niña —le espetóla mujer—. Aún no ha llovido y, si elTodopoderoso lo quiere, no lloveráhasta después del baile.

—Yo no confiaría tanto en lasplegarias, Aya —intervino Duna,bostezando y preparándose una taza deleche.

Aya puso los ojos en blanco como

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respuesta al comentario de la muchachay volvió a desaparecer escaleras arriba.

—¿Qué hace? —preguntó Dunamientras se sentaba junto a Cinthia.

—Está con tu vestido. Tiene queterminarlo para esta noche y dice quetodavía le queda mucho trabajo.

—Pobrecilla, quizá debería decirleque no es necesario —sugirió Duna.

—¡No, no! Eso sería peor. Ya laconoces: ahora que lo ha empezado,mejor que lo termine.

—Si, tienes razón.La mañana transcurrió sin

imprevistos. Cerraron la cestería ydejaron todo arreglado y recogido para

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poder ir al baile sin preocuparse pornada. La invitación estaba sobre lamesilla en la entrada, y los vestidospreparados en los armarios, al menos elde Aya y el de Cinthia. Todo estabadispuesto: habían conseguido que unviejo amigo de Aya las acercase a ella ya Cinthia. Al fin y al cabo, Duna contabacon otros medios para ir al baile. Sedebatía entre sentirse agradecida oenfurecida por la situación, aunque alfinal terminó decantándose por laresignación.

Cuando el sol comenzaba adesaparecer por el horizonte y la lunaespiaba ya desde el cielo, Aya salió de

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su cuarto con una sonrisa de oreja aoreja. Duna se encontraba en lahabitación de Cinthia terminando depeinarla. Ella ya estaba lista desde hacíarato; solo le faltaba ponerse el vestido.

Con los gritos y maldiciones quesoltaba la muchacha, quejándose por lostirones de pelo, no se fijaron en que Ayalas observaba desde la puerta.

—Estáis hechas unas mujercitas —comentó con una sonrisa. Parecíacansada.

—¡Aya! —le saludó alegrementeDuna—, ¿has terminado ya el vestido?

La mujer asintió con la cabeza y giróen redondo. Las dos muchachas se

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miraron un instante y después, con elcepillo todavía enredado en los cabellosde Cinthia, salieron corriendo tras ella.Para cuando llegaron, Aya les esperabacon el vestido en las manos.

—Bueno, ¿qué os parece?Duna se quedó con la boca abierta,

al igual que Cinthia. El vestido era detela azul oscura, casi negra, con elescote en forma de uve del que partíandos tirantes de una tela más gruesa,anchos y fruncidos que dejaban aldescubierto los hombros. Una tira deseda plateada ceñía la cintura delvestido. La parte inferior caía enpliegues hasta el suelo.

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—Aya… es… precioso… —consiguió articular Duna, acercándose ytomando el vestido entre sus manos.

—He añadido algunos detalles.Espero que te vaya bien. Creo que lo hecalculado bien, pero quien sabe…

Cinthia se acercó a su lado y sonrióa Aya.

—¡Te ha quedado como nuevo!La mujer agradeció los comentarios

y después las apremió para que saliesende su cuarto.

—Daos prisa o llegaremos tarde. ¡Ida cambiaros! ¡Ya, ya!

Las dos muchachas corrieron a susrespectivos cuartos para enfundarse los

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vestidos.Duna tardó poco en verse frente al

espejo con el vestido puesto. Lequedaba como anillo al dedo. Aunquenecesitaba la ayuda de alguien para atarel lazo de la espalda, podía ver que lesentaba estupendamente. Sin necesidadde corpiño, la cintura del vestido seajustaba a su cuerpo a la perfección.Giró un par de veces, agarrándolo pordelante para que no se le cayese, ycomprobó que los pliegues aumentabanel vuelo. Ahora tenía que buscar unoszapatos a juego. No tardó enencontrarlos; tenía pocos y desde elmomento en el que vio el traje pensó en

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ellos: eran también de color azulmarino, con algo de tacón, de puntaestrecha y sin ningún tipo de adorno.Sencillos pero elegantes, se dijo.

En el cuello se puso un antiguocolgante de plata que Aya habíaencontrado entre los harapos que Dunavestía el día en que la liberó. Lamuchacha le tenía un aprecio especial ysolo se lo ponía en contadas ocasiones.Aya nunca llegó a saber si la pequeñaDuna lo había encontrado o, si por elcontrario, había sido un regalo de sumadre para que no la olvidase.

Salió de su cuarto y llamó a Cinthiapara que le echase una mano con el lazo.

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Cuando la muchacha vio a su amiga sequedó impresionada.

—¡Por el Todopoderoso, Duna!¡Estás preciosa! —vociferó.

Duna se puso colorada y le apremiópara que le cerrase el vestido. Se dio lavuelta y su amiga hizo lo que le pedía.

De pronto se oyó un silbidoproveniente de la calle y las doscorrieron a asomarse por la ventana.

Un enorme y engalanado carruajetirado por caballos esperaba a la puertade la vivienda con un cocherouniformado situado junto a él. LordGuntern esperaba frente al jardín. Ibavestido con un chaleco verde sobre una

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camisa clara de manga larga y unpañuelo alrededor del cuello que seescondía bajo el chaleco. En las piernasllevaba calzones ajustados hasta mediapierna y unos botines en los pies. Estabaimponente.

—¡Oh, vaya! Ya ha llegado… —selamentó Duna, esperanzada hastaentonces de que se hubiese olvidado.

—No le hagas esperar más y baja —le apremió su amiga, empujándola hacialas escaleras—. Nos veremos en elbaile.

—¡Aya, me voy! —gritó Dunamientras bajaba las escaleras.

La mujer contestó algo que Duna no

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alcanzó a oír pero que interpretó comouna despedida. Se encogió de hombros yabrió la puerta.

Tras la valla esperaba Lord Gunterncon los brazos en jarras y tamborileandocon el pie. Cuando vio a Duna su carano pareció dulcificarse ni un ápice. Lamuchacha no se amedrentó y salió deljardín con la cabeza bien alta.

—Llegas tarde —le reprochó ellord, malhumorado.

—Disculpadme, he tenidoproblemas con el vestido.

Lord Guntern no pareció reparar encómo iba vestida, simplementecarraspeó y el cochero se adelantó para

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abrir la portezuela del carruaje.—Las damas primero —dijo este,

haciendo una gran reverencia frente aDuna.

La muchacha le dio las gracias yentró ágilmente en la carroza. Tras ellasubió el lord, aún con una expresiónavinagrada en el rostro. El cocherocerró la puerta y se montó en la partesuperior del carruaje. Al instante, lacarroza empezó a balancearsesuavemente de camino a la ciudad.

El silencio entre los dos ocupantespareció crecer a medida que avanzaban.Tan solo el traqueteo de las ruedas y el «cloc-cloc, cloc-cloc» de los caballos

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evitaban que fuese aún más insoportablela situación.

Duna no estaba dispuesta a ser ellaquien abriese la boca en primer lugar; alfin y al cabo, estaba sumamente alegrede no tener que aguantarle. Sepreguntaba qué estarían haciendo Aya yCinthia en esos momentos.

Mientras tanto, Lord Guntern parecíacada vez más nervioso y se revolvíaincómodo en su asiento. Duna ledescubrió varias veces intentandoentablar conversación con ella sin llegara atreverse. ¿Qué había sido de aquelenvalentonado lord que había conocidosemanas atrás? Al cabo de unos minutos,

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el hombre consiguió sobreponerse ydirigirse a Duna.

—Menuda suerte hemos tenido deque no haya llovido.

Duna se giró hacia él y, sin decir unasola palabra, asintió y le sonrió.Después volvió a mirar por laventanilla, distraída. No se lo iba aponer nada fácil.

El Lord carraspeó nervioso y sedesanudó un poco el pañuelo. Al pocovolvió a intentarlo:

—Según he oído decir a un viejoamigo cercano a la reina, el baile secelebrará en los jardines.

—También lo sabía Cinthia, la otra

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chica que vive en casa de Aya. Pareceser un rumor muy extendido.

El Lord se puso rojo, quizá de ira,quizá de vergüenza, e intentó entablarconversación por tercera vez:

—He visto que recibiste miinvitación sin problemas.

Por desgracia, sí… pensó Duna.—Si vamos a estar juntos, querida, y

así espero que sea, quiero que sepas queno hay nada que me moleste más en estemundo que la im-pun-tua-li-dad —dijo,poniendo énfasis en cada una de lassílabas—, ¿comprendes?

—Soy una aldeana, Lord Guntern, notonta —le replicó la muchacha

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sonriendo—. Ya le he dicho que lolamento. No volverá a ocurrir.

Espero no tener que volver a salircontigo ninguna noche más, pensótambién, aunque se guardó de decirlo.

Esa fue la última vez que el hombreintentó hablar con la muchacha. Unosminutos más tarde atravesaron el portónde la muralla y siguieron calle arribahacia el palacio real.

Antes de alcanzar la escalinata, elcarruaje se detuvo.

—¿Qué demonios pasa, Wilfred? —preguntó el lord, golpeando con losnudillos el techo de la carroza.

—Hay que esperar, señor. Al

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parecer la Guardia Real está revisandolos carruajes, señor. Se aseguran de queno se cuele ningún belmontino en lafiesta, según he podido leer en un cartel,señor.

Lord Guntern bufó molesto y secruzó de brazos, enfurruñado.

—¡Lo que faltaba! Quédesconsideración, ¡revisar los carruajescomo si fuésemos criminales! Laparanoia está llegando demasiado lejos.

Duna sonrió para sus adentros. Porprimera vez estaba de acuerdo en algocon el hombre. El traqueteo se reanudó alos pocos minutos y de nuevo tuvieronque detenerse. Un soldado de la Guardia

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Real abrió la portezuela del carruaje yse asomó por ella para asegurarse deque allí no se escondía ningún invitadoindeseado. Tras comprobarlo, sedespidió, les deseó una feliz velada ypudieron continuar hacia el interior delpalacio.

Cuando llegaron, un lacayo Real lesabrió la puerta y les ayudó a descenderdel vehículo. El traje de Duna relucíabajo la luz de las antorchas quedecoraban la entrada, pero Lord Gunternni se fijó. Con la cabeza bien alta y sinapenas sonreír, subió los escalones de lagran escalinata. Duna, sin embargo,miraba hacia todos lados asombrada por

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lo bien que habían decorado el exteriordel palacio con guirnaldas doradas,flores y antorchas que bailaban con elviento. Con elegancia, ya que al fin ibacomo invitada y no como criada, serecogió el vestido y ascendió laescalinata. El pelo lo llevaba suelto ycaía ondulado sobre sus hombros. Elcolgante destellaba sobre su pecho y loszapatitos iban sonando a cada paso. Enla parte superior de la escalinata leesperaba Lord Guntern, impaciente ycon el brazo dispuesto para que Duna loagarrase. Cuando lo hizo, descubrió unnuevo inconveniente de la estatura desu… prometido. Se deshizo de aquellos

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malos pensamientos, dispuesta a pasaruna magnífica velada.

Lord Guntern tiraba de ella haciendopequeñas reverencias y saludos con lamano a todos los que se cruzaban en sucamino. Pocos eran los que parecíanreconocerle y menos aún los que ledevolvían el saludo. Mientras cruzabanel recibidor hacia los jardines, dondedefinitivamente iba a tener lugar elfestejo, Lord Guntern iba explicándole aDuna quiénes eran los invitados y de quéles conocía.

—Aquel de allá es Sir Monsmoin —dijo señalando a un hombre fondónembutido en un traje más que ajustado

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para su envergadura—. Mi padre levendió algunas tierras a su familia hacealgunos años.

Lord Guntern le saludó con la manoy el tal Sir Monsmoin se giró sin apenasreparar en él. Duna se contuvo desonreír e hizo como si no se hubiesedado cuenta.

—Esa mujer es Lady Engracia,amiga íntima de la familia. —LordGunter dio un tirón a Duna y seacercaron a la mujer, quien parecía estarsumamente aburrida mientras bebía deuna copa de cristal.

—Buenas noches, Lady Engracia —saludó el lord, tocándole suavemente

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sobre el hombro. La mujer se giró y sequedó unos instantes sin saber conseguridad si se referían a ella o a otrapersona. Después pareció reconocer aLord Guntern.

—¡Guntie! —exclamó la mujer,abochornando al lord y haciendo queenrojeciera. Sin dejarle respirar, leagarró los carrillos y le balanceó lacara. La mujer era unos centímetros másalta que el hombre—. ¡Cuánto tiempo,cariño! ¿Cómo están tus padres?

El Lord se deshizo de la mujer sindejar de mirar a Duna por si esta seechaba a reír y después contestó:

—No me llames Guntie, ya sabes

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que no me gusta. Mis padres bien,gracias. Nos veremos más tarde.

Hizo una breve inclinación y agarródel brazo a Duna para alejarse de allícuanto antes. Ni siquiera la habíanpresentado. No importaba, pensó Duna,haber contemplado aquel momento locompensaba todo. Lady Engracia sequedó despidiéndose con la muñecafloja y la mirada perdida. Después seperdió entre el gentío buscando másbebida.

—Pobre mujer —murmuraba el lord—, a cierta edad es mejor no dejarlossalir de casa.

Duna se detuvo en seco y le fulminó

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con la mirada.—¿Cómo habéis dicho?—Ya te dije que me hablases de tú,

no necesitamos tanto formalismo ahoraque…

—¿Acabáis de decir que a ciertaedad no se nos puede sacar de casa? —preguntó enfurecida y conteniéndose porno gritar. Se encontraban en la antesalade los jardines.

—No te sulfures, querida, solo hasido un comentario sin importancia.

Duna respiró hondo y se calmó parano darle un puntapié y después avanzósola hasta los jardines. Lord Guntern lasiguió correteando hasta ponerse a su

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altura y después volvió a asirla delbrazo con fuerza.

Hasta entonces, Duna no había vistoni una sola vez los jardines. Al trabajaren el otro extremo del palacio, no loshabía contemplado ni siquiera a travésde las ventanas de los pisos superiores.En cuanto puso un pie sobre la escalerade piedra que descendía hasta ellos,pudo comprobar que todo lo que habíaoído decir era poco.

La inmensidad de la explanadaajardinada se perdía a lo lejos y sefundía, tras un muro de piedra, con lalinde del bosque de Bereth. Habíacaminos de gravilla que corrían y se

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entrelazaban a lo largo de los jardinespor los que paseaban los invitadosvestidos de gala. En el centro del jardín,a lo lejos, había una espléndida fuentede piedra con figuras talladas de la quesalían numerosos surtidores decorativos.Cada seto estaba perfectamenterecortado y cada rosal magníficamentecuidado. Parecía que todas las floreshubiesen decidido abrirse para la fiestay conferían al jardín un espléndidosurtido de colores y olores variados.Frente a la escalinata, un ancho caminodaba a la enorme pista de baile cubiertadonde la orquesta interpretaba valsespara los invitados. Duna se dejó

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envolver por la opulencia y la bellezadel lugar antes de bajar los escalones depiedra. En la parte inferior le esperabaLord Guntern con la misma cara deimpaciencia de momentos antes.

¿Es que este hombre nuncadescansa? ¿Por qué tiene siempre tantaprisa?, se preguntaba Duna, rompiendoparte del hechizo inicial.

—¡Bailemos! —sugirió Duna,hipnotizada por la música.

Lord Guntern la miró de hito en hito.—Debes de estar bromeando,

¿verdad? Yo no bailo, querida.—Pues yo sí —contestó Duna,

molesta. E hizo ademán de dirigirse

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hacia la pista de baile cuando la manodel Lord se cerró con fuerza en torno asu muñeca.

—Si yo no bailo, tú tampoco —leadvirtió.

Duna estuvo a punto de replicarledesdeñosamente, pero en ese momentoempezaron a sonar unas trompetas en loalto de la escalinata de piedra y por ellaaparecieron la reina Ariadne, lospríncipes Adhárel y Dimitri y el séquitoreal. Todos los allí presentes, Dunaincluida, hicieron una pequeñareverencia que la realeza respondiósaludando con la mano.

—¡Sed todos bienvenidos! —

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anunció la reina. Su vestido plateado, ajuego con la tiara de su cabeza, era elmás bonito que Duna había visto en todasu vida—. Es un gran honor para mípoder celebrar con todos vosotros elvigésimo cumpleaños de mi primogénitoy futuro rey de Bereth, Adhárel.

Los invitados estallaron en unasonora ovación a la que Adhárelrespondió con una espléndida sonrisa. ADuna no le pasó desapercibido elafeitado del príncipe. Por primera vezdespués de todas las veces que le habíavisto en el palacio, Adhárel parecía loque era: el futuro rey de Bereth. LordGuntern se cuadró tras las palabras de la

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reina mientras murmuraba:—¡Ese es nuestro príncipe! Que el

Todopoderoso le guarde porque será unmagnífico rey.

Duna puso los ojos en blanco. Loque le faltaba: también Lerdi Gunterinoera un admirador de Adhárel…

—Por favor —prosiguió la reina—,que continúe el baile. Espero que todospaséis una magnífica velada.

De nuevo se escucharon vítores yaplausos que se fueron apagando poco apoco, dando paso a la música de laorquesta.

Lord Guntern aferró con más ahíncoaún la muñeca de Duna y tiró de ella

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hacia la escalinata, por donde ahoradescendía la familia real.

—¡No! —vociferó Duna, ofreciendoresistencia.

—Debemos ir a felicitarle enpersona. ¡No se nos volverá a presentaruna oportunidad como esta en la vida,querida!

—¡Vayamos después! —suplicóDuna con la esperanza de poderperderse antes de que llegase elmomento.

Lord Guntern no le hizo ningún casoy tiró de ella con insistencia.

El príncipe Adhárel iba vestido conuna casaca de color rojo. Bajo ella, un

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chaleco dorado cubría una camisablanca con pliegues en el cuello y lasmangas. Llevaba unos calzonesajustados hasta media pierna de colornegro y zapatos con hebillas. El pelo lollevaba suelto. Dimitri, por otro lado,iba vestido con tanto o más cuidado quesu hermano. Llevaba una camisa demanga larga blanca, con un chaleconegro y unos pantalones grises. El pelocobrizo lo llevaba repeinado, dejando ala vista su cara casi infantil. Si Duna nohubiese conocido su verdadero carácter,podría haber pensado que era casi másinocente que Adhárel, pero…

El lord avanzó apresuradamente

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entre el gentío que se arremolinabaalrededor del príncipe para felicitarlemientras Duna se moría de vergüenza amedida que avanzaban.

Me van a reconocer, me van areconocer y me pondrán en evidencia…¡No quiero ir! ¡Suéltame, bastardo!,gritaba en su interior.

Cuando se plantaron ante lospríncipes y la reina, el lord hizo unaexagerada reverencia que obligó aalgunas personas a apartarse de sucamino. Duna simplemente bajó lacabeza, abochornada, y esperó a queterminase todo.

—Reina Ariadne, príncipe Adhárel,

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príncipe Dimitri, es un honor para míhaber sido invitado a esta celebración—dijo el Lord mientras Duna rezabapara que se abriese un agujero en elsuelo y se la tragase la tierra—. ¡Antetodo, felicidades, mi príncipe! —dichoesto, le agarró la mano a Adhárel y se labesuqueó de arriba abajo. Los que lopresenciaron se quedaron de piedra. Elpríncipe no sabía si apartarle de unempujón o seguir sonriendo incómodo.

Duna seguía deseando que seterminase todo y que nadie reparase ensu presencia.

Cuando el Lord acabó de besar losnudillos del príncipe, volvió a

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incorporarse y agarró a Duna por lacintura, obligándola a avanzar unospasitos.

—Esta es mi querida prometida, quetambién os rinde pleitesía, majestad. —Duna esbozó una sonrisa e improvisóuna corta reverencia. Sin levantar elrostro fue a dar un paso hacia atráscuando la mano de Adhárel se posó ensu barbilla y se la levantó.

—Una cara tan dulce no deberíaestar siempre mirando al suelo —susurró ante la evidente envidia delresto de mujeres que se habíancongregado a su alrededor. Dimitri noparecía estar interesado en lo que decía

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o hacía su hermano y no se había dadocuenta de quién era aquella muchacha.

Duna sintió como la sangre leinundaba el rostro y sonrió al príncipe.¿Le había reconocido?, se preguntó lamuchacha. A continuación, la familiareal y su séquito se alejaron de allí.

Lord Guntern se quedó donde estaba,eufórico por el halago que Adhárel lehabía regalado a Duna.

—¿Le has oído? ¿Has oído lo que teha dicho el príncipe? ¿Por qué no le hascontestado, querida?

Duna tragó saliva, todavíarecuperándose.

—Bueno, no sé… me he quedado

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sorprendida… no me salían laspalabras…

—¡Pues ya le has oído! ¡La cabezabien alta durante toda la noche!¿Entendido?

Duna asintió y después le pidió quefuese a por algo de beber. Alegre comoestaba, no puso ningún reparo y corrió abuscar a un lacayo.

La chica se quedó a un lado,jugueteando con una rosa del jardínhasta que vio a Cinthia y a Aya a lolejos. Duna les hizo gestos con losbrazos y cuando la descubrieron seacercaron a ella.

—¡Duna, querida! —le saludó Aya,

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quien llevaba puesto un vestido verde delo más común—.¡Estás preciosa! ¡No tehabía visto con el vestido puesto! Por elTodopoderoso, te pareces tanto a mícuando tenía tu edad…

Cinthia se echó a reír con Duna, queno tardó en contarle lo sucedido.

—¡¿Ahora mismo?! —preguntó suamiga, buscando con la mirada alpríncipe.

—Sí, y delante de todo el mundo.Casi me muero de vergüenza.

En ese momento llegó Lord Gunterncon dos copas de lo que parecía vino.

—Toma, querida —dijo,ofreciéndole una copa a Duna.

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Aya tuvo que carraspear para que elhombre reparase en ella y en Cinthia.

—¡Señoritas, no os había visto!Aya le extendió la mano y este se la

besó como acababa de hacer a Adhárel,pero con menor entusiasmo. EntoncesCinthia dio un codazo a Duna.

—¿Pero qué haces?—¡Mira! —le avisó su amiga

mientras señalaba hacia la pista debaile.

Allí, a medio camino, el príncipeAdhárel se había detenido a hablar conuna mujer que a Duna le resultabaextrañamente familiar.

—Menuda suerte tienen algunas…

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—murmuró Cinthia.—¿La conocemos de algo?—Será de la escuela… ¿no?Duna negó con la cabeza. Aquella no

era la primera vez que veía a esamuchacha. Parecía mayor que ella y elvestido que llevaba…

—¡Cinthia! ¡Es la mujer de la tiendade vestidos!

—¿La que no dejaba de mirar lo quenosotras cogíamos?

—¡Esa misma! ¡Fíjate, lleva el trajedorado!

Cinthia abrió los ojosdesmesuradamente cuando cayó en lacuenta. Era cierto, aquel era el precioso

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vestido de la tienda y, al parecer, nohabían sido las únicas en descubrirla.Con disimulo, los hombres se girabanpara mirarla y las mujeres se morían deenvidia al fijarse en su ropa. Tambiénellas dos habían caído bajo el embrujodel vestido y lo miraban con tantaenvidia como el resto de invitadas. ¿Sedebía a la tela o al hecho de que hubiesellamado la atención del príncipe?

Duna se cansó del vino y, condisimulo, lo dejó caer en el rosal quetenía a su lado. Después le entregó lacopa vacía a un mayordomo que pasabaen aquel momento.

—¿Bailamos? —le preguntó a

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Cinthia.—¡Claro!Se habían alejado unos pasos cuando

les llegó la voz de Aya.—¿Adónde vais, niñas?—A bailar, Aya —le contestó Duna,

agarrando del brazo a Cinthia y dándosela vuelta—. Como nos siga LerdiGunterino se acabó la diversión.

—Tranquila, Aya le tieneentretenido.

Al llegar a la pista, el remolino degente alrededor de la mujer del vestidodorado era tal que apenas pudieronverla. Lo que sí que pudieron observarfue que Adhárel ya no estaba allí. El

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príncipe se encontraba un poco máslejos, hablando con un grupo deGuardias Reales que se paseaban por eljardín armados con lanzas.

—¿No crees que es excesivo? —preguntó Duna, señalando a loshombres.

—Bueno, ten en cuenta que si ahoramismo un belmontino atacase, podríaacabar con toda la familia Real…

Entraron en la pista en el instante enel que la orquesta terminaba una pieza ycomenzaba otra. El suelo era de enormesbaldosas de mármol blanco, al igual quelas columnas y el techo. Aunque eranpocas las parejas que se atrevían a

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bailar, las muchachas se pusieron en unextremo donde no estaban muy a la vista.

Duna hizo una reverencia anteCinthia, haciendo el papel del hombre, yCinthia se inclinó sujetándose elvestido. Después Duna la agarró por lacintura, Cinthia a ella por el hombro,juntaron las manos y empezaron a bailar.Mientras daban pequeños pasos al sonde la música iban criticando ycomentando los vestidos de las demásinvitadas. Cuando la pieza terminó,aplaudieron con elegancia, al igual quehacían el resto de los presentes y sedispusieron para seguir bailando cuandoLord Guntern apareció en la pista

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esquivando parejas.—¡Ahí estáis! —dijo.—Se terminó la diversión… —

murmuró Duna.El lord llegó hasta ellas y, después

de pedirle a Cinthia que les dejasesolos, tomó la mano y la cintura de Dunapara empezar a bailar. Duna seencontraba sumamente incómodateniendo que agacharse unos centímetrospara llegar a sus hombros, pero LordGuntern parecía estar pasándolo peor.

—¿No decíais que no bailabais?Lord Guntern tardó en contestar

debido a la atención que le prestaba asus pies mientras contaba en un susurro

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«un-dos-tres… un-dos-tres…»,intentando llevar el compás. Duna selimitaba a apartar sus pies a tiempoantes de que le pisase.

—¿Eh?… ¿Qué decís?… Ah, sí.Bueno, no. Me gusta bailar, querida… ycomo podéis apreciar, lo hago bastantebien…

—Sois un magnífico bailarín, miLord —ironizó Duna, disfrutando con elmal rato que estaba pasando el hombre.

Cuando la pieza terminó y Dunaestaba a punto de pedirle a Lord Gunternun descanso, harta de aquella posicióntan incómoda, alguien apareció tras ellord. Este se dio la vuelta y se encontró

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frente al príncipe Adhárel. Ellos doseran los únicos que no se habían dadocuenta de su aparición.

—Disculpadme… —dijo Adhárel.—Lord… Lord Guntern, alteza —le

recordó.—Eh, sí… Lord Guntern. ¿Me

concederíais el honor de bailar convuestra hermosa dama?

Duna se quedó helada ante laproposición. Sintió que se le acelerabael corazón y empezó a sentir el latido enlos oídos.

—Cla… ¡claro Alteza! ¡Cómo no! Elplacer es mío —tartamudeó LordGuntern al tiempo que soltaba a Duna y

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se alejaba unos pasos.Adhárel agarró con delicadeza a

Duna de la cintura y esta le puso la manosobre el hombro. A continuación, laorquesta comenzó a tocar. Tres violinesprimero, suaves, lentos, delicados.Adhárel dio el primer paso hacia unlado y Duna le siguió. Después otro.Entraron el arpa y el piano.

El príncipe giró y Duna con él.Entraron el resto de los violines.

Se aceleró el ritmo y después volvióa ralentizarse, y otra vez, con másenergía.

Duna no dejaba de mirar al príncipea los ojos, y él no apartaba los suyos de

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los de Duna. Giraban trazando dibujosen la pista mientras los demás invitadosse apartaban para dejarles todo elespacio. Ninguno se percató de ello.Simplemente bailaban, escuchaban lamúsica y se perdían en la mirada delotro. No había nada más: solo ellos y lamúsica. Los acordes y melodías existíansolo para ellos y los dos lo sabían.Acompasados, al tiempo… a dúo.

La música fue deteniéndose hastaque solo quedó un violín, que terminópor fundirse con el silencio reinante.

Duna tardó en fijarse en todos losinvitados que se habían congregadoalrededor de la pista de baile.

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Observándola. Observándolos.El príncipe le soltó la cintura y ella

estuvo a punto de perder el equilibrio.Consiguió sobreponerse y le miró.Adhárel no apartaba los ojos de ella. Elresto de invitados seguían en silencio,igual que ellos, como temerosos deromper un misterioso hechizo. Después,Adhárel dio un paso hacia atrás e hizouna reverencia. Duna hizo lo propio.

—Gracias por el baile —dijo él.—Gracias a vos, alteza.Adhárel pareció reparar entonces en

todos los ojos que estaban pendientes deellos y acercándose a Duna le dijo:

—Quizá os gustaría dar un paseo por

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los jardines.Duna volvió a sentir el corazón en

sus oídos y, como pudo, asintió. Adhárelcolocó el brazo para que ella seagarrase a él, y después salió por ellado de la pista que daba a la granfuente, al final del camino. Los invitadosse apartaron para dejarles paso. DeLord Guntern no había ni rastro. Duna nisiquiera se acordó de él.

Anduvieron sin hablar durante unosminutos. Las nubes habían desaparecidoy la luna brillaba en lo alto del cielo.Los caminos estaban iluminados conpostes de los que colgaban lámparas deaceite. Corría una suave brisa que Duna

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agradeció.—¿Lo estáis pasando bien? —le

preguntó finalmente el príncipe.—Muy bien, gracias, alteza —

respondió sin estar segura de si debíadecir siempre lo de alteza.

—No es necesario que me llaméisalteza —le contestó él, leyéndole elpensamiento—. Puedes llamarmeAdhárel, y yo os llamaré…

—Así lo haré, altez… Adhárel —rectificó—. Mi nombre es DunaAzuladea.

Unos cuantos metros más allá seerguía la majestuosa fuente. Adhárelavanzó hasta ella y después se sentó en

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su borde. Duna, no obstante, se quedó aunos pasos de ella para contemplarla.

Representaba a varias sirenas endistintas posturas: una peinándose, otramirándose en el agua, otra tumbada, y lamás alta intentando capturar algo delcielo.

—Es el mito de Calíame —explicóAdhárel.

—Lo conozco —respondió Duna—.El de la sirena que estaba cansada devivir en el mar, ¿verdad?

—Ese mismo. Y que cada nochesubía a la más alta de las piedras paraintentar alcanzar la luna. Hasta que undía, de tanto intentar alcanzarla, se hizo

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de día y su piel se secó.—Convirtiéndose en parte de la roca

—finalizó Duna—. Es una historiapreciosa…

—También se lo parece a mi madre,por eso hizo construir la fuente.

La muchacha dejó de estar tannerviosa y se sentó junto a] príncipe.

—Pareces distinta con ese vestido—se aventuró a decir el príncipe,aunque rápidamente añadió—: Quierodecir, comparada con los que llevashabitualmente para trabajar.

La muchacha no sabía si tomárselocomo un cumplido, por lo que se limitóa sonreír y a darle las gracias.

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—Imagino que tu prometido ya te lohabrá dicho. Por cierto, deberíamosregresar. Seguramente se estépreguntando dónde estás.

Duna enarcó las cejas.—¿Lord Guntern? Se ha limitado a

decirme lo importante que es para él lapuntualidad. Y, sinceramente, dudo queme esté buscando.

—Si quieres puedo hacer que leapresen —bromeó Adhárel.

—No sería mala idea.—¿No es vuestro prometido? —

preguntó extrañado el príncipe.—Para mi desgracia, sí.—No lo comprendo.

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—Yo tampoco. Me enteré hacevarios días de que me iba a casar con él.Aya, mi… tutora, pagó la dote paracasarme con ese lord. —La muchachasuspiró, entristecida—. Sé que lo hizopensando en mi bien, pero…

—Pero no es lo que tú quieres.—Así es.Se quedaron unos segundos en

silencio mirando al firmamento.—Y dime, ¿cómo es que trabajas en

el palacio? ¿No eres demasiado joven?Duna se echó a reír; definitivamente

la había reconocido.—Cumpliré dieciocho años dentro

de poco. Me enviaron a trabajar al

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palacio como castigo…—¿De veras? Vaya, cada vez se les

ocurren escarmientos más originales.—En la escuela del Este no me

querían tener por más tiempo, así que enel juicio decidieron que terminase misestudios aquí.

—¿Y qué te parece?Duna le miró de soslayo. ¿Por qué

se interesaba el príncipe por unavulgar campesina?, pensó.

—No lo sé. En la lavandería medesenvuelvo bien. Las veces que salgode ahí… bueno yo… no sé, soy unasirvienta algo torpe —dijo, recordandolas palabras de Adhárel.

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El príncipe pareció darse cuenta y seruborizó.

—Respecto a eso, perdóname. Noquise faltarte al respeto, pero mihermano Dimitri…

—No importa, al fin y al cabo nodijiste ninguna mentira…

—Aun así, te pido disculpas.Los dos se quedaron en silencio.

Entonces Duna giró la cabeza y seencontró de nuevo con sus ojos. Teníaque reconocer que era un joven apuestoy que se interesara por su situación…Simplemente, no era como lo habíaimaginado. Pero, aun así, no conseguíacomprender qué hacía ella allí. ¿Por qué

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había bailado con ella? ¿Por qué lehabía invitado a pasear? ¡Ella no eranadie!

—¿Te he dicho que estás preciosaesta noche? —dijo Adhárel, sacándolade su ensimismamiento.

—Alguna que otra vez —bromeóella—. Pero no más que a la mujer delvestido dorado.

Adhárel la miró extrañado hasta quecomprendió.

—¿Lady Melindena?—No conozco su nombre, solo sé

que ese vestido lo vi yo primero.—¿De veras? ¿Y qué dirías si te

dijese que el tuyo me parece mucho más

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bonito?—Te diría que eres un embustero.

Aunque seguramente después la GuardiaReal caería sobre mí.

Los dos rieron la ocurrencia.—Pues lo digo de verdad. Además

con esa mujer no soy capaz de hablarmás de lo estrictamente necesario.Apenas te conozco y, sin embargo,contigo… es diferente.

El príncipe se acercó un poco más aDuna. Esta apartó la mirada. ¿Quéestaba pasando allí? ¿Qué…?

—Además…Duna le miró.—¿Si?

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Adhárel se acercó un poco más.—Tú eres…Sus hombros ya se rozaban…—¿Sí?Duna cerró los ojos, olvidando

cuanto había a su alrededor…—Eres…—¡ADHÁREEEEEEEEL!El grito desgarró la noche y les

devolvió a la realidad. Cada uno miróhacia un lado distinto. Duna seconcentró en los pliegues de su falda yAdhárel se puso en pie para ver quién lellamaba. La oscuridad impedíadistinguir quién se acercaba por elcamino.

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—¡Por fin te encuentro! —dijo lareina Ariadne, sofocada por el paseo.Cuando vio a Duna arqueó una cejaextrañada, pero no le hizo ningún caso.

—Hemos dado por finalizada lafiesta, Adhárel.

—¿Qué sucede? —preguntó él.—Belmontinos.—¿Aquí? ¿En el palacio?La reina asintió enérgicamente.—Tenías razón. Por desgracia han

huido y no han podido ser capturados.Debes regresar al Palacio. Se ha vueltopeligroso andar a solas por aquí.

La reina le ofreció una mirada altivaa Duna y después dio media vuelta para

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emprender el camino de vuelta alpalacio.

Adhárel le hizo un gesto a Duna.Esta se levantó y caminó a su lado, ensilencio, hasta la pista de baile. Ya casino quedaban invitados.

Entonces Adhárel se dio la vueltahacia Duna y, en voz queda, le dijo:

—Ha sido una velada maravillosa.Muchísimas gracias, Duna Azuladea.

A lo lejos se escuchó la tos de lareina.

—Para mí también ha sidoinolvidable —le dijo Duna.

A continuación, el príncipe seacercó un poco más a ella. Sus labios

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casi se rozaron, pero el príncipe cambióde opinión y le dio un beso en la mejilla.Después corrió hasta las escalerasdonde su madre se agarraba a unsirviente para subir los escalones.

Duna se llevó la mano a la mejilla yemprendió el camino hacia la salida conla mirada perdida en los recuerdos deaquella noche y el corazón palpitándoleen los oídos.

Unos segundos más tarde, el relojdel palacio dio las doce de la noche.

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9Sombras en la noche

Lord Guntern había abandonado la fiestaantes de lo previsto al sentirseindispuesto, según le explicó Aya aDuna en el carruaje que las llevó devuelta a casa.

Justo cuando cruzaban el portón dela muralla comenzó a caer una finalluvia que no tardó en convertirse en unabuena tormenta. Las nubes habíanreaparecido de improviso.

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—¡Te lo dije! —le recordó Aya aDuna—. ¡El Todopoderoso no permitiríaque lloviese durante la fiesta!

—La verdad es que hemos tenidomucha suerte —comentó Duna, aún enlas nubes.

Cinthia se removió a su lado,dormida, apoyándose en su hombro.

—Qué poco aguante tienen las niñasde hoy en día —dijo Aya, demasiadodespierta por la bebida del baile.

Para cuando llegaron a casa y elcochero se despidió de ellas, la lluviaque caía era tan insistente que las capasque cubrían sus trajes quedaron hechasunos guiñapos empapados antes de

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alcanzar el pequeño porche y la puertaprincipal… que estaba abierta. Duna laempujó sin llegar a entrar.

—Aya… —dijo—, ¿os habéisolvidado de cerrar la puerta al salir?

—Que yo recuerde, no. De hecho,volví a entrar a por las invitaciones yrecuerdo que cerré la puerta con llave.

—Qué extraño…Cinthia bostezó adormilada.—¿Podemos entrar de una vez? ¡Voy

a ponerme enferma! Duna la abrió unpoco más y entró con todos los sentidosalerta. Algo raro estaba pasando allí.Cogió la lámpara de aceite del recibidory la encendió para ver dónde pisaban.

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La tormenta rugía a sus espaldas. Por uninstante sintió un escalofrío al imaginardos ojos vigilándolas desde losalrededores… dos ojos brillantes.

—¿A qué huele? —preguntó Duna,tapándose la nariz con los dedos. Unolor parecido al azufre y al estiércolllenaba toda la casa—. Creo que alguienha estado aquí…

—¿Y qué te hace pensar…?Aya se quedó callada cuando

entraron en el salón y descubrieron losmuebles tirados por los suelos, loslibros caídos y los cajones abiertos ycolgando de las bisagras.

—¡Santo Todopoderoso! ¡Nos han

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robado! —gritó la mujer—. ¡Shhh! —leordenó Duna—. ¡Puede que el ladróntodavía este aquí!

—¡Hay que avisar a la guardia! —volvió a gritar, histérica, la mujer.

—Aquí nadie va a avisar a nadie.Duna se giró de inmediato para

descubrir entre las sombras a un hombrecubierto con harapos que las mirabadesde detrás de la alacena. Las apuntabacon una espada cuyo filo relucía bajo laluz del candil.

—No os mováis y no os pasará nada—les advirtió el hombre, dando un pasohacia ellas.

Duna temblaba de miedo mientras se

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debatía entre hacer lo que le decía oarrojarle la lámpara a la cara.

—Déjala en el suelo —le dijo elladrón, adivinando sus intenciones.

Duna obedeció y se agarró al brazode Aya, quien parecía estar aún másasustada que ella.

El ladrón dio un paso hacia ellas.—Quiero vuestras joyas. Tiradlas al

suelo.—¡Pero si no tenemos! —le dijo

Duna—. ¡Por favor…!—No me hagas perder el tiempo,

niña. Quítate ese colgante y lánzamelo.—Esto no, por favor… —le rogó la

muchacha, agarrando con fuerza la

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piedra.El ladrón blandió la espada y se la

acercó al cuello de Duna.—No me gustaría tener que rajar ese

precioso cuello.—¡Duna, dáselo! —le imploró Aya.—¡No! ¡No pienso darle el colgante!—¡Haz caso a tu madre y dámelo!—Si lo quieres, ven a por él —le

amenazó ella con la rabia brillando ensus ojos.

—¡Maldita niña!De repente, una sombra cruzó el

recibidor. El ladrón no se dio cuenta yavanzó hacia Duna con la intención dearrebatarle el colgante. Cuanto más se

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acercaba, más insoportable resultaba suhedor. Duna dio un paso hacia atrás,sintiendo el frío filo en el gaznate.

—Si no vas a dármelo por lasbuenas, tendré que cogerlo por lasmalas…

Aya sollozaba en una esquinapidiendo auxilio con la vozentrecortada, sin saber qué hacer.

—¡Dejad a la niña!—¡Callaos o le ensarto la espada en

el pecho! —le amenazó el hombre,volviendo la espada hacia la mujer.

Duna empezaba a sentir el frío metalrozándole el cuello. No tardó encorrerle por el cuello el primer y

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finísimo hilo de sangre. Desesperada,empezó a sollozar mientras el ladrón lequitaba la cadena del cuello. Pero, depronto, se escuchó un golpe seco tras elhombre y la fuerza con que sujetaba laespada fue disminuyendo hasta que estacayó al suelo. Al instante el ladrón sedesplomó junto al arma.

Cinthia se encontraba tras él,blandiendo una sartén con las dos manosmientras miraba asustada al hombre,dispuesta a atizarle de nuevo si se leocurría despertar.

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La reina Ariadne se apoyaba en losbrazos de su hijo mayor mientrascruzaban el recibidor de camino a susaposentos.

El palacio había quedado vacío, almenos las primeras plantas, y los pasosde la reina y de Adhárel eran lo únicoque se escuchaba, magnificados por eleco entre las paredes de piedra.

—Sabía que lo harían —comentó elpríncipe—. Sabía que intentarían algo.

—No nos preocupemos más por eso—contestó ella, sufriendo otro ataque detos—. Ha sido solo una amenaza, comosiempre. La Guardia está registrando los

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alrededores por si siguen cerca.—Bueno, espero que no vuelvan a…No pudo terminar la frase. De

repente, Adhárel se dobló por la mitadagarrándose con fuerza la tripa ysoltando a su madre. La reina Ariadne setambaleó, sin llegar a caerse, al tiempoque agarraba a su hijo para socorrerle.

—¡Hijo! ¡Adhárel! —gritóalarmada.

El príncipe cayó al suelo de rodillaspresionándose la tripa.

—¡Ah…! Me… me duele…—Vamos, levántate —le imploró su

madre, haciendo ahora ella de soporte—. ¡Haz un esfuerzo!

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El príncipe se puso en pie y conpaso vacilante avanzó junto a su madrehacia una de las puertas laterales delrecibidor.

—¿Qué… me pasa? —preguntóAdhárel, haciendo un esfuerzo por noperder la conciencia.

—No te preocupes, hijo mío… —seapresuraba la reina, arrastrándole comopodía hacia la puerta—. Estoy aquí…estoy contigo…

Justo antes de entrar, el príncipeperdió totalmente la conciencia y sedesplomó en el suelo. La reina, agotadapero firme, le agarró como pudo y cruzóla puerta con él.

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—Adhárel… Adhárel… mi pobreniño… —murmuraba preocupada lareina.

Cuando se cerró la puerta tras ellos,una sombra esquiva y casi invisible quese encontraba por allí de casualidad, lavolvió abrir y espió desde el dintel paraaveriguar qué estaba sucediendo. Alprincipio no pudo creer su suerte.Primero sintió miedo, despuéscomprendió qué era lo que estabaobservando y en un abrir y cerrar deojos, allí, agazapado entre las sombrasde la noche, comenzó a tomar forma elplan que había estado esperando desdehacía tiempo. Había elucubrado noche

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tras noche sobre las distintasposibilidades, sobre los misterios quevenían sucediéndose desde hacía tiempoen aquel palacio, sobre la extraña visitaque la reina había recibido la nocheanterior y, ahora, por fin, su trabajohabía dado los frutos esperados. Sabíaqué debía hacer y por dónde tenía quecomenzar.

Antes de que la reina se percatase deque alguien espiaba sus movimientos enla oscuridad, la sombra desapareció endirección a la torre más alta del palacio.

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10El ladrón

Cuando el ladrón consiguió abrir losojos, volvió a cerrarlos debido alpunzante dolor de cabeza que lesobrevino. Pero en aquel infinitesimalsegundo que los mantuvo abiertos vioque estaba rodeado por tres mujeresarmadas con artilugios de cocina y consu propia espada apuntándole al pecho.

Antes de intentar abrir los ojos denuevo sintió que una cuerda atada

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firmemente a una silla le manteníamaniatado y que un pañuelo en su bocale impedía respirar con normalidad. Lehabían cazado.

Volvió a abrir lentamente los ojos ytardó unos segundos en enfocar a las tresmujeres, dos muchachas y una señora,que le miraban entre enfadadas yasustadas. El dolor de cabeza seguíapersistiendo y tenía la convicción de quetardaría en desvanecerse. ¿Cómodemonios había llegado allí? Lo últimoque recordaba era que estaba intentandoquitarle el colgante de plata a una de laschicas y después… ¡Eh!, pensó mirandode hito en hito a sus captoras, ¡aquella

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chica rubia no había entrado con lasotras dos en el salón! Seguramente habíasido ella quien le había atizado por laespalda. ¡Sería idiota! Regla númerouno: asegurarse siempre del número depersonas que hay en la casa antes dedejarse ver. ¡Es lo primero que tendríaque haber aprendido!

Enfadado consigo mismo, volvió acerrar los ojos… hasta que un sonorobofetón le devolvió a la realidad.

—¡Despierta! —le ordenó lamujerona que le acababa de golpear.

El ladrón abrió de nuevo los ojos yla miró enfurecido.

—¡A mí no me mires con esos ojos!

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—le reprochó la mujer, soltándole otrobofetón. Las dos muchachas parecíanasustadas.

—¡Soltadme y no os haré nada! —quiso decir el ladrón, aunque con elpañuelo en la boca sonó algo así como«fonfan-fe fy fo fos fafé afa».

—¿Qué ha dicho? —preguntó lachica rubia.

Con cuidado, temerosa de quepudiese darle una dentellada a su mano,la muchacha morena le quitó el pañuelode la boca, advirtiéndole:

—Si gritas, vendrá la Guardia Real.—¡Soltadme he dicho! —repitió el

ladrón, dejando a un lado los

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formalismos y más envalentonado ahoraque podía hablar.

—No sé si te has percatado —intervino la mujer—, pero no estás endisposición de darnos órdenes.

—¿Quién eres? —le preguntó lamuchacha rubia.

—Os arrepentiréis —les amenazó,intentando infundir a su mirada todo eldesprecio de que fue capaz.

La mujer le dio otro bofetón, ¡y yaiban tres! La cara empezaba aenrojecérsele desmesuradamente.

—Te repito —le dijo la mujerpausadamente—, que no nos hables deese modo. Responde a la pregunta.

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¿Quién eres?—Nadie que conozcáis.—Eso ya lo vemos. ¿Qué hacías en

nuestra casa? —le preguntó Duna.—¿Acaso no está suficientemente

claro? Buscaba algunas cosas con lasque poder quedarme.

—Pues has ido a parar al peor sitio—dijo la mujer—. Como puedescomprobar, las riquezas en esta casabrillan por su ausencia.

—No buscaba joyas, aunque al verla de ella me encapriché.

La muchacha morena se llevó lamano al cuello, protegiendo su colgante.

—¿Entonces qué buscabas?

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—¡Comida, agua, leche, ropa! —enumeró el ladrón—. Tal vez no oshayáis dado cuenta por mi aspecto, perosoy pobre.

—¿De veras? —le preguntó lamorena, siguiéndole el juego yarqueando una ceja. No le gustaba unpelo.

—Sí. Como lo oís, por eso vago deun lado a otro tomando prestadasalgunas… algunas…

—¿Necesidades básicas? —leayudó la muchacha rubia.

—¡Eso es! Necesidades básicas. Asíque si me disculpáis, me haríais unenorme favor si…

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—Alto ahí, hombrecito —le detuvola mujer—. No vas a ir a ninguna partehasta que nosotras lo digamos. ¿Cuántosaños tienes? No pareces muy mayor…

Y era cierto. A la luz de las velas suapariencia de hombre adulto se habíaesfumado dando paso a la de un jovende pelo marrón sucio y enmarañado yunos juveniles ojos de color azuleléctrico. Lo que engañaba a la genteque le miraba por primera vez era larala barba que se había dejado crecerpara ocultar su verdadera edad. Perobastaba con mirarle a los ojos paradescubrir que no era tan mayor como enun principio podía parecer.

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—Tengo veinticinco años, señora —contestó él, mirando hacia otro lado.

—¿Quieres que te arree otro sopapo,chico? Di la verdad.

—No entiendo porqué no hemosllamado aún a la Guardia Real, Aya…—comentó la muchacha morena,cansada de sostener la espada en alto.

—Por varias razones —le contestóella—. Porque es de noche, porquellueve a mares y porque la testaruda deCinthia nos ha convencido para que nolo hiciésemos… al menos hasta elamanecer. Además, acabo de tener unaidea.

Así que la muchacha rubia se había

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arrepentido de su ataque por la espalda,vaya, vaya… Cinthia y Aya, pensó elladrón, solo le faltaba conocer elnombre de la morena…

—Seguimos esperando la respuesta,joven. ¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve —contestó con un hilode voz, avergonzado.

—¡Os lo dije! —les recordó lamorena.

—Oídme, por favor —les rogó elladrón haciendo uso de una nueva táctica—. Ya os he dicho todo lo que queríaissaber sobre mí. Por el Todopoderoso, osruego que me dejéis ir. No me entreguéisa las autoridades, os lo suplico, gentiles

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damas. Sé que no debí entrar en la casa,y mucho menos apuntaros con la espada,pero el hambre y el cansancio nosjuegan a veces malas pasadas.Disculpad a este muchacho hambriento ydejadle escapar. Os juro no volver aBereth nunca.

—Una cosa más, y con esto noquiero decir que vayamos a liberarte —le dijo la morena sin que el discursohubiese hecho mella en ninguna de lasmujeres—. ¿De dónde vienes?

—De Belmont —respondió él.—¿No serás uno de los espías que

estaba en el palacio?El ladrón se echó a reír.

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—¿En… el palacio? No, tengolugares mejores para esconderme…

—¿Y cuál es tu nombre? —lepreguntó Cinthia.

El ladrón se quedó extrañado ante lapregunta. Pocos eran los que se habíaninteresado a lo largo de su vida por suverdadero nombre y él apenas loutilizaba.

—Di. ¿Cuál es tu nombre? —insistióla tal Cinthia—. ¿Acaso lo hasolvidado?

—No andas mal encaminada, Cinthia—contestó él, disfrutando al sentir quela muchacha se tensaba al escuchar quela llamaba por su nombre—. Hace

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tiempo que no lo utilizo y tengo malamemoria. Sin embargo —prosiguió,mirando a la mujer y previendo un nuevobofetón para el recuerdo—, haciendomemoria, y descartando mis motes másutilizados como Saltimbanqui, Sombra oSinsentido, mi nombre es… Sírgeric.

—Demasiadas eses. Me recuerdas auna serpiente —sugirió la morena—.¿Cómo sabemos que no mientes?

—¿Y cómo saber lo contrario? Soloos queda fiaros de mi palabra —elladrón se removió en la silla sinconseguir deshacer los nudos y despuéspreguntó—: ¿Para qué queréis sabertanto de mí? ¿Por qué este

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interrogatorio? ¿Pensáis ir en mi buscaen caso de que consiga escapar de aquí?

—Nada de eso, jovencito —lecorrigió Aya—. Tú has tenido un buenrato para husmear en nuestros armarios,cajones y habitaciones. Ahora nos toca anosotras conocer tu privacidad. ¿No teparece justo?

—Absolutamente justo, señora.En ese momento Cinthia bostezó

involuntariamente y Duna hizo lo mismosin poder evitarlo.

—Empieza a ser tarde —comentóSírgeric—, si me hiciesen el favor de…

—Nada de eso. Ni lo pienses.Nosotras nos iremos a dormir arriba. Tú

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te quedarás aquí abajo bien maniatado.Ya seguiremos la charla mañana por lamañana.

—¿Pero qué demonios queréis demí? —gritó nervioso el chico—. ¡Nosabéis con quién estáis tratando!

La situación hacía rato que se lehabía ido de las manos y no entendíadónde querían ir a parar aquellasmujeres.

—Está bien. Te diré qué es lo quequiero de ti. —Aya dio un paso hacia élcon un cucharón en la mano—. Quieroque trabajes para mí hasta que paguestodas las cestas y el mimbre que hasdestrozado en mi taller.

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—¿Su taller? ¿Qué taller?—El que hay abajo, idiota —

contestó la morena, poniendo los ojos enblanco, exasperada y cansada.

—¡Pero si yo no les he hecho nada!—Has estropeado todo el mimbre de

esta temporada, has roto a patadas lascestas que ya había terminado y, por sifuera poco, has intentado robarme lospocos ingresos que tenía ahorrados. ¿Teparece poco?

—¡Estáis loca! ¡Estáis todas locas!Aya dio media vuelta y, de un

soplido, apagó la luz de las velas delsalón. Solo quedó encendida la quellevaba en la mano.

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—Vamos, niñas. A la cama todo elmundo.

—¡Suélteme! ¡Quíteme estas cuerdasle digo! —vociferó el ladrón,desesperado.

—¡Buenas noches, Sírgeric! —canturreó la morena mientras subían lasescaleras.

—¡No! ¡Por favor! —siguiólloriqueando el chico—. ¡Prometopagaros! ¡Mirad! En mi morral haydinero… si alguien me lo acercasepagaría gustoso.

—¿Quieres que te volvamos a ponerel calcetín en la boca? —preguntó lamorena.

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—Juro ser bueno desde hoy, ¡lo juro!… ¡Al menos, soltadme las manos! Porfavor, ¡por favor!

—¡Cierra el pico ya! —gritó Ayadesde el piso superior—. Conseguirásdespertar a los vecinos. Duna, Cinthia.Arriba, ya.

Así que Duna era el tercer nombreque le faltaba… ¿Pero de qué le servíaconocerlo?

El joven intentó unas cuantas vecesmás deshacerse de la cuerda, peroviendo que estaba atado a concienciaterminó derrumbándose en el asiento,agotado e intranquilo. Había entrado enaquella casa con la intención de robar

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algo para comer y ahora se encontrabamaniatado y sin ninguna expectativa depoder escapar.

Antes de que se apagasen las lucesdel piso superior, Sírgeric pudovislumbrar la cabecita dorada de Cinthiaasomándose por la barandilla. Despuéscayó dormido en un sueño de lo másincómodo e inseguro.

De nuevo estaba prisionero.

A la mañana siguiente, Cinthia fue laprimera en bajar a desayunar. Nisiquiera Aya se había despertado aún. Elvino de la noche anterior y el cansancio

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habían hecho mella en la mujer hasta elpunto de romper su costumbre diaria dedespertarse con el sol.

La muchacha se vistió y bajó lasescaleras bostezando y despeinada. Depronto dio un respingo al escuchar unsuave ronquido. Era aquel misteriosoladrón que habían apresado la nocheanterior en su intento fallido de robarleslas pertenencias.

Cinthia se acercó con cautela hastala silla donde dormitaba el hombre, (¿oel chico?, solo tenía un par de años másque ella…), y le observó detenidamente.No era feo, pero necesitaba una limpiezainmediata, pensó Cinthia. El ladrón

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murmuró algo sin despertarse y volteó lacabeza hacia el otro lado. Cinthia seasustó y se alejó de allí.

Todavía se preguntaba por qué leshabía pedido a Duna y a Aya que noavisasen a la guardia en cuanto letuvieron maniatado. ¿Había sido unsimple acto de caridad? ¿Le había dadopena aquel pobre que no tenía ni quécomer?

Comida. Era lo último en lo quepodía pensar en ese momento. La casaentera olía a estiércol. Parecía como siuna manada de reses se hubiese alojadoentre aquellas cuatro paredes. Cinthiasabía que el causante de aquel hedor era

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Sírgeric. Era todo un misterio aqueljoven, decidió Cinthia.

Viendo que se hacía tarde, recogió lacesta de los libros y salióapresuradamente a la calle. Los caminosestaban embarrados y había charcos portodas partes.

Duna fue la segunda en despertarse.Cuando sintió un fugaz rayo de sol en lacara, se desperezó con pasmosatranquilidad y estuvo tentada de seguirdurmiendo, pero de pronto recordó queya no estaba de vacaciones.Maldiciendo, bostezando y estirándose,

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saltó de la cama, aún somnolienta, y fuecorriendo a vestirse.

Cuando estuvo medianamentepresentable bajó a zancadas lasescaleras, cogió un pedazo de bizcochoque había preparado Aya unos días atrásy salió corriendo de la casa, sin reparar,hasta haber recorrido un buen tramo delcamino a la ciudad, en los dos ojos quela habían seguido por la casa. El ladrónde la noche anterior había despertado yAya se encontraba sola con él. Sintió unapunzada de culpa, dio unos pasos devuelta a la casa, pero la voz deGrimalda rugiendo en su cabeza por latardanza le hizo desistir y siguió

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corriendo hasta el palacio. Aya sabíacuidarse sola y el ladrón estaba bienmaniatado. Había terminado su buenaracha: hoy llegaría tarde.

Por último, y con toda la calma delmundo, Aya bajó a desayunar. De vez encuando, se decía, una señora tenía quepoder tomarse un descanso y vivir undía totalmente relaj…

Los pensamientos se cortaroncuando sus ojos se cruzaron con los delladrón. Seguía en el mismo lugar en elque le habían atado. No habíaconseguido deshacer el nudo y su rostro

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mostraba una expresión burlona eimpaciente al mismo tiempo. Su«relajado descanso» iba a tener queesperar.

—¡Buenos días! —canturreó elladrón.

—Buenos días —contestó Ayaentrando en la cocina.

—¿Qué hay para desayunar?—Para ti, por el momento, nada.Aya se preparó una infusión y la

puso a calentar en el fuego.—¿Dolor de tripa? —preguntó

divertido el joven.La mujer no le contestó. Colocó un

plato sobre la mesa y se sirvió una

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rebanada de bizcocho.—Madrugan mucho sus hijas, ¿no?

—tanteó el ladrón, desinteresado.—No son mis hijas —le corrigió la

mujer, sirviéndose la infusión en unataza.

—Ah, yo pensé…—Pues te equivocas. Ahora, si no te

importa, quiero desayunar. Cuandoquiera hablar contigo ya te lo diré.

—Quizá para entonces sea yo el queno quiera hablar —replicó el ladrón.

—Quizá vaya siendo hora de irllamando a la Guardia Real —leamenazó la mujer.

El ladrón tragó saliva.

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—No, no se moleste. Esperaré aquí.No me moveré.

Aya sonrió para sus adentros y setomó todo el tiempo que quiso. Cuandoestuvo lista, limpió los cacharros ydespués movió el sillón para ponersefrente al ladrón. Cruzó sus regordetasmanos sobre el regazo y le dijo:

—Te voy a soltar.El ladrón quedó estupefacto unos

instantes.—¿De veras?—Yo nunca bromeo, jovencito. Sí,

voy a desatar las cuerdas y quedaráslibre. Pero tendrás que pagarme todo loque has destrozado en la tienda. ¿Dónde

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está ese dinero del que hablabasanoche? —le preguntó, buscando con lamirada su morral.

—Bueno yo… en realidad… —elladrón volvió a tragar saliva viendocómo se esfumaba su libertad—… noera cierto que tuviese dinero. Enrealidad no tengo ni morral.

—Eso me parecía. Pues entonces,como ya te dije, tendré que cobrártelo enhoras de trabajo.

—¿Quiere que trabaje aquí? ¿Conusted?

—Eso he dicho. ¿Ves algúninconveniente?

El ladrón meditó unos segundos sin

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responder y a continuación negó con lacabeza.

—Mira, chico. Lo que te ofrezco esalgo más que saldar tu deuda. Miestúpido, viejo y bondadoso corazónsiente predilección por losdesamparados. Ya ves, es así desde haceaños, desde que conocí a Duna. —Eneste punto, la mujer se detuvo. El pasadode la muchacha no le pertenecía y notenía ningún derecho a revelarlo—.Podría decirse que te ofrezco un oficio yun sitio donde dormir.

—Pero señora, yo no…—Tú sí —le cortó la mujer—. Sé

por qué huyes y no te hace ningún bien

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vagabundear por estas tierras. No en tusituación.

El ladrón sintió un escalofrío y abriólos ojos como platos.

—¿Lo sabe? ¿Cómo…?—Lo llevas escrito en el hombro. Lo

descubrí cuando te ataba.—¿Lo sabe alguien más?Aya negó con la cabeza.—Ni siquiera las niñas. No les dije

nada y ellas tampoco parecieron darsecuenta.

—¿Por qué hace esto? ¿Busca manode obra barata? ¿Quiere explotarme? Noserá una de esas locas que encierran ajóvenes para obligarles a trabajar de sol

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a sol, ¿verdad?Aya se echó a reír ante tal

ocurrencia.—¿Tengo pinta?—No, señora, bueno, no lo sé… ¿la

tiene? —preguntó dubitativo el joven.Aya volvió a soltar una carcajada.—No, no la tengo. Ya te lo he dicho.

Mira, Sírgeric, ¿era Sírgeric, verdad?—Si, señora. Sírgeric está bien.—Tienes dos opciones, Sírgeric.

Cuando te suelte puedes golpearme,dejarme inconsciente, robar todo lo quete plazca y salir huyendo de vuelta a unavida de crímenes; o, por el contrario,puedes subir, darte un buen baño,

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afeitarte, quitarte la mugre de encima ybajar a desayunar. Después te diré quépuedes ir haciendo para empezar. —Lamujer se detuvo para que Sírgeric lomeditase. Después añadió—: Elijas laopción que elijas, olvidaré tu pasado.Olvidaré que intentaste robarnos ydegollar a Duna. —Aya levantó la manopara evitar que le interrumpiese—.Nunca preguntaré por lo que has pasadoy no te pediré que nos cuentes nada a noser que tú quieras. Piénsalo y cuando lotengas decidido, dímelo.

—¿Cómo sé que no intentaretenerme para luego entregarme a laguardia? —preguntó el muchacho,

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desconfiado.—Si hubiese querido venderte a la

guardia, y no imaginas cuantas ganastuve, ya lo habría hecho. Que te quedeclara una cosa: te ofrezco un hogar y almismo tiempo un escondite. Te ofrezcocomida y ropa limpia. Todo a cambio denada.

—¿Por qué ha cambiado tan deprisade actitud? Anoche me llevé unoscuantos bofetones por su parte.

—¡Anoche intentaste matar a Duna!¡Santo cielo, Sírgeric, pareces idiota! —exclamó la mujer—. ¡No tienes más quediecinueve años, si es que no nos hasmentido, y ya andas robando en casas

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ajenas y vagabundeando por estastierras! ¡No has cumplido ni la veintenay ya eres un proscrito! Si la vida quellevas te gusta, muy bien, adelante: sigueasí. Pero si por un instante alguna vezdeseaste dejarlo todo y vivir una vidanormal, esta es tu oportunidad. Ahora túdecides si lo tomas o lo dejas.

Cuando Duna llegó al palacio, elguardia de la puerta empezó a reírseentre dientes.

—¿Y a ti que te pasa hoy? —lepreguntó Duna, molesta—. ¿De qué te

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ríes?—Llegas tarde.—¡Ya lo sé!La muchacha llamó con insistencia a

la puerta hasta que alguien la abrió pordentro.

—¡Llegas tarde! —le reprochóGrimalda sin haber abierto del todo lapuerta.

—Lo sé, lo sé —se disculpó lamuchacha—, perdóname. Ha sido culpadel vino de ayer…

Duna cerró la puerta tras ella ysiguió a la mujer a las cocinas.

—¡No le eches la culpa al vino,niña! Una y no más, ¿me oyes? Odio la

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impuntualidad.—No eres la única —murmuró

Duna, recordando a Lord Guntern—. Novolverá a ocurrir, te lo prometo.

—Eso espero. Baja a la lavandería.Ya conoces de sobra lo que tienes quehacer.

La mujer enana se perdió tras lapuerta de la cocina y Duna siguió hastala que bajaba a la lavandería. Cuandoentró, la recibió un coro de risitas yalgunas miradas escrutadoras de variasde sus compañeras.

—Llegas tarde —le dijo la señoraWilma, tendiéndole el paño para sucabeza.

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—Lo sé. Lo siento —repitió Dunamientras se apresuraba a ocupar su lugarde trabajo.

En cuanto cogió una prenda queflotaba en el agua y empezó a frotar coninsistencia, sus compañeras searremolinaron en torno a ella.

—¿Y bien?—¿Y bien qué? —replicó Duna sin

dejar de frotar.—¿Qué tal en el baile? —preguntó

una esmirriada compañera mientrassacudía una camisa.

—Muy bien —contestó secamenteDuna—. Pero si no recuerdo mal, mepareció veros allí.

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—Si, bueno, allí estábamos —contestó otra junto al lavadero.

—Pero yo me marché antes —añadió la primera.

—¿No nos cuentas nada?—Ya lo visteis todo. No hay mucho

que contar: música, vino, baile…—¡Baile! —le interrumpió la mujer

esmirriada—. ¿Y con quién bailaste tú?Duna empezaba a cansarse.

¡Cotillas! ¡Cotillas insoportables! ¡Esoes lo que sois!, pensó. Pero por elcontrario, contestó:

—Con unos y con otros. Tambiéncon mi amiga.

—Si no recuerdo mal… —dijo la

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que estaba frente a ella.—… bailaste con alguien… —

continuó otra.—… un tanto especial —finalizó

una a su lado.La muchacha se sonrojó.—¡Con el principe, Duna! —

exclamó irritada la que estaba de pie—.¡Bailaste con el príncipe, por elTodopoderoso!

—Ah… eso… —murmuró Duna sinsaber qué decir.

—He oído que no le sentó nada bien—le interrumpió la que estaba frente aella.

—¿A qué te refieres? —preguntó

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Duna.—Al parecer no se encuentra bien

—respondió—. Lleva así desde anochey, según una de las doncellas, no es elúnico: el príncipe Dimitri pareceencontrarse también indispuesto.

Duna escuchaba con atención, sindejar de lavar la ropa. Sabía que no lequitaban los ojos de encima.

—Pobres… Al menos imagino quesus hombres tendrán más días dedescanso.

—¡Ya lo creo! Ese gigantón deBarlof ha decidido escapar unos días depalacio.

—No entiendo cómo puedes

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enterarte de todo, Solé. ¡Parece quetienes oídos en todas las habitacionesdel palacio!

Las mujeres se echaron a reír.—No en todos los lugares, querida

—le corrigió Solé—. ¿Verdad, Duna?La muchacha volvió a sonrojarse y

no levantó la cabeza.—¿Por qué no dejáis a la chica en

paz de una vez? —intervino de repenteDora, la peor de sus compañeras. La quepeor le caía, la prepotente, lainaguantable, la envidiosa, su…¿salvadora?

Duna le miró agradecida y eso diopie a que la mujer le mostrase la más

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horrible de sus sonrisas y le guiñase unojo.

—Duna —prosiguió ahora que elresto de compañeras se habían callado—, ya no es la criada que conocíamos.Ya no se relaciona con nosotras de igualmodo. Por eso no nos cuenta nada sobreel baile. Por eso hoy ha llegado tarde.

Duna la miró ofendida ymalhumorada.

—Yo no… ¡Eso no es cierto! —¡Maldita sea, Dora!, pensó.

—¡Claro que es cierto! —canturreóla mujer al tiempo que colgaba suprenda recién lavada—. Si no lo fuese,ahora nos estarías contando con pelos y

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señales todos los detalles de anoche.—Jamás iría contando por ahí lo que

hago o dejo de hacer. Y menos a ti.El resto de lavanderas escuchaban,

atónitas, cómo se desarrollaba la pelea.—¿Lo veis, chicas? —continuó—.

¡Después de cómo la hemos adoptado ennuestra pequeña familia, mirad cómonos trata! Yo digo. —Dora se echó haciadelante, dejando el rostro a pocoscentímetros del de Duna— que lo quepasa es que aquí la niñita se haenamorado de nuestro príncipe.

—¡¿Qué?! —exclamó Duna sin darcrédito a sus oídos.

Las lavanderas se echaron a reír.

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—Ya me has oído, niñita —repitióDora—. Estás loquita por el príncipe —se puso de cuclillas junto a Duna y lesusurró al oído—: A saber qué te hizocuando os marchasteis solos a dar un…paseo.

La muchacha se giró hacia Dora, queya se había levantado. El coro de risassonaba a su alrededor como hienasbuscando carnaza. Duna se puso en pielentamente, se alisó la falda, golpeó conel dedo a Dora en el hombro para atraersu atención y cuando esta se dio lavuelta, la muchacha le soltó un bofetónque resonó por toda la lavandería.

Dora se tambaleó unos pasos sin

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recordar que el lavadero estaba a suspies. Sin poder hacer nada, perdió pie yfue a caer en el interior, tirando todo elagua y empapando al resto de lasmujeres, quienes se apartaron entregritos y maldiciones.

Duna se mantuvo imperturbable,mirándola enfurecida sin decir unapalabra. Cuando la mujer se recuperódel susto y consiguió ponerse de piedentro de la palangana, gritó enfureciday se lanzó a por Duna, desquiciada. Peroen su camino se encontró con la granWilma, que llegaba en ese momento delas cocinas. La mujerona agarró confirmeza a la otra lavandera.

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—¿Qué diablos pasa aquí? ¿Es queos habéis vuelto locas? —preguntóWilma mirando a Duna y después aDora.

—¡Ha sido ella! ¡La muy…! ¡Me hatirado a la palangana de un bofetón!

Unas cuantas lavanderas se echarona reír al escuchar aquello, pero Wilmalas hizo callar.

—¿Es eso cierto? —le preguntó aDuna.

—Se lo merecía.—¿La has tirado al agua, Duna?—Sí, señora, pero…—Ven conmigo.Wilma soltó a Dora y agarró a Duna

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de la muñeca con firmeza para alejarlade allí.

Un grupo de lavanderas se acercarona Dora para preguntarle por el incidente,pero ella no pareció advertirlo. Lamujer no apartaba los ojos de los deDuna. Me las pagarás, parecían gritar (oal menos eso imaginaba Duna en sucabeza).

—¿Por qué has hecho eso? —lepreguntó Wilma a la muchacha, ya fuerade la lavandería.

—No dejaban de molestarme —contestó con un hilo de voz la muchacha.Temía ser otra vez expulsada.

—Se han burlado de ti otras veces y

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nunca has reaccionado así.—Ya, pero esta vez ha sido

diferente. Dijo que… —se detuvo. Nopodía decirlo.

—¿Qué dijo, Duna?—No importa.La mujerona le puso una mano en el

hombro.—Mira, sé tan bien como el resto

que anoche bailaste con su Alteza elpríncipe Adhárel.

Duna se ruborizó de nuevo. ¿Por quéle pasaba esto?

—Ojalá no hubiese sido así —murmuró, entristecida.

—No digas eso, Duna. Seguro que

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fue maravilloso, pero escucha esto: lasmujeres de ahí dentro están muertas deenvidia, ¿me entiendes? No les desmotivos para que te molesten. Ignóralas,sobre todo a esa cascarrabias de Dora.

La muchacha sonrió más tranquilaviendo que no habría represalias.

—Así lo haré —contestó.—Bien. Pues por hoy creo que ya

has trabajado suficiente.—¡Pero si he llegado tarde!—Por hoy —repitió la mujer

imprimiendo más fuerza a sus palabras—, creo que ya has trabajadosuficiente. Puedes irte.

Duna se quitó el pañuelo, se lo

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entregó a Wilma y subió corriendo lasescaleras.

—¡Y como vuelvas a hacer algoparecido, no volverás a pisar estepalacio nunca más!

Duna se dio media vuelta asustada,pero Wilma le guiñó un ojo para quecomprendiese que solo estabateatralizando la regañina.

—¡A ver qué te vas a pensar, niñainsolente! —terminó, despidiendo a lamuchacha con la mano.

Cuando Cinthia llegó a casa corrió acomprobar si el ladrón seguía atado a la

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silla, pero el salón estaba vacío y lasilla en su sitio. En toda la casa no seoía ni el más mínimo ruido. Cinthiasintió un escalofrío.

—¿Aya? —preguntó, imaginando lopeor.

No obtuvo contestación.—¿Aya, dónde estás?Cinthia avanzó con paso lento hasta

el patio trasero. Allí tampoco habíanadie. ¿Y si le había pasado algo? No selo podría perdonar nunca. Ya no veíacon tan buenos ojos no haber avisado ala guardia. Quizá el ladrón… no queríani pensarlo.

—¿Aya, estás aquí? —volvió a

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preguntar.De pronto escuchó un estrépito y se

volvió con la mano en el corazón. Elruido procedía del almacén, en el pisode abajo. Cinthia se armó con unacacerola, como ya empezaba a sercostumbre en ella, y con paso lentoabrió la puerta de la despensa y bajó lasescaleras.

—¡No! ¡Por el Todopoderoso! —gritó de pronto una mujer. Era Aya.

Cinthia bajó los últimos escalonescomo una exhalación.

—¡No! ¡Aya! ¡Suéltala, asesino!Pero se quedó paralizada en el sitio.

Aya estaba con un joven de pelo

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anaranjado. Ella sentada en un taburete,él con un montón de varas en los brazos.Bajó la cacerola y les miróavergonzada.

—Disculpa Aya —se giró hacia elinvitado e hizo una reverencia—.Perdonadme.

La mujer la miró divertida. ¿Qué lehacía tanta gracia?

Entonces se fijó en el joven y lacacerola se le cayó al suelo delasombro. Era el ladrón. Sí, era él, perono le había reconocido. ¡Cómoreconocerle! Llevaba ropa limpia, elpelo de su color y la cara totalmenteafeitada. No quedaba ni rastro de la

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espesa y sucia barba que había vistoCinthia. Sus ojos azules la miraban conuna misteriosa seguridad.

—Señorita —saludó Sírgerichaciendo una inclinación.

Cinthia miró a Aya con los ojosdesorbitados y esta le guiñó un ojo.¿Qué estaba pasando allí?

Sírgeric dejó las varillas en unacesta y recogió otro montón del suelo.Al parecer había sido eso lo que sehabía caído.

—Cinthia —le dijo Aya—, Sírgericse quedará con nosotros una temporada.Hemos estado hablando y hemosacordado olvidar lo que pasó anoche.

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Trabajará en la cestería echándome unamano, ya que los animales no lesoportan.

Cinthia asintió, aún asombrada.—Pues… bienvenido entonces —

dijo cohibida.—Gracias —contestó él. Ahora sí

que aparentaba los diecinueve años quehabía confesado tener.

—Bueno yo… eh… os dejo trabajar—dijo la muchacha—. Tengo cosas quehacer arriba.

Se dio media vuelta y volvió a subirlas escaleras.

—¿Sigue enfadada conmigo? —lepreguntó Sírgeric a Aya cuando se cerró

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la puerta.—No lo creo, es muy vergonzosa.

Hasta que se acostumbre estará así.—Eso me consuela poco —ironizó

el chico.—Es de Duna de quien deberías

temer algo. Ella estará menos alegre detenerte por aquí.

—Gracias por el consuelo, Aya…La mujer soltó una risotada y cogió

otro par de varas de mimbre.—Venga, ¿empezamos de nuevo?—Sí.Sírgeric cogió otra tira y se pusieron

manos a la obra.

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11Uno más en la familia

No podía creerlo. No solo les habíaintentado robar sino que encima habíaestado a punto de matarles y a Aya solose le había ocurrido la brillante idea demeterle en casa y cuidar de él. ¿Pero nose daba cuenta de que estaba dejando ala serpiente entrar en el nido? Paracolmo, ahora tendrían que vivir con élhasta que Aya se cansase de cocinarpara uno más o hasta que él saliese un

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día huyendo y no volviese jamás, cosamás que probable, visto lo visto.

Duna estaba quitando las malashierbas del patio trasero. Desde laintromisión del ladrón en sus vidas,habían tenido que acondicionar el pocosuelo fértil que tenían junto al granero ycultivar las suficientes hortalizas ylegumbres para que pudieran comertodos. El trabajo en principio lo iba ahacer el ladrón —así era como Duna serefería a Sírgeric siempre que tenía quedecirle algo—, sin embargo, la pocamaña del chico para tratar con cualquierser vivo había obligado a Duna ahacerse cargo de la pequeña huerta

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improvisada. Cómo no iba a odiarle sidesde que había cruzado el umbral deaquella casa no había hecho más quecausar problemas e imponerles mástrabajo al resto; y, además, tenía quesoportarle.

Enfadada, la muchacha arrancó conmás fuerza de la debida una raíz y, juntocon ella, salió un montón de barro ypolvo que la pusieron perdida.

—Arg… —se quejó mientras sesacudía el delantal. Después, se puso aquitar el resto de malas hierbas conrabia y sin importarle que se estuviesemanchando—. Estoy harta de eseladronzuelo, harta, harta y más que harta

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de las ideas de Aya…Habían pasado varios días desde el

baile, pero aun así, cada vez que Dunaentraba por la puerta de la lavanderíaseguían produciéndose cuchicheos yrisitas burlonas y envidiosas. Y paracolmo, al llegar a casa, tenía queponerse a escarbar como un perro en elpatio trasero.

El ladrón, por el contrario,disfrutaba viéndola enfadada cada vezque él estaba delante, cosa que solosucedía, o al menos así lo intentaba lamuchacha, en las comidas y en las cenas,donde el mero hecho de pasarse la salya suponía todo un reto.

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Los dos recordaban con especialcariño el día en que Duna, después de ladesastrosa pelea con sus compañeraspor el tema del baile real, había llegadoa casa y se había dado de bruces con elmismo ladrón que las había amenazadola noche anterior, totalmente libre y conun montón de varillas de mimbre en lasmanos.

—¿Qué…? ¿Qué…? —tartamudeóentonces Duna.

—¿Qué… hago con estas varillas?—le ayudó Sírgeric sin ocultar unamedia sonrisa.

—¡No! ¿Qué haces aún en nuestracasa y libre?

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—Ah eso… Pues el caso es que…—¡Aya! —gritó Duna, apartando de

un empujón a Sírgeric y dirigiéndose ala cocina—. Aya, ¿dónde estás?

Sírgeric recogió las varillas delsuelo y siguió a la muchacha.

—¡Aya! —volvió a gritar Duna—.¿Qué está pasando aquí?

—Estoy aquí, Duna —contestó Ayadesde el patio trasero.

La muchacha giró en redondo yvolvió a golpear en el hombro a Sírgerical pasar a su lado.

—¡Oye! —le espetó el chicoagachándose de nuevo a por el mimbre.

Duna salió al patio y comenzó a

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tamborilear con el pie derecho mientrasse cruzaba de brazos.

—¿Y bien? —le preguntó Ayamirándola por encima de las gafas.

—¿Cómo que «y bien»? ¿Qué haceeste aquí?

Aya se quitó las gafas.—Si por «este» te refieres a

Sírgeric, se va a quedar a vivir ennuestra casa una temporada.

—¿Por una temporada debo entendermucho tiempo?

—Duna, entiende lo que te dé lagana, se quedará tanto como seaconveniente.

—¿Conveniente para quién, Aya?

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¡Anoche intentó robarnos!… ¡Intentómatarme! ¿Ya lo has olvidado? Pensabaque hoy ya estaría en manos de laGuardia Real, o, en el peor de los casos,muy lejos de aquí.

Sírgeric llegó en ese momento a lapuerta del patio y comentó:

—Pues te equivocaste, dulzura.—Sírgeric, cállate —le espetó Aya.—Sí, señora.Duna le dirigió una gélida mirada de

hostilidad y después se volvió haciaAya.

—Tú sabrás lo que haces, pero queno te extrañe si de pronto empiezan adesaparecer joyas, berones o incluso

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bombillas en esta casa.—¡Duna, por favor! No seas así.

Todos merecemos una segundaoportunidad y yo no voy a negársela aeste joven.

—Tranquila, verás lo poco que tardaen defraudarte.

—Tú nunca lo has hecho… —leespetó Aya, aunque al instante searrepintió de su comentario.

Duna se quedó paralizada. La miróasombrada y dolida, sintió un escalofríoy después se dio media vuelta sin decirni una palabra.

—¡Duna, espera! —le suplicó Aya,poniéndose en pie—. Yo no quería

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decir… ¡ha sido una tontería!La muchacha no se inmutó ante sus

palabras y corrió escaleras arriba aencerrarse en su cuarto.

—¿Qué ha pasado? —preguntóSírgeric.

—Cállate, Sírgeric —le interrumpió—. Baja de una vez esas varillas yprepáralas.

Desde entonces, la relación entre losdos jóvenes había empeorado a pasosagigantados. Si bien Aya había tenido laintención de calmar las cosas el primerdía, el irreflexivo comentario dirigido aDuna lo había estropeado todo. Ahora,cada vez que los dos se cruzaban,

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saltaban chispas entre ellos y algo muysimilar sucedía cuando Duna se cruzabacon Aya. Esta intentaba siempre pedirledisculpas pero la muchacha nunca se lopermitía; se limitaba a hacer las tareasque le tocaban por obligación, a cenar ya comer con ellos, pero siempre de malhumor. La única que se había librado enun principio del enfado de Duna habíasido Cinthia, pero todo cambió a lospocos días, durante una comida…

Duna se encontraba terminando depreparar las lentejas en la cocina cuandoCinthia le pidió el salero a Aya. Esta selo tendió y Cinthia lo cogiótranquilamente. Pero entonces, Sírgeric

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pegó un grito y les dijo que pasar elsalero de una persona a otra sin quetocase la mesa traía mala suerte, por loque Cinthia tuvo que echarse la sal porencima del hombro para espantar el malaugurio. Desgraciadamente, Dunapasaba por detrás suyo en aquelmomento con la cacerola de la comida, ytodo el condimento fue a parar a susojos.

En lugar de enfadarse con Sírgericpor haber tenido aquella idea tanestúpida, a Cinthia le pareció la mar degracioso. Y aquello a Duna le sentócomo un jarro de agua fría. Desde el díaen el que las lentejas cayeron al suelo y

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los ojos se le habían hinchado por culpade la sal, Cinthia también pagó lasconsecuencias de que el ladrón siguieseviviendo allí.

Cuando terminó con todas las malashierbas del huerto, Duna se puso en piey se sacudió toda la ropa cubierta detierra. Odiaba pensar en el ladrón, en elcomentario de Aya y en elcomportamiento de Cinthia. Parecíacomo si no las conociera en absoluto.Sabía que muchas veces no tenía razón,¡pero esta vez sí! Tener a Sírgeric en lacasa era un estorbo y un peligro, nosabían cómo respondería el chico en elmomento más inesperado.

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—Basta —se dijo a sí misma,obligándose a dejar de pensar enaquello. Si el ladrón iba a vivir conellas y ninguna quería darse cuenta de loinevitable, ella no iba a insistir más. Yase darían cuenta solas.

Colgó el delantal junto a la puerta yentró en la casa. Tardó un poco enacostumbrarse a la oscuridad delinterior, pero, en cuanto lo hizo, deseóno haber entrado. Cinthia se estabariendo ante una ocurrencia de Sírgeric.

—Hola Duna —le saludó Cinthia sindejar de sonreír.

La muchacha no contestó.—¿Por qué no te sientas con

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nosotros? Sírgeric me estabacontando…

—No tengo tiempo —replicó ella—,gracias. Algunas tenemos cosas quehacer.

El muchacho dejó el vaso sobre lamesa y le hizo un gesto a Duna para quese sentase.

—No seas así, Duna. ¿Cuándovamos a hacer las paces?

—Algún día —se obligó a decir,intentando comportarse como habíaprometido—. No quiero molestaros, meparece que os lo estabais pasandoestupendamente vosotros solos.

Les sonrió forzadamente y subió a su

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habitación.A la mañana siguiente llegó al

palacio antes de la hora habitual y tuvoque esperar junto a la puerta de lalavandería un buen rato a que llegaranGrimalda o Wilma. Un poco cansada dela caminata hasta el castillo, Duna seapoyó en la pared hasta quedar sentadaen el suelo. Divagaba algo adormiladacuando un grito la hizo volver en sí:

—¡Eh, tú! ¿Qué crees que es esto?¿La plaza del pueblo?

Duna miró hacia arriba y se encontrócon el príncipe Dimitri apoyado en labarandilla.

—Disculpad, alteza —dijo Duna

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poniéndose en pie rápidamente—.Estaba cansada y pensé que…

—No creo haberte preguntado.Espera de pie a que te abran la puerta.Recuerda que estás en el palacio real.

Sin esperar respuesta, se dio mediavuelta y Duna le perdió de vista. Parecíaencontrarse en muy buen estado despuésde lo enfermo que había estado. Nadiele había visto durante días, al igual quea su hermano. Duna sospechaba quedebía de haberles sentado mal algo quetomaron en el baile.

Y en ese instante, como si le hubieraleído el pensamiento se abrió la puertaprincipal y entró el príncipe Adhárel

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con la indumentaria de montar y unacapa sobre el hombro derecho cubriendosu brazo. Duna se estiró rápidamente yse alisó el vestido. Quería preguntarlecómo se encontraba. Si seguíaindispuesto.

—Adhárel… —empezó, pero sequedó callada cuando se dio la vuelta ytras él entró Barlof, su mano derecha.

Duna se puso colorada y esperó aque los dos hombres se perdiesenescaleras arriba para taparse la cara dela vergüenza.

¡Cómo se me ocurre llamar Adhárelal príncipe!… Alteza, príncipeAdhárel… cualquier cosa hubiera

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estado mejor. Menos mal que no me haoído ni me ha reconocido… Lo deaquella noche fue una tontería, uncapricho por su parte. No ha vuelto adar más señales de querer volver aencontrarse conmigo y yo desde luegono voy a seguirle el juego. Se acabó.

En el instante en que tomó aquellaresolución llegó Wilma al palacio.Cargaba unos cuantos fardos repletos delo que parecían ser sábanas.

—Buenos días, Wilma —le saludóDuna—. ¿Te ayudo?

—Eres muy amable, cielo —y lecedió las bolsas que sujetaba con lamano derecha—. ¿Cómo es que te ha

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dado por madrugar tanto?Duna se encogió de hombros.—No podía dormir y en casa

últimamente somos demasiados.La mujerona abrió la puerta y bajó

las escaleras sin contestar a Duna. Lamuchacha la siguió.

—Bueno, ya que estás aquí échameuna mano llenando los lavaderos. Cogeagua del pilón con esos cubos. Mientras,voy a subir a por toda la ropa.

—De acuerdo.Duna se puso a ello en cuanto se

quedó sola. Cuando hubo rellenado lamitad de los enormes lavaderoscomenzaron a llegar sus compañeras en

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grupitos que cuchicheaban y reían comosiempre. Ninguna se detuvo a mirarla nitampoco le dirigieron la palabra. Dorahabía conseguido poner a todas en sucontra y parecía que había vuelto alprimer día de trabajo, cuando estabasola y sin nadie con quien hablar.Entonces entró la pequeña Grimaldacorriendo sofocada.

—¡Tú! —dijo señalando con el dedoa Duna.

—¿Yo?—Sí, tú. Ven ahora mismo.El resto de lavanderas la miraron

desconfiadas mientras se situaban en suslugares de trabajo y cogían las primeras

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prendas que habían llegado de arriba.Duna se acercó rápidamente a la mujer yla siguió cuando esta se dio la vuelta yempezó a subir las escaleras. Por elcamino se cruzaron con Wilma, quienbajaba unos cuantos fardos de ropa.

—¿Dónde la llevas, Grimalda? —preguntó, deteniéndose.

—Ahora te la devuelvo. Es urgente.Duna miró a Wilma sin comprender

y siguió subiendo las escaleras.—¿A qué viene tanta prisa,

Grimalda?—El príncipe Adhárel quiere verte.Duna se detuvo en seco al escuchar

la respuesta.

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—¿A mí? ¿Seguro que a mí?Grimalda se detuvo unos pasos más

adelante.—Yo tampoco lo entiendo, pero así

es. Necesita algo. Está en los jardines,¡vamos!

Grimalda se perdió por las escalerasprincipales y Duna salió a la enormeterraza que daba a los jardines. Se quitóel pañuelo de la cabeza y lo retorciónerviosa entre las manos mientrasbajaba las escaleras y buscaba alpríncipe con la mirada. No tardó enencontrarle en el camino de gravilla,junto a Barlof. Ahora podría preguntarlepor su estado de salud. No encontraría

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una oportunidad mejor.Duna se acercó hasta ellos y aguardó

a que terminasen la conversación.Cuando vio que no reparaban en ella,dijo:

—Disculpad, alteza, ¿me habéishecho llamar?

Adhárel se dio la vuelta y despuésasintió. Barlof se apartó unos pasos y sepuso a mirar hacia otro lado.

—Así es. Vos sois…—Duna Azuladea, alteza —le ayudó

ella, entristecida por el hecho de que norecordase su nombre.

—Eso es. Bien, Duna Azuladea,según he escuchado, vivís en una de las

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mejores cesterías del reino.La muchacha asintió, insegura.

Adhárel no sonreía. ¿Qué demonios lepasaba? ¿Realmente no la reconocía?¿No sabía quién era? ¿A qué veníatanto formalismo? ¿Había sido solo uncapricho para él?

—Quería pediros algo.A Duna se le aceleró la respiración.—¿De qué se trata?—Necesito un gran pedido de cestas

para el palacio.Duna parpadeó incrédula un par de

veces… ¿cestas?¿Le había pedido… cestas? ¿Una

noche la invitaba a bailar y a pasear

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por los jardines y varios días despuésle pedía cestas?

—¿Pe… perdón? —tartamudeóDuna, incrédula. Incrédula y enfadada.

—Todo el reino habla de lasmaravillosas cestas de Ayanabia —dijoel príncipe, sin modificar su tono de voz—. Teniéndoos a vos trabajando en elpalacio, es la manera más fiable dellevar la noticia.

¿Estaba tomándole el pelo? ¿Eraeso? ¿Una broma? ¿Desde cuando lafamilia real tenía que hacerse cargo dealgo tan nimio como unas cestas?Estúpido príncipe vanidoso.

Controló la agitada respiración y

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asintió. Después esperó a que elpríncipe diese por concluida laconversación.

—Podéis iros —dijo casi al instanteAdhárel, sin apenas mirarla.

Duna hizo una reverencia y subiórápidamente los escalones de vuelta apalacio. Si lo que acababa de ocurrirera una tomadura de pelo, desde luegolo había conseguido. Y si su intenciónera la de enfadarla, también podía darsepor satisfecho.

—Maldita realeza… —musitó Dunaentrando en la lavandería. Ya podíaseguir enfermo, que a ella le daba lomismo.

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De nuevo sintió las mismas miradasde antes sobre ella. Se ató el pañuelo ala cabeza y se aproximó a su lavadero,donde frotó con tanta fuerza como larabia le permitía.

—¿Dónde has estado, Duna? ¿Con tupríncipe azul? —le preguntó Dora,provocándola de nuevo.

—Si no quieres terminar otra vezempapada, déjame en paz —le advirtióDuna.

—Como deseéis, alteza —se burlóla mujer, consiguiendo unas cuantasrisas del resto de mujeres.

Ella era una criada, una lavandera,y él el futuro soberano de Bereth.

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¿Cuántas veces iba a tener querepetírselo? No debía haber asistido aaquel horrible baile; nada había salidobien des de entonces.

—Pues eso parece… —dijo unacompañera a su lado.

Duna, haciendo todo lo posible pordejar de darle vueltas al asunto, seobligó a prestar atención a laconversación.

—¿Y el cadáver? —preguntó otra.—Nada. No había cadáver. Solo

debieron rozarle.—¿Y consiguió escapar? —preguntó

otra en el extremo opuesto.—¡Desde luego! Las criaturas del

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infierno tienen poderes incomprensiblesque les ayudan a salir siempre airosas.

—Santo Todopoderoso.—¿De quién habláis? —pregunto

Duna interesada.Sus compañeras la miraron con

desgana.—De quién, no; de qué —la

corrigieron.—Del dragón —respondió la

primera mujer.Duna dio un respingo.—¿Y está bien?El resto de sus compañeras la

volvieron a fulminar con la mirada demanera mucho más hostil.

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—¿Cómo que si está bien? —preguntó la mujer de enfrente enarcandouna ceja—. ¡El dragón debería estarmuerto! Tendrías que preguntar si loconsiguieron matar, no si se salvó.

—¡El dragón nunca ha hecho daño aningún berethiano!

—Pero ha masacrado a montones deovejas y vacas —replicó una de lasmujeres.

—Es normal, ¡de algo tendrá quealimentarse!

—¿Y tiene que venir a vivir a losbosques de Bereth? Un día tendremosuna desgracia.

—Espero que le den caza pronto —

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comentó otra mujer que pasaba cercacon un barreño de agua.

—La última vez que lo intentaronsolo consiguieron hacerle un rasguño…¡Que el Todopoderoso nos asista!

—¿Cuándo le hicieron ese rasguño?¿Quién se lo hizo? —preguntó Duna.

—Fue poco después del baile real.Le acertó un hombretón del pueblo —contestó una de las mujeres.

—¿Y si es una trampa de Belmont?—¡Que el Todopoderoso nos asista!Duna puso los ojos en blanco.—Pues si después de todo no se ha

revuelto contra Bereth será porque no estan peligroso como pensáis. ¡A lo mejor

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hasta nos beneficia tenerle cerca!—¿Y qué va a saber la hija de una

esclava? —intervino de pronto Dora,que hasta entonces se había mantenidoen silencio—. Sigue lavando y no temetas en las conversaciones de losmayores.

Duna reprimió las ganas deabalanzarse sobre ella y contestó:

—Eso haré. No tengo ganas dehablar con una panda de cotillas quehace tiempo que perdieron la cabeza.

—¿Cómo te atreves? —preguntó unacompañera.

—Ignoradla, será lo mejor… —sugirió Dora mientras la miraba por

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encima del hombro.—Sí, ignoradme, será lo mejor. Así

yo tampoco tendré que escuchar vuestroscomentarios.

Algunas mujeres emitieron un grititode indignación y otras la miraron conmala cara, pero ninguna le volvió adirigir la palabra en lo que quedaba demañana. De todas formas, Duna seguíapreocupada por el dragón. ¿Es que nopodían dejarle tranquilo? Duna no sabíasi era bueno o malo, pero tampoco se loplanteaba: era como cualquier otroanimal. Pocos lo habían visto y todos lotrataban como a un cruel monstruo.

En el fondo, y aunque pareciese

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inexplicable, Duna sentía quecomprendía mejor que nadie al dragón.Estaba claro que aquel no era su hogar, yque, por algún motivo, se veía casiobligado a vivir en aquel bosque parasubsistir. Tal vez solo estuvierabuscando la oportunidad de marcharsede allí, como Duna. Tal vez estuviesebuscando un lugar donde poder encajar.

—¡Hora de irse! —avisó Wilma enese momento.

Duna se puso en pie, sufriendo losya habituales dolores en las piernas, ysiguió al resto de sus compañeras alexterior del palacio. En el exterior hacíaun calor sofocante e, inmediatamente,

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echó de menos la humedad de lalavandería. Cuando llegó a casa, Ayaestaba terminando de preparar lacomida. Habían pasado tantas cosas quea Duna se le olvidó que estaba molestacon la mujer y habló con ella sobre laconversación con el príncipe.

—¿Te burlas de mí? —le preguntóAya con la boca abierta cuando Dunaterminó de contarle lo sucedido.

—A mí también me ha sorprendido.Quizá me estuviese tomando el pelo…

—No imagino al príncipe Adhárelburlándose de alguien como nosotras. —Aya retiró la cacerola del fuego y lapuso sobre la mesa—. ¡Qué noticia tan

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maravillosa, Duna! Seguramente noshagan un gran pedido y paguen un buenpuñado de berones, ¡o inclusobombillas!

—Aya… —la mujer siguió hablandosin escucharla—. ¡Aya! Espera a que elpedido se haga oficial antes de hacerningún plan.

—Tienes razón, tienes razón… peroes que es una idea tan tentadora. Lascestas de Ayanabia en el palacio Real.¡Solo con pensarlo me entranescalofríos!

Las dos se echaron a reír cuandoCinthia y Sírgeric entraron en la cocinacon la ropa sucia de barro.

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—¿Qué es eso tan divertido? —preguntó Cinthia.

—¡La familia real se ha interesadoen nuestro trabajo!

—¡¿Cómo?! —gritaron los dosjóvenes al unísono.

—Aún no es seguro —comentó Dunasin pasar por alto sus miradas.

—De todas formas hay que empezara prepararlas, ayer vendí las últimas.

Cinthia se sentó a la mesa junto aSírgeric.

—Menos mal que ahora tienes aalguien que te echa una mano.

—Desde luego —comentó Ayasirviendo la comida—. Con Sírgeric en

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la tienda iré mucho más rápido.Duna carraspeó molesta.—Querrás decir con Sírgeric en la

tienda y con las demás en el palacio, enel huerto y en la cocina, ¿no?

—¡Duna! —le regañó Aya.—Ah, por cierto —intervino

Sírgeric sin hacer caso del comentario—. Se me había olvidado. Hoy havenido un hombre que preguntaba por ti,Duna.

—¿Por mí?—¿Era bajito? —preguntó Cinthia

—. ¿Parecía todo el rato enfadado?—Sí.—Oh, no… —dijo Duna—. ¿Qué

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quería?Sírgeric se encogió de hombros.—No me lo dijo. Se dedicó a

hacerme preguntas, una detrás de otra:¿Desde cuánto vivía aquí? ¿Qué relacióntenía con vosotras?

—Menudo cotilla es ese LordGuntern —dijo Cinthia disgustada—. ¿Yqué le contestaste?

—Que era un primo lejano de lafamilia y que había venido a vivir untiempo con vosotras. Después, cansadode esperar, me dijo que volvería mástarde y se marchó.

—No quiero verle —dijo Dunacruzándose de brazos.

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—¡Pero Duna! Hace días que nosabes nada de él.

—Y mejor habría sido si no lehubiese conocido. ¡Aya, tienes quesolucionar este lío cuanto antes! ¡Alfinal voy a terminar casándome conese… con ese…!

—¿Enano engreído? —dijo Sírgeric.Duna sonrió, sorprendida, pero al

momento recuperó su actitud habitualcon el joven.

—¿Y qué querría decir con eso deque volvería más tarde? —preguntóCinthia.

—Seguramente se pase por casa estamisma… —De repente, alguien llamó a

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la puerta—… tarde.Aya se puso en pie.—Iré a abrir. Quedaros aquí.Los tres jóvenes se miraron

preocupados y aguzaron el oído cuandoAya salió de la cocina. Poco despuésoyeron cómo se abría la puerta.

—Buenas tardes, Lord Guntern —saludó la mujer.

Duna se llevó las manos a la boca ylos otros dos se arrimaron más a lapuerta para escuchar.

—Venía a buscar a Duna, señoraAyanabia.

—Oh… Duna… Pues, veréis, LordGuntern. Duna todavía no ha llegado de

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palacio y…—Acabo de estar allí y me han

dicho que el servicio hace tiempo que hasalido. ¿Seguro que no está en casa?

—Lord Guntern, le estoy diciendoque no ha llegado.

—Solo quiero…Se escucharon un par de pasos.—¡Lord Gunterrn, vuelva más tarde,

se lo ruego!—¡No se le ocurra hablarme así,

artesana de pacotilla!—Sírgeric, ¿qué haces? —susurró

Duna poniéndose en pie.—¿Y tú que quieres, jovenzuelo? —

preguntó el Lord en cuanto le vio entrar

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en el salón.—¡No se os ocurra volver a insultar

a esta mujer! —le advirtió Sírgeric.A continuación dio un empujón al

Lord y le sacó de la casa.—¡No, Sírgeric! ¡Basta! —gritó Aya.Lord Guntern tropezó y cayó de

espaldas al suelo. La mujer apartó aSírgeric de la puerta y corrió a ayudar allord, mirando con reproche al joven.

—¡Santo Todopoderoso! ¿Osencontráis bien?

—¡Soltadme! —le espetó el hombreponiéndose en pie torpemente—. Oshabéis metido en un buen lío, ¡todos!Recibiréis noticias mías muy pronto.

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Señora Ayanabia, quiero deciros doscosas antes de irme. Dejad de intentaralejarme de Duna. Pagasteis la dote, seacordó el matrimonio y vuestrosestúpidos esfuerzos por separarnos nohacen más que empeorarlo todo. Siseguís con esta actitud pondré el caso enmanos de la Guardia Real.

—Pero… —quiso explicarse lamujer.

—Y segundo: no sé si realmente estejoven es familiar vuestro. Me da igual.Este comportamiento suyo ha sido…repulsivo. Tomaré medidas. Buenastardes. Salude a mi prometida cuandollegue… si es que no está ya en casa.

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Y dicho esto se dio media vuelta ysubió en su opulento carruaje, que notardó en ponerse en movimiento ydesaparecer por el camino. En cuanto sehubo marchado, Aya cerró la puerta y lasdos chicas salieron de la cocina.

—¿Cómo se te ocurre empujar deesa manera a lord Guntern? —lerecriminó la mujer a Sírgeric.

—¡No tenía ningún derecho ahablarte así! ¿Quién se cree que es? ¿Elprincipe? Menudo…, menudo…

—¿Enano engreído? —dijo Dunaesta vez, sonriendo agradecida.

—Me da igual, Sírgeric. ¡A saber loque se le ocurre hacer ahora! —Aya

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juntó las manos—. ¡SantoTodopoderoso, cuida de nosotros!

Cinthia dio un paso hacia ella.—No hará nada, Aya, ya lo verás.

No tiene poder ni para mandar sobre suscriados.

—De todas formas —intervino Duna—, tampoco creo que le sirviese denada. Es su palabra contra la nuestra,¿no?

Aya se marchó a la cocina.—Sí, pero su palabra está cargada

de berones y bombillas, te lo recuerdo.Terminemos de comer, veréis lo quetarda en presentarse en casa unacuadrilla de la Guardia Real.

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Los tres la siguieron pero, antes deentrar, Duna cogió a Sírgeric del brazoy, sonriendo, le susurró:

—Gracias.—No ha sido nada —respondió él.Y tal y como Aya había vaticinado,

no tardaron en llamar a la puerta.Sírgeric y Aya se encontraban en elsalón terminando de retocar algunascestas mientras Duna y Cinthiaadecentaban el huerto con algunashortalizas más cuando sonaron losgolpes y se escuchó el conocido aviso:

—¡Abrid en nombre de la GuardiaReal!

Cinthia y Duna entraron corriendo en

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la casa mientras Sírgeric tiraba de unmanotazo la cesta que estabapreparando.

—Tranquilo, Sírgeric —le dijo Ayaviendo lo pálido que se había puesto eljoven—. Sal de aquí y vete abajo.

—Creo que…—¡Ya, Sírgeric! —le señaló el

camino y después abrió la puerta. Anteella aparecieron dos guardias que secuadraron.

—Buenas tardes, ¿qué deseáis?—Hemos recibido órdenes de daros

un pequeño toque de atención conrespecto a un joven que vive en estacasa. ¿Podemos verle?

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—Ahora mismo no va a ser posible,señor. Acaba de salir a hacer algunosrecados y no sabemos cuándo volverá.De todas formas yo puedo…

Los dos guardias se miraron y unode ellos dijo con poco convencimiento:

—Muy bien, encargaos vos dedárselo. Si vuelve a producirse algúnproblema tendremos que llevárnoslo.

—Descuiden, lo haré.—Buenas tardes.Los dos soldados saludaron

cuadrándose de nuevo y después dieronmedia vuelta hacia sus monturas. Ayacerró la puerta y Duna se la quedómirando extrañada.

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—¿Cómo que se ha ido a hacer unosrecados?

—No preguntes, Duna —respondióla mujer metiéndose en la cocina.

—¿Pero qué pasa aquí? —volvió apreguntar la muchacha dándose la vueltahacia Cinthia—. ¡No hubiese pasadonada porque hablasen con Sírgeric!

—¿Por qué no puedes dejar lascosas como están? Seguro que persiguena Sírgeric por algún robo que hizo en elpasado.

Duna negó con la cabeza.—Hay algo más, Cinthia… No se

habría ocultado por algo tan nimio.Cuando entró en nuestra casa acababa de

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llegar a Bereth, no puede…—¡Déjalo estar por una vez, Duna!

Siempre piensas mal del pobre Sírgeric.—Esta vez yo no…—¡Tú sí, Duna! ¡Siempre que hay

algo que tenga que ver con Sírgericestarás dispuesta a sospechar! ¿Cuándoolvidarás lo de aquella noche? ¡Estabaasustado, por el Todopoderoso!Cualquiera habría actuado de la mismaforma en su lugar.

—Yo no.—Claro que no, Duna. Tú eres

demasiado perfecta para cometererrores.

Duna puso los ojos en blanco.

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¿Ahora ni siquiera su amiga laescuchaba? ¿Se merecía realmente esedesprecio por su parte? Intentóconvencerla de que sus intenciones eranbuenas:

—¡Esta vez no lo he preguntado conmala intención!

—¡Mira, déjalo! Ya he escuchadosuficiente.

Cinthia no esperó a que Duna lecontestase y bajó corriendo a buscar aljoven. La otra muchacha se quedó con lapalabra en la boca y tuvo que tragarsesus preguntas. Le había quedado claro:no más dudas, no más rencores. Intuíaque el nerviosismo del joven se debía a

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algo más que a su pasado como ratero,aunque no quisiesen reconocerlo. Debíade haber algo más que se le escapaba,pero estaba cansada y ya era hora dedejar a joven en paz, como le habíadicho Cinthia. Había demostrado concreces que Duna se equivocaba, quizapor una vez Cinthia y Aya tuvieranrazón.

Respiró hondo y volvió al huertopara terminar de plantar las ultimassemillas.

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12Secretos de príncipes

y ladrones

—El ejército de Belmont estáavanzando, mi señor. ¡Hemos dedetenerles!

La opinión era unánime en la sala.Tan solo el príncipe Adhárel se negaba adeclarar la guerra abiertamente. Sushombres no veían otra solución, perotampoco eran capaces de meditar acerca

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de las consecuencias que sus actosacarrearían. El príncipe se masajeó lassienes, cansado, y volvió a explicarlessu punto de vista.

—Sabemos que Belmont estáavanzando, pero por ahora no han sidomás que patrullas de reconocimiento. Nisiquiera se ha visto caballería al otrolado del bosque.

—¡Pero eso puede cambiar! —leinterrumpió uno de sus hombres, tuertodel ojo izquierdo.

—Si cambia, estaremos preparados.Nos están retando, intentan asustarnoscon los trucos de sus sentomentalistas,acercando pequeñas patrullas a las

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lindes del bosque sin pasar de allí.Durante el baile hubo un par debelmontinos rondando por el palacio,pero nada más. Quieren que seamosnosotros quienes les declaremos laguerra a ellos y eso, tenedlo todos porseguro, no va a suceder.

—Pero alteza…—La Guardia Real cada vez es más

numerosa, Ruk —le aseguró el príncipeal tuerto—. Los sentomentalistas cadavez están más preparados y, según tengoentendido, sus aptitudes están cada díamás desarrolladas. En caso de queBelmont se atreva a atacarnos,estaremos listos para derrotarles.

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Dimitri se removió en su asiento.—Escucha a tus hombres, hermano

—comentó— y hacedles caso por unavez. Es posible que si cortamos la raízahora, no tengamos que luchar másadelante con un bosque entero.

Algunos hombres asintieron alescuchar el comentario y murmuraronentre sí agradecidos. Adhárel fulminócon la mirada a su hermano antes dedecir:

—Entiendo que a tu edad no puedasver más allá, Dimitri, por eso soy yoquien da las órdenes aquí. Eso quepropones es inconcebible, ¿quieres queel pueblo se nos eche encima? ¡Hay

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muchas familias que no dudarían enahorcarme si enviase a sus hijos reciénreclutados a una guerra!

—¿Tenéis miedo de un puñado decampesinos, príncipe? —preguntómaliciosamente Dimitri.

—No, tengo piedad por ellos.Los dos hermanos se miraron

durante unos segundos en los que elsilencio fue absoluto. Con aquellaspalabras Adhárel había conseguidomenguar las ganas de lucha de sushombres.

—Creo que hay muchos más asuntosa tratar —dijo el príncipe desviando lamirada y consiguiendo una media

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sonrisa por parte de su hermano.—Sí, alteza —comentó Barlof con la

mirada en el pergamino que habíadepositado sobre la mesa—. El dragón.

Los murmullos se extendieron con lamisma intensidad que había despertadola posible declaración de guerra.

—¡Hay que acabar con él de una vezpor todas! —opinó un hombre calvo alotro lado de la mesa.

Barlof asintió pensativo.—Aún no ha hecho daño a nadie,

pero no tardará en matar y entonces serádemasiado tarde.

—¿No han intentado ya darle caza?—preguntó otro hombre.

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—Más de una decena de veces,contando las intervenciones de laGuardia Real y las comandadas por elpueblo —contestó Adhárel frotándose elbrazo bajo la capa de piel—. Y no hanservido de nada.

—¡Esa criatura es diabólica! ¿Cómopuede un ser tan grande camuflarse hastadesaparecer?

—Quizá sea obra de lossentomentalistas belmontinos.

—¡No seáis absurdos! —atajó elpríncipe Adhárel antes de que sushombres encauzasen la conversaciónhacia la guerra—. Si fuera así, no lehabrían acertado durante la última caza.

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Los hombres asintieronapesadumbrados.

—Pero no se consiguió nada más. Eldragón fue acertado, de eso no le cabe lamenor duda a ninguno de los aldeanosque estuvo presente, pero no se encontrósu cuerpo.

—Las únicas pruebas que tenemosson la palabra de un puñado deberethianos que juraron haber escuchadoel más terrorífico de los alaridos en elbosque, y un charco de sangre en mitadde un montón de árboles arrancados decuajo.

Adhárel miró a Barlof en busca desu apoyo.

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—¿Qué más opciones nos quedan,Barlof?

El hombre se acomodó en elrespaldo de su silla y meditó.

—El monstruo no ha vuelto aaparecer por las inmediaciones desdeentonces. Tal vez la advertencia hayasido suficiente para alejarlo del bosquepor una temporada.

—¿Y si vuelve?Barlof se encogió de hombros.—En ese caso habrá que aumentar

las batidas y terminar con él antes deque el pueblo se vuelva contra nosotros—determinó Adhárel.

—¡Eso! ¡Eso mismo! —corearon los

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hombres.—De acuerdo —cedió Adhárel. A

continuación le pidió a Barlof quesiguiese adelante.

—Por último queda revisar losniveles de electricidad, alteza —comentó este, tachando del pergaminolos últimos puntos de la lista.

—¿Lord Arot? —dijo el príncipemirando al hombre más enjuto de los allíreunidos, quien se había mantenido ensilencio durante toda la reuniónesperando ese momento. Él era elespecialista en electricidad.

El hombre extrajo un pergamino quedesdobló y leyó.

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—Los depósitos de defensacontinúan con las reservas al máximo,alteza. En caso de necesidad estaránlistos para ser usados. Tanto el de latorre este como el de la oeste seencuentran en perfecto estado y sumaquinaria se revisa diariamente.

—Excelente —comentó Adhárel—.¿Y las reservas del pueblo?

Lord Arot negó lentamente con lacabeza, abatido.

—Es difícil de determinar, alteza.Como el número de habitantes no dejade aumentar, la electricidad se consumecada vez más deprisa, lo que quieredecir que en menos tiempo del estimado

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los habitantes tendrán que volver asubsistir exclusivamente con antorchas yvelas.

Adhárel sabía que aquellas eranmalas noticias. El pueblo se habíaacostumbrado a tener su reserva anualde electricidad, reserva que terminaríapor desaparecer inevitablemente si no sedescubría la manera de canalizar laelectricidad natural y de embotellarlapara el uso humano.

—Habrá que disminuir aún más lascantidades para el año que viene.

—Sí, alteza.Adhárel miró a Barlof y este le

indicó que no había más puntos

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pendientes.—Bien, caballeros. Hemos

terminado.Adhárel se apoyó en la mesa para

ponerse en pie, pero el brazo doloridole falló, haciéndole perder el equilibrio.Barlof se incorporó rápidamente paraayudarle a ponerse en pie. El príncipe lehizo un gesto indicándole que seencontraba bien y despidió uno a uno atodos sus hombres, quienes se inclinaroncon una reverencia al pasar frente de él.Todos menos Dimitri, que ni siquiera lemiró a los ojos.

Cuando Adhárel y Barlof sequedaron solos, el príncipe volvió a

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sentarse en su silla.—¿Cómo tenéis el brazo? —

preguntó el hombretón mientras recogíalos pergaminos.

—Mejora —respondió Adhárelmientras lo masajeaba—. Lentamente,pero mejora. Aún me duele al apoyarlo.

—Tuvisteis muy mala fortuna con elaccidente.

Adhárel se echó a reír.—Yo no lo consideraría ni

accidente, Barlof. La próxima vez queme dé una fiebre nocturna le pediré a mimadre que me ate con fuerza a la cama,así evitaré caerme de ella.

Barlof se unió a la carcajada pero

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después se quedó callado antes depreguntar:

—¿Y vuestra madre, alteza? ¿Cómose encuentra?

Adhárel suspiró.—La reina Ariadne intenta parecer

fuerte. Sé que quiere y que puedeparecerlo, pero está enferma. Muchasmañanas la encuentro junto a mi camaguardando mi sueño y, aunque no saledel palacio en ningún momento, la tos yla fiebre no desaparecen. Los médicosla visitan cada día con nuevas recetasque no parecen más que agravar suinfección…

Barlof sintió verdadera lástima por

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el joven príncipe y posó su manaza en elhombro de Adhárel para trasmitirle suapoyo.

—Veréis como todo sale bien alfinal, alteza.

Adhárel sonrió agradecido.—Eso espero… —No quería

ahondar más en aquello, de modo quecambió de tema—: Y decidme, Barlof,¿se pude saber dónde os metisteismientras yo estaba en mi lecho demuerte? —bromeó.

Barlof retiró la mano del hombro delpríncipe y se puso rígido como si unadescarga eléctrica le hubiera recorridotodo el cuerpo. Se quedó unos segundos

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en silencio sin saber qué decir.—Pues veréis, estuve… —tragó

saliva, incómodo—… visitando a unosfamiliares, alteza.

—¿A unos familiares? Creía queestabais solo en Bereth.

—Por eso… por eso tuve que irme,alteza. El viaje duró más que mi estanciaallí.

El príncipe le miró extrañado perono le dio más vueltas al asunto. En esemomento llamaron a la puerta.

—Adelante.Una joven criada entró haciendo una

reverencia.—Disculpadme, alteza. Pensé que no

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habría nadie y que podría…—Nosotros nos íbamos ya.Adhárel miró a Barlof y le hizo un

gesto para que le acompañara al exteriorde la sala. La muchacha volvió a haceruna reverencia y se puso a limpiar lahabitación con la escoba. Cuandoestuvieron fuera, Barlof preguntó:

—Alteza, no querría ser indiscreto,pero al ver a la criada me he acordadode…

—Duna —le cortó el príncipe. Sibien el hombretón había sido casi comoun padre para el príncipe, enseñándoleel noble arte de la guerra desdepequeño, nunca se había inmiscuido en

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los asuntos privados. Y el rubor en susmejillas lo confirmaba.

—¿Va todo bien? —se arriesgó apreguntar Barlof. En otras circunstanciasel príncipe habría cortado el tema alinstante, pero en esos momentosnecesitaba hablar con alguien que nofuese a juzgarle sin conocimiento decausa.

—Es difícil de explicar, Barlof…No sé qué me está sucediendo. Cuandome crucé por primera vez con lacriada… con Duna —se corrigió— enlas escaleras, creí haberme encontradocon una dama de alta alcurnia… si nohubiera sido porque llevaba un enorme

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cesto de ropa.Barlof soltó una carcajada mientras

recorrían el pasillo.—La segunda vez me aseguré de no

sonreírle ni hacerle ningún gesto quepudiese comprometernos a ninguno delos dos. Pero… —el príncipe se detuvocon la mirada perdida—, cuando la vien el baile no pude dejar de pensar enella en toda la noche.

—Y no pudisteis evitar invitarla abailar…

—Barlof, os cuento esto como amigoy no como consejero. Aquella nocheestuve a punto de besarla.

El hombretón le miró sorprendido.

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—¿A la criada?Adhárel asintió con la mirada en el

suelo.—¡Santo Todopoderoso! —exclamó

Barlof echándose a reír—. Sí que os hadado fuerte.

El príncipe suspiró con fuerza yBarlof le miró, comprensivo.

—Sabéis que eso sería imposible…¿verdad, alteza?

—Lo sé, Barlof. Y lo recuerdo cadavez que me cruzo con ella. Pero… ¡no séqué me ocurre! ¿Desde cuándonecesitamos en palacio cestas demimbre? No sé qué haré con el supuestocargamento ordenado por la reina.

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En ese momento apareció una criadacon un montón de sábanas y los doshombres guardaron silencio hasta que laperdieron de vista. Adhárel bajó la vozhasta que fue solo un murmullo.

—Ella es una criada de palacio, unacampesina hija de esclavos… —habíarevisado todo lo que había podido de lavida de Duna en cuanto tuvo ocasión—.Y yo soy el futuro soberano de Bereth,no hay día que alguien no me lorecuerde. Pero a veces lo olvido yconsigo verla… consigo verla como esella. ¿Creéis que hago mal?

Barlof se encogió de hombros.—Tal vez lo único que os suceda,

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alteza, es que sois capaz de ver más alláde lo que se os muestra.

—Aun así, no está bien. He deolvidarme de ella. ¡Comienzan a llegar apalacio retratos de princesas de otrosReinos para que las tome por esposas!Los asesores no tardarán en obligarme aelegir a una para el matrimonio.

—¿Y tan feas son? —bromeó Barlof.—¡En absoluto! —confesó el

príncipe llevándose una mano a la frente—. Pero a todas las comparo conDuna… y ninguna es ella. Es su formade hablar… o la sinceridad en sumirada… no lo sé. No estoy seguro.

Barlof le palmeó la espalda como

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haría un padre con su hijo pequeño.Adhárel miró hacia la grandiosa

fuente de Calíame y con determinacióndijo:

—No espero casarme con ella. Noespero que mi madre la acepte ytampoco espero que los asesores mepermitan siquiera verla. Pero me mueropor conocerla, por hablar con ella.Durante la noche del baile pude ser yo,Adhárel, por primera vez en muchotiempo y no «su alteza real el príncipe»—se giró hacia el hombretón y añadió—: Necesito volver a sentirme así.

—¿Y cómo lo conseguiréis?Adhárel golpeó con el pie una

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piedra y dijo pensativo:—Tal vez ser el príncipe heredero

tenga sus ventajas de vez en cuando.

—Y no te entretengas —le advirtióAya entregándole la lista de la compra.

—Noooo… —contestó Cinthia,exasperada—. ¡Con la cantidad de genteque hay los días de mercado esimposible entretenerseintencionadamente!

Le dio un beso en la mejilla y seencaminó a la puerta principal, Estabacerrándola cuando Sírgeric bajó

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corriendo las escaleras en dirección aella.

—¡Espera, Cinthia! —la muchachadejó la puerta entornada y se asomó.

—¿Qué pasa?—Voy a acompañarte —dijo el

chico.—¿Pero no se supone que no debes

salir de casa? —preguntó Cinthiaabriendo del todo la puerta y volviendoa entrar.

—Sí, eso se supone. Pero ya noaguanto más. Tienes que ir al mercado,¿no? —Cinthia asintió—. Pues entonceses mi oportunidad para dar un paseo.Con tanta gente por las calles nadie se

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va a fijar en mí. Y menos aún si voyoculto con una capucha. —Cinthia hizoademán de replicar pero Sírgeric yaestaba subiendo las escaleras—.¡Espérame aquí!

La muchacha suspiró preocupada ydejó la cesta en el suelo. Aya seenfadaría si se enterase, pues seríapeligroso tanto para él como para ella.Pero estando ocupada con el huerto y alser el día libre del muchacho, no leecharía en falta. Además, solo iba a serun rato: ir y volver. No creía quepudiese suceder nada por concederlealgo de libertad al joven. Y en caso deque alguien le reconociese siempre

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podría correr y escapar como el quemás.

—¡Listo! —anunció saltando losúltimos escalones.

—Chsss, no hagas ruido o Aya sedará cuenta.

Sírgeric le guiñó un ojo a lamuchacha y dijo a gritos desde allí:

—¡Aya! ¡Subo a mi cuarto a prepararalgunas cosas! ¡Si necesitas algo estaréarriba!

Esperaron a que les llegase larespuesta de la mujer diciendo que no sepreocupase, que no le necesitaba paranada, y después se escabulleron a lacalle riendo como niños en plena

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travesura.Sírgeric se sintió pletórico en cuanto

se encontró en mitad del prado quellevaba a la ciudad. Empezó a corrercon energía desentumeciendo losmúsculos y a gritar tras comprobar queno había nadie en las inmediaciones.Cinthia le seguía de cerca, imitando susmovimientos, mucho más preocupadapor el hecho de que alguien pudiesedescubrirles.

No tuvieron ningún problema paracruzar el enorme portón de la muralla:camuflándose entre el trajín demercaderes y carros que entraban ysalían de ella pudieron llegar al otro

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lado sin ser vistos por los soldados.Cinthia cogió de la mano a Sírgeric

y tiró de él para no separarse a lo largode la calle principal atestada de puestosambulantes y mercaderes que competíanentre sí por atraer al mayor número declientela posible.

—¡Esto es increíble! —exclamóSírgeric mientras se detenía a ojear unpuesto de libros y pergaminos.

—Desde luego has elegido el mejordía para salir a dar un paseo —lecontestó Cinthia, arrastrándole hacia elpuesto contiguo—. Tenemos quecomprar un buen montón de mimbre paralas cestas de palacio. Me alegro de que

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me hayas acompañado, yo sola nopodría cargar con todas.

—Dime qué hay que comprar, dameun puñado de berones y nos dividiremosel trabajo…

Cinthia sonrió agradecida perodespués le cambió la cara. No estabasegura de si debía…

—No voy a escaparme con eldinero, Cinthia, si es eso lo que piensas.

—No, yo no… solo… —lamuchacha se puso roja—. Lo siento.

—No importa. —El joven sonrió—.Entonces, ¿quieres que te ayude?

—Claro.La muchacha dividió la lista de

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recados y después le entregó la cantidadde berones que creía que iba a necesitar.

—Nos encontraremos en la plaza amediodía —dijo Cinthia—. Quientermine antes, que espere allí.

—Muy bien. Ten cuidado.—Creo que no eres el más indicado

para decir eso —bromeó ella antes dedar media vuelta y perderse entre elgentío.

Sírgeric la vio desaparecer ydespués le echó un vistazo a la lista:huevos, carne, pescado y cincuentavarillas de mimbre. Decidió empezarpor la comida ya que era lo que teníamás a mano.

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Cuando tuvo todo, se escabulló sinser visto por dos guardias que andabande patrulla hasta el interior de una tiendapara comprar el mimbre. Tuvo quepreguntar unas cuantas veces antes dedar con la correcta y quedarse sinberones. Al salir de la pequeña casa vioque aún era pronto y que quedaba unrato hasta mediodía, pero no teniendonada mejor que hacer se dirigió a laplaza de la fuente para esperar a lamuchacha.

Al llegar, se encontró con undivertido espectáculo de marionetas quetenía ensimismados a un montón dechiquillos, quienes no apartaban los ojos

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de los muñecos de trapo que se besabancoquetamente y se atizaban con grandescachiporras de tela. Sírgeric sedescubrió al poco tan enfrascado en lahistoria como el resto de crios, riendolas bromas y estremeciéndose con lacrueldad del malvado hechicero quetenía encarcelada a la princesa. Cuandopor fin la marioneta del príncipeconsiguió rescatar a la dama y acabar abase de porrazos con el mago, los niñosprorrumpieron en aplausos y de detrásdel pequeño escenario salió un viejoharapiento que hizo una reverencia deagradecimiento. Después extrajo lamano que se encontraba oculta dentro de

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la chaqueta y con ella salió el príncipeprotagonista del cuento, que tambiénsaludó a los niños. Luego pasó entreellos sonriendo con la boca desdentaday poniendo las manos del príncipe demanera que pudiesen dejar algunasmonedas sobre ellas. Los niños máspobres salieron despavoridos de allí sinnada que darle al titiritero mientras quelos que venían con sus padres le dejabanalgunos berones en agradecimiento porel buen rato que les había hecho pasar.

Sírgeric buscó a Cinthia con lamirada. Hacía rato que había pasado elmediodía. Se encogió de hombros ymiró en el interior de sus bolsillos hasta

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descubrir un berón perdido en unpliegue del pantalón. Se giró paradárselo al hombre cuando le descubriótendiendo la mano de la marioneta a unacría que se resistía, asustada, a darleunos berones, mientras que la otraempezaba a introducirla en la cesta de lamadre, quien, distraída, no se estabadando cuenta del hurto. Sírgeric,molesto y ofendido por la desfachatezdel viejo que no se contentaba con elbuen puñado de berones que se habíaganado, se lanzó contra él y con unfuerte tirón del pelo le hizo erguirse ydespués lo lanzó contra el escenario demadera.

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Los aldeanos se apartaronrepentinamente asustados y le miraronsin comprender. Unos cuantos hombresayudaron al viejo a ponerse en pie, lamadre cogió a su hijita asustada y saliócorriendo de la plaza alertando a losguardias.

—¡No! —intentó explicar Sírgeric,descubriendo que solo él había visto loocurrido—. ¡Intentaba robarle! ¡Estabametiendo la mano en su cesta!

—¡Alborotador! —gritó otra mujer asu espalda.

—¡Mentiroso! ¡Canalla!—No, esperen… ¡Intentaba que no

les robase! Estaba…

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—Demuéstralo —le ordenó uno delos dos hombres que sujetaba al viejo,quien de pronto parecía sumamenteentristecido y cansado.

Sírgeric le miró y habría jurado quevio cómo le guiñaba un ojo.

—¡Es posible que tenga algo de laseñora en sus bolsillos!

El otro hombre que sujetaba al viejole registró todos los pliegues de la ropay al cabo de unos minutos anunció:

—Tenía razón, había algo más queberones en sus bolsillos… —Sírgericsintió una oleada de esperanza que seesfumó tan rápido como había llegadoen cuanto el hombre mostró a los

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presentes la marioneta del mago—.¡Esto!

—Por favor… —intervino de prontoel viejo—, dejadme ir. Estoy cansado ytodavía no he comido…

Los allí congregados sintieronverdadera lástima por aquel truhándisfrazado de titiritero y le ayudaron alevantar el escenario medio ruinoso. Enese instante se oyeron unos pasosacelerados y el tintineo de armaduras.

—Oh, no… —murmuró Sírgeric,buscando por donde huir—, la GuardiaReal.

—¡Ha sido ese! —les indicó unamujer señalando a Sírgeric.

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El joven agarró con fuerza la compray salió corriendo, rezando por queCinthia le viese… o por que al menosapareciera.

Saltó por encima de unos niños quejugaban en un charco del suelo y selanzó calle arriba seguido de cerca porlos dos guardias que le ordenaban agritos que se detuviese. Torció en lasiguiente esquina que encontró ydescubrió que daba a las trastiendas delas casas colindantes. Sin dejar decorrer, fue tirando a su paso todas lascajas con sus contenidos, lo queralentizó a los guardias. Tenía queescapar de allí, encontrar a Cinthia y

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volver a casa.¿Dónde demonios se habría

metido?, se preguntaba sin dejar decorretear sin rumbo fijo por las callesde Bereth. De pronto, oyó a alguienpedir ayuda. Ya no le seguían, les habíadespistado.

Sírgeric se detuvo sofocado arecuperar el aliento cuando volvió aoírlo. Pensó que ya había hechosuficientes actos heroicos en un díacomo para volverse a inmiscuir en otroasunto que no le concernía. El siguientegrito fue mucho más agudo y vinoacompañado de un lamento.Seguramente se arrepentiría de ello,

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pensó el joven, pero no podía quedarsequieto. Con precaución, siguió los gritoshasta llegar al lugar de donde procedían.Se puso de cuclillas y avanzó sin hacerruido hasta asomar la cabeza. Sintió quese le paraba el corazón al reconocer aCinthia entre dos hombres que la teníanrodeada forcejeando por la cesta de lamuchacha.

—¡Socorro! —gritó ella,desesperada.

—No te va a oír nadie, preciosa —le advirtió uno de los ladrones—. Asíque deja de gritar o te corto el cuelloaquí mismo.

Sírgeric apretó con fuerza los puños

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y descubrió que sostenía algo más que lacompra entre los dedos: algunos pelosarrancados del titiritero. Los apretó conrabia y después salió al descubierto.

—¡Eh, vosotros! —les dijo a losladrones, quienes se volvieronrápidamente hacia él—. Dejadla en paz.

Al verle se echaron a reír y aburlarse de lo poco amenazadora queera su presencia.

—¿Qué vas a hacernos?¿Escupirnos?

Sírgeric dio unos pasos hacia ellos yles enseñó los puños.

—He dicho que la dejéis.—Y yo te he dicho que te largues.

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Cinthia le miraba suplicante, con elbrazo atrapado por uno de los doshombres.

Sírgeric sacó una de las varillas demimbre de la cesta y les amenazó conella. El que no tenía sujeta a lamuchacha fue hacia él con la intenciónde romperle el palo y darle una buenatunda. Sírgeric no se movió. Esperó conel mimbre en alto.

—¡Sírgeric, ten cuidado! —gritóCinthia antes de que le tapasen la boca.

El hombre cogió carrerilla y con ungrito que parecía más un rugido, se lanzóa por el joven, pero este se apartópreviendo el ataque y se pegó a la

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pared, haciendo que el ladrón nopudiese parar y cayese sobre un montónde estiércol que había en el suelo.

—¡Maldito seas! —gritó sucompañero.

El hombre soltó a Cinthia yarremetió contra Sírgeric. Este le atizócon la varilla en el brazo, pero elhombre la agarró con determinaciónhasta partírsela.

—Ahora juguemos sin palos, niño.Sírgeric se estremeció al verse

indefenso. No debía gastar más varillas.Solo se le ocurría una manera deescapar de allí, aunque no era muybuena idea, y menos con Cinthia, pero

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no había otra solución. Cuando elsegundo ladrón fue a pegarle unpuñetazo en la cara, Sírgeric se agachó yreptó tan rápido como pudo hasta dondese encontraba Cinthia, se pegó a ella, laagarró con fuerza y le susurró al oído:

—Cierra los ojos y no tengas miedo.Cinthia fue a preguntarle cuál era su

plan cuando sintió una sacudida y cerrólos ojos. Cuando los abrió ya no estabanen el callejón.

La muchacha se sentía mareada ycerró los ojos para recuperarse. Cuandolos abrió de nuevo, vio que seencontraban en lo que parecía ser elinterior de un establo en muy malas

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condiciones. Un viejo les mirabaasustado y parecía a punto de echarse agritar, pero de pronto parecióreconocerles y se puso en pie. Portabaun cuchillo en una mano y una manzanaen la otra.

—Tú… —dijo señalando a Sírgericcon el cuchillo.

—Vámonos Cinthia, corre —leapremió el joven sin hacer caso delviejo.

La muchacha, sin comprender nadade lo que estaba sucediendo ysintiéndose parte de una extrañapesadilla, hizo lo que le habían dicho ycorrió hacia la puerta abierta del

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establo. El titiritero intentó detenerlapero se encontró con Sírgericesperándole.

—Me habéis engañado una vez, perono va a volver a suceder —le dijo eljoven esquivando el filo del cuchillo yasestándole un buen golpe con la cestade la compra. El viejo cayó al suelo almomento.

—Si os vuelvo a ver por la ciudaddaré parte a la Guardia Real, y esta vezme aseguraré de que me crean.

Tras decir esto salió del establodejando al viejo tirado en el suelo,lamentándose. Buscó a Cinthia y laencontró no muy lejos de allí apoyada en

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una pared con la mirada perdida ypálida.

—Cinthia, regresemos a casa.La muchacha no respondió y Sírgeric

la agarró del brazo para tirar de ella,pero entonces ella se revolvió y se soltócon un golpe seco.

—¡No me toques! —gritó de pronto—. ¿Qué eres? ¿Quién eres?

—Cálmate, por favor…—¡No pienso calmarme! ¡Dime

quién eres si no quieres que avise a laguardia real al completo!

Sírgeric puso los ojos en blanco yrespiró profundamente.

Entonces, viendo que Cinthia tomaba

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aire para gritar, se remangó el brazoizquierdo y se lo mostró.

—¿Qué es eso? —preguntó ella,mirando el extraño símbolo que parecíahaber sido grabado a fuego en la carnede Sírgeric.

—El cuervo con las alasdesplegadas, el símbolo de Belmont.

Cinthia le miró de hito en hito.—¿Eres un espía? Todopoderoso,

debía haberlo imaginado. ¡Duna me loadvirtió, pero no le hice caso…!

—¡Cállate Cinthia! No, no soy unespía…

La muchacha volvió a mirarle sincomprender.

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—¿Entonces?—Soy un sentomentalista fugitivo.

—Cinthia se llevó las manos a la boca yabrió los ojos, asustada—. Huí despuésde que me atrapasen en Belmont cuandomendigaba por las calles. Me obligarona revelar mi poder y después memarcaron como si fuese ganado. Mefugué en cuanto tuve oportunidad y vineaquí. El día que entré en vuestra casaacababa de llegar al reino.

—Y Aya… ¿lo sabe?Sírgeric asintió lentamente.—Lo descubrió cuando me atasteis

la primera noche. No quiso deciros nadapara no asustaros. Siento haberos

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mentido, Cinthia. Sobre todo a ti.La muchacha respiró profundamente

y cerró los ojos.—No pasa nada… no has hecho

nada malo. Incluso me has salvado contu poder. —Sírgeric sonrió mástranquilo—. ¿Y en qué consiste?¿Teletransportación o algo así?

—Algo así. Puedo viajar hastadonde se encuentra cualquier personapero necesito tener una parte suyaconmigo.

—¿Una parte suya? ¿Un dedo o algoasí?

Sírgeric soltó una carcajada.—Con un mechón de pelo es

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suficiente. Después me concentro y viajohasta él.

Cinthia meditó unos segundos yluego sonrió agradecida.

—Si no hubiese sido por ti, tal vezahora no estaría viva.

—Volvamos a casa —dijo él,tendiéndole la mano libre—. Aya debede estar muy preocupada por ti, yseguramente muy enfadada conmigo siha atado cabos.

La muchacha le miró, agarró sumano y se alejaron de aquel lugar. Almenos se encontraban fuera de lasmurallas. Tendrían que bordear elenorme muro hasta averiguar dónde

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estaban.—Oye Sírgeric —le preguntó

Cinthia cuando ya estaban llegando acasa—, hay algo que no me ha quedadoclaro… ¿cómo es que tenías el pelo deese viejo?

El joven la miró con picardía ycontestó:

—Quizá algún día te lo cuente —leguiñó un ojo y después echó a correr porel prado.

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13La poesía real

Duna no creyó la historia de las cestaspara el palacio hasta que una tarde, sinprevio aviso, se presentaron en lahumilde tiendecilla dos hombresvestidos con el uniforme real exigiendohablar con Aya. Se marcharon cuando elsol ya se había puesto, tras decidir lostipos y la cantidad de cestas que la reinadeseaba para el interior del palacio ypara los jardines. En cuanto los dos

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hombres abandonaron la casa, la mujerllamó a gritos a los tres jóvenes y lesdio la noticia. El enfado de Aya conCinthia y Sírgeric por su recienteescapada pareció esfumarse de tanalegre que se sentía.

Pero no todo fueron celebraciones.A la mañana siguiente comenzó un ritmode trabajo frenético en la cestería quedebían compaginar como podían con laescuela de Cinthia, el trabajo de Duna yel huerto. Algunos días incluso se iban adormir antes de que anocheciese de tancansados que terminaban.

El día a día en el palacio habíacambiado radicalmente para Duna. Ya

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apenas ponía un pie en la lavandería,para asombro y envidia del resto de suscompañeras. Desde aquel extrañoencuentro con el príncipe en losjardines, Duna había seguido recibiendorecados de parte de este prácticamentetodos los días. No había mañana en laque Grimalda no bajase casi atrompicones las escaleras para avisar aDuna que se la requería arriba. Algunasocasiones debía llevar el desayuno a latorre más alta, donde el príncipe sereunía con Barlof; en otras, lanecesitaban para regar algunas zonas delos jardines, momentos que coincidíancon los paseos de descanso del príncipe

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y Barlof; otras veces debía fregar lossuelos de los pisos superiores delpalacio; ayudar en las cocinas, subir laropa limpia, bajar la ropa sucia,encender las lumbres, preparar el aguade los baños, limpiar las ventanas,barrer suelos… Pero siempre, y era algoque Duna había advertido desde elprimer día, trabajaba bajo la atentamirada de Adhárel… o tal vez no tanatenta. Eso era lo que le hubiese gustadoa Duna. Pero en ocasiones, y esto nadiepodía negárselo, la muchacha sorprendíaal príncipe mirándola de reojo mientrasella se dedicaba a sus ocupaciones. Y enalguna ocasión incluso le dirigía la

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palabra, aunque solo fuese para pedirle,muy educadamente, que se apartase.Siempre con una sonrisa en los labios.

—¡Duna! ¡Duna Azuladea! ¡Comotenga que volver a llamarte, friegasentera la colada de hoy!

La muchacha salió de suensimismamiento y sin saber a quiéncontestaba gritó:

—¡Ya voy!Se encontraba sacudiendo una

pequeña alfombra en la ventana,intentando quitarle todo el polvoposible. Bajó del taburete, colocó laalfombra en su sitio y despuésestornudó.

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—¡Por fin te encuentro! —dijoGrimalda llevándose las manos a lacabeza—. ¡Santo Todopoderoso, niña,estás hecha un asco! Sacúdete bien esedelantal.

Duna bufó molesta, se sacudió eldelantal y se cruzó de brazos esperandolas nuevas indicaciones de la mujercilla.

—¿Y bien? ¿Qué ordena esta vez elpríncipe?

—No seas insolente, niña. Necesitaalgunos planos. Súbelos a la salaEstratega.

—¿Hasta allí arriba?—¡Venga! ¿A qué esperas?—Si dependiese de mí —contestó

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Duna—, esperaría alguna respuesta porsu parte.

Y dejando a la mujer con cara de nocomprender nada, dio media vuelta,aunque, tras unos pasos, se detuvo.

—Eh… ¿dónde están los planos quetengo que subirle?

Grimalda se acercó y le entregó unmontón de pergaminos enrollados.Después Duna siguió su camino hacialas escaleras.

¡Ya estaba otra vez! Algún día secansaría y mandaría el palacio y sudeber a freír espárragos. Menudamañana llevaba: primero la lavandería,después los cristales, las alfombras y

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ahora esto, subir hasta la torre más alta.No entendía cómo sus compañeraspodían estar celosas de su situación; sisupiesen…

¿Le divertía al príncipe verlatrabajar sin parar? ¿Qué había hechoella para merecerlo? ¿Acaso era unjuego de moda entre la nobleza? Dunavolvió a suspirar, molesta y, sin advertirun último escalón, tropezó al final de laescalera. Los planos se le cayeron delos brazos y rodaron por el suelo. Ellaquedó espatarrada en el descansillo,justo frente a la puerta de la SalaEstratega…

… Que no tardó en abrirse y en

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aparecer de su interior el príncipeAdhárel y su siempre fiel compañero,Barlof. El príncipe se agachó y le tendióla mano.

—¿Estáis bien?Duna no quería mirarle a los ojos y

no lo hizo. Se limitó a asentir y con todala dignidad posible recogió los planosque habían rodado escaleras abajo, paradespués entregárselos al príncipe.

—Aquí tenéis —dijo, aún con lamirada clavada en el suelo.

—Ehmmm… Gracias —contestó él.A Duna le dio la sensación de quequería añadir algo, seguramente otratarea absurda, por lo que hizo una breve

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reverencia y se dio media vuelta¿Estaría cometiendo algún tipo detraición a la corona? Le daba igual.

—¡Esperad! —dijo entonces elpríncipe. Duna se detuvo y se dio lavuelta lentamente.

—¿Queréis algo más de mí, alteza?—preguntó Duna.

—Eh… No… digo sí —respondióAdhárel. Parecía nervioso. La muchachaenarcó una ceja y esperó—. Barlof debebajar a por unas… cosas y… —Dunadescubrió al hombretón observando alpríncipe sin entender qué estabasucediendo— y ya que no vamos atrabajar durante un rato, podéis limpiar

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la estancia. Hace tiempo que no selimpia… Sí, eso es.

—Alteza, ayer me pasé casi toda lamañana barriendola. Vos tambiénestabais.

—¿Qué…? Ah… bien, en esecaso… son los cristales lo que estánsucios.

Duna agachó la cabeza en señal deobediencia y subió hasta el descansillo.La dejaron pasar y después vio cómo,con señas más bien poco disimuladas, elpríncipe obligaba a Barlof a abandonarla sala. ¿Qué estaba pasando allí? Dunadejó de cuestionarse todo y sacó unpañuelo del bolsillo del delantal para

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empezar a quitar el polvo de lasventanas. Después se cerró la puerta.Duna no se giró para ver si estaba sola osi alguien más se había quedado dentro.Tampoco tuvo que esperar mucho paraaveriguarlo.

—Os dejáis una mancha —dijo derepente el príncipe—. A vuestraderecha.

Genial, pensó Duna, ahora me va adecir cómo debo hacer mi trabajo. Dioun paso hacia su derecha y volvió apasar el trapo. Cuando terminó con esaventana pasó a la siguiente. Mientrastanto, Adhárel no dejaba de recorrer lasala. ¿Estaría observándola o pensando

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en sus cosas?, se preguntó Duna.—Creo… que deberíais limpiar

también el alféizar —volvió a intervenirel príncipe.

Duna puso los ojos en blanco y abrióla ventana para limpiar el alféizar.

—¿Así está mejor? —preguntó alacabar sin darse la vuelta.

—Bueno, si obviamos el manchurrónque hay en el cristal contiguo…

Duna pasó a la siguiente ventana y,antes de poner el trapo sobre ella, elpríncipe volvió a hablar.

—¿No creéis que deberíais…?Duna se giró sorprendida al sentir su

aliento sobre la nuca. Adhárel había

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avanzado hasta ella mientras hablaba yahora se encontraba a escasoscentímetros de su rostro.

La muchacha se quedó unos instantessin saber qué decir, aunque después seobligó a apartarse unos pasos,alejándose de él.

—Creo que esto es suficiente, alteza—dijo. Se le había terminado lapaciencia. Si la expulsaban, que asífuera, pero no iba a consentir másaquella situación.

—¿A qué viene esta…?—Desde hace varios días no hago

más que recibir recados totalmenteajenos a mi trabajo de lavandera —le

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interrumpió—. Si una mañana me tocalimpiar cristales, al día siguiente tengoque subir el desayuno. Si no, regar ypodar las plantas del jardín… y en cadanueva labor, os encuentro allí.¿Casualidad? Lo dudo mucho.

—No sé de qué habláis —contestóel príncipe a la defensiva.

—Hablo de que estáis jugandoconmigo. Soy el nuevo juguete real, ¿noes eso? Esta vez toca reírse de la criadade turno. ¿Soy la primera? ¿La segunda?¿Somos escogidas al azar para vuestroesparcimiento y el de vuestros hombreso nos elegís por nuestras cualidades?Mejor no contestéis. —Duna sentía el

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corazón galopándole en el pecho. ¿Dedónde había sacado la osadía parahablarle así al príncipe Adhárel, futurosoberano del reino?—. Ahora mismorecogeré mis cosas y me iré. Espero queno tardéis en encontrar a otra sirvientacon la que divertiros.

Adhárel se había quedado durantetoda la perorata mirándola sin decirpalabra. No parecía enfadado, perotampoco sorprendido. Más bien sus ojosparecían decir: por fin. ¿Por fin qué?,se preguntaba Duna. Otra pregunta. Cadapregunta daba como resultado máspreguntas y así hasta que quedasesepultada bajo ellas. Respiró hondo y

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recogió el pañuelo que se le había caídoal suelo.

—Espera, Duna —dijo el príncipe,sujetándole del brazo cuando lamuchacha pasó por su lado.

¿La había llamado por su nombre?Duna se quedó inmóvil sin saber quéhacer o qué decir por primera vez en lavida.

—Te pido disculpas —añadióAdhárel—, no era mi intención…

—¿Hacerme la vida imposible? —leinterrumpió ella recuperando lacompostura—. ¿Hacerme trabajar tanto?

—Intentaba que estuvieses conmigomás a menudo.

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Duna tragó saliva. Que alguien ladespertase inmediatamente o se pondríaa gritar. ¿Qué estaba viviendo? ¿Unsueño? ¿Una pesadilla? ¿El príncipe nose había dado por vencido y la bromacontinuaba?

—Creo que ha sido más quesuficiente, alteza —le respondió ellamientras se soltaba.

—Estoy hablando en serio.Escúchame, por favor.

A Duna le temblaban las piernas. Nopodría seguir de pie mucho más tiempo.Recapituló la situación en el tiempo quese daba la vuelta para mirarle. La criadaempieza a trabajar en el palacio. La

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criada va al baile. La criada baila con elpríncipe. La criada no vuelve a sabernada del príncipe. La criada siguetrabajando. La criada es explotada porel príncipe. El príncipe quiere hablarcon la criada a solas y para ello la ponea limpiar cristales. La criada le para lospies. El príncipe se sincera. La criadapierde toda compostura y no puedeapartar la mirada de esos ojos…

—¡No! ¡Basta! —gritó Duna,confundida—. ¿Qué queréis de mí?¡Tenéis montones de doncellas a vuestroalcance! ¿Qué extraña fijación os hacecomportaros así conmigo?

—No es ninguna fijación —dijo el

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príncipe. Se apartó de ella y se alejóhasta la otra punta de la sala, donde sepuso a mirar por la ventana—. Es queme gusta estar contigo. Contigo puedoser… yo mismo.

—No me conocéis.—Tienes razón. No te conozco. Y

todo esto es una locura. La locura másgrande en la que me he metido jamás. —Adhárel se llevó una mano a la frente—.Soy el príncipe de Bereth y tú solo unaaldeana. Me lo repito una y mil veces aldía, pero ¿para qué, si sigo pensandoigual? En ocasiones me arrepiento dehaber asistido al baile de micumpleaños; si no te hubiera conocido,

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no estaría así. Pero luego recuerdonuestra conversación junto a la fuente…

Duna sentía un nudo en el estómago.—No sigáis, por favor.—Lo necesito… Porque de alguna

forma, cuando estoy a tu lado, mereconozco.

—No…—Y cuando pienso en ti me olvido

de todo lo demás. Pero después mearrepiento porque sé que no está bien,sin embargo, sigues ahí. Siempre tú,siempre tú…

—¡Basta! —exclamó Duna conlágrimas en los ojos—. ¡Dejad de reírosde mí, alteza!

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El príncipe la miró confundido, y alcomprender que ella no quería quesiguiese sincerándose, se enfurecióconsigo mismo y con la situación quehabía provocado.

—Tienes razón —dijo molesto depronto—. Márchate. No pienso retenertepor más tiempo en contra de tu voluntad.Ha sido una locura. ¡Fuera!

Duna se alejó sin decir nada,preocupada porque, tal vez, solo tal vez,el príncipe le hubiese hablado consinceridad. Cerró la puerta tras ella ybajó las escaleras corriendo. Cuandollegó al enorme recibidor del palacio,tuvo la tentación de volver a la torre

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para pedirle perdón. Pero ahoranecesitaba estar sola y pensar. Pensarmucho. Hacerse una pregunta tras otra ysepultarse bajo ellas, así al menos notendría que averiguar las respuestas.

A la mañana siguiente, cuando llegóa la lavandería, Grimalda la esperaba.Ya habían llegado algunas de suscompañeras. Algo poco habitual;aquella noche Duna no había pegado ojoy se había despertado más tarde de lohabitual. Cuando Grimalda la vio, se

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acercó a ella con la piedra de luz en lamano, lo que significaba que habíaentrado por el túnel.

—El príncipe quiere verte.—¿Otra vez?Grimalda gruñó.—¡Deja de cuestionarte todo o

acabarás metida en un buen lío!—¡Pero si no me cuestiono nada!

Simplemente me extraña que el príncipequiera volver a verme.

—¿Y por qué te extraña? ¿Sucedióalgo ayer? —le preguntó Grimalda conrecelo.

Duna no supo qué contestar. ¿Nohabía hablado el príncipe con ella?

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¡Pero si se había marchado del palaciomucho antes de que fuese la hora!

—No, no es eso… ayer terminé delimpiar los cristales de la sala y…

—Y el príncipe te permitió volver acasa antes de tiempo, ya lo sé, ya lo sé,me lo dijo él mismo.

La muchacha intentó disimular sudesconcierto y asintió.

—Bien, pues quiere volver a verte.Te espera en los jardines.

—¿Quiere que le lleve algo?Grimalda negó con la cabeza

mientras se alejaba de vuelta al extrañotúnel.

Cuando llegó a los jardines, Adhárel

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estaba hablando con varios de sushombres, quienes reían a carcajadas. Suhermano también estaba entre ellos, algomás apartado y mirando hacia otro lado.Duna se acercó con precaución y sequedó a unos pasos, esperando a que elpríncipe la viese. Conocía las normasbásicas de educación.

Dimitri se giró en ese instante y se laquedó mirando sin que ella loadvirtiese. El príncipe miró a suhermano, mientras conversabadistraídamente, después a la muchacha yde nuevo a su hermano. Una mediasonrisa se dibujó en su rostro antes deespetar:

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—¡Eh, tú, criada! ¿Qué haces aquí?¿No te dije hace tiempo que no queríavolver a verte fuera de la lavandería?

Duna le miró asustada. Los otroshombres no habían reparado en ella yAdhárel se encontraba de espaldas, porlo que no sabía lo que estabasucediendo.

—Disculpadme… El príncipeAdhárel…

—«Su alteza» para ti, criada —leinterrumpió Dimitri.

Con el alboroto de las risotadas, lavoz de Dimitri era casi un susurroserpentino.

—Su alteza el príncipe Adhárel

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quería verme —se corrigió la muchacha,y, dándole la espalda a Dimitri, hizoademán de acercarse hasta donde seencontraba Adhárel.

—No seas tonta —le recriminóDimitri sujetándola por el hombro yemitiendo una risotada—. ¿Para quéquerría verte mi hermano?

—Me hacéis daño —dijo Duna conlos labios tensos mientras intentabazafarse.

—Más daño te haré si no te marchasahora mismo —le amenazó Dimitri sindejar de sonreír.

—¡Soltadme! —gritó Duna incapazde contenerse. Al momento, todos los

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hombres dejaron de reír y se giraronpara ver qué estaba sucediendo.

Dimitri soltó el brazo de Duna condesprecio y dio un paso atrás. Lamuchacha, mientras tanto, hacia todo loposible por no echar a correr. Cada vezestaba más convencida de que aquello lohabía preparado Adhárel para burlarsede ella por el comportamiento del díaanterior.

—¡Dimitri! —gritó Adhárelempujando a su hermano unos pasoshacia atrás. Sus hombres se alejaron sindecir nada—. ¿Qué estás haciendo? Tedije que no volvieses a tratar así a lasdoncellas de palacio.

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Dimitri se colocó bien la casaca ydespués le contestó, indiferente:

—Si no recuerdo mal, esta doncellano deja de ser una criada algo torpe. —Su sonrisa se ensanchó—. ¿Hascambiado de parecer en los últimosdías?

Adhárel no pudo contener por mástiempo su enfado y le soltó un puñetazoen la cara. Dimitri, incapaz de prever elgolpe, se tambaleó hasta caer al suelo.Aparentemente no le había hecho nada,pero no tardó en empezar a brotar sangredel labio.

Adhárel respiraba con fuerza altiempo que miraba a su hermano con

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desprecio. Dimitri le devolvió unamirada cargada de odio. Se levantó, sevolvió a alisar la casaca, dio mediavuelta y se dirigió hacia el palacio, nosin antes dirigirle otra mirada dedesprecio a Duna.

—Podéis marcharos —dijo Adhárelrompiendo el silencio y con el enfadotodavía en su voz.

Los hombres se despidieron y fueronregresando al palacio. Duna les iba aimitar cuando Adhárel volvió a hablar.

—Tú no, Duna.La muchacha se detuvo en seco y vio

cómo el resto de hombres se alejaban deallí cuchicheando sobre lo sucedido.

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Para que luego dijeran que los hombresno eran cotillas, pensó Duna en unsegundo de distracción.

—¿Quieres dar un paseo? —lepreguntó Adhárel. Ella se dio mediavuelta y le siguió—. Siento lo sucedido.Dimitri…

—No importa, no me ha hecho nada.—Pero podría habértelo hecho.

Tiene bastante mal humor.—Ya me he dado cuenta… —Duna

tragó saliva, algo más tranquila—. ¿Quéqueríais de mi, alteza?

—Lo primero de todo, que dejes dellamarme alteza, príncipe o de vos.Llámame Adhárel.

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—Ya lo hice una vez y no sirvió denada. No podéis pedirme eso… Vos soisel heredero al trono, no puedo llamarosAdhárel.

—En ese caso, os lo ordeno —dijoAdhárel con una media sonrisa pintadaen el rostro.

—Si te vas a poner así… —contestóella.

Siguieron caminando por el senderode tierra que llevaba a la fuente deCalíame. Ninguno de los dos dijo nadamás hasta pasado un rato.

—Quería pedirte perdón —comentóAdhárel.

—¿Por lo de Dimitri?

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—No. Por todo. Ayer me di cuentade que tenías razón. No debería haberintentado conocerte a base de imponerteun trabajo tras otro bajo mi vigilancia…Me he comportado como un…

—¿Príncipe? —le ayudó Duna,divertida.

—Tú lo has dicho. Como unpríncipe.

Duna no sabía qué contestar. Tal vezse tratase de una nueva broma delpríncipe, pero quería creer que estabasiendo sincero con ella. Lo necesitaba.

—Te perdono —dijo finalmente.Adhárel la miró sumamente

complacido.

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—Tras arreglar esto, queríaproponerte otra cosa.

Duna le miro inquisitivamente.—¿El qué?—Querría pasar más tiempo contigo.—En ese caso tendrás que seguir

viéndome mientras friego, limpio yrecojo…

—No tiene porqué ser así. He aquí adonde quería llegar: me gustaríanombrarte mi doncella personal.

Duna se quedó helada.—Pero… pero eso solo lo tienen las

princesas. Los príncipes debéisrodearos de hombres leales a la coronay todas esas cosas.

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Adhárel se echó a reír.—Te equivocas. Muchos príncipes y

reyes han tenido durante toda su vidadoncellas. ¿O ves tú a Barloftrayéndome el desayuno a la mesa?

—No, pero eso lo hacen lassirvientas del palacio. Algunas recogenlas habitaciones, otras sirven la comida,otras limpiamos la ropa…

—Si, lo sé. Pero a veces una soladoncella puede encargarse de unfamiliar real si así se le pide.

—¿Se le pide… o se le ordena?Adhárel se ruborizó casi

imperceptiblemente ante la pregunta.—En tu caso, se le pide. ¿Querrías

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serlo?—¿No tendría que trabajar más en la

lavandería?—Nunca más.—¿Ni fregar cristales, barrer suelos

o ver a Grimalda?Adhárel se echó a reír ante la

ocurrencia.—Lo de no ver a Grimalda será

complicado. Aparece y desaparece encualquier lugar del palacio. Se loconoce incluso mejor que yo. Respecto alo otro, te lo prometo.

—En ese caso…Adhárel pareció sorprendido.—¿De verdad es eso lo que más te

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preocupa?—¿El qué?—Dejar de hacer esas tareas en

lugar de estar con el principe como sudoncella real.

—Ah, eso… bueno, sí, un poco.—Estupendo —contestó él poniendo

los ojos en blanco.—¡Oye, que de todas formas voy a

decir que sí!El príncipe se encogió de hombros y

siguió andando. Duna le alcanzó almomento.

—¿Y cuando empezaría?—Hoy mismo.—¿Ya? ¿Tan pronto?

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—¿Tienes mucho trabajo en lalavandería? Puedo esperar a quetermines…

—No, no, no. Es que no le he dichonada a Grimalda y a lo mejor me echa enfalta.

—No te preocupes por Grimalda, seenterará enseguida.

Los dos siguieron paseando hastaque se encontraron de vuelta en lasescaleras que ascendían al palacio. Sedetuvieron ante ellas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Duna,menos incómoda que al comienzo de laconversación pero igual de nerviosa—.Nunca he sido la sirvienta de nadie.

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—No serás la sirvienta de nadie.Serás… mi doncella, suena mejor.

Aunque signifique lo mismo, pensóDuna para sí.

—Ahora tendrás que ser mi sombramientras yo te lo ordene. Cuando te pidaque me dejes solo, tendrás queobedecer. Y delante de otras personasdeberás tratarme de vos.

—No creo que me cueste, alteza. —Ambos sonrieron más relajados—. ¿Yahora dónde deberías estar?

El príncipe pareció meditar unossegundos la respuesta.

—Creo que hasta la hora de lacomida estamos libres. ¿Qué te gustaría

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hacer?—Vaya, es la primera vez desde que

trabajo aquí que se me permite elegir. —Duna reflexionó mientras Adhárelesperaba—. Creo que ya conozco todoel palacio por dentro. Aunque parezcaindecoroso, he estado en todas lashabitaciones.

El príncipe la miró con aires desuperioridad.

—No en todas.—¿Ah, no? ¿Cuál de ellas no se me

ha permitido limpiar?Adhárel tardó en contestar y cuando

lo hizo lo dijo en un susurro, dándolemisterio.

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—La de la Poesía Real.Duna se olvidó de respirar durante

un instante.—¿La de… la Poesía Real? ¿Existe

esa habitación? ¿La Poesía original estáaquí?

Adhárel empezó a reír de nuevo.—Claro que está aquí. ¿Dónde si

no?—Y… ¿es igual a la que nos

enseñan en la Escuela?—Palabra por palabra.—¿Y por qué la escondéis si todo el

reino la conoce?Adhárel se encogió de hombros.—Tradición, supongo. Al fin y al

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cabo, como tú bien has dicho, si alguienquisiese conocerlas solo tendría quepedirle a cualquier aldeano que se lasrecitase… Con el paso del tiempo losgobernantes comprendieron que esaextraña maldición impuesta por lasMusas era poco útil y que se conseguíamás arrasando al enemigo sin fin quedetenerse a encontrar los puntos débilesen las Poesías.

—Viva la decisión masculina —comentó por lo bajo Duna.

—¿A qué viene eso?—A que ninguna mujer dejaría pasar

la oportunidad de utilizar los secretos desu enemigo para contraatacar después.

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—Viva la indiscreción femenina —comentó Adhárel imitando el tono deella. Duna hizo un mohín de enfado.

—¿Podría entrar?—Sí, si vienes conmigo.Duna asintió con la cabeza.—En ese caso, vamos.—Por un segundo creí que volverías

a hacerme otra pregunta comprometida—comentó el príncipe subiendo lasescaleras hacia el palacio.

—Mis preguntas no soncomprometidas, príncipe. Son lasrespuestas las que os resultan incómodas—le contestó Duna subiendo tras él.

Cruzaron el recibidor del palacio y

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ascendieron por las escaleras hasta elsiguiente piso, a continuación torcieronpor un pasillo lateral y pasaron variaspuertas antes de que Adhárel abrieseuna. Esta daba a un pasillo algo máscorto que terminaba en unas escalerasdescendentes. A continuación seencontraron con una puerta más y otropasillo que se bifurcaba. Tomaron elizquierdo y siguieron por él hasta unapuerta con un letrero donde se podíaleer «Almacén de la Guardia Real».

—¿En un almacén? —preguntóDuna, extrañada.

—Es para guardar las apariencias.Parece simple, pero muchos dan la

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vuelta cuando consiguen llegar hastaaquí.

—Al menos es enrevesado llegar aeste lugar —comentó la muchachapensando en que ahora mismo no sabríasituarse. ¿Estarían debajo de lascocinas? ¿Encima de la lavandería?¿Cerca de las bodegas? No tenía ni idea.

—Bueno, ¿quieres entrar?Duna asintió mientras se frotaba las

manos. Estaba nerviosa. El príncipesacó una llave que colgaba de unacadena a su cuello y abrió la cerradura,la cual chirrió como ninguna otra en elpalacio.

—Deberíais pensar en engrasar esta

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puerta…—Es… una medida de seguridad —

bromeó Adhárel empujando con fuerzala puerta. Duna se fijó en que aquellapuerta era más gruesa que las del restodel palacio y en que la parte interior dela misma estaba cubierta por una enormelámina de hierro.

El interior de la pequeña sala estabaen penumbra exceptuando el centro,donde una lámpara de aceite colgaba deltecho a dos metros por encima de unaespecie de atril de piedra dondereposaba un pergamino. Toda lahabitación era de piedra y olía ahumedad.

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—Acércate —le instó Adhárel, unospasos por delante de ella.

Duna se adelantó y juntos llegaron alatril donde reposaba la poesía.

—Nadie puede llevársela —explicóAdhárel—. Un sentomentalista seencargó de protegerla de la humedadcreando una capa invisible con el aguaque la rodea. Así ha conseguido que semantenga intacta.

—¿Puedo cogerla?Adhárel se encogió de hombros.—Puedes intentarlo, pero no servirá

de nada. También hechizó el agua paraque mantuviese el pergamino pegado alatril.

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—Entiendo. Así que quien consigaentrar, solo podrá recordarla y nollevársela consigo.

—Esa es la idea.—Demasiada protección para algo

que nadie va a querer robar, ¿no? —comentó Duna.

—Otra tradición más. ¿Quieresleerla?

Duna dio un paso más hacia el atril yse agachó para leer el contenido delpergamino. La letra era elegante, aunquese podía distinguir que era la caligrafíade una niña.

—Tu madre… la escribió hacemucho tiempo, ¿verdad?

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—Tenía diez años cuando su padrefalleció —respondió el Príncipe.

La muchacha se puso a leerlentamente la poesía que tantas veceshabía estudiado en sus libros y cuandollegó al final se quedó unos minutos ensilencio escuchando el goteo constantedel agua y meditando, por primera vez,sobre el posible significado de laspalabras.

—¿Qué crees que puede significar?—le preguntó a Adhárel.

—No lo sé. Mi madre, si es que loha llegado a descubrir, nunca me lo hadicho. Algunas veces bajaba aquí parareflexionar sobre ella y ayudar de ese

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modo a mi madre con el reinado, perosolo he conseguido descifrar algunosfragmentos. Y, aun así, no estoy segurode haber acertado.

—¿Cuáles?Adhárel se aproximó y señaló los

primeros versos.—Creo que aquí la Poesía sitúa al

lector. Si no me equivoco, con «Bajo elfrío de la entera» se refiere a la terceraluna llena del año… y con «se reúnen enel claro, el mensajero y la madre. Alabrigo de las sombras, rodeados por losvivos, sobre la cima del mundo,enterrados en vida, rodeados de ella»está diciendo que se encuentran en mitad

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del bosque. El brillo de sangre no se meocurre qué podría ser…

—El sol —contestó Duna en unmomento de inspiración—. El atardecer.

—Sí, podría ser. Después todo secomplica. No sé quién puede ser laAmante ni el Mensajero… Lo único delo que estoy seguro es de que esa mujertenía un objeto del que nunca seseparaba. Le pidió al Mensajero que loconvirtiese en una poderosa arma. Alprincipio él se negó, pero despuésaceptó… y algo salió mal. —La voz delpríncipe retumbaba en la sala—. LaAmante debió de pedirle que volviese adejarlo como estaba, pero él no quiso

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escucharla y se fue…—¿La Amante podría ser tu madre?—Es posible. Alguna vez se me ha

pasado por la cabeza, pero ¿por quéAmante y no reina? —Duna negó con lacabeza sin saber qué responder—. Encualquier caso, cuando era más joven,revolví toda la habitación de mi madreintentando encontrar ese objeto mágico ypoderoso, pero nunca encontré nada.

—Tal vez no se trate de un objeto…—murmuró Duna.

—Pueden ser tantas cosas… Por esoal final me di por vencido. Mi hermanonunca se preocupó por ella y mi madrenunca quiso revelar el secreto, o al

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menos decirnos si conocía elsignificado. —Adhárel parecía abatido—. Si fuese capaz de averiguarlo podríausarlo a nuestro favor y evitar unaposible guerra con Belmont, o cosaspeores.

Duna le puso una mano sobre elhombro.

—No te desanimes, seguro que eldía menos pensado lo descubres.

Adhárel le sonrió agradecido.—Gracias por haberme enseñado

este lugar —dijo Duna—. Sé lo quesignifica para vosotros. Aunque antes loviera como una lección aburrida de laescuela, ahora entiendo que es algo más.

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Se quedaron mirándose el uno alotro sin nada más que decirse. Solosonrían. Y de pronto, la puerta se abrióde par en par y por ella aparecióDimitri, despeinado y con un hilo desudor corriéndole por la frente. Cuandoles vio se quedó un segundo paralizadoy Duna reparó en que su mano seapoyaba en el hombro de Adhárel. Notardó en apartarla.

—No sabía dónde estabas. Menosmal que se me ocurrió buscarte aquí.

—¿Qué sucede, Dimitri? —preguntóAdhárel viendo a su hermano tancompungido. Parecían haber olvidado lapelea.

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Dimitri siguió mirando a Duna uninstante sin comprender, antes decontestar.

—Es Barlof.—¿Qué pasa con Barlof? —preguntó

Adhárel dando un paso hacia él.—Ha sido detenido… y

encarcelado.—¿Cómo? —volvió a preguntar

Adhárel casi con un rugido.—Al parecer ha sido descubierto

traicionando a la corona.—Pero eso es absurdo. ¡Tengo que

verle!—No puedes. Está siendo sometido

a un consejo de Sentomentalistas.

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—Me da igual a qué esté siendosometido. Quiero verle. Esto es unalocura. Barlof jamás…

—¡Hermano, te ha engañado! —Dimitri agarró a Adhárel del brazo—.¿Recuerdas los días en que estuviste encama enfermo? ¿Te dijo dónde habíaestado?

—En casa de su familia, lejos deaquí —contestó Adhárel con un hilo devoz. Estaba asustado.

—Te mintió. Fue a Belmont. Tuvouna reunión secreta con su rey.

—¿Qué? ¡Eso es imposible! Soloestuvo un par de días fuera. No podríahaber ido y regresado en tan poco

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tiempo.Dimitri suspiró, cansado. También

parecía preocupado.—Debió de haber sentomentalistas

de por medio. Interceptamos una cartaprocedente de Belmont esta mañana. Latengo aquí.

El príncipe sacó un pergamino delbolsillo y se lo entregó a su hermano.

Compañero B.El plan sigue en marcha. Tendrás

que aguardar hasta nuestra próximaseñal para atacar desde dentro. Yasabes lo que tienes que hacer.

Teodragos VI

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—Nada de esto tiene sentido,Dimitri. ¡Esta carta podría ser falsa!Podría no ser para Barlof, podría…

Dimitri negó con la cabeza.—Se ha comprobado. Al parecer el

mismísimo Teodragos se carteaba conél. Hemos descubierto más pergaminosen sus aposentos y todos relacionadoscon ese misterioso plan, seguramente deconquista.

—¿Y él, qué ha dicho?—Lo niega todo. Pero le hemos

obligado a beber una pócima derelajación y ha empezado a decir laverdad mientras lloraba como un niño.

—¿Los sentomentalistas están con

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él?—Sí. Deben de estar terminando. De

verdad espero que todo haya sido uncúmulo de fatales casualidades, pero laspruebas…

—Subamos —le interrumpióAdhárel dirigiéndose hacia la puerta.Duna les siguió. Cuando estuvieron lostres fuera, Dimitri sacó una llaveidéntica a la de su hermano y cerró elportón mientras los otros dos subían lasescaleras.

—Adhárel —susurró Duna para queDimitri no la oyera—. No creo queBarlof…

—Silencio, Duna. Los

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sentomentalistas nos dirán la verdad.Cuando llegaron al recibidor del

palacio ya había muchas personascongregadas allí. Al parecer, la noticiase había extendido por todo el palacio.Todos se arremolinaban entorno a lapuerta del comedor.

Alteza —dijo uno de sus hombrescortándole el paso—. El juicio haterminado. Lo han llevado al comedor.

El príncipe apartó de en medio alhombre y al resto de personas que seinterponían en su camino y se abrió pasohasta el comedor. Abrieron la puerta yentraron, Duna, Dimitri y Adhárel.Alrededor de la enorme mesa se

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encontraba la reina Ariadne, el viejoZennion y Ninfunae, el sentomentalistaque había estado presente en el juicio deDuna. Barlof estaba sentado con lacabeza enterrada en las manos,sollozando.

—¡Adhárel! —exclamó la reinamientras corría hacia su hijo. Cuánto losiento. Intenté advertirte pero nunca mehaces caso, ese hombre…

El príncipe no se detuvo aescucharla, sino que se dirigiódirectamente a Zennion.

—¿Qué ha ocurrido?El viejo miró a Ninfunae, este

asintió y después se giró hacia Adhárel.

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—Es culpable.—Cielos —exclamó Duna

llevándose la mano a la boca. La reinani siquiera había reparado en supresencia hasta entonces. Se limitó amirarla y volvió la cabeza hacia su hijo.

Adhárel se encontraba junto a Barlofsin saber qué decir. El hombretónlevantó la cabeza y Duna vio algo quejamás habría imaginado: lágrimas en susojos.

—Adhárel, alteza… yo no… no…—sollozaba, respirandoentrecortadamente—… debéiscreerme…

Adhárel le miró entristecido. Había

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sido su más fiel compañero desde queera joven. Siempre había confiado en él.Había sido su mano derecha. El hombreque mejor había llegado a conocerle… yahora le había traicionado. Lossentomentalistas no podían mentir. Elrostro se le heló en una mueca dedesprecio. Se giró hacia lossentomentalistas y preguntó:

—¿La condena?Zennion se miró las manos,

nervioso, antes de responder: —La penapor alta traición es… la muerte.

El príncipe respiró profundamente yguardó la compostura. Después asintiólentamente. Volvió a mirar a Barlof,

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evitó los ojos de Duna y después volvióla cabeza hacia su hermano.

—Que así sea.

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14Cuidad de él

La pena de muerte en el reino de Berethse ejecutaba con la horca. El acto teníalugar en la plaza del pueblo, donde secolocaba una plataforma elevada demadera sobre la que se situaba alconvicto. Todo el pueblo estaba invitadooficialmente por los pregoneros quehacían llegar la noticia a cada rincón delreino explicando quién era eldelincuente, de qué se le acusaba y

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cuándo tendría lugar la ejecución. Elacto, poco habitual, resultaba todo unacontecimiento al cual los aldeanosasistían con sus mejores galas como side un baile se tratase. La gente de másrenombre disponía de asientosreservados junto a la tarima deejecución, desde donde se tenían lasmejores vistas. El resto del pueblo teníaque llegar cuanto antes al lugar paraconseguir un buen sitio. Habitualmenteeran muchos los que se congregaban,pero cuando corrió la noticia de que elacusado era la mismísima mano derechadel príncipe Adhárel, no hubo aldeanoque no hubiese hecho preparativos

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varios días antes del día en cuestión.Duna había recibido la invitación

por parte de Lord Guntern para asistircon él, algo que no había hecho sinoempeorar su malestar general causadopor la inesperada traición de Barlof.Aquel hombre no podría habertraicionado ni a un simple aldeano deBereth, ¿cómo explicar entonces todaslas pruebas que le acusaban de locontrario? Después de que Adháreldictase la sentencia, los presentespudieron leer con sus propios ojos lascartas recibidas de Belmont, escondidasbajo un suelo falso de su dormitorio. Elhombretón había sido sedado con una

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extraña poción del viejo Zennion debidoal nerviosismo que había experimentadoal escuchar la sentencia. Lo único querepetía era: «Yo no…». «Se quedarásolo». «¡Tenéis que creerme!». «Esosdías estuve con mi familia». Pero, paraentonces, Adhárel ya había dictaminadosentencia y nada se podía hacer.

Con Adhárel presidiendo elahorcamiento, Duna no podría hablarcon él hasta el día siguiente en elpalacio, por lo que tendría queacompañar a Lord Guntern de todasmaneras.

De alguna forma, ya no le parecíatan terrible pasar de vez en cuando algo

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de tiempo con el presumido enano. Elhecho de que Adhárel también sehubiese interesado por ella de unaforma… especial lo hacía todo másllevadero.

Cinthia, Aya y Sírgeric solo habíandejado de trabajar en la cestería duranteel tiempo necesario para escuchar loslamentos de Duna acerca de Barlof, ydespués se habían puesto a trabajar conmás brío para tener libre el día de laejecución. No se lo perderían por nadadel mundo. Sin embargo, Dunacontinuaba sintiendo que algo nomarchaba bien y que Barlof en el fondoera inocente. ¿Pero cómo podría ella

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demostrarlo si todas las pruebasapuntaban a la culpabilidad delhombretón? Tal vez se había dejadoengañar, como el resto, por la aparienciatranquila y campechana de Barlof.

Cuando llegó el día de la ejecución,Duna se levantó con un nudo en elestómago. Sin abrir los ojos, pudo oír aAya trajinando en la cocina y metiendoprisa a Cinthia y Sírgeric para quedesayunasen rápido. La muchacha sedesperezó y, tras lavarse la cara paradespejarse, bajó a la cocina. Cinthia ySírgeric ya estaban vestidos con susmejores galas y Aya estaba terminandode remendar una manga de su vestido.

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Cuando vio a Duna todavía en camisón,pegó un grito.

—¿Pero qué haces todavía de esaguisa, niña? ¡Lord Guntern debe de estara punto de llegar!

—No me encuentro bien… —murmuró Duna sin apenas vocalizar.

Aya se levantó y le puso una mano enla frente.

—No parece que tengas fiebre. ¿Hascogido frío durante la noche?

La muchacha se encogió de hombrosy se sentó en un taburete. Cinthia lesirvió un poco de leche en un tazón yDuna se la bebió de un trago.

—Sí que tienes mala cara, sí —

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comentó Sírgeric—. Tal vez deberíasquedarte en casa.

—No, no… tengo que ir. Al menospara darle un último adiós a Barlof.

—¡Pero Duna! ¿Cómo puedes estartan ciega? Ese hombre es un monstruo.Ha estado enviando información aBelmont. ¡Es un traidor!

—Conozco los cargos, Aya —lerecriminó Duna—. Estaba allí cuando sedictaminó la sentencia. Solo digo que nocreo que haya sido él, nada más.

—Pues díselo a Adhárel —intervinoCinthia—, ahora que sois tan amiguitosquizá te escuche…

Desde que le había comentado su

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nueva situación en el palacio, Cinthia sehabía mantenido tan fría y distante conella como Duna lo había estado porculpa de Sírgeric.

—Ya lo he intentado. Pero no mehace caso. Además, no podría demostrarnada…

—Bueno, pues ya está —lesinterrumpió Aya dando una palmada yregresando a por su vestido remendado—. Duna, súbete a cambiar y a peinar.Vosotros dos, terminad de recoger lacocina y esperadme en la puerta.

Duna se levantó y se dirigió a lasescaleras. Por el camino, Aya la detuvo.

—Sé que no te encuentras mal. Lo

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que pasa es que estás triste ypreocupada. —Duna apartó la cara—.Pero créeme, ese hombre se lo merece.En un juicio de sentomentalistas no sepuede mentir, y lo sabes porexperiencia. Da gracias de que hayasido apresado a tiempo, lasconsecuencias podrían haber sidofatales.

—Eso es lo que me digo cada día,Aya. Pero algo me dice que me estoyengañando a mí misma.

Y diciendo esto se soltó del brazo deAya y subió a su cuarto a vestirse.

Poco después, Lord Guntern se apeóde su carruaje y llamó a la puerta de la

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vivienda. Cinthia abrió la puerta y lesaludó sin sonreírle, llamó a Duna por elhueco de la escalera para que bajase ydespués pasó por su lado dándole unpequeño empujón. La siguieron Sírgeric,que le dirigió una mirada de desprecio,y Aya, que le saludó amablemente y ledio los buenos días.

—Duna, cariño —gritó desde lapuerta—. No hagas esperar a LordGuntern y baja ya.

Duna apareció en ese momento porla escalera. Llevaba el mismo vestidoque la noche del baile, algo que a LordGuntern no le pasó desapercibido.

—Parece que habrá que renovar tu

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vestuario, querida —le dijo a modo desaludo.

—Lo haré cuando tenga alguien quepueda apreciarlo —le replicó ellapasando por delante de él y subiendo alcarruaje. Si Lord Guntern comprendió elinsulto no lo demostró. Cerró la puertade la casa y subió al carruaje junto aDuna.

Durante el camino no se dirigieronla palabra. Lord Guntern hizo variasveces el amago de poner su mano sobrela pierna de Duna, pero cuandoconsiguió hacerlo, Duna se la apartó conpoco disimulo, sonriéndole despuéscordialmente. Cuando este intentó

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agarrarle la mano, Duna se la llevó a lacara para estornudar. Después de eso,Lord Guntern se mantuvo quieto en susitio, limitándose a mirar por laventanilla visiblemente malhumorado.

A las puertas de la muralla, elcarruaje se detuvo en seco y la voz delcochero les llegó desde el exterior.

—Señor, no permiten entrar concarruajes —informó—. Nos obligan aaparcar aquí fuera.

—Maldita sea… —murmuró elhombre—. Está bien, Wilfred, aparcadonde puedas, seguiremos a pie hasta laplaza.

Cuando el carruaje se detuvo en un

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hueco junto a la muralla, se apearon ysiguieron a pie, como el resto deberethianos.

—¿Has presenciado alguna vez unahorcamiento, querida? —le preguntó élmientras esquivaba a la gente.

—No, querido. Siempre hepreferido quedarme en casa.

—Es una lástima, yo los encuentrode lo más entretenidos. La manera enque suena el cuello al partirse ante elsilencio de los asistentes, los jadeoscasi inaudibles del ahorcado, losúltimos aspavientos en el aire, y losaplausos y vítores finales.

—Sois mezquino —murmuró Duna

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mirando hacia otro lado. Cada vez sentíamás desprecio por aquel hombre.

Siguieron caminando, esquivandocada vez a más gente que searremolinaba por todas partes, hasta quellegaron a la plaza. La estructura demadera estaba colocada en el centro,sobre la fuente, la cual habíadesaparecido bajo las maderas. A cadalado se elevaban dos gradas dispuestaspara los nobles del reino y la genteadinerada.

—Como habrás imaginado, nosotrostenemos reservados sitios privilegiados,querida. Así que tendrás una vistamagnífica. ¿No es una suerte que asistas

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a tu primer ahorcamiento en estascircunstancias?

—No lo sabéis bien —dijo Dunasarcástica.

Al llegar a las gradas, Lord Gunternsaludó a los soldados que pasaban listay después de mirarse un par de veces sinsaber si dejarle subir o echarle de allí,terminaron cediéndole el paso ante lainsistencia del hombre por recordarlesquién era él.

—Cada vez cogen a soldados másineptos —se quejó mientras subían losescalones hacia sus asientos—. Aquí es.

Duna se sentó sin mirar a sualrededor y cerró los ojos. El nudo en el

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estómago parecía haber crecido desdeaquella mañana. ¿Por qué no menguaba?¿Por qué no desaparecía? ¡Maldita sea!¡Barlof era culpable! ¡Se lo merecía! Talvez solo estuviese asustada por tenerque contemplar la muerte tan de cerca.

—¿Qué me dices, querida?Duna abrió los ojos y miró al

hombre sin comprender. ¿Había estadohablando todo ese rato?

—¿Podéis repetírmelo?Lord Guntern sonrió con

complicidad y después asintió.—Te decía que si te parecía buena

fecha a principios de invierno.—¿Buena fecha para qué? —volvió

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a preguntar Duna sin entender.—¡Para la boda, Duna! Hay que ir

preparando muchas cosas y lo mejor esfijar una fecha cuanto antes. Al final dela cosecha sería buena idea,podríamos…

Pero Duna ya había dejado deescucharle. La palabra «boda»reverberaba en su cabeza como sihubiesen tocado una campana con elladentro. Con todo lo ocurrido en lasúltimas semanas, la boda con el Lord sele había olvidado por completo.Simplemente le veía como alguien conel que tenía que pasar algunos días devez en cuando. No había vuelto a

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preocuparse por lo que vendría después.El nudo del estómago se hinchó hastacasi asfixiarla. Tenía que impediraquella boda como fuese, no podíacasarse con ese hombre. De ningúnmodo. Hablaría con Adhárel para quehiciese todo lo posible por disolveraquel malentendido. Si Adhárel nopodía ayudarle, nadie lo haría.

De pronto, sonó una trompeta y Dunasalió de su ensimismamiento. LaGuardia Real se abría paso entre lagente congregada. Tras ellos, avanzabandos carretas: la primera, muy elegante, yla segunda con barrotes en las ventanasque daban a la plataforma. Por el

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camino, Duna encontró a su familia entrela multitud. Adhárel, Dimitri y la reinadescendieron de la primera carreta ysubieron los escalones de la plataformaentre vítores y aplausos.

Cuando estuvieron sentados frente ala horca, llegaron por el mismo caminouna procesión de niños de todas lasedades vestidos con túnicas que lesacreditaban como sentomentalistasreales. Eran los pupilos más jóvenes delpalacio.

—Ellos son los únicos que no sabenquién es el acusado —le susurró el Lorda Duna, haciéndose el interesante.

—¿Ah, no? ¿Y por qué?

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—Porque son jóvenes. Sus maestresse cuidan mucho de que no sufran si noes necesario, así que no les dicen quiénva a ser ahorcado hasta que llega elmomento de hacerlo. Me parece un tantoabsurdo si después les obligan apresenciarlo.

—En eso tengo que daros la razón.Los niños fueron pasando en fila de

uno a las gradas y colocándose en laprimera hilera de asientos reservadapara ellos. Debía de haber unos veintechiquillos, lo que significaba que habríamontones de sentomentalistas másmayores en el palacio. Duna se sintiócontrariada: ¿eso era bueno o malo?

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Podrían defenderles en caso de guerra,pero… ¿cuántos estarían allí porvoluntad propia?

Entonces volvió a sonar unatrompeta y la puerta de la carreta debarrotes se abrió. De su interior salió unBarlof desmejorado, sucio, pálido yasustado, con grilletes en los tobillos yen las muñecas. Vestía con harapos queapenas conseguían taparle el cuerpoentero. Dos guardias reales le agarraroncada uno de un brazo y le llevaron casi aempujones hasta la plataforma entresilbidos de enfado y abucheos por partede los asistentes. Los ojos de Dunapercibieron un movimiento extraño unas

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filas más abajo y dejó de mirar alhombre para ver qué sucedía.

Uno de los niños sentomentalistas,de unos doce años, se revolvía en suasiento mientras sus compañerosintentaban controlarle y su maestre leponía la mano en la boca para impedirque gritara. Todo de manera muydisimulada para que nadie se diesecuenta.

Barlof llegó a rastras hasta la partesuperior de la plataforma y cayó derodillas frente a la familia real. En esemomento, Adhárel se levantó, avanzóhasta el centro de la tarima y se dirigióal pueblo.

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—Queridos ciudadanos del reino deBereth. Nos hemos reunido en esteaciago día para despedirnos de SirBarlof Bretiuc, mi mano derecha durantetantos años. Muchos os preguntaréiscómo puede estar condenado a la horcaun hombre como él. —Adhárel miró uninstante a Barlof y después apartó lacara. Duna habría jurado que sus ojosbrillaban. ¿Acaso de rabia? ¿De dolor?¿De pena?—. Mientras me servíafielmente durante el día —prosiguió—,conspiraba contra el reino por lasnoches. Se le acusa de haber mantenidocorrespondencia con el mismísimo Teodragos VI, rey de Belmont, mientras

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yo me encontraba postrado en cama,enfermo. —Un murmullo de sorpresa ydesaprobación recorrió la muchedumbre—. Por eso, mi fiel y buen amigo Barlof,en quien más confiaba, el traidor a lacorona, será ejecutado esta mañana anteel reino que quería vender al enemigo.

Adhárel volvió a sentarse en suasiento y disimuladamente se llevó lamanga a los ojos. Al pasar al lado delhombretón pudo verle con lágrimas enlos ojos.

—Al menos ten la decencia de nollorar —le dijo Dimitri desde suasiento, suficientemente alto como paraque parte de la audiencia pudiera

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escucharle.Pero había otros sollozos que se

oían por encima del de Barlof. Eran losdel pequeño sentomentalista sentado enlas gradas. Más que un lloro parecía unaullido lo que salía del interior de aquelniño. Los que no habían reparado aún enél, volvieron sus cabezas preguntándosequé le sucedería. Mientras intentabasilenciarle, su maestre no dejaba deexplicar a los que le preguntaban que elniño era muy sensible y que estabapasándolo mal… pero el muchacho, enun descuido del hombre, consiguiódeshacerse de su mano dándole unmordisco y, todavía con lágrimas en los

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ojos, empezó a gritar en dirección a laplataforma:

—¡No es culpable! ¡Es mentira!¡Están mintiendo! ¡El traidor es otro!

Duna se llevó la mano al cuellosintiendo que el nudo de su estómagopugnaba por salir y gritar junto al niño.¿Cómo era posible que también aquelcrío pensase como ella?

El viejo maestre agarró al niño delbrazo y le obligó a sentarse, aunque estesiguió llorando y gritando como unposeso, proclamando la inocencia delacusado. Barlof, mientras tanto, se habíavuelto hacia el chiquillo y negaba con lacabeza articulando palabras inaudibles y

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suplicándole con los ojos que dejase degritar y llorar. ¿Qué estaba ocurriendoallí? Duna deseaba seguir escuchando alniño; tal vez tuviese alguna de lasrespuestas a sus preguntas. Pero en eseinstante, Adhárel volvió a ponerse enpie para llamar la atención del pueblomientras el maestre llamaba a un par deguardias para que se llevasen al niño deallí.

—Al parecer este tipo de cosas noson… recomendables para los niños.Pero es necesario que conozcan elcastigo que les espera a los traidores.

El público aplaudió sus palabrasmientras Duna apartaba la mirada del

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príncipe. No parecía la misma personaque ella conocía. El odio, la sed devenganza o la traición cometida por sumás fiel aliado le habían cambiado porcompleto. Después de que Adhárel sesentara de nuevo, dos guardias obligarona Barlof a levantarse del suelo y leencaramaron a unos tablones un pocomás altos. Después le colocaron la sogaalrededor del cuello. Duna seguíaescuchando los lamentos del niñomientras se alejaba de allí arrastradopor los dos guardias.

—¿Tus últimas palabras? —preguntó Adhárel a Barlof desde suasiento.

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El hombretón miró primero alpueblo, que de pronto había quedadosumido en un silencio absoluto, despuésa las gradas y mientras pronunciaba laspalabras, Duna sintió que iban dirigidasexclusivamente a ella:

—Cuidad de él.En ese momento, un sentomentalista

adulto que se encontraba apartado sobrela plataforma se llevó las manos a laboca y comenzó a silbar, produciendouna melodía triste y evocadora.Entonces la trampilla a los pies deBarlof se abrió y el cuerpo cayó por elagujero quedando colgado por el cuello.Tras varios estertores que Duna no llegó

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a ver ya que había apartado la mirada,Barlof falleció. Pero antes de que lamuchedumbre estallase en aplausos, ungrito de agonía llegó a cada rincón de laplaza procedente de aquel niño que nohabían conseguido sacar a tiempo. Dunasintió un escalofrío por todo el cuerpo yhabría jurado que no fue la única ensentirlo, pues en lugar de estallar envítores, como era habitual en esos casos,la gente empezó a abandonar la plaza ensilencio. Adhárel tenía la miradaperdida y los labios tensos cuando bajóde la plataforma junto a su familia.

De fondo, solo se escuchaba lamelodía del sentomentalista. Todo había

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terminado.—Además de traidor, loco… —

comentó Lord Guntern poniéndose enpie y cediéndole la mano a Duna.

—¿A qué os referís? —preguntó lamuchacha ignorando el gesto del Lord.

—¿Serían esas tus últimas palabrassi fueses a morir? «Cuidad de él». Porfavor. Más le hubiera valido algo como«Que el Todopoderoso me perdone» o«Que el Todopoderoso tenga piedad demi alma».

—Quizá no necesitase que nadie leperdonara… —le replicó ella bajandode las gradas.

—¿Ah, no? ¿Crees que era inocente?

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—Lo mismo da lo que yo piense. Yaestá muerto.

—También tienes razón.Cuando bajaron de la grada, Aya,

Cinthia y Sírgeric les estaban esperando.Aya estaba secándose las lágrimas conun pañuelo mientras Cinthia laconsolaba.

—¿Qué te pasa, Aya? —preguntóDuna.

—El niño —contestó Sírgeric,ignorando el desprecio con que lemiraba Lord Guntern—. Le haentristecido mucho su reacción.

—Volvamos a casa —sugirió Cinthia—. Empieza a hacer frío.

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Duna se despidió rápidamente deLord Guntern y se dejó llevar por lacorriente junto al resto de su familia sinque él pudiera impedirlo. Creyóescuchar a lo lejos las palabras boda yfecha, pero no quiso prestarles ningunaatención.

Antes de que llegaran a casa empezóa llover con fuerza sobre el reino deBereth. Durante la ejecución se habíancongregado amenazadoras nubes negrasen el cielo que ahora descargaban sufuria.

—¡Entrad todos! —dijo Dunaabriendo la puerta de la casa y haciendopasar al resto. Después cerró la puerta

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—. Santo Todopoderoso, ¡menudatormenta tan inesperada!

—A lo mejor nos la merecemos…—comentó Aya mientras subía lasescaleras hacia su cuarto.

—Pues sí que le ha afectado elahorcamiento, ¿no? —dijo Cinthia,quitándose los zapatos mojados yponiéndolos junto al fuego.

—No parecía tan descompuesta estamañana —dijo Sírgeric, echandoalgunos troncos a la chimenea yavivando el fuego.

Duna dejó sus zapatos junto a los deCinthia y dijo:

—A mí también me ha impresionado

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mucho la reacción de ese niño… habíacrios mucho más pequeños que él que nohan abierto la boca ni siquiera cuando elcuerpo ha caído.

—¿Y qué me decís de las últimaspalabras de Barlof? —preguntó Sírgericincorporándose.

—«Cuidad de él» —recordó Cinthia—. Ha dado un poco de miedo,¿verdad? ¿A quién se referiría?

—No creo que se refiriese a nadie.Tal vez le habían dado tantos palos parasacarle información durante su estanciaen los calabozos que ya había perdidodel todo la cabeza.

—Eso mismo opinaba Lord Guntern

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—dijo Duna—, por eso no creo que seaasí. A lo mejor quería que cuidasen deun tesoro escondido, o de algún familiarviejo del que estuviese a cargo…

—O a lo mejor hablaba en clavepara algún otro espía que hubiese entrela multitud —opinó el joven.

—Más nos vale que no…—En fin —intervino Duna—,

dejemos las elucubraciones ypongámonos a hacer la comida antes deque Aya baje con hambre. ¿Puedesllevar leña a la cocina, Sírgeric?

El joven fue a coger algún tronco dela cesta pero vio que se habíanterminado.

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—No queda ni uno.—Pues los necesitamos…

Deberíamos salir a por todas las ramasque encontremos antes de que se mojenmás por la lluvia.

—Puedo ir yo —se ofreció Sírgeric.—¡Pero con la que está cayendo te

empaparás!Sírgeric soltó una carcajada.—Es solo agua, Cinthia, después me

secaré.Sírgeric salió del salón pero antes

de llegar a la puerta, Cinthia apareciódetrás de él.

—Ten cuidado, ¿vale?—No tienes que preocuparte de

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nada, con esta tormenta no habrá nadieen los alrededores. Además, iré por elbosque, no por el prado.

—De todas formas, llevas…—Sí, lo llevo. Nunca me separo de

él.Duna miró con curiosidad a sus dos

amigos y se mordió la lengua para nodecir lo que pensaba.

—Estaré aquí en un santiamén —dijo Sírgeric, y se perdió en la tormenta.

La lluvia remitió considerablementepoco después de abandonar la casa. Enel bosque, el repiqueteo de las gotas

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quedaba amortiguado por la vegetacióny al joven le pareció que estaballoviendo muy lejos de allí. Por suertepara él, el hecho de que los árboles delbosque de Bereth fuesen tan altosresultaba toda una ventaja ya que lasramas inferiores se mantenían secas.Sírgeric cortó unas cuantas y las ató conun cordel para después meterlas bajo lacapa. Cuando terminó, siguió andandohasta otro grupo de árboles con lasramas más bajas intactas por la lluvia.Repitió la misma operación con estas yse aproximó al siguiente árbol con laintención de coger las últimas, pero sedetuvo en seco. Algo se había movido

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entre los matorrales a unos pasos de él.El muchacho se agachó lentamente ypuso mayor atención. Seguramente fueseel dragón, pensó. Duna se moriría deganas de estar con él ahora mismo.Todos en la casa conocían la fascinaciónque sentía Duna por la criatura. Siempreque podía, sacaba el tema y eracomplicado que lo dejara.

En cuclillas, dio un paso hacia losmatorrales y se escondió tras un árbolde tronco grueso, donde se puso de piesin hacer el menor ruido. Volvió aprestar atención y entonces descubrióque eran voces humanas lo que estabaescuchando. Se sintió decepcionado y

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estuvo a punto de dar media vuelta paraalejarse de allí si no hubiese sidoporque estaban hablando sobre elahorcamiento de Barlof.

—Ha estado a punto de arruinarlotodo —dijo una de las voces. Sírgericno se atrevía a asomarse para observarsus caras por miedo a ser descubierto,así que aguardó tras el árbol.

—Ese crío se llevará una soberanapaliza en cuanto vuelva a palacio.

—Yo también castigaría a su maestrepor no saber controlar a unos mocosos.

—Esperaremos. El viejo nos podríaser de utilidad en el futuro…

Sírgeric sintió que un escalofrío le

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recorría la espalda. ¿Quiénes eran esoshombres? Una voz le resultabaextrañamente familiar, ¿pero dónde lahabía escuchado antes?

—Con Barlof muerto ya no hay dequé preocuparse. El reino entero creeestar seguro sin el traidor.

—Fue una magnífica idea la deesconder las cartas bajo la losa delsuelo, os felicito.

Al joven se le cortó la respiración.Eso demostraba que el pobre Barlof erainocente, como Duna había creídosiempre… Necesitaba verles las caraspara denunciar el caso a la GuardiaReal. Barlof no reviviría, pero tenía que

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hacerse justicia. Estaba llevándose acabo un complot contra Bereth desde elcorazón del reino y nadie lo sabía…excepto él.

—¿Cuál será vuestro siguiente paso?—Adhárel.—¿Habéis pensado ya en algo?

¿Alguna trampa o…?—Hay una muchacha… una

campesina huérfana que últimamenterevolotea mucho alrededor del príncipe.

Sírgeric sintió que se mareaba.Duna. Hablaban de Duna, sin lugar adudas.

—¿Pensáis utilizarla como cebo?—Ella misma os entregará al

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príncipe en bandeja.El joven se puso en cuclillas

nuevamente y muy despacio fuerodeando el árbol para tener una mejorvista de los dos hombres. Para sudecepción, cuando consiguió verlesdescubrió que los dos iban tapados conenormes capas que les cubríancompletamente. Dos encapuchados. Aunasí, se quedó en la misma posición,agachado entre los matojos y el árbol,esperando a que un descuido le revelasela identidad de los hombres. La lluviahabía remitido y algunos rayos de solempezaban a filtrarse entre las ramas.

—¿Cómo estáis tan seguro de ello?

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—Porque conozco a mi hermanomejor de lo que él imagina.

Sírgeric se quedó mudo de asombro.Dimitri. Él era el traidor. No

necesitaba verles las caras, ya tenía loque buscaba. Necesitaba escapar de allícomo fuera sin que le viesen, y para ellosolo había una solución: utilizar elregalo de Cinthia.

El joven metió la mano por debajode la camisa hasta que sus dedostoparon con una cadena y tanteó hasta elpequeño colgante que pendía sobre supecho. Solo tenía que abrirlo, sacar elmechón de pelo y volaría hasta casa enun abrir y cerrar…

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De repente, las ramas que habíarecogido se le escurrieron de los brazosy cayeron al suelo arrastrando la capatras ellas. Los dos encapuchadosdejaron de hablar y buscaron al causantede aquel ruido. Sírgeric volvió acolocarse la capa de nuevo cuando elmás bajo de los dos lanzó un grito deaviso:

—¡Deteneos ahora mismo! No deisun paso más.

Sírgeric se puso en pie sin saber quéhacer, con la mano aún en el interior dela camisa. Los dos hombres se lequedaron mirando unos segundos antesde proceder a quitarse las capas. Uno de

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ellos, como el joven ya había adivinado,no era otro que Dimitri. El otro lesonaba vagamente pero no conseguíarecordar de qué. Sin pelo en la cabeza,fuerte y alto, el muchacho supuso quesería de Belmont… y entonces sintió queel tatuaje en el interior de su brazo leabrasaba con fuerza. Aquel hombretambién era un sentomentalista. Sírgericrecordó de pronto las terribles tareasque les encomendaban a los aprendices.Había sido uno de sus maestres.

Entonces el hombre también parecióreconocerle.

—Tú —dijo el hombre señalándole.Más rápido de lo que Sírgeric hubiera

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imaginado, el hombre se colocó frente aél y, adivinando sus intenciones, learrancó el guardapelo del cuello—. Estavez no, Sinsentido.

—¿Qué vais a hacerme? —preguntóel joven intentando ganar tiempo. Sentíaque la mano del hombre se cerraba cadavez con más fuerza en torno a su cuello.

Dimitri se acercó a ellos lentamente.—Depende de cuánto hayas

escuchado. —Después se dirigió al otrohombre—. ¿De qué le conocéis?

—Es un sentomentalista fugitivo.—¿Un sentomentalista que no ha

pasado por el palacio a presentar susrespetos? Muy mal hecho —dijo Dimitri

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negando con la cabeza—. Eso complicala situación. ¿Has visto lo que le haocurrido al pobre Barlof por traicionar asu reino?

—¡Pero él era inocente! —gritóSírgeric esperando que alguien le oyese.

—Ni lo intentes —dijo Dimitri—.No hay nadie en el bosque. ¿Cuántotiempo llevas espiándonos? ¿Eh? ¿Quéhas escuchado?

—Lo suficiente. Como toquéis aDuna os juro que… —se interrumpió almomento dándose cuenta de que habíametido la pata.

—Así que conoces a Duna, ¿eh?—¡Os lo advierto!

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—No deberías —dijo Dimitri, y acontinuación se volvió hacia el otrosentomentalista—. Matadle.

El hombre asintió y miró a Sírgericcon una expresión de ferocidad en elrostro. El joven no recordaba qué poderposeía pero seguramente podríautilizarlo sin problemas contra él.Entonces el joven sintió que su corazónse aceleraba, que una energía renovadale embargaba por dentro y quenecesitaba moverse para librarse deella. Primero pensó que debía de ser lamagia del hombre, pero luego se diocuenta de que solo se trataba de laadrenalina que empezaba a recorrer todo

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su cuerpo al sentirse amenazado. Elsentomentalista le soltó el cuello y leagarró por la camisa para encararse a él.Sírgeric apartó los ojos de su mirada yempezó a revolverse con todas susfuerzas para liberarse, hasta que, de unmanotazo, apartó el brazo del hombre desu cuello y cayó al suelo. Dimitri seadelantó para sujetarle, pero Sírgericdio una vuelta en el suelo y le atizó conuna piedra en la espinilla. Acontinuación, salió corriendo como almaque lleva el diablo.

—¡Que no huya!Sírgeric tiró las ramas que le

quedaban al suelo para acelerar el paso

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y cruzó como una exhalación el bosqueen dirección a la casa de Aya. Seescabulló por debajo de matorrales,saltó troncos caídos, intentó despistar asus perseguidores dando más vueltas delas necesarias y cuando creyó que ya nole seguían, siguió corriendo hacia lacestería.

Cuando llegó, el sol pegaba tanfuerte como otros días. Aporreó lapuerta con insistencia y sin aliento hastaque Duna abrió la puerta.

—¿Qué pasa? ¿A qué vienen tantasprisas?

—Tienes… que… irte… Trampa —decía Sírgeric intentando recuperar el

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aliento. El pecho le subía y le bajabadesbocado.

—Relájate, ¿quieres? No entiendouna palabra de lo que dices. ¿Dónde estála leña?

—No hay… tiempo…Entonces llegó Cinthia y ayudó a

Sírgeric a entrar en la casa. Cuando violos rasguños en la cara de Sírgeric y lasropas desgarradas le preguntó:

—¿Qué te ha pasado ahí fuera?—¿Has visto al dragón? ¿Te ha

hecho él esto? —pregunto Duna.Sírgeric negaba con la cabeza

mientras tomaba aire.—Es una conspiración, Duna…

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Tenías razón…En ese momento alguien aporreó la

puerta.—¡Abrid! —gritó alguien desde

fuera. Los tres muchachos se abrazaronasustados mientras Aya bajaba lasescaleras en camisón.

—¿Qué sucede? ¿A qué viene tantoescándalo?

—La Guardia Real, abrid la puerta ola echaremos abajo.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —dijo Aya—.Que nadie eche nada abajo.

Cuando abrió la puerta, cincoguardias uniformados y armados conespadas irrumpieron en la casa

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apartando de un empujón a Aya yquitando de en medio a las chicas paracoger en volandas a Sírgeric.

—¿Qué hacéis con él? —gritaba Ayasin moverse del sitio—. ¡Soltadle ahoramismo!

—¡No ha hecho nada! —decía Duna,intentando liberarse.

—Es un sentomentalista de Belmont—explicó quien parecía ser el capitándel escuadrón—. Nos lo llevamos alcalabozo para interrogarle.

—¿Para interrogarme? —preguntóSírgeric intentando soltarse—. ¿Comohicisteis con Barlof? ¡No les creas,Duna! ¡Es una conspiración! También…

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Pero no pudo terminar la frase yaque uno de los guardias le golpeó con laempuñadura de su espada en la cabeza,haciéndole perder el conocimiento.

—¡Sírgeric! —gritó Cinthia.—No está muerto, solo ha perdido el

conocimiento… —dijo Duna en unintento por tranquilizar a su amiga.

—Todavía no —intervino el capitán—. Pero si seguís creando problemas, loestará pronto y vosotras iréis detrás porhaberle ocultado.

—¡Todo esto es un malentendido! —aseguró Aya—. Dejad que os loexplique. No tiene malas intenciones, noha hecho ningún daño…

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—Eso lo tendrá que decidir elconsejo de sentomentalistas, nonosotros.

Y diciendo esto salió de la casajunto al resto de la Guardia, quienesarrastraban a Sírgeric. Después se cerróla puerta y las tres mujeres quedaron enel interior sollozando y lamentando lapérdida de su amigo sin entender nadade lo sucedido.

—¿Vosotras sabíais que Sírgeric…era un sentomentalista? —preguntó Dunacon un hilo de voz cuando consiguiórecuperarse.

Aya no contestó, pero su mirada fuesuficiente para Duna.

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—¿Y tú, Cinthia?La muchacha asintió con la cabeza

antes de volver a sepultarla entre lasmanos para seguir llorando.

Duna se sintió decepcionada y ajenaa aquella familia por segunda vez en suvida. Era la única a la que Sírgeric nohabía contado su secreto. ¿Qué habríaquerido decirles antes de que se lollevaran? Algo de un complot, unatrampa… huir… ¿Qué había visto en elbosque?

No cabía otra solución que hablarcon Adhárel. Si no quería oír hablar deconspiraciones, tendría que hacer unesfuerzo. Un hombre había muerto esa

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misma mañana a manos del verdaderotraidor, fuera quien fuese, y nopermitiría que le sucediese lo mismo asu amigo.

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15Planes

A la mañana siguiente, Adhárel despertócon un fuerte dolor de cabeza.

—Como tantos otros días, sentía quele iba a estallar sin motivo aparente.Volvió a cerrar los ojos y se masajeó lassienes, hasta que volvió a oír el ruidoque le había desvelado. Alguien estabaaporreando con fuerza la puerta de suhabitación.

—¿Qué sucede? —preguntó el

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príncipe sin abrir los ojos.—Hermano, soy yo.Adhárel abrió los ojos, confuso.

Dimitri nunca venía a su habitación.—Puedes pasar.Dimitri abrió la puerta con

impaciencia y la volvió a cerrar tras él.Después fue hasta la ventana y corrió lacortina lo suficiente para que entraraalgo de luz.

—¿Está bien madre? —preguntóAdhárel, incorporándose.

—No he venido por nuestra madre.—¿Entonces? ¿Qué te trae aquí tan

temprano?Dimitri se acercó a la cama.

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—Un espía sentomentalista deBelmont ha sido atrapado.

—¿Qué? ¿Cerca de Bereth? —preguntó Adhárel asombrado.

Dimitri asintió con gravedad.—Escondido en una casita alejada

dentro del reino.—¿Le habéis interrogado ya?

¿Dónde está? Quiero verlo.—Ya ha sido sometido a juicio de

sentomentalistas y ha sido declaradoculpable, como Barlof.

Adhárel le miró con furia.—No menciones más a Barlof, te lo

pido por favor. —Adhárel se puso enpie y fue a por la ropa dispuesta para

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ese día—. ¿Por qué no he sidoinformado antes? ¿Por qué no me handespertado cuando se ha descubierto?

—Pero hermano… he estadollamando a la puerta toda la noche y nome has abierto. Pensé que no estabas.

—¿Dónde iba a estar si no? —Últimamente no dejaba de sucederle lomismo una noche sí y otra también:sufría de un sueño tan profundo que ni elmás sonoro estallido podía despertarle.

Dimitri apartó la mirada, incómodo.—Lo siento. De todas formas aún

puedes verle. Hemos pensado que nossería más útil vivo. Está en lasmazmorras.

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—Bien. Bajaré enseguida.Dimitri se frotó las manos, nervioso.—Hay algo más…—Siempre hay algo más —comentó

Adhárel.—El sentomentalista se ocultaba en

la propiedad de Ayanabia AzuladeaSocres… La tutora legal de DunaAzuladea.

Adhárel se giró inmediatamente.—Eso es imposible.Dimitri pareció enfurecerse un

instante antes de volver a relajar lamueca de enfado.

—No, no lo es. Lo encontramos allíy para asegurarnos de que no era una

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trampa, los sentomentalistas nos loconfirmaron.

—Mienten —volvió a replicar elpríncipe alejándose de su hermano.

—Compruébalo tú mismo. —Adhárel fue a responder pero Dimitricontinuó hablando—: De todas formas,te recomiendo, hermano, que si quiereshablar con el espía lo hagas cuantoantes… hay gente en este reino que setoma la justicia por su mano.

Adhárel le pidió que se marchasepara poder pensar. Cuando estuvo solo,olvidó la ropa y se sentó en el borde dela cama con la mirada perdida en lapared.

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Duna le había traicionado. Aquel fuesu primer pensamiento lógico. Habíaocultado a un espía de Belmont en elmismísimo corazón de Bereth. Habíaconseguido infiltrarse ella misma en elpalacio y Adhárel, en lugar de haberleimpedido el paso adivinando susmotivos, le había abierto todas laspuertas sin detenerse a pensar en lasposibles consecuencias. Incluso la queocultaba la Poesía Real. El reino estabaherido de muerte.

¿Cómo había llegado a estasituación? ¿Sería Duna unasentomentalista que le había encantado?Imposible. ¿Entonces?

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Entonces él había sido tan ingenuocomo para dejarse convencer yengatusar por una persona que nopensaba más que en la destrucción delsistema que tanto sufrimiento le habíacausado a lo largo de su vida. En estosmomentos, el príncipe podía recordarcon asombrosa claridad cada una de lasquejas sobre el reino que Duna habíaexpresado a lo largo de sus encuentros.Algunas ni siquiera las habíapronunciado en voz alta, la mayoría deellas habían ido impresas en suspalabras más inocentes.

¿Qué iba a querer si no la hija deuna esclava vendida en este reino donde

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aún se permitía el comercio depersonas? ¿Cómo no iba a sentir rencorpor el reino alguien a quien se le habíaimpuesto un castigo por pensardiferente? Meditándolo másdetenidamente, incluso podía adivinarcuál había sido el detonante final detodo: el matrimonio concertado con esetal Lord Guntern.

Adhárel se dejó caer sobre la camay se quedó mirando el techo.

Y entonces había aparecido él. Porprimera vez había querido conocer deverdad a alguien ajeno a la nobleza porel mero hecho de encontrar en esapersona lo que en muchas otras echaba

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en falta. ¿Realmente había sidocasualidad que esa persona fuese unatraidora? De alguna manera, Duna podíahaberlo sabido y podría habersebeneficiado de la situaciónintencionadamente. Espero que esto tediga algo, Adhárel…

El príncipe se revolvió molesto y sepuso en pie.

¿Pero en qué estaba pensando? Teníaque detenerse. Estaba dejándose llevarpor una cadena de pensamientospredeterminados por alguien. Suhermano había sabido desde el primermomento que actuaría de ese modo encuanto le dijese dónde se había ocultado

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el espía. Conocía sobradamente eldesprecio con el que Dimitri trataba aDuna y al resto de las criadas. Peor aúnsi una de ellas estaba acercándosepeligrosamente a su hermano, alpríncipe de Bereth. Aunque no locompartiese, comprendía lasmotivaciones de Dimitri para odiarla:desde pequeño le habían enseñado acrear una barrera entre la realeza y elresto del mundo. Y, aunque Adhárel conel paso de los años había idodisolviéndola a base de hablar conellos, Dimitri había ido construyendo unmuro cada vez más sólido a sualrededor. La arrogancia con la que los

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trataba se reflejaba en cada segundo quepermanecía en el palacio. Él era elpríncipe de Bereth, y se encargaba muybien de recordárselo a todo el mundo.

No podía negar la evidencia delescondite del espía, ¿pero cuál era laverdad? Quizá Duna no tuviese ni ideade que el sentomentalista fuerabelmontino. Más aún: ¡quizá no supiesesiquiera que era sentomentalista!Necesitaba hablar con ella. Al menospara convencerse a sí mismo de queDuna no le había utilizado.

Pero, sin duda, lo que en esosmomentos más le aterraba era el hechode que su hermano le conociese tan bien,

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adivinando incluso cuál sería sureacción ante esta situación. ¿Sería igualde transparente para el resto de sushombres?

Cuando Duna despertó, hizo su camatan rápido como pudo, se vistió y bajólas escaleras saltándose variosescalones. Después dejó una nota en lacocina y salió de la casa sin tan siquieradesayunar. Quería encontrarse conAdhárel antes de que nadie le dijesenada acerca de Sírgeric, aunqueseguramente Dimitri ya se habríaocupado de que no llegase a tiempo.

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Cruzó la pradera y después tomó elcamino hacia la muralla a paso ligero.Cuanto antes llegara, antes podríasolucionar todo el malentendido de latarde anterior. ¿Cómo iba a creer nadiela posibilidad de que Sírgeric fuese unespía belmontino? Le mostraría alpríncipe las cosas tal y como eran y nocomo su hermano quería hacérselas ver.

Cuando llegó a la ciudad, las callesestaban vacías. Todavía era pronto,demasiado pronto. Ella también deberíaestar durmiendo cómodamente en sucama, al fin y al cabo ese era su díalibre. Sin embargo, quien en unprincipio resultó ser un estorbo

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insoportable, un ladrón sin escrúpulos,un chulo incorregible, un problemacontinuo, había conseguido llegar a serun buen amigo y ahora merecía que se lodemostrase. Aunque, sinceramente, eraDuna quien quería demostrarse a símisma que así era.

A la puerta del palacio seencontraban apostados dos guardias. Porla expresión de sus rostros, Duna pudoadvertir el duro golpe que les habíasupuesto la muerte de Barlof. Con pasodecidido, avanzó hacia ellos.

—Disculpadme, sé que no deberíaestar hoy aquí pero he de hablar con elpríncipe Adhárel urgentemente.

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Los dos guardias se miraron algosorprendidos. Después, el de Ja derechale preguntó:

—¿Sois Duna Azuladea?La muchacha asintió.—Sabíamos que ibais a venir.Duna no entendía a qué se estaba

refiriendo. Era imposible que se hubieraenterado de lo de Sírgeric tan rápido.

—Lo siento, hoy no tengo tiempopara juegos.

—Oh, no es ningún juego… —intervino el otro guardia—. Nos dijeronque vendríais, pero no imaginábamosque lo hicierais tan temprano.

—¿Quién? ¿Quién os dijo eso?

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—El príncipe Dimitri.La muchacha no pudo evitar abrir la

boca asombrada. Si que se había dadoprisa en organizado todo…

—¿Dimitri desea verme?—Iré a buscarle —dijo uno de los

guardias dándose media vuelta yabriendo la puerta—. Parecíapreocupado y no le gusta esperar.

Le hizo una mueca a su compañerocomo si llorase y el otro guardia soltóuna carcajada. Este cerró el portón y sesituó en el centro del mismo.

Duna seguía sin comprender nada.—Y no sabríais decirme por qué…—A nosotros no nos cuentan nada.

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Nos limitamos a obedecer órdenes.Duna se alejó unos pasos del portón

y se dio media vuelta para contemplar elamanecer. Si Dimitri quería verla seríaporque algo malo había sucedido…¿pero qué? ¿Habrían ejecutado aSírgeric de la misma manera que aBarlof? ¿Habrían indagado más acercadel pasado del joven hasta descubriralgo imperdonable? Con cada nuevapregunta sin respuesta, el corazón deDuna se iba haciendo cada vez máspequeño. Se obligó a tranquilizarsehasta que los latidos recobraron lanormalidad. No servía de nadapreocuparse sin haber hablado antes con

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el príncipe.En ese momento, el portón volvió a

abrirse y Duna se dio la vuelta paraencontrarse con un Dimitri muy diferenteal que había visto la tarde anterior. Sinolvidar sus modales, Duna hizo unareverencia y esperó a que el príncipe lepermitiese volver a incorporarse.Cuando lo hizo, la muchacha quedófrente a las enormes ojeras que rodeabanlos ojos del príncipe.

—Alteza, necesito hablar con…Dimitri la interrumpió.—Aquí no, Duna. Entremos.La muchacha tardó en asimilar lo

que acababa de escuchar. Mientras le

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seguía a través del vestíbulo, laspalabras seguían retumbando extrañas ensu cabeza. ¿Duna? ¿Dónde habíanquedado los cordiales epítetos tanhabituales en él como «criada» o«esclava»? Desde luego algo raroestaba pasando allí. Algo preocupante.

Subieron las escaleras y despuéstomaron un pasillo en dirección a lo queDuna conocía como la zona prohibidadel palacio. Al menos para ella, ya queeran los aposentos de Dimitri. Solo loshabía visitado una vez para recoger laropa y no había vuelto más.

El príncipe llegó hasta una preciosapuerta con letras grabadas en ella, como

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tantas otras en aquel palacio, y le pidióa Duna que entrase antes que él. Lamuchacha obedeció igual de sorprendidaque antes y esperó a que Dimitri cerrasela puerta tras él para empezar a hablar.Sentía miedo, sí, pero era mayor lapreocupación que sentía por Sírgericteniendo en cuenta que cada segundocontaba.

—Alteza, necesito hablar convuestro hermano. Es urgente… el temadel sentomentalista belmontino es unmalentendido. Si me dejaseis, yopodría…

—Eso va a ser imposible —leinterrumpió el príncipe.

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—No me habéis entendido —insistióDuna acercándose a él—. Puedodemostrar que todo lo que estáocurriendo es una equivocación. —Sequedó callada un instante y meditó sobresi debía utilizar la última baza que lequedaba—. Alguien está llevando acabo una conspiración en el reino.Sírgeric lo escuchó y…

Dimitri pareció sorprendido.Sorprendido y molesto durante uninstante. El suficiente para que su rostrocambiase por completo. Se había pasadode la raya; no tendría que habermencionado la conspiración. Fue a deciralgo más, pero cerró la boca al tiempo

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que el rostro del príncipe volvía arecuperar la expresión anterior.

—No, Duna. No me has entendido—le dijo, suavizando la voz—. Nopuedes hablar con Adhárel porque noestá en el palacio.

Duna dio otro paso hacia él.—¿Cómo que no está en el palacio?

¿Dónde está? ¿Ha hablado con Sirge…con el sentomentalista?

Dimitri le dio la espalda y avanzóhasta la enorme butaca tras el escritorio.

—Adhárel ha sido capturado —dijotras sentarse.

La muchacha sintió un mareorepentino y avanzó hasta la mesa para

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apoyarse.—Eso… eso es imposible. Ayer

estaba… hoy no… ¿Cómo… cómo hasucedido?

—Siéntate, por favor —le pidióDimitri, señalándole la silla frente a lasuya. Duna le hizo caso y volvió aclavar la vista en él—. Ha ocurrido estamañana. Mi hermano se encontrabadurmiendo en sus aposentos, como elresto del palacio. No había nadiedespierto cuando consiguieron atravesarlas defensas y entrar en su habitación.

Duna se llevó las manos a la boca.—¿Quién ha sido?—Belmontinos. Un grupo de

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invasores entre los que probablementehabía algún que otro sentomentalista. —Duna cerró los ojos para contener laslágrimas y Dimitri siguió hablando—.Adhárel debió defenderse, no me cabela menor duda. Pero le superaban ennúmero y no pudo hacer nada. Se lo hanllevado.

—¿Y la Guardia Real? ¿Y lossoldados de la entrada? ¿Nadie les vioni entrar ni salir?

Dimitri negó con la cabeza.—Como digo, los pocos que han

estado haciendo guardia esta noche nodieron ningún aviso. Entraron comosombras y se lo llevaron antes del

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amanecer. Dejaron un pergamino en supuerta para asegurarse de quesupiéramos quiénes habían sido.

—Esto es una pesadilla… —murmuró Duna incrédula—. ¿Y cuándoos habéis enterado vos?

—Esta mañana fui a buscarlo y ya noestaba. Todo ha sido muy rápido.

—¿Habéis dado ya el aviso?Dimitri negó de nuevo sin decir

nada.—¿Cómo que no?—Lo que menos necesitamos ahora

es que la gente descubra que su príncipeha sido capturado por los belmontinos.Si ni siquiera el propio príncipe está

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seguro en el palacio, ¿quién lo estará?Habría revueltas por todo el reino y seproduciría una situación insostenible.Además, desconfío.

—¿De quién?Dimitri asintió, apesadumbrado.—Soldados, sentomentalistas…

cualquiera podría ser parte de estaconspiración, Duna. Incluso ahora, enotra habitación del palacio, podríanestar tramando algo contra nosotros.

Duna reprimió un escalofrío y, sinpoder evitarlo, se puso en pie antes degritar:

—¡Pero… pero tenéis que haceralgo! ¡Tienen a Adhárel!

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—¡A mi no me levantes la voz! —rugió de pronto Dimitri. Después volvióa tranquilizarse y a bajar la voz—.Cálmate. Hemos enviado una partida depocos hombres a buscarle con la ordende no decir nada de lo sucedido a nadie.—Dimitri desvió la mirada y despuésañadió—: Bajo pena de muerte.

¿Y quién se quedará al mandoahora? La reina Ariadne podría…

—Mi… —se corrigió—, quierodecir, nuestra madre ha empeoradomucho tras conocer la terrible noticia.La recaída es insuperable, según suspropias palabras.

—¿Entonces…?

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El príncipe se puso en pie.—Yo me haré cargo de Bereth hasta

que todo se solucione.Cuando Dimitri pronunció aquellas

palabras, Duna pudo entrever unmensaje mucho más oscuro tras ellas.

—¿Por qué me habéis dado aconocer a mí esta información? —preguntó la parte de ella que aún no sehabía acobardado—. ¿No se supone quees algo confidencial?

Dimitri se acercó a ella rodeando lamesa hasta quedar tras el respaldo de susilla.

—No para ti —le susurró al oído.Duna sintió un escalofrío.

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—He de irme —dijo ella, echandohacia atrás la silla, pero Dimitri se loimpidió.

—Aún no he terminado.Dimitri se puso frente a ella y le

agarró las manos. Duna tragó saliva. Elpríncipe le sonrió y dijo:

—Todo va a salir bien. Conozco tustemores. No debes permitir que tecontrolen. Ahora no. Tu reino y tupríncipe te necesitan, Duna —dijo sinsoltarle las manos.

—¿Qué queréis exactamente de mí?Dimitri se acercó un poco más y,

casi en un susurro, le dijo:—Yo tengo las manos atadas. Pero

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tú no. —Se quedó en silencio, le soltólas manos y echó hacia atrás la sillapara dejarla salir—. Piensa en ello.

Y, sin entender muy bien por qué, lamuchacha se sintió decidida a hacer loque el príncipe le sugería. No lequedaba otro remedio.

Duna llegó a la cestería casitemblando. Desde que abandonara losaposentos de Dimitri no había dejado detemblar y no parecía poder dejar dehacerlo ahora. Había recorrido lasbulliciosas calles del reino sinpercatarse de nada. Como una autómata

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había cruzado la muralla y de la mismaforma había llegado a su casa. En sucabeza las palabras de Dimitri dabanvueltas en fragmentos sueltos einconexos en los que hacía rato quehabía dejado de pensar pero que seguíanallí, dando vueltas, yendo y viniendo,uno tras otro, hipnóticos, letárgicos…

En el momento en el que abrió lapuerta del jardín, Cinthia abrió la de lacasa y se abalanzó sobre ella.

—¿Has conseguido hablar con él?¿Lo solucionará? ¿Has visto a Sírgeric?

Duna apartó a su amiga a un lado yentró en el salón de la casa sin abrir laboca. Cinthia cerró la puerta y la siguió.

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—¿Qué pasa?Duna se mordió el labio inferior con

furia y tras unos segundos de silencio seechó a llorar desconsoladamente.Cinthia se acercó a ella y sin entender elmotivo del llanto, la abrazó.

Todo lo que había estadoreprimiendo durante las últimas horasestalló en aquel momento sin ningúncontrol. Aya apareció desde la cocina,alarmada por los llantos de Duna.

—¿Qué ha pasado?—Esto… no… Adhárel… no está…

—sollozaba Duna ante la perplejidad deAya y Cinthia.

—Cálmate Duna, no podemos

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entender nada de lo que dices.Cinthia abrazó con más fuerza a su

amiga y, unos minutos más tarde,consiguió controlarse.

—¿Qué ha pasado? —le preguntóCinthia en un murmullo, intentando serlo más delicada posible. Muchas eranlas posibilidades que rondaban sucabeza y ninguna era buena.

Duna tragó saliva, las miró y se secólos ojos antes de proceder a contarlesentre respingos todo lo que Dimitri lehabía dicho.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntóCinthia, conmocionada.

—Creo que debería ir a buscarle —

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respondió Duna—. A eso se referíaDimitri. Él no puede hacer nada, pero yosí.

Aya la miró con los ojosdesorbitados.

—¡No! —exclamó—. No, no y no.No dejaré que mi hija se vaya a un reinoen guerra a buscar a nadie, aunque seaun príncipe. Lo siento, Duna, pero meniego rotundamente.

—¡Aya, no puedes impedírmelo!¡Tengo que ir!

—Ya lo creo que puedo. Y… y loharé. ¿Qué vas a hacer tú sola? ¿Es queno ves que no puede salir nada bueno detodo esto?

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La mujer estaba empezando a llorar.Sabía que la batalla estaba perdida deantemano.

—Por favor, Aya. Tengo que hacerlo.Adhárel está en peligro y yo soy la únicaque puede hacer algo por él. Te juro quevolveré sana y salva. Aya, tengo queir…

La mujerona se dio la vuelta paraque no la viesen llorar.

—Si eso es lo que piensas… —dijo—. Ya eres… eres toda una mujer. Yo nopuedo protegerte si tú no quieres que lohaga. Si crees que es eso lo que debeshacer… adelante.

Duna sonrió agradecida, avanzó

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hasta ella y le dio un abrazo.—En ese caso —comentó Cinthia—,

creo que ya sé cual es mí cometido entodo este embrollo.

Duna y Aya se miraron y después segiraron hacia la joven. Esta vez ningunade las dos sonreía.

—¿Estás segura de lo que haces?—Completamente —contestó

Cinthia—. Si tú vas a ir a buscar aAdhárel a otro reino, lo menos quepuedo hacer yo es intentar sacar de lasmazmorras a Sírgeric.

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—Cinthia, no creo que…—¡Duna! ¡Él me salvó la vida! Estoy

en deuda con él. Debo hacerlo, y loharé.

La firmeza en los ojos de su jovenamiga dejó atónita a Duna. Sin dudaaquella idea debía de haberse estadofraguando desde el arresto de Sírgeric ypoco podrían hacer por disuadirla.

—No te digo que no, solo quiero quelo pienses detenidamente. ¿Qué harás site atrapan?

—Pelearé.—No sabes pelear.—Pues entonces les tiraré del pelo y

saldré corriendo.

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Duna suspiró intranquila y Cinthiaañadió:

—Confío en él, Duna, y sé que no estan malo como ellos quieren hacernoscreer. Solo te pido que me digas que nome estoy equivocando.

—No te estás equivocando —respondió Duna—. Simplemente estoypreocupada por lo que te pueda ocurrir,igual que Aya.

—Como ella misma te ha dicho: esel momento en que decidamos nosotras yno otras personas qué camino seguir.

—¿Sabes que cada día parecesmayor que yo? —bromeó Dunaesquivando un cojín lanzado por Cinthia

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y agradeciendo estos instantesdivertidos que tanto necesitaba y quetanto iba a echar de menos.

—Deja de burlarte de mí y damealgunos consejos útiles para entrar en elpalacio sin que me vean.

Duna asintió de nuevo, con seriedad,y acercó un pergamino, una pluma y unbote de tinta.

—El palacio tiene varias puertas porlas que se puede acceder. —Mientrashablaba, iba esbozando un mapa sencillodel palacio—. Todas estaráncustodiadas por los guardias… exceptouna.

Cinthia la miró sin comprender y

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Duna le guiñó un ojo antes de seguir conla explicación.

Cuando se hubo asegurado de queCinthia lo había comprendido todo y quele había respondido a todas suspreguntas, Duna subió corriendo a suhabitación y preparó un petate con laspocas pertenencias que le podrían serútiles en Belmont. Si no quería serdescubierta, tendría que pasardesapercibida. No estaba segura decómo irían vestidas las mujeres en elreino vecino, pero seguramente no sediferenciarían demasiado de las de

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Bereth. En cualquier caso, podríadisimular. Después de coger un calzadomás cómodo y besar el colgante de Ayaantes de colgárselo al cuello, bajó a lacocina y rellenó el espacio libre delpetate con frutas y hortalizas. No sabíacuánto tardaría ni cuándo volvería, si esque volvía, por lo que se llevó tantascomo pudo. En caso de que se leterminasen las provisiones antes dealcanzar Belmont, siempre podríaalimentarse de frutos del bosque.

Hizo un nudo al petate y se lo colgócon varias cuerdas a la espalda para queno le estorbase. Después se dirigió alsalón, donde Aya le esperaba con

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lágrimas en los ojos.—Dijiste que me apoyarías, Aya —

le recriminó Duna.—Y te apoyo, pero no puedes evitar

que una madre llore por sus hijas… —después estalló en llantos y la abrazócon fuerza. Duna también lloró, pero sesecó las lágrimas con el hombro de lamujerona antes de separarse—. Ten,llévate esto. Las noches a la intemperiepueden ser muy traicioneras.

Aya le entregó una gruesa capa concapucha de color verde oscuro. Lamuchacha se la ató al cuello y descubrióque en el interior de la misma había unpar de bolsillos abultados. Metió la

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mano y encontró en ellos varias mechaspara prender fuego.

—Te será más fácil encender unahoguera… —le explicó Aya, echándosea llorar otra vez.

—Muchas gracias —dijo Duna.En ese momento, Cinthia bajó por

las escaleras.—¡Lista! —dijo sonriente,

terminando de guardar el mapa a suespalda. Duna temió que su amiga no sehubiera planteado realmente los peligrosque encontraría durante su empresa,pero no dijo nada.

—Mis niñas… —dijo Ayasecándose las lágrimas—. Tened

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muchísimo cuidado. Si habéis deregresar, hacedlo sin miedo a lasrepresalias. Esta puerta seguirá siempreabierta para vosotras.

Las dos muchachas se abalanzaronsobre la mujerona y las tres se abrazaroncon fuerza. ¡Cuánto había cambiado todoen tan poco tiempo! Quién habría creídoque tendrían que abandonar tan pronto laseguridad que Aya les brindaba. Duna seseparó la primera y abrió la puerta.

—Volveremos antes de que te descuenta, Aya.

Cinthia asintió separándose de lamujer.

—Ya lo verás.

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Aya se mordió el labio para novolver a llorar y después de decirlesadiós, cerró la puerta.

—¿Tienes miedo? —le preguntóCinthia a Duna cuando llegaron al crucede caminos.

—Mucho —contestó.—Ten cuidado y prométeme que

volveremos a vernos.—Te lo prometo.Se volvieron a abrazar y al

separarse ninguna lloraba.—Es hora de partir —dijo Duna—.

Buena suerte. Saluda a Sírgeric de mi

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parte y… pídele disculpas.—Lo haré. Mucha suerte a ti

también.Y con estas palabras se separaron

sin tener la certeza de si podrían llegar acumplir su promesa.

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Los cuentos son como lasarañas, tienen largas patas, y

como las telarañas, queenredan a los hombres pero

resultan preciosas cuando lasves bajo una hoja de rocío de

la mañana, y, del mismomodo que los hilos de una

telaraña, están todosconectados uno a uno.

NEIL GAIMAN,Los hijos de Anansi.

Rapunzel era la niña más

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hermosa bajo el sol.Cuando cumplió doce años,la hechicera la encerró enuna torre que estaba en el

bosque y no tenía ni puertasni escalera, solamente arriba

una pequeña ventana.Cuando la bruja quería

entrar, gritaba desde abajo:¡Rapunzel!, ¡Rapunzel!, ¡deja

caer tus cabellos!

LOS HERMANOS GRIMM,Rapunzel.

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1Caminos diferentes

Cinthia llegó al final de las callejuelasde la ciudad y se detuvo. Sacó elpergamino doblado y lo contemplódurante un rato para orientarse bien,intentando recordar todas lasindicaciones de Duna. Cuando lo tuvobien memorizado, volvió a esconderlo ycruzó la enorme verja de los jardinesdel palacio.

Su intención era hacerse pasar por

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una doncella y entrar en el palacio sinlevantar sospechas. Si aquel plan nofuncionaba, tendría que probar otro. Searmó de valor y subió las escaleras delpalacio, preparada para mentir lo mejorque sabía.

—Buenas tardes —saludó a losguardias. Sin esperar una respuesta,avanzó hasta el portón esperando quelos guardias la cediesen el paso paradespués…

—¿Dónde crees que vas, niña? —preguntó uno de los guardias cruzandosu lanza frente al portón.

Cinthia le miró ofendida sin dejarseintimidar. Contaba con eso.

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—¿Cómo que a dónde voy? ¡Pues atrabajar! Ya llego tarde.

El otro guardia cruzó la lanza porencima de la de su compañero.

—No recuerdo tu nombre…—No os lo he dicho —replicó

airada, imitando algunos gestos quehabía aprendido de Lord Guntern—. Ydudo que recordéis siquiera mí cara.Soy nueva.

—Hummm… ¿nueva, eh?—Eso he dicho —contestó ella,

impaciente.—Pues hemos recibido órdenes,

señorita nueva, de no permitir el paso anadie durante el día de hoy sin

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autorización.Cinthia tragó saliva.—¿Sin… sin autorización? ¿Y qué

clase de autorización necesitáis?El otro guardia se acarició los

labios con la mano libre.—Déjame pensar… la carta de

trabajo será más que suficiente. Imaginoque la recibiríais antes de venir,¿verdad?

—¡Desde luego! —¿Carta deautorización? ¿De qué estabanhablando? ¡Duna no le había dichonada de ninguna carta de autorización!Más le valía salir de allí antes de quela apresasen por hacerles perder el

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tiempo—. Pero… pero la he olvidadoen casa. Sí, eso es… está en casa. Si medisculpáis iré a por ella y podrémostrárosla. Buenas tardes.

Hizo una pequeña reverencia y sedio media vuelta para bajar lasescaleras. Cuando estaba llegando a losúltimos escalones oyó las risascontenidas de los dos guardias. Sintióque se le enrojecían las mejillas pero nose dio la vuelta. Siguió avanzando hastaque estuvo fuera de su vista y después seescondió tras unos matorrales altoscerca del camino de entrada al palacio.El plan B acababa de comenzar.

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Duna recorrió el camino principalque unía Bereth con Belmont hasta llegara la bifurcación señalizada con variostablones en forma de flecha. Uno de losnuevos caminos llevaba a las Carpianas,las montañas situadas al oeste de Bereth;el otro camino la llevaría directamenteal este, a Belmont.

Barajó sus posibilidades y terminódecidiéndose por salirse del camino e irsiguiendo el recorrido entre los árboles,bajo la protección que le ofrecía elfollaje. No sabía quién podría transitarese camino en aquellos momentos, ni

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tampoco estaba segura de si los raptoresde Adhárel también habrían seguidoaquella ruta. Pero estaba plenamenteconvencida de que una muchacha solaandando por allí corría más peligrocuanto más a la vista se encontrase.Además, a punto de caer la noche, sesentía más protegida alejada de losbandidos y némades que recorrían aquelcamino yendo y viniendo de un reino aotro.

Los némades, según había escuchadodurante toda su vida, no eran peligrosos.Eran hombres y mujeres corrientes queviajaban de una punta a otra delContinente aparentemente sin hacer daño

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a nadie. Vivían en grupos numerosos yse alimentaban la mayoría de las vecesde todo lo que la naturaleza les ofrecía.Esa era la teoría, pensó Duna para susadentros mientras se internaba unosmetros en el bosque. En la práctica, losnémades, además de nómadas, eransumamente violentos y atacaban sinpiedad a quien intentaba robarles ohacerles daño. Entre ellos habíasentomentalistas, algunosverdaderamente poderosos, conocidosen todo el continente como Chamanes,aunque no pertenecían a ningún reino. Ypor eso eran considerados proscritos yrenegados de cualquier tierra con

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nombre. Se les había prohibido pasaruna sola noche en casi todos los reinos.Debido a ello, se veían obligados aviajar en largas caravanas de un bosquea otro, de una llanura a otra, sin poder oquerer, asentarse en ningún lugardeterminado. De vez en cuando —durante los días de mercado o de fiesta— los némades entraban en las ciudadese intentaban vender su mercancía o susartes a quienes estuvieran interesados,pero antes de que anocheciese, debíanabandonar los reinos y dormir a laintemperie. Aseguraban saber leer labuenaventura mediante diferentestécnicas, creían poder curar

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enfermedades utilizando ungüentosdesconocidos y algunos hastaaseguraban conocer el secreto de latransmisión de la sentomentalomancia.

Duna apartó unas ramas de sucamino sonriendo ante lo absurdo de laidea. No se podía elegir sersentomentalista o dejar de serlo, ymucho menos se podía otorgar ese dona placer… ¿o sí?

Para ella, igual que para muchos, losnémades eran unos estafadores de lomás variopinto a los que no se debíahacer ningún caso y con los que eramejor no cruzarse. Eso era todo. Porsuerte, en los últimos tiempos habían ido

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desapareciendo y actualmente noparecía que hubiese…

¡Crack!Duna se detuvo en seco. Había

alguien cerca. Sin moverse, intentóbuscar el camino entre las hojas de losárboles pero no alcanzó a verlo. Habíantranscurrido las horas sin que se diesecuenta y la luz se había ido esfumandopaulatinamente. Miró al cielo paracomprobar si ya era de noche ydescubrió un cúmulo de nubes negrasque no tardarían en cruzarse en sucamino. El sol debía de estar muy bajo,pues la luz cada vez era más tenue yrojiza. Volvió a prestar atención,

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intentando averiguar si era una personao un animal lo que andaba cerca.

¡Crick!Duna se dio media vuelta creyendo

que el sonido provenía de allí. Esperóunos segundos pero no volvió a escucharnada. Se obligó a recobrar lacompostura y siguió avanzandolentamente, preparada para echar acorrer en cuanto fuese necesario. Latormenta tronó a lo lejos y sintió unescalofrío. Se arrebujó bajo la capa yapremió el paso en busca de algúnrefugio donde guarecerse de la lluvia…y de lo que pudiera estar rondando a sualrededor.

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Lo primero que debía hacer eravolver a encontrar el camino para noperder la orientación. No había nadamás peligroso que perderse en el bosqueuna noche tormentosa. Justo en elmomento en que reapareció en el caminode tierra y rocas, sintió la primera gotaestrellarse contra su cabeza. Conociendolas tormentas de Bereth, sabía que notardaría en acabar calada hasta loshuesos si no hacía algo para evitarlo, asíque se puso la capucha sobre la cabeza yvolvió a internarse en el bosque, dondeal menos las hojas y las ramasdetendrían parte del aguacero.

Apretó con fuerza el colgante de

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plata que le había dado Aya y quellevaba para infundirse fuerzas, ydespués siguió esquivando ramas ytroncos caídos intentando recordar elcamino. Por suerte para ella, la lluvia noparecía estar cayendo con fuerza. Peroahora también tenía que esquivarcharcos de barro y pensar dos vecesdónde pisar para no escurrirse y caer alsuelo. En poco tiempo desaparecería laúltima luz del día y entonces tendría quedetenerse a descansar hasta el amanecer.Tan peligroso era salir al camino y dar aconocer su posición como andar por elbosque en medio de la oscuridad.

Cuando vio que no podía dar ni un

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paso sin saber a ciencia cierta si ibadirecta al camino o a un precipicio, sedetuvo. Se apoyó en el tronco húmedode un enorme árbol y se dio cuenta de locansada que estaba. No había dejado deandar durante horas y llevaba muchotiempo sin dormir. La lluvia seguíacayendo suave pero constante y noparecía querer remitir en mucho tiempo.

—¿Y ahora cómo voy a encenderuna hoguera? —se preguntó en voz baja.Necesitaba escuchar algo más a parte desus propios pasos y el agua.

Apoyó la espalda en el tronco yrespiró profundamente, obligándose adescansar. Después sacó del petate una

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manzana y empezó a comérsela abocados. Cuando fue a sacar unasegunda pieza de fruta, descubrió una luzno lejos de allí. Volvió a colgarse labolsa en los hombros y avanzó tanteandoel terreno intentando no terminar en elsuelo. A unos metros de ella, descubrióa tres hombres sentados alrededor deuna hoguera, cada uno de ellos cubiertocon un escudo ruinoso.

A primera vista, la muchacha nopudo determinar si eran némades,vándalos o caminantes a los que leshabía pillado por sorpresa la lluvia. Detodas formas, tampoco queríaaveriguarlo. Su aspecto a la luz de la

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lumbre no era nada amigable y juraríaque vestían harapos y ropas desgastadas.Uno de ellos comía a bocados un pedazode carne, seguramente previamenteasada, mientras los otros dos afilabansendos cuchillos haciendo saltar chispascon la piedra.

Duna notó que le rugían las tripaspese a haber comido la manzana. Dio unpaso hacia atrás para marcharse cuandoel zapato se le quedó enganchado enunos hierbajos y tuvo que agarrarse aunas ramas para no caerse de bocacontra el suelo. El ruido alertó a los treshombres, quienes escrutaron lassombras. Uno de ellos, el que hacía un

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instante había estado comiendo la carne,levantó uno de los troncos ardientes y loutilizó como antorcha.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó,balanceando el fuego de un lado a otro—. Sal, no te harrremos nada.

Duna terminó de acuclillarse porcompleto entre las ramas e intentóquedarse completamente inmóvil.

—¡Serrrá un animal! —comentó sucompañero, tras lo cual volvió asentarse.

—¡Pues no pienso dejarrrlo irrr! —le advirtió el otro, enarbolando conenfado la madera ardiente—. ¡A saberrrparrra cuando podremos volverrr a

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comerrr carrrne!Debían de ser bandidos, dedujo

Duna. Aunque pobres y mentirosos, losnémades eran muy duchos en el habla yno tenían un acento tan marcado. Era unade sus principales armas para engatusara sus víctimas. Duna se asomó concuidado para ver si ya se habíanrelajado y comprobó que el que llevabael fuego se había puesto a husmear en ellado contrario, el otro había vuelto acoger la piedra para afilar su armamientras que el tercero… ¿dónde estabael tercero?

La muchacha tragó saliva y searrebujó con fuerza bajo la ropa calada

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por la lluvia. Y aunque no seconsideraba una persona religiosa,agarró con fuerza el colgante por encimade la capa y pidió ayuda alTodopoderoso para que la sacase deallí. Entonces sucedieron tres cosas almismo tiempo.

En primer lugar, un haz de luzapareció en su pecho sin explicaciónaparente y atravesó la noche hastachocar con el tronco de un árbollejano…

Segundo, la muchacha gritóasustada…

Y tercero, una sombra, que habíaestado esperando el momento oportuno,

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se abalanzó sobre ella.

Cinthia se arrastró entre los arbustosperfectamente recortados del jardín dela entrada hasta alcanzar la esquinaderecha de la enorme extensión. Variosguardias charlaban entre ellos, máspendientes de la conversación que de lavigilancia. También había algunosjardineros que iban y venían con cubosde agua, pero nadie parecía haberadvertido la presencia de la joven.Cinthia sonrió para sus adentros yrecorrió el último tramo a gatas hasta

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una fuente con diversos pájaros depiedra. Aquel era el lugar que Duna lehabía indicado. Volvió a sacar elpergamino y leyó las indicaciones de suamiga:

La trampilla se encuentra cerca de lafuente de los pájaros. Podría estarcamuflada; busca una argolla en elsuelo. El pasadizo te llevarádirectamente al interior del palacio.

Guardó de nuevo el mapa y procedióa buscar la entrada del pasadizo.Primero miró a su alrededor y, trasvarios intentos infructuosos, decidió

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palpar el suelo con la esperanza dedescubrir la madera bajo el recortadocésped.

Un rato después, y comprobando quenadie la observaba, asomó la cabeza pordetrás de la estatua y dio una vueltarápida a la fuente mirando en todasdirecciones. Nada. Allí no había ningunaentrada. Tal vez Duna estuvieraequivocada, pensó Cinthia tras ocultarsede nuevo tras la estatua. Su amiga solohabía oído hablar de ella a esa talGrimalda el primer día que entró atrabajar en el palacio. ¡Y ni siquieraestaba segura de que el pasadizoterminase bajo aquella fuente! Es cierto

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que después escuchó algunos rumores deuna o dos de sus compañeras en lalavandería, pero nunca lo habíacomprobado por sí misma. Además,empezaba a oscurecer y un grannubarrón se acercaba rápidamente por eleste.

—Lo que me faltaba —farfulló.Alicaída y cansada, se sentó de

rodillas y mojó una mano en el agua dela fuente pensando en cual debería ser susiguiente paso. Y en ese momento notóque algo rozaba sus dedos. Extrañada,se asomó a la fuente y descubrió unaargolla de hierro oxidado a unoscentímetros bajo el agua.

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—Imposible… —comentóasombrada.

Se incorporó e introdujo toda lamano en el agua. Tomó entre los dedosla argolla y tiró de ella con fuerza, perono consiguió moverla. Volvió a probarun par de veces más y después se diopor vencida. No parecía haber ningunatrampilla en el suelo de la fuente.Cinthia sacó la mano del agua y se lasecó sintiendo un escalofrío por elviento que se había levantado; latormenta estaba muy cerca y estabaempezando a chispear Cuando las ondasdesaparecieron, volvió a asomarse y secon centró en buscar algo alrededor de

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la argolla. No tenía ni idea de qué era loque estaba buscando hasta que loencontró. Cada una a la misma distanciade la otra y en paralelo. Dos finísimosraíles labrados a ambos lados de laargolla. Al principio no reparó en ellos,pero cuando metió los dedos y lospalpó, descubrió que seguían hasta elcentro de la fuente.

Sin pensarlo dos veces, Cinthiacogió con las dos manos la argolla y tiróde ella hacia el centro de la estatua. Alprincipió no sucedió nada, pero pocodespués, algo empezó a ceder bajo lafuerza de sus manos y descubrió que laargolla se encontraba sobre una placa de

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piedra en el mismo suelo de la fuente. Yque esta continuaba por debajo y que,además, revelaba a sus pies, en elexterior de la fuente, una abertura por laque cabía perfectamente.

—¡Lo tengo! —exclamó en voz bajacuando el hueco fue lo suficientementegrande como para que cupiese por él.Cuando se encontró bajo tierra tiró deotra argolla que había en el techo ycorrió la trampilla secreta volviendo adejarlo todo como estaba.

En cuanto desapareció la últimafranja de luz, sacó una bombilla deldobladillo de su falda y, tras frotarla,esta comenzó a brillar. Era la última que

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le quedaba a Aya y se la había dado enel último momento. Cinthia se loagradeció en silencio y, bajo lapoderosa luz de la electricidad, avanzólentamente por el pasadizo de piedraescuchando corretear a los animalillosque huían asustados por la luz. Depronto, se oyó un trueno en la superficie,y a pesar de encontrarse a varios metrospor debajo, supo que la tormenta estabadescargando con fuerza sobre el palacio.Se alegró de haber encontrado la entradaa tiempo y de continuar seca.

Poco después llegó a un cruce decaminos y tomó el de la izquierda, elque la llevaría a la lavandería.

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Con la bombilla reluciendo en sumano había recobrado las fuerzas y yano sentía tanto miedo como al principio.Iba pensando en lo que le esperabacuando llegó a una portezuela quepresumiblemente daba a la lavandería.Corrió el pestillo chirriante y la abrió lojusto para comprobar que no había nadieen el interior. Estaba vacía.

Tan solo un par de candelabroscolgados de la pared alumbraban laenorme habitación. Siguiendo lasindicaciones de Duna, avanzó entre lasenormes palanganas hasta el extremoopuesto de la sala y después atravesó elportón que daba al recibidor del

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palacio.

Duna intentó esquivar a la criaturaque había saltado sobre ella pero le fueimposible. Dos enormes manos laagarraron por la cintura y, aún con eldestello de luz en el pecho, la levantó ahorcajadas y se abrió paso entre losárboles hasta la hoguera dondeaguardaban intrigados los otros dosbandidos.

—¿Qué has encontrrrado Claus? —preguntó el hombre de la antorcha,acercándose al monstruo que sostenía en

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volandas a Duna.El otro bandido dejó la piedra de

afilar en el suelo y se levantó despacio,intrigado.

—Suéltala —dijo—. No es más queuna señorrrita perrrdida en el bosque.

El tal Claus obedeció y dejó caer aDuna sobre el suelo embarrado. Lamuchacha ni siquiera se atrevió a mirarel rostro de su captor. Se limitó ataparse con fuerza el pecho para evitarque descubriesen la luz.

—Mucho gusto, señorrrita —dijodivertido el bandido de la antorchahaciendo una reverencia y mostrandouna sonrisa casi desdentada—. Aquí los

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otrrros y yo nos prrreguntábamos quehacíais espiándonos. ¿Pensabaisrobarrrnos al quedarrrnos dorrrmidos?

Duna negó con la cabeza sin decirnada.

—Déjala en paz, Corrrnwell —intervino el hombre del cuchillo—.Porrr favorrr, disculpa a misherrrmanos, no tienen modales.

Cornwell fue a replicar pero suhermano le indicó que guardara silenciomientras le alargaba su velluda mano aDuna.

—Levantaos. No vamos a hacerrrosdaño.

Duna se atrevió entonces a levantar

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la mirada y aceptó, temblando, lamanaza del hombre. Con la otra seguíacubriéndose el pecho. Cuando estuvo enpie, pudo distinguir sin dificultades losrasgos de sus captores.

Quien parecía ser el jefe del trio, yque aún no habla revelado su nombre,era alto, ancho de espaldas y vestía lasmejores ropas, aunque no fuesen másque prendas muy desgastadas. Tenía unabarba oscura de varios días y doscicatrices le cruzaban el rostro del ojoderecho al mentón. Pese a ser el menosdesagradable de los tres, seguía siendorepulsivo a la vista y Duna apartó lamirada en cuanto pudo.

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Cornwell era todo lo contrario a suhermano, excepto en lo de la fealdad.Era enano, calvo, rechoncho ydesdentado. Llevaba auténticos harapospor ropa, los cuales le llegaban hasta lospies, sujetos por varias cuerdas a laaltura de la cintura. Se cubría los piescon unas chanclas de maderaenmohecidas. Tenia la nariz torcidahacia un lado y uno de los ojos estabadesviado.

Pero el peor de los tres era Claus.Duna no lo habría considerado humanode no haber sido porque los otros dostambién se dirigían a él como hermano.En cualquier otra circunstancia la

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muchacha lo habría confundido con unogro de los que salían en los cuentospara niños. Claus le sacaba dos cabezasy tenía la cara más absurda que Dunahabía visto en sus casi dieciocho añosde vida. Los ojos bailaban de un lado aotro distraídos por las llamas de lahoguera y la mitad de la lenguasobresalía por fuera de la boca, curvadaen una media sonrisa permanente. Teníael pelo largo y encrespado, repleto dehojas secas que se habían quedadoenganchadas en él. Por ropa llevaba uncamisón de botones descolorido y unoscalzones rotos. Era el único de los tresque ya no prestaba atención a Duna. Le

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resultaba mucho más entretenido elchisporreteo del fuego.

—¿Querrréis comerrr algo? —preguntó el cabecilla, señalando eltocón donde había estado sentado hacíaun momento.

—No… gracias… —balbuceóDuna, rogando para sí qud* dejasenmarchar. Cada vez que se dirigían a ellaapretaba cada vez con más fuerza lasmanos contra el pecho, preguntándosequé podía ser aquella luz.

—¡No seas descorrrtés y siéntate! —le gritó Cornwell zarandeando laimprovisada antorcha a unos centímetrosde su cara.

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—¿Quierrres soltar de una vez portodas ese trrronco antes Je queacabemos arrrdiendo? —le regañó elcabecilla, girándose de inmediato haciaDuna—. Disculpad a mi herrrmano, hacemucho, mucho tiempo que no vemos auna mujerrr tan guapa como vos yquerrremos serrr hospitalarrrios.

Duna dio un paso hacia atrás alescuchar aquello. Tal vez, no selimitasen a robarle el contenido de sufardo. Tal vez quisieran algo más.

—Pe… perdonadme —tartamudeó—, pero debo seguir mi camino ollegaré… llegaré tarde…

—¿Alquien te esperrra? —preguntó

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el bandido, dando otro paso hacia ella.—Si… mi familia y mi… marido —

mintió, dando un segundo paso haciaatrás.

—Menuda suerrrte que tiene tumarrridito, ¿no? Una mujerrr tan guapano se encuentrrra todos los días —comentó el hombre, repasando con lamirada todo su cuerpo. Duna quiso deciralgo pero cuando el hombre posó lamirada sobre su pecho, se dio cuenta deque intentaba ocultar algo—. ¿Porrr quéte tapas tanto? No vamos a hacermenada…

Duna supo que si no echaba a correren ese momento ya no tendría

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escapatoria, asi que sin decir unapalabra dio media vuelta para salircorriendo pero descubrió que su caminoestaba cortado por varias rocas en lasque no habla reparado.

—¿Adónde vas? —preguntó elhombre con un deje de enfado en su voz,agarrando el brazo de Duna—. Todavíano hemos terrrminado contigo. ¡Claus!¡Cornwell! Venid aquí enseguida.

Duna quedó de nuevo rodeada porlos tres bandidos, quienes sonreíanmaliciosamente. El jefe, cansado de lainsistencia de Duna por taparse elpecho, le agarró con fuerza la mano y sela apartó. Entonces el haz de luz salió

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disparado y le dio en los ojos,obligándole a retroceder, cegado, ygritando asustado.

—¡¿Qué diablos me has hecho?! —bramó mientras se frotaba los ojos.

—¡Es una brrruja! —gritó Cornwellalejándose de ella junto a Claus.

Duna, que para entonces estaba tanasustada como los bandidos, miró pordebajo del vestido para descubrir,asombrada, que la fuente de luz no eraotra que el colgante que le regalara sumadre tiempo atrás.

—¡Apárrrtate de ahí! ¡Idiota! —rugió el cabecilla empujando a suhermano, quien se estaba acercando a

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Duna. Con furia avanzó hasta ella y latiró al suelo de un tortazo—. Ahorrra,brrruja, dámelo.

—¿El qué? —preguntó la muchachallorando y sin comprender qué clase demagia era aquella.

—¡La luzalita! —volvió a gritardesesperado.

—¡No sé de qué me habláis! —legritó ella.

El bandido, cada vez más enfadado,apretó con fuerza los puños y se agachófrente a la muchacha para despuésarrancar le del cuello el colgante. Susdos hermanos, sobre todo Claus, seacercaron embobados por el

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descubrimiento.—Imposible… —murmuró

Cornwell con la boca abierta.—De imposible nada —contestó el

otro bandido—. Si esta niña es tan ricacomo parrra llevarrr un trrrozo deluzalita al cuello segurrro que sabedónde hay más.

Duna, que al principio no sabía dequé estaban hablando, recordó de prontosu primer día en el palacio y laconversación que había mantenido conGrimalda de camino a la lavandería.

La enana le había dicho que era uninvento único… pero ¿y si no lo fuera?¿Y si el sentomentalista se lo hubiera

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regalado a la reina y esta a la enanaporque en algún lugar secreto seocultaba una ingente cantidad de aquelextraño mineral? ¿Y si alguna vez Dunao su madre estuvieron allí?

Grimalda le había explicado cómofuncionaba: con tan solo humedecerla, lapiedra comenzaba a brillar con luzpropia.

La frase quedó colgando de un hiloen la mente de Duna. Sin lugar a dudas,el colgante estaba hecho de la mismapiedra que el espejo de la mujercita. Deluzalita, según había dicho el bandido. Yahora, con la lluvia, debía de haberseactivado. Recordó la tormenta que se

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desató después del baile real ycomprendió que, entonces, la capa quellevaba había evitado que se mojase.

—¿Nos has oído? —preguntóentonces Cornwell agarrando la barbillade Duna—. ¡Danos más luzalita!

—¡Pero no tengo más! ¡Ese colgantefue un regalo!

—Mientes —gruñó Cornwell,soltándole la cara—. ¡Lo que quierrreses venderrrla y quedarrrte tú con todo eldinero!

El cabecilla avanzó hasta ella y searrodilló a su lado, balanceando elcolgante de un lado a otro. Ya no emitíaluz alguna. Debía de haberse secado.

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—Tal vez esté diciendo laverrrdad… —Duna le miró extrañada—. Perrro tal vez nos esté mintiendo…Cornwell, Claus, ¿queréiscomprrrobarrr si lleva más colgantescomo este escondidos debajo delvestido?

—Serrrá un placerrr… —contestó elbandido. Tras lo cual, se agachó juntoDuna mientras Claus empezó a cogermechones de su pelo para olerlos.

—Nuestrrro herrrmano —comentóCornwell— no tendrá lengua, perrrotiene un olfato excelente. Mejorrr que elde un jabalí.

—¡Soltadme! —gritó Duna pegando

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patadas y puñetazos a todos lados—.¡He dicho que me soltéis! ¡Socorro!

—Grrrita cuanto quieras —le dijo elcabecilla mientras le quitaba los zapatos—, parrra cuando alguien venga arescatarme nosotrrros ya estarrremosmuy lejos con toda tu merrrcancía deluzalita.

Sus dos hermanos se echaron a reír yempezaron a decir una grosería detrásde otra.

Duna ya había dejado de gritar y suslamentos se habían ahogado hastaconvertirse en un murmullo de súplicacuando un rugido cruzó el bosque enteropor encima de los truenos y la lluvia de

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la tormenta.—¿Qué ha sido eso? —preguntó

Cornwell soltando el brazo de Duna yponiéndose en pie.

Cinthia llegó al recibidor delpalacio y lo encontró tan vacío como lalavandería. Al parecer todo el mundotenía el día libre y ni siquiera se oía eltrajín en las cocinas, estuvieran dondeestuviesen.

La muchacha corrió hasta lasescaleras principales pero, en lugar desubir por ellas, las rodeó y encontró

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justo debajo una puerta de hierro que,supuso, la conduciría directamente a lasmazmorras. La abrió sin problemas ybajó los empinados escaIones de piedra.A cada paso que daba, la humedad y elfrío aumentaban, pero a diferencia deltúnel por el que había entrado esteestaba bien iluminado con antorchascolgadas en las paredes. Rozó con eldedo la bombilla y esta se apagólentamente Después la guardó de nuevoy terminó de bajar las escaleras decaracol apoyándose en la barandilla dehierro.

Cuando estaba llegando a losúltimos escalones, oyó que al guien

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hablaba a unos pasos de allí y se detuvo.—¿Qué harás con él, hermano? —

preguntó Dimitri. Aquella voz erareconocible en cualquier lugar. Perohabía algo que no encajaba…

—Iré a buscarla —contestó…¿Adhárel? ¿El príncipe Adhárel? Pero…¡eso era imposible!

—Tened cuidado, hermano —leadvirtió Dimitri—. Seguramente tengana Duna en el lugar más protegido delcastillo.

Ahora sí que todo había dejado deencajar para Cinthia. ¿Habían apresadoa Duna? ¿Pero cómo? Si nadie sabía quese dirigía a Belmont excepto ella, Aya

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y… Dimitri. Tenía que asegurarse deque el otro era verdaderamente Adhárel.Con sumo cuidado asomó la cabeza ydespués volvió a esconderlarápidamente; no había ninguna duda.Adhárel estaba hablando con su hermanoallí mismo, mientras Duna iba camino deuna trampa segura. ¡Tenía que avisar aAdhárel! Lo único que debía hacer erasalir de su escondite, contarle la verdady condenar a Dimitri por traidor…

—¿Y con el sentomentalista?Cinthia aguardó.—Es probable que tengas razón,

Dimitri —contestó Adhárel—. El muycanalla le tendió una trampa a Duna y la

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mandó directamente a la boca del lobo.Maldito… —se interrumpió—. Lequiero muerto para el alba.

Cinthia se llevó la mano a la bocapara no gritar. Sírgeric, no.

—Así se hará, hermano —leprometió Dimitri—. Así se hará.

La muchacha esperó a que laspisadas de los dos príncipes se hubieranalejado para sentarse en uno de losescalones y pensar con claridad. Si lecontaba a Adhárel la verdad, Dimitripodría decir lo contrario. Y era lapalabra de un príncipe contra la suya…Además, no había forma de demostrarlo.Duna se había ido y solo ella y Aya, las

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posibles cómplices de Sírgeric, losabían. No. No podía decirles nada sinantes haber visto a Sírgeric.

Se secó las lágrimas y se puso enpie. El joven debía de estar en alguna deaquellas celdas.

Con el oído atento a posibles pasosajenos, tomó el pasillo de la derecha yavanzó tan rápido como pudo mientrassusurraba el nombre del joven.

—Sírgeric, Sírgeric. Soy yo,Cinthia…

Los pocos reos que había en lasceldas dormían y ninguno se alarmó alverla husmeando por allí.

—Sírgeric. Por favor, responde —

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volvió a susurrar.—¿Cinthia? ¿Eres tú? —contestó

una voz cercana.—¡Sí, sí! Soy yo. ¿Dónde estás?—¡Aquí mismo! —dijo Sírgeric, y

una mano salió de una de las celdas.Cinthia la vio y corrió hacia ella

para encontrarse con su amigo. Sírgericse puso de pie y abrazó a Cinthia através de los barrotes.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó Sírgeric sin soltarla—. ¿Porqué has venido? ¿Dónde está Duna?¡Tienes que sacarme de aquí! ¡Me hantendido una trampa y van a ejecutarme!¡Dimitri está a la cabeza de la…!

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—Ya lo sé, ya lo sé —le interrumpióCinthia—. Shhhh, no hagas ruido o meencerrarán contigo.

—¡Pero hay algo más! ¡Lo descubríanoche!

—Ahora no, Sírgeric. Ha ocurridoalgo. —Cinthia se separó del abrazo yprocedió a contarle en susurros todo loreferente a Duna, Adhárel y Dimitri.

—Traidor… —exclamó Sírgericcuando Cinthia terminó de hablar—. Encuanto salga de aquí, Dimitri va a pagarpor todas sus mentiras.

—No, Sírgeric, tienes que ayudar aDuna. ¡Ella es la que corre más peligro!Dimitri puede esperar, pero Duna se

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encuentra sola en un reino que está apunto de declararnos la guerra.

De pronto se escuchó una tosecillaproveniente del interior de la celda deSírgeric. Cinthia miró hacia el interiorpero la oscuridad le impidió ver nada.

—¿No estás solo? —le preguntó.Sírgeric negó con la cabeza y se

internó en las sombras de la celda.Habló con alguien en susurros y al pocoreapareció de nuevo acompañado de unniño que se frotaba los ojos y bostezaba.

—Cinthia, te presento a Marco —dijo Sírgeric, acercando aj niño a losbarrotes—. Marco, esta es Cinthia.

—Mucho gusto —saludó el niño

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haciendo una pequeña reverencia yempezando a toser. Tenía peor aspectoque Dimitri y su delgadez asustó a lamuchacha. Temió que fuera a partirse endos en cualquier momento.

—Lo mismo digo, Marco —le dijoCinthia, y a continuación volvió adirigirse a Sírgeric—: ¿Quién es?

El joven le acarició el pelo al niño.—Era el hijo de Barlof.—El hijo de… ¿Pero cómo es

posible? Duna nos dijo que no teníafamilia.

Sírgeric le pidió que bajara la voz.—Es un sentomentalista. Su padre lo

envió a la escuela del palacio cuando

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empezó a demostrar sus aptitudes. Nodijo que era su hijo y a él le hizoprometer que nunca se lo diría nadie.

—¿Pero… por qué?—Porque mi madre era belmontina

—respondió el niño. Y cuando lo hizo,Cinthia recordó la mañana en queahorcaron a Barlof.

—Tú… él… ¡Eras el niño queestaba en la plaza! ¡Al que tuvieron quellevarse!

Marco asintió con la cabeza.—Barlof se refería al niño cuando

dijo que cuidáramos de él. No sé cómopudimos dudar de su padre…

—Tengo que sacaros de aquí

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enseguida —dijo Cinthia intentandoabrir la puerta por la fuerza—. Si elniño está contigo es porque le espera elmismo destino.

—No vas a poder abrirla; ya lohemos intentado.

—¿Entonces qué puedo hacer?Sírgeric la miró con picardía.—No necesitamos que la puerta se

abra para cruzar al otro lado. ¿Teimportaría darme un cabello tuyo?

Cinthia obedeció al momento alcomprender para qué lo quería. El jovenagarró con fuerza al niño y un instantedespués los dos aparecieron junto aCinthia libres.

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—Volvamos a casa —dijo Cinthiaabrazándoles.

—No. No podemos regresar a casade Aya. Será el primer lugar queregistren cuando vean que nos hemosfugado.

—¿Entonces?—Yo iré tan rápido como pueda a

Belmont para buscar a Duna. Tú llévateal niño al bosque.

—¡Pero eso es una locura! ¡Elbosque es casi tan peligroso como elpalacio!

Sírgeric suspiró pensativo sin saberdónde podrían esconderse. Cinthia fue aproponer algo pero entonces Marco

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dijo:—Yo sé dónde podríamos

escondernos.Los dos jóvenes se miraron,

dispuestos a escucharle.

Para cuando dieron la alarma,Cinthia y el pequeño Marco seencontraban escondidos bajo las callesde Bereth mientras Sírgeric iba decamino a Belmont.

Cuando abandonaron el palacio,Sírgeric robó una yegua de los establosde una granja alejada con la que pudoavanzar mucho más rápido. Acababa de

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dejar atrás el cruce de caminos cuandoun rugido lejano le obligó a controlar lamontura para que no se desbocase.

La lluvia seguía cayendo con fuerza.

Cornwell soltó las piernas de lamuchacha y se acercó a la lumbre casiextinta para agarrar un tronco ardiendo.

—¡Claus! ¡Echa un ojo porrr ahíparrra ver si encuentrrras algo!

El grandullón asintió embobado sindejar de sonreír, soltó el pelo de Duna yse perdió tras una roca.

—A lo mejorrr no ha sido nada… —

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murmuró Cornwell.—Tú calla y saca el arma porrr si

acaso.De nuevo otro rugido, aún más

poderoso y cercano, llegó a sus oídos.—Cada vez está más cerrca…Duna se alejó lentamente

aprovechando que nadie la vigilaba ycorrió a guarecerse tras las rocas.Ninguno de los bandidos la vio. ¿Quépodría estar emitiendo aquellos rugidos?La única respuesta posible no podía sercierta: el dragón nunca se había alejadotanto de Bereth.

Y entonces Claus cruzó el airepartiendo varias ramas de los árboles

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cercanos y aterrizando cerca de lahoguera con un sonoro golpe. Duna sequedó helada detrás de las piedras.

—¡Claus! —gritó Cornwellcorriendo hacia él—. SantoTodopoderrroso… Cleo, ¡está muerrrto!

El cabecilla corrió hasta ellos ydespués buscó con la mirada paradescubrir quién podría haberle hechoeso a su hermano.

—¡La muchacha se ha escapado! —comentó Cornwell sin dejar de acariciarel pelo de Claus.

—Deja en paz a la muchacha y salcorriendo de aquí antes de queacabemos como él.

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—¡Pero es nuestrrro herrrmano! ¡Nopodemos dejarrrle aquí!

Cleo se acercó a Cornwell y le dioun puñetazo en la cara.

—¿Pero tú errres idiota? ¿No hasvisto lo que le han hecho? ¡Recoge lascosas y salgamos pitando de aquí antesde que…!

De pronto se oyó una pisada gigantey el estruendo de varios troncospartiéndose.

—Viene hacia aquí —susurróCornwell, temblando de miedo.

De nuevo se oyó otra pisada más yvarios árboles cayeron muy cerca dedonde se encontraban. Uno de ellos

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golpeó la hoguera y la extinguió porcompleto. Duna se asomó para ver quéestaba sucediendo y, por primera vez ensu vida, presenció la silueta del dragón.

La criatura se encontraba frente a losdos bandidos, entre la maleza y erguidosobre sus cuatro patas. La hoguera sehabía extinguido por completo, de modoque no era mucho lo que podíadistinguirse. Entonces, Cleo sacó de subolsillo el colgante de luzalita y en unacto temerario escupió sobre él paraactivarlo. Fue una mala idea.

En cuanto la luz golpeó al dragón enlos ojos, se revolvió molesto y rugió aúncon más fuerza, haciendo gritar a los dos

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bandidos, quienes salieron corriendohacia el otro extremo del pequeño claro.El dragón, mucho más rápido y grandeque ellos, dio un pequeño salto ybatiendo las alas cayó justo al otro lado,cortándoles el paso. Los dos hermanosvolvieron a gritar y Cleo soltó elcolgante, deseando que el dragón fueratan tonto como su hermano muerto y quese quedase contemplando la luz… algoque no sucedió.

La criatura alargó una de sus garrasdelanteras y cogió el tembloroso cuerpode Cleo.

—No… ¡No porrr favor! —lloriqueaba—. No me hagas nada, a mí

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no ¡A mí no!El dragón volvió a rugir.—¡Ayúdame, herrrmano! —

sollozaba buscando a Cornwell con lamirada—. ¡Clávale la espada!¡Distrrráele!

—Te… te… tenías razón, Cleo… —tartamudeó el otro bandido—. Serrráme… me… mejorr que salga de aquícorrriendo.

Y ante el asombro de Duna y Cleo,Cornwell puso pies en polvorosa ydesapareció por el enorme claro que eldragón había dejado al abrirse pasoentre los árboles.

Duna volvió a mirar al dragón a la

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luz del colgante caído en el suelo y sequedó maravillada. Era mucho másespectacular de cómo lo habíaimaginado. Aunque sus colores no sedistinguían bien en la noche, podíanadivinarse escamas brillantescubriéndole todo el cuerpo, desde elcuello hasta las patas. Su cabeza estabacoronada por dos afilados cuernos quese curvaban hacia delante y los ojosrelucían como diamantes sobre el hocicoalargado y repleto de peligrosos dientes.

—¡Cooooooooooooooornwell! —gritó Cleo sorbiéndose los mocos—.¡Maldito bastarrrdo!

El dragón rugió una vez más y lanzó

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el cuerpo del bandido lejos de allí, porencima de los árboles. Duna locontempló asombrada. En lugar decomerse al bandido, como erapresumible, la criatura lo habíarechazado. Duna no dudaba que Cleohubiese corrido la misma suerte dehaber sido engullido, pero, aun así, lepareció todo un gesto por parte deldragón. Agradecida por haberle salvadode sus captores, la muchacha decidióque, pese a estar asustada, debíapresentarse ante el dragón. Pero ¿y siera como en su sueño? ¿Y si intentabacomérsela o lanzarla de un puntapié a laotra punta del Continente? Duna sacudió

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la cabeza y salió de detrás de las rocas.El dragón giró la cabeza en cuanto la viopero se quedó donde estaba. Lamuchacha avanzó con las piernastemblando y le hizo una reverencia sinsaber si era eso lo que debía hacer…¡nadie le había explicado cómocomportarse ante un dragón!

—Gracias —le dijo mientras volvíaa incorporarse.

El dragón la miró unos segundos mássin moverse y después emitió un rugidomucho más suave que antes. Acontinuación, dio un paso hacia atrás yse alejó de allí batiendo las alas,perdiéndose en la noche. Duna se quedó

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un rato más mirando el cielo y sintiendola lluvia sobre su rostro, ya de por siempapado. Su deseo de ver al dragón sehabía hecho por fin realidad.

Cuando salió del ensimismamientorecogió sus pertenencias desperdigadaspor el barro y el colgante de Aya. Losecó con la enagua para que dejase derelucir y después volvió a ponerse enmarcha. Ya encontraría algún sitio mejorpara pasar la noche, pensó.

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2Por la espalda

Adhárel despertó a la mañana siguientecon el mismo e intenso dolor de cabezade cada mañana. En cuanto abrió losojos, el recuerdo de los sucesos pasadosle asaltó repentinamente e,incorporándose, gritó:

—¡Duna!Se llevó rápidamente las manos a la

cabeza intentando que el dolor remitiesey se puso en pie para vestirse. El día

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anterior, tras hablar con Dimitri, decidióque no perdería ni un momento y que iríaen busca de Duna y de sus captores encuanto preparase y avisase a sushombres; pero en lugar de aquello,Adhárel había caído rendido en su camapoco antes de la medianoche.

Excelente, se dijo, eres todo unvaleroso príncipe.

Pero ahora que estaba despierto noperdería más tiempo. Terminó decalzarse y salió corriendo en busca desus hombres. Cuando llegó al recibidor,Dimitri le esperaba con un grupo decaballeros que hicieron una reverenciaal verle.

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—Dimitri, ¿qué estás haciendo?Su hermano se adelantó.—Pensé que no te importaría que

organizase a tus hombres para partir hoymismo, ya que anoche estabasindispuesto.

Adhárel echó un vistazo a aquellosdesconocidos con capas y armaduras ymurmuró:

—Pero estos no son mis hombres. Nisiquiera les había visto antes.

Dimitri se dio la vuelta y les señaló.—Lo sé, hermano. Son la nueva

hornada del ejército. Acaban determinar su formación y ya han estadotrabajando en algunas misiones de

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reconocimiento. Son magníficos.—No, no lo son. Quiero a mis

hombres —respondió Adhárelapartándole de su camino—. Y si medisculpas, voy a buscarles ahora mismo.

Dimitri corrió tras él y le agarró delhombro para detenerle. Después lesusurró al oído:

—Pero Adhárel, dales unaoportunidad. Tus hombres ahora mismono están disponibles. Ayer les di el díalibre; ellos también merecen descansarde vez en cuando.

—¿Que hiciste qué? —le preguntóAdhárel, girándose enfurecido—.¿Desde cuándo tomas tú las decisiones

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aquí?El resto de hombres se miraron

incómodos sin decir nada.—Hermano… no te enfades

conmigo. Pensé que… no imaginaba quefuese a suceder todo esto… algunosincluso se han marchado de Bereth paraver a sus familias.

Adhárel hizo ademán de contestarpero el portón principal se abriórepentinamente y por él entró Ruk, eltuerto.

—¿Me habéis hecho llamar, alteza?—preguntó el hombre haciendo unareverencia ante los príncipes.

—He sido yo —contestó Dimitri.

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Después se dirigió a Adhárel—: ¿Loves, hermano? En cuanto vi quenecesitarías a tus hombres, corrí abuscarles, pero solo Ruk seguía enBereth.

Adhárel estudió con ojo crítico lasituación, observó a Ruk y, pocodespués, asintió.

—Está bien. Me los llevaréconmigo. Confío en ti, hermano. Esperoque los hayas elegido bien.

Dimitri le devolvió una sonrisa ycontestó:

—Mejor de lo que imaginas.

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El pequeño pelotón atravesó acaballo las puertas del palacio endirección al bosque con Adhárel a lacabeza. Si mantenían un buen ritmodurante la mañana, en poco tiempollegarían al reino de Belmont. Soloharían una parada para almorzar y dardescanso a los caballos.

Tras la tormenta de la nocheanterior, el camino estaba embarrado ycubierto de ramas e incluso algún queotro tronco caído. Los caballos losesquivaron con facilidad y siguieronadelante, pasando por el cruce decaminos e internándose en la parte del

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bosque que ya pertenecía al otro reino.Eran siete los hombres que le

acompañaban, de los cuales soloconocía a uno, pero si su hermano loshabía elegido, serían los adecuados. Eraagradable mirar al pasado y ver lomucho que había cambiado Dimitri entan poco tiempo. Algún día sería elgobernador de Bereth y aún le quedabamucho por aprender. Pero verle tancentrado, tan preocupado por el reino,incluso por Adhárel, le infundíaesperanzas de que no tardaría enconseguirlo. El príncipe sabía que suhermano no lo había tenido fácil durantesu vida: siempre tras su sombra, siempre

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tratado como el segundón, alejado delpoder… y eso había ido calandolentamente en su personalidad. Y aunqueAdhárel lo sabía, no podía hacer nadapor evitarlo. Y tendría que ser Dimitriquien lo descubriese para podercambiar. Al parecer, el proceso ya habíacomenzado.

—¡Alteza! —le gritó Ruk situandosu montura junto a la del príncipe.Adhárel tiró de las riendas de su caballoy le obligó a aminorar el paso—. Loshombres están cansados. Nospreguntábamos si podríamos parar adescansar. Belmont ya no queda lejos.

El príncipe miró al cielo y vio que

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el sol ya se encontraba en su cénit.—No creo que haya ningún

problema —contestó, levantando lamano para avisar a los demás de que sedetendrían allí mismo. A la derechahabía un pequeño claro. Los caballosfueron deteniéndose y Adhárel se apeóde su montura para atar las riendas a unárbol. El resto de los hombres leimitaron.

Tras estirar las piernas, sacaron unashogazas de pan y se sentaron a comer.Mientras tanto, Adhárel se puso aestudiar los mapas de Belmont sinadvertir las miradas de complicidad quese dirigían los hombres a su espalda.

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Tendrían que rodear el reino paraentrar por donde Belmont menos loesperaba. Después deberían entrar en elcastillo de algún modo y rescatar a…

—¿Alteza?Adhárel se dio la vuelta dispuesto a

exigir que no le molestasen cuandosintió un golpe seco en la nuca. Elpríncipe gritó de dolor y cayó al suelocomo un fardo.

—Cambio de planes, alteza —dijoRuk con una rama en las manos.

Adhárel se puso de rodillas ydespués, tambaleándose hacia atrás, seacuclilló para desenvainar la espada.

—No es una buena idea, alteza —

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comentó otro hombre. La guardia lehabía rodeado y cada uno le apuntabapor un flanco con su espada.

—¿Qué está… pasando aquí? —volvió a preguntar Adhárel terminandode desenvainar la espada y poniéndosecompletamente de pie.

—Preguntadle a vuestro hermano —respondió de nuevo Ruk, moviéndose encírculos a su alrededor—. Al parecer élsí sabe qué hacer con Belmont.

—¡Mentís! —gritó Adhárellanzándose con la espada a por variosde los hombres y obligándoles aretroceder—. Mi hermano no hapodido…

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—¡Desde luego que ha podido! —leinterrumpió Ruk, alejándose de la pelea—. ¿Por qué creéis si no que ninguno devuestros hombres está aquí?

Adhárel esquivó una estocada, diomedia vuelta y le clavó el acero a unode los hombres en el estómago. El restose puso en guardia y esta vez fueron doslos que le acorralaron.

—¡Pero tú estás aquí! ¡Tú eresuno… de mis hombres!

Ruk se echó a reír, balanceando lapesada rama entre sus manos.

—Yo soy hombre del mejor postor.Y en este caso, ese es vuestro hermano.

—Traidor… ¡Sois todos unos

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traidores! —gritó Adhárel lanzándose apor uno de los dos soldados que leacosaban. Tenía que llegar a su monturacomo fuera para escapar de allí.

Maldito Dimitri, pensaba mientrasdetenía estocadas de un lado y de otro.Le había llevado a una trampa y nisiquiera lo había visto venir. Todo estetiempo había estado mintiendo yconspirando contra él y contra el reino.¿Qué pensaba hacer? ¿Proclamarse reyde Bereth? Si Barlof hubiera estado aquípodría haberlo adivinado, pero ya seencargó su hermano de que no fuera así.Ahora no le cabía ninguna duda, su fielamigo también había caído en la trampa

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de Dimitri. Y él lo había permitido apesar de que Barlof juró que eramentira. Pero ¿cómo había podidoengañar a los sentomentalistas? ¿Qué viltruco había utilizado para ello? ¿Otambién formaban parte de laconspiración? No podría volver a fiarsede nadie.

—¡No os saldréis con la vuestra! —gritó de nuevo, lanzándose al suelo trasclavarle la espada a otro hombre a laaltura de los riñones. Todavía quedabancinco, y esta vez se acercaban a él desdetodos los flancos.

—¡Deteneos a reflexionar! —suplicó Adhárel, intentando ganar

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tiempo. Los hombres le iban cercandolentamente—. ¡Dimitri entregará Beretha Belmont en bandeja!

Los hombres se miraron entre sí y seecharon a reír.

—¿No me digáis? Eso sería toda unalástima —ironizó el hombre que tenía enfrente. Entonces se descubrió laarmadura y le mostró el tatuaje de labandera de Belmont que llevaba en elhombro.

—Vosotros no sois… —murmuróAdhárel.

—Bravo, alteza —dijo otro de loshombres—. Solo habéis tardado unamañana en descubrirlo.

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Con furia, Adhárel se lanzó a porellos en un intento desesperado porllegar nuevamente hasta los caballos.Pero en ese momento, cuando esquivabala espada de uno de los belmontinos,sintió un golpe seco en la cabeza y cayóde rodillas al suelo. La espada se leescurrió de las manos y, aunque hizotodo lo posible por mantenersedespierto, no tardó en perder elconocimiento, precipitándose en la másabsoluta oscuridad.

—Que durmáis bien, alteza —murmuró Ruk tirando la rama junto alcuerpo inerte del príncipe.

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3En la trampa

Hacía rato que había amanecido cuandoDuna llegó a la linde del bosque.

Había conseguido descansar un parde horas en una cueva formada por unmontículo de rocas y, a pesar de que nohabía dormido lo suficiente, se sentíamucho más descansada y optimista.

Tras mirar a todos lados, corriódesde el último árbol del bosque hastala primera casa del nuevo reino. Al

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principio tuvo la sensación de que lasconstrucciones eran idénticas a las deBereth, pero, prestando más atención,pudo comprobar que no era así: lasparedes de las casas, aunque de piedra,estaban agrietadas y enmohecidas; lostejados eran de una paja tan fina quealgunas de las viviendas colindantesincluso los tenían rotos. Seguramente latormenta pasada hubiera terminado porderrumbar algunos de ellos. Ante ella seextendía una explanada de cosechas desecano que brillaban bajo el sol,salpicadas por algunos charcos negros.Los pocos animales que Duna veía enlas inmediaciones estaban flacos y

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sucios; incluso los caballos daban lasensación de no poder cargar nada sobresus grupas.

Viendo todo aquello, la muchachaimaginó cómo tendría que vestirse parano llamar la atención, algo que no tardóen confirmar. La mujer de la casa tras laque Duna se ocultaba salió por la puertacargando una cesta repleta de ropa,presumiblemente sucia. Llevaba el pelorevuelto y algunos mechones volabanlibres de allá para acá. El vestido quellevaba estaba roto en algunas partes yel bajo quedaba oculto por una capa debarro seco. En los pies llevaba lo queparecían ser unas chanclas de esparto

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deshilachadas por el talón. Cuando lamujer se alejó con la cesta de ropa,Duna se miró las vestimentas y decidióque tendría que hacer algo para nollamar tanto la atención.

Se puso de cuclillas y, cogiendo conlas manos un pegote de barro del suelo,cubrió su vestido para despuésextenderlo de arriba abajo. Acontinuación, cogió otro montón más yrepitió la misma operación hasta quequedó totalmente irreconocible. Cuandoterminó con el vestido, se llevó lasmanos al pelo y se lo despeinó hasta quele quedó como el de la mujer queacababa de ver. Por último, volvió a

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untarse las manos en barro y se pusoalgunos manchurrones por los brazos.

—Todo sea por la causa… —comentó mientras se incorporaba y salíade su escondite.

Convino consigo misma no hablar sino era necesario para pasar aún másdesapercibida.

Las primeras casas de Belmont, aligual que sucedía en Bereth, seencontraban a un par de kilómetros de lamuralla, la cual rodeaba el núcleo de laciudad y el castillo. Con paso rápido,Duna recorrió los embarrados camposde cultivo intentando no perder detallede lo que ocurría a su alrededor. Los

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pocos granjeros que trabajan en loshuertos eran la viva imagen de losanimales que les rodeaban. Todosestaban en los huesos y se movíanarrastrando los pies y las azadas con lamisma falta de energía. Nadie reparó enella.

—Santo Todopoderoso… —murmuró Duna tragando saliva ysintiendo verdadera lástima por ellos.

¿Cómo había llegado Belmont aaquella situación? Seguramente fueseobra del tirano que reinaba en aquellastierras. El mismo que había apresado alpríncipe Adhárel para sus fines máscrueles: Teodragos.

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Con estos pensamientos rondándolepor la cabeza y con el nombre del cruelrey resonando en sus oídos, Duna seagarró la falda y avanzó a grandeszancadas por encima de los charcos ylas elevaciones del terrenosupuestamente cultivado.

Poco después, y con el sudorempapándole el rostro, llegó a lo queparecía ser el portón y la muralla de laciudad. Y solo lo parecía porque, adiferencia de la de Bereth, aquellamuralla era mucho más baja y estabaparcialmente derruida. El portón estabavigilado por un guardia con el uniformedel reino que, en lugar de estar atento a

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quienes lo cruzasen, se entreteníaparloteando con un par de mujeres quele daban conversación.

Quién diría viendo esto que laguerra es inminente, pensó Dunamientras cruzaba el portón con la cabezagacha.

Ya en el interior, levantó la mirada yse quedó impresionada. El interior de laciudad le resultó todavía más increíbleque los campos que había dejado atrás.Las casas de Belmont eran mucho másaltas que las de Bereth. Las máspequeñas debían superar en varios pisosa las casas más grandes del otro reino.La proximidad entre ellas y la estrechez

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de las calles hacían de Belmont un lugaridóneo para los días de calor asfixiantecomo aquel. El sol no penetraba porninguna parte y en las callejuelas elviento corría más fresco.

Pudo apreciar mientras subía por laque parecía ser la más ancha de lascalles que el color que máspredominaba era el gris. Las paredesestaban hechas con roca gris, losadoquines del suelo, al menos los quequedaban, eran grises y los tejadostambién estaban construidos con pizarraoscura. Jamás se hubiera imaginadoBelmont de aquel modo si no loestuviera contemplando con sus propios

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ojos. La única palabra que encontrabapara describirlo era deprimente. Yaquella sensación aumentaba a medidaque los belmontinos empezaron a salirde sus casas y a abrir tiendas ynegocios. Nadie sonreía, nadie saludabay, si no era necesario, nadie levantaba lamirada del suelo. Parecían tan faltos devida como las casas que les rodeaban.

Pero con tanta gente allí viviendo,¿en qué se invertían todos los impuestosy diezmos que seguramente cobrase elrey a sus habitantes? Desde luego no enhigiene, pensó Duna esquivando un buenmontón de porquería apilado en unaesquina. No volvería a quejarse del

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gobierno de Bereth nunca más, seprometió al ver aquello. Por lo menospor sus calles se podía pasear sin sentirla necesidad de dejar de respirar.

Duna sintió una punzada de nostalgiaal pensar en Bereth pero aceleró el pasoal recordar el motivo que la habíallevado hasta allí.

Cuando estaba llegando al final de lacalle, la mayoría de los tenderos seencontraban ya a las puertas de susnegocios, sentados en taburetes,esperando a la clientela sin intentarvender la mercancía a voz en grito comoocurría en Bereth. Prácticamente no seoía ni un ruido. Nadie reía, ni hablaba.

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Y entonces la muchacha comprendió quéera lo que más echaba en falta: a losniños. No había chiquillos corriendo, nigritando, ni peleándose. No habíamadres regañando a sus hijos, nipaseándoles de la mano. Nada. Soloadultos. Las mujeres y los hombres ibande una tienda a otra comprando lo quenecesitasen sin intercambiar apenas dospalabras con los vendedores. Todo en elmás absoluto silencio. Por un instanteDuna recordó las clases con LadySoriana en la escuela del Este. Inclusoen aquella aula había más ruido y másvida que en las calles de Belmont.

Seguía pensando en aquello cuando

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la calle terminó abruptamente. Derepente ya no había ninguna casa ni a unlado ni a otro. De nuevo pudo ver el solen lo alto del cielo, y el castillo frente aella le invitaba a acercarse. Lamuchacha recorrió un camino de tierraque conectaba la gigantescaconstrucción con el resto de la ciudad,un camino flanqueado por unavegetación incluso más descuidada quela de los campos de la entrada al reino.No había dado ni diez pasos cuandoadvirtió el enorme foso que rodeaba alcastillo.

—Con eso no había contado… —comentó para sí.

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Tendrían que crecerle alas si queríallegar al otro lado. Además, el puentelevadizo que había enfrente seguramentesolo se bajase muy de vez en cuando yestaría más vigilado que el portón quedaba acceso a la ciudad. Dio una vueltasobre sí misma y descubrió unosmisteriosos postes de hierro separadosvarios metros unos de otros y querodeaban a cierta distancia la muralla yel foso del castillo. Duna no pudoimaginar para qué servirían, peroparecían crear una barrera invisibleentre la ciudad y el castillo. Se encogióde hombros y volvió a estudiar laenorme construcción.

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He llegado hasta aquí, pensómientras buscaba con la mirada otraopción. No había nada que hacer.Adhárel perecería en lo más profundode aquel castillo mientras ella esperabajunto aquel foso.

Con mucho cuidado avanzó hasta elborde y se asomó para comprobar sualtura. Después observó de nuevo elcastillo, buscando algún vigía que lahubiera detectado. Al no encontrar anadie, pensó que, tal vez, lanzándose alagua encontraría la manera de… ¿Perose estaba volviendo loca? ¿Cómo iba atirarse a ese foso? ¡Si el golpe no lamataba seguramente las alimañas que

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vivían en él se encargarían de ello! Sellevó las manos a la cabeza, frustradapor la situación. El calor la estabavolviendo loca. Definitivamente, tendríaque regresar a Bereth y dar la alarma,como debería haber hecho en cuantoDimitri le contó lo sucedido. ¿Quéestaba haciendo allí sola? ¿Quépensaba? ¿Que iba a encontrar todas laspuertas abiertas y que Teodragos lasaludaría cuando recogiese a Adhárel?Se había comportado como una niñaestúpida.

Al menos espero que a Cinthia lehaya ido mejor, deseó con lágrimas enlos ojos.

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Dio un paso atrás para marcharsecuando de pronto descubrió una sombraen el suelo, justo a su lado. No estabasola. Tras la aventura sufrida con losbandidos del bosque, su primera ideafue la de echar a correr, pero despuéscomprendió que la única salida posibleera lanzarse al vacío. Algo que habíadesestimado hacía solo unos instantes.No, se enfrentaría a quienquiera quefuese. A lo mejor era un pobre mendigo,tal vez…

La sombra avanzó hacia ella. Unpaso. Otro. Ya casi podía sentir sualiento en la nuca.

También podría darle un empujón; si

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era como el resto de belmontinos quehabía visto, no le costaría muchoderribarle.

Entonces todo sucedió muy rápido.Duna se decantó por el empujón rápido:dio unos pasos atrás, lanzó su codohacia donde imaginaba que estaba elestómago de quien la estuviera vigilandoy después… después cayó al suelodándose un fuerte golpe cuando su codoencontró poco más que aire. Acontinuación, la sombra cambió de lado,volvió a situarse a su espalda ytapándole la boca y la nariz con lasmanos, la obligó a levantarse. Duna,asustada y conteniendo la respiración,

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dejó que el desconocido la arrastrara sinsaber a dónde la llevaba. En la ciudadutilizaría las energías en llamar laatención de algún belmontino para queacudiera en su ayuda, aunque dudabaque alguno lo hiciese.

Cuando empezó a sentir más frescory se vio rodeada por las casas grises,Duna lanzó un puntapié a la espinilla desu captor y consiguió zafarse de la manoque le tapaba la cara con el tiemponecesario para atizarle en el estómago ysalir corriendo. Pero, nuevamente, sinhaber podido avanzar apenas unospasos, Duna volvió a sentir una manoque le agarraba la cintura y otra

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tapándole la boca. Fuera quien fuese, noiba a permitir que se marchara tanfácilmente. La muchacha miró a todoslados en busca de ayuda, pero advirtióque aquella no era la misma calle por laque había venido y que en esta no habíani un alma.

—¡Fuenfafe! —gritó Dunaintentando morderle la mano—. ¡He difoque e fuelfes!

—¡Soy yo, Duna! —dijo de prontouna voz a su espalda—. Estate quieta ono podré liberarte.

La muchacha tardó unos instantes enasimilar aquellas palabras. Dejó deoponer resistencia al escuchar su

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nombre y notó cómo la liberaban. Se diola vuelta para encontrarse frente aSírgeric.

—¡Por el Todopoderoso! —exclamóDuna abrazando a su amigo—. ¡Estásbien!

—No gracias a ti, desde luego —contestó él devolviéndole el abrazo.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo me hasencontrado?

Sírgeric se encogió de hombros.—He cabalgado toda la noche.

Hemos de salir de aquí. Cinthia meavisó de lo que estaba sucediendo y medijo que habías venido a Belmont pararescatar a Adhárel.

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—Así es, pero no puedo entrar en elcastillo. El foso…

—El foso es infranqueable, créeme.He vivido al otro lado de esa muralladurante años.

—¡Tendrá que haber otra entrada!—¿Crees que si la hubiera se

habrían molestado en construir el restode defensas?

Duna negó con la cabeza alcomprender que su amigo tenía razón.

—Aun así, ahora mismo no haynadie vigilando, podríamos…

Sírgeric la miró alarmado.—Oh, no… —comentó.—¿Oh, no? —le preguntó Duna

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poniendo los brazos en jarra—. ¿Cómoque oh, no?

—¿Nadie te ha explicado nada sobrelas defensas del castillo?

Duna le miró sin entender y volvió anegar con la cabeza. Sírgeric la agarróde los brazos, alterado, y la llevó hastaun portal oscuro.

—El castillo de Belmont —explicóel joven sin levantar la voz— tiene tresmecanismos de protección y defensa. Elprimero es el foso, el segundo es laexplanada que lo rodea. Cualquiera quese aproxime es descubierto antes dealcanzar el castillo.

—Bueno, eso es como en todos

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lados —le interrumpió Duna, nerviosaal ver tan alterado a su amigo—. ¿Y cuáles el tercero?

—Los sentomentalistas.Duna enarcó una ceja, escéptica.

Cuando se aproximaba, no había visto anadie.

—¿Has dicho algo? —le preguntóSírgeric de repente—. ¿Has dicho algomientras estabas ahí fuera? ¿Lo quefuera?

Duna le miró sin comprender.—No… sí… bueno, creo. Imagino

que murmuraría algo al encontrarme conel foso… ¿Por qué? ¿A qué viene tantosecretismo, Sírgeric? Me estás

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asustando.—¡Maldita sea! —exclamó el joven

mirando en derredor—. ¡Duna, esto esuna trampa! Hay que salir de aquíenseguida.

—¿Una trampa? ¡Pero no podemosirnos sin rescatar a Adhárel!

Sírgeric agarró a Duna de la manopara arrastrarla fuera del portal.

—¡Adhárel está en Bereth! Dimitrite engañó para que vinieras hasta aquí.

Duna tragó saliva, asustada.—¿Qué…? ¿Pero por qué? Pensé

que Dimitri quería que yo…—¡Que acabaras en manos de

Belmont! Eres el cebo de Adhárel,

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Duna. ¿No lo entiendes?La idea se fue filtrando lentamente

en su cabeza. ¿Ella era el cebo deAdhárel?… ¿Ella? No sabía cómotomárselo. A pesar de lo terrible de lasituación y el engaño de Dimitri, teníaganas de sonreír. Sin embargo, secontuvo.

—Espera, Sírgeric —dijo Duna—.Llamaremos la atención si seguimoscorriendo.

—Ya no importa llamar la atención,lo que tenemos que hacer es llegar alportón. Ellos ya saben que estás aquí.

El joven aminoró la marcha paraexplicarse.

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—En el momento en el que dijiste loque fuera junto al foso, supieron queestabas aquí. Fue por eso por lo que tetapé la boca y te impedí que me vieses,para que no dijeras nada. Aunque paraentonces no sabía que ya era demasiadotarde. ¡Creí que alguien te habríaexplicado algo sobre este castillo! En laescuela, Adhárel… ¡alguien! ¿Por quécrees que hay tanto terreno entre lascasas y el castillo? ¿Para qué crees queestán esos postes que separan la ciudaddel foso?

Duna se encogió de hombros sinresponder.

—En lugar de vigías, el castillo está

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controlado por sentomentalistas. Puedenoír a kilómetros de distancia. Crearon unperímetro que comienza en los postespara advertir la presencia de todo aquelque se aproxime al castillo desde laciudad. Cuando hablaste, supieron queestabas aquí.

—¿Solo perciben las voces?—Yo tampoco soy un experto en su

funcionamiento. Según nos explicaron anosotros con la intención de disuadirnosde abandonar el castillo, lossentomentalistas con dones relacionadoscon la escucha se colocan comovigilantes en la muralla. De algunamanera construyeron esos malditos

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postes para hacer reverberar la vozhasta donde se encuentran ellos y asídescubrir a los invasores. Por eso laspisadas no les valen.

—¿Y por qué no vinieron a por mí?—preguntó Duna, divisando a lo lejos elportón de la muralla—. ¿Por qué no medispararon una flecha en ese mismomomento?

Sírgeric la miró.—Eso es lo único que no entiendo…El joven volvió a darse la vuelta y

siguieron corriendo por la estrechacallejuela. Sírgeric le sacaba unospasos, pero la muchacha intentabamantener el ritmo pese al cansancio. La

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tensión acumulada y la idea deencontrarse en mitad de una trampa leproporcionaban energía suficiente comopara haber llegado hasta Berethcorriendo de haber sido necesario.

De repente, un viejo belmontinocubierto de harapos y arrastrando unacarreta vacía apareció por una de lascalles perpendiculares y le cortó el pasoa Duna.

—¡Sírgeric! —gritó la muchacha.El joven se detuvo en seco y miró

hacia atrás. El hombre con el carrointentaba maniobrar para hacer girar elcarro por la estrecha callejuela.

—¡No puedo pasar! —volvió a

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gritar.—Está bien, no te preocupes. Vuelve

hacia atrás y toma la primera calleperpendicular a la izquierda queencuentres, después vuelve a girar haciala derecha. Te esperaré allí.

Duna asintió y sin perder tiempo diomarcha atrás hasta la siguiente calle queencontró y corrió por ella hasta dar conun nuevo cruce de calles. Tomó la quebajaba y la siguió sin detenerse ni uninstante. Sírgeric tendría que aparecerpor una de aquellas callejuelas encualquier momento; después podríanseguir el camino juntos.

Duna iba pensando en el

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incompetente guardia que había visto ala entrada de la ciudad y en lo bien queles vendría ahora que siguiese apostadoallí, cuando de pronto alguien salió deuna de las calles laterales sin que loadvirtiese y la empujó, haciéndola caeral suelo.

—¡Sírgeric! Ten más cuidado,¿quieres? —le recriminó Duna mientrasvolvía a ponerse en pie. Alguien letendió una mano para ayudarla alevantarse. Pero antes de que pudieracogerse a ella, la muchacha se diocuenta de que aquel no era su amigo,sino un mendigo que la miraba asustado.

—Lo… lo siento…

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Sin esperar un segundo, Duna saltópor encima de aquel hombre y siguiócorriendo calle abajo. Cuando volvió amirar para atrás, el viejo ya habíadesaparecido.

Sírgeric tendría que estar allímismo, pensaba. ¿Dónde se habríametido?

De repente, respondiendo a suspreguntas, oyó unos pasos acelerados asu espalda y al girarse se encontró consu amigo que venía corriendo hacia ellagritándole que siguiera corriendo. Trasél venían varios hombres armados.

—¡Duna, no te pares!La muchacha no esperó a que se lo

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repitieran y salió disparada por elúltimo tramo de calle que faltaba.Cuando se aproximaba a las últimascasas, echó un vistazo en derredoresperando encontrarse con su amigo,pero él ya no estaba allí.

En su lugar, un grupo de treshombres armados con espadas ganabaterreno en su dirección. ¿Dónde estabaSírgeric? ¿Qué le habían hecho? ¿Habíaconseguido escapar? Fue a gritar sunombre cuando llegó al final de la calle,pero reparó en que otros dos grupos dehombres igualmente armados seaproximaban a ella por ambos lados.

—¡Sírgeric! —gritó desesperada

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mirando hacia todos lados—. ¡Socorro!¡Que alguien me ayude!

Nadie respondió a sus súplicas. Laspocas personas que quedaban en esetramo de calle corrieron a ocultarse enel interior de las casas en cuanto vierona los hombres.

Duna se preparó para enfrentarse algrupo que se aproximaba por laizquierda y avanzó hasta dar con ladestartalada muralla. Desesperada,agarró una de las piedras desprendidasde la pared y se la arrojó al grupo quese aproximaba por la izquierda. Lapiedra golpeó a uno de los hombres, quecayó al suelo, aunque aquello no detuvo

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al resto del grupo.Viendo el resultado, cogió otra

piedra algo más grande y esta vez sepreparó para lanzársela al que parecíaser el capitán del pelotón. Pero en elmomento en el que iba a lanzarla,alguien le atizó en la nuca y cayó alsuelo con la piedra aún en las manos.

—¡La quiere viva! ¡No la matéis! —fue lo último que oyó Duna antes dedesmayarse.

Dimitri terminó de leer la carta queacababa de recibir y después la echó a

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la chimenea. Mientras miraba cómo elfuego devoraba el pergamino, su sonrisase fue ensanchando.

El plan había concluido; al menos laparte complicada. Ahora solo quedabainformar a su madre y al resto del reinodel destino de Bereth. El cambio seacercaba y ya nada podía detenerlo.

Cuando se enteró de que el malditosentomentalista había conseguido huircon el crío, había pensando por unmomento que el plan se vendría abajo.Pero tras haber recibido aquella carta,ya nada podía salir mal.

—Larga vida al nuevo Bereth —dijo, mirando por la ventana.

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Su vida había dado un vuelcoinesperado en los últimos días. En partepor sus intrigas, dignas del mejorconspirador del Continente, en parte porel regalo que le había hecho Teodragos ysus estúpidos sentomentalistas la nocheen la que había visitado Belmont.

Tras regresar de aquel ruinoso reino,Dimitri descubrió que la marca que lehabía aparecido en la muñeca tras elconjuro del sentomentalista belmontinose había ido extendiendo por la palmade su mano lenta pero inexorablemente.A los pocos días, aquella oscura yextraña cicatriz había llegado hasta lapalma de su mano y había seguido su

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camino bifurcándose en cinco finasbetas que se habían extendido hasta lapunta de cada uno de los dedos.

En un principio había sentidoverdadera repulsión por ella. A puntoestuvo de cometer una locura para hacerdesaparecer aquel estigma tan horrible.Si alguien lo hubiese visto, podría habersospechado. Sin embargo, todo esohabía sido antes de descubrir lasventajas que conllevaba.

Lo descubrió una noche, mientrascenaba solo en el palacio. Dimitri habíaordenado despertar a un par dedoncellas para que le preparasen algoantes de acostarse. Cuando la sirvienta

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entró con una jarra de leche humeante yuna bandeja repleta de pastas y la dejósobre la mesa, el príncipe le agarró elbrazo para recordarle que a él le gustabala leche fría; y en ese preciso instanteoyó la respuesta de la muchacha. Perono con sus oídos, sino con su mente.Dimitri miró entonces a la doncella yvio que la joven asentía dócilmentemientras una sarta de insultos y deimproperios dirigidos a Dimitri sefiltraban en sus pensamientos.

Dimitri le soltó el brazo, asustado, yen cuanto lo hizo, todo volvió a quedaren silencio.

La doncella se había marchado ya

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cuando Dimitri empezó a esbozar unaidea de lo que había sucedido: de algunamanera, ahora poseía el poder de unsentomentalista. En un principio tuvomiedo, lógicamente, pero despuéscomprendió que no había por quétenerlo. Estaba claro que su familia nolo sabía, ni tampoco Teodragos. ¿Perocomo podía ser? Jamás había oídohablar de que la sentomentalomancia sepudiese transmitir, pero ¿qué otraexplicación había?

Pasó los siguientes días probándolocon todo aquel que se cruzaba en sucamino. En menos de tres días conocía alas personas del palacio mejor que ellas

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mismas. Y eso le sirvió para rodearsede aquellos que más miedo parecíansentir por él. De aquellos que jamástendrían el valor de traicionarle. Seencargó de ocultarle los pensamientos alrey Teodragos a base de concentración,aunque a veces no estaba seguro deconseguirlo completamente. Lasconsecuencias, se decía, eran un riesgoque había que asumir. A fin de cuentas,había sido el ingenuo rey el que le habíaotorgado aquel don.

Poco tiempo después pudoincorporarlo a su plan. La primeraoportunidad se presentó con lossentomentalistas que juzgaron a Barlof.

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Desde el momento en que habíadecidido que la mano derecha deAdhárel sería el chivo expiatorio, nohabía dejado de pensar en cómoconvencer a los sentomentalistas de queera culpable cuando en realidad no loera. Tendría que ser juzgado porsentomentalistas belmontinos que leayudasen con sus dones, pero para esotenía que convencer al viejo Zennion deque se lo permitiese. Lo había dado casipor perdido, pero entonces le llegóaquel regalo divino. Además deescuchar los pensamientos de aquellos aquienes tocaba, también podíamanipularlos sutilmente para hacerles

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pensar lo que él quería que pensasen.Así, el resto lo dejaba en sus manos, omejor dicho, en sus mentes, para que lasemilla que él había plantado germinaraen sus cabezas.

No supo hasta qué punto tendríaéxito hasta comprobar el resultado enlos sentomentalistas de Barlof. Aunquelo mejor fue utilizarlo con DunaAzuladea. Un par de frases en elmomento adecuado, unos cuantospensamientos manipulados paraconvencerla de lo capacitada que estabapara rescatar a Adhárel y asuntozanjado. La muchacha se habíamarchado sin perder un instante a

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Belmont y sin detenerse a considerar enla posibilidad de una trampa. Pronto sele pasaría el efecto y se preguntaría quéestaba haciendo allí, pero, paraentonces, ya sería demasiado tarde.

Dimitri se puso en pie y escribió lamisiva que recibirían todos losberethianos durante la noche. Cuandoterminó de redactarla, se la entregó alcopista del palacio y le advirtió que lasquería enviadas antes de la medianoche,sin falta. Después se desordenó la ropa,se despeinó y se dirigió a paso ligerohasta los aposentos de la reina.

—¡Madre! —gritó al irrumpir en laestancia sin detenerse a llamar a la

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puerta. La reina estaba en la cama,cosiendo a la luz de una bombilla. Alver a su hijo tan alterado ordenó a susdoncellas que salieran de allíinmediatamente.

—¿Qué ocurre Dimitri?El príncipe se sentó junto a ella y le

agarró la mano.—Ah… Adhárel ha sido…

capturado —dijo con lágrimas en losojos.

La reina se llevó una mano a la bocay le miró asustada.

—Adhárel… ¿Có… cómo hapasado? —preguntó la reina—.¿Cuándo? ¡Hay que avisar a la guardia!

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—Ha sido esta noche. Esa lavanderade la que se encaprichó Adhárel le hatraicionado —mintió Dimitri—. Le haconducido a una trampa y Belmont le hacapturado. No hemos podido hacer nada.Cuando nos hemos enterado… ya erademasiado tarde. La Guardia Real ya hasido avisada. Lo siento muchísimo,madre.

Dimitri abrazó con fuerza a la reinapara consolarla mientras las lágrimascomenzaban a resbalar por sus mejillas.

—Dimitri… No… no lo entiendes…Tenemos que encontrarle enseguida…Hay algo más, ¡mucho más! Tu hermanoestá… enfermo —exclamó la reina,

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alterada—. Tienen que encontrarle antesde que se haga de noche.

Dimitri la miró comprensivo.—Le encontrarán, madre… toda la

guardia está buscándole. Hay partidasrecorriendo…

—¿Toda? —le cortó la reinavolviendo en sí—. Entonces, ¿quién estáprotegiendo Bereth? ¡Ahora que tienen aAdhárel no tardarán en atacar! Hay queadvertirles que vuelvan, tienes queavisar a los sentomentalistas. ¡Berethestá en peligro!

—Madre, cálmate, por favor…—¡No me digas que me tranquilice!

—le ordenó la mujer.

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Dimitri le lanzó una miradadesafiante pero después respiró hondo.

—Hay algo más que queríadecirte…

La reina miró a su hijo escéptica.—Ahora que Adhárel se ha ido…—¡Le han secuestrado, Dimitri! Es

algo muy diferente.Su hijo asintió y se corrigió:—Ahora que le han secuestrado,

quería decir, y mientras tú no estés bienpara reinar… creo que debería ser yoquien tome las riendas de todo… ycuanto antes.

La reina cerró los ojos y asintió. SinAdhárel, lo lógico era que Dimitri

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tomara el control del reino, a pesar deno estar del todo segura de que pudierahacerlo. Las manos le temblaban sobreel regazo. Dimitri sonrió para susadentros. Ya estaba hecho.

—En tal caso, mi primera medida, ypor el bien de mi hermano Adhárel, serácumplir con las exigencias de Belmont.

La reina volvió a mirarle, esta vezasustada.

—¿Además osan pedir algo? ¿Dequé se trata?

—En primer lugar, quieren terminarcon la guerra. Son ya muchos años losque…

—¿A cambio de qué, Dimitri? —le

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interrumpió ella.El príncipe se mordió el labio y

cerró los ojos, harto de tantainterrupción. Después volvió a sonreír.

—De convertirnos en un solo reino.Su madre abrió la boca asombrada e

hizo ademán de decir algo, pero unataque de tos se lo impidió.

—Madre, madre, no te alteres —lerogó Dimitri acariciándole la mejillasuavemente—. Sé que será lo mejor.Con ello conseguiremos que Adhárelvuelva con nosotros, ya lo verás.

Ariadne apartó la mano de Dimitriante el asombro del joven.

—Creo que no estás capacitado para

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tomar esa decisión, Dimitri —le dijomientras se incorporaba—. Es hora deque salga de una vez de esta cama.

—No, madre —contestó el príncipecada vez más alterado y empujando a sumadre de vuelta a la anterior posición—. No será necesario. Tus días dereinado han terminado. Ahora me toca amí.

Ariadne le fulminó con la mirada,incapaz de creer lo que estabasucediendo. Sabía que Dimitri no habíasido un niño fácil, pero aquello…

—Dimitri… tú…El joven se encogió de hombros.—Ya va siendo hora de que ocupe el

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lugar que me corresponde, madre. Estoycansado de ser siempre el segundón. Deestar siempre bajo la sombra de miestúpido hermano. De que todos metraten como al bufón de la corte. —Dimitri miró a la reina y su miradacomplacida se tornó fría y carente desentimiento. Después se puso en pie y,mientras recorría la habitación de unlado a otro, su voz fue aumentando devolumen—. ¿Por qué tienes queponérmelo tan difícil? ¿Por qué quieressufrir más de lo necesario? Crees quesoy demasiado pequeño para tomardecisiones, ¿no es eso? El pobreDimitri, el indefenso Dimitri… —El

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príncipe se volvió hacia su madre y lamiró con odio y desprecio—. Todo esoha terminado. Demostraré a todos de loque soy capaz.

—Estás loco —le dijo su madre sindar crédito a su oídos.

Dimitri soltó una carcajada.—Aún no has oído lo mejor de todo,

madre. Hace tiempo que llevoplaneando algo a tus espaldas… y,teniendo en cuenta que ya no podráshacer nada por impedirlo, no me haráningún mal contártelo. Así tendrás otraprueba de que te confundiste al elegir alhijo que debía reinar.

—Nos matarás a todos… ¡Bereth

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caerá por culpa de tu envidia!—¡Yo no tengo envidia de nadie! —

rugió Dimitri arrojando al suelo unjarrón que había sobre la cómoda—. ¡Ymenos de Adhárel! ¡Si el idiota de mihermano hubiera sido la mitad de listoque yo, no habría caído en la trampa quele he preparado!

—Oh, Todopoderoso… —susurró lareina, llevándose las dos manos a laboca—. Fuiste tú… —tragó saliva—.Tenía la esperanza de que al menoshubiera sido obra de otra persona… dela lavandera…

Dimitri miró nervioso hacia todoslados, consciente de que había hablado

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demasiado.—No quería que te enterases, madre

—dijo, dulcificando la voz—. Iba a serun secreto entre él y yo…

—Eres un monstruo ¡Es tu propiohermano!

—No quería hacerte daño —insistióel joven—. De verdad. Pero tus ganasde entrometerte en todo nos han llevadoa esto. ¿No podías asentir y sonreírcomo has hecho siempre con Adhárel?¡Desde luego que no! ¡Tenías queavasallarme con tus inoportunaspreguntas!

—¡Tu hermano nunca vendió Beretha Belmont! —le gritó la reina.

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Dimitri le soltó un bofetón sin podercontenerse y después se apartó de ella.La reina se llevó la mano a la mejillamagullada, conteniendo las lágrimaspara cuando él no la viese.

—¿Ves lo que me obligas a hacer,madre?

—No vuelvas a llamarme madre…¡Jamás volveré a reconocerte como hijo!—le gritó la reina, dejando que laspalabras resonaran en la habitación.

Dimitri abrió la boca para decir algomás pero volvió a cerrarla. Por primeravez en mucho tiempo no sabía quéresponder. Sus ojos dejaron de ser fríosy distantes y por un momento la reina

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pensó que se echaría a llorar, comocuando era un niño. La habitación quedóen silencio, con las últimas palabrasmeciéndose entre los dos. El príncipe sedio la vuelta y miró a través del cristal.Aquellas palabras le habían hecho másdaño del que estaba dispuesto areconocer. Cerró los ojos y despuésvolvió a encararse a la reina. Su miradavolvía a ser fría y dura como un témpanode hielo.

—Como queráis. Al amanecerBereth será más grande y poderoso de loque haya sido jamás. Y yo… —Dimitrisonrió—… yo seré el rey.

—Mientras yo siga viva, nunca serás

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nada.—En tal caso, alteza, no volveréis a

salir de esta habitación nunca más.La reina se tragó las lágrimas y le

miró desafiante.—La Guardia Real me obedece a mí

por encima de todo, y en cuanto les digaque…

—Ha habido ciertos cambios dentrode la Guardia Real —le cortó Dimitriponiéndose en pie y colocándose bien lacasaca—. Básicamente, he prescindidode ella. Al menos de todos aquellos queno están de acuerdo con el nuevorégimen. Quiero que des la bienvenida atu nueva… guardia personal.

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Y con una sonrisa en los labios, elpríncipe abrió la puerta de la habitaciónpara dejar pasar a dos hombretonesvestidos con la armadura de Belmont.

La reina miró de arriba abajo a losguardias y después a su hijo.

—¿Qué has hecho? —preguntó lareina en un murmullo—. ¿Cómo haspodido…?

—Que durmáis bien, alteza —sedespidió Dimitri pasando entre los dosguardias—. Si necesitáis algo,pedídselo a ellos. Estarán encantados deatender vuestros deseos… incluso deque cese vuestro sufrimiento.

Avanzó hasta la puerta y, antes de

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cerrarla, volvió a asomar la cabeza ydijo:

—Por cierto. —La reina lo miró conlos ojos anegados en lágrimas—. Elarma ya no está oculta en el fondo deningún corazón. Creí que debíaissaberlo.

Ariadne abrió aún más los ojos alcomprender aquellas palabras y despuésnegó repetidas veces con la cabeza altiempo que murmuraba palabras sinsentido. Cuando Dimitri abandonó lahabitación con una sonrisa pintada en elrostro, la reina dejó escapar el grito detristeza y dolor más profundo que habíaproferido en toda su vida.

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Era ya de noche cuando Cinthia yMarco regresaron a su refugio ocultosentre las sombras. De la mano, comodos hermanos, anduvieron hasta el portalde una vieja casa de piedras mohosas yallí se detuvieron. Iban cargados conunos cuantos alimentos básicos paraaguantar el tiempo que fuese necesarioen el improvisado escondite que Marcohabía elegido. Al parecer había sido allídonde Barlof y él se reunían para evitarmiradas indiscretas.

Marco sacó una llave dorada que lecolgaba del cuello, abrió la puerta y

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entraron. Cinthia cerró la puerta tras elniño y después movieron juntos la mesaque había en el centro de la estancia,descubriendo una trampilla en el suelo.Marco procedió a abrirla. Tras bajarpor unos escalones de madera,volvieron a cerrarla tras ellos. Acontinuación, Cinthia encendió unascuantas velas y el pequeño cuarto quedóiluminado. No había más que doscolchones de paja y unos taburetespequeños junto a una mesa, perotampoco necesitaban más por elmomento. Cinthia se tumbó sobre uncolchón y Marco sobre el otro.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó

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el niño, ansioso.—Buscar aliados. Esa debería ser

nuestra primera misión —contestóCinthia, sacando una hogaza de pan.Partió un pedazo y se lo lanzó al niño.

—¿Y dónde vamos a encontrarlos?Cinthia meditó unos instantes. Nunca

se había encontrado en una situaciónparecida y jamás se había detenido apensar qué haría llegado el caso. Dunaera la que siempre había tomado lasdecisiones. Pero después de saber loque estaba sucediendo, por muy difícilque le pareciese, no podía quedarse debrazos cruzados. Un hombre inocentehabía muerto, el príncipe del reino

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encabezaba una horrible conspiración,habían estado a punto de asesinar aSírgeric y ahora Duna también estaba enpeligro. No, definitivamente tenía quehacer algo.

—Habrá que esperar. Primerotendremos que averiguar qué nos quieredecir. —Cinthia se sacó del dobladillode la falda un pergamino que habíanencontrado tirado por la calle. Todas laspuertas del reino tenían la misma misivaclavada en la madera. Era una invitaciónformal para asistir al palacio. Y no eraprecisamente para un baile.

—Odio a ese hombre… —dijoMarco entre dientes.

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—Lo sé. Yo también le odio, pero nodebemos precipitarnos. Ten paciencia.

Marco se echó sobre el colchón,resignado.

—Tu amiga Duna luchará, ¿no?—¡Desde luego que sí! —le contestó

Cinthia con una sonrisa. Al oír elnombre de su amiga sintió una punzadade añoranza—. Ella siempre estádispuesta a pelear…

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4La doncella en la

torre

Duna se despertó a la mañana siguientecon un persistente dolor en la cabeza yel cuello. Con los ojos cerrados, lamuchacha se preguntó por qué su camase había vuelto tan incómoda. Musitóalgo enfadada y fue a desapelmazar laalmohada cuando se dio cuenta de queno estaba en su casa. Entonces todos los

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recuerdos de la noche anterior acudierona su mente sacándola de la somnolenciaen un doloroso instante.

—¡Adhárel! —gritó de repente,incorporándose.

Con el corazón desbocado y larespiración entrecortada, Duna miró a sualrededor y comprobó, en primer lugar,que era de noche y, en segundo, queestaba tendida sobre un suelo de piedra.La ventana acristalada que había en lapared frente a ella dejaba vislumbrar uncielo negro con algunas estrellasdesperdigadas. Temerosa de perder elequilibrio si se levantaba, la muchacharecorrió con la mirada la estancia desde

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donde se encontraba para averiguarcómo había ido a parar allí. Bueno, esoen realidad era sencillo: Belmont lahabía capturado. Seguramente seencontrara en una prisión en algún lugarde aquel horroroso castillo con suestúpido foso. Giró la cabeza y vio quesi bien había dormido en el suelo, habíaun viejo camastro junto a la pared a unospasos de ella. Muy considerado porparte de quien la hubiera traído hastaalli, se dijo Junto a la cama había unamesita de noche con un candelabroapagado sobre ella. Aquel era todo elmobiliario que se veía a primera vista.

Cuando se hubo recuperado y el

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dolor de cabeza remitió, Duna se pusoen pie lentamente y se quedó mirando suprisión desde su nueva perspectiva.Tanto las paredes como el suelo eran depiedra. El techo era alto, muy alto, y alláarriba podía adivinarse una enormelámpara que seguramente en el pasadohubiera contenido más de una bombilla.El resplandor de la luna que se filtrabapor la única ventana creaba sombrasinquietantes en las paredes que larodeaban. Tenía miedo. AqueI fue elsegundo pensamiento lógico que tuvo entodo ese tiempo. Después de ladesorientación, se dio cuenta de queestaba sola y perdida. Y de que,

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posiblemente, la única persona queconocía su paradero estaba muerta o ensu misma situación. ¿Se pasaría allí elresto de su vida? ¿La dejarían encerradahasta que muriese de hambre?Seguramente moriría antes de sed o sevolvería loca. Nunca más volvería a vera Aya, ni a Cinthia, ni a Adhárel;posiblemente no volvería a visitarBereth nunca más. ¡Ni ningún otro lugardel Continente! Y aunque intentómantenerse firme, las lágrimasempezaron a recorrer sus mejillasmientras se mordía con fuerza el labio.Se obligó a dejar de llorar.

Y todo aquello había sucedido por

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culpa del traidor: Dimitri. Sabandijaasquerosa, pensó. Se sentía tan tonta porhaberle creído. Un gusano, eso es lo queera. Un monstruo sin escrúpulos. Cuantomás pensaba en él, más crecía su ira ymás ganas tenía de romper algo. Paratranquilizarse, comenzó a recorrer lahabitación a grandes zancadas.

No. No podía terminar allí. Nopodía dejarles vencer. Encontraría lamanera de escapar de aquella prisión yvolvería para contarle a Bereth laverdad acerca de Dimitri. Demasiadosinocentes habían sufrido ya por culpa desus mentiras; ya iba siendo hora de quepagase por ello.

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Cuando logró tranquilizarse, seacercó a la ventana y tiró del picaporteconvencida de que estaría sellada a caly canto. ¿Quién en su sano juicio dejaríaa una prisionera en una celda de la quepudiera escapar? No obstante, laventana cedió y las bisagras rechinaronal moverse.

—Oh, vaya…

Con cuidado, abrió completamentela ventana y se asomó al exterior.Primero oteó el horizonte. No habíanada. Miró a ambos lados en busca de

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alguna construcción o monumento que leresultase familiar, pero, a la luz de laluna, todo lo que la rodeaba era unalarga y yerma llanura sin apenasvegetación. ¿Dónde diablos estaba?Hasta entonces había imaginado que seencontraba recluida en algún lugar delcastillo de Belmont, pero ahora…

Cuando miró hacia abajo, el aire lerevolvió el flequillo. Estaba a muchamás altura de lo que había imaginado.

—Santo Todopoderoso… —musitócomprendiendo por qué la ventana noestaba cerrada. La única salida posibleera lanzarse al vacío.

Giró sobre sus talones y respiró

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hondo con los ojos cerrados. Aquello nopodía estar sucediéndole. Esperaría aque amaneciese para pensar en otro plande huida, aunque las posibilidades cadavez eran más escasas. Fue a dar un pasohacia el camastro cuando de repente unrugido lejano le heló la sangre y le hizodar un brinco de miedo. Se dio la vueltajusto a tiempo de contemplar, atónita, lasilueta de un dragón recortada contra laluz de la luna. No era un dragóncualquiera, pensó. Sin duda tenía quetratarse del dragón de Bereth…

Cuando su aletargada mente llegó aaquella conclusión, sintió cómo laembargaba una nueva esperanza. Si el

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dragón estaba allí sería por algúnmotivo. ¿La habría seguido desde elbosque? ¿Vendría a buscarla a ella?Pletórica y sin pensar en lo que hacía,Duna se encaramó al alféizar de laventana sujetándose con fuerza al marcoy después comenzó a gritar haciendoaspavientos con la mano libre.

—¡Estoy aquí!En ese momento, la figura del dragón

pareció desvanecerse en la noche sinmás ruido que un violento aleteo. Dunase disponía a gritar de nuevo cuando depronto la enorme criatura apareció pordetrás de la torre y rugió directamentesobre la ventana de Duna.

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—¡No! ¡Socorro! —gritó lamuchacha, no tan segura ya de querertener tan cerca aquella criatura.

Cuando Duna hubo bajado de laventana y dado unos pasos hacia elinterior de la habitación, el dragónapartó las garras de la roca y volvió aremontar el vuelo sin alejarsedemasiado de allí.

Duna retrocedió lentamente hastatopar con la cama, donde se sentó sindejar de mirar a través de la ventana. Eldragón no había venido a rescatarla,meditaba sin apartar los ojos del cielonocturno. El dragón era su custodio. Eldragón estaría ahí cada vez que intentase

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salir o cada vez que alguien intentararescatarla. El dragón acabaría con ellosy también sería el responsable de queDuna pasase el resto de sus díasencerrada en aquella habitación.

No le hicieron falta palabras paracomprenderlo. Cuando el dragón lahabía mirado no había encontrado nirastro de reconocimiento o piedad ensus ojos. Lo único que había visto habíasido la más profunda y absolutaoscuridad.

Con igual lentitud que el resto de susmovimientos, Duna se dejó caer todo lolarga que era sobre el viejo y suciocamastro sintiendo la madera crujir bajo

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su peso. A continuación, cerró los ojosy, mientras esperaba a que el sueño laalcanzase, pudo escuchar el aleteoacompasado del dragón girando en tornoa la torre, siempre vigilante. Entoncespudo advertir, por primera vez, lopequeña que se sentía encerrada enaquella altísima torre de piedra.

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5«Más grande, más

fuerte, máspoderoso»

Dimitri terminó de acicalarse frente alespejo de su dormitorio y después sepuso una capa color burdeos sobre loshombros. Perfecto. Ni un pelo fuera desu sitio, ni una mancha en el traje y niuna sola persona capaz de arruinar aquelmomento. Todo Bereth estaría bajo sus

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pies en un abrir y cerrar de ojos. SinAdhárel y su madre, el reino entero lepertenecía. Y quien pensase locontrario… bueno, quien pensase locontrario dejaría de pensar muy pronto.Él era el nuevo rey y nadie volvería aestar por encima nunca más… Lospensamientos se interrumpieron en sucabeza. Una punzada de dolor lerecorrió la parte interna de la muñeca.Se la agarró con la otra mano y acariciócon delicadeza la misteriosa marca queTeodragos y su sentomentalista le habíandejado como recuerdo de su visita aBelmont.

—Está bien, está bien… —murmuró

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Dimitri sin dejar de masajearse el brazo—. Contendré mis pensamientos.

De acuerdo, no estaba solo. No todoel mundo estaría por debajo de él. Sihabía llegado hasta allí había sidotambién gracias a sus contactos. Laastucia no lo era todo cuando no setenían los medios para llevar las ideas ala práctica.

Por suerte, lo que ni el reyTeodragos ni ninguno de sussentomentalistas sabía era que Dimitrise guardaba un as en la manga. Un asque ellos mismos le habían regalado sinadvertirlo.

¡Basta ya de perder el tiempo!, se

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reprendió dándose media vuelta ycolocándose el cinto con la espada a lacintura. Todo Bereth le aguardaba y noles quería hacer esperar.

Salió de su habitación y anduvo porlos silenciosos pasillos del palaciohasta llegar a uno de los salones. Allí leesperaba todo el servicio que no habíasido despedido o encerrado en loscalabozos y algunos guardiasbelmontinos. Al pasar junto a ellostodos agacharon la cabeza y esperaron aque hubiera pasado para volver aincorporarse. Después, uno de lossirvientes abrió la puerta que daba a unenorme balcón y se asomó para

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encontrarse con todo los aldeanos deBereth allí reunidos. Excelente, se dijo,la carta parecía haber llegado a cadarincón del reino.

—¡Queridos súbditos! —exclamóDimitri desde lo alto. Cinthia y Marcose adelantaron un poco entre el gentíopara escuchar mejor. Los dos iban bientapados y era imposible reconocerles—.Os he hecho llamar a todos y cada unode vosotros sin distinciones de edad,profesión o clase porque hay algo quedebo comunicaros…

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Se produjo un pequeño revuelo en laplaza que terminó apaciguándose unosinstantes después. Cinthia vio por elrabillo del ojo cómo Marco fulminaba alpríncipe con la mirada.

—Algo terrible ha sucedido dentrode nuestras fronteras —siguió elpríncipe—. Un accidente del quedifícilmente podremos recuperarnos.Una pérdida que arrastraremos el restode nuestras vidas con tristeza, perotambién con la fuerza suficiente comopara sobreponernos a ella y luchar parasalir adelante. —Dimitri hizo una pausa.Cinthia y el niño se miraron, intrigados,como el resto de berethianos. ¿De qué

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estaba hablando? El príncipe cerró losojos y respiró unas cuantas veces antesde proseguir—. Vuestra reina Ariadne yvuestro príncipe Adhárel, mi madre y mihermano, fallecieron hace dos nochespor culpa de un terrible accidenteacaecido en el interior del palacio.

—¿Cómo? —gritaron al unísonoMarco y Cinthia. Los gritos deincredulidad, las negaciones de cabeza yalgún que otro desvanecimientorepentino se sucedieron en los segundossiguientes. Otros, en cambio, optaronpor cerrar los ojos y rezar alTodopoderoso.

—¿Pero qué demonios está

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diciendo? —preguntó Cinthia.—Miente —le aseguró Marco—.

Está mintiendo como un bellaco. ¡Fíjateen su aura!

Cinthia sonrió.—Bueno, yo no puedo verla, pero te

creo.—Es cierto, lo siento —se disculpó

el niño.Todo el mundo parecía conmovido

por la noticia, pero no podían contarle anadie que estaba mintiendo. Lo únicoque conseguirían sería meterse en unbuen lío. ¿Quién iba a dudar delpríncipe? La gente lloraba y se abrazabadesconsolada. Dimitri esperó el tiempo

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necesario para que las aguas volvieran asu cauce y después continuó.

—Pero ellos no querrían veros así.El reino de Bereth siempre ha sidofuerte, ha sabido enfrentarse a lasadversidades y ahora no puede sermenos. —El príncipe hizo unaenigmática pausa y miró al cielo—. Lareina, mi madre, antes de morir meencargó la misión de continuar con sulegado si a ella o a mi querido hermanoles pasaba algo. ¡Aciago el día en queme lo dijo! Me pidió que mantuviese aBereth a flote. Que lo liderase hacia elfuturo. Que Bereth no se perdiese en lasbrumas de la historia y que

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permaneciese a la cabeza del Continente—volvió a mirarles y sonrió. Cinthiasintió un escalofrío imaginando lo quevendría a continuación—. He meditadomucho sobre estas palabras. He trazadomil planes en mi cabeza para que susdeseos pudieran verse cumplidos. Y, alfinal, he dado con la solución.

Todo el mundo le escuchaba atento,conteniendo la respiración. El silenciollenaba cada boca y la tensión era casipalpable en la plaza.

Todos habéis oído hablar alguna vezde Belmont. —Cinthia puso los ojos enblanco—. Algunos incluso habéis estadoallí. Y sin embargo, ninguno lo conoce

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realmente. Nuestro reino y el suyo hanestado siempre enfrentados por motivospasados que ya hemos olvidado. Yaunque los acuerdos de paz muchasveces han estado cerca de convenir a losdos reinos, siempre ha habido algo queno terminaba de gustar a un bando o alotro.

La gente se removía inquieta.¿Dónde quería ir a parar? Loscuchicheos crecían en la plaza. Elpríncipe parecía tenso. Se pasó la manopor el pelo y después se agarró a labarandilla.

—Lo que quiero deciros, súbditosmíos, es que tenemos que acabar con

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este enfrentamiento. Que todos vivimosen un mismo Continente y que debemosunir nuestras fuerzas para progresar,crecer y evolucionar. Mi madre y mihermano estarían orgullosos de mí antela idea que cruzó mi mente la noche desu muerte. Una idea que ha evolucionadoen una decisión que quiero poner enpráctica ante todos vosotros. ¡No másenfrentamientos con Belmont! ¡Basta yade regirnos por el odio! ¡Nosotros nosomos diferentes a ellos! ¡Elderramamiento de sangre terminará estamisma mañana!

Un murmullo general cruzó la plaza.—¿No más guerras? —dijo una

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mujer junto a Cinthia.—Esto me huele a chamusquina…

—comentó otra, detrás.Cinthia y Marco se miraron sin saber

bien qué pensar.—Está asustado —le susurró Marco

a Cinthia—. Se lo veo en el aura. Tienemiedo, inseguridad. Ya no parece tanconvencido como al principio.

—No me extraña —respondió ella—. Imagínate estar en su situación ysaber que si mete la pata, pueden echarel castillo abajo.

—Me encantaría presenciarlo —bromeó Marco.

—¡Amados súbditos! —exclamó

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Dimitri, llamando la atención de todoslos presentes—. Quiero que le deis labienvenida a una nueva era. Una era enla cual Bereth será más grande, másfuerte… más poderoso. No habrá reinoque se le iguale en todo el Continente.Formaréis parte de la historia y vuestroshijos estudiarán el día de hoysintiéndose orgullosos de sus padres, dequienes hicieron eso posible. Misqueridos berethianos, hoy hemosdespertado siendo pequeños, pero nosacostaremos como gigantes. Lasfronteras de Bereth ya no terminan en elbosque, las fronteras se extienden másallá del antiguo reino de Belmont. Ahora

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las dos mitades de un mismo reino sehan unido para no separarse jamás yvosotros, amigos míos, lo habéis hechoposible. ¡Saludad a los nuevos hijos deBereth!

En ese instante, ante el asombro delos allí congregados, en cada almena,torre, ventana y balcón del palacioaparecieron guardias belmontinos conarmaduras en las que se podíacontemplar un dragón enfrentado a uncuervo. La nueva bandera del reino,pensó Cinthia. Hubo un sobrecogimientogeneral al ver aquello. Los berethianosse apelotonaron unos contra otroscuando se vieron rodeados por aquellos

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hombres desconocidos y amenazadores.Marco se abrazó a Cinthia, asustado.

—¿Qué ves? —le preguntó.—Son monstruos —susurró el niño

—. Están tranquilos y seguros. No lespreocupa tener que disparar. A quiensea.

—Todopoderoso… —murmuróCinthia con un nudo en la garganta—.Esperemos que no cometan ningunalocura.

—¡No debéis tener miedo! —lestranquilizó el príncipe—. Ya no habrámás guerras. Se han terminado losrencores. Bereth y Belmont se hanconvertido en un mismo reino, un reino

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de paz. Y con esta bandera —dijo,dándose media vuelta y cogiendo la telaque le cedía uno de los sirvientes—,todos formaremos parte del mismolegado.

Con energía, desdobló la tela y ladejó colgando del balcón para que todospudieran contemplarla. En ella, al igualque en las armaduras de los soldados, eldragón de Bereth y el cuervo de Belmontse miraban de frente tocándose las patasen señal de paz… o de guerra.

Hubo comentarios, murmullos dedesaprobación y algún que otro grititode miedo. Cinthia deseó que la cosa nopasase de allí. Seguramente los

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soldados que les apuntaban con lasballestas no serían tan indulgentes conquienes se mostraran contrarios a launión.

—Está ansioso —dijo Marco sinapartar los ojos del príncipe.

—¿Qué ves?—Que no ha terminado todavía.

Tiene algo más que decir…Dicho y hecho. En ese momento, el

príncipe continuó.—Y para demostraros con hechos y

no solo con palabras todo esto, quieroque conozcáis a la persona con la que hepodido contar en todo momento parallevar a cabo este plan. Vosotros

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tampoco tardaréis en descubrir cómo esen realidad su majestad Teodragos VI.

Dimitri dio un paso hacia atrás ydejó paso al rey de Belmont. El barbudohombretón le sonrió y, de un empujónque solo Marco percibió por el color delas auras, le apartó de su camino yagarró con fuerza la barandilla de piedradel balcón.

—¡Querido pueblo de Bereth! —anunció. El silencio era absoluto. Nadieaplaudió, pero tampoco le abuchearon.Sin embargo, los rostros de la gentedecían lo que callaban. Sabía que noagradaba, pero eso no le importaba—.Es para mí un verdadero honor poder

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hablaros desde la cuna del reino. Desdehoy, como ya os ha dicho el príncipeDimitri, la guerra con Belmont haterminado… Pero también hay algunascosas que van a cambiar.

La gente masculló y se revolvió másinquieta que antes.

—¿Pasa algo? —le preguntó Cinthia.—No lo sé… —dijo Marco.En ese instante, un grupo de guardias

mucho más numeroso que el anterior ycon unas capas de otro coloraparecieron en los extremos de la plaza.Los berethianos se apiñaron aún más enel centro, aterrados.

—Son hombres de Belmont.

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—¡Es una trampa! —le dijo Marco aCinthia, sin dejar de mirar al reygordinflón—. Teodragos ha jugado supropia partida. ¡Está utilizando al idiotade Dimitri!

—Shhh… —le conminó Cinthia—.No hables tan alto o nos meteremos enun lío.

—Pero…—Desde hoy —continuó el rey—, y

a pesar de que Dimitri ha olvidadocomentarlo, habrá toque de queda entodo el reino. —El pueblo entero serevolvió y alguno incluso lanzó algunaque otra injuria contra el rey. Teodragosno les hizo ningún caso y prosiguió,

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sonriente—. Quienes desacatencualquiera de las nuevas leyes, seráenviado al calabozo sincontemplaciones. Qué se le va a hacer…me gustan las cosas sencillas…

—¿Y qué haréis cuando esténllenas? —gritó un hombre entre elgentío.

—Entonces tendrán que empezar arodar cabezas —contestó Teodragosencogiéndose de hombros.

El pueblo entero estaba encolerizadoy la poca tranquilidad que habíaconseguido Dimitri se habíadesvanecido por completo. Lo quequerían hacer con Bereth era más de lo

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que nadie iba a soportar. No permitiríanque el reino fuese vendido a Belmont sinpelear…

—¡Silencio! —rugió Teodragos altiempo que la guardia apuntaba a lamultitud con sus lanzas. Todo el mundoguardó silencio—. Bien, el toque dequeda será a la puesta de sol. Nadiepodrá pasearse por el reino a partir deese momento. La norma ha sido pensadapara vuestra seguridad. —El hombresonrió maliciosamente antes decontinuar—: La Guardia Suprema tendrálibertad absoluta para irrumpir encualquier hogar a cualquier hora del díapara guarecerse, alimentarse o

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simplemente para descansar. Estáisobligados a darles cobijo. No seáisegoístas o el castigo será mucho peorque la hogaza de pan que podáis perder—se burló el rey.

Marco se apretujó aún más contraCinthia. Las auras de todo el puebloeran terriblemente oscuras. Presagiabanque en cualquier momento saltaría lachispa y nada podría detenerles. Muchosdeseaban matar a aquel hombre, pero, enla mayoría de los casos, el miedoahogaba sus ansias de lucha.

—No quiero perder la ocasión dedaros el pésame a todos por la pérdidade la familia real —añadió—. Por

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suerte para todos, Dimitri sobrevivió yserá él quien os gobierne bajo mi tutela.Estoy convencido de que lo haráespléndidamente. Ahora podéismarcharos a vuestros hogares. Como osha dicho Dimitri, bienvenidos a unBereth más grande, más fuerte y máspoderoso.

Y tras decir esto, el hombre se metióen el palacio mientras dos sirvientescerraban las puertas del balcón. ACinthia no se le escapó la forma en queDimitri había observado al rey mientrasvolvían al interior del palacio.

¿Algún imprevisto, principito?, sedijo para sí.

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Los aldeanos se quedaron allí unosinstantes más sin saber qué hacer o sinrecordar dónde tenían que ir. Habíanacudido al palacio esperando recibiralguna buena nueva y, sin embargo,habían contemplado la rendición y lainvasión de Belmont sobre Bereth, pormucho que quisiesen llamar a los dosreinos con el mismo nombre. Aquel sitiohabía dejado de ser su hogar y se habíaconvertido en su prisión.

—Vámonos de aquí enseguida, antesde que pase algo —le dijo en voz bajaCinthia a Marco. Después cogió de lamano al niño y juntos salieron de losterrenos del palacio hacia su escondite.

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—¡No podemos dejar que se salgancon la suya, Cinthia! —gruñía el niñomientras corría junto a la muchacha. Losdos iban tapados con harapos y una capavieja para que no les reconociesen—.¡Dimitri y ese rey mentiroso van aterminar con Bereth!

—¡Shhhh! —le regañó Cinthia sindetenerse—. No vuelvas a decir nada enla calle, ¿me oyes? ¡Podría oírtealguien!

—Entonces…—Entonces nada, ahora mismo

tenemos que permanecer ocultos hastaque llegue el momento oportuno.

El niño se detuvo en seco y puso los

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brazos en jarras.—¡Pero yo quiero luchar ahora!

¡Quiero vengar a mi padre!Cinthia también se detuvo y se

agachó para mirarle a los ojos yacariciarle el pelo. Sentía demasiadalástima por el niño como para enfadarsecon él.

—Lo sé, Marco, lo sé… perotenemos que esperar a que llegue elmomento adecuado. Si ahora entrásemosen el palacio para vengar a tu padre, laGuardia Suprema —dijo con vozburlona— nos encerraría en loscalabozos o algo mucho peor…¿Quieres volver ahí dentro o preparar un

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plan de ataque antes?El niño negó con la cabeza y Cinthia

le sonrió.Cuando llegaron al refugio

establecieron una serie de prioridadespara los próximos días: Marco seencargaría de hablar con suscompañeros sentomentalistas y lespropondría luchar en contra de la tiraníade Teodragos. Cinthia, mientras tanto,buscaría el modo de convencerles deltodo.

—Ahora que van a ser utilizadoscomo armas más que nunca —meditó—,seguramente estén encantados de pelear.

—No te olvides de que es porque

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somos los más poderosos —añadióMarco, hinchando el pecho de orgullo.

—¿Sabrás cómo ponerte en contactocon ellos sin que nadie más se décuenta?

Marco se incorporó en su colchón yarqueó las cejas haciéndose elinteresante.

—Sin ningún problema.

—¿A qué demonios ha venido todoeso? —estalló Dimitri en cuanto laspuertas del balcón se cerraron. El reypasó por su lado y le sonrió con

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indiferencia.—Dimitri, Dimitri, Dimitri… no te

pongas así, ¿quieres? Llevémonos bien.—¡Deja de decirme cómo tengo que

ponerme! —replicó el príncipesoltándose de los guardias y cortándoleel paso a Teodragos—. Si no fuese pormí, nunca habrías llegado ni a rozar lamuralla de Bereth. Quiero que meexpliques qué es lo que ha pasado ahífuera. Ahora.

—Cambio de planes —dijo el reyinspeccionándose las uñas.

—¿Qué?—De última hora, Dimi. No pude

hablar contigo antes.

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El príncipe cerró los puños confuerza.

—No… me… llames… Dimi.El rey hizo un gesto de desagrado.—Sí que tienes mal humor. Menudos

despertares… —los guardias sonrieron—. A ver, ¿qué es lo que te ha ofendidotanto?

—¡Todo! ¿A qué viene eso del toquede queda? ¿Y qué es eso de la GuardiaSuprema? Pensé que habíamos acordadoque tu guardia se uniría a la de Bereth.

—Lo sé, lo sé… pero luego penséque no era justo. —El hombretón agarrócon un brazo los hombros de Dimitri yjuntos miraron hacia un horizonte

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imaginario dibujado por la mano librede Teodragos—. Imagínalo por unmomento, Dimi…tri. Tú y yo juntos,gobernando no solo estos dos pequeñosReinos sino el Continente entero. Con lafuerza de nuestros dos ejércitos y contodos los sentomentalistas que tenemosde nuestro lado, podríamos ser losgobernadores de todo. —Se detuvo unosinstantes para que la idea calase en elpríncipe. Después prosiguió—: Peropara eso tendremos que modificaralgunos detalles sin importancia.

El príncipe reprimió, no, ni siquieratuvo la intención de manipular suspensamientos tal y como había hecho

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tantas otras veces con otras personas.Por alguna razón que desconocía, sabíaque con Teodragos no funcionaría.Mientras le agarraba por los hombros,Dimitri sintió que su poder menguaba,como si se contrarrestara con el deTeodragos. ¿Y si era eso? No seríadescabellado pensar que el rey tambiénhubiese recibido aquel extraño don. Oalgo peor, se dijo: que el rey hubieratenido ese don desde siempre. Y que, deese modo, le hubiese llegado a Dimitri.Lo más inquietante de todo era que,posiblemente, el rey lo hubiera utilizadocontra él alguna vez en el pasado.

—¿Te refieres al toque de queda? —

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preguntó Dimitri, soltándose yvolviendo a mirarle ahora con otrosojos.

Teodragos asintió. Si había sentidosus pensamientos, no daba muestras deello.

—No podemos preocuparnos porqueun aldeano estúpido se cruce en nuestrocamino durante una práctica nocturna yque termine con una flecha clavada en elpecho, ¿no? Porque ¿sabes qué pasaríaentonces? —Teodragos no aguardó a larespuesta—: ¡Todo Bereth se nosecharía encima acusándonos deasesinato! Y nosotros no queremos eso,¿verdad, Dimitri? Por eso he impuesto

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el toque de queda: para que mis…nuestros soldados se ejerciten en laoscuridad.

El príncipe asintió como un niñobueno al escuchar la explicación.Teodragos sonrió como un padresonreiría a su hijo, algo que a Dimitri nole pasó desapercibido, y por un instantefugaz sintió remordimientos por lo queestaba haciendo. En ese momentopercibió una punzada de dolor en lamuñeca. Sus pensamientos habíanllegado demasiado lejos.

—No, no, no… —dijo suavementeTeodragos—. Estás haciendo locorrecto. Al principio los aldeanos

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estarán un poco enfadados, ellos no soncapaces de ver el progreso aunque lotengan delante de sus narices. Pero conel tiempo se irán calmando, y dentro denada se habrán olvidado de que existeun toque de queda: se irán a sus casasantes del anochecer de maneraautomática. Y entonces nosotrospodremos expandir nuestro gran imperiomás allá de Belmont. Los dos juntos.Como iguales.

—Visto de ese modo… —comentóDimitri bajando los ojos.

—Así es como hay que verlo —dijoTeodragos con seriedad—. Nosotroshemos nacido para conquistar el

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Continente entero, Dimitri. No podemoslimitarnos a dos reinos sin importancia.Tenemos la fuerza, la inteligencia, lasarmas y el valor para gobernar cadarincón de cada reino y hacernos concuanto deseemos poseer. —Entoncessonrió con ternura y palmeó en laespalda al príncipe—. ¡Ahoravayámonos a almorzar!

Dimitri le miró con reservas perodespués le devolvió la sonrisa.

—Sígueme. Por aquí.Y Teodragos, haciendo una señal a

sus hombres, cruzó las puertas tras elpríncipe.

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6El rescate

Duna se despertó a la mañana siguientemuerta de frío. La ventana se habíaquedado abierta durante toda la noche yel gélido viento nocturno había estadoentrando y saliendo sin nada que se loimpidiese.

La muchacha se acurrucó aún mássobre el camastro y tembló sin quererlevantarse. ¿Para qué iba a dar un pasofuera de aquella cama? Parecía el único

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lugar seguro en toda la habitación. Nopensaba volver a asomarse a la ventana.El dragón seguramente acabaría con sushuesos en cuanto se asomase. Ahora queprestaba atención, se daba cuenta de queno se oía nada. El dragón no estabavolando alrededor de la torre comohabía hecho sin descanso durante lanoche y llenando de pesadillas lossueños de Duna. ¿Estaría descansando?¿Se mantendría oculto para hacer creer aDuna que se había marchado? ¿Estaríadevorando sin piedad a algún noblecaballero que hubiese venido abuscarla? ¿A Lord Guntern?… No locreía posible. Nadie sabía que estaba

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allí y, además, el dragón, hasta dondesabía no se comía a los humanos…aunque tampoco parecía cruel cuando levio en el bosque y ahora…

Aquí estaba Duna, aguardando a lamuerte en lo más alto de una torre quecasi rasgaba las nubes, sobre uncamastro y lloriqueando por su destino.

—¡Yo no tendría que estar aquí! —gritó repentinamente al techo de lahabitación—. ¡Tendrías que estar tú!¡Esta es tu guerra, no la mía!

Cuando se le cortó la voz por laslágrimas, volvió a tumbarse boca abajo,apretando con fuerza el rostro contra laalmohada. El cuerpo entero se le

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convulsionó por el llanto. ¿A quiénquería engañar? Si ahora estaba allí erapor algo…

Porque, aunque le parecieseimposible, absurdo, incomprensible yvergonzoso, Duna se había enamoradode Adhárel perdidamente. No sabíacómo había podido suceder; antes deentrar a trabajar en el palacio odiabatodo lo que tuviese que ver con él. Cadavez que Cinthia farfullaba tonteríasacerca de él, Duna prefería marcharsede la habitación a seguir escuchándola;cuando alguna vez se había cruzado consu séquito en el pueblo, no había podidoevitar pensar lo guapo que le parecía…

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aunque también lo incompetente queprobablemente fuera. Porque había algoque no podía negar: se sentía atraída porél. Y ahora que le había visto trabajarsabía que no era un cabeza hueca y quese preocupaba por su pueblo. Eravaliente y servicial, y tenía aquellasonrisa tan bonita…

Ya es suficiente, se dijo. Es hora demadurar. Le gustaba Adhárel. ¡Lequería! ¿Por qué se negaba a admitirlo?¿Qué tenía de malo o de vergonzoso?Ahora que le conocía un poco más sabíaque no era orgulloso ni despectivo comosu hermano. Era gentil, amable, parecíatener carácter y, además, se había fijado

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en ella. ¡Se había fijado en ella! ¡Nisiquiera un porquerizo se hubieraacercado a Duna sabiendo que no habíaterminado la escuela! Y allí estaba elpríncipe, el futuro rey de Berethsonriéndole e intentando pasar mástiempo con ella. Y sin berones de pormedio, como Lord Guntern.

Duna volvió a darse la vuelta sobreel colchón y se quedó mirando el techo,intentando controlar una sonrisa. Creyóque ya estaba preparada. Podía hacerlo.Total, la otra opción para pasar el ratoera lanzarse por la ventana…

Tomó aire, como siempre que setiene que decir algo importante, aunque

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sea a las piedras de una pared, y a vozen grito dijo:

—¡TE QUIERO, ADHÁREL!Cuando terminó de pronunciar su

nombre sintió que se quedaba muchomás tranquila. Había sido estúpido, losabía, pero para ella había significadoreconocerlo abiertamente. Era unalástima que no hubiese nadie allí paraescuchar su confesión…

—¿Duna? —oyó de pronto a lolejos. Genial, pensó, ya estabacomenzando a volverse loca. El primersíntoma siempre eran los delirios.

—¿Duna? —volvió a repetir la voz.Y aunque seguía percibiéndola igual de

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lejos, le pareció que era un poco másreal. La muchacha se sentó en la camamirando hacia la ventana, preparadapara correr si volvía a escuchar algo.

Pasaron unos segundos pero no pasónada. Tan solo se oía el trino de algúnpájaro. Definitivamente se estabavolviendo loc…

—¿Duna?Aquella vez no esperó a que se

repitiese por cuarta vez. Se lanzó haciala ventana y se asomó apoyada en elalféizar.

Allá abajo, en el lejano suelo, lamuchacha descubrió a un joven queintentaba escalar la pared de la torre. El

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príncipe. Su príncipe.—¡Adhárel! —gritó ella casi tan

fuerte como antes. Ya no le importabaque le hubiese escuchado gritar que lequería, porque le quería. Y al verle allíabajo, intentando rescatarla, a pesar dela altura y del dragón, le confirmaba quehacía bien amándole… SantoTodopoderoso, ¡el dragón!—. ¡Adhárel!¡Vete de aquí! —volvió a gritar—. ¡Eldragón! ¡Te atacará! ¡Huye ahora quepuedes! ¡Sálvate!

Unos días antes lo habría creídoimposible, pero después delrecibimiento de la noche anterior, estabacompletamente segura de que el dragón

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no se detendría a la hora de matar a unser humano.

No estaba segura de si Adhárel lehabría oído o de si no había gritado consuficiente fuerza. El príncipe seguíapeleándose con la pared, buscando enlas grietas agarraderos para las manos ylos pies. Cada pocos metros, caía alsuelo levantando una polvareda.Mientras tanto, Duna miraba al cielo enbusca del dragón, esperando verleaterrizar junto al príncipe en cualquiermomento y zampárselo de un bocado olanzarlo por los aires.

—¡Sal de aquí! —volvió a gritar lamuchacha, desesperada. Y en un

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murmullo, añadió—: Por favor…—¡No… me iré… sin ti…, Duna! —

gritó el príncipe con las fuerzas que lequedaban.

La muchacha no pudo evitar sentirsesumamente halagada, ni que las mejillasse le sonrojasen.

—¡Voy a intentar lanzarte algo paraque puedas subir! —le gritó, dándosemedia vuelta y buscando por lahabitación algo que le sirviese. Lasventanas no tenían cortinas, pero lacama sí tenía sábanas.

Corrió hasta el mueble y con furiasacó la que cubría el mohoso colchón yla que había encima. Después les hizo un

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nudo y comprobó que aguantarían.Perfecto… más o menos.

A continuación, ató un extremo a unaargolla que había junto a la ventana ydespués le lanzó las sábanas al príncipe.

—¡Ya está! —gritó al tiempo que seasomaba de nuevo.

Entonces vio dos cosas. La primera,que el hatillo de sábanas no llegaba ni ala mitad de la torre…

Y la segunda, que un grupo de unosveinte hombres se acercaban a caballopor la extensa llanura.

—¡Adhárel! —gritó otra vez—. ¡Seacerca alguien!

El príncipe dio media vuelta y

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pareció buscar su espada en el cinturón.No la tenía. Duna volvió a mirar a lolejos y comprobó que los hombres,ahora mucho más cerca, iban protegidoscon armaduras que centelleaban a laprimera luz del sol. Parecían soldadosde Bereth… ¿o eran de Belmont? ¡Quizáfueran a ayudar a Adhárel! Una oleadade esperanza inundó a Duna. En un abriry cerrar de ojos estaría libre.

Pero en ese momento vio queAdhárel había cogido la rama de unarbusto y que apuntaba con ella a loshombres, dispuesto a… ¿pelear?Maldita sea, aquellos hombres no veníana rescatarla, ¡venían a impedir que

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Adhárel llevase a cabo su cometido!Los hombres llegaron hasta Adhárel

y le rodearon sin bajarse de suscaballos. Con el palo, el príncipe intentóatizarles en las piernas para hacerlescaer.

—¡Dejadle en paz! —gritó Duna,impotente—. ¡Cobardes!

Los hombres reían sin dejar de darvueltas alrededor del príncipe hasta queuno le agarró el palo y lo lanzó lejos deallí.

Duna no podía seguir mirando sinhacer nada. Volvió al interior de lahabitación y arrastró con todas susfuerzas la mesilla que había junto al

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camastro hasta la ventana. Después, enun último esfuerzo, la elevó hasta elalféizar y, rezando para que no le cayesea Adhárel encima, la dejó caer al vacío.El desquebrajar de la madera sonó a lospocos instantes y Duna se asomó paraver lo que había conseguido. Uno de loshombres se encontraba tirado a los piesde la torre sin su caballo, que habíasalido corriendo. El resto de lossoldados miraban hacia arribaasombrados mientras Adhárel tiraba auno más de su montura y comenzaba apatearle.

Pero las buenas noticias no duraronmucho. En cuanto sus compañeros

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vieron lo que estaba haciendo Adhárel,dejaron de mirar a la ventana y selanzaron a por el príncipe. Cuatro deellos bajaron de los caballos y con unassogas que llevaban en los cinturones, loinmovilizaron.

—¡Noooooooooo! —gritó Duna,desesperada.

Los hombres terminaron de maniataral príncipe y le subieron a uno de loscaballos. Cuando estuvieron listos,espolearon sus monturas y se alejaron dela torre tan rápido como habían llegado.

Duna se quedó en el alféizar,inmóvil. Había creído tan cerca lalibertad; se había imaginado bajando de

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su prisión y reuniéndose con Adhárel,que ahora el vacío era mucho másprofundo y humillante que antes. Unúltimo retazo de juicio le impidiólanzase por la ventana. Uno muy, muypequeño.

Con las lágrimas rodándole por lasmejillas, Duna volvió hasta el camastro,ahora desnudo, se tumbó en él y sepreguntó si volvería a ver a Adhárel… ydónde se habría metido el dragón.

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7Reunión en la escuela

Cinthia agarró de la mano a Marco yjuntos abandonaron la seguridad delportal en dirección al lugar de reuniónacordado con el resto desentomentalistas.

Tal y como le había aseguradoMarco, no tuvo ningún problema entraspasar las barreras de protección delpalacio y llegar hasta las clases de susantiguos compañeros aquella misma

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noche para pasarles el mensaje. Elpoder oculto del niño era realmenteasombroso y el chico sabía comosacarle el máximo partido, llegando avolverse invisible para los ojos deaquellos que no deseaba que le vieran.

Cinthia, mientras tanto, se habíaquedado esperando en el escondite,desesperada y angustiada, tal y comohabían acordado. Cuando regresó,Marco le explicó el plan y juntosprepararon todo para encontrarse con losentomentalistas de palacio unas horasmás tarde.

Atravesaron las pedregosas callesde Bereth hasta llegar a la escuela del

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oeste pasada la medianoche y, porconsiguiente, el nuevo toque de queda.Al parecer, a ningún berethiano se lehabía ocurrido desobedecer la ordendirecta del cruel Teodragos; mucho antesde que el sol se hubiese puesto, nisiquiera los hombres más valientes sehabían atrevido a poner un pie fuera desus casas. Cada vez que escuchabanpasos o el posible tintineo de unaarmadura, Cinthia y Marco se ocultabanen las sombras para seguir adelante encuanto se alejaban en la noche. El poderdel niño no solo les servía para sabercuándo alguien tenía fines ocultos ocuándo les estaban mintiendo. También

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podía averiguar, a cierta distancia y sinnecesidad de verles, si las personas quese acercaban a ellos tenían buenas omalas intenciones. Cinthia estabaempezando a coger cariño a aquel crío.Cada vez le costaba más ver a lossentomentalistas como criaturasdiferentes a los humanos corrientes. Esmás, cada vez se sentía más avergonzadade haber pensado cosas tan horribles deellos sin haber conocido a uno solo.Prejuicios, pensaba, la raíz de casitodos los malentendidos.

Cuando llegaron a la verja exteriorde la Escuela del oeste, Cinthia aupó aMarco para que saltase por encima y

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pudiese abrir el pestillo desde elinterior. En el momento en que el niñoconsiguió abrir la portezuela, se oyeronlos pasos de un grupo de soldados.

—¡Date prisa! —susurró el niño,apresurando a Cinthia a entrar. Después,corrieron hasta el edificio y se pegarona la pared para pasar desapercibidos.Los soldados pasaron marchando unodetrás de otro con lanzas y espadas y,poco a poco, se fueron perdiendo calleabajo.

—Por poco… —comentó Cinthiamientras se secaba el sudor de la frente.

—Vamos. Nos esperan dentro.Rodearon el edificio hasta encontrar

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la puerta trasera.—¿Cómo vamos a entrar? —

preguntó Cinthia—. Seguramente esté…La puerta se abrió sola—… cerrada —concluyó,

claramente sorprendida.La puerta terminó de abrirse y ante

ellos apareció un joven algo mayor queMarco pero más pequeño que ella.Tendría unos quince años.

—Creí que os habíais rajado —comentó el joven apoyándose en lapuerta con la típica superioridad de losadolescentes.

—Aparta de en medio —replicóMarco empujando al chico, quien le

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sacaba más de una cabeza. Cinthia lesmiró algo desconcertada pero despuéssiguió al niño. El joven cerró la puertatras ellos.

—Vaya con el enano —dijo el jovendetrás de Cinthia—. ¡Qué humos!

—¡No soy un enano! —respondióMarco dándose la vuelta—. Y si quieresconservar todos los dientes, déjame enpaz.

Cinthia fue a intervenir cuando unavoz en lo alto de las escaleras se leadelantó.

—¡Henry! ¡Marco! Dejad de gritarahora mismo o nos descubrirán a todos.

Cinthia se quedó paralizada en el

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sitio. Aquella voz era la de un adulto.¿Sería una trampa? Fue a decirle algo aMarco, pero el niño ya subía lasescaleras sin mostrar preocupaciónalguna. La muchacha se encogió dehombros y le siguió, pensando en elhecho de que aquella escuela fuese tanparecida a la del Este. Más queparecida, se dijo Cinthia, era simétrica.La escalera, las paredes, las puertas encada descansillo… todo era idéntico,solo que en el lado contrario: lasescaleras en lugar de girar hacia laizquierda, giraban a la derecha. Y laspuertas en vez de encontrarse a un lado,se encontraban al otro.

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—Os gusta, ¿eh? —preguntó el chicoal verla tan interesada.

—Eh… sí. Es muy parecida a la delEste —contestó ella, incómoda. Tenía laprepotencia de un adolescente y elhumor de un niño.

—No sé cómo será la otra escuela.Yo no me metería ahí ni loco, es paramujeres. ¡A lo mejor a Marco le gusta!

El niño gruñó algo sin darse lavuelta y Cinthia agradeció que al menosuno de los dos jóvenes fueseresponsable.

—Pues esta escuela —siguió Henry—, la construyó mi bisabuelo.

—¿Él solito? —le preguntó Cinthia,

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riéndose para sí.—Bueno… no, pero trabajó en la

construcción.—Qué irónico debe parecerte, ¿no?

—El chico se quedó en silencio sinsaber de qué estaba hablando—. Merefiero a que tus antepasadosconstruyesen esta torre casi comoesclavos de los mandatos de algúnsentomentalista de la corte del reyForestgreen y que ahora tú seas comoellos en lugar de como tu bisabuelo.

Marco soltó una pequeña carcajada.Henry no pudo evitar sonrojarse.

—¿No sabías cómo se construyeronestas torres? —volvió a preguntar

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Cinthia, ya casi en el último descansillode la torre—. Es una de las primerascosas que me enseñaron en la Escueladel Este.

Cuando terminó de hablar, se dio lavuelta y le guiñó un ojo al chico. Almenos había conseguido que se lebajaran un poco los humos.

—¡Marco! —exclamó sonriente elhombre que les esperaba a la entrada delaula más alta—. ¡Cuánto me alegro deverte!

Mientras el niño abrazaba alhombre, Cinthia le reconoció como elmaestre que había acompañado a lossentomentalistas más jóvenes al trágico

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ahorcamiento de Barlof. Después dedevolverle el abrazo al niño, el viejo sefijó en Cinthia y le hizo una reverencia.

—Un placer conoceros. Mi nombrees Zingar Zennion, pero llamadmeZennion.

—Encantada de conoceros, maestre—contestó la muchacha al tiempo que ledevolvía la reverencia.

—¿Entramos o les digo a los demásque salgan al descansillo? —preguntóHenry tamborileando el pie conimpaciencia.

Zennion puso los ojos en blanco y seapartó de la puerta para dejar pasar aMarco y a Cinthia. Cuando Henry fue a

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entrar, el viejo le arreó una colleja en elcuello.

Cinthia había esperado encontrarsecon una nutrida clase desentomentalistas dispuestos a pelear,pero cuando echó un vistazo al interiordel aula se le cayó el alma a los pies.Los cinco chicos que conversaban envoz baja entre ellos se levantaron encuanto la vieron aparecer.

—Solo ellos han venido esta noche—respondió Zennion a la pregunta noformulada de Cinthia.

—¿Y los demás? —preguntó Marcomirando al viejo.

—Nosotros seis hemos sido los

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únicos valientes que nos hemos atrevidoa venir —contestó Henry, entreorgulloso y despectivo.

—Vaya… —murmuró Cinthiaalicaída.

—No os preocupéis —intervino elmaestre—. Muchos no han venido pormiedo. Todos quieren luchar pero estánasustados por las represalias. Nopodemos culparles, son solo niños.

—¡Son unos cobardes! —gritóHenry golpeando uno de los pupitres.

Zennion cerró los ojos, irritado, y alinstante Henry cayó al sueloretorciéndose de dolor.

—¡Ya paro! ¡Ya paro! —exclamaba

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mientras los otros niños contenían larisa. Cinthia se echó a un lado asustada.Unos segundos después, Henry dejó deretorcerse y abrió los ojos.

—No os asustéis —le comentó elviejo a Cinthia—. Ha sido solo unaviso. No le he hecho nadairreparable… por ahora.

La muchacha no supo si sonreír osalir corriendo de allí. Optó porquedarse.

—Bien, dejémonos de tonterías. Notenemos tiempo que perder. ¿Qué es loque habíais pensado? —preguntóZennion sentándose en la silla delprofesor.

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—En realidad… —empezó a decirCinthia.

Marco la interrumpió:—¡Entrar en el palacio, buscar los

aposentos del príncipe y matar al traidorde Dimitri y a todos los que se crucenen…!

—¡Marco! —le amonestó Zennion—. ¿Qué te he enseñado durante estosmeses? El tiempo pone cada cosa en sulugar…

—… y a cada persona en su sitio —terminó el niño por él—. ¡Pero mató ami padre! ¡Él le asesinó!

El niño estaba ansioso por pelear yhacerle pagar a Dimitri la muerte de su

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padre. En parte Cinthia le comprendíamuy bien, pero necesitaban hacerle verque aquella no era la mejor forma deluchar o todo se vendría abajo. A vecesnotaba que el niño tenía demasiado odioacumulado en su corazón para lo jovenque era.

—No lo mató él solo —dijo Zennion—. Si quieres que paguen todos losresponsables, tendrás que tenerpaciencia. ¿Me has entendido?

El niño asintió apesadumbrado,secándose con la manga algunaslágrimas que se habían escapado de susojos. A pesar de aquel gesto, Cinthia viola ira llameando en sus brillantes

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pupilas.—¿Entonces…? —volvió a

preguntar Zennion dirigiéndose aCinthia.

—No sabemos cuál será nuestrosiguiente paso.

El viejo asintió comprensivomientras los jóvenes resoplabanmolestos.

—Genial… —comentó Henryponiéndose de pie—. Ya podemosvolver al palacio antes de que nosdescubran conspirando.

—Siéntate ahora mismo —le ordenóel viejo. El muchacho se sentó alinstante—. Si no hay plan, tendremos

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que pensar en uno.Cinthia se frotó las manos con

nerviosismo.—Señor… facilitaría mucho las

cosas si nos dijeseis qué… —¿Poderes?¿Dones?— capacidades especialesposeéis vos y el resto de los niños.

Zennion sonrió y asintió mientrasdaba una palmada y los niños secolocaban en fila frente a la pizarra.

—¿Qué sabéis de lossentomentalistas, Cinthia?

—Que son especiales —contestóella esforzándose por no ofenderles—,que deben presentarse ante la corte delreino, que deben ser leales a la corona,

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que nunca se han dado casos de mujeressentomentalistas —algo que a Duna lecrispaba los nervios— y que tienendones relacionados con la naturaleza.

—Ese último es el punto másimportante de todos. Los demás puedensaltarse con facilidad; incluso, para quete quedes más tranquila, te diré que hellegado a conocer a alguna mujer confacultades especiales. —Los niñospusieron cara de asombro—. Bien. Unade las principales reglas que se leenseña a un sentomentalista es la de nodar a conocer su poder si no esnecesario.

—¿Por qué? —preguntó ella.

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—Muy sencillo: porque de ese modoel enemigo no sabrá a qué se enfrenta nidescubrirá sus puntos débiles. Porejemplo —dio una palmada y el primerjoven dio un paso al frente—, Morgan escapaz de aumentar la temperatura de loslíquidos solo con pensar en ello. Podríaparecer un don poco efectivo, pero, sinembargo, no lo es. A parte de paracalentar la olla en su casa —los niñossoltaron una carcajada—, puede hacerque le suba la fiebre a un hombre hastael punto de dejarle inconsciente.

Cinthia abrió los ojos asombrada.—¿Y a cuántos hombres podría

aumentar la temperatura al mismo

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tiempo?—A muy pocos —contestó Zennion

—. Con los adultos es más complicadoconseguir resultados efectivos. PeroMorgan está trabajando para que no seaasí. Si tiene un buen día, podríalibrarnos de un par de guardias confacilidad.

—Entonces esperemos elegir el díacorrecto —bromeó la muchachahaciendo reír a todos. Después, Morganvolvió a su sitio y dio un paso adelanteel siguiente niño, mucho más enjuto y deaspecto débil.

—Simón es el niño más frágil detoda la escuela —explicó Zennion.

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Cinthia le miró para ver si estababromeando pero se dio cuenta de que noera así—. Su cuerpo no podría soportarni el más leve de los catarros. Sinembargo, su parte no corpórea se lasapaña perfectamente para equilibrar labalanza.

—¿El alma? —preguntó Cinthia.—Algo así. No nos gusta ponerle

nombres a estas cosas. Nos limitamos adenominarla parte no corpórea. Comodecía —prosiguió—, esa parte de Simónse escabulle siempre que puede de laprisión de su cuerpo enfermo y viajahasta un cuerpo sano para… tomarprestadas las defensas necesarias contra

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todo lo que le rodea.—¿Roba otros cuerpos?—Tampoco nos gusta llamarlo así.

Simplemente toma prestada algo deayuda. Ahora mismo lo está haciendocon todos nosotros y vos ni siquiera osestáis dando cuenta.

Cinthia dio un respingo y se cubrióel cuerpo con los brazos, asustada. Losniños volvieron a reír.

—No sirve de nada que os protejáis.Simón no puede evitarlo, es algo quehace sin pensar… a no ser que deverdad quiera lastimar a alguien.

—Creo que ya lo entiendo —searriesgó la muchacha—. Si Simón

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quisiese herir a alguien… ¿solo tendríaque concentrarse en tomar prestadas susdefensas?

—Exactamente —corroboró elmaestre—. Concentrando su poder en unúnico enemigo y obligándose a extraergrandes cantidades de defensas de él.Simón se revitalizaría por completodurante un buen rato y dejaría a la otrapersona inerte, retorciéndose de doloren el suelo.

—Vaya… —murmuró asombrada lamuchacha.

—Gracias —contestó el niñomientras volvía a su sitio y el siguientejoven daba un paso al frente.

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—Por otro lado, Andrew es capazde transformar cualquier cosa en algocompletamente distinto. Sin duda poseeuno de los dones más poderosos que heconocido nunca.

—¿No tiene ninguna limitación?—En cierta medida, sí. Solo cuenta

con la materia que posee. —Zennion, alver la expresión de Cinthia, se aclaró lagarganta y explicó—: Pongamos quequisiese convertir una calabaza en una…carroza.

—¿Para qué iba a querer convertiruna calabaza en una carroza? —preguntóel niño mirando al maestre.

—Es solo un ejemplo, solo un

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ejemplo. Bien, pues podría crearla.Aparecerían las ruedas, las puertas, lasilla del cochero… todo. Pero sería deltamaño de la calabaza, o incluso máspequeña. Y estaría hecha enteramente dela hortaliza, de sus pipas y de las raícesinferiores…

—¿Pero resistiría? ¿Podría alguienmontarse en ella?

—Si fueses un ratón, sí. La carrozatendría el mismo aguante que lacalabaza. Sin embargo… si en lugar deuna calabaza utilizase un picaporte dehierro para convertirlo en una pequeñaarma, el don se volvería de lo más útilpara nuestra empresa, ¿no creéis?

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Cinthia aplaudió la explicación conuna sonrisa. El niño hizo una reverenciay volvió a su puesto.

—Los dos siguientes, Tail y Henry, aquien ya conocéis, son hermanos yposeen unas capacidades muy similares.—Zennion dio una palmada y solo Taildio un paso al frente.

—No me gusta que me comparen connadie —dijo Henry cruzándose debrazos.

Zennion volvió a dar una palmada yesta vez, aunque profiriendo un grito,Henry dio un paso al frente.

—Como os decía, Tail y Henrytienen dones muy similares. Los dos

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juegan con los sentidos de la gente.—¿Gusto, olfato, tacto, vista y oído?—¡Qué lista! —exclamó Henry,

recuperado.—Sí —respondió Zennion

amablemente, haciendo un esfuerzo porno contestar al niño—. Mientras queTail es capaz de bloquear todos lossentidos, Henry puede aumentar aquellosque desee.

—Para que lo entendáis —leinterrumpió Henry—. Imaginaos queestamos rodeados por un grupo desoldados de Belmont.

—Y no tenemos escapatoria —lecortó Tail.

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—Lo único que tendríamos quehacer sería dejar sin visión a unoscuantos, ya que Tail no podría cegarlos atodos.

—Y aumentar el oído del resto hastaque se volviesen locos —finalizó el otrohermano.

Cinthia sonrió ante la explicación ydespués Marco dio un paso al frente.

—Creo que ya conocéis el poder deeste niño tan aventajado.

Marco sonrió y Cinthia le guiñó unojo.

—Sois realmente asombrosos… —comentó la muchacha—. Todos. Esincreíble que siendo tan poderosos, no

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seáis vosotros los que controléis losReinos.

—¡Eso mismo pienso yo! —dijoHenry mirando a Zennion.

El viejo se masajeó las sienes ydijo:

—Tenéis razón al pensar que somospoderosos. Pero tened en cuenta quesomos muy, muy pocos. Y que nuestrosdones se debilitan con la edad y con elesfuerzo. Los soldados nos superan ennúmero. Rebelarnos sería un suicido.

—A mí no me lo parece —mascullóHenry.

—Ya sabes lo que les pasa a losrebeldes en esta escuela, ¿verdad,

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Henry?El miedo cruzó unos instantes el

rostro del chico, pero después se quedómirando desafiante al viejo maestre.

—Pero vamos a atacar, ¿verdad? —preguntó Marco saliéndose de la fila.

—Sí —respondió Zennion,olvidándose de Henry—. Lo haremos.Pero como ya os dije antes, corremos unriesgo muy grande.

—¡A mí no me importa! —exclamóTail—. ¡Yo también quiero luchar!

—Lo sé, lo sé. Todos lucharemos.Pero tened en cuenta que no solo nosenfrentaremos con soldados. Ellostambién tendrán sentomentalistas en sus

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filas.—¿Por qué no se unen también a

nosotros? —preguntó Cinthia—. Dudoque Belmont les trate como semerecen…

El maestre negó con la cabeza.—Según he podido averiguar, y

ahora que Belmont y Bereth parecen serun mismo reino, sus sentomentalistas noson muy numerosos. No llegarán a ladecena, quizá menos de cinco. —Henryfue a interrumpirle pero Zennion levantóuna mano—. Aunque sumamentepoderosos. Son adultos todos ellos y sehan vuelto unos verdaderos expertos desus poderes. Hasta límites

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insospechados.—Maldita sea —dijo de repente

Morgan, mirando por la ventana—. Haempezado a llover a cántaros y algunosguardias se están resguardando en eljardín de la Escuela.

—¡Alejaos de las ventanasinmediatamente! —exclamó el maestre—. ¿Las puertas están bien cerradas?

—Todas, maestre —contestó Simón.—Bien, quiero que les reduzcas el

oído un poco, Tail. Yo estaré pendientede que a nadie se le ocurra subir.Sentaos todos en el suelo y no hagáisningún ruido que nos pueda delatar.

—¡Pero si estamos en el último

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piso! —protestó Henry.—Por una vez en tu vida —le

contestó Zennion—, deja de cuestionarlotodo, cierra el pico y obedece.

Cinthia hizo lo que le decían y luegopreguntó:

—¿Es ese vuestro… poder? ¿Soiscapaz de leer la mente?

Zennion se agachó con lentitud a sulado y se sentó con la espalda contra lapared.

—Algo así. La mente es muycompleja y en parte puedo hacer muchascosas con ella. No tengo un donespecífico. Al menos yo no lo he vistonunca así. Lo he entrenado desde joven y

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ahora mismo puedo desde leer la mentea alguien hasta infringirle los másterribles dolores modificando un pocosus pensamientos.

La muchacha recordó lo que le habíasucedido a Henry y asintió.

—¿Entonces fuisteis vos uno de lossentomentalistas que juzgastéis a Barlof?

El maestre negó apesadumbrado.Todos los niños escuchaban atentamente.Marco el que más.

—¿No? Duna me explicó que antesde llevar a la horca a alguien, se lehacía un juicio solo con sentomentalistasque pudieran leer la mente. Así elacusado no podía mentir.

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—Y así es —contestó Zennion—.Pero, a diferencia de otras veces,Dimitri me dijo que no era necesaria mipresencia. Me convenció de que seríauna buena oportunidad para que otrossentomentalistas de la escuela pudierandemostrar sus avances. Al principioinsistí en que algo tan importante comola traición de la mano derecha delpríncipe Adhárel me concernía a mí másque a nadie en el palacio. Pero no quisoescucharme. Dijo que ya tenía un grupode sentomentalistas jóvenes preparadospara el juicio y que no podía perder eltiempo con alguien tan viejo como yo.

—Maldito canalla… —dijo Marco

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cerrando los ojos con furia.—Sí que lo es… —dijo el maestre

—. Y pensar que yo le eduqué durantetoda su infancia. Nunca imaginé quepudiera llegar a pasar algo así.

—Entonces, ¿quienes le juzgaron?Duna me dijo que vos estabais en elcomedor cuando ella y Adhárel llegaron.

—Sentomentalistas de Belmont.—¡¿Qué?! —exclamó Henry. Pero

casi al mismo tiempo, Tail le miró y leenmudeció al instante.

—Gracias —le dijo el maestre alniño. Henry hizo unos cuantosaspavientos de enfado y al poco tiemporecuperó la voz—. Debió de

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introducirlos Dimitri en el palacio. Lopeor fue que le hicieron algo más.

—¿El qué? —preguntó Morgan.—Le implantaron recuerdos que no

eran suyos.—¿Cómo pudieron hacer eso? ¡Es

imposible! —dijo Andrew—. ¿Cómopudieron crear un recuerdo?

—Ya os advertí que eran poderosos.Consiguieron modificar el recuerdo deldía que se ausentó de palacio. —Cinthiamiró de reojo a Marco y este bajó losojos apesadumbrado—. Y lotransformaron en el recuerdo que ellosquisieron. Cuando lo vi no pude más queconfirmar lo que ya había dicho Dimitri:

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que Barlof era culpable.Marco comenzó a llorar

desconsoladamente.—Pe…pe… pero era mentira —

sollozó.—Ahora ya lo sé. —Zennion apartó

la mirada de la muchacha—. Cuandoejecutaron a Barlof y vi tu reacción,supuse que se debía a que eras mássensible que el resto de niños. Mástarde, mientras dormías, te oí murmuraralgo en sueños y me propuse descubrirpor qué te había afectado tanto la muertede aquel hombre. —Zennion guardósilencio unos segundos, entristecido—.Jamás me perdonaré el no haberlo hecho

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antes. Si no me hubiera dejado llevarpor mi orgullo, podría haber salvado aun hombre inocente.

Todos quedaron en silencioreflexionando sobre sus palabrasmientras Marco seguía sollozandosuavemente.

—Ya no vale la pena lamentarse —dijo Cinthia—. No vamos a arreglarnada con recuerdos tan dolorosos. Lesharemos pagar por todo. A Dimitri, aTeodragos, a sus sentomentalistas, atodos…

—¡Pero si ni siquiera tenemos unplan! —dijo Henry. Aunque intentaseocultarlo, estaba tan compungido como

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los demás.—Pensaremos en uno. Tenemos

tiempo hasta que los soldados se vayanpara pensar en él.

—En realidad —dijo Andrew—,tenemos hasta que amanezca. Despuésesto empezará a llenarse de gente.

—Andrew tiene razón —comentóZennion—. Así que tendremos quedarnos prisa.

De repente Marco dejó de llorar, sesecó las lágrimas y dijo:

—Creo que acabo de tener una idea.—¿Tú? —preguntó Henry, escéptico

—. ¡Venga ya! No nos hagas reír…—¡Cállate, Henry! —exclamaron

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todos a la vez.El chico se cruzó de brazos y el

resto se congregó alrededor de Marcopara escuchar su idea.

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8El tesoro más

preciado

Duna estaba despierta cuando el dragónregresó. Debía de ser pasada lamedianoche. Aunque después de estarencerrada en aquel lugar durante más dedos días, podría haber estadoamaneciendo y la muchacha no se habríaenterado. No, aún llevaba la cuentagracias al sol. De eso podía estar

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segura.Sentía un hambre feroz y las tripas

hacía tiempo que ya habían dejado derugir, ¿para qué?, pensaba… si tuviesealgo que llevarme a la boca ya lo habríahecho. Moriría de hambre en menostiempo del que imaginaba. Para susorpresa, el problema del agua lo habíasolucionado mejor. Había encontrado unpequeño tarro de madera bajo la camatras el fugaz intento de rescate deAdhárel. Estuvo a punto de lanzarlo porla ventana con la mesita de noche, perose lo pensó mejor y supuso que tal vez lesería útil más adelante. Y así fue. Unrato más tarde se desató una tormenta

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inesperada que cubrió el cielo entero. Ycasi al mismo tiempo sintió cómo lalluvia le caía sobre la frente y ladespertaba de su ensimismamiento. Lalluvia se filtraba por un pequeño agujeroen la pared. Estaba tan muerta de sedque hacía tiempo que había dejado desentir húmeda la boca. Cuando laprimera gota le golpeó, no pudo si noabrir la boca y esperar cuanto fuenecesario hasta calmar su sed. Cuandose encontró mejor, movió el camastropara que no se mojase y colocó en elsuelo el pequeño tazón. Cada vez queestaba apunto de desbordarse, Dunabebía con voracidad hasta vaciarlo.

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Pero el hambre… El hambre era otrahistoria.

La muchacha rodó sobre la camahasta quedar boca abajo y, de ese modo,mantener distraída a su tripa. No surtióningún efecto.

De pronto, el dragón rugió más alládel techo.

—¡¿Quieres dejar de hacer eso deuna vez?! —gritó contra la almohada,desesperada.

El dragón volvió a rugir en lasalturas. Duna se dio media vuelta y sequedó boca arriba.

—¡Maldita sea! ¡Espero que te loestés pasando bien allá arriba, lagarto

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estúpido!Estupendo, se dijo, ya empezaba a

volverse loca: estaba hablando a gritoscon un dragón. De pronto, el ferozrugido se convirtió en un bramido de iray el aleteo de la criatura retumbó portoda la habitación. No había que ser muyavispado para darse cuenta de que algole había enfurecido. Duna se levantó alinstante para ver lo que estabasucediendo fuera. Corrió hasta laventana y se asomó. ¿Adónde iría contanta prisa el dragón? ¿Habría venidoalguien a rescatarla?

De repente, un fogonazo procedentede las fauces del dragón la dejó

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paralizada. Duna abrió la ventana y seencaramó al alféizar para poder vermejor a pesar del miedo que sentía. Laenorme criatura seguía escupiendollamaradas sin dejar de dar vueltas entorno a la base de la torre. Duna temióque cuando se apagase la última brizna,hubiese un cuerpo calcinadosaludándola desde el suelo. Tras unúltimo fogonazo que deslumbró a lamuchacha, el dragón remontó el vuelo ysin reparar en Duna ascendió hastaquedar de nuevo sobrevolando la torre.

Cuando el humo se hubo disipado, yantes de que las últimas llamas sehubieran extinguido, las plantas a la

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sombra de la torre aparecieronchamuscadas y ennegrecidas. Si algunavez hubo alguien ahí abajo, ya noquedaba ni rastro de él: el dragón sehabía encargado de ello.

La muchacha fue a bajar de laventana cuando de pronto oyó un ruido.Estaba pensando que lo había imaginadocuando volvió a repetirse. Sin estarsegura de lo que hacía, Duna volvió aasomarse por la ventana y escrutó lanoche sin saber exactamente québuscaba.

—¡Duna! —le llamó alguien desdeabajo, intentando hacer el menor ruidoposible.

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—¿Sír… Sírgeric? —preguntó lachica al reconocer la voz. No veía másque una silueta recortada en el terrenorecién carbonizado.

—Sí —volvió a susurrar el chico—.Soy yo.

Duna soltó un gritito, asombrada.—¿Qué… qué haces aquí? ¡Vete

antes de que el dragón te descubra!—No pienso irme sin ti.El dragón sobrevolaba la torre con

un aleteo acompasado. No parecía haberreparado en la presencia del ladrón.

—¿Pero cómo voy a salir de aquí?¡No hay puertas!

—Ya contaba con eso.

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Duna guardó silencio cuando lafigura del dragón sobrevoló su cabeza.

—¿Y qué piensas hacer entonces? —volvió a preguntar Duna a la oscuridad.

—Lánzame tu pelo y subiré yo.Duna se quedó perpleja ante la

ocurrencia de Sírgeric.—¿Bromeas? ¿Recuerdas cómo

llevaba el pelo la última vez que meviste? Vale… ¡Pues ahora imagínateloun dedo más largo!

El dragón gruñó en lo alto, alarmadopor el repentino grito de Duna. Lamuchacha se ocultó y esperó a que lacriatura volviese a elevarse. No tendríaque haber gritado, pero el humor de

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Sírgeric no resultaba nada adecuado enaquel momento.

—Te lo estoy diciendo en serio —volvió a escuchar la voz de su amigo—.No necesito que me lances todo tu pelo,bastará con un mechón.

—¿Y para qué quieres un mech…?—Duna se dio por vencida. Tenía queempezar a confiar en el joven—. Deacuerdo. Espera ahí abajo.

—Como si tuviese algo mejor quehacer… —le oyó decir antes de volveral interior de la habitación para buscaralgo con lo que cortarse el pelo.

Dio una vuelta en redondo y noencontró nada que pudiese servirle. No

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había nada afilado a la vista. Estaba yaconvencida de que tendría quearrancárselos con la mano cuando, depronto, vio en una esquina de la torre unfragmento de tejado desprendido quehabía caído por el agujero en el techo.Corrió a por él y cogiendo con la manoel extremo menos afilado, comenzó africcionar un buen mechón que le caíapor el cuello hasta que se desprendiócompletamente. Cuando lo tuvo, hizo unnudo con el mismo y corrió de vuelta ala ventana.

—¡Sírgeric! —le llamó—. ¡Ya lotengo!

—Ahora lánzamelo.

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La muchacha se encogió de hombros,alargó el brazo, abrió la mano y dejócaer el mechón al vacío.

Después esperó a que sucediesealgo, sin saber exactamente qué. Seasomó aún más para ver si conseguíaentender qué estaba haciendo Sírgeric,pero no consiguió distinguir nada.

—¿Sírgeric? —le llamó—. ¿Siguesahí?

No hubo contestación.—¡Sírgeric! —gritó un poco más

alto—. ¿Me escuchas?—Perfectamente —contestó una voz

a su espalda.Duna pegó un grito, asustada, y a

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punto estuvo de precipitarse por laventana. Por suerte, el muchacho laagarró a tiempo.

—Sírgeric… —dijo Duna mirando asu amigo como si fuese un fantasma yvolviendo la vista al exterior—. ¿Cómolo has…? Creí que… ¡Esto es increíble!—decidió, lanzándose a los brazos deljoven.

—Menuda bienvenida —dijo eljoven, bajándola del alféizar ydejándola en el suelo—. Me alegracomprobar que estás bien, Duna.

La muchacha le abrazó.—Yo también me alegro de verte.

¡Rápido! Salgamos de aquí.

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—No —contestó él, separándose—.Espera, Duna…

—¿Qué? ¡Llevo aquí demasiadotiempo como para aguantar un minutomás!

El muchacho suspiró.—Si has esperado tanto tiempo,

¿podrás aguantar un rato más? Tenemosque hablar.

Duna enarcó una ceja, pero asintió yse alejó de la ventana.

—Te he traído algo de comida.Imaginé que tendrías… —antes de queterminase de hablar, Duna ya le habíaarrebatado la bolsita que llevaba en elcinturón y estaba extrayendo el

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mendrugo de pan y el trozo de queso quecontenía—… hambre.

La muchacha asintió sin dejar decomer, con la cara iluminada por unasonrisa.

—Esto es tuyo —dijo Sírgericdejando caer al suelo los cabellos de lamuchacha.

—Da no dos quiedo pada naa —contestó Duna con la boca llena.

—Eso pensé… —Sírgeric dejó quela muchacha saciase su hambre—. Asíque esta es tu pequeña casita deveraneo. Me gusta… un poco sombría,pero tiene buenas vistas.

Duna le fulminó con la mirada y el

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chico dejó de reírse.—Lo siento, lo siento… Imagino que

lo habrás pasado fatal. —Duna asintió,alicaída. Después, Sírgeric continuóhablando—. Yo por mi parte tampoco lohe pasado muy bien que digamos.Mientras te seguía por los callejones deBelmont, un puñado de soldados cayósobre mí y tuve que vérmelas ydeseármelas para escapar vivo de allí…Pero para cuando lo conseguí, sellevaban tu cuerpo inerte a rastras.Imaginé que no te habían matado. Supuseque te querrían utilizar como cebo parapedir algún tipo de recompensa. —Lamuchacha dejó de comer y escuchó

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atentamente a su amigo—. Después meoculté en el interior de una casa y esperéa que los soldados me diesen pordesaparecido. Pasé el resto del día allí ycuando cayó la noche me acerqué todolo que pude al castillo para ver quéhacían contigo. No tardó en salir de allíun carruaje con barrotes dondepresumiblemente ibas tú. Les seguí a unadistancia prudencial hasta dar con estatorre. Después solo tuve que esperar elmomento oportuno para venir arescatarte.

La muchacha dejó la bolsita en elsuelo y se levantó.

—Y si estuviste vigilando la torre

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todo ese tiempo, ¿por qué has venidodurante la noche, justo cuando el dragónvigila? ¿No viste que por las mañanasesto está sin protección?

Sírgeric negó con la cabeza y sesentó al borde de la cama.

—Eso es lo que piensas tú. Pero enrealidad no es así.

—¿Cómo no va a ser así? ¡Sírgeric,llevo aquí más de dos días encerrada!Yo sabré cuándo alguien me vigila ycuándo no.

El joven le hizo un gesto con lamano para indicarle que se sentase a sulado.

—No te enfades, por favor.

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Duna se sentó junto a él y se cruzóde brazos.

—Como quieras. Pero explícamecómo tienes pensado sacarme de aquí.¿También vas a utilizar tus poderesconmigo? —Sabía que no estaba siendodemasiado justa con su amigo, pero lacomida le había devuelto la energíasuficiente como para volver acomprender la gravedad de su situación.

Sírgeric apartó la mirada. No tuvoque decir nada.

—¡No me lo puedo creer! —gritó lamuchacha—. ¡No has pensado cómovamos a salir de aquí! Y para colmo, yano soy la única que tiene que escapar sin

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que me vea el dragón. ¡Ahora tú tambiéntienes que pasar desapercibido!

El dragón rugió en ese instante yDuna se dio cuenta de lo alto que estabahablando. Con un movimiento fugaz, lachica empujó a Sírgeric y este rodó porla cama hasta desaparecer al otro lado.En ese mismo instante, la enormecriatura miró a través de la ventana consu profundo ojo velado.

Duna le sonrió inocentemente e hizoel gesto de bostezar antes de tumbarseen la cama. Unos segundos después, eldragón remontó el vuelo.

—¿Ves a lo que me refiero? —preguntó la muchacha, indicándole que

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ya podía levantarse—. Por poco tepilla… Sírgeric, lo siento de verdad,pero si no puedes ayudarme a escapar,será mejor que vuelvas a casa conCinthia y con Aya para darles la noticia.

—No digas tonterías, Duna —replicó el muchacho—. No voy a volversin ti.

—Pues te vuelvo a preguntar cómolo vamos a hacer. ¿Ese don tuyo nos va aayudar?

Sírgeric respiró hondo y dijo:—No, esta vez no. Además, no creo

que nos sirviese de mucho.Duna puso los ojos en blanco y se

contuvo para no atizar un puñetazo a su

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amigo. Después preguntó:—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Y

cómo que no nos serviría de mucho?¿Por qué?

—El dragón…—¿Sí? ¿Qué pasa con él?—El dragón está hipnotizado.Duna enarcó las cejas antes de soltar

una risotada.—¿Que qué?—Que está hipnotizado. Que no es

dueño de sus acciones…—Sé lo qué significa, gracias.—Sabía que no me creerías… ¿No

has visto sus ojos? No tienen color.Están… vacíos. ¡Negros! Esa es la

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primera señal de que una criatura estáhipnotizada.

—¿Desde cuando te has vuelto tú unexperto en dragones?

Sírgeric se levantó y se puso frente ala muchacha.

—No soy un experto en dragones,pero sí en sentomentalomancia. Conozcocómo funcionan muchos poderes, y mássi he tenido que sufrirlos en miscarnes…

La muchacha dejó de sonreír alescuchar aquello.

—¿Cómo que en tus carnes?—El hipnotismo es uno de los dones

que posee uno de los sentomentalistas

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más poderosos de Belmont. Ese hombrefue mi maestre durante mi estancia enese diabólico reino y alguna vez usó supoder conmigo… —Duna fue a pedirdisculpas, pero Sírgeric continuó—:Escúchame, Duna, ese dragón de ahífuera está hipnotizado y te seguiría hastael fin del mundo solo para traerte devuelta a esta torre. No dejará de hacerlohasta que rompan el hechizo o…

—Hasta que muera —adivinó lamuchacha. El joven asintió alicaído—.Ya sabía yo que el dragón que me salvóen el bosque no era el mismo. Mi dragónnunca hubiese intentado carbonizarte.

Sírgeric se relajó viendo que al

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menos Duna le creía.—¿Tu dragón? —bromeó—.

Menudas confianzas…Duna le golpeó el brazo y después

dijo:—Todavía no me has contestado a

algo…Sírgeric la miró, nervioso.—¿Por qué has venido por la noche

en lugar de por la mañana? Si el dragónes tan peligroso no entiendo lanecesidad de venir en plena noche…

Sírgeric se masajeó las sienesmientras daba unos pasos por lahabitación.

—Porque mientras el dragón no

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ronda por las mañanas… hay soldadosque vigilan la torre.

—¿Y son más difíciles de evitar queuna criatura de esa envergadura, congarras, dientes y que escupe fuego?

El joven sonrió.—Te aseguro que sí.Duna volvió a suspirar, entristecida.—Por eso Adhárel no consiguió

rescatarme. Si hubiera sabido que habíaguardias vigilando… —no pudoreprimir el llanto—. A saber qué habránhecho con él…

Sírgeric dio un paso hacia atrásrascándose el hombro, incómodo.

—En realidad… en realidad eso no

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tuvo mucho que ver, Duna.La muchacha le miró sin

comprender. Entre ofendida y enojada.—¡¿Cómo que no?! Adhárel vino a

rescatarme, pero le tendieron unatrampa. Seguramente consiguió escaparde Belmont y vino hasta aquí a por mí.

—No, Duna —replicó Sírgeric, cadavez más molesto.

—¡Desde luego que sí! ¡Lo quesucede es que le tienes envidia!

El muchacho se rió sin ganas.—¿Envidia de qué?—¡De que él fuese mucho más

valiente que tú y se atreviese a venir apesar de los soldados!

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—¡Pues no veo que haya llegadomuy lejos! Al menos yo he conseguidollegar hasta aquí arriba.

—¡Solo gracias a tu poder! —replicó ella.

—Y a mi ingenio —añadió él.—¿Y para qué? ¡Dime! ¡Mejor

estaría sola que contigo!Sírgeric fue a replicar cuando

asimiló las palabras de la muchacha. Surostro debió de descomponerse de talmanera que la muchacha también se diocuenta de lo que había dicho después depronunciar las palabras.

—Sírgeric… lo… lo siento… —sedisculpó—. No… no sé qué me está

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pasando. Es todo esto. No he podidohablar con nadie en tanto tiempo que…Oh, lo siento muchísimo —dijo,cubriéndose el rostro con las manos.

—Da igual. Yo tampoco estoysiendo muy amable que digamos.

Duna levantó la mirada.—En eso tengo que darte la razón —

dijo, desviando la mirada hacia laventana—. Adhárel puede estar en estosmomentos pudriéndose en algúncalabozo.

—No lo creo… —masculló eljoven. Duna se volvió hacia él, de nuevoenfadada.

—¿Quieres dejar de hablar así y

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decirme claramente lo que tengas quedecirme?

Sírgeric se revolvió el pelo,inseguro.

—Lo siento, tienes razón. Es quees… difícil. Seguramente no me crearás.Yo no lo hice al principio, he tenido quemeditarlo mucho antes de darme cuentade que era…

—¡Vale ya! —le interrumpió ella—.Te aseguro que en los últimos días me hevuelto de lo más crédula.

Sírgeric respiraba con dificultad,nervioso, intranquilo. Intentaba elegirlas palabras con precaución antes depronunciarlas, pero siempre parecían

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ser las equivocadas.—Está bien, pero déjame que te lo

cuente desde el principio.—Tómate el tiempo que necesites —

comentó Duna con ironía,acomodándose en la cama.

El joven se aclaró la garganta ymientras daba vueltas alrededor de lahabitación, comenzó a hablar con elbatir de las alas del dragón comoacompañamiento.

—Durante mi estancia en la cárcelde Bereth los días previos a que Cinthiame viniese a rescatar, sucedieron doscosas que no había previsto. La primerafue que tuve que compartir celda con un

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niño de nueve años llamado Marco quedespués resultaría ser el hijo de Barlof.—Duna fue a decir algo pero el joven selo impidió—. Eso no es importanteahora mismo. El caso es que el niño, encuanto me vio en su misma situación, mecontó que estaba llevándose a cabo unaconspiración en Bereth y que el causantede todo, incluso de la muerte de supadre, era Dimitri. Después de que meexplicase cómo lo sabía, algo con lo quetampoco voy a entretenerme ahoramismo, pasé a preguntarme por quéAdhárel permitía que todo aquelloestuviera sucediendo. Había una piezaque no encajaba en ese rompecabezas y

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no la encontré hasta la noche anterior aque Cinthia nos rescatara.

»Era de noche y los pocos presosque había en los calabozos dormían ymurmuraban palabras sin sentido,seguramente como yo. Sin embargo, elsueño no conseguía vencerme en unlugar como aquel y me pasaba las horasnocturnas divagando con mispensamientos… hasta que les oí hablar.No sé si fue casualidad, pero porsegunda vez era partícipe secreto de unaconversación de la que no tendría quehaberme enterado. —Sírgeric detuvo elrelato para sentarse junto a Duna—. Alprincipio no le di ninguna importancia,

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imaginé que serían dos soldadoshablando de banalidades, pero entoncesuno de ellos se quejó de tener quereunirse allí abajo y el otro le contestóque solo allí estaban seguros de quenadie pudiera oírles y de que ningún ojopudiera verles… y que los pocos queestuvieran haciéndolo, dejarían deexistir en pocos días.

»En ese momento, lejos deamedrentarme por las insinuaciones,decidí prestar más atención a suspalabras. Te aseguro que me costó másde lo que puedas imaginar asimilar loque escuché a continuación, pero ahorasé que es cierto. Empezaron a hablar de

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los planes que tenían para Bereth; launión de los dos Reinos y todo eso. Perodespués pasaron a hablar de ti…

—¿De mí? —preguntó Duna,sobrecogida e intrigada.

—Sí, de lo que te teníanpreparado… y de lo que harían con elpríncipe Adhárel.

Duna se llevó las manos al pecho,consternada.

—¿Le… le van a… matar?—No, Duna. Les es más útil vivo.—¿Entonces? —insistió la

muchacha, sin entender.—Vivo, pero no consciente.—¿A qué te refieres?

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Sírgeric se frotó las manos. Teníaque decírselo ya.

—Por favor, te suplico que…—¡Dímelo! —gritó Duna,

poniéndose en pie.—Está bien. Adhárel…—¿Sí?—El dragón…—¿Qué?—Duna, Adhárel es el dragón.Ya estaba. Ya lo había dicho. Ya

podía respirar tranquilo. Sin embargo, elaire no parecía querer penetrar en suspulmones. Duna seguía mirándole conuna media sonrisa pintada en la cara.

—¿Perdón? —preguntó con

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insultante tranquilidad.—Que Adhárel-es-el-dra-gón —

repitió el joven, marcando cada sílaba.Duna le miró unos instantes sin

moverse, para después soltar unatremenda carcajada. Una carcajada queretumbó por toda la habitación y por lacual Sírgeric se quedó totalmentedesconcertado. Duna siguió riendomientras su amigo se debatía entreacompañarla o zarandearla para quevolviese en sí. Estaba empezando adibujarse una media sonrisa en suslabios, cuando, paulatinamente, la risanatural de Duna fue transformándose enuna nerviosa. A Sírgeric no le pasó

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desapercibido el cambio y para cuandose hubo levantado de la cama, Dunahabía caído de rodillas al suelo yocultaba las lágrimas entre sus manos.

—Duna, ¿estás… estás bien? —seaventuró a preguntar el muchacho.

—¿Por… por qué dices eso? —sollozó ella con un hilo de voz—. ¡¿Porqué quieres burlarte de mí?!

—No quiero burlarme de ti, Duna.Eso sería lo último que haría. Te… teestoy diciendo la verdad, ¡te lo juro!

El muchacho se acercó paraabrazarla, pero antes de llegar siquiera atocarla, Duna levantó la cabeza y leapartó de un empujón.

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—¡No me toques! —gritó.—Duna…—¡Vete!Sírgeric se puso de nuevo en pie.—Ya te he dicho que no me iré de

aquí sin ti.—¡Me da igual lo que digas! —gritó

otra vez, sin dejar de llorar—. ¡Ya hasdicho suficiente! ¡Vete y no vuelvas!¡Vete y…!

Sírgeric se había ido acercandolentamente a ella y la última frase lahabía terminado sobre su hombro,llorando desconsoladamente yabrazándole con una fuerza inusual enella.

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—Duna… tranquila. Tranquila —lesusurraba al oído sin dejar deacariciarle el pelo—. No llores, porfavor.

Mientras le rogaba que se calmase,Sírgeric se preguntó dónde estaría eldragón y por qué no había aparecidotodavía para ver lo que sucedía… talvez estuviese cazando lejos de allí.Unos minutos después, Duna dejó detemblar, y al poco se secó las lágrimassin apartarse del hombro de su amigo.

—Es imposible… tiene que serlo…el tamaño del dragón… Adhárel… Seríaimposible ocultar algo así… ¿Estás…estás seguro de lo que dices? —preguntó

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con la voz entrecortada.—Completamente —contestó él,

atrayéndola hacia sí con fuerza—. Jamáste engañaría para hacerte daño, Duna.Eres mi amiga.

—Lo sé… pero… es tan…—¿Recuerdas la Poesía Real?Duna asintió sin separarse de él.—Marco me la recitó hace poco en

el calabozo. En ese momento até cabos yme di cuenta de que era verdad. Adhárelfue encantado por algún sentomentalistamuy poderoso cuando nació y desdeentonces ha alternado su naturalezahumana con la de dragón. Es la únicaexplicación posible.

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—Él es el arma…El joven asintió.—Pero… pero… —susurraba Duna,

sorbiendo las lágrimas—. Él vino abuscarme aquí, a la torre…

—El príncipe solo cambia deapariencia cuando se pone el sol. Porlas noches se convierte en el dragón deBereth y cada amanecer recobra suaspecto humano. Deben de haberhipnotizado al dragón, pero no alpríncipe.

La muchacha se separó lentamentede Sírgeric.

—No lo entiendo. ¿No son lamisma… el mismo…? —no sabía cómo

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terminar la frase.—Lo son. Pero si mi intuición no me

falla, por las mañanas el dragón regresaa Belmont donde mantienen preso aAdhárel hasta que vuelve a anochecer.Lo del otro día, cuando intentórescatarte, debió de ser un divertimentopara los soldados que le custodiaban.

Duna volvió a sentir las lágrimasaflorando en sus ojos.

—Tanto tiempo… tanto tiempo ynunca me lo dijo… ¿Cómo ha podido?

—Quizá ni siquiera él lo sepa —aventuró el joven.

—¿Cómo no va a saberlo? ¡No esalgo que se pueda olvidar con facilidad!

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—Tal vez cuando despierta norecuerda lo que ha pasado durante lanoche. No lo sé, son solo suposiciones.

—Pobre Adhárel… —suspiró Duna—. ¡Pero alguien tendría que saberlo!Alguien ha tenido que estarprotegiéndole todo ese tiempo.¿Cómo… cómo si no ha podido volvercada mañana al palacio?

Y en el momento en que se preguntóeso, recordó de golpe el baile.

—Es la reina —dijo, sin alterar lavoz pero con los ojos bien abiertos.

—¿Perdón? —preguntó Sírgeric.—¡La reina Ariadne es quien le

protege!

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—¿Cómo has llegado a esaconclusión?

Duna hizo memoria antes deresponder.

—Fue… fue ella quien obligó aAdhárel a abandonar el baile minutosantes de la medianoche. Ella sabía loque le sucedía a su hijo y… y no podíapermitir que nadie le viesetransformarse en dragón.

Sírgeric meditó aquellas palabras.—O sea, ¿que la reina lo supo

siempre y no hizo nada para evitarlo?¿Ni siquiera se lo dijo?

Duna se encogió de hombros, muchomás tranquila. De repente le asaltó una

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duda.—Sírgeric… Me preguntaba si tu

plan de rescate incluía… bueno, siincluía a Adhá… al dragón.

El muchacho esbozó una sonrisa yasintió.

—¿Y en qué habías pensado sipuede saberse? —preguntó Duna,levantándose, resuelta a ayudar a suamigo a salir de allí. Ya que su príncipeno iba a venir a rescatarla, más bientodo lo contrario, tendría que ser ellaquien escapase de allí.

—No era una idea demasiadobrillante, si te soy sincero…

—Sírgeric, por favor —insistió.

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—De acuerdo. Veamos. Según creo,Adhárel y el dragón comparten unamisma alma, pero diferentesconciencias. Es decir, el dragón no sabequién eres, sin embargo, y sin él saberpor qué, tiene la irrefrenable necesidadde protegerte. —Al escuchar laexplicación, Duna recordó cómo lehabía salvado de los bandidos en elbosque—. Sin faltar al respeto —prosiguió—, podría parecerse a larelación de un perro con su amo: no lequiere, pero siente aprecio por él yobedece sus órdenes.

—No sé adónde quieres llegar.—Quiero decir que tiene que haber

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algo más que una al príncipe con eldragón. Si Adhárel te quiere de verdad,y por todo lo que ha hecho no lo dudo…y el dragón de alguna forma te reconocelo suficiente como para hacer lo quehizo. Creo que el posible lazo de uniónes…

—¿El amor? —preguntó Duna,haciéndose una idea de adonde quería ira parar Sírgeric.

—Eso creo yo…Duna se aguantó las ganas de decirle

que aquello era una estupidez. Decidió,por primera vez, creer en él sin dudar uninstante.

—Está bien. Pongamos que es

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cierto… ¿Qué plan habías pensado?Sírgeric sonrió mucho más tranquilo

y se dispuso a explicarle paso a paso enque consistía su plan.

—Esperaré escondido detrás de lacama para que no me vea —dijoSírgeric como último apunte—.Después, todo dependerá de ti. ¿Estássegura de que quieres hacerlo? Tal vezpodríamos pensar en otro plan.

—No. Ya dijiste que si escapásemosde cualquier otra manera, el dragón nosperseguiría hasta darnos caza. No estoy

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dispuesta a arriesgar tu vida también.—Pero es peligroso… podría salir

mal, podría estar equivocado… —eljoven se revolvió el pelo, nervioso—.Cuanto más lo pienso, menos me gusta laidea.

—Sírgeric. Voy a hacerlo. No me lopongas más difícil y escóndete, porfavor.

El muchacho obedeció y se ocultóbajo el mueble mientras veía cómo suamiga se encaramaba al alféizar de laventana, dispuesta a enfrentarse aldragón.

—¡Adhárel! —gritó Duna a lanoche. La luna parecía ser su único

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oyente. No estaba segura de si el dragónreconocería aquel nombre, pero teníaque empezar intentando aquello—.¡Adhárel, ven aquí!

De repente, un poderoso aleteosurcó la noche y, un momento después,la inmensa criatura se presentó ante ella,manteniéndose a unos metros de laventana, batiendo las alas sin mover elcuerpo. El intenso viento despeinaba loscabellos de Duna y azotaba su cuerpo.

—¡Escúchame! —volvió a gritar,intentando oír su propia voz por encimade todo aquel estruendo—. ¡Sé que estásahí en alguna parte! ¡Adhárel, te quiero!¡Por favor, haz un esfuerzo y entiende

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mis palabras!Como respuesta, la criatura soltó un

fuerte rugido que dejó sin aliento a lamuchacha. Tenía que ser más persuasiva.Tenía que creérselo de verdad. Malditasea, ¡pero ese no era su príncipe!Agarrándose con más fuerza a la piedra,volvió a gritar:

—¡Te lo suplico, Adhárel! ¡No dejesque te hagan esto! ¡Escúchame! Tienesque creerme… ¡te quiero! ¡Por favor,ayúdame a escapar!

De nuevo, el dragón bramó con iracontenida y coleteó con fuerza, atizandola pared de piedra y desprendiendoalgunos fragmentos de la torre.

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—No funciona —susurró Dunagirando la cabeza hacia la habitación.

—No desesperes —le llegó la vozamortiguada de Sírgeric—. Sigueintentándolo.

—Como si fuera tan sencillo —masculló Duna. Tomó aire una vez más yse volvió de nuevo hacia el gigantescodragón con la intención de impregnarcada una de sus palabras con toda lasinceridad de la que era capaz—.¡Adhárel! ¡Adhárel, soy yo! ¡Soy Duna!¿No me reconoces? Te lo ruego,Adhárel… Recuérdame.

Otra vez, la portentosa criaturabramó con fuerza sobrenatural y se alejó

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unos metros, batiendo las alas en lo queparecía una lucha sin control. Dio variasvueltas en el aire sin parar de rugir ydespués volvió a quedarse frente aDuna. Sus ojos seguían siendo tannegros como la noche que les rodeaba.

La tristeza y la falta de confianzacomenzaron a hacer mella en lamuchacha. Era absurdo… no conseguiríanada. Notó cómo las lágrimasresbalaban por sus mejillas. Cerró losojos y, tragándose las lágrimas, tomóuna decisión.

—Adhárel… mi príncipe… —susurró ya sin fuerzas. Solo le quedabauna cosa más por probar. Si salía mal…

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bueno, si salía mal tampoco alteraría enmucho su destino.

Sírgeric no pudo reaccionar atiempo. Para cuando se dio cuenta de loque su amiga iba a hacer, ya erademasiado tarde. El muchacho salió deun salto de su escondite y recorrió lospocos metros que le separaban de Dunaen un abrir y cerrar de ojos, pero cuandoalargó la mano, la muchacha ya seprecipitaba al vacío.

—¡Duna! —gritó aterrorizado.La muchacha sintió la caída en cada

centímetro de su cuerpo. El viento, lafalta de aire en los pulmones, lavelocidad creciente… sintió todo y, sin

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embargo, no pudo interiorizar nada. Enbreves momentos recibiría el golpe quela mataría y entonces todo habríaterminado.

Pidió perdón en silencio a Aya, a sufiel amiga Cinthia, a Sírgeric… pero porencima de todos, se disculpó ante supríncipe.

Qué lejos le parecían en esemomento la trama de Dimitri o laincipiente boda con Lord Guntern. Yanada importaba. Solo esperaba que susseres queridos no sufrieran por ellademasiado.

Los pensamientos transcurríanfugaces e incontrolables por su mente

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mientras el suelo se acercabavertiginosamente. De repente, y comohabía esperado, se produjo el golpe…aunque no fue como imaginaba. Sintiódolor, desde luego, pero solo en elestómago y en el pecho. El estómagoparecía querer salírsele por la boca,impidiéndole respirar. Fue entoncescuando comprendió que no estabamuerta y que, si hacía un esfuerzo,podría abrir los ojos.

Cuando lo hizo, descubrió que eltiempo parecía haberse detenido y quehabía dejado de caer tan rápido comoantes. Aún no estaba en el suelo, de esoestaba segura. Poco a poco, fue

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recobrando la conciencia y descubrióque no podía moverse; no porque noquisiera, si no porque algo leaprisionaba el cuerpo. Tardó unossegundos más en comprender quéocurría: el dragón la sujetaba entre unade sus fuertes garras.

Al principio creyó que todo habíaterminado; que la criatura la devolveríaa su torre. Pero cuando notó que lasgarras que le arropaban se relajaban entorno a ella, comprendió que, lejos de suprimera impresión, el dragón la estabadepositando suavemente en el suelo.

Cuando sus pies tocaron tierra, Dunase alejó unos pasos del portentoso

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dragón, quien la miraba fijamente.—Me has… salvado… —se atrevió

a decir.El dragón ronroneó suavemente.

Nada quedaba ya de la temible criaturade antes. Sus ojos… ya no eran negros;ya no estaban vacíos. Eran de la mismatonalidad que los del príncipe, algo enlo que se fijaba por primera vez.

—Gracias… —dijo, haciendo unapequeña reverencia. El dragón asintió almismo tiempo y la muchacha pudo jurarque esbozaba una sonrisa.

Con el corazón latiéndolefuertemente en el pecho, Duna dio unpaso hacia la criatura y esta bajó el

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cuello hasta que sus ojos quedaron unpoco más altos que los de ella. Duna diootro paso y, sin hacer caso del temblorque recorría su mano, la alzó paradespués posarla sobre la rugosa piel deldragón. Bajo el resplandor de aquellaluna, las enormes escamas reflejaban laluz despidiendo suaves destellosperlados. El tacto le resultó frío, pero nohelado.

—Adhárel… —susurró al mismotiempo que acariciaba el enorme hocicodel dragón. La criatura cerró los ojos yse dejó hacer—. Mi príncipe…

El dragón abrió los ojos y empujó elhocico hacia Duna cariñosamente.

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—Tenemos que salir de aquí antesde que salga el sol. ¿Podrías… podríasllevarme?

Duna estaba convencida de que eldragón la entendía perfectamente aunqueno pudiese contestar con palabras.Asintió suavemente y tendió su enormegarra para que Duna subiese a ella. Lamuchacha se encaramó con agilidad ydespués las garras se enroscaron entorno a su cintura. Hacía tiempo que nose sentía tan segura.

—De acuerdo, pues ahora… —depronto, un silbido lejano la interrumpió—. Oh, vaya, me había olvidado deSírgeric.

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El dragón también miró hacia arribay gruñó, nervioso.

—No, no, no tengas miedo. Es unamigo —explicó la muchacha—.Recógelo a él también, por favor. Yvayámonos de aquí enseguida.

Sin esperar un segundo más, eldragón comenzó a batir con fuerza lasalas y al poco ya se encontraban frente ala ventana de la habitación.

—¡Duna, estás viva! ¡Lo hasconseguido! —vitoreó el muchachoalejándose un poco de la ventana,intimidado por el dragón—. ¡Por unmomento creí que te habíamos perdidopara siempre!

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—Dijiste que no solo lossentomentalistas tenían poder. Ahora séque es cierto.

Sírgeric sonrió con ganas.—Vamos, sube. Nos llevará de

vuelta a Bereth.—¿Estas segura? ¿No es…

peligroso?Duna enarcó una ceja.—¿Ahora quién es el que tiene

miedo? ¡Ya no está hipnotizado!El joven asintió decidido y, tras

encaramarse a la ventana, el dragón letendió la otra pata delantera para quesubiese.

—Gracias… —dijo, asombrado por

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lo que estaba haciendo.En cuanto se hubo acomodado, el

dragón cerró las garras a su alrededor ybatió las alas una sola vez para alejarsede la torre. Y sin más dilación,emprendió el viaje de vuelta al reino deBereth.

Duna miró una última vez hacia atráspara contemplar, sobrecogida, losolitaria y amenazadora que parecíaaquella torre que había sido su prisión ysu hogar durante los más extraños y, pordesgracia, inolvidables días de su vida.

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El soldado oteó preocupado elhorizonte. El amanecer comenzaba apintar las montañas a lo lejos. Dio unospasos con la lanza en alto paradesentumecer los músculos y despuésvolvió a dirigir la mirada a lo lejos. Sehacía tarde. El dragón tendría que haberllegado hacía tiempo.

Solo tendrás que quedarte aquí ycerrar la verja en cuanto él entre. Esashabían sido las palabras exactas delsentomentalista. Maldito embaucador.Un soldado de su rango no tendría quehaberse dejado manipular de esa forma.

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Incómodo, volvió a observar elhorizonte. Los primeros rayos de sol leobligaron a apartar la mirada. Esperaríaunos minutos más y después actuaría.Quizá estuviera cazando, o durmiendo, ovolviendo ya… ¡Por el Todopoderoso!¡Era un dragón, no un perro!

Pero las órdenes habían sidoprecisas: si cuando amanezca, eldragón no ha regresado, da la alarma.

Tal vez iba siendo hora… No queríahacerlo mal en su primera guardia.

De nuevo escrutó el cielo y, viendoque no había ni rastro de la criatura,decidió, finalmente, dar el aviso.

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9Desvelando secretos

El dragón sobrevoló el bosque deBereth casi rozando las copas de losárboles. Sabían que si volabandemasiado alto, tarde o tempranoalguien podría descubrirles cruzando eloscuro firmamento.

—¡Está a punto de salir el sol! —gritó Duna a Sírgeric desde la otragarra.

—¡Deberías decirle que fuese

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aterrizando! Podemos seguir el camino apie.

Duna asintió a su amigo y despuéslevantó la cabeza.

—¡Adhárel! ¿Podrías…? —antes determinar la pregunta, el dragón comenzóa descender. Duna miró asombrada aSírgeric. El joven se encogió dehombros y cerró los ojos para disfrutardel descenso. Aterrizaron en un claro enmitad del bosque lo suficientementegrande para el dragón.

Cuando hubo plegado las alas, dejóa Duna con extremada suavidad mientrasobligaba a Sírgeric a saltar desde unaaltura bastante elevada.

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—Muy considerado por tu parte…—masculló el joven molesto. El dragón,por respuesta, se dio media vuelta yechó a andar entre los árboles,arrancándolos de raíz a su paso. Sinperder un minuto, echaron a andar tras éla grandes zancadas para no retrasarse.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Duna—. Creo que todo estoempieza a ser demasiado grande paranosotros, Sírgeric.

—Para nosotros quizá sí, pero nopara él —contestó echando un vistazo aldragón.

De pronto, la criatura se paró enseco, estiró el cuello y emitió un rugido

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devastador.—¿Qué le pasa? —Duna avanzó

hacia él—. ¿Tiene que regresar aBelmont?

—No creo que sea eso. ¡Mira!El dragón se tambaleó unos pasos

hacia ambos lados y después sedesplomó sobre el suelo, retorciéndosede agonía.

—¡Se está muriendo!La muchacha hizo ademán de

acercarse a él pero Sírgeric la agarródel brazo para impedírselo.

—¡Espera! ¡Podría matarte sinquerer!

La criatura soltó un último gruñido y

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quedó tendido en el suelo, inmóvil. Losdos jóvenes se quedaron paralizados. Ensilencio. Y, poco después, la figura deldragón comenzó a menguar. Menguó ymenguó hasta que, en el lugar delenorme monstruo, solo quedó un jovendesnudo igualmente inmóvil.

—Adhárel… —susurró Dunallevándose una mano a la boca.Contemplar la transformación con suspropios ojos había resultado mucho másimpresionante que escucharlo de bocade Sírgeric. Por desgracia, le habíaservido por encima de todo para darsecuenta de que aún no lo había asimilado.Hasta ese momento había intentado

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engañarse pensando que sí lo creía.¡Incluso había llegado a llamar aldragón por el nombre del príncipe! Perohaberlo visto… haber visto cómo eldragón se transformaba en el príncipehabía sido demasiado para ella. Sinduda, no estaba preparada. Sintió que lefaltaba el aire y cayó al suelo derodillas. Sabía que tenía que luchar ycontrolarse. Que tenía que ser fuerte yaguantar… pero le era imposible.

—¡Duna! ¡Está despertando!En algún momento indeterminado

para Duna, Sírgeric había llegado hastael príncipe y le había cubierto con sucapa.

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—¿Me oyes, Duna? ¡Tenemos quellevarlo a casa!

La muchacha oía la voz de su amigodistante, apagada. No se veía capaz deresponderle. En su mente una frase serepetía una y otra vez: «Adhárel es eldragón, Adhárel es el dragón,Adhárel…».

Sírgeric se acercó a ella y lazarandeó para hacerla volver en sí.Estaba haciéndole preguntas y le pedíaque le respondiese. Tenía que hacer unesfuerzo o su amigo se preocuparía.

—Duna, por favor, vuelve. Novamos a poder hacerlo sin ti.

La muchacha se entregó a su

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cometido y las voces en su cabezafueron apagándose.

—No puedo… —masculló más paraella que para él—. No puedo,Sírgeric… lo siento.

—Claro que puedes, Duna. Vas atener que ser tú quien se lo cuente.

—¿Qué?… ¿Yo? —¿Cómo iba ahacerlo si ni siquiera lo habíaasimilado?

—Tendrás que ser fuerte. Por él, porti, por todos. Duna, no puede seguir enla ignorancia. No ahora que todo pareceestar desmoronándose. Te necesita.

—Me… —Duna miró a su amigo alescuchar la última frase. ¿Tendría razón?

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¿Adhárel la necesitaba? Miró porencima del hombro de Sírgeric y vio aAdhárel en el suelo. Estaba empezandoa moverse. No, no podía dejarle. Si noconseguía asimilar todo lo que habíasucedido, tendría que fingir. Debía serfuerte por él, por Adhárel.

—Vayamos con él.Duna se levantó con ayuda de

Sírgeric y juntos se acercaron alpríncipe. En ese instante, Adhárel abriólos ojos.

—¿Du… Duna? —masculló casi ensueños. Ella se arrodilló y le pasó lamano por el cabello. Con todo, se sentíaun tanto incómoda sabiendo que Adhárel

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no llevaba encima más que la capa deSírgeric.

—Sí, Adhárel, soy yo. Ya ha pasadotodo.

El príncipe le sonrió y se incorporólentamente.

—¿Cómo… cómo he llegado aquí?¿Dónde están los guardias? Recuerdoque me apresaron y después… despuésencontré esa torre no sé cómo y túestabas allí encerrada y…

—Shhh, shhh… relájate. Te loexplicaremos todo por el camino. Ahorahemos de llegar a algún lugar seguro.

—¿Dónde estamos? —preguntó elpríncipe, mirando hacia todos lados.

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—En el bosque de Bereth —contestóSírgeric, acercándose a la pareja.

El príncipe le miró con recelo sinsaber quién era.

—Emm… Adhárel, te presento aSírgeric. Sírgeric, Adhárel.

El joven hizo una reverenciamientras decía:

—Un placer conoceros, alteza.—¿Nos hemos visto antes?—Creo que no —contestó con una

sonrisa de lo más inocente.—Juraría que sí.Duna intervino, algo nerviosa.—Adhárel, tenemos que irnos ya. La

casa de Aya no debe de quedar muy

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lejos.—¿Te has vuelto loca? —inquirió

Sírgeric—. ¡Será el primer lugar en elque nos busquen!

—¡No le habléis así! —intervinoAdhárel.

—¡No me digáis como tengo quecomportarme mientras llevéis mi capacomo única prenda!

Adhárel abrió los ojosdesmesuradamente al comprobar que loque decía era cierto y después se cubriómejor con ella. Duna se dio mediavuelta mientras notaba cómo sesonrojaba. Sírgeric sonrió divertido.

—No… no creo que pase nada por

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reponer fuerzas en la cestería, Sírgeric—comentó Duna con la intención dedesviar la conversación.

—Como quieras. Pero nosquedaremos lo menos posible. Noquiero ni pensar lo que le pasaría a Ayasi nos descubriesen en su casa… ¡y conel príncipe nada menos!

—¿Quién ha dicho que yo vaya aacompañaros? He de volver al palacioenseguida. ¡Me tendieron una trampa!Tengo que poner al corriente a todos:¡Dimitri es un traidor!

—Qué novedad… —murmuróSírgeric. Adhárel le fulminó con lamirada—. Mirad, príncipe, vayamos por

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orden. Si aparecéis de esa guisa en elpalacio en estos momentos, tardaránmenos que un suspiro en apresaros ycerraros la boca.

—¿Entonces es mejor que me quedeaquí de brazos cruzados? ¡¿Y dónde estámi ropa, si puede saberse?!

—¿Y nosotros qué sabemos?El príncipe le miró asombrado.—¡Ya sé de qué te conozco! ¡Eres el

sentomentalista de Belmont! ¡El de lasmazmorras!

—Es cierto que nos conocimos encircunstancias poco favorables parafraguar una buena amistad, pero almenos no me llaméis traidor.

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—¡Queréis dejar de gritar de unavez! —exclamó Duna poniendo losbrazos en jarra—. Tú —dijo, señalandoa Sírgeric—, no nos lo pongas másdifícil. Y tú —señaló a Adhárel—,levántate y no seas tan despectivo conSírgeric. Sin él no estaríamos aquíninguno de los dos. Está bastante claroquién es el único traidor en todo esteembrollo. Primero iremos a casa de Ayay después decidiremos nuestro siguientepaso. ¿Os ha quedado claro?

Por respuesta, Adhárel se puso enpie cubriéndose con la capa y Sírgericasintió poniéndose en marcha.

—Duna, una última pregunta —dijo

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el príncipe en cuanto Sírgeric se huboalejado—. ¿Ha pasado por aquí eldragón? Lo digo por el enorme destrozoque hay a nuestro alrededor…

Duna tragó saliva, incómoda.—No imaginas lo cerca que ha

pasado.Adhárel estuvo a punto de

preguntarle a qué se refería, pero Dunaya había echado andar tras su amigo.

Cuando llegaron a la linde delbosque, Sírgeric les hizo un gesto paraque se detuvieran. Después,indicándoles que esperaran, se perdió

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entre los últimos árboles para ver sihabía soldados al acecho. Poco después,regresó con buenas noticias.

—El camino está despejado.Seguramente no hayan dado el avisotodavía de que Adhárel… —seinterrumpió al mirar al príncipe—. Aúnno han dado el aviso.

—¿Tenemos vía libre hasta lacestería?

—Hasta la mismísima puerta.A Duna se le iluminaron los ojos.—Pues no perdamos más tiempo.

¡Me muero de ganas de ver a Aya otravez!

Echó a correr sin esperarles y

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cuando Sírgeric iba a seguirla, algo selo impidió.

—Espera, ¿qué ibas a decir antes?—le preguntó el príncipe.

—Aguantad un poco y ella os locontará, alteza. No quiero adelantaracontecimientos.

Adhárel le soltó el brazo y dejó quese marchara. Después fue tras él.

Cuando Duna se encontró ante lapuerta de la casita de Aya, la aporreócon los nudillos desesperada hasta quele llegó la voz de la mujer desde elinterior.

—¡Ya va! ¡Ya va! SantoTodopoderoso, cada vez sois más

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maleduc…La puerta se abrió en ese instante y

Aya se quedó paralizada en el dintel.Abrió y cerró varias veces la boca sinproferir un solo sonido, atónita.

—Ya he vuelto, Aya —dijo Dunacon lágrimas en los ojos.

La mujer se mordió los labios paracontener las lágrimas pero fue inútil. Sinpoder evitarlo, agarró a Duna y las dosse fundieron en un abrazo largamenteesperado.

—Mi niña —sollozaba la mujer—.Mi niña. Has vuelto.

—Claro que he vuelto, Aya. ¡Os heechado tanto de menos!

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Los dos jóvenes llegaron en esemomento. Sírgeric fingió un ataque detos para llamar la atención. Aya seseparó de Duna y abrazó con fuerza almuchacho.

—Gracias, Sírgeric. Gracias porhaberla traído de vuelta.

—Ha sido un placer, señora Aya.La mujer se separó de él con

lágrimas en los ojos y por primera vezse fijó en el joven rubio que lesacompañaba. Tardó varios segundos enentender por qué le era tan familiaraquella cara. Cuando lo hizo, el labioinferior se le separó del superior tantocomo fue posible y procedió a hacer una

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reverencia detrás de otra, musitando:—Es un milagro… es un milagro…

Solo puede ser obra de un milagro.—No… no es necesario, por favor

—decía Adhárel, halagado por la mujer,pero incómodo. No comprendía por quédecía aquello, pero no le dio mayorimportancia.

Duna se acercó a Aya y, sujetándolapor la cintura, la acompañó al interiorde la casa. La mujer no dejó de hacerreverencias hasta que la puerta se cerrótras Sírgeric y Adhárel.

—Adhárel, acompáñame —dijo elmuchacho—. Arriba tengo algo de ropapara dejarte.

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El príncipe sonrió una vez más a lamujer y después desapareció junto aSírgeric por las escaleras.

—Es… era… el… —tartamudeabaAya.

—Sí, es el príncipe Adhárel. Porfavor, Aya, no pierdas la compostura —bromeó Duna sin dejar de sonreír.

—Pero, yo creí que… Dimitridijo…

—No tenemos mucho tiempo —leinterrumpió Duna—, en cuanto sepanque nos hemos fugado vendrán abuscarnos y este será el primer lugar enel que lo hagan.

—¿Te vas a volver a ir? Pero…

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¡pero si acabas de llegar!—A mí tampoco me hace mucha

gracia. ¿Dónde está Cinthia? ¿Aún estádurmiendo?

Aya negó con la cabeza.—No he vuelto a ver a Cinthia desde

que os marchasteis —explicó con la vozentrecortada—. Sé que está bien porquehe recibido cartas suyas. En ellas mepide que no me preocupe y queaguante… pero me cuesta mucho.

La joven sintió un nudo en elestómago.

—¿Puedo ver las cartas? —preguntó.

—Desde luego.

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Aya se dio media vuelta y bajó a lacestería, donde escondía en un lugarseguro las cartas de su sobrina. Cuandovolvió, Sírgeric y el príncipeconversaban con Duna.

—Es lo mejor que he podidoencontrarle. Ya sé que no son las sedas alas que está acostumbrado pero…

—Sírgeric… —le regañó Duna.—Son perfectas —intervino

Adhárel.Aya volvió al salón y le tendió los

sobres a Duna.—Aquí las tienes —después se

dirigió al príncipe—. Por favor, alteza,tomad asiento. ¿Deseáis beber algo? No

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es mucho lo que tenemos en este humildehogar, pero seguro que quedan algunaspastas, o té. Sí, seguramente el té sea devuestro agrado.

—El té será perfecto.Aya asintió cortésmente y se marchó

a la cocina.—Deberíamos correr las cortinas —

opinó Duna.Sírgeric fue hasta la ventana y lo

hizo, sumiendo la estancia en la másabsoluta oscuridad.

—Aya, ¿dónde están las bombillas?La voz de la mujer les llegó

amortiguada desde la cocina.—Ya no hay bombillas, cielo. La

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Guardia Suprema fue lo primero quehizo: requisarnos a todos las reservasanuales.

—¿Qué? ¿Cómo han osado? —preguntó Adhárel, enfurecido—. ¿Qué eseso de la Guardia Suprema?

Aya apareció con una bandeja demadera sobre la que llevaba una jarra deté, varias tacitas y una vela encendida.

—El nuevo invento de vuestrohermano, alteza —explicó mientras lesservía—. Es la unión de los soldadosberethianos con los belmontinos.

—¿Mi hermano ha permitido eso?—Eso y mucho más —dijo Aya—.

Como Bereth no le parecía lo

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suficientemente grande, vuestro hermanomovió los hilos necesarios paraestablecer con Belmont un pacto que nosha llevado a esto.

—¿Mi… hermano? —Adhárel nodaba crédito a sus oídos. ¿Cómo no lohabía visto venir?

—Vuestro hermano es cruel, alteza—susurró Aya, como si temiese que lasparedes pudieran escuchar—. Nuncanadie había hecho tanto daño a un reinocomo lo ha hecho él. No solo ha vendidosu alma al enemigo, sino que tambiénnos ha vendido a nosotros. Belmont estáasolando cada comercio, granja y casabajo la bandera de Bereth. Y nadie

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puede detenerles. Si solo hantranscurrido unos días y ya han hechotodo esto… no quiero imaginar cómoestaremos cuando llegue el invierno.

Adhárel no podía creer todo lo quehabía cambiado su amado reino en tanpoco tiempo.

—¿Y mi madre? ¿Qué se sabe de lareina?

Aya tragó saliva.—Alteza, hasta hoy creí que vos y

vuestra madre habíais fallecido en unaccidente. Fue lo que Dimitri nos dijo eldía que se proclamó rey.

—Maldito canalla —dijeronSírgeric y Adhárel al unísono,

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rechinando los dientes.—Me las pagará —juró el príncipe

—. Aunque sea lo último que haga.—Escuchad esto —interrumpió

Duna, sin necesidad de acercarse a laluz de la vela. El sol empezaba aatravesar las cortinas. La mujer y losdos muchachos prestaron atención.

—No te preocupes por mí. Meencuentro más cerca de lo queimaginas. Pajarito y yo estamos bienescondidos en nuestra madriguera. Sialgún día vuelve la princesa, dile queestamos listos para luchar. Lossentomentalistas están de nuestro lado.

Nadie dijo nada durante un buen

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rato. El eco de las palabras fuedesvaneciéndose hasta desaparecer.Sírgeric fue el primero en hablar.

—Le dije que no hiciera nada hastaque regresásemos.

—¿Por qué iba a empezar aobedecer ahora? No lo ha hecho endiecisiete años… —bromeó Aya.

—Cuánto me alegro de que hayasido así —intervino Sírgeric—. ¡Haconseguido ponerse en contacto con lossentomentalistas de Bereth!

—No solo eso —dijo Duna—.¡Están de nuestra parte! ¡Lucharán connosotros!

—¿Luchar? —preguntó Aya,

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asustada—. Aquí nadie va a luchar.—¡Claro que sí, Aya! No

permitiremos que Bereth se quede comoestá.

—Si Belmont buscaba guerra —añadió Adhárel—, acaba de dar conella. Tenemos que ponernos en contactocon vuestra amiga para estudiar lasdistintas estrategias posibles, elegir lamás conveniente y…

—No hay tiempo para todo eso, lacarta no terminaba ahí —le interrumpióla muchacha—. No podemosarriesgarnos más a que todo empeore.El tiempo se nos echa encima y solo elTodopoderoso sabe si estamos haciendo

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lo correcto. Pajarito opina, al igualque el resto, que la batalla deberíalibrarse cuanto antes. He intentadoconvencerles de que tendríamos queesperar a que regresara la princesa,pero están cansados de aguantar estasituación. Si no hay ningún imprevisto,atacaremos el palacio y liberaremos aBereth de la represión durante lapróxima Luna Llena, Si no vuelves arecibir otra carta mía, quiero que sepasque siempre te…

—¡Deja de leer! —gritó de repenteAya, llorando desconsolada—. Porfavor, deja de leer…

—Lo siento, Aya… Solo estaba…

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Sírgeric se acercó a la mujer y laestrechó entre sus brazos, como habíahecho con Duna.

—No va a pasarle nada, señora Aya.Nosotros vamos a estar allí con ella.

Aya no dejaba de llorar.—Escuchadme, señora —dijo

Adhárel, levantándose y agarrando sumano—. Os doy mi palabra de que nodejaremos que le pase nada.

La mujer le miró con los ojosenrojecidos y asintió, un poco mástranquila.

—Pues entonces deberíamos irdecidiendo un plan cuanto antes —comentó Duna—. Aya, ¿cuándo recibiste

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esta carta?—Hace tres días, creo…Los tres muchachos se miraron.—Oh, Santo Todopoderoso… —

exclamó Duna, sobrecogida.—Esta noche es la próxima Luna

Llena —concluyó Sírgeric.—No perdamos más tiempo,

tenemos que organizar muchas cosas.—Un momento, Duna. Antes

deberías… hablar con el príncipe sobrealgo, ¿no crees?

—¡No hay tiempo que perder! Solodisponemos de… —Duna perdió el hilode sus palabras cuando sus ojos secruzaron con los de Adhárel. Con los

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del dragón—. Tienes razón… Imaginoque podemos permitirnos un brevedescanso.

Adhárel asintió conforme y Duna lepidió que subiese con él a la habitación.

—No hagáis tonterías mientrasestéis arriba —canturreó Sírgericmientras se tumbaba cuan largo erasobre el sillón del salón. No tardómucho en quedarse dormido.

—¿Qué quieres decirme, Duna? —lepreguntó el príncipe ya en su habitación.Duna rehuyó sus ojos y miró a través dela ventana.

—No sé por dónde empezar…—Intenta que sea por el principio —

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bromeó Adhárel, acercándose a ella pordetrás. Duna cerró los ojos y después seapartó, sentándose sobre la cama.

—¿Qué es lo último que recuerdas,Adhárel?

—Bueno… me tendieron unaemboscada. Me debieron de golpear conalgo porque lo siguiente que recuerdo esuna fría celda donde pasé el resto dedías inconsciente. Después, tampoco sécómo exactamente, aparecí en mitad deuna inmensa llanura con una torre alfondo. Me puse a andar y cuando lleguédescubrí que tú estabas allá arriba,encerrada. Y quise salvarte… Pero enese momento llegaron esos soldados, me

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apresaron, caí desmayado y luego…bueno, luego desperté desnudo en mitaddel bosque contigo y con Sírgeric. ¿Mevas a explicar cómo…?

—Quiero que sepas que nada de loque te voy a decir es… mentira. Te lojuro por mi vida, Adhárel. Jamás querríahacerte daño —dijo Duna, dándosecuenta de que sus palabras habían sidomuy similares a las de Sírgeric.

—Me estás asustando —el príncipese sentó a su lado.

—Adhárel, creo… creo que hedesentrañado la Poesía Real.

—¿De veras? —preguntó él,asombrado—. ¿Cómo lo has hecho? ¡Es

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genial! ¡Ahora podremos utilizarlacontra Belmont!

—No, Adhárel. Por favor,escúchame. No sé si podré seguir si meinterrumpes.

—Discúlpame.—Como bien habías deducido, La

Amante sin lugar a dudas es tu madre,aunque no he conseguido desentrañar elmotivo de ese nombre. El Mensajero, elHeraldo… Bueno, el anciano creo quese refiere a un poderoso sentomentalistaque tu madre conoció hace muchotiempo. —Duna respiraba condificultad, intentando ser lo más claraposible. Adhárel escuchaba con atención

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—. Tu madre le pidió que crease unarma que le ayudase a proteger elreino…

—¿El arma? ¿Ya sabes qué es elarma? ¿Dónde está?

—No, Adhárel. La pregunta no esqué es el arma, sino quién es el arma.

El príncipe la miró extrañado.—Duna, creo que no te entiendo…—¡Adhárel! ¡Tú eres el arma! ¡Tú

eres la estúpida arma! —exclamóocultando sus lágrimas.

—Debes de estar equivocada. Esoes… eso es… imposible.

—¡No! ¡No lo es! ¡Es cierto,Adhárel! Por mucho que desease que no

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lo fuera… lo es…—Pero no lo entiendo. ¿Yo? No veo

que sea diferente a mis hombres. Notengo nada de especial.

—No por las mañanas. Pero sí porlas noches.

Adhárel sonrió.—Pero Duna, ninguna noche estoy

despierto. No recuerdo haber vivido unasola noche desde… desde…

—Desde nunca Adhárel. Lo sé. Si nopuedes protegerlo, haz de mi tesoro unarma, y la mantendrás oculta…

—… Pues nadie deberá usarla,conozco el final de la poesía. ¿Quéquieren decir esos versos?

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Duna se humedeció los labios,angustiada, y se acercó al príncipe.

—¿Recuerdas cómo te hiciste estacicatriz? —le preguntó, rozándole labarbilla.

—Fue hace mucho tiempo…Supongo que jugando, como cualquierniño.

Duna negó lentamente con la cabeza.—¿Y el brazo? ¿Sabes cómo te

heriste? ¿Por qué lo llevabas vendado?—¡Claro! Es un poco vergonzoso,

pero me caí de la cama y…—No, Adhárel —le corrigió Duna

—. Todo eso son excusas. No es laverdad.

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El príncipe tragó saliva y la mirófijamente.

—¿Adónde quieres ir a parar?—A que el arma es el dragón,

Adhárel. Por eso solo aparece durantelas noches.

—¿Pero no acabas de decir que elarma soy yo?

—¡Tú eres el arma! —exclamó.Después, en voz baja, añadió—: Tú eresel dragón…

—¿Qué soy qué? ¿Te pasa algoDuna? ¿Cómo voy a ser yo el dragón?Eso es… ¡absurdo!

Duna levantó los ojos y le miródirectamente.

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—Te aseguro, Adhárel, que escierto. Y creo que es mejor para todosque lo sepas.

El príncipe se puso en pie,apartándose de ella.

—No sé qué clase de broma es esta,Duna, pero si intentas hacerme pagar elmodo en que te traté durante tu estanciaen el palacio te estás pasando.

—¡No estoy intentando hacerte pagarnada! —gritó, poniéndose en pie y sindejar de llorar—. ¿Quieres saber cómoescapé de la torre? ¿Cómo llegamos aBereth? ¡Tú nos sacaste de allí! ¡Tú,Adhárel! ¡Nadie más que tú! Nosllevaste a Sírgeric y a mí en tus garras y

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juntos volamos hasta el bosque.—Estás desvariando, estás

desvariando… —murmuraba elpríncipe, alejándose cada vez más deella—. No había ni rastro del dragóncuando desperté…

—¡Tú eras el dragón, maldita sea!¡Por eso estabas desnudo!

Adhárel fue a contestar pero laspalabras se le atragantaron. Por esoestaba desnudo… por eso no recuerdoni cómo llegué al bosque, ni soy capazde imaginar una sola nochedespierto… ¿Cómo puede ser…?

—Lo siento muchísimo, Adhárel.Créeme… lo siento…

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Jamás me caí de la cama. Durantealguna batida me acertaron en elbrazo. Las cicatrices…

—Soy… soy el dragón —murmuróAdhárel, mirando a través de la ventanay viendo su reflejo en el cristal—. Todami vida lo he… lo he sido.

Las lágrimas resbalaban por susmejillas. Cerró los ojos para ocultarlas,pero estas salieron despedidas con másfuerza.

—Adhárel… —Duna se puso en piey avanzó hacia él.

—Todo este tiempo he intentadodarme caza a mí mismo… He sembradoel pánico en el reino, he destruido

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hectáreas de bosque, he…—No sigas, Adhárel. No te

martirices de ese modo. No has sido tú,no conscientemente…

Duna se acercó a él y le abrazó confuerza. Y aunque al principio él siguióabsorto en sus pensamientos, poco apoco fue correspondiendo al abrazo.Duna levantó la mirada anegada enlágrimas y vio que los ojos color bosquede Adhárel también lloraban. Sinpronunciar una palabra, Duna levantó lacabeza y cerró los ojos. Al instantesiguiente, los labios del príncipe fueronal encuentro de los suyos y se fundieronen el beso que tanto habían anhelado

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ambos. El beso que confirmaba sussentimientos y que demostraba que noexistía barrera que el amor no pudiesetraspasar.

Pero ninguno de los dos pensó entodo aquello. Solo se dejaron llevar porlos labios del otro, por las caricias desus manos, por la respiraciónacompasada y por el latir de suscorazones. No supieron cuánto tiempoestuvieron besándose, pero cuando sesepararon, el sol penetraba en lahabitación a raudales.

Duna fue a disculparse por loocurrido, pero el príncipe le posósuavemente el dedo índice en los labios

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y negó con la cabeza.—Te quiero, Duna. Te quiero como a

nadie en este mundo. Si no hubiera sidopor ti, nunca hubiera conocido la verdadsobre mí.

La muchacha recibió aquellaspalabras como una brisa de aire fresco yle abrazó aún con más fuerza.

—Siento todo esto, Adhárel. Ojaláno hubiese tenido que decírtelo yo.

—Mejor tú que otra persona, Duna.—¿Qué vamos a hacer ahora? Tengo

miedo…Los dedos del príncipe acariciaron

su pelo.—No tengas miedo. Yo estaré aquí

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para protegerte. Acabaremos con todoesto y después hablaré con mi madre.Ella sabrá qué hacer…

Con cuidado, Adhárel llevó a Dunahasta la cama y la dejó tendida sobreella.

—¿Te vas a ir? —preguntó ella,asustada.

—No, claro que no. Estaré aquí,contigo.

Y después de decir esto, se tumbó asu lado arrimándose todo lo que pudo aella.

—Te quiero, Adhárel. Esta noche…Esta noche… —pero no pudo terminarla frase. Después de tanto tiempo sin

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dormir, el sueño pudo con ella y le fueimposible resistirse a su llamada. Elpríncipe tampoco la habría escuchado,en cualquier caso, pues él también sehabía dejado arrastrar por el sueño.

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10La máquina de

electricidad

El rey de Belmont y el príncipe Dimitriascendían a la torre oeste paracomprobar la magnificencia de lasmáquinas de electricidad.

—Siempre he querido estudiarlascon detenimiento, ¿sabías? —comentabade buen humor Teodragos.

—Algo había oído —masculló

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incómodo el príncipe. Mostrarle el armamás secreta y peligrosa del reino no leresultaba nada atrayente.

—He oído hablar tanto de ellas.Pero nunca las he visto en…funcionamiento.

—No ha habido motivos parautilizarlas.

—Lo sé, lo sé, mi querido amigo.Por eso me gustaría asegurarme de queno se han oxidado.

—Las máquinas reciben un cuidadodiario, majestad —replicó Dimitriintuyendo los deseos del rey.

—Pero Dimitri, no creo que hayaningún problema en que disfrutemos de

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ellas un ratito, ¿no es cierto?—¡Desde luego que lo hay! ¡No son

juguetes!Teodragos se detuvo casi al final de

la escalera y cambió de actitud.—Te he entregado a mis hombres

para que defiendan tu maldito reino, tehe cedido el honor de compartir banderacon el cuervo de Belmont, he hecho unpacto contigo, ¿y no me vas a dejar verlas estúpidas máquinas que por derechome pertenecen?

Dimitri balbuceó incoherencias.—Eso creía. —Teodragos sonrió—.

Ahora, no me hagas perder más tiempo yenséñame esa maravilla.

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Después se dio media vuelta y de unempujón abrió la puerta de hierro quedaba a una de las máquinas. Dimitrientró tras él, arrastrando los pies yodiando sentirse tan pequeño al lado deaquel hombre.

—¡Por el mismísimo Todopoderoso!—exclamó el rey avanzando unos pasospor aquella inmensa habitación depiedra.

La sala de las máquinas ocupabatoda la parte superior de la torre. Laestancia tenía un techo altísimo, dondecrecía un enorme cilindro de cristal quecontenía la energía acumulada quechisporroteaba en su interior. El tubo

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terminaba en una laberíntica estructuraque rodeaba la enorme habitación y queestaba formada por tubos de hierro yespejos colocados en diferentesposiciones y de tamaños variables,encargados de transmitir la energíadesde el contenedor de cristal hasta laúltima sucesión consecutiva de espejosde lupa, encargados de variar ladirección del rayo final.

—Es mucho más compleja de lo queimaginaba —dijo Teodragos mientras eleco de sus pisadas retumbaba por todala torre—. ¡Y por todos los infiernos,muchísimo más grande!

Dimitri no sabía si sonreír orgulloso

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o pedirle que se fueran ya de allí. El reyiba acercándose a cada tubo y a cadaespejo para observarlo con másdetenimiento.

—Cristales. Esa era la solución…—murmuraba para sí—. Los restos deenergía van quedándose en los tubos dehierro y a los cristales solo les llega laelectricidad más pura y potente. Muyinteresante, muy interesante. Y… ¡Oh!¿Qué tenemos aquí? —Teodragos casicorrió hasta el extremo de la máquina yla estudió con ojo experto—. ¡Espejosde lupa! Cada cual más pequeño que elanterior. Ya veo, ya veo…

—Hace que el rayo llegue

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únicamente a donde se precise y no sedisperse por el camino —dijo alguientras Dimitri. El príncipe dio un respingoy con un ágil movimiento sacó su espadapara apuntar al intruso.

—Si me matáis ahora no sé quiénpodrá cuidar de ellas… —comentó contranquilidad el enclenque encargado delas máquinas.

Dimitri apartó el arma de Lord Arotsin dejar de atravesarle con la mirada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó elprincipe.

—Vengo a revisarla como cadamañana, Dimitri.

—Alteza para ti —le corrigió con

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aspereza.En ese momento, Teodragos llegó

hasta ellos. Lord Arot intentó mantenerla calma, pero la pérdida de color en susmejillas delató su miedo.

—Así que tenemos aquí a un expertoen estas preciosidades. Vaya, vaya… —canturreó el rey con su potente voz. LordArot asintió sin decir ni una palabra—.En ese caso habrá que aprovecharlo.

—Deberíamos dejarle ir.—Tú cállate —le espetó el rey,

apartándole de su camino y agarrando alesmirriado Lord Arot por la solapa desu camisa—. Quiero que me enseñes autilizarla y que me hagas una

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demostración de su poder.—Pe… pe… pero alteza, señor…

ma… majestad no pu… puedo hacerlofunciona… nar ahora. No sé si…

—Si valoras en algo tu vida y la detu familia, te recomiendo que te desprisa en cumplir mis deseos. ¡Ahora!

Con fuerza, Teodragos arrastró alhombre hasta lo que parecía ser elmando de control del portentoso amasijode hierro y cristal.

—¡Hazla funcionar! ¡Enseguida! —volvió a bramar el rey.

—S… s… sí, alteza. En seguida,majestad…

—¿Se puede saber por qué tienes

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tanta prisa en utilizar la máquina? —preguntó el príncipe recolocándose lacamisa.

—¡Está claro!, ¿no? En cualquiermomento podríamos sufrir un ataquesorpresa y ¿entonces qué, Dimitri?¿Lucharías tú por nuestro reino? ¿Daríastu vida por mi?

—¿La darías tú por mí? —replicóDimitri.

—Desde luego que sí, compañero —respondió Teodragos con una sonrisa deoreja a oreja—. Pero para no tener quellegar a ese punto, mejor es asegurarseque funcione perfectamente… y que estemequetrefe no nos haya engañado

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estropeándola a propósito.Dimitri meditó la respuesta del rey

unos segundos y después dio un pasohacia atrás, complacido.

—Tú, haz caso a su majestad en todolo que te ordene.

—Si… sí, a… alteza…—Bien —dijo Teodragos volviendo

a observar la máquina—. Ahora, arrancaesta maravilla.

—Como deseéis…Lord Arot cruzó la habitación con

sus enclenques piernas hasta lo queparecían ser los mandos. El rey seacercó a él y le ordenó que fueseexplicando en voz alta lo que iba

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haciendo.—L… lo primero que se ha de hacer

es a… activar la tu… turbina de maderaque hay de… dentro del tubo para que laenergía eléctrica comience a activarse.Pa… para eso, hay que co… colocar elpie en este pedal y presionarlo como side un fu… fuelle se tratase.

—Interesante —comentó el rey sinapartar la vista de Lord Arot. Cuando elhombre empezó a pedalear con el pie,una enorme placa de madera querecorría en vertical todo el tubo decontención comenzó a girar lentamentehaciendo que la energía eléctrica seagitase en su interior. La electricidad

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chisporroteaba iluminando las paredesde piedra con distintas tonalidades.

—Lo sigui… guiente que hay quehacer es abrir la trampilla pa… para quesalga el flujo de e… electricidad que sequi… quiera disponer. Se… se hacemediante esta llave. —Lord Arot señalóuna pequeña manivela que había frente aél—. Está programado con distintasmedidas. Solo hay que girarla ta… tantocomo energía se quiera utilizar.

—Bien, ponía al máximo.—¿Pe… perdón, Majestad? —

tartamudeó asombrado Lord Arot.—¿No me has oído, imbécil?

¡Quiero que lo pongas al máximo!

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Dimitri cogió al hombrecillo por elcuello y le presionó la cara contra losmandos.

—¡Te he dicho que obedezcas entodo al rey! ¡Hazlo ya!

Con lágrimas en los ojos. Lord Arotasintió frenéticamente y fue girando lamanivela hasta que se oyó un clic. Enese momento, la turbina de madera dejóde rotar y una mínima cantidad deelectricidad escapó del tubo metálicoinferior, se reflejó en el siguiente espejoy volvió a penetrar en otro tubo hasta susalida, donde volvió a rebotar contraotro espejo para volver a desaparecer através de otra pieza metálica. El

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procedimiento se desarrolló bajo laatenta mirada de los allí presentes, hastaque la energía llegó a un recipiente decristal justo antes de la última fila decristales de lupa.

—¿Qué ha pasado? —preguntóTeodragos, que había esperado algúntipo de explosión.

—E… en ese contenedor de cr…cristal se va con… concentrando toda laelectricidad virgen para despuéslanzarla de golpe.

—Ya veo. Quiero más. Eso no daríani para rellenar una bombilla.

—En re… realidad, alteza, esa es laca… cantidad exacta de una bombilla.

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—¡¿Acaso te he preguntado,gusano?! ¡Quiero más! ¡Y como sigashaciéndome perder el tiempo, voy aprobar la máquina contigo! ¡Vamos!

Lord Arot se quedó mudo y movió lamanivela una, dos, tres veces… Y concada nueva posición, nuevos clicsresonaron por la torre.

—¿Ese es el máximo? —preguntóTeodragos, suspicaz.

—Eh… bu… bueno, má… más omenos.

—¿Cómo que más o menos?—Verá, alteza, nu… nunca se ha

utilizado más…—¡Oh! —exclamó el rey elevando el

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tono de voz—. Ya veo… Así que nuncase ha utilizado más, ¿eh?

—N… no, señor —contestó LordArot agradecido porque el rey lohubiese entendido.

—Es una lástima…—N… no os preocupéis, alteza. Con

esto hay energía más que suficiente parauna prueba.

—No me refería a eso —dijo, yLord Arot le miró sin comprender—.Me refería a que será una lástima tenerque prescindir de tus servicios.

El miedo se dibujó en el rostro delhombre, pero antes de que pudiesesiquiera pedir ayuda, Teodragos sacó

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con un ágil movimiento una daga quellevaba colgada al cinto y se la clavó enel pecho.

—Una verdadera lástima —concluyó extrayendo el arma del cuerpoy limpiándola con su capa carmesí.Dimitri se quedó paralizado y con losojos como platos.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó el príncipe. El gorjeo guturalde Lord Arot se fue apagando hastaexpirar.

—Se lo advertí ¿Crees que a mí meagrada hacer estas cosas? ¡Desde luegoque no! Ese hombre debía de tener mujere hijos. Imagínate cómo se sentirán

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cuando se enteren de que una losa depiedra le cayó encima mientrastrabajaba en la torre.

Dimitri no pudo contener un gesto deasombro.

—¡Pero si has sido tú quién le hamatado!

El rey negó lentamente al mismotiempo que le ponía una enorme manosobre el hombro.

—Tú te encargarás de que no loparezca.

Dimitri inhaló aire con fuerza paratranquilizarse y después se apartó delhombre.

—Veré qué puedo hacer.

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—Muy bien. Ve ahora, antes de quealguien pregunte. Yo me quedaré aquí unrato probando el invento.

El príncipe envolvió el cadáver deLord Arot con su capa y lo sacó de lasala a rastras.

—Ahora juguemos tú y yo solitos —comentó Teodragos, volviéndose hacialos mandos de la máquina en cuanto lapuerta se cerró a sus espaldas.

Colocó su enorme pie en el pedal ycon suavidad fue presionándolo ysoltándolo, mirando el contenedor comoun niño pequeño. Después, movió lamanivela una vez más y una últimafracción de energía recorrió el trayecto

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desde el tanque hasta el recipiente decristal, fundiéndose con la que ya había.El cristal se dilató unos milímetros ypareció que iba a desquebrajarse, peroal momento se estabilizó.

El rey se apartó de los mandos y concuriosidad colocó la yema del dedoíndice sobre el cristal. De pronto,cientos de rayos se pegaron al otro ladodel cristal, imantados por su dedo.

—Fascinante —comentó el rey sindejar de sonreír. Pero cuando fue aquitar el dedo, vio que una fuerzainvisible se lo impedía. Era como si losdiminutos haces de luz que se habíancongregado alrededor de su yema

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estuvieran tirando de él. Desesperado,Teodragos tiró con fuerza y un chispazole recorrió el brazo entero antes depoder liberarse.

—¡Maldita sea! —sintió la tentaciónde atizarle una buena patada a lamáquina, pero se contuvo por miedo a loque pudiese ocurrir.

Enfurruñado, volvió a los mandos ysopesó cuál de las dos palancas quetenía enfrente debía accionar acontinuación. Si hubiera dejado alencargado de las máquinas con vidahasta que se lo hubiese explicado, notendría ese dilema, pensó. Pero lohecho, hecho estaba. Y lamentar la

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fortuita muerte de aquel hombre no leserviría de nada. Tenía la mitad deprobabilidades de acertar. Podríahaberse detenido a pensar cuál era laadecuada, pero ¿para qué? Teodragosnunca había sido un hombre de ideassino de acciones, y no iba a cambiarahora. Con determinación, accionó laque más cerca le quedaba y unosengranajes crujieron y chirriaron enalgún punto indeterminado de lamaquinaria. De repente, la piedra de lapared que había frente a los cristales delupa se deslizó por unos raíles hastaentonces invisibles, mostrando todoBereth ante la enorme máquina.

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—Vaya… —comentó Teodragosasombrado.

El último fragmento de la máquina,junto con los controles, rotó lentamentehasta quedar apuntando al exterior por elorificio que se había abierto en la pared.

—¡Excelente! —exclamó,colocándose tras ella y agarrando lasegunda palanca. Había acertado a laprimera y no iba a perder más tiempo.

Con un solo movimiento, Teodragostiró de ella y, de pronto, toda laelectricidad que se había acumulado enel último receptáculo salió disparadapor una boquilla hasta el primer espejode lupa, y de éste al siguiente, y luego al

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siguiente… así hasta que llegó al último,del cual salió un potente haz azulado quecruzó el cielo hasta colisionar, en ladistancia, contra un granero apartadoque al instante estalló en llamas.

Teodragos abrió la boca asombradoal ver la potencia y el alcance del rayo eimaginando lo que se podría hacer convarias máquinas como aquella. Cuandovolvió a mirar al horizonte, el granerose había volatilizado en una nube dehumo que ascendía al cielo. Eufórico,soltó una potente carcajada que retumbóen las paredes y que debió deescucharse incluso fuera del palacio.Por fin, el poder estaba en sus manos.

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No había terminado de formularaquel pensamiento cuando un soldado dela Guardia Suprema irrumpió en laestancia.

—¡Majestad! —exclamó tomandoaire a bocanadas y haciendo el saludoreglamentario.

—¿Qué sucede? —gruñó Teodragosalgo cohibido por si le había oído reírtan escandalosamente.

—El dragón… —masculló.—¿Qué pasa con él?—No ha regresado, majestad. N…

no volvió a Belmont. Acabamos derecibir el aviso. Y la doncella… —elguardia tragó saliva—. Tampoco estaba

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en la torre.El rostro del rey se fue

encolerizando hasta adquirir un tonorojizo. Con el puño cerrado y en tensión,golpeó la pared de piedra y bramó:

—¡Encontradles enseguida! ¡Quierosus cabezas empaladas antes de estanoche!

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11Noche de luna llena

Cinthia miró al cielo a través de laventana de la torre. Desde la primerareunión con los sentomentalistas depalacio, la escuela se había convertidoen el cuartel general de los insurrectosen cuanto el edificio quedaba vacío.

La muchacha meditaba sobre laúltima carta que le había enviado a Ayaunos días atrás. Le había dejado claroque la primera noche de luna llena

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atacarían el palacio, pero la fecha sehabía acercado asombrosamente rápidoy, sin saber cómo, ya había llegado lanoche acordada. Cinthia no podía dejarde imaginar lo feliz que estaría conDuna y Sírgeric a su lado. Les echaba demenos, les necesitaba con ella. Queríaque estuviesen allí.

—Ya está todo preparado. Losdemás nos esperan abajo. —Marcocogió las últimas cosas y salió de lahabitación.

—Ya voy, pajarito. —Ese había sidoel mote elegido por todos para referirseal niño debido a su condición detránsfuga.

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Tras la primera reunión con loschicos, además de la Escuela, el bosquehabía sido el lugar escogido para lasreuniones durante el día. De ese modohabían podido practicar, además de consus poderes, con armas reales.

En un principio Cinthia se sintiódesubicada. Había pasado de estarencerrada cada mañana en la Escuelaaprendiendo modales, a pelear conespadas, esquivar estocadas y aprepararse para el ataque.

Tras probar distintas armas —unasmás grandes que otras—, había dadocon un arco bastante antiguo que Zennionguardaba en el Palacio. La primera vez

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que lo usó, y tras una serie deindicaciones bastante simples, Cinthiaacertó en el blanco con sorprendentefacilidad. Desde entonces, no habíaquerido saber nada más de espadas odagas; el arco sería su arma ypracticaría con ella hasta manejarlo a laperfección.

Cinthia volvió a mirar el cielo, rezóuna plegaría en silencio y apretó confirmeza el arco y el carcaj de flechasque tantas quebraderos de cabeza lehabían dado durante los últimos dias. Acontinuación, rezó una pequeña plegariapor ella y por sus amigos y salió de lahabitación.

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—¡Oh, no! No, no, no… ¡Nos hemosquedado dormidos! ¡Hemos perdido eldía entero en la cama!

Duna y Adhárel bajaron corriendolas escaleras tras escuchar los gritos deSírgeric.

—¡Aya! ¿Por qué no nos hasdespertado antes? —preguntó Duna,igual de nerviosa.

Aya gritó desde su habitación.—No… yo… bueno, estabais tan

cansados. Pensé que no os vendría maldormir un poco.

—¡Un poco, Aya! Pero no el dia

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entero.—¿Qué vamos a hacer ahora? ¡No

hemos podido preparar uda! ¡El sol sepondrá en un par de horas y…!

¡BOOM!Duna pegó un grito y se pegó al

principe. Sírgeric se levantó del sofá deun brinco, asustado, y se asomó a laventana.

Con cuidado, descorrió las cortinasy miró por si les estaban atacando. Noparecía haber nadie en lasinmediaciones. Solo vio por encima delmuro exterior una columna de humonegro no muy lejos de allí.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó

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Duna, asustada.—¡Deben de estar disparándonos!

—exclamó Adhárel, sin soltar a Duna.—Ahí fuera no se ve nada. —

Sírgeric se levantó del sofá y fue a lacocina—. ¿Qué diablos ha podidoprovocar eso? ¡Ni siquiera un cañón dela guardia tiene tanta potencia! Como nohaya sido una…

—¡Bomba! —se oyó de pronto gritara Aya—. ¡Nos atacan! ¡Preparaos paradefender la casa!

Al momento, apareció en lo alto dela escalera en camisón y empuñando unaafiladísima espada. Los tres chicos lamiraron de hito en hito.

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—Cálmate, Aya —le suplicó Duna—. No parece que haya sido un ataque.

—¡Desde luego que lo ha sido! —lamujer bajó a trompicones hasta el salón—. ¡Ya lo decía mi difunto marido!Algún día esta casa tendrá que resistirlos ataques del enemigo. Por eso reforzóel tejado con una capa de barro.

Duna se separó de Adhárel.—¡Aya, por favor! No ha sido un

ataque, ya te lo he dicho.—O al menos no parecía ser esa su

intención… —comentó el príncipe.—Quizá solo se trate de un tipo con

muy mala puntería —bromeó Sírgeric.—Niño, no bromees con estas cosas

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—le dijo Aya, bajando la espada por fin.Duna se alejó de ellos y descorrió la

cortina para observar el humo.—Santo Todopoderoso, el granero

del señor Tompic ha desaparecido…—¿Allí había un granero? —

preguntó Sírgeric colocándose a su lado—. Quién lo diría…

—Solo conozco un arma capaz dehacer eso. —Todos se giraron paramirar al príncipe—. Pero no consigoimaginar por qué mi hermano la iba autilizar para destrozar el granero de unpobre hombre…

—¿De qué se trata, Adhárel?—Son las máquinas de electricidad.

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—Aya dejó caer la espada al suelo,consternada—. Como sabréis, secrearon para defender el reino deposibles invasiones. Pero no deja de sertoda una ironía que sean esas mismasmáquinas las que atraigan a los reinoscolindantes para atacar a Bereth yquedarse con ellas…

—Sí que es irónico, sí…—¿Pero por qué iban a utilizarlas

ahora? ¡Belmont ya pertenece a Bereth!—No lo sé… tal vez estarían

haciendo prácticas de tiro.—Todo un consuelo —comentó

Sírgeric.—¡Maldito loco! —gritó enfurecida

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Aya. De pronto recordó ante quiénestaba y añadió—: Disculpadme, alteza.A veces olvido que hablamos de… devuestro hermano.

—No os disculpéis. A veces a mítambién se me olvida.

Todos se quedaron en silencio antela franqueza de Adhárel.

—No podemos perder más tiempo—saltó Sírgeric, impaciente—. ¡Cinthiaya debe de estar en el palacio! ¡Necesitanuestra ayuda!

—Tiene razón —intervino Duna—.No conseguiremos nada discutiendo.Habrá que darse prisa, habrá que…

—¡Calmaos los dos! —exclamó

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Adhárel, tomando el control de lasituación—. Aya, por favor, si fueraistan amable, ¿podríais prepararnos algode comer? Al menos yo estoy muerto dehambre…

—¿Cómo puedes tener ganas decomer en una situación como esta?

—Sentaos. Avanzaremos más sidejamos a un lado los nervios.

Sírgeric bufó molesto pero obedecióy se sentó junto a Duna en el sillónfrente al príncipe. Aya ya había ido apor la comida.

—¿Qué habéis pensado para entrar?—¡Evidentemente nada! ¡Si no, no

estaríamos así!

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—Sírgeric, cálmate. No vamos aavanzar más rápido gritándonos los unosa los otros.

—No habíamos pensado nada,Adhárel —intervino Duna, intentandoser lo más diplomática posible. Sinpoder evitarlo, su mente viajó hasta elbeso que había compartido con elpríncipe unas horas antes.

—De acuerdo. En ese caso habráque improvisar.

—¿Perdona? —Sírgeric arqueó lascejas, incrédulo.

—No podemos contar con nadaseguro, Sírgeric —respondió Adhárel—. Os puedo ayudar a comprender la

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distribución del edifico por si nosseparamos, pero nada más… Imaginaoslo que ha debido de cambiar laorganización de guardias y vigilanciasdel palacio con Dimitri en el poder y losbelmontinos respaldándole.

—Hay que ir con cuidado. Sin dudavan a estar esperándonos. Ya se handebido de enterar de que hemosescapado…

—Duna tiene razón. Si no nos damosprisa vendrán a buscarnos aquí.

En ese momento, Aya entró con unabandeja en las manos. Llevaba tresplatos de sopa humeante.

—En ese caso —dijo la mujer—,

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comeos esto y marchaos de aquí encuanto terminéis.

—Si al menos conociéramos laPoesía de Belmont, podríamos intentardesentrañar su secreto.

—¡Ja! —exclamó Sírgeric—. Tengola sospecha de que Belmont cayó hacetiempo bajo la Maldición de las Musaspor culpa de su Poesía.

—¿De qué hablas? —le preguntóDuna.

Sírgeric la miró a ella y después alpríncipe, extrañado.

—Exactamente, ¿qué rayos osenseñan en esa escuela? —preguntó,tomándose una cucharada de caldo.

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Adhárel le fulminó con la mirada antesde responder a Duna.

—Lo que Sírgeric quiere decir,Duna, es que es posible que Teodragosdestruyese su Poesía hace tiempo.

—Pero eso… ¿eso se puede hacer?—Bueeeno… —respondió Sírgeric

—. Poder, se puede. Pero la Maldiciónasolará el reino.

—¿Qué? ¿Me podéis explicar de unavez todo eso de la maldición y dejarosde galimatías?

—La Maldición de las Musas —dijoAdhárel— afecta a aquellos reyes quedestruyen voluntariamente la Poesía quehan escrito la noche antes de ser

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coronados.—Piensan —siguió Sírgeric— que

de esa manera el punto débil de sureinado desaparece y que nadie podrávencerles jamás. Sin embargo, nopodrían estar más equivocados. Sucedeque cuando el rey destruye la Poesía, lasMusas maldicen su orgullo envejeciendosu reino.

—¿Envejecen al reino? ¿Cómo? —quiso saber Duna.

—Los niños desaparecen de un díapara otro, la gente pierde las ganas devivir, las ganas de luchar… Pierden lavida sin dejar de respirar.

—Y parece ser que eso mismo es lo

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que le pasó a Belmont cuando su reydestruyó la Poesía, aunque no hay nadaconfirmado.

Duna recordó entonces las sombríascalles del reino vecino; los pocoshabitantes que vio y la falta dechiquillos jugando por los callejones…La maldición, al menos en Belmont, sehabía cobrado su precio.

—Todopoderoso… Por eso queríanquedarse con Bereth —dedujo Duna—.¿Qué mejor que tener un reino donde notengan que destruir la Poesía parareinar? ¿Además de la tranquilidad deque no les va a afectar en absoluto sucontenido?

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Adhárel meditó el comentario de lamuchacha.

—Tiene sentido. Pero no creas quela Poesía se destruye siemprecompletamente. Podría apostar la vida aque Teodragos se arrepiente más de unavez al día por haber destruido lo queescribió aquella noche.

—¿Por qué iba a hacerlo?—Muy sencillo —dijo Sírgeric—.

Las Poesías pueden ser utilizadas encontra del reino si eres un enemigo; perotambién se pueden usar a favor si seconsigue averiguar lo que esconden y sesabe reaccionar a tiempo.

—Creo que el ejemplo más claro,

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Duna, es el de Bereth. —La muchachamiró al príncipe a los ojos, angustiada—. Si mi madre hubiese hecho caso deestas palabras no habría podido cambiarlo que iba a suceder, pero sí podríahaberla utilizado a su favor. Sinembargo, pensó que era mejor ocultarlo.Ocultármelo. Siempre se anteponen elorgullo y la vergüenza.

—Adhárel…—No digas nada, Duna. Si mi madre

sigue viva, y tengo el convencimiento deque así es, tendrá que rendir cuentas muypronto. No serviría de nada que noslamentásemos ahora. Además, se estáhaciendo tarde.

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Sírgeric dio un último sorbo a suplato y lo dejó sobre la mesa. Adhárelya se lo había terminado, pero Duna nisiquiera lo había probado. Aya volvió alpoco tiempo para recoger las cosas y,cuando regresó al salón, les pidió queantes de marcharse la acompañaran alalmacén. Quería darles algo.

—Yo ya estoy vieja —dijo la mujercuando llegaron al piso inferior ymientras rebuscaba entre las cajasapiladas.

—Oh, Aya, no digas eso.—¡Claro que lo estoy, boba! No me

quejo, es una realidad. Y por eso no voya acompañaros esta noche. Pero quiero

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ayudaros tanto como pueda. —En esemomento tiró de la aldaba de un enormearcón de madera y este se deslizó hastael suelo—. ¡Aquí está el condenado!

—¿Qué tienes guardado ahí dentro?—preguntó Sírgeric, mirando concuriosidad el mueble.

—Mi difunto marido, elTodopoderoso lo ampare, me dejóalgunas cosas más además de la casa yla cestería. Este arcón no se ha vuelto aabrir desde que se marchó, pero creoque ha llegado el momento.

Los tres jóvenes se congregaronalrededor de la mujer. Aya corrió todoslos pestillos del baúl con mano experta

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y después levantó la enorme tapa. Juntosse asomaron para ver qué había dentro yninguno pudo reprimir un grito desorpresa. El arcón estaba repleto dearmas de todo tipo.

—¡Señora Aya! —exclamó Sírgeric—. ¡Está usted llena de sorpresas!

—No imagináis lo útiles que nosserán esta noche… —comentó Adhárel—. Os lo agradezco mucho.

—¡Dejadlo ya! Vais a hacer que mesonroje. Coged lo que necesitéis ymarchaos antes de que sea demasiadotarde.

El príncipe fue el primero en sacaruna preciosa espada con la empuñadura

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labrada en un metal brillante como eloro.

—Creo que esta me viene comoanillo al dedo —dijo, esgrimiéndola enel aire—. Es perfecta.

—Yo prefiero algo más cómodo demanejar —comentó Sír-geric, sacandoun par de dagas cubiertas por una tela.Las separó con agilidad y se las colocóuna a cada lado de la cintura—. ¡Listo!

Duna les miró preocupada y despuésvolvió la vista al interior del arcón. Nole gustaba la idea de tener que utilizararmas… y, sin embargo, no parecíahaber otra opción. Los enemigos nodudarían en acuchillarles si les daban la

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mínima oportunidad. Tal vez era elhecho de ver tan cerca la lucha, el saberque todos sus amigos estaríaninvolucrados; sentía verdadero pavorpor lo que se avecinaba.

—¿A qué esperas, Duna? ¿Quieresque elija yo por ti? —sugirió elpríncipe.

—Sí, por favor —contestó, incapazde escoger.

Adhárel se agachó y rebusco hastaque pareció dar con algo.

—Lo tengo. —Con cuidado extrajouna espada más pequeña que la suya,pero más grande que las dagas deSírgeric. La empuñadura era

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extremadamente sencilla y la hojaparecía estar tan afilada como el primerdía—. ¿Sabrás manejarla?

Duna la cogió con las dos manospero al momento se dio cuenta de quecon una era más que suficiente, ya queno pesaba apenas.

—Creo que sabré defenderme.—En ese caso —intervino Aya de

nuevo con lágrimas en los ojos—,debéis marcharos enseguida. No perdáismás tiempo. Que el Todopoderoso osacompañe.

Los tres jóvenes se miraron una vezmás, se volvieron hacia Aya y despuésse marcharon sin decir una palabra.

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Cuando Cinthia bajó de la torre, seencontró con los chicos hablando algoinquietos en corro. La muchacha seacercó a ellos y enseguida la pusieron altanto.

—Lo oí cuando salíamos de clase —decía Simón al resto del grupo—. Alparecer, toda la Guardia vigilará elpalacio esta noche y las que hagan faltahasta que les encuentren.

—¿Hasta que encuentren a quién,Simón? —preguntó Cinthia.

—Al príncipe Adhárel y a otramuchacha que tenían apresada. Los dos

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escaparon anoche de Belmont y laGuardia Su pierna cree que podríanvenir a Bereth y que incluso intentaránentrar en el palacio.

—Oye Cinthia —dijo Morgan—. Alo mejor la chica que se ha escapado estu amiga, ¿no?

—El Todopoderoso te oiga. Ojalános los encontremos y sea verdad quevan a atacar esta noche. En principioiremos por nuestra cuenta, pero si nosencontramos con ellos durante la noche,les acompañaremos. ¿Entendido?

—¡Entendido! —exclamaron todosal unisono. Después cogieron las armasy salieron del patio de la escuela en

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dirección al palacio real.

—Entraremos por donde menos nosesperan —dijo Adhárel mientrascruzaban el prado hacia la gran murallade Bereth. Habían elegido para pasardesapercibidos los atuendos másdesgastados que hablan encontrado y loshabían cubierto de barro para darles unaspecto aún más desaliñado.

—¿A través del bosque? —sugirióDuna.

—No, por la entrada principal.—¿Estás loco? Habrá montones de

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guardias esperando que…Sírgeric dio una palmada.—¡El principito tiene razón! No

imaginarán que entraremos por ahí ni enun millón de años.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?El príncipe miró a su alrededor y

entonces se le iluminaron los ojos.—Ahí tienes tu respuesta —dijo,

señalando a lo lejos. Una carretaavanzaba a paso lento hacia la murallacon un balanceo acompasado.

Para entonces, el sol empezaba aocultarse en el horizonte.

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—¡Deteneos! ¡Os lo suplico! —Sírgeric corrió cojeando hasta la carretay consiguió detenerla. Adhárel y Dunase encontraban ocultos entre la malezano muy lejos de allí.

—¿Qué sucede, joven? —preguntoel comerciante sin bajarse del carro.

—Me he hecho daño en la pierna yapenas puedo moverla. ¿Seríais tanamable de acercarme a la muralla? Mifamilia me espera para cenar y debollegar antes del toque de queda.

—Toque de queda… —el hombresuspiró entristecido—. Este reino se

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parece cada vez más a una prisión.¡Dónde vamos a llegar!

—¿Podéis llevarme? —insistióSírgeric.

—Desde luego, sube. Mi nombre esKrotem, viajero de corazón ycomerciante vagamundos. —Le ofrecióla mano a Sírgeric.

—Phillip —mintió escueto el joven,estrechándosela. Viendo que no decíamás, el hombre volvió la vista al frentey azotó a los caballos para volver aponer en marcha la carreta sin darsecuenta de que dos polizones se habíancolado en ella.

Krotem y Sírgeric hablaron sobre el

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tiempo, de su trabajo, de la unión deBereth y Belmont…

—No me gusta la idea en absoluto—comentaba el comerciante respecto aese tema—. Los reinos no puedenjuntarse así como así. Hay ciertas reglasque deben cumplirse. Puede haberalianzas o acuerdos, pero no conventirseen uno solo. ¡Y menos si han estado enguerra entre ellos hasta el día anterior!Las personas mirarán con prejuicioshasta a sus propios vecinos y la guerravolverá. Ya lo creo… Pero no al otrolado de las murallas, sino dentro. Y esoserá mucho más peligroso. Muchísimomás. Te lo aseguro. Pero en fin, ellos

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sabrán. —Sírgeric asintió en silenciomeditando acerca de lo que acababa dees cuchar. Al cabo de un rato, el hombrepreguntó—: Y dime, ¿a qué os dedicáis,si puede saberse?

—Soy… juglar —el joven miróhacia otro lado.

—¡Vaya, juglar! He visto montonesen mi vida y nunca pierdo laoportunidad de detenerme a escuchar auno nuevo. ¿Y dónde has trabajado?

—Solo en Bereth y en Belmont.—Bueno, en ese caso la unión de los

Reinos te habrá venido de perlas. Ahorano tendrás que salir de un reino para iral otro.

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Sírgeric no supo si el hombre estababromeando o si estaba volviendo aquejarse. Optó por reír débilmente ydejarlo pasar. En esto llegaron alenorme portón de la muralla y Krotembostezó sonoramente.

—Bueno, aquí se separan nuestroscaminos.

—Si pudiera entrar con vos, os loagradecería. La pierna siguemolestándome bastante.

El comerciante le echó un vistazosospechoso a la pierna que Sírgeric semasajeaba, pero al momento volvió asonreír.

—Sin problemas, compañero.

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En ese momento dos guardiasaparecieron en la entrada de la muralla.

—¿A qué venís y qué lleváis ahí? —preguntó uno de ellos.

—Son telas lo que traigo en mi carropara vender. Mi nombre es Krotem y soycomerciante de Hamel.

—Venís de muy lejos —comentó elotro guardia—. ¿Y vos? —Sírgericsintió un escalofrió en la espalda.

—Mi nombre es… Phillip. Soyjuglar y vengo desde el antiguo reino deBelmont en busca de sustento y dereconocimiento.

El soldado suspiró.—Pareces joven. El mundo de la

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farándula es muy difícil, muchacho. Yalo iréis descubriendo con el tiempo…

—Eso he oído, señor.—¿Podemos pasar ya? —preguntó

con impaciencia el comerciante—. Sehace tarde y aún he de buscar posadapara pasar la noche.

Los soldados conversaron unosinstantes entre ellos y después lescedieron el paso. El comerciante sevolvió entonces a Sírgeric.

—¿Dónde dormiréis?—No os preocupéis por mí. La casa

familiar está muy cerca de aquí.—Como queráis, pero recordad que

el toque de queda comienza cuando se

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oculta el sol.—Lo tendré en cuenta. Muchas

gracias por el paseo.Sírgeric bajó del carromato y se

alejó por la primera bocacalle queencontró. Después esperó oculto hastaque Duna y Adhárel aparecieron.

—Recordadme que expulse a esosdos de la Guardia cuando todo hayaterminado. Menuda manera de vigilarque tienen…

—¿Ahora qué? —preguntó Duna.—Veamos hasta donde podemos

llegar antes de que empiece el famosotoque de queda. Después tendremos queextremar las precauciones.

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Duna y Sírgeric asintieron y juntosse pusieron en marcha hacia el palacio.Unos minutos más tarde, los berethianosfueron encendiendo los farolillos a laspuertas de sus casas y una trompeta sonóa lo lejos. El toque de queda había dadocomienzo otra noche más.

Las tres sombras cruzaron elcallejón en cuanto la patrulla desoldados giró la esquina. Adhárel iba encabeza, indicándoles a los otros doscuándo pararse y cuándo avanzar.Apenas había luz por las calles aunque

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la luna llena brillaba con fuerza sobre elreino. Sin hacer ni un solo ruido, los tresllegaron al muro que rodeaba el palacioy aguardaron al siguiente movimiento.

Sobre sus cabezas, por encima delmuro, dos centinelas marchabanvigilantes, custodiando el paso. Adhárelles hizo un gesto a sus compañeros paraadvertirles de la presencia de los dossoldados. Bajo la sombra del muro noeran visibles para los vigías, pero encuanto diesen un paso fuera de suescondite les descubrirían. El príncipehabló con señas a Sírgeric y esteentendió al instante lo que le queríadecir. Después, para asombro de Duna,

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el joven salió de su escondite, se alejótres pasos del muro, y antes de queninguno de los soldados pudiese dar laalarma, Sírgeric extrajo de su cinturónlas dos dagas y las lanzó una a cada unode ellos, acertándoles de pleno en elpecho y haciéndoles caer a los pies deAdhárel y de Duna; todo en menos de unminuto. Antes de que le viese nadie,Sírgeric volvió para reunirse con ellos.

—No era necesario. Podrías habertedeshecho de ellos sin necesidad dematarles —le dijo el príncipe en vozbaja.

—No quería arriesgarme a fallar —replicó Sigeric con una sonrisa.

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—¿Pe… pero estáis locos? ¡Podríanhaber caído dentro de la muralla!

—Contábamos con ello —dijoSírgeric con suficiencia—. La verdad esque hasta ahora está siendo más fácil delo que imaginaba.

—Todavía no hemos empezado —lerecordó Adhárel—. No des nada porseguro. Habrá guardias patrullando entodos los pasillos.

—¿Entonces cómo vamos a entrar?—Por los jardines —contestaron

Duna y el príncipe al unísono. Despuésse sonrieron mutuamente.

—¿Pero cómo?Duna le miró divertida y Sírgeric no

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necesitó más.—Está bien, esperaré sentado a que

alguno de los dos cruce al otro lado.Pero que conste que parece que solo yohago el trabajo sucio.

El príncipe aupó a Duna sobre loshombros para que pudiese agarrarse alborde del muro. La muchacha se asomópara ver si había alguien y cuandocomprobó que nadie vigilaba aquellaparte del jardín, se encaramó paradespués dejarse caer al otro lado.

—¡Ya estoy! —dijo casi en unsusurro.

Entonces Sírgeric agarró al príncipe,estrujó entre los dedos los cabellos que

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le acababa de dar Duna y al instantesiguiente aparecieron al otro lado.

—¿Te han dicho alguna vez lo útilque resulta ese poder? —preguntóAdhárel, asombrado.

—Alguna que otra. ¿Ahora adóndevamos? Mejor será no quedarse quietosen el mismo sitio durante mucho tiempo.

—Seguidme —dijo Adhárel.Corrieron de un arbusto a otro

evitando las miradas de los guardias quepatrullaban en absoluto silencio losjardines. De vez en cuando, Adhárelcorría hasta una estatua, les hacía unaseñal y antes de que llegasen a él, elpríncipe ya se había movido a otro

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lugar. La luz de la luna, más que ayudar,resultaba de lo más molesta cuandotenían que pasar desapercibidos. Pero almenos les servía para averiguar cuándose acercaba alguien. Unos minutos mástarde llegaron a la fuente.

—¿Estáis seguros de que es poraquí? —preguntó Sírgeric, escéptico.

—¡Shh! —Duna acababa de ver unasombra que se acercaba a ellos. Los tresse apretujaron tras la fuente, conteniendola respiración.

—¿Seguro que no era una rata? —dijo una voz, presumiblemente la de unsoldado.

—Te aseguro que era algo mucho

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más grande —le contestó otro.—Pues yo aquí no veo nada.—Si al menos nos dejasen patrullar

con bombillas…—Conténtate con que no nos hayan

echado después de haber dado la alarmaesta tarde.

—¿Cómo iba a saber yo que elcausante de todo era su majestadjugando con la maquinita?

—Anda, terminemos con estaabsurda guardia de una vez. Total… si elplan marcha como está previsto, estereino dejará muy pronto de existir.

El soldado se rió con ganas.—Hay que tener sangre fría para

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hacer lo que su majestad tiene previsto.—Tengo ganas de volver a Belmont

y poder decir que participamos en laconquista del único reino que poseíaelectricidad, y que además loconseguimos utilizándola en su contra.

El otro soldado se echó a reír yjuntos se alejaron de allí, dejando aSírgeric, Duna y Adhárel atónitos ante loque acababan de descubrir.

—¿Van a…? —quiso preguntarDuna, pero las palabras se leatragantaron.

—Santo Todopoderoso… —susurróSírgeric—. Bereth…

Adhárel respiraba con dificultad,

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entrecortadamente. Sin que ninguno desus amigos lo advirtiese, apretaba confuerza el mango de su espada deseandocortarles el cuello a aquellos dossoldados y al resto de belmontinos quehabían invadido sus tierras.

—No lo permitiré. Si es necesariomoriré en el intento, pero Bereth nosufrirá el destino que le han preparado—el príncipe miró a sus amigos—. Nosequivocamos. Teodragos no quiere lagente. Solo necesita el terreno; losberethianos le dan igual.

—¿Qué vamos a hacer ahora?—¡Hay que avisar a todo el mundo!

—exclamó Duna sin dejar de pensar en

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Aya.—No. Lucharemos, como teníamos

previsto. No nos daría tiempo a dar laalarma y seguramente no serviría denada. Al menos ahora sabemos dóndeencontrar esta noche a ese retorcido rey.

—Y al monstruo de Dimitri —añadió Sírgeric.

Adhárel asintió y sin decir nada más,metió la mano en el agua para dejar a lavista la trampilla que daba al pasosubterráneo.

—Las damas primero —dijoSírgeric. Duna metió los dedos en lafuente antes de bajar por la escalera.Humedeció el colgante de luzalita que

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llevaba al cuello y este se iluminó alinstante.

—Mejor así.Y se internó en las sombras del

subsuelo seguida por Sírgeric y Adhárel,quien cerró la trampilla tras él. Tan solola luzalita confería algo de luz altenebroso pasadizo.

—Hacía años que no veía algo comoeso —dijo Adhárel, apresurando el pasotras Duna—. Se podrían hacer tantascosas con ella… £1 reino entero podríatener luz en sus casas sin tener queesperar a la entrega anual.

Sin hablar más, recorrieron el largopasillo hasta la puerta de las

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lavanderías.—¿Dimitri no conoce este pasadizo?

—preguntó extrañado Sírgeric.Adhárel empujó con fuerza la

portezuela hasta abrirla.—No lo creo. —Duna cerró la

puerta cuando hubieron pasado. Setoparon con una oscuridad mucho másprofunda que la del pasillo.

—Da miedo —murmuró Sírgeric—.Enciende esa cosa otra vez, Duna.

—Quizá veáis mejor con esto —dijode pronto una voz desconocida ocultaentre las sombras. De repente, variasbombillas relucieron por toda lalavandería y se vieron rodeados por una

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gran cantidad de guardias armados quelas sostenían. Ruk dio un paso haciaellos lanzando su bombilla al aire yrecogiéndola de nuevo con pericia.

—Vaya, vaya, vaya, príncipe…parece ser que vuestro hermano siempresabe qué vais a hacer, cuándo y cómo…

—Ruk… —Adhárel sentía la sangrehirviéndole en las venas—. ¿Cómohabéis podido dejar que esto sucediera?

—Oh, vamos, príncipe, a Bereth leconvenían aires nuevos y Teodragos selos dará.

—De eso que no te quepa la menorduda… —dijo Sírgeric en voz baja.

—Ahora, deponed las armas y

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acompañadnos a los calabozos.—¡Jamás! —exclamó Duna

desenvainando su espada.—¡Uhhh! —canturreó el tuerto,

haciendo reír al resto de guardias—. Lamuchacha tiene un juguete nuevo que nosabe utilizar… ¡qué miedo!

Duna bufó enfadada y apretó conmás fuerza la empuñadura.

—Ruk, por favor —dijo Adhárel—,escúchame. Teodragos destruirá Berethesta misma noche si no se lo impedimos.

—¿Y qué, príncipe? ¡Estoy harto deeste reino! Cansado de vuestra familia,cansado de todo. Con Teodragos se mereconocerá como es debido. En tan solo

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unos días he sido nombrado capitán dela Guardia Suprema.

—¡No son más que mentiras! Esehombre acabará con tu vida en cuantodejes de serle útil.

—Por favor, Adhárel, no me lopongáis más difícil y decidle al bufón ya la muchacha que bajen las armas si noquieren terminar sin cabeza.

—¿A quién llamas bufón? —preguntó Sírgeric, intentando ganartiempo para averiguar cómo salir deallí. Algunos soldar dos se habían idoacercando a ellos por los lados y ahora,sin saber muy bien cómo, se encontrabanen mitad de la lavandería y rodeados

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por todos los flancos.—Solo lo diré una vez más…—Guárdate tus amenazas para

quienes las teman —le interrumpió Duna—, proyecto de cíclope inacabado.

—Serás… —siseó el hombre, llenode rabia—. Vosotros lo habéis querido.Soldados, no dejéis ni uno con vida.

Los soldados dejaron las bombillasen los resquicios de la pared ydesenvainaron sus espadas al unísono.Adhárel hizo lo propio. Sírgeric sacólas dos dagas y Duna agarró condecisión la empuñadura de su espada.

Entonces los soldados dieron variospasos hacia ellos, obligándoles a

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agruparse aún más en el centro de lasala. Apiñándoles como ganado.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuróDuna.

—Cubrámonos las espaldas —respondió Adhárel.

De pronto, varios soldados selanzaron a por ellos con las espadas enalto. Adhárel detuvo una estocada y, deuna patada, envió al soldadotambaleándose contra sus compañeros.Sírgeric, por su lado, inmovilizó laespada de uno de los guardias entre lasdos dagas y con el codo le golpeó en losojos. Duna intentaba, desesperada, noperder la espada con cada nuevo golpe

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de los soldados que la asediaban. Sentíaen sus débiles brazos la tensión y lasvibraciones que viajaban desde la hojahasta sus manos. Por suerte, el arma nopesaba mucho y podía manejarla másrápido que ellos, a pesar de que nuncaantes hubiera cogido una. Por eso,cuando uno de ellos se despistó parareírse de su torpeza, Duna no perdió laoportunidad de clavarle la punta de laespada en la bota, haciéndole proferir ungrito de dolor antes de caer en elinterior de una de las enormespalanganas vacías.

—¡Bien hecho! —la felicitó Adhárelsin dejar de pelear contra otros dos

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soldados. Con un ágil movimiento,agarró a uno de ellos por detrás delcuello y se protegió con él como si de unescudo se tratase hasta que otrocompañero terminó con su vida de unaestocada dirigida a Adhárel. Después sedeshizo del cadáver y, con unaasombrosa pirueta, terminó tras el otroguardia. Después solo tuvo que atizarlecon fuerza con el mango de la espada enla cabeza para que cayese inconsciente.

—¡Ayudadme! —gritó Sírgericdesde el otro lado de la sala. Variosguardias le aprisionaban contra la pared.Duna advirtió que solo tenía una de lasdagas en la mano y que la otra se le

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había caído no muy lejos de donde ellase encontraba. Viendo que un nuevosoldado corría a por ella, la muchachale esquivó rodando por el suelo y cogióel arma de su amigo. Antes de que elsoldado tuviera tiempo de reaccionar,Duna imitó el movimiento que le habíavisto hacer a Sírgeric y lanzó la dagahacia el soldado; solo que en lugar deatinarle en el pecho o en la cabeza, ledio en la pierna; aunque le hizo caer detodas formas. Entonces, sin perder unminuto, Duna echó a correr haciaSírgeric para luchar contra el grupo desoldados. Para cuando llegó, su amigoya había perdido la otra daga y

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aguardaba con temor la estocada final.—¡No! —gritó Duna,

desconcertando a los soldados que habíafrente a ella. Uno de ellos fue más ágil yveloz que los demás, y en un momento,Duna se encontró junto a su amigo, deespaldas a la pared y con cuatro espadasapuntándoles al gaznate.

—Me parece que aquí termina laaventura… —comentó con pena y miedoSírgeric.

Al otro lado de la lavandería, dosespadas entrechocaban en un duelo amuerte. Adhárel y Ruk peleaban conpericia sin advertir la situación en quese encontraban Duna y Sírgeric.

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—Preparaos para morir —dijo conuna malévola sonrisa el soldado quetenían frente a ellos. Levantó la espada,cogió impulso, miró a sus víctimas yprofirió un grito de rabia justo antes dedescargar su ira… que al momento setransformó en un gemido de dolorcuando la punta de una flecha aparecióen su pecho ante el asombro de todos.La espada se deslizó de sus manoslentamente hasta el suelo y el soldadocayó de rodillas. Antes de tocar el sueloya estaba muerto.

Duna no esperó a descubrir quiénhabía lanzado la flecha y, sin pensárselodos veces, le clavó la espada a otro de

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los guardias, terminando con su vida.Sírgeric tampoco se estuvo quieto y,dándole un puñetazo al tercer soldado enla cara, le quitó su daga y empujó a otroal interior de uno de los lavaderos.

—Esto es mío —dijo, recuperandosu daga de la mano del soldado caído.

En ese momento, un grupo dedesconocidos entró por la puerta quedaba al pasadizo, encabezados por unajoven con el pelo recogido en unacoleta.

—¡Cinthia! —exclamó Duna encuanto reconoció a su amiga. La jovenportaba un arco en la mano y un carcajrepleto de flechas a la espalda. En ese

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momento, Sírgeric también la vio ycorrió hasta la joven. Sin siquierasaludarse, el joven la estrechó entre susbrazos. Cuando se dieron cuenta de quela batalla continuaba, se separaron algoincómodos.

Los jóvenes que la acompañaban sedesperdigaron por toda la lavandería,peleando contra los soldados quequedaban en pie, algunos con armas yotros sin ellas. Uno en particular sehabía detenido en la entrada delpasadizo con los ojos cerrados; parecíaestar dormitando. De pronto, uno de lossoldados reparó en él y se acercó concautela para pillarle desprevenido; pero,

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sin motivo aparente, cuando seencontraba a tan solo unos pasos de él,el soldado dejó caer el arma al suelo ycomenzó a temblar y a gemir de dolormientras se iba poniendo cada vez más ymás pálido hasta que las rodillas lefallaron y se derrumbó en el suelo,inconsciente. Entonces el joven abriólos ojos y sonrió con orgullo.

Duna no apartó la mirada del chicohasta que por el rabillo del ojo intuyóuna sombra que se le echaba encima.Cuando se dio la vuelta, vio a unsoldado que corría hacia ella con laespada en ristre, dispuesto a cortarla encanal si no hacia algo rápido.

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Intuitivamente, Duna se tiró al suelojusto a tiempo de ver una flecha quevolaba sobre su cabeza directa a lagarganta del hombre. La muchacha segiró para encontrarse con Cinthiasonriéndole mientras cogía otra flechade su espalda y la colocaba en el arcopara lanzarla contra otro guardia queintentaba huir para dar la alarma.Sírgeric la miraba tan asombrado comoDuna. Era imposible que aquella jovenpudiese ser la misma Cinthia queconocían.

De repente, una sonora carcajadaretumbó en la habitación.

—Parece ser, príncipe, que no sois

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tan buen espadachín como nos hacéiscreer —decía Ruk, apuntando con laespada al principe desarmado. CuandoDuna fue a acercarse, el hombre agarróa Adhárel por la espalda. Con una manole aprisionaba el cuerpo, con la otrasujetaba un cuchillo dirigido a su cuello.

—Un paso más y su majestadperderá la cabeza.

—¡Soltadle! —gritó Duna. El restode jóvenes se congregaron a sualrededor.

—¡He dicho que no os mováis! —volvió a gritar el hombre—. Si alguienda un paso más, le mato. Ahora voy asalir por esa puerta y más os vale no

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cruzaros en mi camino.—Du… Duna… —murmuró Adhárel

sintiendo la hoja de la espada contra supiel.

—Adhárel… —susurró ella. PeroRuk ya se alejaba hacia la puerta sinsoltar al príncipe.

De repente, Duna empezó a oír unmurmullo acompasado a su alrededor,como si los recién llegados estuvieranrezando una plegaria en voz baja. Ruktambién la percibió. Pero en su cabeza,los murmullos fueron aumentando devolumen paulatinamente sin saber cómoni por qué.

—¡Dejad de hablar! —gritó

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alterado.Ya no solo oía sus voces, ahora era

capaz de oír también la sangre manandode las heridas de sus soldados, las gotasrepiqueteando contra la piedra, el vientoa lo lejos, las voces de otros soldadosfuera de la lavandería, fuera del palacio,fuera de las murallas, lejos de Bereth…

—¡Bastaaaaaaaaaaaaaa! —bramóaturdido antes de perder el conocimientoy caer a los pies de Adhárel,aparentemente sin vida.

El príncipe le golpeó con el pie tansorprendido como Duna y despuéscorrió a abrazaría. Cuando se separaron,todos los jóvenes habían hecho una

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reverencia a su alrededor.—Gracias —les dijo.—Duna, Sírgeric, príncipe Adhárel

—dijo Cinthia—, os presento a Morgan,Simón, Andrew, Henry, Tail y Marco.Los sentomentalistas de Bereth.

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12La batalla en la torre

—Es un verdadero placer conoceros —dijo Adhárel, haciendo una pequeñareverencia.

—Y más en esta situación —añadióSírgeric sin apartar los ojos de Cinthia.

—No puedo creer lo mucho que oshe echado de menos.

Duna le revolvió el pelo.—Y nosotros a ti.Uno de los jóvenes carraspeó un

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poco incómodo.—¿Y qué vamos a hacer ahora, si

puede saberse?—Zennion no va a poder ayudarnos

esta noche —contestó Cinthia—, así queahora que los hemos encontrado, nospondremos a su disposición.

—Sois muy amables, pero no tenéisque correr riesgos por nosotros. —Loque menos quería el príncipe era quealguno Je aquellos crios resultaseherido.

—¡Desde luego que lucharemos! —exclamó Henry de nuevo—. ¿Verdadchicos?

Todos asintieron con fervor. Adhárel

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miró a Duna, esta miró a Sírgeric,Sírgeric miró a Cinthia y esta se encogióJe hombros.

—En ese caso… Sabed que elpalacio estará tan bien protegido comolo estaba la lavandería. Puedentendernos más trampas como esta,aunque viendo vuestros dones no es algoque deba preocuparnos. —Los chicos serieron por el cumplido—. Si no meequivoco, Teodragos estará en la torreeste o la oeste con las máquinas deelectricidad.

—Piensa destruir Bereth —aclaróDuna. Los que no lo sabían, emitierongritos de angustia.

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—Por eso tenemos que darnos prisa.—¿Cuál es el camino más rápido a

esas torres? —preguntó Sírgeric.—Las escaleras principales.—Podríamos dividirnos… —opinó

Marco con su voz infantil.—No es mala idea… Veamos: sois

seis sentomentalistas. Podemos ir Dunay yo con tres de vosotros y que Cinthia ySírgeric vayan con otros tres.

—De acuerdo —dijo Cinthia—. QueMarco, Simón y Henry vengan connosotros. Morgan, Andrew y Tail convosotros.

Los jóvenes se separaron, cadagrupo con sus cabecillas.

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—Nosotros iremos a la torre oeste,vosotros id al ala este. En caso de queno encontréis nada allí, teletransportaosde inmediato.

—Duna va a terminar quedándosecalva como siga regalándome pelo…

—Que te lo dé Adhárel esta vez.El príncipe se cortó un mechón con

la espada y se lo entregó a Sírgeric.—No te lo tomes como un cumplido.—Oh, por un momento pensé que me

estabais pidiendo en matrimonio.Todos se echaron a reír con

nerviosismo.—Entonces haremos eso. Iremos

juntos hasta la escalera principal, por si

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acaso nos están esperando también ahíarriba, y después nos separaremos.

Los diez prepararon sus armas parael combate, respiraron profundamente yabrieron la puerta que daba a lasescaleras.

Después, en fila de a uno, subieronhasta el primer descansillo dondeAdhárel les hizo detenerse paraaproximarse él solo hasta la puerta delvestíbulo. Con suma precaución, laabrió lo necesario y miró el interior.Estaba vacía. Con la mano le hizo ungesto al resto del grupo y de dos en dosfueron saliendo de allí y corrieron aocultarse tras unos bustos que había al

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comienzo de la escalera principal. Elpalacio parecía desierto, El silencio eraabsoluto. Sus respiraciones resonabanpor todo el vestíbulo, o al menos eso eralo que les parecía.

—Ahora vosotros id por allí —susurró el príncipe a Sírgeric y aCinthia, señalándoles el camino—.Torced por el pasillo y seguid rectohasta las primeras escaleras que osencontréis a mano izquierda. La sala dela máquina está al final.

Cinthia y Sírgeric asintieron, yasegurándose de nuevo que no veníanadie, hicieron ademán de partir pero,de pronto, Marco les agarró de la ropa.

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Cinthia fue a replicar, pero el niño negócon la cabeza y señaló una puerta que alsegundo siguiente se abrió. De ellasalieron un par de soldados armados quevolvieron a desparecer en dirección alos jardines.

—Ahora, sí —dijo el niño. Y sugrupo salió del escondite y corrió hastael pasillo que les había indicadoAdhárel. Cinthia fue la última endesaparecer, despidiéndose con la manoantes de seguir a los demás.

—Nosotros no tenemos a Marco, asíque tendremos que ser mucho másprecavidos con nuestros movimientos —dijo Adhárel en voz baja. A

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continuación, se deslizó como unasombra hasta la escalera este y Ies hizoun gesto a los demás para que lesiguiesen. Cuando los cinco subían losescalones, la puerta de la lavandería seabrió de golpe y un soldadoensangrentado salió de ella casi arastras. Después se alejó por otrapuerta.

—¡Dará la alarma! —susurró Duna.—Entonces habrá que darse más

prisa.Y con esto, siguieron ascendiendo la

escalera hasta el siguiente piso, dondeun par de soldados con lanzas hacíanguardia. Duna miró a los niños y empezó

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a desenvainar la espada, pero una manose lo impidió.

—Estos podéis dejármelos a mí —dijo Morgan. Adhárel le cedió el paso yel niño se puso en cuclillas en la esquinadel pasillo y cerró los ojos. Durante uninstante no pareció que fuese a sucedernada. Duna y Adhárel se miraronnerviosos por el tiempo tan valioso queestaban perdiendo, pero de pronto unode los guardias se llevó la mano a lacabeza y tuvo que apoyarse en la pareddel pasillo para no caer. Al poco, al otroguardia le sucedió lo mismo. A los dosles caía el sudor por la frente y parecíaque les costase respirar. Morgan cerró

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con más fuerza los ojos y se concentrópacientemente hasta que los guardias nopudieron soportarlo más y terminaroncayendo al suelo.

—¿Están muertos? —preguntóAdhárel.

—Por ahora, no. Solo tienen unafiebre de caballo y cuando se despiertenno podrán ni abrir los ojos del dolor decabeza.

—Bien hecho.El joven sonrió agradecido, pero

entonces escucharon un grito no muylejos de allí. Se trataba de una mujer yprovenía de alguna de las habitacionescercanas.

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—Madre… —murmuró Adhárelsaliendo del escondite y corriendo porel pasillo en dirección a una de laspuertas.

—¡Adhárel! ¡Puede ser una trampa!—Duna salió tras los pasos delpríncipe.

—No me importa.El príncipe le dio una palada a la

puerta y esta se abrió de par en par. Ensu interior, dos guardias estabanmaniatando a la reina Ariadne a losbarrotes de la cama.

—¡Soltadme os dig…! —la reinavio entonces a su hijo y se quedó sinpalabras. Adhárel no esperó a que la

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confusión se disipase y, desenvainandosu espada, se enfrentó a los dossoldados con una fiereza solocomparable a la del dragón. Adhárelterminó con los dos soldados en pocotiempo y después corrió a desatar a sumadre, quien seguía mirándole atónita.

—Madre, ¿te han hecho daño? Lesharé pagar por todo, te lo juro…

—Ah… Adhárel… estás… vivo…—Claro que sí, madre. Vamos,

salgamos de aquí enseguida ¿Puedescaminar?

La reina no podía dejar de temblarmientras las lágrimas le recorrían lasmejillas. En cuanto sus manos estuvieron

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libres, se abalanzó sobre su hijo parabesarle y abrazarle como nunca antes lohabía hecho. Como había deseado tantasveces al creerle muerto.

—Mi hijo… mi hijo… Lo sientotanto…

—Madre, no llores, por favor…Vamos, salgamos de aquí. Este no es unlugar seguro.

—Tu hermano, Adhárel… Dimitri seha vuelto loco. Bereth y Belmont…

—Lo sé madre, lo sé. Vamos,levanta.

Duna se acercó a ellos y le tendió elbrazo para que la reina se agarrase. Ellani siquiera pareció advertir su

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presencia. A pesar de lo deshecha quese la veía, Duna comprobó que habíarecuperado el color en las mejillas y queya no estaba tan pálida como la últimavez que la vio.

Juntos la sacaron de allí mientras lossentomentalistas hacían guardia en elpasillo.

—La dejaremos en un lugar seguro ydespués seguiremos avanzando hacia latorre.

—¡Pero se darán cuenta de que noestá en su habitación!

—Si la escondemos bien, no laencontrarán.

—Yo conozco el sitio adecuado —

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comentó Tai]—. No está lejos de aquí.Es una habitación que Zennion utilizapara castigarnos. Siempre está vacía yen ella solo hay una silla y una mesa.

—Guíanos.El chico salió corriendo por el

pasillo hasta la primera bifurcación. Laalfombra que cubría el sueloamortiguaba sus apresurados pasosmientras le seguían. Cerca de unasescaleras que llevaban al siguiente piso,Tail se detuvo en seco ante una puertamucho más desgastada que las demás.

—Es aquí.Con precaución, el niño giró el

rechinante picaporte y la puerta se

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deslizó con dificultad hasta abrirse deltodo. Adhárel y Duna entraron con lareina en brazos y la sentaron en la sillafrente a la mesa. La reina dio unrespingo en cuanto advirtió dónde seencontraba.

—Adhárel…—No te pasará nada, madre.

Atrancaré la puerta para que nadiepueda entrar.

—Fue aquí…—¿De qué hablas, madre? —el

príncipe estaba colocando algunasmaderas del suelo para que, al salir, lahabitación quedase cerrada por dentro.

—Fue aquí… fue aquí donde escribí

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la Poesía, Adhárel… fue aquí donde mecondené… donde te condené… dondenos condenamos…

—Madre, te lo suplico, ahora no…—le agarró con delicadeza la cara paraque le mirase a los ojos—: No temuevas de aquí, pase lo que pase. Oigaslo que oigas. ¿De acuerdo?

La reina no parecía estarescuchándole. Entonces Duna recordó eltiempo que había pasado en la torre ycorrió a atrancar la única ventana quetenía la habitación, por si acaso.

—Adhárel, deberíamos irnos ya…—sugirió Duna.

—Sí. —El príncipe volvió a mirar a

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su madre—. Estaré de vuelta antes deque te des cuenta. Intenta descansar. Yrecuerda: no salgas bajo ningúnconcepto.

El príncipe salió de la habitacióndejando a la reina sumida en suspensamientos y balanceándose muysuavemente sobre la silla.

—Estará bien —le aseguró Duna,poniéndole la mano sobre el hombro—.Vamos.

Adhárel cerró la puerta y escuchócómo se corría el improvisado pestillo.Después deshicieron el camino hasta lasescaleras y ascendieron los escalones dedos en dos, vigilando siempre que no

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apareciese por sorpresa un grupo desoldados.

—¿Dónde está todo el mundo? Creíque iba a ser todo más complicado.

—Espera a que den la alarma.Cuando descubran que sus vigías estánmuertos al otro lado de la muralla y quenos hemos deshecho de la patrulla quetendría que habernos escoltadoamablemente a los calabozos, tendremosproblemas.

—Me encanta tu forma de intentartranquilizarme —comentó Duna, irónica.

—Lo sé.—¡Alteza, Duna! —Andrew había

alcanzado el final de las escaleras y les

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hacía gestos desde arriba. Alguien seacercaba.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntóDuna—. ¡No tenemos escapatoria!

—En ese caso habrá que luchar.Andrew bajó hasta donde estaban

ellos, dejando a Tail vigilando:—¡No! Esperad. Esta vez me toca a

mí.—¿Podrás con todos? —le advirtió

Duna.—Son solo cuatro. Tened listas

vuestras armas.El chico les guiñó un ojo y volvió a

subir hasta donde estaba Tail. Cerró losojos, como hacían el resto de sus

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compañeros cuando queríanconcentrarse y se quedó en estado detrance sin que aparentemente sucediesenada. De pronto, uno de los soldadossoltó un grito de asombro.

—¿Pero qué rayos le ha pasado a miespada?

—¡Maldita sea! Esto tiene que serobra de sentomentalistas.

—¡Rápido, bajemos a ver!Los soldados corrieron a la escalera

sin advertir la zancadilla que muyastutamente Andrew les habíapreparado. El pelotón entero cayórodando ante los ojos del príncipe, Dunay el resto de chicos. Los guardias fueron

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incapaces de moverse de tan mal quehabían aterrizado unos sobre otros.

Adhárel atizó en la cabeza al únicoque estaba consciente y siguió a losdemás por el pasillo hacia el últimotramo de escaleras que les quedaba porrecorrer.

—Un momento. —El príncipe sedetuvo en el primer peldaño de laescalera de caracol—. Arriba puede queno haya nadie… o estar lleno deguardias. Teodragos podría estaresperándonos. ¿Estáis seguros deque…?

—Alteza, por favor —le interrumpióMorgan—. No hemos llegado hasta aquí

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para dar la vuelta ahora. Subiremos convos.

—Si tenemos suerte —añadió Duna—, la torre estará vacía.

—Subamos entonces.Adhárel encabezó la marcha,

seguido muy de cerca por Duna, quienagarraba con tensión la empuñadura desu espada, preparada para desenvainarlaen cuanto fuese necesario. La escaleraera de caracol, y la única sujeción quetenían para no caerse con aquellapendiente era una fina barandilla dehierro. Sus respiraciones resonaban casial unísono mientras ascendían a pasolento pero seguro. Cuando el príncipe

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llegó arriba, asintió hacia Duna con lacabeza, esta hizo lo mismo con Morgan,y Morgan, a su vez, avisó a Andrew. Porúltimo, Tail dio su aprobación. EntoncesAdhárel abrió la portezuela de hierro yentró en la habitación espada en altodispuesto a terminar con… ¿la nada?

La habitación estaba completamentevacía. No había soldados, ni reyes, nipríncipes.

—Nos hemos equivocado de torre—advirtió Adhárel—, rápido, tenemosque llegar a la otra antes de que…

Pero en ese momento el portón dehierro se cerró a sus espaldas yquedaron atrapados en la enorme sala.

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En la oscuridad, lo único que brillabaera el inmenso receptáculo deelectricidad que chisporroteabaenérgicamente en su interior. Los chicosno podían dejar de mirarlo.

—Oh, no… —susurró Duna mientrasse apelotonaban unos contra otrosvigilando las, ahora, tan amenazadorassombras.

—Oh, no… —repitió una voz gravecomo el trueno y oscura como la noche—. Ni yo lo habría expresado mejor.

Adhárel agarró el antebrazo de Dunapara tranquilizarla mientras intentabadilucidar de dónde provenía la voz. Alparecer, sí que habían acertado con la

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torre.—Sal si te atreves y da la cara.—No creo que estés en la mejor

situación para dar órdenes ni amenazar anadie, Adhárel —replicó una voz muyfamiliar.

—Dimitri… ¡Deja de ocultarte comouna rata y enfréntate a mí, traidor!

—Como quieras…De repente se hizo la luz en la sala y

montones de bombillas lucieroncolgadas de las paredes, ascendiendohasta el mismísimo techo. De atrás de laenorme máquina empezaron a salirsoldados armados que fueronrodeándoles al igual que habían hecho

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otros en la lavandería. Teodragos yDimitri no tardaron en aparecer frente aellos de la nada.

—Sentomentalistas —susurró Tail asus compañeros.

—Muy observador —bromeó el rey,soltando una profunda carcajada—. ¿Deverdad pensasteis por un segundo que oslo pondríamos tan fácil? Habéis venidojusto a tiempo para ver en primera filala… remodelación de vuestro reino.

—¡No te lo permitiré! —gritóAdhárel apuntándole con la espada.Pero al segundo, todas las lanzas de losguardias se giraron hacia ellos,impidiéndole dar un paso más.

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—Estate quieto, hermano. Así nadiesaldrá herido.

—¡No me llames hermano!—Oh, bueno. Hace unos días perdí a

mi madre, creo que podré soportar estotambién.

Duna se pegó a Adhárel.—Eres un monstruo.—¡Desde luego que lo soy! Pero soy

un monstruo con un enorme reino solopara mí. —Teodragos carraspeó yDimitri rectificó—: Para los dos.

Los chicos temblaban aterrorizados.Por primera vez en mucho tiempovolvían a ser solo unos niños. Noquerían ni pensar en lo que les estaría

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pasando a sus compañeros. Y en esemomento, como si hubiesen escuchadosu pregunta no formulada, el tiempopareció detenerse unos instantes y depronto aparecieron en mitad de la salaCinthia, Sírgeric y los otros tressentomentalistas. La mayoría de ellosestaban sangrando por alguna herida.

—¡Es una trampa! —gritó Sírgericantes de ver siquiera dónde seencontraban y quiénes les estabanrodeando.

—¡Santo Todopoderoso! —exclamóDuna asustada por la repentina aparicióny por el estado en el que se encontrabansus amigos.

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—Vaya, vaya… así que tenemos unavisita inesperada —comentó Teodragosclaramente sorprendido.

—Somos cinco en realidad —lecorrigió Sírgeric.

El rey arqueó la ceja.—¡Oh! ¿Tenemos entre nosotros a un

bufón?Duna se acercó a Cinthia y le

susurró al oído:—¿Qué os ha pasado?—Nos tendieron una trampa. Viene

hacia aquí otro grupo más de guardias—contestó la muchacha sin dejar desostener a Marco.

—¿Qué cuchicheáis vosotras dos?

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—preguntó Dimitri con arrogancia.Adhárel debió de intuir lo que Henry

iba a hacer con su don y le pidió que sedetuviese. La sangre le manaba pormuchos de los rasguños que tenía portodo el cuerpo. Junto con Marco, queapenas podía mantenerse en pie, era elque había salido peor parado.

Cinthia siguió hablando sinamedrentarse.

—Nos rodearon por todos losflancos y los chicos casi no pudieronconcentrarse para utilizar sus dones.

—¡Yo… yo lo intenté! —tartamudeóHenry, limpiándose con el jubón lasangre que le manaba de un corte en el

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brazo.—Todos lo intentamos —balbuceó

Marco—. Pero yo ni siquiera loadvertí… No les vi hasta que lestuvimos encima… no entiendo cómo hapasado…

—¡Maldita sea! —exclamódivertido Teodragos—. ¡Me estáisquitando protagonismo!

Adhárel volvió a ignorar al rey.—Sírgeric, llévate a los heridos

fuera del palacio. Ya.Los niños gruñeron en señal de

protesta pero Adhárel les hizo callar conuna sola mirada.

—Ahora, Sírgeric.

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El joven asintió, y antes de queningún soldado pudiese hacer nada, sacóun mechón de pelo grisáceo del bolsillo,cogió con la otra mano a Henry y aMarco y desapareció.

—¡Eh! ¿Adónde han ido? —preguntóDimitri.

—¡Diablos! —rugió Teodragos, estavez enojado de verdad.

Unos segundos después, Sírgericvolvió a aparecer con un jubón limpio ysin manchas de sangre. Los demás lemiraron asombrados.

—¿Qué pasa? No me gusta ir sucio.—¿Por qué has vuelto? —le increpó

Cinthia.

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—¿De verdad pensabas que iba adejaros solos?

Teodragos aplaudió como un niñopequeño.

—¡Eso está mejor! Por un momentopensé que ibas a perderte nuestrafiestecita privada.

—Suéltanos, Teodragos —le dijoAdhárel—. Regresa a tu reino ahora quepuedes y no vuelvas nunca más.

Dimitri y el rey se echaron a reír.—¡Pero hermano! ¿No te has

enterado de que ahora este es su reino?—Juro que te mataré con mis

propias manos, Dimitri. Te lo juro.—Bueno, bueno, niños… dejad de

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pelearos. Ahora disfrutad delespectáculo.

El rey se aproximó a los mandos dela máquina y, tras presionar y mover laspalancas correctas, la enorme criaturade Hierro y cristal se puso enfuncionamiento.

—¿Dónde está Lord Arot? —preguntó Adhárel, preocupado de noverle por allí.

—Nos abandonó esta mismamañana… —respondió Teodragos sinsoltar los mandos—. Una losa le cayóencima, ¿verdad, Dimitri?

El joven asintió, algo incómodo.—¡Sois un bellaco! —gritó Cinthia.

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—Cálmate, ¿quieres? No es tan fácilcontrolar esta máquina. Necesitoconcentración.

—Adhárel, tenemos que hacer algo—le susurró Duna al oído cuandoTeodragos no prestaba atención.

—Lo sé, pero no se me ocurre nada.—Los chicos pueden ayudarnos —

sugirió Cinthia.—Pero están cansados… Nunca

antes habían hecho un esfuerzo tangrande.

—Tendrán que intentarlo una últimavez —intervino Sírgeric.

Adhárel asintió.—Id pensando cómo. Yo intentaré

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distraerles —después, se giró haciaTeodragos y Dimitri, quienes estabanenfrascados en hacer funcionar lamáquina—. ¿Lo haces porque enBelmont ya no queda nada?

El rey se dio la vuelta.—¿Qué está diciendo ese idiota?—¡Sabes perfectamente a qué me

refiero! Eres un rey sin Poesía.Aquello, en el Continente, era el

mayor insulto que un rey podía recibir.—¿Cómo osas siquiera…?—¡Sabes que tengo razón! Eres un

cobarde y siempre lo has sido. ¡Desdeque te coronaron lo has sido y morirássiéndolo!

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Teodragos se levantó y se acercó aél. Mientras un soldado apuntaba alpríncipe con su lanza, le arreó unpuñetazo en toda la cara. Adhárel luchópor no mostrar el dolor que sentía yvolvió a la carga:

—¿Quién sino un cobarde destruiríala Poesía Real? ¡Has condenado a tupueblo, Teodragos! Lo condenaste el díaen que subiste al trono.

—¡No permitiré que me hables así!—cogió por el chaleco al príncipe y lolanzó al suelo.

—¡Adhárel! —gritó Duna, asustada.Pero no pudo dar un paso ya queTeodragos se lo impidió. El príncipe

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sangraba profusamente por la boca.—¿Qué es lo que temes, Teodragos?

¿No te gusta desenterrar viejosfantasmas?

Una nueva patada en el estómago lecortó la respiración.

—¡Veamos a quién no le gustan losviejos fantasmas! —Teodragos dejó aAdhárel en el suelo y empezó a andaralrededor de los demás—: ¿Quiénconoce aquí la Poesía de Bereth?

—¡No le escuchéis! —exclamóDuna, pero el rey la hizo callar de unbofetón.

—¿Y quién de vosotros no ha oídoalguna vez hablar de ese temible dragón

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que ronda por los alrededores deBereth? ¿Y alguien sabría decirme quétienen en común estas dos cosasaparentemente inconexas?

Dimitri rió con las palabras del rey.Adhárel intentaba levantarse pero noencontraba las fuerzas necesarias.

—¿Nadie? —Teodragos agarró confuerza la barbilla de Andrew—. Yo oslo diré: a él —dijo señalando alpríncipe—. ¡Damas y caballeros! ¡Tengoel orgullo de presentaros al único yverdadero dragón de Bereth!

Los sentomentalistas, los soldados yhasta el mismísimo Dimitri se quedaronmirando a Adhárel, esperando que

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sucediese algo extraordinario, pero nadaocurrió.

—Seré lo que quieras que sea… —dijo Adhárel, sin rendirse—. Pero…jamás habría traicionado y enviado a lamuerte a mi pueblo como hiciste tú.

Teodragos bufó sulfurado y volvió apatear a Adhárel.

—¡No! ¡Basta! —Duna miró alpríncipe—. Adhárel, por favor, déjaloya.

—¡Haz caso a tu amiguita o acabaráspeor de lo que estás!

Dimitri se había mantenido apartado,disfrutando de la paliza que su hermanoestaba recibiendo… aunque estaba algo

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preocupado por lo que estaba saliendo ala luz.

—No… permitiré… que hagas lomismo con Bereth… —balbuceóAdhárel con sus últimas fuerzas—.Destruir un reino… es más quesuficiente.

El rey se agachó junto a él y le hablóal oído:

—Te atrapé una vez y estuve a puntode matarte. Y volveré a hacerlo. No sécómo deshiciste el encantamiento dehipnotismo ni tampoco me importa, peropara cuando acabe con este reino, túvolverás a estar a mi merced ycustodiarás mi castillo durante las

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noches y te pudrirás en mis mazmorrasdurante el día.

—Eso… habrá… que verlo…—¡Ahora, muchachos! —gritó de

pronto Sírgeric.Los guardias apuntaron con sus

lanzas sin saber exactamente a quién yDimitri sacó su espada esperando unrepentino ataque por parte de los niños.Teodragos también se puso en pie,alerta. Pero ninguno supo qué hacercuando los niños, en lugar de loesperado, cerraron los ojos con fuerza,sin moverse.

Al momento, uno de los guardiasdejó caer su lanza e intentó tomar aire

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varias veces sin, aparentemente,conseguirlo. Aquel fue el primero encaer. Mientras unos se llevaban lasmanos a la frente perlada de sudor, otrosse tapaban los oídos y gritabandesesperados para que terminase lo quefuera que les estuviera sucediendo.Algunos más alejados no pudieronsiquiera dar un paso antes de caer alsuelo inconscientes ante el asombro deDimitri y del rey, quienes no sabíancómo reaccionar.

—¡Maldita sea! —bramó Teodragos—. ¡Deteneos ahora mismo!

Tail, por su parte, comenzó a hacerestallar todas la bombillas que relucían

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en la sala, haciendo saltar miles debrillantes chispas de luz que cayeronsobre los pocos guardias que seguían enpie y que tuvieron que salir corriendo aapagar sus vestiduras, las cuales habíanprendido en llamas. Cuando las chispasdesaparecieron y la única luz queiluminaba la sala fue la de la luna queentraba por la ventana, no quedaban másguardias en la sala, y Cinthia, Sírgeric,Duna y los chicos habían sacado susarmas y apuntaban con ellas al rey y alaterrorizado Dimitri.

—¡No sois los únicos que tenéissentomentalistas! —les amenazóTeodragos sin amedrentarse. Llevándose

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los dedos a la boca, soltó un silbido queresonó por toda la torre.

Adhárel rodó hasta sus amigos. Peroantes de que pudiera levantarse, lapuerta de hierro volvió a abrirse y tresencapuchados irrumpieron en lahabitación.

—Oh, oh… —masculló Cinthiacargando el arco. La muchacha fue aapuntarles cuando uno de losencapuchados se deslizó como unasombra hasta ella y de un golpe le partióel arma en dos y tiró los trozos lejos deallí—. ¡Eh! —exclamó la muchacha,pero con otro movimiento aún másrápido que el anterior, el encapuchado

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apareció a su espalda y de un puntapiéla envió al suelo.

—¡Cinthia! —Sírgeric corrió hastaella y sacó de su bolsillo el mismomechón de pelo gris. Mas, antes dellegar a rozar la mano de la muchacha,otro de los encapuchados corrió hasta éladivinando sus intenciones y le obligó aabrir la mano para que soltase loscabellos. El encapuchado los cogió condelicadeza y, ante los ojos de Sírgeric yde Cinthia, se pudrieron hastaconvertirse en polvo.

—Tú… —farfulló Sírgericreconociéndole al instante.

—Volvemos a vernos, Sinsentido.

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El encapuchado se quitó la capa ySírgeric pudo comprobar que, comohabía adivinado, se trataba de uno desus maestres de Belmont.

El último de los encapuchados seabalanzó sobre el grupo de niñosdesfallecidos y con solo tocar las armasque empuñaban sin fuerza, estas sefueron deshaciendo en sus manos,obligándoles a soltarlas antes dequemarse.

—Ahora estamos en igualdad decondiciones —dijo, quitándose lacapucha y dejando a la vista un rostropicado por la viruela y con los ojos deun azul casi blanco.

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Teodragos, por su parte, se habíaprecipitado sobre el mecanismo de lamáquina en cuanto los sentomentalistasaparecieron por la puerta. Colocando unpie en el pedal y activando las palancas,la máquina comenzó a cobrar vida y aextraer la energía del enorme tonel decristal. Unos segundos después, la paredde roca comenzó a deslizarse y elextremo de la máquina comenzó a salir através de ella.

—¿Adhárel, puedes ponerte en pie?—le preguntó Duna al príncipe.

—Sí… —contestó haciendo unesfuerzo por levantarse.

De repente, la voz de Dimitri les

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llegó a sus espaldas.—He soñado tantas veces con este

momento… —y con la punta del armaapartó a Duna hasta quedar a unadistancia prudencial y después la situósobre el pecho de Adhárel.

—Clávamela —dijo— y termina deuna vez, traidor. Es así como le gustajugar, ¿verdad? Siempre sucio.Aprovecha ahora que no tengo con quédefenderme.

—Puedo esperar. —Dimitri elevó lapunta hasta su garganta—. Lo que másme duele de todo esto es que nuncaentenderás por qué lo hice.

—Desde luego que lo entiendo:

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siempre has deseado el poder. Y cuandocomprendiste que solo matándonos amadre y a mí lo conseguirías, no dudasteni un momento.

—No sabes lo que dices…—¡Cuántas veces te he oído llorar

por las noches desde que éramospequeños! ¡Desde que comprendiste queyo iba a ser el rey!

—¡Eso no es cierto! —gritó el joven—. ¿Ves cómo crees saberlo todo ysiempre te equivocas? ¡Yo tendría quehaber nacido primero! ¡Yo tendría quehaber sido el sucesor directo! Pero no…Dimitri siempre tendría que estar ensegundo lugar. Toda su vida. Mientras

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tú, Adhárel, recibías la mejorformación, los mejores hombres, hastalos mejores aposentos.

—¡Madura de una vez, Dimitri! ¡Portu culpa morirán inocentes! ¿De verdadvas a poder soportar el peso de susmuertes sobre tus hombros porque a míme dieron una cama más cómoda?

—¡Ellos no son inocentes! ¡Ellosson como tú y como madre! ¿Crees queno me he dado cuenta de cómo se burlany se ríen de mí siempre que me ven a tulado? ¡Parezco tu lacayo más que el hijode la reina de Bereth! —Dimitri respiróhondo varias veces mientras volvía asonreír como si nada hubiera pasado—.

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Pero todo eso terminará esta noche.Contigo caerá el último obstáculo yentonces yo y solo yo reinaré en Bereth.

—¡No si podemos impedirlo! —gritó Duna desenvainando su espada enun descuido de Dimitri y lanzándosecontra él inesperadamente. Adhárel setambaleó unos instantes antes derecuperar el equilibrio. Se limpió lasangre del labio y corrió a ayudar aDuna.

Al mismo tiempo, los jóvenessentomentalistas esperaban agotados aque les diese muerte el hombre de losojos claros. El sentomentalista acercósus manos a Tail, el primero de los

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prácticamente inconscientes jóvenes,dispuesto a carbonizar hasta el últimoaliento del niño. Pero la puerta de hierrovolvió a abrirse en ese instante y en elmomento en el que el sentomentalista sedio la vuelta para mirar qué ocurría, ungolpe invisible de aire lo lanzó volandocontra la pared opuesta. No contento coneso, el recién llegado avanzó hasta elsentomentalista y, posando sus finosdedos sobre la frente del hombre, le hizoperder lentamente el juicio hasta quequedó tendido en el suelo con la miradaperdida y la respiración muy lenta yacompasada. Con suerte, algún díapodría recuperar la capacidad del habla.

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—¡Y lo repetiré con cualquiera quevuelva a intentar ponerles un dedoencima a estos niños!

—Ze… Zennion… —murmuróAndrew, sonriendo levemente.

—Vámonos de aquí. Ya habéishecho más de lo que podíais, ahoradejad que otros terminen lo empezado.

Y con sumo cuidado y sin que nadielo advirtiese, el viejo Zennion fueayudando a levantarse a todos los niños,para después hacerles bajar a un lugarseguro lejos de aquella torre. Antes decerrar la puerta, echó un último vistazoal interior y se preguntó a cuántosvolvería a ver con vida.

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El sentomentalista agarró a Sírgericdel cuello, dispuesto a utilizar lasmismas artes a las que había recurridocon los cabellos para terminar con él.

—Te pudriré por dentro hasta que nilos gusanos quieran saber nada de ti. Yame dirás qué se siente…

—¡Noooo! —Cinthia se lanzó sobreel hombre como una fiera para salvar lavida del joven. El sentomentalista,debido al impacto imprevisto, tuvo quesoltar a Sírgeric, quien cayó al suelomientras tosía, intentando recuperar elaliento.

El sentomentalista se giró y sin

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apenas esfuerzo se quitó a Cinthia deencima, agarrándola por las muñecas yalzándola en el aire.

—Está bien, en ese caso, muere túprimero —al igual que habia intentadohacer con Sírgeríc, el hombre posó suslargos dedos sobre el cuello de Cinthiay esta, lentamente, fue perdiendo lasfuerzas.

Para cuando Sírgeric consiguiólevantarse y lanzarse espada en manocontra el encapuchado, Cinthia parecíahaber dejado de respirar. El filoatravesó las vestiduras y la carne delsentomentalista haciéndole caer al suelojunto con Cinthia. Ninguno de los dos

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parecía estar vivo.—¡No! —el joven corrió hasta ella

—. ¡No! Cinthia… No te mueras porfavor, Cinthia, no…

Con mano experta, Sírgericcomprobó que el pulso aún le latíadébilmente pero que la respiración sehabía detenida Sin perder un instante, eljoven presionó repetidas veces sobre elpecho de la joven y después inhaló airepor su boca. Volvió a repetir el procesovarias veces mientras las lágrimas lecorrían hasta la barbilla. Ya casi sinfuerzas, Sírgeric repitió la operaciónuna última vez cuando una milagrosabocanada de aire entró en la boca de

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Cinthia, obligándola a toser ydevolviéndola a la vida.

—¡Ci… Cinthia! —el joven nopodía creerlo.

La joven abrió los ojos débilmente yle miró.

—Gracias… —dijo ella.—Gracias a ti —dijo él, y la besó

con tal intensidad que, por unosinstantes, olvidaron dónde seencontraban.

Duna esquivaba con dificultad losrepetidos ataques que Dimitri le lanzabacon una rabia insensata.

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—Tú… fuiste… quiendesencadenó… todo, Duna Azuladea —decía sin dejar de asestar espadazos ymandobles con la pericia de unespadachín experimentado—. Si nohubieras venido… a trabajar alpalacio…, quizá nada de esto hubiera…ocurrido.

De nuevo Dimitri comenzó a golpeara diestro y siniestro hasta que Dunaperdió pie y cayó al suelo. La espada leresbaló de las manos. Dimitri avanzóhasta ella y le puso el filo en el gaznate.

—¿Tus últimas palabras, criada?—Suelta la espada o serás tú quien

pierda la cabeza.

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Adhárel se había acercado lenta ysigilosamente por detrás de su hermanoy, sin que él lo advirtiese, le habíacolocado la espada a la altura de lanuez.

Dimitri tiró al sudo la espada demala gana y levantó los brazos en señalde rendición. Adhárel le dio una pataday le tiró al sudo, ayudando después aDuna a levantarse sin dejar de apuntar asu hermano.

—¿Estás bien?—Perfectamente —contestó ella.¡BOOM!De repente se produjo un

descomunal fogonazo en la torre que

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dejó a todos desconcertados. Unossegundos más tarde, algo estallaba enllamas a lo lejos. Teodragos aplaudióemocionado sin advertir que todas lasmiradas estaban puestas en él.

—¡Perfecto! ¡Perfecto!—Está como una cabra… —

murmuró Sírgeric.—¡Teodragos! —gritó Adhárel,

dándose la vuelta y encarándose al rey.El hombre soltó los mandos y le

miró con desprecio.—¿Aún sigues con vida? ¿Te ha

gustado el lanzamiento? ¡En mi opiniónha sido magnifico!

—Aléjate de ahí ahora mismo. Tus

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guardias han huida Tus sentomentalistasestán muertos. ¿De verdad quieresseguir luchando?

—¡Desde luego!—Ríndete ahora que sigues con

vida.—¡Jamás!—Entonces atente a las consec…

¡Ahg! —Adhárel sintió una punzada dedolor en el costado derecho y fueincapaz de terminar la frase.

—¡¡Adhárel!! —oyó gritar a Duna.Con la cabeza dándole vueltas, el

príncipe advirtió la cavernosa risa deTeodragos y los gritos de desesperaciónde sus amigos como un eco infinito.

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Cuando se giró para ver qué habíaocurrido, se encontró con un reguero desangre que nacía de la espada quesujetaba Dimitri y que terminaba en suespalda. Incapaz de mantenerse por mástiempo en pie, cayó de rodillas mientrasvarios escalofríos le recorrían elcuerpo. Justo antes de perder elconocimiento, Adhárel vislumbró, entrela neblina que empezaba a cubrir suvisión, el rostro de Duna cubierto delágrimas.

—Adhárel… —oyó a lo lejos—.Adhárel, aguanta, por favor…

Quiso decirle que ya no le dolíatanto como en un primer momento. Que

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los escalofríos estaban remitiendopaulatinamente y que ya no sentía ni fríoni calor. Pero apenas podía balbucearlas palabras oportunas.

—D… Du… Duna —se oyó decir—. N… no lio… llores, p… por fa…favor… Va… vaya donde va… vaya t…t… tus oj… os il… umina… rán micam… mino…

—Shh, Shh… no hables Adhárel. Nohables. Te quiero. Te quiero, mipríncipe, te quiero…

Él también quiso decirle que laquería. Que temía tener que seguir elcamino sin ella a su lado. Que lanecesitaba, que siempre fue su única

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princesa, que jamás la abandonaría,que…

La neblina fue cubriendorápidamente toda su visión hasta que depronto ya no vio, ni oyó, ni sintió nadamás.

El reloj del palacio marcó las docede la noche y las campanas repicaroncomo en señal de luto.

—En fin… —comentó Teodragossecándose una lágrima inexistente—.Bien está lo que bien acaba.

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Duna se puso en pie con los ojosanegados en lágrimas y lentamente segiró hacia Dimitri, que aún sostenía laespada en las manos, asombrado por loque acababa de hacer.

—Eres un monstruo —le dijo Dunacon voz ronca—. Un asesino, un hijo devíbora, un cobarde… eres cruel… untirano, egocéntrico, prepotente… ¡Nuncallegarás a ser ni la sombra de lo que fueél!

Sírgeric y Cinthia corrieron a sulado, pero Duna los apartó de unempujón.

—¿Vas a dejar que te hable así? —preguntó Teodragos a su espalda.

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Dimitri no sabía qué hacer, por loque empezó a retroceder a cada paso deDuna. La furia, la venganza y el odiobrillaban como antorchas en los ojos dela muchacha. Unos ojos de alguien queno tenía nada más que perder.

—Voy a matarte —siguió diciendoen voz muy baja—. Voy a matarte comotú has hecho con él…

—¡No seas tan dura! ¡Por una vezque el chico hace algo útil! ¡Y a laprimera! —comentó Teodragos.

Dimitri quiso responderle algoingenioso, algo digno de su tan afamadalengua viperina, pero ni las ideas lellegaban al cerebro ni la saliva regaba

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su lengua. Sin advertirlo, Duna hizo unafinta tan rápida como un destello y, almomento siguiente, el filo de su espadaestaba limando suavemente el cuello deDimitri.

—Te deseo los sufrimientos másdolorosos allá donde vayas.

Y cuando el filo comenzaba aproducir el primer hilo de sangre en lagarganta de Dimitri, el cuerpo deAdhárel se convulsionó dejando a todossin respiración.

—No… me lo puedo… creer —farfulló Teodragos, que había vueltojunto a la máquina.

Las extremidades de Adhárel se

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agitaron violentamente mientras un halode luz plateada comenzó a cubrirle todoel cuerpo. La cabeza empezó abalancearse de un lado a otro unsegundo antes de que el cuello empezasea estirarse de manera grotesca y de queel cuerpo se le deformase destrozandolas vestiduras que llevaba puestas. Losbrazos y las piernas también crecieronal mismo ritmo que el resto del cuerpo y,de pronto, unas protuberanciascomenzaron a nacerle en los omóplatos.Cinthia, Sírgeric, Teodragos, Dimitri yDuna fueron apartándose al mismotiempo hasta quedar entre su cuerpo y lapared de la torre. El rostro del príncipe

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se estiró hasta formar un hocico animal.Y tras un fogonazo procedente delmismísimo corazón de la criatura, elmajestuoso dragón de Bereth aparecióante sus ojos.

El silencio más absoluto reinódurante unos instantes en la torremientras todos admiraban estupefactos ala criatura. Dimitri fue el primero en darun paso hacia la derecha con intenciónde huir de allí. Pero antes de quepudiese alcanzar la puerta, el dragónabrió sus ojos color bosque para deleitey admiración de todos y con unmovimiento seco le cortó el paso,destrozando con su garra parte de la

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pared y la puerta.Duna dio un respingo al comprobar

que no estaba muerto y la cara se leiluminó de gozo, sintiendo que llorabaotra vez.

Dimitri gritó asustado mientrascorría hasta donde había dejado caer suespada. Cuando la tuvo entre sus manos,apuntó al dragón, el cual se había puestoen pie haciendo peligrar la estructura dela torre. La criatura miró con curiosidadal príncipe y a la espada que temblabaincontrolable entre sus manos. El dragónintentó arrebatársela, pero Dimitri leembistió con ella entre sus escamas y eldragón rugió enfurecido.

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—No debería haber hecho eso… —opinó Sírgeric en voz baja cerca deCinthia.

El dragón se movió mucho másrápido esta vez y lanzó la espadavolando por los aires. Dimitri quedóante la feroz criatura temblando comouna hoja.

—¿Q… qué v… v… vas a hace…er? ¡S… soy t… tu herman… no,Adhá… reí! ¿N… no me rec… cuerd…das?

El dragón rugió de nuevo y diomedia vuelta para mirar a Duna. Sinnecesidad de palabras, ella asintió y eldragón emitió un rugido cargado de

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rabia. Entonces, con la otra pezuña,envió a Dimitri contra la pared de roca,haciendo que se golpeara la cabeza conuna de las piedras.

—¡Veamos cómo te las apañas conalgo de tu tamaño, monstruo! —gritó derepente Teodragos a la espalda deldragón.

—¡Adhárel! —exclamó Duna,corriendo hasta donde se encontrabanSírgeric y Cinthia—. ¡Cuidado! ¡Va autilizar la electricidad contra ti!

El dragón quiso darse la vuelta parahacer frente a la amenaza, pero suenorme envergadura le impedía moversecon facilidad. Desesperado, comenzó a

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agitar las alas y a aporrear las paredescon las cuatro patas.

Los tres amigos corrieron al tiempoque esquivaban los fragmentos de rocaque se iban desprendiendo de la paredsin saber qué hacer. De repente, Sírgericy Cinthia perdieron de vista a Duna en lanube de polvo que se había levantado.

—¡Duna! —gritó su amiga—. ¡Duna!Por su parte, la muchacha había

corrido hasta la máquina para apartar aTeodragos de los mandos.

—¿Qué estás haciendo, niña? —elrey forcejeó con ella para que le dejaseapuntar.

—¡No permitiré que le dispares! —

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Duna había sacado fuerzas de flaqueza yde alguna manera estaba logrando alejaral rey de las palancas. Teodragos yahabía conseguido cargar la máquina.

—¡Para ser una aldeana eresbastante dura de pelar, pero no losuficiente! —dijo.

De un empellón, el rey consiguióapartarse de ella, y con el sudorcorriéndole por la frente empujó denuevo la máquina para que quedaseapuntando al dragón, el cual seguíaencolerizado, destrozando cada vez másla estructura.

—¡Moriremos todos! —gritó Duna,desesperada al ver que Teodragos no se

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rendía.—¡Mejor morir luchando que vivir

con la vergüenza!Y subiéndose sobre la máquina,

terminó de darle la vuelta. Acontinuación, se puso de cuclillas y,alzando los brazos en señal de victoria,gritó:

—¡Larga vida al príncipe Adhárel!Sin embargo, cuando intentó bajar

para disparar el arma, la cola del dragónle barrió, lanzándole contra elcontenedor de cristal que albergaba todala electricidad.

—¡Nooooooooo…!Teodragos se convulsionó mientras

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las descargas eléctricas recorrían cadamúsculo de su cuerpo y le absorbían lavida rápidamente. De repente, unafinísima grieta en el cristal comenzó aextenderse por todo el gigantesco tuboaugurando su inminenteresquebrajamiento.

—¡Va a estallar! —gritó Sírgericbajo la nube de polvo.

El dragón seguía rugiendoenloquecido.

—¡Hay que salir de aquí!Un violento zumbido procedente del

contenedor empezó a extenderse portoda la torre. En ese instante, el dragónsoltó un chillido de desesperación y con

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un nuevo golpe a la pared destrozó todoel circuito de espejos y metales. Enconsecuencia, las piedras terminaron dedesquebrajarse y se abrió un agujero alexterior por el que se precipitaronmuchas de ellas. El horroroso sonidoera para entonces insufrible y lasbrechas en el cristal estaban a punto deencontrarse.

—¡Adhárel! —llamó Duna al dragón—. ¡Tienes que sacarnos de aquí! ¡Te losuplico, date prisa!

Y, en un destello de lucidezrepentino, pensó que a Adhárel legustaría juzgar a su hermano, en caso deque siguiera vivo, antes que perderlo

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para siempre. Asi que la joven señaló elcuerpo de Dimitri y el dragón loentendió a la perfección.

De pronto, sintió una sacudida y,para cuando quiso darse cuenta, la garradel dragón la agarraba firmementemientras salían por el agujero reciénabierto en la pared y saltaban al vacío.Remontaron el vuelo justo en elmomento en el que la torre oesteestallaba en miles de pedazos bajo unresplandor que sumió al reino enterodurante unos segundos en una luz tanpotente como la del mediodía.

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13El cuento de la reina

—Os pido perdón. Os suplico que antetodo intentéis comprender los motivosque me llevaron a actuar de ese modo—dijo la reina Ariadne—. Si bienentiendo que muchos de vuestrossufrimientos los he causado yo,imaginad por un instante todo lo quehe tenido que pasar desde que escribíla terrible profecía en verso con tansolo diez años.

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Son muchos los detalles que noconocéis; no por orgullo ni por miedo,sino por vergüenza. Pero si algo heaprendido durante los últimos días es ano temer lo que no puede hacernosdaño y a confiar en quienes puedenayudarnos sin pedir nada a cambio. Talvez, y digo solo tal vez, si hubieraaprendido esta lección antes, nada deesto habría ocurrido. Por eso voy acompartir con vosotros todo lo que a lolargo de mis ya numerosos años hecallado y guardado para mi tormento yseguridad de los que me rodeaban. Así,al menos, podré por fin compartir estacarga tan pesada que no puedo seguir

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llevando sola.

Tras la inesperada explosión en latorre oeste, el dragón habla llevado alos tres amigos y al cuerpo de Dimitri albosque, donde se habían mantenidoocultos hasta que hubo pasado la noche.Cuando despertaron, con Adhárel denuevo convertido en humano»descubrieron que, misteriosamente,Dimitri había desaparecido. ¿Habríaescapado? ¿El dragón lo habríadevorado durante la noche? ¿Se lohabrían comido los lobos?… Novolvieron a saber más de él.

Cinthia, Duna, Sírgeric y Adhárel

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regresaron al palacio como héroes deguerra, dispuestos a poner cada cosa ensu sitio y a intentar olvidar aquel trágicoepisodio que no había hecho ningún biena nadie.

Lo primero que hicieron fuereagrupar a todos los sentomentalistasque no habían huido durante la trágicanoche —algo por lo que Adhárel no lesculpaba— para volver a levantar latorre oeste del palacio y susinmediaciones calcinadas tras laexplosión. La tarea les llevó muy pocotiempo y, para la madrugada del quintodía, nadie podría haber dicho a cienciacierta qué parte del palacio era nueva y

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cuál no.Aquella misma mañana, el príncipe

ordenó a los escribanos que enviasenuna misiva urgente a todos los rinconesdel reino pidiéndoles, con sumo respeto,que se presentasen en el palacio tras lapuesta de sol para darles el tan esperadocomunicado de que el terror habíapasado ya, y para demostrarles que eltoque de queda había quedado abolido.

Hay retazos de la memoria —prosiguió la reina— que me cuestamantener vivos y que después de tantotiempo, simplemente, los he dejadomarchar. Por eso tendréis que

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disculpar que no pueda daros tantosdetalles como me gustaría.

Mi historia, mi verdadera historia,mejor dicho, y no la que estudian losjóvenes de hoy en día en el reino, esmucho más oscura de lo que nadiepodría imaginar. A mi favor he de decirque nunca se la conté a mis propioshijos, pero que tampoco la compartícon otros. Ha sido mi secreto y mivergüenza, pero ante todo fue mielección. Esta historia comienzaexactamente siete años después de quefuese nombrada reina de Bereth.Durante mi decimoséptimocumpleaños.

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Después de la comida oficial conlos altos dignatarios del reino y losposibles pretendientes para mimatrimonio concertado, pude escaparsin ser vista en un descuido de misdoncellas a pasear por el reino con mivalentía como única escolta y misaltivas formas como compañeras. Sibien es cierto que mis asesores nuncame impidieron visitar el reino, tampocome dejaron que lo hiciese sola.

Por eso aquel día el reino mepareció tan especial. Por eso y porquele conocí a él…

Cuando Adhárel se asomó al balcón

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para hablar con los berethianos, sintióque no era el mismo. Que de algunaforma había cambiado, y las palabrasfluyeron de su boca con decisión, corajey sentimiento. Les habló de un nuevoBereth, les pidió perdón de corazón porhaber permitido que hubiera sucedidolodo aquello y les juró que no volvería arepetirse algo semejante. Y ellos leescucharon, le creyeron y cuandoterminó, le vitorearon y aplaudieron.Después regresaron a sus casas ehicieron lo que él les había pedido: quearreglaran entre todos los hogares quehubieran sufrido desperfectos comoconsecuencia de la ambición de

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Belmont. También se construyó unmonumento de cristal y hierro con laspiezas de la máquina del ala este en ellugar donde una vez estuvo el viejogranero del señor Tompic, comorecuerdo de lo que había sucedido,juraron no volver a utilizar laelectricidad más que para alumbrar loshogares de los berethianos hasta que lasreservas se agotasen.

Dos días después de lareconstrucción de la torre, no quedaba niun solo belmontino en el reino deBereth. Todos los soldadosdesaparecieron sin dejar rastro, como elhumo de las piras hechas con las

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banderas de la unión y no quedó ningunopara cuando las antiguas volvieron aondear. Algunos soldados berethianostambién se marcharon, tal vez asustadospor las represalias que les aguardabantras su traición, tal vez por orgullo.Adhárel nunca se lo preguntó y tampocolo hicieron los que se quedaron. Nohubo reprimendas ni sanciones para lossoldados rasos. Los oficiales que habíanostentado altos cargos y que habíanayudado a hacer más propicia lainvasión fueron desterrados de Berethsin contemplaciones.

Debía de ser un año mayor que yo.

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Nunca se lo pregunté y él tampoco melo preguntó a mi. Éramos doscompletos desconocidos que se habíanencontrado por casualidad y de manerainesperada. Me dijo que se llamabaAdair. Yo no le dije mí verdaderonombre. Nadie me conocía fuera delpalacio y quería que siguiese siendoasí. Al principio no vi en él más que aun amigo diferente a los que estabaacostumbrada a tratar. Vivía cerca delbosque, en las afueras y solo seacercaba al reino para las clasesdiarias en la escuela del Este. Estabaen el último curso.

Con el paso del tiempo fuimos

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haciéndonos más y más amigos hasta elpunto de arriesgarme cada noche ahuir de palacio solo para reunirme conél. Y así pasaron los días, las semanas,los meses… Hasta que un día, cuandollegué al palacio después de estar conél, mis asesores me obligaron areunirme con ellos. Debía elegir unmarido pronto. Y fue entonces cuandocomprendí lo mucho que le amaba y lolejos que estábamos el uno del otro pormuy cerca que sintiéramos nuestrasrespiraciones.

Nunca seríamos iguales y debíaterminar con la farsa antes de hacerlemás daño.

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Recuerdo que llovía cuandoterminó la reunión. Mi pretendienteestaba elegido y en pocos días secelebraría la boda. Así de fácil, así derápido. Volví a escaparme como hacíacada noche cuando me creían dormiday corrí hasta nuestro lugar secreto. Deaquella noche solo puedo decir doscosas: que nunca pude amar tanto auna persona y que jamás la olvidaré.La misma noche en la que le declaré miamor también le dije la verdad sobre miposición. Él se enfadó. Yo no dije nada.Lloramos abrazados hasta queamaneció, después volví al palacio y nole volví a ver. Lo que yo no podía

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imaginar era que, sin estar a mi lado,Adair iba a estar más dentro de mí delo que imaginaba. No me pidáisdetalles de los meses siguientes porquesoy incapaz de recordarlos. Bastarácon decir que estaba embarazada de ti,Adhárel. Y que, a pesar de lo que todala corte y mi nuevo marido creían, túhabías sido engendrado antes de laboda. Nadie sospechó nada y yotampoco quise desmentirlo. Pero porlas noches tenía miedo. Soñaba que elrey se levantaba y que acababa con tuvida al descubrir que no era tuverdadero padre. Y entonces llegó alpalacio aquel misterioso

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sentomentalista procedente de tierraslejanas…

El cadáver de Teodragos VI, rey deBelmont, se incineró junto con el restode los guardias de Belmont en un lugarlejano donde nadie acudió a velarles.Respecto a Dimitri, todos le olvidaronrápidamente. Pero, a partir de entonces,estaría en orden de busca y captura bajoel poder del reino.

Sí que hubo, sin embargo, unaceremonia por todas las vidas inocentesque el cruel rey y sus hombres habíansesgado.

Los jóvenes sentomentalistas que

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habían luchado junto al príncipe fueroncondecorados con la Insignia delDragón, el mayor cargo honorífico quese podía alcanzar en Bereth, y los seispasaron a formar parte de las filas delejército del reino sin dejar las clases delmaestre Zennion. Se convirtieron, de esemodo, en los sentomentalistas másjóvenes que el ejército había tenidonunca.

Decía provenir del Norte. Nopensaba quedarse en Bereth más de lonecesario. Después seguirla su caminoa otras tierras. Los consejeros del rey,de mi marido, contaban maravillas de

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aquel hombre y solo hizo falta quehablase con él una vez para descubrirque eran ciertas. Aquel hombre podríaayudarme. Por ello, sin saber por qué yarriesgando mi vida y la tuya, le mandéuna carta para pedirle que se reunieseconmigo en lo más profundo del bosquede Bereth aquella misma noche. El reyno estaba en palacio y tenia queaprovechar la oportunidad.

Después de acostarte, te saqué ensecreto del palacio y juntos corrimoshasta el lugar acordado sin estarsegura de si él aparecería. Mis dudasse disiparon al verle apoyado conabsoluta calma en un árbol. Me

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confesé ante él como no lo había hechoante una persona en meses. Lloré y élme consoló. Fue un completodesconocido y al mismo tiempo fue mimejor amigo, mi aliado. Después mepreguntó qué quería hacer al respecto.Le supliqué que hiciese cuantoestuviera en su mano por convertirte enel arma más poderosa de Bereth paraque el rey nunca pudiera hacerte dañomientras yo no estuviera vigilando,mientras durmieses.

Él me advirtió que una veztransformado no habría vuelta atrás, yyo insistí. Me volvió a repetir que todotenía un precio en esta vida y que si

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estaba segura de querer pagarlo. Yo legrité que lo hiciese de una vez y élcerró los ojos y asintió. Trato hecho,dijo. Y cumplió mi deseo…

Le conocí con el nombre de MaeseKastar.

Aya también fue condecorada porhaber luchado desde la sombra todoaquel tiempo, sin rendirse. Muy a supesar, con el recuerdo de su difuntomarido siempre presente, la mujer tuvoque mudarse. La casa estaba ya muyvieja y además había encontrado un sitiomucho más grande, cómodo y espaciosoen el palacio real para vivir. La reina

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Ariadne se mostró muy comprensiva alcederle una de las caballerizas paraponer su taller de cestería y Aya olvidórápidamente la vieja casa donde habíapasado tantos años de su vida.

Lord Loresford, sin embargo, notuvo tanta suerte. El egocéntrico señoritohabía perdido todas sus tierras yposesiones durante una partida de cartasque sus amigos más allegados le habíanpreparado una tarde especialmenteaciaga para él. Viéndose sin nada,abandonó Bereth de la noche a lamañana y regresó al hogar de suspadres. Desde allí, envió una última

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carta a Duna que decía así:

Mi amada Duna:Parto a tierras lejanas para

volver a convertir el apellidoLoresford en sinónimo de gloria yhonor. He oído que has estadoocupada con temas institucionalesque no podrían de manera algunacompararse con los míos. Eso estábien, por fin has aprendido el papelque ha de desempeñar una mujer enel hogar.

Cuando esté preparado volveré abuscarte. Imagino el dolor y latristeza que inunda tu corazón ahoraque sabes que no volverás a vermeen mucho tiempo. Espero poder…

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Aya nunca llegó a terminar de leer lacarta ni tampoco se la entregó a Duna;no sintió ningún remordimiento por ello.

Cuando vi lo que te había hecho, enlo que te había convertido, le supliquéque te volviese a dejar como antes.Lloré las lágrimas más amargas quejamás he derramado, pero aunque deverdad lo sentía, el sentomentalista mehabía dado la oportunidad de negarmey yo la había rechazado. Con menos dediecinueve años había comprendidomás de lo que una persona normalpodría llegar a entender en toda unavida. El sentomentalista se marchó a lamañana siguiente jurándome que nunca

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contaría mi secreto. Y yo al mismotiempo me hice la promesa de que noutilizaría al dragón, de que no teutilizaría a ti como el arma quepodrías haber sido.

Al principio fue sencillo ocultarte:cada noche bajaba contigo a lasmazmorras, te metía en una de ellas yme quedaba contigo, pidiéndote perdónpor no dejarte salir de allí. Pero losaños fueron pasando y tú fuistecreciendo. Como niño eras alegre,guapo, educado… y como dragón…bueno, como dragón cada vez eras másgrande; de una envergaduraasombrosa. Y cierto día me decidí a

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permitirte salir. Por entonces yo yaestaba embarazada de Dimitri.

Aquella noche bajé como tantasotras contigo en brazos sin saber queuna sombra nos seguía de cerca. Ya enlas mazmorras te transformaste comocada noche dentro de la celda, perocuando quise abrirte la puerta, el reyapareció de pronto y me cortó el paso.Me gritó con tanta fuerza y tanta rabiaque solo fui capaz de arrodillarme parasuplicarle perdón por haberle ocultadonuestro secreto. Pero él no quisoescucharme y tirándome del pelo melevantó y me golpeó como muchas otrasveces había hecho hasta hacerme

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sangrar. Mientras tanto, el dragón queya eras comenzó a chillar y a rugir confuerza sin poder salir de la celda. Elrey estaba encolerizado. Le habíaentrado uno de esos ataques que yotanto temía y que ningún consejero memencionó el día en que lo elegí poresposo.

De repente, con un último rugido,escupiste fuego por primera vez; y nome arrepiento al pensar que fuegracias a ello que yo me salvé esanoche. El rey falleció por lasquemaduras y con tu ayuda lo llevé a lomás profundo del bosque, al lugardonde una vez hice la promesa con

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aquel sentomentalista. Y allí leenterramos. A la mañana siguiente, elreino entero buscó a su rey por todaspartes pero no le encontraron. Desdeaquel día fui la reina de Bereth, tumadre y la de Dimitri… quien no tardóen cambiar y volverse como su padre.Al principio no quise verlo, pero cuantomás mayor se hacía, más miedo medaba. Más me recordaba a él y máshacía que te prefiriese a ti. Tú habíassido engendrado en el amor, Dimitrino…

Sírgeric y Cinthia tambiénrecibieron la Insignia del Dragón, pero,

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a diferencia de Aya, declinaron la ofertade la reina de vivir en el palacio, almenos por el momento. Y a los pocosdías se despidieron de todos sus amigospara emprender un largo viaje que lesllevaría a todos los rincones delinmenso Continente. Tal vez en el futuro,le dijeron a su majestad, volverían paraostentar algún cargo importante en lacorte… pero solo tal vez.

Sé que no he sido buena. Que hetomado muchas decisiones equivocadasdesde bien pequeña, pero tampoco hetenido una vida fácil. El haberteescondido todas las noches y el

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haberme mantenido en vela muchas deellas hicieron que enfermase muy amenudo, obligándote a tomar lasriendas del reino antes de lo esperado.Y ya que se me brinda la oportunidad,quería decirte lo orgullosa que mesiento de cómo lo has hecho, Adhárel.De verdad.

Tampoco he sido muy buena madresin tener en cuenta lo relacionado conel dragón. ¿Entendéis al menos por quéno podía aceptar el amor que vi envuestros ojos, los tuyos y los de Duna,durante la fiesta de tu vigésimo primercumpleaños? Me recordabais tanto amí y a Adair. Mi corazón no iba a poder

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soportar que mi hijo también pasarapor lo mismo. Pero si hay algo contralo que no se puede luchar, eso son losdeseos del corazón. Porque lasconsecuencias pueden ser muchopeores.

Por ello, cuando estéis preparadosy no cuando os lo ordene, podréiscontraer matrimonio bajo miconsentimiento. La ley que tanto dañoa hecho a esta familia queda abolidadesde hoy bajo mi mandato comosoberana del reino de Bereth.

—Madre… —Adhárel se levantó dela silla junto a la cama donde la reina

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reposaba y la abrazó y la besó concariño. También él estaba llorando—.Gracias… por esto, y por habermecontado la verdad.

—No merezco tus palabras,Adhárel.

—¿Cómo que no?—No, hijo mío. No mientras la

maldición pese sobre ti.Adhárel se separó de ella. Duna

también se levantó de su silla y le cogióla mano.

—Podremos vivir así, majestad.La reina negó con la cabeza, sin

mirarles.—Me hago vieja, hijos míos. Y de

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aquí a un tiempo no seré capaz ni delevantarme de la cama.

—Madre, no digas eso. Tan solotienes treinta y siete años y ahora que yano debes velar por mí cada noche,descansarás mejor. Pronto terecuperarás y podrás volver a…

—No es eso, hijo mío. Me cure o no,mi reinado llega a su fin.

—¿Qué quieres decir, madre?—He sido reina regente hasta que

has sido lo suficientemente mayor comopara hacerte cargo tú solo de Bereth.Pero, cuando cumplas los veintiún años,tendrás que comenzar a gobernar tú.

—Y lo haré tan bien como me has

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enseñado.—No, hijo mío. No lo entiendes. No

podrás reinar mientras sigasconvirtiéndote cada noche en dragón.

—Pero —intervino Duna—, lamaldición… Vos habéis dicho que nohay nada que hacer…

—También creí que no volvería averos con vida, y por lo que me habéiscontado fue la forma de dragón la quesalvó la vida de mi hijo en la torre.

—¿Quieres decir que hay algunasolución para mí?

—Quiero decir que deberíaisintentar encontrarla.

—Pero madre…

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—Escúchame, Adhárel. El tiempojuega en vuestra contra: no lomalgastéis. Si para la noche de tuvigésimo primer cumpleaños no hasregresado curado, Bereth pasará aformar parte de otro reino… o apertenecer a tu hermano, si es que algúndía se atreve a regresar.

Adhárel la miró asustado.—No… madre…La reina asintió.—Id ahora. Partid de Bereth esta

misma semana ¡Hoy mismo! Cadasegundo cuenta.

—¿Adónde queréis que vayamos?La reina miró a Duna y después a su

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hijo.—En busca de quien te hizo esto.

Buscad a Maese Kastar y convencedle.Él tiene que conocer la cura.

—¿Por qué iba a dármela a mí sinunca te la dio a ti?

—Porque yo ya he aprendido lalección, hijo. Y no es justo que tú sufraspor ello.

—No puedo, madre. No puedodejarte así, en este estado.

—Adhárel, por favor, hacedlocuanto antes. Hoy es pronto, peromañana quizá sea tarde. No ospreocupéis por mí, estaré bien.

El príncipe lloraba entristecido.

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—Te echaré de menos, madre.—Yo también a ti, mi vida.Volvió a abrazarla una última vez y

después salió de la habitaciónsecándose las lágrimas con la manga.Duna se quedó esperando a que saliese.

—Cuida de él, Duna —le pidió lareina—. Te necesita más de lo que cree.

—Lo haré, majestad.—Llámame Ariadne a partir de

ahora.La muchacha asintió y se agachó

para abrazar a la mujer.—Estaremos de vuelta muy pronto.—Eso espero, pequeña… eso

espero.

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Epílogo

Dimitri sintió el dolor antes dedespertarse. Un dolor lacerante, undolor como nunca antes había sentido.Notaba palpitar cada centímetro de suespalda como si una manada de reses lehubiera pasado por encima. Y laspiernas también las sentía. Desde luegoque las sentía. Si hubiera corridodurante varios días sin detenerse nohabría llegado a tal grado de dolor. Losbrazos también reclamaban su atención.

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Parecía que las venas estuviesenabrasándole por dentro y que soloamputando podría detener el dolor. Perotodo aquello, más que asustarle oentristecerle, le parecía lo másmaravilloso que había sentido jamás:estaba vivo. A pesar de todo losucedido, seguía con vida. No importabaque su mente se negara a creerlo, sucuerpo decía lo contrario.

Lentamente, abrió los ojos, perotuvo que volver a cerrarlos rápidamentedebido al punzante dolor en las pupilas.Sintió la boca seca, la tierra bajo sucuerpo, cada rasguño y cada moratón,incluso creía imaginar el estado de sus

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ropas. Pero todo le daba igual. Una yotra vez se repetía que habíasobrevivido.

Al principio se sintió desubicado,pero, cuando por fin consiguió abrir losojos e incorporarse con dificultad,comprendió que estaba en el bosque. Yque no estaba solo.

A su alrededor dormíanplácidamente la muchacha que lo habíaechado todo a perder, sus dos amigos ysu hermano. Y lo mejor de todo era queAdhárel se encontraba desprotegidohasta la desnudez y de nuevo en su formahumana.

Si hubiese querido, Dimitri podría

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haberle matado. Pero hubo dos motivospor los que no lo hizo.

El primero fue que no tenía ningúnarma a mano, y que una lucha cuerpo acuerpo contra él, en su estado, no solo lehabría resultado imposible de ganar,sino que, además, habrían despertado alresto. Podría haber utilizado una piedralo suficientemente grande como parapartirle el cráneo, pero, con un vistazorápido a su alrededor, se dio cuenta deque allí no había ninguna.

El segundo motivo por el queDimitri no mató a su hermano fue que, enel preciso instante en que habíaconseguido ponerse en pie, Duna dijo

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algo en sueños y Dimitri comprendióque pronto despertarían. Habíaamanecido hacía rato y susposibilidades de escapar menguaban acada segundo que pasaba.

Así pues, zarandeándose como si seencontrase ebrio, anduvo hasta la lindedel claro y se escabulló entre losárboles sin mirar atrás.

Se había burlado de la mismamuerte, había conseguido salir airosodonde otros habían fracasado y, lo mejorde todo, seguía libre para planear susiguiente paso.

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Por el momento aguardaría hastarecuperarse, alimentando a su corazóncon la ira, el odio y el rencor que sentíahacia todos los que le habían hechofracasar.

Y pronto, se decía, obtendría suvenganza.

Haría pagar con creces a cuantos lehabían hecho sufrir.

Y que todos tuvieran algo muy claro:Cuando atacase, ni un dragón podría

detenerle.

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Agradecimientos

Son muchas las personas a las quedebo agradecer que Cuentos de Berethesté ahora mismo en tus manos. Amuchos de ellos ni si quiera les conozcopersonalmente, pero aun así, creo que semerecen estar en esta lista:

A Carlota, por todo prácticamente:por sacar tiempo cada semana para leerla novela con un bolígrafo en la mano,por las tardes que pasamos corrigiendolos primeros borradores, por sussugerencias y comentarios, por sus

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valiosísimas correcciones, por darmeánimos siempre que los he necesitado,por escribir la Poesía de Ariadne, pordisfrutar con la novela tanto como yo,por obligarme a seguir adelante, porinspirar muchas situaciones y por otromillar de cosas que se quedan en eltintero. Gracias.

A Irene, por confiar en Cuentos deBereth como ningún otro profesional lohabía hecho hasta entonces. Por peleartantísimo para que esta novela sepublicase, por repetirme una y otra vezque no me rindiese, por los cambios deúltima hora que tan bien le han venido ala historia, por salvar a ese personaje

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que, para mí, estaba muerto desde elprincipio. Básicamente, por habermedado esperanzas cuando ya las habíaperdido todas. Gracias.

A mi madre, por leerse el primermanuscrito de la novela y corregirmecuantos errores encontró sin ser tan duracomo debería haberlo sido. Porhabernos enseñado, junto a mi padre, elplacer que supone leer un libro. Gracias,mamá.

A mi padre, por recordarme elcuento de la lechera una y otra vez, porlos innumerables consejos que me da adiario y que guardo a buen recaudohaciendo uso de ellos siempre que los

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necesito. Gracias, papá.A mi hermana Marta, por recoger la

mesa cuando no le tocaba porque yoestaba estresado con terminar deescribir o editar la novela. Gracias,enana.

Al equipo de la editorial Versátil.Por hacerme el honor de ser el primerautor que publica en esta magníficaeditorial, por ponerle tanta ilusión a estelibro, por aceptar mis sugerencias sobrela portada, la maquetación y el diseño…Por permitirme contar esta historia atodo aquel que quiera leerla. Gracias.

A África, por regalarme la bombillaque iluminó mi camino mientras

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exploraba Bereth.A Elena, por ser la primera «lectora

objetiva» y recomendarme ciertoscambios.

A Laura, por ayudarme aconfeccionar el vestido de Duna para elbaile.

A Laura Gallego, a Stephenie Meyer,a Carolina Lozano y a Jorge Magano porsus valiosísimos consejos comoescritores profesionales y amigos.

A mis amigos, porque estabandeseando que los incluyese en esta listay eso es un motivo más que suficiente(si, Keko, tú y Marta estáis incluidosaquí).

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A todos los autores a los que heleído, desde Perrault y los hermanosGrimm hasta Marianne Curley y NeilGaiman. Gracias por proporcionarmehistorias, mundos y personajes que meaconsejan siempre que escribo y que, enmultitud de ocasiones, me ayudan aencontrar el camino cuando me pierdo.

A todos los compositores que mehan acompañado con sus melodíasmientras escribía Cuentos de Bereth. Sinsaberlo ni quererlo, habéis creado labanda sonora de esta aventura.

A ti, por haberme leído, por habermedado la oportunidad de mostrarte estemundo y estas historias. Espero que

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hayas disfrutado.

A todos vosotros, gracias. Decorazón.

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JAVIER RUESCAS (Madrid, 1987).Javier Ruescas Sanchez nació en Madriden 1987 y es Licenciado en Periodismo.Su carácter abierto y dinámico, suprofesionalidad y afición por la lectura,le han convertido en uno de los jóvenesmás conocidos de la red. Compagina laescritura con el trabajo editorial y la

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creación de páginas web.

Hasta el momento ha publicado latrilogía Cuentos de Bereth (EditorialVersátil), Tempus Fugit. Ladrones deAlmas (Alfaguara), PLAY, SHOW yLIVE (Montena) y Pulsaciones,coescrita con Francesc Miralles (SM), yvarios relatos en diferentes antologías.Tanto su novela PLAY como Pulsacioneshan sido seleccionadas entre las mejoresnovelas juveniles de 2012 y 2013,respectivamente, según los expertos enBabelia (El País).

Además, Ruescas es editor y haparticipado en numerosas ponencias,

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charlas y mesas redondasinternacionales sobre las nuevastecnologías, los jóvenes autores y lasituación de la literatura juvenil enEspaña.