C A P ÍT U L O IV
Tentativa y frustración.
El profesor Bernardino Alimena, de la Universidad de Módena (Italia), al hablar del homicidio, dice que no es un delito permanente, sino un delito instantáneo típico, y, sin embargo, si el reo mata para obtener una herencia, la relación antijurídica nace precisamente con la muerte.
El mismo autor antes citado, al hablar de la tentativa, nos dice: «La doctrina de la tentativa, donde encontró su mayor desarrollo fué en nuestros prácticos. La Carolina le dió la primera definición legal a la tentativa (artículo C L X X V III). Como mero propósito, no puede castigarse; es preciso aferrar el delito cuando nace al mundo exterior. Esto, que es tan claro, se determinó por vez primera en el Código josefino (art. 9); pero aquí aparece una controversia entre la escuela tradicional, que estima punible sólo actos de ejecución, y no los actos de preparación; y la Escuela de Antropología Criminal, que quiere castigar los actos preparatorios, por lo menos en los delincuentes habituales, y desde
luego en aquellos actos preparatorios que se refieren a su delincuencia habitual. La discusión de grandes proporciones, a primera vista se reduce el fondo a muy poca cosa. ¿Cuáles son los actos de preparación? ¿Cuáles son los actos de ejecución? Son actos de preparación: comprar el veneno, cargar el fusil. Son actos de ejecución: verter el veneno en la bebida, hacer el disparo. Hasta aquí no hay duda alguna, se trata de nociones de sentido común, y ninguna duda surge de la incrimi- nabilidad de los actos de ejecución, y veremos cómo. La disputa surge porque los de un campo dicen que los actos preparatorios no son punibles, mientras que los del otro dicen que son punibles en los delincuentes habituales cuando correspondan a sus delitos habituales. Aquí es preciso entenderse: los actos preparatorios, ¿quieren castigarse por sí mismo y por el peligro objetivo que contienen, porque, más tarde, el que está en posesión de medios peligrosos puede determinarse a cometer un delito en el que quizá no ha pensado todavía? ¿O se quieren castigar porque son el primer paso para un determinado delito? En la primera hipótesis, la discusión se acaba por sí misma, pues no se trata de ver si deben o no incriminar los actos preparatorios de la tentativa; se trata de ver solamente si es punible la reunión de medios que puedan servir para cometer un delito. Y todos responden que sí, que sí responden también todas las leyes, las cuales han creado tantos delitos y contravenciones que consisten en la preparación de medios que puedan servir al delito, y han contribuido bien o mal a tantos mecanismos de política. Todo se reduce, pues, a ver si es preciso crear con este fin nuevas contravenciones o nuevos delitos, y la vigilancia de las autori
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dades de seguridad pública debe ser aún más cauta e íntima respecto de los delincuentes habituales.
En la segunda hipótesis, es preciso comenzar demostrando que la reunión de aquellos medios sólo se hizo en vista del delito. Hay que empezar por demostrar que el veneno está destinado a la muerte de un hombre — homicidio— , y no a la de animales nocivos; que el fusil se había cargado para dispararlo sobre un hombre, no para ir a caza. Realmente, la demostración— digo demostración, y ésta no puede sustituirse por una presunción— no queda hecha sino cuando el medio preparado esté unívocamente dirigido al delito. Pero como esta prueba no puede obtenerse cuando el medio preparado no puede obtenerse, sino cuando el medio haya entrado en la esfera del derecho ajeno, se llega por necesidad de las cosas a la conclusión: que sólo el acto de ejecución es incriminable. Y a dijimos que la demostración no puede obtenerse de otra manera; y, efectivamente, no puede obtenerse mediante testimonio o mediante confesión del autor, pues es posible arrepentirse aún de aquel último instante en que el acto de preparación se dirige contra el derecho ajeno. D e esta regla tampoco pueden exceptuarse los delincuentes habituales, pues también éstos pueden arrepentirse y desistir, y porque castigando la preparación en sí misma la sociedad no está menos defendida.
Entre los Códigos vigentes, algunos exigen expresamente un principio de ejecución: el alemán (art. 43), el holandés (art. 45), el húngaro (art. 65), el griego (art. 47), el noruego (art. 49), el búlgaro (art. 48), el ruso (artículo 449); otros, por el contrario, dicen que los actos preparatorios no son incriminables: el Código portu
gués (art. 14), el argentino (art. 14), el del cantón de Valais (art. 60), el de Neuchatel (art. 51), el proyecto federal suizo de Carlos Stoos, hoy Ley federal (art. 21, números 3 y 3).
El Código ruso castiga además como preparatorio el procurar o admitir medios que sirvan para la ejecución del delito, pero solamente en los casos previstos por la Ley (art. 50); mientras que la ley suiza exige que quien ha manifestado un propósito de cometer un delito, la promesa de no cometerlo y la caución de pace tuenda, que en caso de ejecución se sustituye por la prisión (artículo 46).
Otras veces, aparte de las contravenciones, los actos preparatorios se castigan como delitos por sí mismos, como el Código belga (arts. 106, m y 124), en el finlandés (cap. IV, núm. 3) y en el italiano (arts. 134, 248 y 260).
Garófalo se propone castigar los actos preparatorios, y cita como ejemplo el hecho de la fabricación habitual de monedas falsas, que adquieren instrumentos aptos para la fabricación; y el Código italiano, en el último de los artículos, castiga a quienquiera, y no solamente a los delincuentes habituales que fabriquen o posean instrumentos destinados exclusivamente a la fabricación o alteración de la moneda.
Carrara, tomándolo de Carmignani, comenzó proponiendo el criterio de tener en cuenta si los actos eran equívocos o unívocos. «Mientras que los actos— decía— pueden dirigirse a un delito o a un hecho inocuo, no existe razón de punibilidad, pues no se tiene seguridad de que tiendan al delito. Cuando los actos no son equívocos, sino unívocos, cuando hay seguridad de que tien
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den al delito, surge la razón de la punibilidad, y surge precisamente por esta univocidad.» .
Impallomeni hace notar, con razón, que con el criterio de Carrara sería el acto de ejecución la simple adquisición del veneno cuando se hubiese demostrado la intención homicida; consecuencia ésta que el mismo Carrara rechaza. Y tiene razón cuando dice que no vale añadir la univocidad que deba conjeturarse objetivamente de la preparación, pues la naturaleza del hecho está demostrada por la intención, y la intención está demostrada por la preparación y por otras pruebas extrínsecas, y, por consiguiente, es inútil decir que la preparación de la prueba, cuando la prueba se deduce de tantos y tantos elementos. Y tiene razón cuando concluye que los actos de ejecución tampoco pueden llamarse objetivamente unívocos, pues apoyar la escalera en la ventana puede servir para rapto, para hurto, para violación de domicilio; y hasta el dirigir un fusil tanto puede servir para un homicidio como para causarle solamente heridas o lesiones. (Impallomeni, L ’ Omicidio nel diritto penale, núm. 143; Torino, 1899.) (1)
P. Rossi, en su Tratado de Derecho penal, tomo II, al hablar de las causas de justificación o disculpa en el delito, dice: «Considérase justificado aquel que, al cometer una acción en la apariencia criminal, se encuentra, sin embargo, personalmente en un estado tan excepcional, que en este caso particular queda destruida la moralidad intrínseca del agente.»
Llamamos disculpable a aquel cuyo estado excepcional, al tiempo de verificarse la acción, era de tal natu-
(1) B. Alimena, Derecho penal.
raleza, que le hace acreedor a una mitigación de la pena ordinaria, y aun a una exención absoluta de pena legal. La legítima defensa justifica al homicida de su agresor. Es disculpable el marido que, impatientia justi doloris, da muerte a su mujer y a su cómplice sorprendidos infraganti. Una causa de justificación excluye toda im- putabilidad penal. El agente es inocente. Un motivo de disculpa disminuye la imputabilidad penal; puede reducirla a sus menores términos y aun apartar toda pena social, pero no establece la inocencia del agente. La justificación y la disculpa proceden, según los diversos casos, de la legitimidad intrínseca del acto, a pesar de sus consecuencias perjudiciales a tercero y de su apariencia criminal.
De la ignorancia o el error; de la violencia.—En el primer caso está justificado, aun cuando hayan concurrido plenamente a él la voluntad e inteligencia del agente. No hay intrínsecamente delito; y si hablamos de él al tratar de la cuestión de la imputabilidad, es con el fin de reunir en un solo cuadro las diversas causas de justificación, y también porque la graduación de la moralidad del acto, en estos casos más que en todos los demás, sólo puede ser hecha por el juez, y el legislador debe reducirse a indicaciones puramente generales, como en lo relativo a la moralidad del agente.
La ignorancia es la carencia de toda idea acerca del objeto de que se trata. El error es una consecuencia de la disconformidad que hay entre las verdaderas cualidades de los objetos y de las ideas que el agente se ha formado de ellas. El ignorante no sabe nada. Aquel que está en el error piensa, y cree otra cosa diferente de la verdad.
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Puede padecerse equivocación acerca del hecho y del derecho; puede haberla acerca de las cualidades esenciales de las cosas, o sobre circunstancias puramente accesorias. La ignorancia puede ser general, absoluta o limitada a ciertos objetos particulares. La violencia puede ser física o moral.
La sola cuestión que puede suscitarse acerca del delito frustrado es la de saber si debe ser siempre castigado como el crimen consumado ya. El autor de un delito frustrado es aquel de quien puede decirse con razón que ha hecho cuanto estaba en su mano para ejecutar el crimen; el acto' está terminado, en cuanto depende del agente. La resolución criminal se ha desenvuelto completamente: ya no cabe desistimiento. Ni posibilidad de arrepentirse antes del hecho. Verdad es que el efecto no ha correspondido a la intención del agente. ¿Quiere esto decir que el delito frustrado podrá ser considerado como la tentativa interrumpida por una causa fortuita? Figurémonos un delito cuya ejecución depende de tres actos sucesivos; figurémonos a un mismo tiempo a un agente, detenido en el primero de ellos, y otro en el segundo. Ambos son culpables de tentativa más o menos cercana, y considerando la ejecución en su totalidad, en su estado perfecto, puede decirse que el hec^o de cada uno de los dos agentes es una parte más o menos considerable, pero solamente una parte.
Pero si un agente llega a ejecutar el último acto, y antes de saberse el resultado se pregunta: «¿Ha consumado el crimen?» Nadie responderá que no. Su acto no es una parte de la ejecución, sino un complemento. ¿Queda algo por hacer? Nada. ¿Espera, por el contrario, el autor del segundo acto ver consumado el crimen con
este hecho? La experiencia le ha enseñado que este resultado es imposible; tiene certidumbre física de que necesita algo más. Pero el autor del último acto tiene certidumbre moral de éxito. Si el delito se frustra, es por una causa independiente de la previsión humana; es un acontecimiento fortuito. Ahora bien: ¿tiene derecho a aprovecharse de él? No; del mismo modo que no tiene obligación de responder del mal ocasionado por un accidente, especialmente cuando no ha sido causa de que este accidente sucediera. Verdad es que no se ha originado mal material; pero el hecho material que debía producirle está terminado. El proyecto criminal ha llegado a su fin; ya no cabe duda tocante a la intención. Hay en ello delito moral; hay delito social, y muy grave, porque la sociedad no puede descansar sobre los caprichos de la casualidad para no temer la consecuencia del crimen.
Existe, sin embargo, un hecho constante general, uno de los hechos de la humanidad que el legislador debe tener en cuenta, aunque no les sepa encontrar una razón plausible. Los hombres no confunden, no han confundido nunca al autor de un crimen frustrado con el autor de un crimen consumado. Hay más: esta distinción la sienten interiormente los culpables mismos: todo hombre ha podido experimentarlo con los actos de negligencia. Aquel que por imprudencia ha estado a punto de producir un gran mal, y aquel que, por igual imprudencia, lo ha ocasionado verdaderamente, no sienten igual remordimiento; no están en igual grado inquietos. Aquel que ha herido a otro en un movimiento de cólera, y aquel que ha errado el golpe en las mismas circunstancias, se reconocen ambos culpables, pero es más amargo el remor
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dimiento del primero; la conciencia del segundo recobra más presto el sosiego, y no parece sino que transige con lo sucedido. ¿De dónde procede esta diferencia de sentimiento, cuando la diversidad del resultado no depende de modo alguno de la voluntad del agente, cuando uno y otro querían y habían hecho todo lo que era necesario para alcanzar el mismo fin? ¿De dónde procede esta relación, este vínculo que parece reconocer la conciencia humana entre el acontecimiento y la moralidad del agente; más todavía, entre el éxito eventual del hecho criminal y la gravedad moral del crimen?
Revélese patentemente la propensión de nuestro espíritu a juzgar de la importancia de las acciones humanas, por los acontecimientos, cuando se consideran dos hechos, uno de los cuales ha causado un mal irreparable, por el contrario encuentra en nosotros jueces quisquillosos y severos.
¿Es esta misma distinción, tan natural al espíritu humano, entre el mal reparable e irreparable, la que se manifiesta bajo otra forma en la diversidad de nuestros sentimientos tocante a un crimen frustrado y al autor de un crimen consumado?
Aun cuando esto fuera verdad, el problema no quedaría resuelto; modificaríanse las palabras, y la dificultad subsistiría en pie.
¿No contribuye también la consideración del placer ilegítimo alcanzado con el crimen o la variedad de nuestros sentimientos sobre el delito consumado y el delito frustrado? Si la expiación debe guardar también proporción con los debidos goces que el culpable experimenta o se proporciona por medio del crimen, debe ser menos severa cuando estos goces, aunque se deseaban, no se
han logrado. En tal caso, no hay como admirarse de que el sentido común aplique a la misma pena legal esta regla de justicia moral.
Una investigación más profunda de nuestros sentimientos morales sobre esta materia nos llevaría demasiado lejos de nuestro asunto. El hecho que hemos anunciado nos parece irrecusable, y hasta para nuestro objeto que le hayamos manifestado al legislador.
Efectivamente, ¿cómo podría no hacer ningún mérito de él, y poner así la Ley en oposición con el sentimiento universal, y, por consiguiente, con la propia conciencia de los jurados? La oposición es poderosa, particularmente cuando se trate de pena capital. Aquí vuelve a presentarse la misma distinción entre el mal reparable y el mal irreparable aplicada a la sanción penal. Así, pues, creemos que, a lo menos para ciertos crímenes, y particularmente para aquellos que son castigados de muerte, es prudente conceder una rebaja de pena a aquel cuyo atentado no ha tenido el efecto que se prometía. Válgale a él también, en cierta medida, la buena fortuna que protegió a la víctima (1).
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(1) Tratado de Derecho penal, de Rossi.— 288. La intención con que se efectúa un acto delictivo, como hecho subjetivo que es, independiente de la persona o cosa en quien recaigan sus efectos; y así, quien teniendo la intención de matar a A mata a B, no deja por eso de ser homicida voluntario. Tal es la doctrina del artículo 86 del Código penal, página 99.— Alfredo Acuña: «Jurisprudencia ordenada de la Corte Federal y de Casación de Venezuela».