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Dr. Jean-Michel Cohen

He decidido adelgazar

El nuevo y revolucionario método de adelgazamientobasado en la reeducación del metabolismo

Traducción de Surama Salazar

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Prefacio

En marzo de 2002, mientras el mundillo de la nutrición fun-cionaba sin problemas, los laboratorios farmacéuticos persis-tían en vender polvos milagrosos, los programas de televentaproponían sin reparos cinturones ineficaces y asegurabanque acabarían con los michelines de quienes desayunan mi-rando la televisión a las nueve de la mañana, y mientras losmédicos se destripaban para saber quién había dado con elmejor método para hacer perder peso a quienes iban a recu-perarlo seis meses más tarde, escribí el libro He decidido adel­gazar, que nadie esperaba.

Para mí, dicha publicación era una necesidad. En efecto,me sentía profundamente irritado por la mentalidad queanimaba el mundo del adelgazamiento, que se adaptaba alreino de la mentira generalizada y se negaba a reaccionarfrente a las numerosas ideas falsas que nacían por doquier.Irritado, asimismo, al constatar que quienes probablementesaben tanto como yo sobre este tema abandonaban, en ciertomodo, a las víctimas del sobrepeso en manos de tantos«proxenetas» sin escrúpulos. Mi enfado dio en el clavo y cau-só sensación, ya que el libro recibió una buena acogida porparte del público.

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Pero ¿a qué debía aquel éxito?Al triunfo del sentido común y de la razón, esas virtudes

que la gente percibe y cuyo retorno se esperaba desde hacíatiempo. De alguna manera, al poner el grito en el cielo, hiceuna revelación. Me convertí en la persona que enseñaba a losdemás las «reglas básicas» de saber adelgazar. No crean, sinembargo, que contaba con un método particular o que úni-camente el boca a boca había bastado para dar a conocer estelibro. No, de hecho, había dado en el blanco. Y había dejadohuella, ya que personas «de a pie», víctimas de múltiplesfraudes relacionados con el sobrepeso, aparecieron en televi-sión para contar sus respectivos calvarios y cómo yo habíalogrado ayudarles.

Algo que también gustó fue que no me molestaba en serdiplomático y no me andaba con rodeos frente a los actoresde ese mundillo. Prefería decir la verdad, porque la sinceri-dad es la mejor receta para que los demás te comprendan ypara comprenderse uno mismo.

De manera que durante unos meses viví en una especiede nube, la del reconocimiento y el éxito, que abandonabapara volver a mi casa, recuperarme y volver a tomar contac-to con la realidad gracias a Myriam, mi esposa. Fue por ellay por los numerosos pacientes que acudían a mi consultapor lo que no dejé que me embriagara la espiral mediática nipermití que mis adversarios me amordazaran: mi «cruzada»era justa y debía continuarla. Es decir: repetir constante-mente mi mensaje, negarme a practicar la palabrería quetanto gusta a los cortesanos y a los comerciantes de la indus-tria agroalimentaria, que intentan utilizar tus palabras o tunombre.

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Más tarde, a finales de 2002, Mac Lesggy, el productor de«E = M6», un programa de reconocida seriedad, me pidióque reflexionara sobre un informativo dedicado a las dietas.Consciente de que la televisión es un ejercicio difícil, puestoque es necesario transmitir mediante unas cuantas frases sim-ples y claras un mensaje fundamentalmente pedagógico, peroal mismo tiempo impregnado de certeza y verdad, decidíaceptar. Llevados por el éxito de He decidido adelgazar, empe-zamos a pensar y llegamos a la conclusión de que podríamosconfrontar varias técnicas de adelgazamiento «que estabande moda» para ver cuál de ellas salía ganando y de ese modolograr suscitar en el público la reflexión y el sentido común.

Debo decir que el rodaje fue bastante divertido. Sobretodo porque el candidato que me habían reservado, un coci-nero agradable e inteligente, estaba realmente motivado porsu adelgazamiento y además contaba con un nivel de com-prensión culinaria muy útil. No ignoraba que la televisiónnecesitaba cierto sensacionalismo, pero yo quería actuar demanera instructiva y a la vez lúdica. Sin embargo, pasó lo quetenía que pasar: aunque el programa era de carácter pedagó-gico, se fue transformando poco a poco en una especie decompetición entre los diferentes métodos presentados y loque realmente interesaba al público era saber qué candidatoperdería más kilos. En resumidas cuentas: estábamos a caba-llo entre la telerrealidad y la teleutilidad. No obstante, noso-tros nos limitábamos a reflejar las vivencias de quienes quie-ren empezar un régimen y se preguntan «cuántos kilos podréperder y en cuánto tiempo».

Las diferentes técnicas filmadas reflejaban perfectamentelos distintos métodos de adelgazamiento que se practican

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hoy en día. Había un régimen a base de proteínas puras quese suponía debía cortar el apetito y permitir que la genteadelgazara aplicando la regla del «¡como cuanto quiero!»,otro a base de sobres de proteínas que, aunque era muy anti-guo, habían vuelto a poner de moda sus fabricantes y con elque se obtienen unos resultados sorprendentes durante losprimeros quince días, pero que conlleva un considerable ni-vel de cansancio y una desocialización total, y un régimen decondicionamiento psicológico practicado por un psiquiatraespecializado en los trastornos del comportamiento alimen-tario, seguido por una mujer bastante divertida y simpática.Sin olvidar las técnicas complementarias y de apoyo, como lamesoterapia y la acupuntura, que por sí solas no son clavepara el adelgazamiento, ya que en la mayoría de casos sóloacompañan la dieta y además precisan muchas sesiones.

Evidentemente, ocurrió lo que tenía que ocurrir: el can-didato a mi cargo adelgazó más rápido que el resto de parti-cipantes, y además la sonrisa y la jovialidad no lo abandona-ron a lo largo de las semanas. Cuando empezó a hacerdeporte, entró en el must del adelgazamiento, es decir: se ha-bía fijado un verdadero proyecto de vida, con un régimenreeducador que le resultaba agradable seguir, acompañadode un ejercicio físico que lo fortalecía y esculpía su silueta.Una trayectoria global impecable, mientras que, para losotros participantes, la experiencia resultaba más complicada.

¡El programa dio de que hablar en los medios de comuni-cación desde la primera emisión y se alzó una polémica quesobre todo atizaron algunos colegas, probablemente satisfe-chos por nuestra repentina notoriedad! De todos modos, apesar de la acritud de algunos, el público habló, comparó,

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debatió, se informó y demostró que aquel programa estababien hecho. Hubo más repercusiones: me señalaron un re-surgimiento del interés por el deporte. Por otro lado, losvendedores de frutas y verduras empezaron la ascensión irre-sistible hacia las cimas a las que el Plan Nacional de Nutri-ción y Salud (PNNS) los propulsaría más tarde. En cuanto alas dietas más estrambóticas: ¡el público las despreció duran-te un tiempo! Y el mensaje esencial del programa —tan sólolas dietas equilibradas, fáciles de seguir y de poner en prácticaasociadas a una actividad deportiva, sin medicamentos nigastos inútiles conllevan los resultados más duraderos—ganó terreno. La prueba: al día de hoy, Éric, «mi» cocinero,¡no ha vuelto a coger peso!

Era lo que yo llamo la fase 2 de mi operación, «verdadessobre las dietas», que, después de He dedicido adelgazar, de-mostró a todos que la práctica de técnicas de adelgazamientosimples es suficiente para obtener buenos resultados.

A continuación vino la fase 3. Para que los lectores com-prendieran todo lo relacionado con el adelgazamiento escribí,junto con mi colega Patrick Sérog, una guía sobre los alimentosque tuvo un gran éxito, el famoso Savoir manger (Saber co-mer), gracias al cual cada uno pudo saber qué ponía realmen-te en su plato en 2004. Y es que ya era hora de decir que elhombre había cambiado con el transcurso de los siglos, quelas condiciones en las que vivimos hoy en día hacen que nues-tras necesidades energéticas sean distintas e inferiores a las denuestros antepasados —y que, por lo tanto, nuestro consumoalimentario debe disminuir— y de ese modo abrimos un nue-vo debate. Un debate que sedujo a cientos de miles de lecto-res, que por fin descubrieron que comemos demasiado y mal.

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Analizando pacientemente cuanto se vendía en los super-mercados para demostrar que un buñuelo de pescado hechopor nuestras madres o nuestras abuelas no era igual que elque se comercializa congelado, ayudamos a que unos y otroscomieran inteligentemente.

Puesto que globalmente comemos más de lo que debería-mos, conocer la composición exacta de los productos queutilizamos permite que nos pongamos a régimen con sufi-ciente conocimiento de causa.

Pero era necesario ir aún más lejos y pasar a la fase 4 deeducación sobre dietas: hacer un balance preciso sobre todasellas. Sobre todo porque conozco el carácter cíclico de suprescripción. En efecto, de manera regular, después de unafase razonable aparece un buen vendedor de un régimen mi-lagroso —acompañado de una caja o no—, un método, unabotella de agua, una teoría tan absurda que uno no sabe nicómo refutarla, un título rimbombante del que los mediosde comunicación se sirven dos veces: primero para decir ma-ravillas sobre él y luego para criticarlo... Todas esas «solucio-nes formidables» que, desde hace diez años, han promovidoel uso de los sobres de proteínas, la dieta Atkins, la piña y losquemagrasas antes de volver al punto de partida: las dietaspropiamente dichas.

Ante este fenómeno recurrente me pareció esencial reedi-tar mi libro He decidido adelgazar, esta vez mejorado graciasa las observaciones que me habían hecho. Entre otras, la ne-cesidad de proponer no sólo los menús y las recetas que per-mitían simplificar la vida de las personas que aspiran a perderkilos y darles todo ese trabajo masticado —nunca mejor di-cho—, sino además enriquecerlo incluyendo los últimos des-

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cubrimientos científicos en materia de nutrición y adelgaza-miento.

En este sentido, ¿qué constatamos? Que gracias a la in-tervención de algunos colegas y a la mía propia por fin se hasuprimido —afortunadamente— la mayor parte de los me-dicamentos peligrosos, como las anfetaminas o las pseu-doanfetaminas (que sin serlo tenían las mismas caracterís-ticas). Sin embargo, asistimos al renacimiento de ciertosproductos imaginativos, una especie de antidiabéticos pocointeresantes para la diabetes, pero que, sobre todo, ¡no ofre-cen ninguna ventaja a la hora de adelgazar! Son puestos a laventa por bocas cualificadas y adquiridos por consumidoresde oreja distraída. Un laboratorio envía a un representantepara que hable con un médico y le explique —sin dejarlopor escrito, por supuesto— que el medicamento en cues-tión hace adelgazar, aunque no sea específicamente su co-metido y así incitarlo a que lo prescriba. Se trata del métodomás antiguo del mundo: el efecto placebo. Es decir, quecuando uno da cualquier píldora a una persona que quiereadelgazar, tiene el 50 por ciento de probabilidades de obte-ner dicho resultado. Otro principio, no menos ilusorio,consiste en limitar las pulsiones de azúcar mediante un an-tidiabético, algo que tal vez ayude en un 2 o tal vez un 5 porciento de las situaciones, pero que puede resultar peli-groso.

El problema es que todo esto no sirve de mucho y puedetener efectos secundarios graves cuando, al fin y al cabo, sa-ber adelgazar es algo relativamente simple. ¿Acaso no se tra-ta, ni más ni menos, de adaptar la ración energética de unindividuo a la situación en la que se encuentra?

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El gesto más difícil es, de hecho, cambiar radicalmente lascostumbres que uno tiene y decir no a todas las tentacionesen aras de un beneficio: ¡el adelgazamiento! En el acto desaber adelgazar, lo que varía la mayor parte de las veces es eluso de los alimentos que tenemos a nuestra disposición, lasproporciones en que hemos de tomarlos y el modo de vidaque uno adopta o se ve obligado a seguir. Así, es evidente queciertas dietas de 1.200 calorías pueden hacerles perder pesode manera espectacular a los veinte años, permitirles adelga-zar a los cincuenta pero resultar completamente ineficaces alos setenta. Asimismo, si utilizan constantemente materiasgrasas para aderezar sus platos, si su apetencia por los dulcesva cada vez a más, si a menudo aumentan sus raciones porculpa del estrés o de una especie de euforia ambiental, irre-mediablemente corren el riesgo de volver a engordar.

Todo confirma que, al fin y al cabo, el paisaje del adelga-zamiento no ha cambiado desde hace cincuenta o sesentaaños. En efecto, cada congreso sobre obesidad no aporta re-voluciones, sino más bien microinformaciones (evidente-mente interesantes en el ámbito de la investigación funda-mental) que, sin embargo, repercuten poco en el hechopropiamente dicho de adelgazar, dado que las cosas parecenhaberse estancado.

Teniendo en cuenta todos estos factores, uno siempreduda a la hora de escribir un libro que proponga diferentesdietas ya que, de hecho, habría que personalizar cada pres-cripción dietética. Sin embargo, como no todo el mundo vaal médico y como, personalmente, dispongo de muchas ba-ses estándares que, en función de las personas que suelenacudir a mi consulta, me ha parecido útil presentar, en esta

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nueva edición de He decidido adelgazar propongo un abani-co de dietas mucho más variado para que ofrezca a cada cualla posibilidad de elegir según sus gustos y deseos. Puesto quetodas las dietas permiten adelgazar, que cada uno escoja deentre todas ellas la que más lo motiva.

Un buen régimen debe permitir adelgazar, eso es una ver-dad como un templo. Pero es esencial que el adelgazamientose produzca con un ritmo satisfactorio (entre tres y cuatrokilos al mes me parece completamente razonable), que larestricción alimentaria que conlleva no se convierta en uncalvario ni se aleje demasiado de los hábitos alimentarios dela persona en cuestión. En resumidas cuentas, que pueda se-guir la dieta con una sonrisa en los labios y sin que su vidacorra peligro. El régimen no debe tener carencias, ya que losalimentos son los pilares de nuestro bienestar. Ya se sabe: laprevención de las enfermedades y la buena salud pasan porla alimentación. Por último, todo régimen debe ser flexible ydejar un margen para la adaptación personal.

También he querido incluir en este libro algunas dietasmás brutales (pero eficaces), porque desde hace algún tiem-po sabemos que la casi totalidad de los adelgazamientos ra-dicales prescritos durante períodos cortos de tiempo soninofensivos, siempre y cuando se controlen los aportes en vi-taminas, minerales y proteínas. De modo que dispondrán delfamoso «régimen sopa» que creé en 1999, una solución eficazque podrán modificar en función de su apetito, así como deotros menús y recetas que propiciarán un adelgazamientoplacentero.

Al igual que existen en las dietas unos métodos básicoscon unos niveles estándares de 600, 900, 1.200 o 1.400 calorías

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diarias, existen también perfiles psicológicos que se pareceny que deben tenerse en cuenta. Ésa es la razón por la quetambién hallarán en este libro algunas historias reales, vivi-das, personales evidentemente, pero sobre todo universales,porque le permitirán aclarar sus propias preocupaciones.

Pero, tal y como haría el autor de un cuento o de unahistoria, dejen que primero les explique cómo ocurrió todo...

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PrólogoPor qué quise hablar sobre las dietas

Engordar, adelgazar y bis repetita. Trabajo con las dietas des­de hace años. No como paciente, sino como médico. Enveinte años muchas cosas han cambiado... excepto el deseode tener un cuerpo más esbelto. ¿Por qué? Cuando empiezoeste libro sigo preguntándomelo. Me planteo una serie depreguntas y espero que hallen un principio de respuesta des­pués de leerlo.

Todo comenzó en el hospital Bichat, en el que empecé micarrera como nutricionista utilizando los escasos medios quetenía a mi disposición. En efecto, en aquella época contabacon cuatro documentos fotocopiados que se titulaban 220 ca­lorías, 600 calorías, 900 calorías y 1.400 calorías. Según la per­sona concernida y las preguntas que le hacía durante la visita,escogía una de esas opciones, se la entregaba a mi paciente yle recomendaba que la siguiera al pie de la letra y viniera denuevo a verme unas semanas más tarde para comprobar siaquellos «menús» funcionaban. Y a menudo tuve el placer deconstatar algunos éxitos.

Sin embargo, aunque me sentía orgulloso cuando un pa­ciente me daba las gracias por sus progresos, sabía perfecta­

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mente que el mérito se debía sobre todo a las fotocopias quehabía redactado mi jefe de servicio en aquella época, el pro-fesor Apfelbaum. Resultado: en mi interior, una vocecita mesusurraba que no podía contentarme con aquello. Es ciertoque mi tasa de éxito no era inferior a la de mis colegas... pero¡tampoco era mejor! Y lo peor era que cada fracaso hacía queme sintiera incómodo. Como percibía claramente las expec-tativas de mis pacientes, cada vez consagraba más tiempo alos cuestionarios que les proponía y que me aportaban datosque resultaron verdaderamente útiles a medida que los me-ses fueron pasando.

Además de las informaciones administrativas habituales,el cuestionario se centraba en tres grandes puntos: la historiadel aumento de peso del paciente (con precisión en las dife-rentes edades), sus antecedentes genéticos y su estado de sa-lud general. Conforme pasaba el tiempo, fui inventandootras preguntas que me permitieron crear una comunicaciónespecífica con los pacientes y ampliar mi campo de visión.Ése es el método que sigo practicando hoy en día.

Una de esas preguntas hizo que algo cambiara en mí y meliberara: «¿Qué espera usted del régimen?» Casi siempre larespuesta era: «Sentirme mejor conmigo mismo», aunque devez en cuando obtenía un lacónico y al fin y al cabo bastantelógico: «Adelgazar.» Durante mucho tiempo me sentí des-concertado al leer ese famoso «adelgazar», porque estaba con-vencido de que la respuesta «sentirme mejor conmigo mis-mo», que era la más corriente, constituía la normalidad. Éseera precisamente el error. Ninguna de las dos respuestas eramejor que la otra: las dos se complementaban.

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Aquellas consultas, que llevábamos varios médicos, de-pendían en Bichat de un «servicio de nutrición» que no lle-vaba dicho nombre, sino el más rimbombante de Labora-torio de Análisis Metabólicos, como si esa expresión algoacadémica justificara mejor su existencia. Aunque nuestraactividad principal era el seguimiento del adelgazamiento denuestros pacientes, durante la ceremonia del personal, quereunía cada semana a los facultativos que debían hablar de laactividad general del servicio y de ciertos casos particulares,nuestras conversaciones se centraban sobre todo en las esta-dísticas del aspecto genético de la obesidad, en los trastornosmetabólicos del obeso, en las biopsias de los tumores grasos,en la electroforesis de los lípidos... En resumidas cuentas: ha-blábamos con certeza, pero nos alejábamos de la realidad denuestros pacientes. Voluntaria o inconscientemente estába-mos dando palos de ciego.

Acabé comprendiendo que a los colegas de más edad oque disponían de más títulos que yo les parecía vulgar hablarde la obesidad y de los métodos de adelgazamiento. ¿Acaso laaristocracia médica se interesa únicamente por los temas in-comprensibles para quienes no se dedican a la medicina? Porsupuesto, era consciente de que un médico joven difícilmen-te pondrá en tela de juicio el gremio al que pertenece, peromuy pronto me di cuenta de que proponer una de las cuatrohojas fotocopiadas a modo de tratamiento a una persona queno se siente a gusto con su cuerpo y que quiere remediarloera como ponerse una venda en los ojos, una actitud frutodel desprecio o del más completo desinterés.

Sin embargo, seguí realizando mi trabajo sin protestar,

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interesándome cada vez más por los pequeños detalles queme contaban mis interlocutores. No obstante, aún no habíarelacionado las formas de sobrepeso que observaba y los re-sultados que constataba. El sufrimiento que veía en mis pa-cientes me dolía sinceramente, al igual que mi impotenciapara aliviarlo.

Además, algunos amigos médicos me decían que no com-prendían mi insistencia en querer ejercer en un ámbito queellos consideraban indigno de un discípulo de Asclepio. Paraellos, todo se resumía en dos postulados: «Una persona gordaes una persona que come demasiado» y «para adelgazar hayque dejar de comer». Sin embargo, lo que pasaba en mi gabi-nete no tenía nada que ver con aquellos juicios tan caricatu-rescos. Estar gordo no era solamente tener un peso elevado,¡era también una manera de expresar algo! Querer adelgazarsignificaba algo más que querer pesar menos. El famoso «sen-tirme a gusto con mi cuerpo» poseía, pues, un sentido muyparticular. Las respuestas estándares que yo daba no satisfacíanla demanda y aún menos las esperanzas de las personas queacudían a mi consulta. Cada vez más convencido de que nosestábamos equivocando, continué durante más de dos añosmi experiencia en solitario inventando, día a día, nuevos mé-todos de observación. Dos de ellos me parecieron particular-mente importantes y me abrieron nuevos horizontes.

En uno de los casos di dietas de manera aleatoria. Cada lu-nes proponía un régimen de 900 calorías; cada martes, otro de1.400 calorías..., guiándome únicamente por los días de la se-mana. Al cabo de un mes comparé la tasa de éxito e hice otrotanto tres meses más tarde. No había la más mínima diferen-

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cia de resultados entre el grupo del lunes y el del martes. Sinembargo, si comparaba estos dos grupos con el grupo de prue-ba para el que personalizaba el régimen, en este último casoobservaba una diferencia positiva. Por desgracia, aunque aque-lla experiencia era gratificante desde el punto de vista intelec-tual, el margen que diferenciaba ambas situaciones tampocoera satisfactorio, ya que no superaba el 10 por ciento. Por lotanto, concluí en primer lugar que la resolución de adelgazardel paciente era determinante a la hora de perder peso y, ensegundo lugar, que cada individuo debía seguir un régimen es-pecífico. ¡Se acabó la estandarización, viva la personalización!

En el segundo caso de estudio, decidí ver a algunos pa-cientes todas las semanas, a otros cada quince días y a otrosuna vez al mes. Aquellos a los que había estimulado más gra-cias a nuestros encuentros semanales adelgazaban más y me-jor. Al verlos a menudo, mejoraba el contacto que tenía conellos, los animaba, sabía más de sus vidas y, poco a poco, lesenseñaba algunas claves dietéticas. No es que fuera una psi-coterapia, pero se parecía bastante. Si lo que ocurría en lavida de la gente podía dar pie a su deseo de adelgazar, buscarel elemento que había originado el aumento de peso tambiénpodía ser una de las claves del éxito.

Al leer esto, pueden preguntarse cómo a nadie se le habíaocurrido antes y por qué yo mismo tardé tanto en llegar adicha conclusión. Francamente, no lo sé. ¿Tal vez la mentali-dad general ocultaba la realidad? Pero algo había cambiadoen mí y me había obligado a ver de otra manera a las perso-nas que querían adelgazar. Reconozco que me hizo faltatiempo para darme cuenta de la importancia que estaba co-

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brando el hecho de estar delgado en nuestra sociedad y com-prender que encubría una nueva forma de opresión psíquica;al igual que me llevó tiempo aceptar que me estaba desmar-cando del rígido academicismo de la medicina y de la tenta-ción de ceder a la charlatanería que persigue a los médicosque, en cuanto escuchan a los vendedores de medicamentos,se dejan convencer por los fabricantes del molinillo contra lacelulitis, o se dejan seducir por el ansia de mediatización y losingresos rápidos ofrecidos por una empresa alimentaria quequiere promover su gama dietética. Pero no fue necesaria-mente un tiempo perdido: gracias a este análisis pude elabo-rar una especie de modus operandi en cuatro tiempos.

En primer lugar, recogía los datos que necesitaba para ha-cer una serie de estadísticas. En segundo lugar, prescribía unanálisis biológico para asegurarme de que el paciente que en-traba en el hospital no sufría ninguna enfermedad metabóli-ca. En tercer lugar, si los resultados de los análisis eran nor-males, el paciente recibía una de las cuatro hojitas mágicas.

Y, en cuarto lugar, si no se encontraba bien desde el pun-to de vista psicológico, lo mandaba al psiquiatra para separarel proceso de adelgazamiento propiamente dicho del trastor-no psíquico.

Y entonces, con la seguridad de este breviario que yo con-sideraba de un inestimable valor, dejé mi bata blanca en lataquilla y decidí instalarme por mi cuenta, convencido deque iba a solucionar los problemas de peso de todas las per-sonas que acudieran a mi consulta. Fui atrevido e inclusopresuntuoso, lo reconozco, pero poco realista. Porque aúntenía —ahora lo sé— mucho que aprender de la práctica y delos encuentros cotidianos con mis pacientes.

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Fue entonces cuando tuve la oportunidad de familiari-zarme con otros universos que también eran responsablesdel deseo de adelgazar que atormenta a nuestra sociedad. Asíme convertí, sucesivamente, en consultante médico para unlaboratorio farmacéutico y redactor de un periódico editadopor un distribuidor alimentario.

En mi papel de consultante cometí algunos errores gra-ves, ya que, a mi pesar, acabé convirtiéndome en cómplice dealgunas prácticas que actualmente considero poco recomen-dables. Aprendí a manejar los hilos de la comunicación paraincitar a que los médicos prescribieran medicamentos queadelgazaban; a formar a otros visitantes médicos insistiendoen los puntos fuertes del producto del que les hablaba, con locual los transformaba en simples representantes comercia-les... En resumidas cuentas, aprendí a usar todas las técnicasde persuasión de la industria farmacéutica sin conocer lasverdaderas virtudes del medicamento que elogiaba. Un día,después de darme cuenta de que todo aquello representabaun provecho únicamente para quienes me empleaban, decidídejar de jugar con fuego.

Asimismo, al aceptar la función de responsable de unarúbrica en el periódico de una cadena de hipermercados, caíen uno de los defectos preferidos de muchos médicos: laconfusión de géneros. En efecto, redactaba artículos sobrediferentes gamas de productos, ya fueran yogures, quesos,carne o pescado, cuyas virtudes exaltaba. No se me había pa-sado por la cabeza, ni tampoco a los redactores del periódico,que estábamos promocionando el valor nutricional de losproductos no para informar a los consumidores, sino para

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facilitar otro argumento de compra al margen del sabor delproducto en cuestión. Lo peor era que los lectores me escri-bían preguntándome cuál era la diferencia entre los kiloju-lios y las calorías, o para saber el contenido en vitaminas ominerales de los productos citados. El consumidor entrabacompletamente en nuestro juego... De alguna manera había-mos ganado, pero en realidad estábamos perdiendo. Sin dar-nos cuenta, esculpíamos las mentes y las mentalidades, y for-mábamos a toda una generación de personas que, muypronto, entrarían en la espiral infernal del régimen a todacosta, afectadas por el virus más feroz que puede existir: adel-gazar cueste lo que cueste, por todos los medios, desde losmás irrisorios hasta los más evidentes. La era de los kilos demás acababa de empezar. Una era en la que cada uno iba aentrar a jugar sin saber qué escondían las cartas.

Y eso es precisamente lo que me propongo revelar aquí.Porque uno sólo adelgaza bien cuando adelgaza inteligente-mente. Cuando logra desentrañar las apariencias engañosasque transmiten los medios de comunicación y el mundo dela moda, cuando es consciente de los ingeniosos métodoscon los que la industria agroalimentaria intenta hacer que lapoblación engorde mientras alardea de querer hacer lo con-trario. Cuando logra encontrar en lo más profundo de símismo las razones que nos han llevado a engordar y las quevan a ayudarnos a adelgazar. Denunciar para aprender y ac-tuar mejor: ése es el objetivo de este libro. Para que com-prendamos que un régimen no se improvisa y que tendre-mos todas las bazas para triunfar en nuestra mano en cuantonos lo propongamos verdaderamente.

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