dulce noche de dino buzzati

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Dulce noche Por Dino Buzzati En sueños, la mujer emitió un débil lamento. Junto a la cabecera de la otra cama, sentado en un diván, el hombre leía a la quieta luz de una lámpara. Alzó la mirada. Ella tembló suavemente, agitó la cabeza como para liberarse de algo molesto, abrió los ojos y miró al hombre con estupor, como si lo estuviese viendo por primera vez. Luego esbozó una leve sonrisa. —¿Qué sucede, querida? —Nada, no sé por qué me siento inquieta, ansiosa. —Te ha cansado un poco el viaje, siempre te ocurre, y además tienes unas líneas de fiebre. No tiene importancia. Mañana habrá pasado todo. Ella calló por un momento, sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos. Para ambos, provenientes de la ciudad, el silencio de la vieja casa campestre era decididamente exagerado. Tan profundo e impenetrable era ese bloque de silencio que la casa parecía hallarse a la espera de algo y que las paredes, las vigas, los muebles, todo, estuviesen conteniendo la respiración. Después ella dijo, serena: —Carlo, ¿qué hay en el jardín? —¿En el jardín? —Por favor, Carlo, ya que todavía estás levantado, echa un vistazo fuera, tengo la sensación de que… —¿De que haya alguien? Vaya idea. ¿Quién podría estar en el jardín a estas horas? ¿Ladrones? —Él rió—. Tienen algo mejor que hacer que rondar alrededor de una vieja choza como ésta. —Te lo ruego, Carlo. Echa un vistazo. Él se alzó, abrió la ventana y los postigos y miró hacia afuera. Quedó maravillado. Al atardecer se había desencadenado un temporal, pero ahora, en una atmósfera de increíble pureza, tres cuartos de la luna iluminaban extraordinariamente el jardín, inmóvil, desierto, silencioso, porque también los grillos y las ranas formaban parte del silencio. Era un jardín muy sencillo, conformado por un prado liso con un pequeño camino circular de grava blanca del cual partían senderos en diversas direcciones y en cuyo borde asomaban macizos de flores. Pero también era el jardín de su infancia, un

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Dulce Noche de Dino Buzzati

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Dulce noche

Por Dino Buzzati

En sueos, la mujer emiti un dbil lamento.Junto a la cabecera de la otra cama, sentado en un divn, el hombre lea a la quieta luz de una lmpara. Alz la mirada. Ella tembl suavemente, agit la cabeza como para liberarse de algo molesto, abri los ojos y mir al hombre con estupor, como si lo estuviese viendo por primera vez. Luego esboz una leve sonrisa.Qu sucede, querida?Nada, no s por qu me siento inquieta, ansiosa.Te ha cansado un poco el viaje, siempre te ocurre, y adems tienes unas lneas de fiebre. No tiene importancia. Maana habr pasado todo.Ella call por un momento, sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos. Para ambos, provenientes de la ciudad, el silencio de la vieja casa campestre era decididamente exagerado. Tan profundo e impenetrable era ese bloque de silencio que la casa pareca hallarse a la espera de algo y que las paredes, las vigas, los muebles, todo, estuviesen conteniendo la respiracin.

Despus ella dijo, serena:Carlo, qu hay en el jardn?En el jardn?Por favor, Carlo, ya que todava ests levantado, echa un vistazo fuera, tengo la sensacin de queDe que haya alguien? Vaya idea. Quin podra estar en el jardn a estas horas? Ladrones? l ri. Tienen algo mejor que hacer que rondar alrededor de una vieja choza como sta.Te lo ruego, Carlo. Echa un vistazo.l se alz, abri la ventana y los postigos y mir hacia afuera. Qued maravillado. Al atardecer se haba desencadenado un temporal, pero ahora, en una atmsfera de increble pureza, tres cuartos de la luna iluminaban extraordinariamente el jardn, inmvil, desierto, silencioso, porque tambin los grillos y las ranas formaban parte del silencio.Era un jardn muy sencillo, conformado por un prado liso con un pequeo camino circular de grava blanca del cual partan senderos en diversas direcciones y en cuyo borde asomaban macizos de flores. Pero tambin era el jardn de su infancia, un doliente fragmento de su vida, un smbolo de una perdida felicidad, que siempre, en las noches de luna, pareca hablarle con apasionadas e indescifrables alusiones. Hacia el este, a contraluz y por lo tanto oscuro, un matorral de ojaranzos podados en forma de arcos; al sur, un bajo seto de boj; al norte, la escalera que llevaba al huerto y el romntico edificio del granero; al oeste, la casa. Todo descansaba de aquel modo inspirado y maravilloso con el cual duerme la naturaleza bajo la luna y que nadie ha logrado explicar. Sin embargo, como siempre, el espectculo le produca una profunda angustia, por aquella belleza que l poda contemplar pero nunca hacer suya.Carlo llam Mara desde el lecho, inquieta, al ver que el hombre permaneca inmvil mirando hacia afuera. Hay alguien?l cerr la ventana pero dej abiertos los postigos. Luego se volvi:Nadie, querida. Hay una hermosa luna. Nunca he visto una paz semejante.Recogi el libro y volvi a sentarse en el divn.Eran las once y diez.En ese preciso momento, en el extremo sudeste del jardn, en la sombra proyectada por los ojaranzos, se alz la tapa de una trampa disimulada entre la hierba, que cay luego hacia un lado y dej al descubierto la entrada a un tnel que se internaba debajo de la tierra. Sbitamente, emergi de all un ser abultado y negruzco que comenz a correr en zigzag con frentica rapidez.

Aferrado a un pequeo tallo, un saltamontes recin nacido descansaba, dichoso, con su tierno y verde abdomen palpitando con gracia al ritmo de su respiracin. La negra araa hundi rabiosamente sus pinzas en su trax, desgarrndolo. El pequeo cuerpo forceje, estirando bruscamente sus patas posteriores, pero ello ocurri solo una vez. Las horribles tenazas le arrancaron la cabeza y se introdujeron en el vientre. De los desgarros surgi el lquido abdominal, que la carnicera araa succion con avidez.Enfrascada en el demonaco frenes de la comida, no advirti a tiempo la gigantesca silueta oscura que se acercaba por detrs. Slac. Apretando todava a su presa entre sus patas, la araa desapareci para siempre en las fauces del sapo.Pero todo en el jardn era divina quietud y poesa.Un aguijn venenoso penetr en la suave carne de un caracol que avanzaba hacia el huerto. Logr recorrer todava dos centmetros, pero entonces la cabeza comenz a darle vueltas y comprendi que el cuerpo ya no le obedeca. Estaba perdido. Pese a que su conciencia se nublaba, sinti que las mandbulas de la larva agresora le arrancaban furiosamente trozos de carne, excavando atroces cavernas en su bello, sebceo y elstico cuerpo del cual tan orgulloso se senta.Quizs a modo de consuelo, en el ltimo momento de su oprobiosa agona, haya advertido que la larva maldita haba sido vctima de los arpones de una araalobo y destrozada en un abrir y cerrar de ojos.Algo ms all, un tierno idilio. Con su lmpara intermitente encendida al mximo, una lucirnaga macho giraba alrededor de la luz fija de una apetitosa hembra, lnguidamente recostada sobre una hoja. S o no? S o no? Se acerc, comenz a acariciarla, ella lo dej hacer. La excitacin amorosa le hizo olvidar hasta dnde un prado en una noche de luna puede ser un infierno. En el momento en que abrazaba a su compaera, un escarabajo dorado lo destrip definitivamente con un solo golpe, abrindolo por entero. Su farolito continuaba palpitando, preguntando s o no, pero el predador ya lo haba engullido casi por completo.A medio metro de all, en cuestin de segundos, se produjo un salvaje alboroto. Algo enorme y cubierto de plumas cay desde lo alto, fulminante. El sapo sinti un espasmo fatal en el dorso y trat de volverse, pero ya se elevaba en el aire entre las garras de una vieja lechuza.Sin embargo, a simple vista no ocurra nada. Todo en el jardn era divina quietud y poesa.La kermesse de la muerte haba comenzado con la llegada de las tinieblas. Ahora se hallaba en el colmo del frenes, y as continuara hasta el alba. Todo era masacre, matanza, suplicio. Escalpelos que perforaban crneos, garfios que rompan piernas, arrancaban pieles y hurgaban en las vsceras, punzones que ensartaban, dientes que trituraban, jeringas que inoculaban venenos y anestsicos, hilos que aprisionaban, jugos erosivos que licuaban a seres esclavos todava vivos. Desde los ms pequeos habitantes de los musgos, los rotferos, los tardgrados, las amebas, las tecamebas, hasta las larvas, las araas, los carbidos, los ciempis, y ms todava, los gusanos, los escorpiones, los sapos, los topos, los bhos, el infinito ejrcito de asesinos se entregaba salvajemente a la carnicera, masacrando, torturando, desgarrando, descuartizando, devorando. Era como si, en una gran ciudad, todas las noches decenas de miles de vndalos sedientos de sangre y armados hasta los dientes salieran de sus guaridas, penetraran en las casas y degollaran a sus habitantes mientras se hallaban entregados al sueo.En el fondo call de improviso el Caruso de los grillos, cruelmente destrozado por un topo. Se apag, junto al cerco, la lamparita de la lucirnaga despedazada por el mordisco de un carbido. Se extingui con un sollozo el canto de la rana, apresada por una serpiente. Y la mariposa no volvi a aletear contra los vidrios de la ventana iluminada; con las alas brutalmente rotas se retorca aprisionada en el estmago de un murcilago. Terror, angustia, laceracin, agona, muerte para miles y miles de otras criaturas de Dios era el sueo nocturno de un jardn de treinta metros por veinte. Y lo mismo suceda en los campos vecinos, y lo mismo all en las montaas que resplandecan a la luz de la luna con vtreos reflejos, plidos y misteriosos. Y por la entera superficie del mundo, dondequiera, lo propio sucede en cuanto anochece: exterminio, aniquilamiento, matanza. Y cuando la noche se desvanece y asoma el sol comienza otra carnicera, con otros asesinos de los caminos, con igual ferocidad. As ha sido siempre, desde el comienzo de los tiempos y as ser por los siglos de los siglos, hasta la consumacin del mundo.Maria se agita en la cama y murmura voces quebradas e incomprensibles. Luego abre los ojos, asustada.Carlo, si supieras qu horrible sueo he tenido, he soado que all afuera, en el jardn, estaban matando a alguien.Trata de calmarte, querida, ahora me ir a dormir tambin yo.Carlo, no te enfades, tengo todava aquella extraa sensacin, no s, es como si afuera, en el jardn, estuviera sucediendo algo.Qu es lo que piensas?No me digas que no, Carlo, te lo ruego, slo quiero que des un vistazo afuera.l sacude la cabeza y sonre. Se levanta, abre la ventana y mira.El mundo yace en una inmensa quietud bajo la luz de la luna. Nuevamente aquella sensacin de encantamiento, nuevamente aquella misteriosa congoja.Duerme tranquila, querida, no hay un alma. Nunca he visto tanta paz.