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© Editor Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle Vicerretorado de Investigación © Tips de Investigación Edición especial Nº 3 Febrero - 2012

Responsable de la Edición: Vicerrector de Investigación Dr. José E. Campos Dávila Asistente Académico Dr. Roberto Marroquín Peña Diseño y diagramación Luis Elguera Villamil Ingrid Flores Avalos Corrector de estilo Yonnhy Prado Poma

500 ejemplares Impreso en los talleres gráficos de la Editorial Universitaria de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle. Av. Enrique Guzmán y Valle s/n La Cantuta - Chosica Teléf.: 313-3700, Anexo: 223 - 224

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VICERRECTORADO DE INVESTIGACIÓN

ALEJANDRO DEUSTUA ESCARZA

Nació en Huancayo el 22 de marzo de 1849. Sus estudios de educación pri-maria los realizó en diversas escuelas particulares y los de educación secundaria en el Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe.

Ingresó a la Universi-dad Nacional Mayor de San Marcos para estudiar en las facultades de Letras y Juris-prudencia graduándose de bachiller, licenciado y doctor en ambas facultades y reci-biéndose de abogado en esta última facultad. Fue incorporado a la facultad de Letras como catedrático adjunto del curso Literatura General y Estética, años más tarde se hace cargo de las cátedras de historia del arte y filosofía subjetiva.

Fue decano de la Facultad de Filosofía y Letras de 1915 a 1919 y rector de la Universidad Nacional de San Marcos de 1928 a 1930.

En 1895 fue director general del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública y se le encargó que viaje a Francia, España, Suiza e Italia para estudiar los métodos aplicados en los centros de enseñanza primaria y secundaria. De vuelta al país fue elegido senador por Lima, pero prefirió abstenerse de participar en las tareas legislativas. Incorporado al Consejo Superior de Instrucción

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Pública como delegado de la facultad de Letras, propuso un plan de reforma de la educación secundaria que no fue adecuadamente interpretado. En 1909, al ser designado ministro plenipotenciario ante la Santa Sede, se le encargó hacer observaciones sobre los sistemas europeos de educación. Alejandro Deustua murió el 6 de agosto de 1945 a los 96 años de edad.

Entre sus principales publicaciones tenemos: El problema nacio-nal de la educación, Apuntes sobre la enseñanza secundaria, La cultura superior en Italia, A propósito de un cuestionario sobre la reforma de la ley de instrucción, La reforma de la segunda enseñanza, Las ideas de orden y de libertad en la historia del pensamiento humano, Estética aplicada, Lo bello en el arte, Cultura política, La cultura nacional, Los sistemas de moral y la estética de José Vasconcelos.

PENSAMIENTO PEDAGÓGICO

La idea central de su concepción pedagógica se deriva de la relación entre el proceso pedagógico y la axiología, señala que el problema educativo depende del tratamiento que se dé al proble-ma moral, pues allí es donde se empieza a distinguir lo bueno y lo malo y se determina la verdadera jerarquía de los valores; debiendo el hombre como un espíritu libre tender a lo mejor de sí, al valor. Para él, la educación tiene por fin disciplinar las energías humanas como un medio de llegar a un estado en que la felicidad individual se concilie, en el más alto grado, con la felicidad pública. Así se consigue el progreso nacional, engendrado en condiciones reales, que determinan las etapas del progreso.

Deustua define la felicidad partiendo de dos supuestos que el «bien es un estado durable del sentimiento de placer y al cual no se llega por el reposo, sino por la actividad incesante; y que lo mejor que podemos concebir es un progreso, en el que cada paso sea sentido como un bien, porque pone nuestra fuerza en movi-miento, sin exigir de ellas más que lo que ellas pueden ofrecer».

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En este sentido, sostiene que es deber de los gobiernos garan-tizar el derecho de cada uno hasta donde lo permita el derecho ajeno y el progreso colectivo, teniendo en cuenta los datos de este problema, estudiarlos con espíritu informado en la ciencia abstracta y en la experiencia nacional. Y por eso afirma, «los gobiernos no se han interrogado (...) sobre la fórmula de la felicidad nacional que debe elaborar la voluntad peruana dirigida por una discipli-na adecuada. No se ha preguntado en qué debe consistir nuestra cultura, cuáles deben ser su extensión y sus formas, de qué modo necesitan influir sobre la felicidad del pueblo, cuál es el tipo que debe perseguir la sociedad peruana, qué elementos deben entrar en su composición y qué recursos convienen adquirir y aplicar a favor de ese ideal de felicidad».

Pero, ¿cómo alcanzar esta felicidad? Deustua plantea el pro-blema y opone el camino espiritual al camino material. Se trata antes que nada de un enriquecimiento espiritual, ya que lo material conduce inevitablemente al egoísmo, porque, además, en última instancia el carácter de la crisis social del Perú está definido, para él, en la falta de moralidad de sus hombres y en especial de sus gobernantes. Cuando los hombres de gobierno hayan alcanzado el grado de cultura moral, el Perú se habrá salvado, aún cuando sub-sistan conflictos económicos e internacionales, porque la reacción del espíritu ofrecerá la solución con prontitud y acierto.

El mal de la educación, según Deustua, no está en la masa popular, sino en la clase dirigente; no está en las funciones vege-tativas del organismo nacional, sino en las funciones directivas principalmente: no es la riqueza lo que nos hace falta, ni la cultura en la masa obrera. El planteamiento de la cultura debe resolverse no en la educación popular, sino más bien en la educación superior, en la moralidad de las clases dirigentes, en la educación selecta de esas clases. De aquí se desprende su tesis esencial de buscar una educación elitista para los gobernantes y no para las masas populares.

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Esta educación para la clase dirigente fue para Deustua la tarea esencial de la educación, lógicamente, las masas populares y los indígenas del país nada tenían que ver con la «aristocracia del sentimiento», al respecto dice:«¿Qué influencias podrá tener sobre esos seres (los indígenas) que sólo poseen la forma humana, las escuela primarias más elementales? ¿Para qué aprenderán a leer y escribir la geografía y la historia, y otras tantas cosas, los que no son personas todavía, los que no saben vivir como personas, los que no han llegado a establecer una diferencia profunda con los animales, ni tener un sentimiento de dignidad humana, principio de toda cultura? ¿Por qué habrían de ser felices, con esas ideas, que los más no podrán hacer uso en su vida, extraña a la civilización y de que algunos podrían hacer uso contra sus semejantes?». Estas líneas evidencian el aristocratismo y el espíritu más conservador y reaccionario del pensamiento de Deustua, son la base del idealismo obsoleto que desarrollaron los que tuvieron el poder y el gobierno en el siglo XX.

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I. FALSA CONSIDERACIÓN DE ESTE PROBLEMA

Aunque la situación azarosa por la cual atravesamos no sea la más favorable para discutir este problema que demanda, para su acertada solución el concurso sincero de todas las voluntades y la aplicación de las fuerzas más enérgicas, más sanas y mejor preparadas del país, no obstante, creemos que no es tiempo ab-solutamente perdido dedicarle algunas reflexiones, siquiera sea para colocar esa discusión en un terreno más elevado del que se le sitúa por los que circunscriben las cuestiones pedagógicas dentro de los límites estrechos de la ciencia de enseñar, prescindiendo de su aspecto sociológico, de su íntima relación con los intereses morales, religiosos, económicos y políticos, que están involucra-dos en el problema pedagógico, el más amplio, el más complejo, el más profundo y por lo mismo el más arduo y más difícil de los problemas nacionales.

Importa mucho, en nuestro concepto, que se aprecie en toda su magnitud y trascendencia este problema; no sólo para despertar o avivar el sentimiento de simpatía que inspira, sino principalmente, con el objeto de evitar los peligros derivados de un estudio superfi-cial o con tendencias exclusivistas, que conduzcan a la adopción de reformas, sin una base sólida, construida sobre la experiencia nacio-nal; reformas que en la práctica, resultan inaplicables, sea porque se olvidan o desconocen resistencias invencibles, que las hacen fracasar, sea porque introducen modificaciones parciales, obedeciendo a fines secundarios y no a un concepto sintético de la cultura nacional, sea porque se elaboran sin otros medios que los postulados de la peda-gogía y las invenciones de una imaginación fantástica.

Alejandro Deustua

EL PROBLEMA PEDAGÓGICO NACIONAL

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En todos los problemas y con mucha mayor razón en el pe-dagógico, los estímulos del sentimiento crean poderosos intere-ses rivales, que pugnan por dirigir movimiento de la vida en un sentido favorable a esos intereses, los que, en el fondo, son los del egoísmo, consciente o inconsciente, pero que defiende siempre sus posiciones y favorece sus conquistas con un arsenal más o menos rico de argumentos sacados del bien público.

Deber de los que gobiernan y tiene por misión garantizar el derecho de cada uno hasta donde lo permiten el derecho ajeno y el progreso de la colectividad, es tener en cuenta todos los datos de este problema, estudiarlos, profundamente, con espíritu bien informado en la ciencia abstracta y en la experiencia nacional y sin esos frívolos anhelos de originalidad, que alejan el concursos de los más y precipitan las soluciones por el afán de cosechar aplausos.

Proceder de otro modo, conformarse con las ideas recogidas al paso o sugeridas en unas pocas horas de conversación con los especialistas; tomar por tipo la práctica escolar en un período reducido y en una región más o menos adelantada; reformar con esos elementos, sin adquirir antes un concepto claro del progreso nacional y de la felicidad del ciudadano, que sirvan de objetivo y de orientación, es no medir toda la importancia de esa labor gu-bernativa y hacer tentativas de los más funestos efectos.Y así han procedido sin embargo nuestros gobiernos, sin excepción.

Por ignorancia de nuestro Estado y de nuestras necesidades, por la inercia característica de nuestra raza para estudios serios y profundos, por la falta de espíritu científico en nuestros hombres públicos, por ese amor a las analogías e imitaciones nacido de las causas anteriores, por esa frivolidad de carácter, que nos hace vivir de las apariencias; en una palabra, por la falta de educación en nues-tras clases dirigentes, nada se ha hecho hasta hoy que signifique un plan de materia tan grave y de la cual depende exclusivamente la felicidad nacional.

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El único esfuerzo, con propósitos de gran alcance, que se in-tentó durante el gobierno de Don Manuel Pardo, no tuvo por base sino analogías e imitaciones. Con el mismo criterio apriorista con que se plantean y resuelven los problemas económicos y políticos, se organizó la instrucción pública entre nosotros, partiendo de estos dos hechos falsos: que somos idénticos a los franceses y que podemos realizar nuestra cultura por los mismos medios. Dando al traste con las particularidades del individuo y las condiciones históricas y geográficas del Perú; admitiendo como verdad incon-clusa la universalidad de la ciencia y la eficacia de sus moldes para cambiar la naturaleza de los hombres, como si fuesen entidades abstractas, colocadas en el vacío, se hizo entonces lo que se ha hecho siempre entre nosotros; crear las leyes para engendrar las costum-bres, establecer las formas rígidas de instituciones perfeccionadas idealmente, para encajar en ellas la materia, el contenido, como se meten las monedas dentro de un cofre.

Ni en esa época, ni antes, ni después, se han interrogado los gobiernos sobre la fórmula de la felicidad nacional, que debe ela-borar la voluntad peruana, dirigida por una disciplina adecuada. No se han preguntado en qué debe consistir nuestra cultura, cuáles deben ser su extensión y sus formas, de qué modo necesitan influir sobre la felicidad del pueblo, cuál es el tipo que debe perseguir la sociedad peruana, qué elementos deben entrar en su composición y qué recursos conviene adquirir y aplicar a favor de ese ideal de felicidad.

Estos tópicos debieron ser estudiados antes de lanzarnos, en nuestra juventud, por senderos artificiales, en los que no llegamos a adquirir el conocimiento de lo que somos, ni de lo que valemos, para formarnos el criterio claro de lo que debemos ser y guiar nues-tra actividad en medio de los obstáculos que la realidad nos ofrece por todas partes y con los cuales tropezamos a cada paso, como si fuésemos ciegos o desatentos, como si estuviésemos guiados por un sentimiento infernal contrario a nuestra propia conservación.

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¿Por qué no se ha estudiado? Ya lo hemos dicho: por ignoran-cia, por pereza, por falta de educación, por falta de carácter, por ese anhelo de producir como producen los tísicos, por la absorción de los intereses políticos, que condenan a los gobiernos a una debilidad incurable y les imponen una conducta de contempori-zación con el abuso, sacrificio a la necesidad de una paz visible las exigencias de una armonía interior, sin la cual todo progreso, toda felicidad son imposibles.

De allí esas vacilaciones de los caudillos para pronunciarse franca y decididamente sobre una forma determinada de cultura, el silencio que guardan sobre ese problema algunos candidatos al gobierno de la República y las promesas ilusorias que otros hacen para halagar su vanidad y mantener su adhesión.

La democracia pide a gritos escuelas para el pueblo, arrojando ese dardo a las clases aristocráticas que gobiernan; y éstas envían al Congreso proyectos ofreciendo esas escuelas para ganar simpatías populares, sin que unos ni otros calculen la magnitud de la obra que regenerara a nuestro pueblo por la educación, ni la practicabilidad de ese medio, ni su eficacia, su oportunidad y sus resultados. El objeto es mistificar al pueblo ofreciéndole una felicidad cierta, y ese objeto se alcanza derramando unos cientos de miles en el seno de nuestra sociedad con el título de dinero para las escuelas.

El procedimiento es simpático, fácil y seguro; deja las cosas de educación en el mismo estado en que se encuentran pero permite a los políticos de todos los partidos afianzar su popularidad. Además ¿quiénes podrían oponerse a ese derroche sin ser exhibidos como enemigos del pueblo?, ¿quiénes tendrían interés en demostrar que esos dineros se derrochan?, ¿quiénes podrían demostrarlo? y sobretodo, ¿quiénes se atreverían a sostener que no está allí, en la educación del pueblo, sino más arriba, el origen de las calamidades públicas?

La verdad es que se necesita estar fuera de los partidos y no tener ninguna ambición política para emprender esa demostración,

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que, por otra parte, es ocasionada a grandes riesgos, porque lastima intereses de la clase superior, capaces de reaccionar con un vigor excesivo. En la lucha por la existencia los que viven del abuso son invencibles en los países cuyos hombres no tienen una voluntad dispuesta a corregirlos. Nadie quiere combatir a los que abusan, porque, en cierto modo, existe una complicidad solidaria, en la cual cada uno tiene su parte proporcional y se corre el peligro de sufrir de rebote las censuras o de herir a los amigos y correligionarios, cosa imposible en nuestro orden político.

Vivimos así encadenados por una necesidad de transigir con el mal, sin poder salir de esa esclavitud, porque las nuevas generacio-nes siguen el ejemplo de las anteriores y los nuevos gobiernos no encuentran otro camino viable que el recorrido por sus antecesores. No se suscitan nuevos gérmenes, ni se corrigen oportunamente los que nacen a la vida con la herencia viciosa de nuestra raza. Esa labor de preparación para una vida mejor, más adecuada a nuestras condiciones sociológicas, no se inicia, ni se discute siquiera, porque las exigencias del momento consume toda la atención de nuestros hombres públicos, porque no se ha meditado con gravedad, sobre las expectativas de nuestro porvenir, ni se han diseñado hasta hoy esos ideales, que en otros países imprimen unidad al pensamiento nacional y concentran toda la actividad de los mejores.

Pero nos parece que ya es tiempo de pensar en los peligros que envuelve el abandono del problema más importante de la vida nacional.

II. EL ESPECTÁCULO QUE OFRECE SU APLICACIÓN

Para que un concepto general de la educación pueda servir de fundamento a una organización íntegra de la actividad pedagógica, necesita descansar sobre un concepto claro y completo de la felici-dad, no absoluto, sino relativo a nuestras condiciones especiales. Toda la teoría de la cultura desarrollada por el eminente filósofo

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Hoffding, parte de lo que entiende por bien y por felicidad. Y no puede ser de otro modo; porque si la educación tiene por fin disci-plinar las energías humanas, no lo hace sino como medio de llegar a un estado en que la felicidad individual se concilie, en el más alto grado, con la felicidad pública. Perseguir ese estado es perseguir el progreso nacional; no en una forma abstracta e ideal, extraña a las condiciones del momento, sino en la forma engendrada por esas condiciones reales, cuya evolución debe marcar los momentos sucesivos de nuestro progreso.

Por esa razón, lo que conviene, en primer término, es precisar ese concepto de felicidad, partiendo de estas ideas: que el “bien es un estado durable del sentimiento de placer y que no se llega a ese estado por el reposo, sino por la actividad incesante”; “que la felicidad es expansión y no reflexión”; “que lo mejor que podemos concebir es un progreso, en el que cada paso sea sentido como un bien; porque pone nuestras fuerzas en movimiento, sin exigir de ellas más que lo que ellas pueden ofrecer”; “que la actividad deja de ser un bien si extiende sin medida nuestras fuerzas, si las dis-persa y las divide o si las aplica exclusivamente en una dirección, a expensas de otras direcciones importantes”.

Cómo debe la cultura continuar y perfeccionar la evolución natural sin extraviarse, sin sacrificar el porvenir, sin engendrar la infelicidad, tal es el gravísimo problema de la educación, que no se resuelve descendiendo a los detalles de la pedagogía clásica, para imaginar organismos parciales que se acomoden, más o menos perfectamente a los moldes de la ciencia.

Por eso es que debemos preguntarnos, antes de toda tentativa aislada de organización, ¿en qué consiste nuestra felicidad? ¿Cómo podemos alcanzarla sin esterilizar las fuerzas vivas del país en una empresa superior a su capacidad, sin dispersarlas, ni ponerlas en pugna recíproca? ¿Ese estado permanente del placer, ese bienestar será el resultado de una vigorosa cultura material? ¿Seremos felices con un rápido desarrollo de la riqueza física, adquirido por el con-

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curso de propios y extraños, movidos por un poderoso sentimiento egoísta, que dé predominio al criterio industrial sobre todo otro criterio moral? ¿Debemos, al contrario, dar preferencia a la cultura ideal, imponiendo a las industrias un desarrollo lento, que no en-vuelva los gérmenes disociadores del egoísmo imperante? ¿Cabe una conciliación entre esas dos direcciones extremas que salve el principio de la libertad? ¿Cuál es la forma de esa conciliación? He allí una serie de problemas complejísimos, que se relacionan con los económicos, políticos y religiosos y que surgen luego que se ahonda un poco el terreno para echar los cimientos de la educación nacional; problemas que, sin duda, se consideran entre nosotros como resueltos, cuando todos se preocupan casi exclusivamente de la coronación del edificio.

Puede decirse que, de una manera inconsciente, por el atractivo de la imitación y la fuerza de los acontecimientos, se ha resuelto entre nosotros, después de la guerra con Chile, la cuestión de la superioridad de la cultura material. El ejemplo de los norteame-ricanos, la gigantesca prosperidad industrial de la Argentina, han influido de un modo decisivo sobre el criterio de nuestros hom-bres educados inspirando el convencimiento de que la felicidad, el poder, la libertad dependen, sino exclusiva, principalmente, de la expansión de las industrias, del crecimiento cuantitativo de la nación.

Un concepto materialista de la felicidad impregna hace algu-nos años la atmósfera en la cual vivimos, envenenándola más. El ideal consiste en transformar al Perú en una nación como la Argen-tina, con una capital llena de palacios y de hombres de todas las nacionalidades, con una producción asombrosa y con un ejército y una armada capaz de imponer a los adversarios.

El aparato de esa prosperidad material nos deslumbra, hasta el punto de no apetecer otra cosa, ni siquiera el estudio de las fuerzas disociadoras que se esconden bajo ese brillante ropaje. Hemos sido

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ricos y derrochadores y sentimos la nostalgia de placeres corrup-tores, adquiridos fácilmente y sin medida. Poco nos importa que las corrientes de oro, que invaden nuestro suelo, traigan entre sus aguas seductoras los gérmenes de esos conflictos que el socialismo plantea en donde la riqueza súbita rompe el equilibrio moral. Cree-mos en la omnipotencia del dinero, aún para comprar moralidad, si fuese necesario ingerirla a los que se enriquecen y abandonan como inútil fardo los escrúpulos de una conciencia honrada.

La autonomía de la especie, que constituye el núcleo social, pierde su importancia en ese estado de espíritu. Somos débiles, raquíticos, desequilibrados, heterogéneos ¿por qué no desaparecer, se dice, ante la avalancha de una raza superior? ¿A qué esperar los efectos lentos de una dirección unificadora, que modifique la na-cionalidad y le conserve su autonomía psicológica? No; lo primero es vivir, con vida intensa y expansiva; lo demás es perderse en un idealismo humanitario, que puede servir de elemento al arte, pero que no responde al fin práctico de la naturaleza.

Cuando se aprecia así la vida, no tiene la cultura otra significa-ción que la económica; se debe desenvolver las energías humanas con el único fin de aumentar la capacidad de adquirir riquezas materiales; se calcula lo que vale un hombre como máquina social; se mide el resultado de su actividad como factor en la producción industrial y se plantea y resuelve el problema de la educación en un sentido exclusivamente favorable a la instrucción popular. La ins-trucción primaria eminentemente práctica, las escuelas industriales y comerciales surgen como corolarios de ese criterio económico y por todas partes penetra el utilitarismo como solución universal desacreditando los ideales superiores.

Un examen atento de nuestra sociología actual descubre ese estado de espíritu entre nosotros. Si no hemos llegado a erigir expresamente como principios de cultura los postulados del egoís-mo individual, esa es la tendencia de nuestras clases dirigentes, pronunciadas en ese sentido.

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El problema económico sirve de núcleo a las evoluciones de los partidos, subordinando a sus imposiciones el problema político, haciendo perder al religioso su influencia como característica de la vida pública y trasladando a época muy remota las expectativas del problema social.

Se tiene excesiva confianza en la extensión de nuestro territorio y en la inmensidad de nuestras riquezas y se da libre curso a las so-licitudes del bienestar físico, sin reflexionar que la cultura material, por su tendencia a la producción de un vasto sistema de medios, traspasa sus fines y engendra necesariamente la cuestión social, al considerar la persona humana como simple medio de producción.

La cultura ideal, “la que consiste en el libre desarrollo del pensamiento, de la imaginación y del sentimiento, aquélla en que la personalidad es más que un medio, en que sus fuerzas propias se ponen en juego sin una necesidad inmediata de emplearlas”, esa cultura que tiene una relación más íntima con la persona humana; en que el individuo no trabajó para sí solo, sino para la especie entera, ha caído entre nosotros en descrédito con el incentivo de la riqueza, el prestigio de las ciencias y la esterilidad de la enseñanza universitaria aferrada a los más viejos moldes.

La sociedad ha llegado, al fin, a no comprender qué relación tienen con las necesidades de la vida moderna esos principios de la vieja enseñanza que el criterio positivista actual mira como fantasmas, que salen, al comenzar el año escolar, de sus antiguas tumbas, para volver a ellas después de los exámenes, sin inspirar ningún sentimiento reformador en las almas juveniles, que llegan a las alturas de la enseñanza superior, sin anhelos de penetrar en el fondo de los conocimientos humanos y sin otra preocupación que la de sufrir resignadas las mortificaciones de esa enseñanza, morti-ficaciones a las que se asocia un criterio exclusivista, intolerante y malsano, que excita la vanidad e imprime esa fuerza impulsiva a la cual están expuestas las inteligencias acostumbradas a contemplar con respeto una sola faz de las cosas de la realidad.

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He allí el espectáculo que ofrece el problema de la educación en el Perú. Por un lado, un concepto materialista de la felicidad na-cional, que exalta la importancia de la cultura material, y, por otro lado, una cultura ideal desprestigiada, sin atractivos que exciten la necesidad de conocer e incapaz, por lo mismo de modificar esa tendencia viciosa que llevará al país a la corrupción y a la ruina.

III. ESTE PROBLEMA NO LO RESUELVE LA ESCUELA PRIMARIA

Así consideradas las condiciones del problema pedagógi-co, ¿qué deberemos hacer? ¿Fomentarla instrucción primaria? ¿Reformar la instrucción superior? ¿Resolver aisladamente estos problemas sin comprenderlos en una solución sincrética?

A juzgar por la iniciativa del gobierno, que responde a un sentimiento nacional, lo primero que importa hacer es fomentar la instrucción primaria. Se cree, que el origen de nuestra decadencia está principalmente en el considerable número de analfabetos, y tomando como analogía, lo que ha hecho la escuela norteamerica-na, se concluye de este modo: “el día en que tengamos numerosas escuelas el país se habrá salvado”; “el día en que podamos gastar algunos millones en fomentar la instrucción primaria nos habre-mos regenerado”.

¿En qué consiste esa regeneración y cómo podrán realizarla nuestras escuelas? Eso no se discute; porque se establece como indiscutible que la escuela ha operado esa regeneración en todas partes y debe producir ese mismo efecto entre nosotros, dada la unidad de la especie humana.

Y sin embargo, nada más digno de discusión que ese hecho indiscutible; porque conviene saber, si por regeneración se entiende solamente cierto grado de desarrollo intelectual, que permita al hombre extender y perfeccionar el campo de sus ideas, dejando los sentimientos a merced de esa cultura o si esa palabra tiene un

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sentido más profundo y se refiere esencialmente a la disciplina del sentimiento y de la voluntad. Comprendida la cultura en un sentido intelectualista, es claro que las escuelas en el Perú, podrán, enseñando las materias de un programa adecuado, llenar su mi-sión. Todo quedará reducido a pagar maestros, edificar locales y adquirir mobiliario conveniente.

Pero, ¿se habrá resuelto así el problema de la felicidad indivi-dual y social? ¿Se llegará a ese fin por las ideas? Creemos firme-mente que no. Al contrario, afirmamos que esa cultura intelectual es nociva, si está al servicio de un egoísmo refractario a la disciplina social. Las escuelas que no moralizan son focos de infección, y las escuelas no moralizan si se contraen exclusivamente a la cultura intelectual.

Los que no conocen la psicología del sentimiento en sus re-laciones con las ideas y la voluntad, incurren en el grave error de dar a las ideas un poder que no tienen sobre las acciones. Éstas se encuentran a merced del sentimiento, que resiste con ventaja los consejos de la razón.

Si la escuela debe moralizar, si la escuela debe contribuir a la felicidad del individuo y de la sociedad, necesita educar el senti-miento. ¿Y podrá conseguirse esto con las escuelas que se proyec-tan? Nada autoriza a suponerlo; porque ni las escuelas modelos surgen por encanto, ni es posible obtenerlas con la sola aplicación de los recursos materiales.

La escuela educa, la escuela moraliza, la escuela civiliza, no con maestros eruditos, ni con locales y mobiliarios completos; sino mediante la acción del ejemplo y la influencia de las ideas morales, operada por medios que hieran directamente el sentimiento. Ese es el secreto de la eficacia de la escuela en los países que no son latinos y que no están bajo la dirección religiosa del clero católico. Esa es también la causa principal de la superioridad de las sociedades regidas por un sentimiento religioso de libre examen.

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Un pedagogista francés explica por esta causa el hecho sin-gular, de que en los países protestantes la instrucción primaria ha llegado a un alto grado de organización, mucho tiempo antes que en aquellos en que predomina el culto católico. El protestante tiene un libro de lectura, que necesita conocer muy bien y en el cual busca durante toda su vida un consejo, una regla de conducta o un consuelo, un principio de resignación, un estímulo para su actividad en los momentos de desfallecimiento. Ese libro es la Biblia, que aviva su deseo de saber, su necesidad de profundizar la vida y conocerla en todos sus pliegues, que no lo aparta de la realidad para desdeñarla y elevarlo a regiones celestiales, en que los intereses humanos se disipan; sino que lo mantiene aquí, en medio de las miserias de esta tierra y de sus grandes obstáculos que necesita vencer. Ese libro le enseña que debe tener confianza en sus propias fuerzas, que todo lo ha de esperar de su voluntad bien rígida, que la providencia es fecunda para los buenos y activos solamente, que los bienes de la naturaleza no son fines, sino medios de expansión de la libertad humana, de esa libertad individual, de ese sentimiento de independencia, rico tesoro de virtudes, legado a esas razas, por una voluntad que se esconde en el origen de la humanidad.

Todo eso le enseña la Biblia al protestante, porque todo eso se lo explica y hace comprender el sacerdote y el maestro, edificando su carácter, ese carácter severo, que se identifica con el deber y que puede desafiar impunemente las asechanzas corruptoras de la riqueza, ineficaces para detener su actividad, paralizarla y casi ex-tinguirla, como se extingue en ese ideal del “fare niente”, aspiración de la raza latina, cuya religión del reposo, se opone abiertamente a esa religión del movimiento, que ha llegado a constituir ya un peligro para la felicidad como lo es toda dirección exclusivista en la solidaridad de las fuerzas que componen el universo.

La escuela norteamericana no es confesional ciertamente, pero está envuelta en esa atmósfera de educación religiosa, característica

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del pueblo sajón, de la que no ha podido escapar ni el catecismo, con sus dogmas y su intransigencia forzado a amoldarse al espíritu que informa la civilización yankee. “Lo que hay de verdaderamente sorprendente, dice Weiler, es que el mismo catolicismo, al tocar el suelo americano, haya experimentado las leyes de una especie de evolución natural y que esta religión de dogmas absolutos, que representa entre nosotros la forma ideal de despotismo ilustrado, se haya transformado al soplo poderoso de la libertad”. La preocupa-ción de la enseñanza religiosa no es la de formar santos, sino bravas gentes, gentes honradas y valerosas; la doctrina fundamental del padre Hecker es la de mejorar al hombre por la religión, antes de hacerlo un santo, es la de utilizar inmediatamente los preceptos religiosos en el mejoramiento individual y social de la humanidad; es de a demostrar la utilidad de ser bueno; es hacer de la religión una moral y no de la moral una religión; es realizar el ideal de ese gran pueblo, en que el espíritu democrático informa el pensamiento religioso yen que la noción del trabajo honrado, de la actividad honesta, constituye la base sólida de toda su civilización.

No nos detendremos aquí en repetir lo que DemolinsRoutier, Dugard, Boutmy, Spencer, Sergi, Weiler, Bazalgette y otros han dicho sobre las causas que determinan la decadencia de la raza latina y a superioridad de la sajona. Nuestro objeto al establecer esta comparación es manifestar solamente que la eficacia de la escuela norteamericana, no es el resultado exclusivo de los medios exteriores de la pedagogía, sino de causas más profundas que to-can la índole de la raza y se relacionan con la enseñanza religiosa.

Pensar, por consiguiente, que revistiendo a nuestras escuelas del aparato que exhiben las norteamericanas, podremos llegar al mismo fin, es incurrir en el error común en que incurre nuestro criterio al imaginar que modificando las leyes operaremos sú-bitamente el cambio de los hombres. Cierto es, que las nuevas formas influyen en la dirección de las ideas e indirectamente educan la voluntad, pero, ¿quiénes aplicarían aquí esas nuevas

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formas? ¿nuestros maestros? ¿nuestro clero? ¿puede tenerse fe en la misión civilizadora de esos factores? Es necesario cerrar los ojos para tener esa fe.

Hay dos medios de salvar las dificultades de la vida: el uno consiste en conocerlas en toda su magnitud y luchar contra ellas arrostrando las consecuencias de la lucha y confiando en las propias energías; el otro consiste en huir de esas dificultades y en resignarse a las injusticias de este mundo, con la esperanza de que en el otro se obtendrá una legítima compensación. El primer medio de civilización caracteriza a la raza sajona; el segundo a la latina y con especialidad a los pueblos debilitados por la acción del medio físico y social. Nosotros nos encontramos entre estos últimos; nada debemos esperar de la influencia educadora de los que emplean ese segundo medio.

Pero suponiendo que con los escasísimos recursos fiscales de que disponemos podemos obtener esas escuelas educadoras, ¿tendrán sus resultados la importancia que se les atribuye? ¿Has-ta dónde alcanzarán los rayos de esos focos de luz? Es preciso conocer la condición de los pobladores del Perú, ni la extensión y dificultades del territorio, ni el costo de los medios aplicables a la enseñanza primaria para hacerse ilusiones sobre la importancia de esos resultados.

La población del Perú, puede dividirse, por razón de su cultura en cuatro grupos: habitantes de las punas y caseríos, poblaciones de la sierra que están en constante comunicación con las capitales de departamentos, población de estas capitales y población de Lima.

Respecto al primer grupo, puede decirse que carece de toda cultura, que no solo no la tiene, sino que le falta la condición primera para poseerla, el interés de saber. Sin noción del vínculo de nacionalidad; sin experimentar ninguna emoción que le haga comprender que esta patria, es su patria, que este suelo le perte-nece, que la sociedad está constituida para su progreso, que las

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autoridades tienen la misión de protegerlo; sin poder calcular siquiera, que en medio de hostilidades que lo rodean por todas partes, pueda adquirir otra felicidad diferente del reposo, vive sin interés alguno bajo el imperio exclusivo de las necesidades mate-riales, que satisface como las bestias, que son sus únicos modelos, y peor que la bestias cuando las excitaciones del alcohol avivan la brutalidad de sus instintos sin disciplina.

¿Qué influencia podrá tener sobre estos seres, que sólo poseen la forma humana, las escuelas primarias más elementales? ¿Para qué aprenderán a leer, escribir y contar, la geografía y la historia y tantas otras cosas, los que no son personas todavía, los que no saben vivir como personas, los que no han llegado a establecer una diferencia profunda con los animales, ni tener ese sentimiento de dignidad humana principio de toda cultura? ¿Porqué habrían de ser más felices, con esas ideas, que los más no podrán aplicar en su vida extraña a la civilización y de que algunos podrían hace uso contra sus semejantes? Sólo un concepto intelectualista de la civilización puede concebir la felicidad en esas condiciones.

No. Lo que esos desgraciados necesitan es, ante todo y sobre todo librarse de la tiranía implacable de sus amos; lo que necesitan es vivir con higiene y conocer los mejores medios de sacar de la tierra los frutos que ella ofrece a los que saben trabajar. Corregir sus acciones con modelos es el único medio de civilizarlos y hacerlos menos infelices. Pero ¡cuánto tiempo y cuánto dinero y cuánto esfuerzo se necesita para esa labor! Abruma el calcularlo. Somos todavía muy pobres para llevar a cabo esa misión civilizadora, que grandes naciones apenas han podido iniciar.

La escuela demanda una población menos inculta, menos dispersa que la de los caseríos; debe establecerse en un ambiente favorable cuando menos a su mantenimiento; pero esa circuns-tancia no puede determinarse a priori, sino después del estudio de cada localidad, y aún determinada, tropieza con la carencia del maestro y con la deficiencia de los recursos.

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No conocemos, ni estamos en aptitud de conocer, las condicio-nes de las capitales de distrito; pero no sería aventurado asegurar que no existen allí los elementos necesarios para una escuela; maestro, población escolar adaptable, recursos pecuniarios para la conservación de la escuela y su fomento. Afirmar que todo eso existe en dichos parajes seria afirmar un alto grado de progreso pedagógico en el país, que no tienen las capitales de departamento, ni aún la capital de la República.

Con los escasos recursos de que disponemos, apenas será posi-ble organizar la instrucción primaria en Lima y en algunas capitales de departamento. Así circunscrito el radio de la buena escuela, ¿cómo esperar que su influencia en la República opere un movimiento sensible de progreso en la cultura popular, en pocos años?

Los que sin experiencia ni estudio, atribuyen milagrosas evo-luciones a la cultura popular, mediante la escuela, aceptan, sin dis-cernimientos, aforismos generalizados por la incipiente sociología de las viejas tradiciones, sin calcular cuán grande y cuán estériles han sido los esfuerzos de naciones poderosas para llegar, por ese medio, a la realización de la verdadera fórmula del progreso social.

Se ha creído ver en toda escuela una generadora de amor al trabajo y, en todo trabajo, una fuente de moralidad y de bienestar, consecuencias arbitrarias, porque el sentimiento de actividad, que impulsa al ejercicio de las energías humanas, no es un efecto necesario de cierto grado de conocimiento de las cosas, ni todo trabajo es moralizador, aún cuando no caiga dentro de los límites de la delincuencia. Repetimos, que es un grave error hacer de-pender la acción principalmente del desarrollo del pensamiento y subordinar el problema moral al económico. La acción no arranca del sentimiento educado es una acción disociadora; el trabajo que no descansa sobre una moralidad física y bien orientada es un trabajo ocasionado a la avaricia, a la tiranía o a la disipación de las energías morales.

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Y luego, ¿por qué preocuparnos principalmente de la edu-cación popular? ¿Acaso el pueblo que se mueve con lentitud en nuestras más bajas capas sociales, es el autor de todas esas ini-quidades que son otros tantos abismos en nuestra historia patria? ¿Podría decirse cómo ha influido, con su falta de cultura, en el estancamiento o la regresión de la vida colectiva? Nuestro pueblo es de una mansedumbre excepcional, su nivel de moralidad no provoca alarma, sino más bien sentimiento de piedad; con una docilidad ejemplar, derivada de su inconsciencia o de su resigna-ción, sufre cuantas imposiciones decretan las clases superiores en el juego de sus intereses políticos y económicos; paga los impuestos creados para fines que no llega a comprender, se deja arrastrar por los gamonales al campo del trabajo y allí hace producir a la agricultura y a la minería cuanto es permitido que produzca en las condiciones creadas por sus amos; enrolando a la viva fuerza en las multitudes que secundan los propósitos de los caudillos. Rinde la vida, después de ejecutar cuantas acciones les impone nuestra disciplina militar. ¿Qué más se le puede pedir?

Si esa acción ha carecido de fecundidad no ha sido por culpa suya. El pueblo no ha tenido participación en nuestros escandalosos derroches; no ha sido factor sino víctima, de las rivalidades de los partidos; ha devuelto en beneficios mucho más de lo que se podía es-perar de él; su reacción de abajo arriba ha sido más poderosa siempre que la acción de arriba abajo; como factor económico ha conservado un límite de bienestar que no ha llegado jamás a la miseria terrible de otros países; y si ha olvidado sus hábitos de frugalidad con la embriaguez; si trabaja sin entusiasmo y sin el ideal de un bienestar físico superior; si no ha ganado en disciplina, ha sido porque la ac-ción de arriba abajo le ha infiltrado ese vicio, le ha arrebatado todo interés por ese bienestar y lo ha corrompido con el ejemplo de las malas administraciones y de las disensiones intestinas.

No. Es cerrar los ojos, es huir de una responsabilidad que salta en la conciencia, es mentir por cobardía el imputar a la carencia

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de cultura de las clases populares la causa de nuestras miserias morales, económicas y políticas. La causa no está allí y por eso la escuela no la tocará para reformarla. La escuela favorecerá el pro-greso económico del país; pero los que en otro tiempo derrocharon las riquezas providenciales del Perú, derrocharán mañana el fruto del trabajo popular incrementado por la escuela.

IV. LA SOLUCIÓN ESTÁ EN LA CULTURA SUPERIOR

El mal no está pues en la base, sino en la altura; no está en las funciones vegetativas del organismo nacional, sino en las funciones directivas principalmente. El problema capital de la cultura no debe plantearse por lo mismo, en los límites de la educación popular, sino dentro de las exigencias de la educación superior. No es ri-queza lo que nos hace falta; no es población; no es energía física y belleza en nuestros pobladores; no es cultura en la masa obrera. Lo que nos hace falta es dirección, es moralidad en las clases diri-gentes, es educación selecta en esas clases; en una palabra, es una aristocracia del sentimiento lo que no existe allí arriba, en donde el egoísmo fábrica hoy los dardos con que se atacan los partidos.

Seamos francos y valerosos alguna vez. Confesemos que ese pobre pueblo, al que se le adula en los períodos de crisis y se le calumnia siempre, no ha sido bien dirigido jamás, a causa de concupiscencia de los políticos. La falta de educación superior, el abandono creciente de sus sagrados intereses, el mercantilismo del criterio dominante en los hombres, la invasión cada día mayor de las cimas por naturaleza vulgares, las facilidades de ascenso dadas a la mediocridad por los colegios y las universidades y el estímulo del ejemplo ofrecido por nuestra política, en la cual no entra como factor apreciable la moralidad de los ciudadanos; todo eso y algo más nos mantiene clavados a esta rueda de nuestro destino, cuyo eje no cambia de lugar, presentado el espectáculo, desesperante ya de una repetición de hombre y cosas, con diferentes nombre y diferentes disfraces.

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Confesemos que el problema de la educación es muy grave, gra-vísimo y que no se resuelve, elaborando proyectos como los remitidos al Congreso para probar que el gobierno tiene también iniciativa en esa materia y arrancar aplausos que prestigien su influencia en el país.

En resumen, ese problema comprende dos cuestiones que de-ben plantearse así ¿Cómo se realizará la educación ideal de nuestras clases dirigentes, a fin de concentrar en esa categoría, naturalezas morales superiores a los mezquinos intereses del egoísmo, capaces de trabajar, por la prosperidad nacional y de encauzar la actividad popular, despertar sus energías, garantizar su libre expansión y hacerla colaborar en la felicidad pública? ¿Quiénes realizarán esa forma de educación superior?

La primera cuestión no es difícil de resolver. Los colegios y las universidades tienen esa elevada misión. Una severa discipli-na en unos y otros; una enseñanza con fin educador, un espíritu crítico y libre de prejuicios en el aprendizaje, una comunicación incesante entre el profesor y el alumno, el entusiasmo del primer comunicando al segundo, su ejemplo como hombre de ciencia y de rectitud en la vida intelectual y práctica, la adaptación de todos los medios modernos de enseñanza, la más perfecta solidaridad entre los buenos y los aptos, el rechazo inflexible de los malos e ineptos; estos medios, unidos a los que ofrece la experiencia de otros países modelos, producirían, al cabo de algún tiempo de esfuerzos perseverantes, esos hombres de gobierno que el Perú no ha podido formar hasta hoy.

La vida intelectual adquiriría la animación y el interés de que carece; los colegios y universidades serían centros de selección fecunda; los dictados de la ciencia y de la experiencia brillarían en los actos oficiales; el problema de la cultura popular tendría en todas partes colaboradores eficaces: la sanción comenzaría a instalarse como sentimiento estable en las conciencias y surgiría el Perú nuevo como ha surgido el Japón nuevo por la cultura de sus clases superiores.

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Pero, ¿quiénes llevarían a cabo esta reorganización? He allí lo que es difícil de responder; porque esta pregunta entraña un círculo vicioso, que sólo acontecimientos inesperados son capaces de destruir. Si los que dirigen el país carecen de esa cultura moral superior, ¿cómo pueden engendrarla?, ¿cómo pueden operar una reforma que conspira directamente contra sus intereses?, ¿cómo pueden sustituir, de improviso, un estado de espíritu, penetrado de egoísmo, con otro opuesto de altruismo, en el que germine y se desarrolle esa armonía superior, condición esencial de esta reforma de cultura?

Hay una contradicción insuperable entre esos términos. No se pasa de un proceso moral a otro opuesto, sino por dos medios: o muy lentamente, bajo la acción destructora que la Naturaleza ope-ra, con fatalidad, sobre las masas sociales sin dirección, o en virtud de un hecho casual, que produce una desviación en el sentimiento y encuentra energías preparada para reaccionar contra el pasado.

El Perú no ha ofrecido hasta hoy ocasiones en que esa evo-lución rápida pueda operarse. La época de don Manuel Pardo y la primera administración del general Cáceres, que sucedieron a dos crisis muy violentas, ofrecieron la oportunidad de un cambio radical en la conciencia; pero ni uno ni otro tuvieron a su lado hombres que aprovecharan de ese momento sicológico. Así como la guerra con Chile reveló nuestra profunda desorganización, las crisis políticas, que presidieron esos hombres públicos demostraron una lamentable deficiencia en las fuerzas directivas del país. La vieja tradición recobró pronto sus dominios y caímos más abajo todavía, perdiendo entre las mortificaciones insoportables de la pobreza, a la cual no estuvimos habituados, ese sentimiento de altivez y de dignidad que lucía en la frente de los viejos políticos. El problema económico se levantó avasallador, para obligarnos a discutir, con las manos en los bolsillos, los más delicados intereses de la patria.

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El país no ha estado preparado nunca para esas crisis. Los hombres de gobierno jamás se han preocupado de esa preparación. En todas partes y siempre los gobierno han hecho de la formación de una élite» el objetivo principal de sus mejores esfuerzos; no-sotros hemos entregado la juventud selecta a manos inexpertas o a voluntades sin fe, sin entusiasmo, que han concluido al fin, por mecanizar su actividad, repitiéndola con la fuerza del hábito, hasta convertir a nuestros colegios y universidades en espejos de la vida antigua.

Hubo una época en que don Bartolomé Herrera y don José Gálvez emprendieron esa labor de unificación del pensamiento y de su orientación hacia determinados ideales; pero el talento y la energía de esos hombres no aportó al país una línea de las viejas tradiciones de la raza, que don Sebastián Lorente acentuó con su enseñanza literaria y sus indiscretos halagos a la vanidad juvenil.

Después de esos ensayos infecundos o contraproducentes, nada, nada se ha hecho para educar a los espíritus superiores de nuestra sociedad, llamados tarde o temprano a regir al país.

El abandono ha ido agravándose año por año; no por respeto a la libertad de la conciencia del discípulo, sino por inercia, por la carencia de todo estímulo venido del gobierno. Los diplomas no se expiden, como en las universidades norteamericanas, en vista de un escrutinio de notas que resumen la vida moral del estudiante; sino después de una demostración más o menos feliz de la agilidad intelectual, que no explica siquiera el valor positivo de la inteligencia del diplomado.

Así se asciende desde la escuela al colegio, desde el colegio a la universidad, desde la universidad a las esferas del gobier-no, llevando como único bagaje el conjunto de teorías, viejas las más, inaplicables todas a nuestro país, aprendidas de memoria, en libros escritos para sociedades que difieren profundamente de la nuestra.

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Esa es la vida universitaria de la República; vida en la que no circula el fuego de ese sentimiento de solidaridad familiar, que constituye el secreto de esas instituciones civilizadoras en naciones menos infelices que la nuestra.

Pero, ¿por qué ese abandono? ¿Acaso no se conoce la tras-cendencia y gravedad de este problema? ¿Acaso no se ve que los mejores gobiernos se estrellan ante la insuficiencia de sus auxilia-res? Sí se ve; se palpa esa insuficiencia; se contempla el provenir pavoroso; pero el egoísmo de la raza puede más que esa visión. “El que venga a atrás que arree”, eso dice el particular que consume con todos sus esfuerzos, desdeñando los consejos de la previsión, y eso mismo repite el hombre público, que rechaza cuanto significa conquistas lejanas, de aquellas que no producen beneficios inme-diatos, aplausos del momento, provechos personales de utilidad tangible.

La vanidad, que es la forma más aguda y más estúpida del egoísmo, sacrifica siempre el provenir al presente, y la vanidad es la enfermedad predominante de nuestra raza.

Además, ¿para qué luchar, si contemporizando con los vicios existentes, adulando a los más poderosos, respetando a todos en la posesión de su presa, se puede vivir sin enemigos, con amigos dispuestos al aplauso?, ¿para salvar a las generaciones que vie-nen?, ¿para libertar al país de la brutal y destructora acción de la naturaleza, que selecciona sin respetarlos sentimientos buenos, sin preocuparse de las ideas de patria y de humanidad?, ¿pero quiénes piensan hoy en esas cosas que el materialismo económico llama fantasías de la imaginación? Y, sin embargo, es preciso pensar en ellas y pensar pronto y profundamente, si no queremos ser presa segura y fácil de los que se apoderen de nosotros con el bondadoso título de civilizadores.

¡Los analfabetos! Esos infelices no deben preocuparnos tanto. No es la ignorancia de las multitudes, sino la falsa sabiduría de los

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directores lo que constituye la principal amenaza contra el progreso nacional. No está, pues, abajo, sino arriba, muy arriba la solución del problema de la felicidad común; está en la falta de preparación especial de los hombres obligados a poseer una cultura superior.

Qué funciones debe realizar esa cultura, para que no se extra-víe, para que no demande a las energías de nuestras clases superio-res mayor esfuerzo del que puedan soportar para que no disperse y esterilice esas energías, para que no se encamine en una sola dirección a expensas de otras direcciones, para que así comprenda las condiciones necesarias para elaborar la felicidad individual y colectiva, eso es lo que debe responder el estudio sociológico de la vida nacional; eso es lo que debe preocupar principalmente la atención de nuestro gobierno y de todas las instituciones que se encuentran al frente de la educación pública.

El problema quedará resuelto cuando nuestros colegios y universidades formen hombres que “impregnados del espíritu general de nuestro tiempo sean capaces de realizar ese espíritu en los diferentes dominios de la nación”.

“El más grande peligro para la vida moral, dice Rauh, no viene del egoísmo consciente del individuo sino del egoísmo colectivo sancionado por las instituciones y los códigos que constituyen nuestra atmósfera social”. Ese peligro existe aquí y subsistirá mientras la educación superior continúe abandonada, sin unidad, sin iniciativas y sin una finalidad clara y atrayente, que esté de-terminada por el conocimiento profundo de la génesis de nuestra vida social, de sus tendencias y aspiraciones, y sin una voluntad directora que descubra el porvenir de la Nación, apartando con mano firma las conveniencias estrechas de los partidos políticos. Subsistirá cada día más grave, mientras los que tundan nuestras instituciones y dictan nuestros colegios carezcan de esa educación superior; porque los pueblos son los que quieren que sean sus clases dirigentes.

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V. REFORMAS QUE SE DEBEN ESTUDIAR

Es a esos espíritus a los que nos dirigimos proponiendo como temas de sus estudios:

1° La reorganización de las instituciones gubernativas que pre-side el movimiento pedagógico de la República.

2° La concentración de la enseñanza universitaria en Lima.

3° La formación de profesores de segunda enseñanza.

4° La reducción y centralización de los colegios de segunda en-señanza.

5° La formación de inspectores que esparzan, por toda la Repúbli-ca, las nuevas ideas y los nuevos procedimientos pedagógicos.

6° La importación de educadores extranjeros.

7° La educación de nuestra juventud en el extranjero.

8° Las pensiones y recompensas con que se estimule a inspectores maestros, profesores y alumnos para obtener una selección de todos ellos.

9° La formación de maestros de instrucción primaria adecuados a nuestro país y el perfeccionamiento del personal docente actual.

10° La formación y acrecentamiento de recursos pecuniarios para el fomento de la educación pública en todas sus esferas.

Cuestiones son éstas que es preciso abordar, antes de descen-der al detalle técnico de la organización escolar. Sin un personal que prepare la educación de nuestras clases dirigentes, es perder tiempo y dinero al acometer otras empresas, que suponen existente esa base primera de organización.

En efecto, sin un órgano oficial, que consagre todas sus apti-tudes al estudio de las condiciones en que debe ejercer el Estado

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sus funciones en la educación; sin la obligada concurrencia en ese ejercicio de todas las energías mejor preparadas para secundario y hacerlo fecundo, es imposible dar un paso acertado y eficaz en este orden; porque las felices iniciativas, hijas de la observación constante y el estudio ilustrado, no se presentarán jamás en las esferas del Gobierno y las que surjan al calor del interés privado se perderán en el vacío de la inercia y de la ineptitud oficial.

Sin la debida organización de las instituciones directivas la fantasía de los que gobiernan será el único instrumento de esta obra de educación, que se desacredita con los fracasos y que seguirá desacreditándose, porque la fantasía, que simplifica los obstáculos, promete siempre mucho más de lo que es posible obtener y man-tiene esa impaciencia por la adquisición de frutos prematuros, que caracteriza a nuestros hombres cultos, en quienes el entusiasmo por el éxito y la decepción por el fracaso apenas dejan espacio y tiempo para la madura reflexión.

La falta de estudio serio y prolongado da origen a promesas sin base, que aseguren siquiera su probabilidad de realización; y la ausencia de colaboradores activos e inteligentes deja siempre en el abandono las reformas prometidas, que llegan necesariamente al desastre por ambas causas de deficiencia.

Por ellas, un ministro, el mejor preparado, será siempre im-portante para llevar a la práctica sus ideas, aún cuando las presida la experiencia y la meditación.

Al contrario, un ministro, sin esa preparación, podrá darse cuenta de su labor, podrá orientarse con facilidad y fortificar cuando menos el esfuerzo de sus antecesores, si a su alrededor se encuentran datos exactos, abundantes y bien ordenados, que ex-hiban, en cualquier momento, el cuadro de la enseñanza nacional con los fenómenos más saltantes de su movimiento y las ideas más generales sobre su origen, sus rumbos y sus posibles resultados.

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Por eso se ha dicho, que la primera necesidad en esta materia, es la de organizar el Ministerio de Instrucción Pública, de modo que responda a las condiciones del problema que está llamada a plantear y resolver en el porvenir.

Esta organización pondrá al servicio del Gobierno y del Con-greso instrumentos adecuados en Lima y en toda la República, que establezcan una corriente de ideas y acciones constantes entre la actividad central, que necesita de materiales suminis-trados por todas partes para elaborar sus preceptos, en forma de decretos, resoluciones, reglamentos, leyes, instrucciones, sanciones, etc., etc. y las demás actividades locales a donde irán esos preceptos llevando en su seno el remedio o la medida de progreso acertada.

Puestos al servicio del ramo, inspectores suficientemente preparados para mantener esa provechosa y fecunda corriente, la acción oficial será eficaz y práctica y responderá a los esfuerzos del país en este orden.

Es esa una necesidad primordial. Cuando en 1883 Mr. Guizot emprendió la reforma de la instrucción primaria en Francia, no se le ocurrió encerrarse dentro de sus ideas y elucubraciones para establecer los nuevos cimientos de esa institución, sino que lanzó sobre el territorio quinientos hombres inteligentes que, con el título de inspectores, llevaron a cabo un prolijo examen del estado de las escuelas y de sus necesidades, esa que Loraín llamó battuegéne-raledans les écoles y sobre cuyos resultados se dio la famosa ley de ese año, que determina el punto de partida de la organización sistemática de la instrucción primaria en ese país.

Pero con eso no se tendrá todo lo que se necesita, si las clases superiores de la sociedad, lejos de colaborar en la acción del Gobier-no, la desvían por ignorancia o se oponen a ella por interés egoísta. No hay medida gubernativa que resista a esa oposición, en la cual entran en juego los intereses políticos, los más importantes para el

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Gobierno desgraciadamente. Que una reforma ponga en peligro el lucro indebido de un gamonal, amigo del jefe del Estado o que debilite su influencia, por lo menos, y al punto cede el interés na-cional al bienestar individual, que en muchos casos, casi siempre, cuenta con el apoyo de los que en las altas esferas presienten el mismo peligro y previenen la amenaza.

Las iniciativas parlamentarias sobre instrucción pública llevan en su seno ese sentimiento de prevención y defensa contra el que no hay otro remedio que el de la educación superior de los jóvenes llamados a ocupar más tarde esas esferas.

Ese mismo remedio importa, como dijimos, un círculo vicioso. ¿Cómo arrancar a esos jóvenes de esa escuela de egoísmo, si las reformas que para ese objeto deben implantarse conspiran contra el interés de los obligados reformadores? Salta a la vista que la concentración de la enseñanza universitaria en Lima contribuirá poderosamente a modificar el criterio de la juventud, impri-miéndole altura, unidad y patriotismo y debilitando ese espíritu lugareño, que constituye quizás el más serio obstáculo para el progreso nacional.

Pero, ¿cómo llegar allí cuando la vanidad de ese provincialismo sostendrá siempre las universidades menores que carecen absolu-tamente de medios para esa educación superior? ¿Cómo convencer a los representantes que conviene más a los departamentos educar en la universidad de Lima, mediante becas, a los jóvenes más distin-guidos de las provincias que acuden a las universidades menores? Y sin embargo, es preciso llevar ese convencimiento al seno mismo de los centros de oposición, hablando al interés privado en nombre del patriotismo, que demanda con urgencia la formación de una juventud selecta, que lleve después al gobierno los sentimientos e ideas que el país reclama para arrancar la herencia funesta de un pasado de oprobio.

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La universidad no puede llenar ese fin, sino monopolizando su disciplina aquí, donde el ojo de la opinión pública tiene una visión más vigorosa de la realidad, donde la cultura tiene mayo-res exigencias, en donde la crítica tiene algún poder, en donde se sintetiza el espíritu nacional y los recursos de fomento y vigilancia son más enérgicos y eficaces.

Centralizada la educación universitaria la condición del pro-fesorado tendría que modificarse. No sería posible seguir consi-derando con igual medida al que vegeta por falta de pudor o de estímulo, y al que se esfuerza por cumplir su deber, excediéndose siempre para sostener el espíritu de sus alumnos a la altura de los progresos de la ciencia.

Las recompensas extraordinarias y la sanción moral, aún así débil, como existe entre nosotros, harían descender a los incapa-ces hasta eliminarlos y ascender a los mejores hasta asegurarles una vida relativamente holgada, rodeada de consideraciones morales, así la juventud tendría en la palabra y la conducta del profesor un ejemplo viviente de un estado feliz, lejos de las con-cupiscencias que promete, como ideales, ese materialismo de la felicidad, sentida y juzgada con criterio económico, el único que hoy se presenta ante los anhelos de nuestra juventud ávida de riquezas y goces.

El profesorado facultativo y de la segunda enseñanza se for-maría en esa atmósfera tranquila de la educación universitaria, favorecida por la generosidad del poder público, sostenida por la sanción del esfuerzo propio, purificada por el alejamiento de las tempestades políticas y alentada por el concurso de todas la almas de élite, dispuestas a recibir los gérmenes de una vida nueva.

¿Es todo esto pura ilusión? Lo será mientras hagamos polí-tica de odio exclusivista, de venganza retrospectiva, de ambición inescrupulosa.

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Pero, ¿haremos siempre esa política, precipitando la disolu-ción social y el advenimiento de una anarquía irremediable? No lo creemos, no obstante el pesimismo de nuestras conclusiones. Vendrá tarde el día de concordancia; pero vendrá, después de una dura experiencia, que produzca, por reacción, el sentimien-to de unidad estrecha y que hará brotar con espontaneidad, el pensamiento de la centralización, que por ahora es una simple halagüeña esperanza.

Sería una vanidad ridícula suponer que la universidad cen-tralizada bastaría para la cultura superior de nuestros jóvenes dentro de un medio saturado de influencias nocivas.

No son las ideas, sino las acciones, los ejemplos, los que dis-ciplinan el espíritu, creando nuevas necesidades, restringiendo tendencias atávicas, despertando y fomentado nuevas tendencias y formando esos moldes del sentido común, que son objetivos constantes de la actividad consciente. No es por lo mismo aquí, bajo la dirección de maestros, herederos de las mismas condi-ciones, en donde pueden operarse esos cambios radicales de la manera de sentir, pensar y querer.

Es en medios adecuados, respirando otra atmósfera, contem-plando otras costumbres y sufriendo otra disciplina en donde puede conseguirse esas transformaciones. La vida superior del Japón es un ejemplo.

Se impone, por esa razón, el envío a centros de cultura conve-nientes, a nuestros jóvenes selectos, no como recompensa por su conducta y por un móvil de beneficio particular, sino en previsión de los bienes que esas almas más libres y mejor ordenadas pueden producir después en la cultura nacional.

El país debe establecer esa corriente como medio general y sistemático de educación, empleando sus riquezas y su solicitud en el logro de sus incalculables buenos resultados.

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La importación de educadores extranjeros no debe emplearse sino como medio transitorio de reforma, que permita conocerlos nuevos procedimientos empleados en los grandes centros de cultura para la educación de la juventud; porque ese recurso será siempre deficiente, desde que es imposible conseguir que natu-ralezas adaptadas a medios tan diferentes al nuestro puedan en breve tiempo penetrar nuestra naturaleza, darse cuenta exacta de nuestro destino, conocer y sentir, como peruano, nuestras necesi-dades y aspiraciones y conducir con acierto los espíritus jóvenes por senderos adecuados a nuestro progreso, y además, porque nuestros escasos recursos no bastan para ofrecer eminencias ex-tranjeras atractivos tales que las decidan a abandonar su patria para dedicarse a una empresa en la cual los conocimientos de otras regiones no pueden suplir a los que sólo la experiencia directa y muy prolongada puede ofrecer.

Los profesores extranjeros serán siempre excelentes auxiliares de nuestra cultura; pero no llenarán jamás la misión de educado-res con el acierto que pueden hacerlo nuestros jóvenes selectos, después de una preparación provechosa en el extranjero; porque en esto de educar hay cierta especie de adivinación, una intuición directa del hombre del país, que sólo naturalezas análogas pueden tener cuando a sus disposiciones nativas unen las adquiridas en medios que amplían los horizontes de la vida e imprimen al alma ese sentimiento elevado de serenidad que resiste los embates del odio y encuentra esos vínculos de armonía, que escapan a los criterios vulgares o a los que se han formado en el seno de consti-tuciones sociales diferentes.

Esta cualidad es tanto más exigible, cuanto más elevada y más comprensiva es la tarea del educador; porque a medida que se asciende en la escala de la enseñanza, los educandos ofrecen un espíritu más rico de ideas y de sentimiento más particularizado por la dirección especial de los estudios y con relaciones más estrechas con las condiciones del país en que deben ejercitar sus aptitudes

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especializadas. En la infancia, en las bajas capas sociales, pre-domina cierta generalidad, que hace más o menos idénticas todas las naturalezas. Las diferencias apuntan y se acentúan a medida que las fuerzas morales originarias se desarrollan, combinándose con las demás del mundo externo y perfilando la fisonomía nacional.

Por eso, mientras no sería difícil importar maestros, que obtuviesen éxito feliz en la educación primaria, es muy difícil obtener profesores, directores que lleguen al mismo resultado en las esferas superiores de la enseñanza, en donde pueden contrahacer nuestra naturaleza o dejar sin educación las ener-gías morales de la juventud, preocupados exclusivamente de la disciplina intelectual.

Punto es éste de los más delicados; porque si bien nos inte-resa destruir los malos hábitos, para los que está predispuesta nuestra naturaleza nos interesa también conservar la fuerza de la adaptación de la raza, que no se adquiere sino con el hábito y sin la que el criterio de la utilidad o del instinto del bien material sufrirían grave desviación. Puede hacerse a este respecto la misma comparación que la medicina hace entre los microbios buenos y malos del organismo.

Es preciso que el remedio no destruya unos y otros, dejando las fuerzas biológicas sin los instrumentos de su funcionamiento. El ideal de la educación consiste en desarrollar las aptitudes inna-tas de la raza y destruir sus vicios o deformaciones, ese ideal no puede realizarlo sino el educador nacional ilustrado y patriota o que llegue con el tiempo a identificarse con la nación y radicar en ella todas sus más caras inspiraciones.

El incentivo del dinero o el amor a la gloria no son suficientes para ese fin. Al contrario, a veces, conduce a la más deplorable explotación del oficio de educador.

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No nos parece necesario agregar una palabra más para demos-trar la importancia capital que tiene en el problema de la educación, aquí como en todas partes, la formación de una clase dirigente, que sirva de fundamento a un sólido y constante progreso del país. Sin esa base, toda tentativa para impulsarlo será contrapro-ducente; porque, al fin, no será más que un movimiento operado en las clases, dirigidas en provecho particular y momentáneo de los directores, que desacreditará el régimen existente y llevará al ánimo del público un sentimiento de incurable pesimismo.

No necesitamos acudir a ejemplos. Lo que pasa en el mundo entero es la confirmación de esa verdad. En donde las clases su-periores brillan por su virtud, los pueblos son felices y prósperos; un sentimiento de rectitud, una intuición clara del porvenir lleva hasta las últimas capas de la sociedad los beneficios que en otras sociedades ofrece la caridad; se comprende y se siente el derecho que todo hombre tiene a los medio físicos y morales de vivir y se satisface ese derecho por patriotismo, por una inclinación irresisti-ble del alma que, en una cultura elevada, experimenta una fruición exquisita poniendo toda su actividad al servicio de los demás.

Cuando nuestros hombres de Gobierno hayan alcanzado ese grado de cultura moral, el Perú se habrá salvado, aun cuando sub-sistan conflictos económicos internacionales; porque la rectitud del espíritu ofrecerá la solución con más prontitud y con más acierto que el pensamiento sugestionado por la intriga o la violencia.

Deben convencerse de eso los que nos dirigen. La psicología patológica llama infantilismo a la condición del hombre cuyo carácter conserva la impulsión y la inestabilidad que presenta en el niño, estado que generalmente existe unido a una imperfección extrema del acto reflexivo y de la atención misma.

Ese síntoma de degeneración se presenta con más o menos intensidad en nuestros hombres cultos. Convénzase de eso los

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que gobiernan y de que si no se detiene a tiempo ese movimiento regresivo, seremos tarde o temprano, pasto de los que de fuera nos traigan una naturaleza sana y bien educada.

Nada hemos hecho para purificar la conciencia nacional e in-troducir en ella nuevos gérmenes. Después de vivir con la parálisis del ideal ascético, durante la época del coloniaje, y atravesar el período de la reacción con el régimen militar y el ideal guerrero, hemos entrado en un periodo de hedonismo con el régimen civil, no para agigantar la fuerza de la libertad, como lo hace el pueblo yankee, que subordina el sentimiento a ese ideal superior, sino para disolver esa fuerza empleando las riquezas ambicionadas con delirio, en la satisfacción de los goces enervantes de la sensualidad latina. Queremos ser ricos, a cualquier costa para encontrar en el descanso la felicidad soñada del reposo absoluto.

Con ese concepto de la vida, que la educación universitaria no ha procurado modificar jamás, este afán de progreso material nos conducirá infaliblemente a la esclavitud, primero de nuestras pasiones y después del poder absorbente que nos trae una civili-zación abiertamente opuesta a la que nos sirve de modelo.

Convénzanse de esta verdad los que viven agitados con el choque de menudos intereses. La salvación no surgirá de la vo-luntad colectiva, que es la más deprimida, ni de la resurrección de las energías primitivas del pueblo, que no las ha tenido, sino de la creación científica de una nueva existencia, operada, como aconseja Bazalgette a la Francia, por la inteligencia omnipotente de un grupo de hombres, que tenga conciencia absoluta, profunda y clara del estado del país y de los remedios que éste exige.

Y ese puñado de hombres no puede formarse sino en la edu-cación universitaria, vivificada por el espíritu contemporáneo que tiene por ideal la libertad y por instrumento el estudio directo de la realidad vivida.

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