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Tema 5 La ética pública. Los conflictos de intereses y las incompatibilidades en la administración pública. Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial en ningún tipo de soporte, sin permiso previo y por escrito del titular del copyright ©: Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Consejería de Administraciones Públicas. Escuela de Administración Regional TÍTULO: Documentación sobre gerencia pública, del Subgrupo A1, Cuerpo Superior, especialidad de Administración General, de la Administración de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Tema 5. AUTOR: Manuel Villoría Mendieta ISBN: 978-84-7788-550-4 DEPÓSITO LEGAL: TO-720-2009 Sumario 1. INTRODUCCIÓN. 2. NECESIDAD DE UNA ÉTICA ADMINISTRATIVA POSTCONVENCIONAL. 2.1. La ética de la neutralidad y la ética de la estructura: sus negativas implicaciones. 2.2. Razones para defender una ética administrativa postconvencional en un régimen democrático. 3. PRINCIPIOS BÁSICOS DE LA ÉTICA ADMINISTRATIVA. 4. LOS CONFLICTOS DE VALORES. 5. LOS CÓDIGOS ÉTICOS. 5.1. Códigos generales o particulares. 5.2. Códigos normativos u orientadores. 6. EL ESTATUTO BÁSICO DEL EMPLEADO PÚBLICO Y LA ÉTICA. 7. CONFLICTOS DE INTERÉS E INCOMPATIBILIDADES. 7.1. Visión general. 7. 2. La abstención y el régimen de incompatibilidades.
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1. INTRODUCCIÓN.
La ética no puede ni debe confundirse con el Derecho. Las obligaciones éticas son de una
naturaleza distinta a las jurídicas. De hecho, alguien podría incumplir el Derecho, en
determinadas circunstancias, precisamente por razones morales. Por ejemplo, un pacifista que
se niega a ir a la guerra y asume las consecuencias legales de ello. Y alguien, cumpliendo el
Derecho, podría incumplir reglas éticas si lo cumpliera por miedo al castigo y no por convicción
de que cumplir tal norma es lo que debe hacer. No obstante, el derecho positivo es,
ineludiblemente, la expresión coactiva y sistemática, dado que es creada y asumida por el
Estado, de principios y valores que el poder político considera deben imponerse. A menudo,
esos valores se estima que expresan el interés general o que son esenciales para la propia
supervivencia del sistema sociocultural, tal y como en ese momento está configurado. En
ocasiones, el derecho positivo puede expresar valores inaceptables éticamente, como, por
ejemplo, valores de superioridad racial y odio hacia las minorías. En ese caso, el derecho choca
con la ética y, más aún, expresa un modelo de organización política que merece el rechazo ético.
Por ello, podríamos afirmar que un Estado no democrático puede ser un Estado con Derecho,
pero no un Estado de Derecho, pues el Estado de Derecho debe basarse en el respeto de los
Derechos Humanos, expresión, a su vez, del principio de la dignidad inviolable del ser humano.
De ahí que lo ideal es que el Derecho, esencialmente las bases constitucionales, sea la
expresión normativa y coactiva de una ética respetuosa de la dignidad humana y fruto del
máximo consenso posible en una sociedad. En consecuencia, la relación entre Derecho y ética
es inevitable, aún cuando no debamos confundir ambas expresiones socioculturales de la
humanidad.
Por ello, por esa conexión y tensión permanente e ineludible entre ambas variables, y por los
beneficios que se extraen para una comunidad cuando ética y derecho conviven
armoniosamente, la presencia de la ética en las normas internas y en las convenciones
internacionales ha sido y es importante, aunque a veces ha sido difícil de plasmar de forma
realmente operativa, entre otras razones porque la ética admite enfoques muy variados y
principios incluso incompatibles entre sí, y porque los valores recogidos normativamente son
pluralmente interpretables y entran a menudo en conflicto. Ciertamente, la historia nos muestra
que no es sencillo ponerse de acuerdo nacional y, mucho menos, mundialmente en los principios
éticos universalizables, aún cuando la experiencia trágica de la Segunda Guerra Mundial facilitó
la aceptación generalizada de la Declaración Universal de Derechos Humanos; la cual
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representa la expresión jurídica de la ética pública internacionalmente aceptada como referente:
una ética de raíz deontológica kantiana que se funda en el principio esencial del respeto a la
dignidad y autonomía del ser humano. Probablemente, la razón fundamental del éxito de esta
opción deontológica ha sido la dificultad de rechazar, con argumentos sólidos, esos principios y
normas (la dignidad de la persona humana, el derecho a la vida, la libertad de expresión, etc.)
por parte de cualquier persona que busque una sociedad justa y bien ordenada. En suma, en un
debate entre personas racionales y razonables el principio de la dignidad de la persona humana
es irrechazable y, a partir de él, serían irrechazables los derechos que surgen ineludiblemente
como consecuencia del mismo.
Por ello, podemos entender por ética pública el resultado de definir lo que está bien y mal para la
colectividad, aquello que podría constituir un patrón moral básico de carácter universal y
generalizable, dado lo racional y razonable de sus fines, valores y prescripciones de conducta,
patrón compatible con la propia búsqueda razonable del bien. Esta ética afecta a los individuos
en tanto en cuanto miembros de una sociedad. Esta ética, además, recoge aquellos principios y
reglas que nadie que busque una convivencia justa podría rechazar. Y esta ética, si se respetara,
fundamentaría una convivencia justa. La comunidad internacional ha considerado que la
expresión normativa de esa ética son los derechos humanos. De acuerdo con este criterio,
Victoria Camps ha afirmado que: Los derechos humanos ocupan hoy el lugar de los
mandamientos morales inspirados en revelaciones divinas. Son la instancia legitimadora
de los programas políticos. El más alto tribunal de apelación en las disputas sobre la
justicia de la ley. La educación debe optar por formar éticamente en el respeto y la
promoción de los derechos humanos.
No obstante, en este temario no trataremos el papel de la ética pública en sentido amplio,
sino el de la ética pública en sentido restringido o ética política, es decir, la ética que debe
guiar la conducta de los responsables políticos y de los empleados públicos. Dentro de
ella, podemos distinguir la ética propia de los niveles políticos y la ética administrativa o ética de
los empleados públicos. La ética administrativa, en consecuencia, debe considerarse parte de la
ética política, en tanto en cuanto, en última instancia, se trata de definir, en ambos casos, qué
principios y valores deben regir una parte de la vida pública. Los principios éticos en este
ámbito de la ética política deben especificar: 1. Los derechos y deberes que las personas
deben respetar cuando actúan en un entorno en el que sus actos afectan seriamente al
bienestar de otras personas y de la sociedad; 2. Las condiciones que las prácticas
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colectivas y las políticas deberían satisfacer cuando también afectan al bienestar de las
personas y de la sociedad. Sobre dicha ética, podemos afirmar que es una ética aplicada.
Esta ética intenta aplicar los principios fundamentadores de la convivencia justa al ámbito
del gobierno y la Administración pública. El problema es, como ya dijimos, que en el ámbito
de lo moral y de lo ético existe un pluralismo enorme, por lo que se hace muy difícil definir un
punto de partida común desde el que juzgar la acción administrativa. En cualquier caso, a pesar
de la ineludible aceptación del pluralismo, es preciso buscar algunos fundamentos nucleares que
nos eviten caer en el relativismo. Lo importante es que tengamos una argumentación racional
y razonablemente fundamentadora de los principios y que ésta supere la prueba del contra-
argumento relativista. Un relativismo que daría por buena cualquier razón que justifique las
decisiones públicas o la obediencia del empleado público, aunque ésta conllevara el genocidio o
el pisoteo de la dignidad humana. Un relativismo rechazable, sin por ello tener que caer en
fundamentalismos que eliminen el necesario pluralismo.
Esos derechos y deberes que la ética política define deben, en primer lugar, y de forma
insoslayable, empezar con el respeto a los principios de la ética pública en sentido amplio. Pues
los primeros que han de proteger y promover los derechos fundamentales y libertades públicas
son los responsables públicos. De ahí que pueda afirmarse que en la defensa de los
derechos humanos, de la democracia y de la igualdad de oportunidades se encuentra el
marco de lo correcto, el marco que inicialmente delimita la frontera entre el ejercicio
honesto de toda acción pública y su ejercicio inmoral. Y a partir del respeto a dicho marco, y
en desarrollo del mismo, es cuando se empiezan a generar valores y reglas de conducta
instrumentales que deben ser respetados y aplicados en la vida cotidiana para ejercer
honestamente la función política o funcionarial.
2. NECESIDAD DE UNA ÉTICA ADMINISTRATIVA POSTCONVENCIONAL.
2.1 La ética de la neutralidad y la ética de la estructura: sus negativas implicaciones.
En todo caso, para que exista una ética, debe existir libertad y, desde la libertad, la
posibilidad de hacer juicios morales y elegir, lo cual va unido, además, a la posibilidad de que
otras personas hagan juicios morales sobre las elecciones realizadas por el actor que elige. De
ahí que, si consideráramos que los funcionarios lo único que deben hacer es cumplir las
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leyes y las órdenes que reciben de los superiores con absoluta neutralidad e indiferencia,
y que, por ello, no tienen libertad de elección, estaríamos negando la ética administrativa
(al menos una ética administrativa de naturaleza postconvencional, que se preocupa por el
interés común y se interroga incluso si las normas son éticamente aceptables). También
negaríamos dicha ética si consideráramos que quienes prestan sus servicios en una
administración pública no pueden ser hechas responsables de las acciones de sus
organizaciones, las cuales son acciones colectivas en marcos estructurales cuyas
consecuencias son el resultado de miles de actividades individuales moralmente
inseparables. Ambas opciones son conocidas como la ética de la neutralidad y la ética de la
estructura, y ambas acaban por negar la ética administrativa como posibilidad realmente viable
de una ética postconvencional o basada en principios universalizables que están más allá del
cumplimiento ciego de las órdenes y las normas.
Por todo ello, si quisiéramos seguir adelante con estas reflexiones sobre la ética administrativa,
deberíamos intentar realizar una crítica sólidamente fundada de ambas pseudos-éticas, una
crítica que nos permitiese justificar la necesidad de una ética postconvencional en el servicio
público. Para empezar esta crítica, sería interesante recuperar el famoso “informe” de Hanna
Arendt sobre el “caso Eichmann”. Adolf Eichmann fue un miembro de las SS encargado de la
“cuestión judía” y, en concreto, de la gestión de la “solución final” que, al acabar la II Guerra
Mundial, consiguió huir a Argentina. Allí fue capturado por los servicios secretos de Israel y
llevado a Jerusalem, donde se le juzgó y condenó a muerte. En el juicio, su defensa se basó en
que él era un funcionario que cumplía órdenes, y además era un excelente funcionario que
actuaba con eficacia, eficiencia e imparcialidad, sin llevarse por pasiones. El caso Eichmann nos
plantea cómo, bajo un régimen totalitario, la obediencia a las órdenes y la objetividad y eficiencia
pueden convertirse en las mejores aliadas de la barbarie. En este caso, se puede comprobar
cómo la “ética de la neutralidad” arrastra a Eichmann por la pendiente de la complicidad con el
genocidio. Eichmann, según su defensa, tenía que cumplir el deber, aunque no le gustara, es
más, tenía que cumplir la ley, aunque la ley fuera una aberración moral y jurídica. Era su
obligación como funcionario. Cuando ya toda la jerarquía administrativa incorpora a sus prácticas
los programas de exterminio, el “buen funcionario” Eichmann se siente liberado del pesado fardo
de saber que cumplía órdenes que no superaban el filtro ético, pues en ese momento toda la
Administración alemana desarrolla esas políticas y él es un pequeño “diente” en la inmensa
maquinaria. Según él, su rebelión era insignificante, insuficiente a todas luces para parar el
proyecto y, además, irracional desde una perspectiva de pura supervivencia. La “ética de la
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estructura” le aporta, además, el consuelo que la conciencia le niega. Su defensa prosigue
alegando que el resultado de la “solución final” es el fruto de miles de personas y él no puede ser
responsable de algo decidido por el Führer y desarrollado por la inmensa maquinaria burocrática
del régimen, de la que él es sólo una minúscula rueda.
Tras el análisis de este caso, parece evidente que ambas opciones “éticas” (la ética de la
neutralidad y la de la estructura) no son la mejor solución si creemos en un mundo donde
barbaries como la nazi no puedan volver a producirse. Necesitamos una ética que exija a los
servidores públicos preguntarse por la moralidad de los fines existente tras toda orden o
norma, y una ética que guíe más allá de los intereses egoístas que fundamenten la acción
administrativa.
2.2 Razones para defender una ética administrativa postconvencional en un régimen
democrático.
En España en este momento histórico, por fortuna, no nos encontramos bajo un régimen
totalitario, sino en un régimen democrático y el debate sobre el deber de obediencia se sitúa en
un contexto diferente. No es lo mismo obedecer órdenes en un régimen totalitario o autoritario
que en un régimen democrático. El funcionario de la democracia recibe órdenes de los
representantes del pueblo o de las personas nombradas por tales representantes o que gozan
de su confianza. Además, la democracia tiene mecanismos políticos y jurídicos de defensa frente
a los abusos del poder. Sobre todo unos tribunales que aplican eficazmente el derecho. En
consecuencia, los funcionarios deben obedecer las órdenes de los representantes sin plantearse
más cuestiones que las puramente instrumentales de cómo llevar a término las instrucciones y
aplicar las normas eficaz y eficientemente.
Por otra parte, en democracia los/as funcionarios actúan en el marco de organizaciones
estructuradas legalmente con una misión, definida por los representantes del pueblo, y
ejecutando políticas legitimadas por la decisión popular al elegir sus representantes; además, los
resultados son fruto de muchas manos, no de una sola.
Frente a estas argumentaciones se puede contra-argumentar lo siguiente:
En primer lugar, el hecho de que un gobierno sea elegido democráticamente no impide que
trate de abusar del poder obtenido y persiga, por ejemplo, a la prensa opositora, ni que ciertos
miembros del poder judicial se presten a colaborar en el citado abuso de poder. Además, el
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Parlamento puede elaborar normas en situaciones de excepción que entren en conflicto con el
pleno respeto a los derechos humanos, sobre todo si las cláusulas de excepción no se
interpretan restrictivamente. También pueden tomarse decisiones de cariz marcadamente
electoralista y usar fondos públicos para el “autobombo”. Incluso se pueden adoptar normas que
atentan contra el interés general o que favorecen excesivamente intereses parciales como
consecuencia de la captura de las políticas por grupos de interés poderosos. En suma, el hecho
de que el régimen sea democrático no garantiza la virtud de los representantes del pueblo.
En segundo lugar, la teoría de que la democracia tiene instrumentos para la autodepuración de
conductas indignas o para el resarcimiento de las injusticias flagrantes no deja de ser un ideal
normativo que no siempre encuentra en la realidad expresión fáctica. Más aún, aunque así fuera,
ello no evita que las injusticias y abusos se produzcan, aunque se depuren responsabilidades
más tarde. Y esos abusos se producen porque la Administración colabora en la ejecución
“imparcialmente”. Colaborar con la ejecución de un abuso en función de que tarde o
temprano la democracia funcionará y se solucionará el problema no deja de ser cínico e
irresponsable desde un planteamiento ético.
Tercero, la idea de que los servidores públicos reciben siempre órdenes claras y explícitas de
los gobernantes es errónea. En la mayoría de los casos las instrucciones son vagas y abiertas,
permitiendo amplia discrecionalidad y evitando compromisos excesivos en lo referente a los
medios de cumplimentación de las órdenes. De ahí que el servidor público deba interpretar,
analizar y elegir por sí mismo. Sobre todo, la elección de las medidas y los tiempos de
implantación corren a cargo de la burocracia. Además, la misión de las organizaciones públicas
es suficientemente amplia como para que dentro de ella quepan muchas posibles opciones
estratégicas, opciones que se definen con la colaboración ineludible de la burocracia. Así pues,
en última instancia, el funcionario elige en numerosas ocasiones sobre fines, aunque sea
entre los previamente marcados como elegibles por el ambiguo programa o mensaje
político.
Cuarto, hay situaciones en las que los políticos no emiten ninguna orden, no lanzan ninguna
propuesta, ni dan órdenes frente a problemas evidentes que la ciudadanía sufre cotidianamente.
Dejan a los funcionarios frente a los problemas y se escudan en la burocracia para evitar tener
que afrontar soluciones costosas económica o políticamente. O simplemente no conocen cómo
afrontar los problemas y se inhiben a favor de la burocracia. En esos supuestos, que sobre
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todo se dan en el nivel local, los servidores públicos tienen, en múltiples ocasiones, que
tomar la iniciativa y buscar sus propias respuestas al problema (role reversal), respuestas
que, cuando funcionan, suelen ser legitimadas políticamente.
Quinto, en áreas técnicas o fuertemente dependientes del conocimiento experto los políticos
toman decisiones basándose en datos, informes, teorías o ejemplos aportados por los
funcionarios, con lo que, en definitiva, las instrucciones deben una gran parte de su contenido a
las previas decisiones funcionariales sobre qué datos aportar y cuáles no. Más aún, el papel de
los burócratas en la elaboración de normas y en la formulación de políticas y programas es muy
relevante. Con ello, los funcionarios se hacen responsables de las consecuencias de dichas
decisiones, y por ello deberían ser juzgados.
Sexto, la idea de que los resultados de las políticas son fruto de muchas manos y que no es
posible hacer responsable a nadie individualmente de los fracasos colectivos, o la idea de que
los fracasos colectivos pueden ser consecuencia de mínimas variaciones en la conducta
individual de cientos de funcionarios, conducta apenas detectable y apenas reprobable en la
práctica, choca con el principio de que un acto inmoral no deja de serlo porque sea colectivo y/o
generalizado. De hecho, si un grupo de diez “skin heads” ataca a una persona que camina sola
por la calle, no por ser diez se reduce su culpa a un décimo, sino que más bien su culpa
individual es aún mayor. Cada decisión de un servidor público que contribuya a una mala
política por dejación, abandonismo o irresponsabilidad debe ser juzgada por sí misma, no
puede ni debe ser justificada por la generalización de dichos actos.
Finalmente, séptimo, no hay que olvidar que, en democracia, los políticos buscan garantizarse
el mayor porcentaje posible del voto popular, lo cual les puede llevar a actuaciones que dan
respuesta a demandas que dañan los intereses de la comunidad a medio y largo plazo, aunque
sean muy populares en ese momento dado (el caso del desarrollo urbanístico español en ciertas
zonas es un triste ejemplo). En esos casos, las instrucciones políticas pueden ser ilegales o
contrarias a estándares técnicos y medioambientales claramente definidos, y los
funcionarios se enfrentan a un dilema moral evidente frente a tales órdenes.
Por todo ello, desde la ética administrativa no se puede obviar la reflexión sobre fines y, como
consecuencia, es necesario generar una ética administrativa que dé respuesta a los dos tipos de
dilemas del servicio público: el dilema sobre qué derechos y deberes deben respetar las políticas
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públicas y qué condiciones deben satisfacer para superar el test de eticidad tanto en la fase de
formulación y decisión, como en la de implantación y evaluación.
3. PRINCIPIOS BÁSICOS DE LA ÉTICA ADMINISTRATIVA.
Por todo ello, podríamos decir que la ética de fines o ética pública aquí defendida es aquella que
acoge los valores básicos de las diversas éticas, depurados a través de la deliberación y del test
de razonabilidad, y los desarrolla en un sistema institucionalizado, fundado en el respeto mutuo y
la defensa y promoción de aquellos derechos que permitan la deliberación en condiciones de
máxima libertad e igualdad a personas que reconocemos, al dialogar, como libres e iguales.
Todo fin que respete y promueva la efectividad de los derechos humanos es éticamente
correcto. Todo fin que atente contra dicho marco de lo correcto no supera el test de eticidad. En
suma, los fines son aceptables éticamente si respetan las bases morales y los principios
de justicia deliberativamente consensuados o consensuables. Más aún, los fines deben
promover la efectividad en la vida real de esos principios, en concreto: la dignidad de la persona
humana, la deliberación, sobre todo para la definición de las bases constitucionales y los
fundamentos de las políticas públicas, la autonomía de la persona humana y la autolegislación, y
los máximos niveles de igualdad y libertad para hacer de la deliberación un procedimiento justo.
Y este marco de lo correcto implica para los empleados públicos el respeto de cinco
principios: 1. Los empleados públicos1 tienen la obligación de facilitar, en el marco de sus
competencias, la participación y la deliberación en torno a los proyectos normativos y las
decisiones públicas fundamentales2, más aún, deben promover el libre encuentro de pareceres,
con independencia de que los resultados lleven o no al consenso. Obviamente, este principio es
más sencillo de realizar en los niveles locales que en los niveles nacionales de gobierno, y más
en políticas sociales que en políticas de seguridad pública. 2. Los empleados públicos deben
promover y respetar la democracia, único régimen compatible con las ideas de ética pública
esbozadas. Cuanta más calidad tiene una democracia más reales y efectivos son los principios
éticos antes esbozados. De ahí que deba preocuparse, también, por la calidad de la democracia
y el buen funcionamiento de sus instituciones. 3. Los empleados públicos han de hacer de la
1 Ciertamente, la mayor o menor vigencia de estos principios dependerá del nivel de responsabilidad del empleado, a mayor responsabilidad, mayor vigencia. 2 Una decisión pública fundamental es aquella que afecta a la autonomía y dignidad de la persona, con independencia de su número.
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defensa y promoción de los derechos humanos el pilar de su toma de decisiones. Este principio,
junto al anterior, llevan a defender que los empleados públicos deben respetar el marco
constitucional democrático e intentar hacerlo efectivo a través de las políticas y decisiones
públicas. 4. Los empleados públicos deben promover la igualdad de oportunidades y evitar
situaciones de desventaja que produzcan inequidades deliberativas. 5. Los empleados públicos
deben buscar el interés general, respetando el marco democrático y jerárquico de decisiones,
pero sin obviar su capacidad de juicio y crítica basada en la defensa y promoción de los
principios de la ética pública.
A partir del respeto a esos principios sí deberán introducirse los valores instrumentales
(“técnicos”) para concretar las decisiones. Finalmente, en el nivel de cada organización, los
códigos de conducta por unidad, realizados participativamente, conocedores de la
fenomenología del trabajo en esas instituciones, pueden auxiliar en la resolución de problemas
específicos de cada empleado, eso sí, respetando el nivel ético superior. Resumiendo todo lo
dicho, en este texto se defiende que los empleados públicos no pueden tener una opción
ética neutral e indiferente, sino que deben asumir una perspectiva ética sustantiva,
aquella que se vincula con los principios y valores propios de la ética pública en sentido
amplio.
4. LOS CONFLICTOS DE VALORES.
Realizadas estas reflexiones, podría parecer que ya está todo resuelto. Dejando claros los
principios y los valores que surgen de ellos, los empleados públicos pueden dedicarse ya a la
gestión. Sin embargo, esto no es tan sencillo.Los valores son concepciones de lo deseable
que influencian la selección de fines y medios para la acción. Definir unos valores apropiados y
socializar a los miembros de la organización en los mismos se puede convertir en una labor de la
máxima importancia, pero sólo funciona si además de los valores de referencia se definen los
principios que permiten articular y priorizar valores y transformarlos en conductas moralmente
deseables, en definitiva, es preciso definir el marco de lo correcto antes de definir lo bueno.
Los valores cumplen tres funciones esenciales. 1) Son muy importantes para la selectividad de la
percepción, pues aumentan o disminuyen la posibilidad de que un estímulo sea percibido. 2)
Influyen en la interpretación de los productos de las respuestas, de forma tal que algunos productos
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son considerados positivamente y otros negativamente. 3) Proporcionan guías no detalladas para la
selección de fines.
Pero si se suman valores muchas veces contradictorios y se pretende que éstos influyan real y
homogéneamente en la conducta de los funcionarios, entonces se desconoce su forma de operar e
influir sobre las personas. Los conflictos de valores son parte de la experiencia diaria de cualquier
empleado público. En general, en relación con los valores surgen tres tipos de problemas. 1) Hay
una pluralidad de valores implicada en cualquier opción de política pública. Gente diferente tiene
valores e intereses diferentes o, incluso con valores iguales, prioriza los mismos de diversa manera
o los interpreta de forma que conectan con sus previos intereses. 2) Los valores de la gente son
fluidos e inestables, al menos en sus prioridades e interpretaciones. Si los valores fueran
completamente estables, el cambio social e individual sería imposible; si los valores fueran
completamente inestables, la continuidad de la sociedad y de la personalidad humana sería
imposible. 3) También hay conflictos entre valores y combinaciones de valores cuando nos
enfrentamos a la implantación o evaluación de una política pública, no sólo existen en la fase de
formulación. En general, si se sirve a un valor plenamente, no se puede servir del mismo modo a
otro contradictorio, o, si se mantienen uno o varios de una naturaleza, se deben negar o relegar
otro u otros de otra naturaleza. En la vida diaria, aun cuando se tengan claros los principios de
referencia, frente a estos conflictos éticos no suelen existir respuestas claras y definitivas. En
suma, el conflicto ético está presente en la vida diaria del empleado público. Pero si a ello se
añade la acumulación de valores sin guía, los resultados no pueden ser positivos.
Los valores se pueden agrupar en lo que se podrían definir como “roles o conjuntos de valores”,
aunque en este texto los vamos a denominar polos de integridad. Estos polos de integridad
agrupan diversos valores que tienen cercanía en cuanto a sus fines y que exigen del destinatario
el desempeño de un papel concreto y coherente en la organización o sociedad correspondiente.
Los diversos polos de integridad exigen el desempeño de roles diferentes a los empleados
públicos, roles que entran en conflicto de forma inevitable en el momento en que se desarrolla la
conducta por ellos requerida. La solución de dichos conflictos no permite respuestas
matemáticas, sino que debe buscarse, en cada caso, prudencialmente, un justo medio que evite
que el desarrollo de un rol implique el sacrificio completo de otro. No obstante, en ocasiones, el
equilibrio de roles puede llevar a sacrificios excesivos de valores o roles superiores y, con ello, a
actuaciones éticamente muy discutibles. Por ejemplo, la búsqueda de eficacia y la lealtad al
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superior no pueden implicar el más mínimo sacrificio del respeto a la Constitución y a los
derechos humanos.
Las posibilidades de conflictos de valores, por desgracia, no se limitan a los conflictos entre
roles, sino que, incluso, pueden darse dentro de un mismo rol. Y en estos casos la prudencia
y el consiguiente equilibrio de valores no son más sencillos de encontrar. Un ejemplo: la
lealtad al superior y a los subordinados puede entrar en conflicto, y el justo medio no es
tan fácil de hallarse. De todas formas, los conflictos más importantes son los que se
producen entre roles diferentes, pues en esos casos los valores de referencia pueden
referirse a concepciones de lo deseable bastante diversas. Son precisamente estos
conflictos los que pueden llevar a la desobediencia, a la denuncia o al abandono del servicio
público.
5. LOS CÓDIGOS ÉTICOS.
En todo servidor público, como ser humano, existe una conciencia, una justificación de sus
decisiones, una identidad y una responsabilidad y para conseguir que dichas elecciones tengan
la máxima integridad moral surgen los códigos de conducta, como instrumentos de reforzamiento
de la conciencia colectiva, como reflexión en voz alta para ayudar en la elección. En suma, a
efectos de facilitar dicha labor de elección surgen los denominados códigos de conducta. No
obstante, también surgen para informar a los empleados públicos de lo que pueden o no pueden
hacer. A tal efecto, es sorprendente conocer que una gran parte de las irregularidades que
cometen algunos administradores públicos es fruto de la ignorancia y no de la mala fe. En el
Servicio Nacional de Sanidad británico, tras una encuesta a 2600 miembros de juntas, se
descubrió que casi la mitad de éstos creían que era posible firmar contratos antes de tener una
autorización (49%), o que era correcto infringir reglas si era en interés del servicio (46%), según
el Informe Notan (1996).
En todo caso, es importante recordar los límites de los códigos éticos. Para empezar, su
ambigüedad, sobre todo si se quedan en el ámbito de la mera definición de valores. Los valores
que han de guiar la conducta del responsable público, como ya indicamos, no dejan de ser
patrones de deseabilidad; un mismo valor puede servir de punto de referencia a un gran número
de normas y conductas específicas. Además, un peso excesivo de un valor plenamente
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aceptado puede entrar en conflicto con otro valor también plenamente deseable. Por ejemplo, el
valor legalidad puede entrar en conflicto con el valor eficacia. La respuesta a los dilemas éticos
no puede ser universal y permanente, por el contrario, es individual y contingente; y fruto en
última instancia, del ejercicio de la virtud aristotélica de la prudencia, o capacidad de conectar los
principios generales a la realidad concreta. De ahí la importancia de la reflexión personal y del
aprendizaje para buscar y encontrar dicho justo medio. Por todo lo anterior, y para facilitar la
toma de decisiones, es importante que los códigos tengan un conjunto de normas
suficientemente delimitadoras de conductas deseables y rechazables.
Más allá de estas reflexiones, lo cierto es que la elaboración de códigos de conducta adecuados
para los funcionarios es una corriente cada vez más generalizada; así, Australia, Nueva Zelanda,
Portugal, el Reino Unido, Estados Unidos y Holanda han establecido (a nivel estatal, regional y
local) o renovado recientemente códigos de conducta para sus empleados públicos. No obstante,
los códigos sufren un doble debate actualmente.
5.1. Códigos generales o particulares.
El primer debate es el de si pueden existir códigos para todos los funcionarios de un mismo
gobierno o si cada organización pública debe tener el propio. Las experiencias comparadas en la
materia son muy diversas, pero parece extenderse la idea de que un código colectivo es
perfectamente compatible con códigos por agencia u organización, como se hace en Australia y
Nueva Zelanda. En esta dirección, es adecuado que, en España, el EBEP haya elaborado un
código para todos los empleados públicos y que, posteriormente, cada Comunidad o
Ayuntamiento, adapte el general a sus peculiaridades, incluso generando códigos específicos
por áreas suficientemente específicas.
Estos códigos generales tienden a incluir una declaración de valores globales y genéricos
públicos y posteriormente declaraciones de desarrollo sobre cada uno de los valores. Así, el
Código de Buen Gobierno del Gobierno de España comienza con una clarificación de su
objetivo y, posteriormente, establece sus principios. Algunos de los principios que los Altos
cargos estarán obligados a respetar son:
1. Transparencia informativa. Los altos cargos proporcionarán información a los ciudadanos
acerca del funcionamiento de los servicios públicos que tengan encomendados y, cuando
realicen campañas de información, lo harán evitando cualquier actuación que las aleje de su
contenido informativo.
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2. Custodia de documentos. Garantizarán la permanencia de los documentos para su
transmisión y entrega a sus posteriores responsables en las tareas de Gobierno.
3. Dedicación al servicio público. Los altos cargos de la Administración General del Estado se
abstendrán de aceptar cargos y puestos directivos en organizaciones que limiten la
disponibilidad y dedicación al cargo político.
4. Austeridad en el uso del poder. Los altos cargos evitarán toda manifestación externa
inapropiada u ostentosa que pueda menoscabar la dignidad con que ha de ejercerse el cargo
público.
5. Prohibición de aceptar regalos. Se rechazará cualquier regalo, favor o servicio en condiciones
ventajosas que, más allá de los usos habituales, sociales y de cortesía, puedan condicionar el
desempeño de sus funciones. En el caso de obsequios de mayor significación, se incorporarán al
Patrimonio del Estado.
6. Promoción del entorno cultural. La protección del entorno cultural y de la diversidad lingüística
inspirará las actuaciones de los altos cargos adoptadas en el ejercicio de sus competencias, así
como la protección del medio ambiente.
7. Protección y respeto de la igualdad de género. En la actuación administrativa y,
particularmente, en la adopción de decisiones velarán por promover el respeto a la igualdad de
género, removiendo los obstáculos que puedan dificultar la misma.
8. Objetividad. La actuación de los altos cargos se fundamentará en consideraciones objetivas
orientadas hacia el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones
personales, familiares, corporativas o cualesquiera otras que puedan colisionar con este
principio. Se abstendrán de todo tipo de negocios que puedan comprometer la objetividad de la
Administración.
9. Imparcialidad. En su actuación se abstendrán de toda actividad privada o interés que pueda
suponer un riesgo de plantear conflictos de intereses con su puesto público.
10. Neutralidad. No influirán en la agilización o resolución de trámites o procedimiento
administrativo sin justa causa.
En el Reino Unido, además de los estándares éticos que generó la Comisión Nolan y que son
generales para todos los servidores públicos y representantes políticos, para la Administración
en concreto, ha existido un general y muy detallado Civil Service Management Code, cuyos
elementos prescriptivos son parte de las condiciones de servicio a través de las guías y libros de
bolsillo departamentales. En este código se trataban materias como las actividades políticas de
los empleados públicos, la aceptación de regalos y la gestión de fondos públicos. En esta última
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materia existían criterios muy detallados sobre el control financiero, la contratación, las compras
y los procesos de nombramiento en estas áreas. No obstante, con el desarrollo de las agencias
independientes y la política de Next Steps se ha producido un fuerte proceso de politización de la
gestión diaria de las organizaciones, que ahora responden directamente del cumplimiento de sus
objetivos, que tratan directamente con sus clientelas, etc., por lo que se reclamó un nuevo
código.
El nuevo código fue aprobado en 1995, se denomina Civil Service Code, y como es lógico,
también establece 13 grandes principios de conducta para los funcionarios británicos. De entre
ellos, son de destacar los puntos 11 y 12, que establecen la posibilidad de que los funcionarios,
si consideran que un ministro o un funcionario superior les exige algo inapropiado, o si observan
mala gestión en su departamento, o por razones de conciencia, puedan apelar a un órgano
independiente (los Civil Service Commissioners), órgano que estudia su caso en el supuesto de
que en su departamento no obtengan la respuesta adecuada. El punto 13 establece que los
funcionarios británicos no pueden buscar el fracaso de las políticas, decisiones o acciones del
Gobierno, ya declinando colaborar ya absteniéndose de tomar acciones en el marco de la
decisión ministerial.
Pero junto a este código general existen códigos por agencia, como el de la H.M Customs and
Excise, o código de los aduaneros británicos. Código también muy desarrollado, con más de 100
páginas y numerosos apéndices. En él se incorporan tres conjuntos de datos: lo que se espera
de cada empleado, lo que debe hacer y los principios que deben guiar los supuestos no
plenamente incorporados al texto. También establece una parte especial sobre el papel de los
directivos en esta materia. Como ejemplo del grado de detalle con el que trabajan estos códigos,
en su sección cuarta, se establece que los beneficios que pudiere obtener un empleado de la
agencia por los múltiples viajes en avión que realice en el ejercicio de su cargo (puntos de
frequent flyer), no pueden usarse para beneficio propio, pues ello significaría la contravención del
principio de que los funcionarios no se pueden beneficiar privadamente como resultado del
ejercicio de sus obligaciones oficiales.
5.2. Códigos normativos u orientadores
El segundo debate gira en torno al valor normativo y disciplinario del Código, frente a su valor
meramente orientador. Nuevamente, en un rastreo comparativo encontramos ejemplos de los
dos tipos, códigos puramente orientativos y códigos cuyo incumplimiento implica sanción. Un
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ejemplo de código con obligaciones jurídicas es el del Departamento Fiscal del Estado de
Massachusetts, el cual establece que "los empleados cuya conducta no se ajuste a las normas y
líneas contenidas en el código pueden verse sujetos a una acción disciplinaria que puede llegar
incluso al despido". Al tiempo, establece que "todo empleado debe conocer el Código de
conducta y las normas contenidas; debe solicitar información de su autoridad... en caso de duda
o mala interpretación sobre su aplicación".
A su vez el catálogo de "Normas de conducta ética para los empleados del órgano ejecutivo de
los Estados Unidos", tiene también valor normativo, máxime cuando las normas han sido
publicadas en el Registro Federal; dicho catálogo lo que hace es sistematizar en un solo
documento casi todas las prohibiciones de conducta no ética y las obligaciones o deberes de los
empleados públicos federales, eso sí, comenzando con los catorce principios de conducta ética y
estableciendo para cada sección del código ejemplos de lo que se considera permitido y
prohibido.
En Noruega, sin embargo, las normas de conducta tienen carácter voluntario para cada agencia
y son de naturaleza orientativa. También son voluntarias las normas contenidas en la “Guía
sobre Ética Profesional para la Profesión Contable”, un destacado ejemplo de normas
profesionales internacionales que afectan a contables, inspectores e interventores públicos.
En España, el Código de Buen Gobierno optó por una vía ambigua, y no queda claro si es
sancionador o meramente orientador, pues en él se establece que anualmente, de acuerdo al
Código, el Ministro de Administraciones Públicas elevará al Consejo de Ministros un informe
sobre los eventuales incumplimientos de los principios éticos, con el fin de corregir los
procedimientos erróneos y proponer las medidas convenientes para asegurar la objetividad de
las decisiones de la Administración. El Consejo de Ministros en función de ello “adoptará las
medidas oportunas”. Por el momento, ni se conoce de informe alguno, ni de sanciones. Sin
embargo, el Código del EBEP sí conecta incumplimientos del código con responsabilidades
disciplinarias.
Es muy interesante comprobar cómo los códigos de ética se acompañan de una serie de
instrumentos de apoyo para hacer efectivos los mismos. Así, se crean comisiones o comités de
ética, con jurisdicción para investigar a los empleados públicos del gobierno correspondiente, y
se les otorga una capacidad de investigación que llega a incluir la posibilidad de llamar a declarar
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a los afectados, se les autoriza para generar opiniones, advertencias y recomendaciones en la
materia, y se establece la publicidad de sus opiniones. En suma, que un buen código y la
normativa sobre ética necesitan un comité independiente que apoye su implantación efectiva,
necesitan información y literatura actualizada que se haga llegar a los afectados, necesitan un
buen sistema de apoyo y consejo personalizado, suficientemente dotado de personal
competente, y, finalmente, un equipo y medios de investigación suficientes.
6. EL ESTATUTO BÁSICO DEL EMPLEADO PÚBLICO Y LA ÉTICA.
Veamos, ahora, cómo el Estatuto Básico ha respondido a todo el marco conceptual que hemos
esbozado. El código comienza con una obligación genérica: desempeñar con diligencia las
tareas que tengan asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y
observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico. En esta misma
obligación están presentes los dos polos de tensión deontológica propios del empleo público. Por
una parte, “la diligencia en tareas asignadas”, que representa la obligación de buscar la “agilidad”
en el cumplimiento de unas órdenes dadas, que, en principio, no deben ser puestas en cuestión.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define la diligencia como el “cuidado y actividad
en realizar algo”, lo cual no deja dudas sobre el carácter instrumental o servicial de la labor. Por
otra, “velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto
del ordenamiento jurídico”, que ya implica una obligación vinculada a una ética de fines, una
ética que exige al empleado reflexionar sobre si los actos que se le encomiendan promueven el
interés general y respetan la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Como se ve, en el
primer caso el empleado debe trabajar en el marco de un orden dado que no cuestiona, su ética
es la de la neutralidad instrumental; mientras que, en el segundo, el empleado ya debe
cuestionar si las acciones buscan fines correctos o no, con lo que su ética tiene un carácter
postconvencional, lo cual implica un nivel de análisis mucho más complejo, lleno de inferencias y
procesos cognitivos cargados de incertidumbre. Obviamente, en algunos casos, ambos polos de
tensión entrarán en conflicto ante una orden dada. ¿Qué hacer cuando cumplir con diligencia un
mandato superior puede suponer consecuencias negativas para la sociedad o una infracción del
ordenamiento jurídico no manifiesta pero sí posible, de acuerdo a la información, conocimientos
e inferencias realizadas por el empleado encargado de llevarla a efecto? Imposible dar una regla
común y universalizable, habrá que estar al caso y esperar la mejor reflexión ética por parte del
empleado correspondiente. Pero, desde luego, no parece que la mejor respuesta sea cumplir
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ciegamente las instrucciones. En suma, el Estatuto Básico no nos da reglas para hacer frente a
este supuesto, pero se deduce del articulado que las dudas razonables son perfectamente
planteables ante la superioridad. Quizás hubiera sido conveniente dejar clara la primacía de la
protección de los intereses generales y la sujeción y observancia de la Constitución y del resto
del ordenamiento jurídico sobre la diligencia en el cumplimiento de las tareas. Pero, en cualquier
caso, una interpretación razonable nos lleva a ello.
En conjunto, los denominados “principios” del artículo 52 son, en realidad, valores.
Algunos de ellos están vinculados a los valores democrático-finalistas que permean la
Constitución española, otros son claramente instrumentales, para favorecer el cumplimiento de
fines propios de la Administración como institución sistémica. Dichos valores se estructuran, de
acuerdo con los polos finalista e instrumental antes reseñados, más o menos de la siguiente
forma:
Finalistas: integridad, responsabilidad, transparencia, ejemplaridad, austeridad,
honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la
igualdad entre mujeres y hombres.
Instrumentales: objetividad, neutralidad, imparcialidad, confidencialidad,
dedicación al servicio público, accesibilidad, eficacia.
Nuevamente, los conflictos son inevitables entre dichos polos y, dentro de cada polo, entre
algunos de los valores recogidos. Por ejemplo, transparencia y confidencialidad entre polos
diferentes. Neutralidad y accesibilidad dentro del polo instrumental. Sin embargo, hay algún
valor, como el de integridad, que es compatible con el resto, precisamente por su carácter
ambiguamente abarcador. Alguien íntegro es alguien “probo, intachable, recto” de acuerdo, de
nuevo, con el Diccionario de la Real Academia.
Por su parte, los principios éticos se podrían situar en torno a tres polos de integridad, lo cual
llevaría a tres visiones de lo primordial en la ética pública:
A. Integridad como promoción de la ética pública:
• Los empleados públicos respetarán la Constitución y el resto de normas que integran el
ordenamiento jurídico.
• Su conducta se basará en el respeto de los derechos fundamentales y libertades
públicas, evitando toda actuación que pueda producir discriminación alguna por razón de
nacimiento, origen racial o étnico, género, sexo, orientación sexual, religión o
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convicciones, opinión, discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia
personal o social.
• Su actuación perseguirá la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos.
B. Integridad como objetividad.
• Su actuación se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas hacia la
imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese
posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que
puedan colisionar con este principio.
• Se abstendrán en aquellos asuntos en los que tengan un interés personal, así como de
toda actividad privada o interés que pueda suponer un riesgo de plantear conflictos de
intereses con su puesto público.
• No contraerán obligaciones económicas ni intervendrán en operaciones financieras,
obligaciones patrimoniales o negocios jurídicos con personas o entidades cuando pueda
suponer un conflicto de intereses con las obligaciones de su puesto público.
• No aceptarán ningún trato de favor o situación que implique privilegio o ventaja
injustificada, por parte de personas físicas o entidades privadas.
• No influirán en la agilización o resolución de trámite o procedimiento administrativo sin
justa causa y, en ningún caso, cuando ello comporte un privilegio en beneficio de los
titulares de los cargos públicos o su entorno familiar y social inmediato o cuando
suponga un menoscabo de los intereses de terceros.
C. Integridad como eficacia:
• Actuarán de acuerdo con los principios de eficacia, economía y eficiencia, y vigilarán la
consecución del interés general y el cumplimiento de los objetivos de la organización.
• Ejercerán sus atribuciones según el principio de dedicación al servicio público
absteniéndose no sólo de conductas contrarias al mismo, sino también de cualesquiera
otras que comprometan la neutralidad en el ejercicio de los servicios públicos.
• Guardarán secreto de las materias clasificadas u otras cuya difusión esté prohibida
legalmente, y mantendrán la debida discreción sobre aquellos asuntos que conozcan por
razón de su cargo, sin que puedan hacer uso de la información obtenida para beneficio
propio o de terceros, o en perjuicio del interés público.
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• Cumplirán con diligencia las tareas que les correspondan o se les encomienden y, en su
caso, resolverán dentro de plazo los procedimientos o expedientes de su competencia.
• Ajustarán su actuación a los principios de lealtad y buena fe con la Administración en la
que presten sus servicios, y con sus superiores, compañeros, subordinados y con los
ciudadanos.
Es obvio que los tres polos de integridad no siempre son compatibles, ni mucho menos, y que los
conflictos entre un polo y el rol que se vincula al mismo y otro polo y su correspondiente rol
generan múltiples situaciones de profundo debate moral, con la consiguiente incertidumbre en el
empleado sobre si su respuesta es o no la correcta. Por ejemplo, un policía puede tener conflicto
sobre si mantener en secreto una información clasificada si esta información daría cuenta de
actividades contrarias al respeto pleno de los derechos humanos. O la actuación de acuerdo a
los principios de eficiencia y economía no siempre es compatible con el Estado Social que
nuestra Constitución establece como referencia de la actuación pública. O la lealtad al superior y
a los subordinados puede entrar en conflicto con la necesaria imparcialidad y búsqueda del
interés común, por encima de posiciones corporativas.
Todo ello quizás exigiría establecer unas prioridades entre los polos, de forma que el primer polo
siempre fuera superior al segundo y éste al tercero. No obstante, lo ideal es que cada servidor
público busque en cada caso la mejor solución intentando no sacrificar absolutamente ningún
valor, aunque se prioricen algunos. En el justo medio está la virtud, de acuerdo con las máximas
aristotélicas. Pues bien, en un justo equilibrio entre valores en conflicto está la virtud, aun cuando
siempre tengamos que dar cierta prioridad a los principios propios de la ética de fines sobre la
ética de medios o instrumental.
Finalmente, en cuanto a los “principios de conducta”, es evidente que se trata de reglas
(más que principios) derivadas de los principios éticos previamente expuestos, que, eso
sí, privilegian ciertas interpretaciones de los mismos. Todas ellas son reglas
instrumentales de indudable valor pero subordinadas a los principios éticos superiores.
En estos casos los conflictos prácticamente ya no se producen, pues las reglas son lo
suficientemente explícitas y coherentes como para evitar tales situaciones. Lo importante
además es, a efectos jurídicos, que ya marcan conductas muy claras, cuyo incumplimiento
podría dar lugar a sanciones disciplinarias.
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7. CONFLICTOS DE INTERÉS E INCOMPATIBILIDADES.
Como culminación del análisis de las expresiones anteriores de la ética administrativa,
cerraremos el tema con un análisis general de lo que implican los conflictos de interés y las
incompatibilidades y cómo se regulan en general en los países más avanzados. La normativa
sobre conflictos de interés e incompatibilidades es un instrumento en el que la promoción de la
ética conecta con la lucha contra la corrupción. Estas normas surgen de la reflexión ética sobre
los fines de la acción pública y, al tiempo, promueven una serie de medidas que previenen la
corrupción y sancionan, en su caso, los incumplimientos. Sus preceptos pueden encontrarse
tanto en normas jurídicas como en códigos de conducta autoelaborados por organizaciones
públicas.
La definición normalmente empleada de conflicto de interés es la siguiente: “El conflicto de
intereses de los responsables públicos3 es un conflicto entre obligaciones públicas e
interés privado que puede indebidamente influir en el cumplimiento de sus obligaciones y
responsabilidades” (OCDE, 2004). De esta definición surge como consecuencia el
reconocimiento de que se incluyen en la misma no sólo las situaciones en las que, de hecho,
existe un inaceptable conflicto entre los intereses como persona privada de un responsable
público y sus obligaciones como tal responsable público, sino también aquellas situaciones en
las que existe un aparente conflicto de interés o un potencial conflicto de interés. En suma, a
efectos de la OCDE, el conflicto puede ser aparente: pueden darse pero no se dan los conflictos.
O puede ser potencial: podría haber conflicto en el futuro si el funcionario/a asumiera ciertas
responsabilidades. Pero ambos tipos de conflicto, aun cuando no sean reales y actuales, se
incluyen en la definición y se regulan.
Un conflicto aparente de intereses se da cuando hay un interés personal implicado que podría
hacer pensar razonablemente a los ciudadanos que dicho interés ejerce una influencia indebida
en el responsable público, aun cuando, de hecho, no la ejerza o, incluso, cuando de hecho no
exista tal influencia. Por ejemplo, si un Director General de Farmacia posee cinco farmacias en el
país tendrá un conflicto de intereses aparente, al menos, al tomar decisiones sobre regulación
farmacéutica; podría ser que dicho Director actuara en la práctica de forma muy imparcial, pero
3 Responsable público se refiere a todo tipo de cargo público, sea electo o de nombramiento, sea en el gobierno central o en gobiernos sub-nacionales.
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su imagen y la del Gobierno quedarían siempre en entredicho y sobre sus decisiones caería un
ámbito de sospecha. Este tipo de situaciones generan un potencial de duda sobre la integridad
del responsable público, o sobre la integridad en su conjunto de la organización donde éste
trabaja, que recomendarían que tal tipo de situaciones se evitaran, aun cuando no exista real
conflicto de intereses. La imagen y el prestigio de las instituciones públicas recomiendan que se
eviten conflictos de interés aparentes.
7.1. Visión general.
Entre las medidas que se vinculan a la prevención y regulación de los conflictos de interés se
destacarían las siguientes:
1. Restricciones en el ejercicio de empleos adicionales al principal empleo público. Aquí
pueden darse todo tipo de incompatibilidades tanto con otro empleo público como con empleo en
el sector privado. Sobre todo, cuando se trata de Altos Cargos o de jueces, lo normal es la
prohibición absoluta de cualquier otro empleo público o privado. Cuando se trata de funcionarios
de nivel medio o subalterno esta prohibición, en lo relativo a puestos de trabajo en el sector
privado, se puede flexibilizar, siempre que se cumplan las obligaciones del cargo público, como
después veremos.
2. Declaración de ingresos personales. Con esta medida, aplicable sobre todo a Altos Cargos
y funcionarios en puestos de responsabilidad, se pretende conocer la procedencia de los
ingresos, de manera que se controlen posibles fuentes de influencia indebida en su conducta.
3. Declaración de ingresos familiares. Esta medida es muy similar en sus fines a la anterior,
pero amplía la esfera subjetiva de control, de manera que se conozcan posibles conflictos
derivados de las fuentes de ingresos de familiares muy cercanos.
4. Declaración de patrimonio personal. Hay personas que cuando ingresan en política o
cuando ocupan puestos administrativos ya poseen una gran fortuna, de forma que la revelación
de ese patrimonio puede ayudar a conocer fuentes de conflicto de interés. Además, el
descubrimiento de tal fortuna durante el mandato podría ser fuente de un escándalo, basado en
la manipulación de datos, si no existiera información previa. Conocer desde el inicio ese
patrimonio reduce las posibilidades de escándalos innecesarios y dañosos para la imagen de lo
público. Pero lo normal es que las personas no posean tal fortuna, y si durante el mandato se
adquiriese un patrimonio incoherente con los ingresos conocidos, al conocerse el patrimonio de
partida, existirían fundamentos para iniciar investigaciones sobre posible corrupción.
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5. Declaración de patrimonio familiar. Aquí, como en el caso de los ingresos, el conocimiento
del patrimonio del cónyuge o de los ascendientes y descendientes es importante para conocer
fuentes de conflicto y para facilitar la lucha contra la corrupción.
6. Declaración de regalos. En el ejercicio del cargo, y como consecuencia del mismo, pueden
recibirse regalos oficiales (de gobiernos extranjeros, por ejemplo) y privados. Esos regalos
podrían comprometer la imparcialidad y, por ello, ser fuente de conflictos de interés, de ahí que,
a partir de un determinado valor económico, se prohíba en algunos países la aceptación de
regalos. No obstante, cuando por razones de cortesía y de respeto institucional sea conveniente
aceptarlos, la normativa a menudo establece que es necesario declararlos e incorporarlos al
patrimonio estatal.
7. Declaración de intereses privados relevantes para la gestión de contratos. La
participación en empresas y los activos financieros que se posean pueden condicionar la toma
de decisiones en un área como la de contratación, para ello se obliga, como antes vimos, a la
declaración de patrimonio en múltiples legislaciones. Pero esa declaración no basta para
conocer todas las fuentes de conflicto, así, por ejemplo, un responsable público puede haber
trabajado durante años en una empresa, antes de ingresar en la Administración, y tener una
relación de amistad o de enemistad con sus propietarios. Si esa empresa contrata con la
organización en que se trabaja, y el responsable público está encargado de la gestión de
contratos, se presenta un caso de conflicto de intereses. De ahí que se obligue en algunas
normativas a declarar las actividades previas realizadas en los últimos años y a abstenerse de
decidir en ese caso.
8. Declaración de intereses privados relevantes para la toma de decisiones. En este caso,
como en el anterior, se trata de evitar que patrimonio y actividades previas puedan condicionar la
imparcialidad de la decisión actual.
9. Declaración de intereses privados relevantes para quienes participan en la toma de
decisiones como consejeros o informantes. En estos casos, a quienes afecta la obligación es
a personas que no toman decisiones pero que influyen con sus consejos e informes en la toma
final de la decisión.
10. Seguridad y control en el acceso a información privilegiada. Ciertas personas trabajan
en áreas en las que se maneja información muy relevante para la economía nacional o para su
seguridad, de ahí que convenga clarificar a quién y cómo podrían beneficiar estas personas si se
decidieran a revelar tal información y, posteriormente, tomar medidas para evitar la posibilidad.
Ello puede llevar a incompatibilidades muy exigentes y a declaraciones de intereses continuas y
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muy detalladas. Incluso, en ciertos países, ello da lugar a investigaciones oficiales sobre su vida
privada.
11. Restricciones y control de actividades privadas con posterioridad al cese. Una forma
de capturar políticas y decisiones, por parte de empresas, ONG`s y grupos de interés, es el de
ofrecer altos cargos en dichas organizaciones a los responsables públicos para cuando
abandonen el gobierno. Para evitar este tipo de situaciones, con toda su carga de conflicto de
interés y también de soborno diferido, en las legislaciones de muchos países se establece una
prohibición temporal (dos años, por ejemplo) de aceptar empleo en el sector privado, una vez
abandonado el servicio público, cuando las organizaciones que ofrecen el empleo dependieron
del funcionario correspondiente en decisiones o resoluciones de cualquier tipo.
12. Restricciones y control de nombramientos concurrentes fuera del gobierno. Un
funcionario o responsable público puede, al tiempo que desarrolla su labor en la Administración,
estar involucrado en puestos de responsabilidad en un partido político, o en una asociación legal
de cualquier tipo como un ciudadano corriente. Obviamente, en estos casos, no se desarrolla
normalmente la labor por razones lucrativas, sino por razones ideológicas, o por preocupaciones
sociales, culturales o medioambientales. Sin embargo, la militancia política y/o social puede
provocar conflictos de interés, de ahí que, para determinados puestos, se pueda exigir
información relativa a este tipo de actividades cívicas y, en ocasiones, se pueda prohibir la
ocupación de puestos de responsabilidad en este tipo de organizaciones o, incluso, la mera
militancia (por ejemplo, para los directivos públicos profesionales en los Estados Unidos).
13. Publicidad de las declaraciones de ingresos y patrimonio. De cara a facilitar el control
social de los conflictos de intereses y a facilitar la lucha contra la corrupción, en determinadas
legislaciones se establece la obligación de que, salvados los datos confidenciales, se publiciten,
incluso en internet, las declaraciones de bienes y patrimonio de los altos cargos del gobierno y
funcionarios relevantes.
14. La regulación detallada de la obligación de abstención en la toma de decisiones o de la
participación en reuniones de comités, cuando la participación o presencia del responsable
público en dichos actos pudiere comprometer la necesaria imparcialidad del acto, dado el
conflicto de interés directo o indirecto (por familiares o amigos cercanos) que el funcionario tiene
en el mismo.
15. Restricciones en la propiedad de acciones y de empresas privadas. Cuando un Alto
Cargo o un funcionario con responsabilidades, o sus familiares cercanos, posean acciones o
sean propietarios de empresas que tengan relación con la Administración pública, el conflicto de
intereses puede ser real o, en todo caso, es aparente. Para evitar tales conflictos, en muchos
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países se establece la prohibición de tener tales propiedades mientras se detenta el cargo, por lo
que es obligatorio o renunciar al cargo o vender las acciones o empresas. Si se trata de
miembros del gobierno o responsables de agencias reguladoras, también se les puede exigir
que, si tienen acciones en cualquier tipo en empresas no contratistas con el sector público,
durante su mandato procedan a contratar con una entidad financiera registrada la gestión de
dichos valores, sin que puedan darles instrucciones de inversión durante tal periodo.
7. 2. La abstención y el régimen de incompatibilidades.
La condición de empleado o autoridad pública conlleva, con carácter general, la obligación de
actuar de forma imparcial en los asuntos públicos en los que se intervenga en razón del cargo.
Para ello, la Administración Pública española se ha dotado de herramientas legales que suponen
una limitación en la capacidad de actuar pública y privadamente: por un lado el establecimiento
de un rígido régimen de incompatibilidades que ha impedido en la mayoría de los casos el
desarrollo de actividades privadas bien por causas objetivas universales (la percepción de
determinados salarios públicos impide el desarrollo de otras actividades públicas o privadas) o
bien por causas subjetivas (la posibilidad de que la actividad privada este en el ámbito de los
asuntos públicos en los que se interviene). El otro soporte legal sobre el que se sustenta la
imparcialidad en la actuación general de empleados y autoridades es la propia regulación de
nuestro procedimiento administrativo general. Ya en la Ley de Procedimiento Administrativo de
17 de julio de 1958 se dedicaba el capítulo cuarto de su Título Primero a regular las causas de
abstención y recusación, estos es, los supuestos en los que un empleado público debía
abstenerse de intervenir en un asunto público y por las que cualquier interesado podía solicitar
que no lo hiciera.
La inquietud por este asunto llevó al legislador constitucional a introducir en nuestra Constitución
de 1978 una previsión específica respecto a la actuación imparcial de los poderes públicos en
estos términos (art 103.3):
“La Ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos, el acceso a la función pública de
acuerdo con los principios de mérito y capacidad, las peculiaridades del ejercicio de su derecho a
sindicación, el sistema de incompatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio
de sus funciones.”
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Pues bien, la actual regulación de las causas de abstención, la recusación y su procedimiento
contenidos en la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones
Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, es fiel continuación de la Ley de 1958,
estableciendo en sus artículos 28 y 29 las causas de abstención, los efectos de la participación
de quienes intervienen en asuntos públicos concurriendo en ellos alguna de dichas causas y el
procedimiento de recusación de los mismos.
En cuanto a las incompatibilidades de los empleados públicos, la normativa vigente de carácter
básico es la establecida en la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, desarrollada en el ámbito estatal
por el RD 598/1985, 30 de abril, éste último de aplicación supletoria al personal de la
Administración de la JCCM.
Los objetivos inspiradores de la ley 53/1984 serían: Garantizar la independencia e imparcialidad
del empleo público, evitando el conflicto de intereses; Secundariamente, se intenta establecer la
incompatibilidad económica, vinculada al principio de eficacia (un sólo empleo se realiza mejor
que varios); Finalmente, a través de esta normativa se intenta implantar un reparto de empleo.
Por su parte, en cuanto a la normativa existente en Castilla–La Mancha relativa a la actuación de
autoridades públicas, la Ley 11/2003, de 25 de septiembre, del Gobierno y del Consejo
Consultivo de Castilla-La Mancha regula su régimen de incompatibilidades y la obligatoria
declaración de actividades, bienes y rentas.
Como extensión y consecuencia del régimen general de incompatibilidades, se han previsto
prohibiciones concretas en normas especiales. En este sentido, habría que añadir las
prohibiciones de contratar de la Ley de Contratos del Sector Público o la imposibilidad de ser
beneficiario de Subvenciones de la Ley General de Subvenciones. Como ejemplo, el artículo 49.f
de la Ley de contratos del Sector Público, establece como prohibición: “Estar incursa la persona
física o los administradores de la persona jurídica en alguno de los supuestos de la Ley 5/2006,
de 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de los
altos cargos de la Administración General del Estado, de la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, de
incompatibilidades del personal al servicio de las Administraciones públicas o tratarse de
cualquiera de los cargos electivos regulados en la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del
Régimen Electoral General, en los términos establecidos en la misma. La prohibición alcanzará a
las personas jurídicas en cuyo capital participen, en los términos y cuantías establecidas en la
legislación citada, el personal y los altos cargos de cualquier Administración Pública, así como
27
los cargos electos al servicio de las mismas. La prohibición se extiende igualmente, en ambos
casos, a los cónyuges, personas vinculadas con análoga relación de convivencia afectiva y
descendientes de las personas a que se refieren los párrafos anteriores, siempre que, respecto
de los últimos, dichas personas ostenten su representación legal”.
Por otra parte, en virtud de la nueva Ley del Suelo, se introducen nuevos controles e
incompatibilidades para los electos locales y para los directivos locales (sean funcionarios o
laborales) así como para los funcionarios de habilitación nacional. En concreto, en su Disposición
Adicional Novena 3 se modifica el artículo 75.7 de la Ley Reguladora de Bases de Régimen
Local estableciendo que: «Los representantes locales, así como los miembros no electos de la
Junta de Gobierno Local, formularán declaración sobre causas de posible incompatibilidad y
sobre cualquier actividad que les proporcione o pueda proporcionar ingresos económicos.
Formularán asimismo declaración de sus bienes patrimoniales y de la participación en
sociedades de todo tipo, con información de las sociedades por ellas participadas y de las
liquidaciones de los impuestos sobre la Renta, Patrimonio y, en su caso, Sociedades. Tales
declaraciones, efectuadas en los modelos aprobados por los plenos respectivos, se llevarán a
cabo antes de la toma de posesión, con ocasión del cese y al final del mandato, así cuando se
modifiquen las circunstancias de hecho. Las declaraciones anuales de bienes y actividades
serán publicadas con carácter anual, y en todo caso en el momento de la finalización del
mandato, en los términos que fije el Estatuto municipal. Tales declaraciones se inscribirán en los
siguientes Registros de intereses, que tendrán carácter público: a) La declaración sobre causas
de posible incompatibilidad y actividades que proporcionen o puedan proporcionar ingresos
económicos, se inscribirá, en el Registro de Actividades constituido en cada Entidad local. b) La
declaración sobre bienes y derechos patrimoniales se inscribirá en el Registro de Bienes
Patrimoniales de cada Entidad local, en los términos que establezca su respectivo estatuto. Los
representantes locales y miembros no electos de la Junta de Gobierno Local respecto a los que,
en virtud de su cargo, resulte amenazada su seguridad personal o la de sus bienes o negocios,
la de sus familiares, socios, empleados o personas con quienes tuvieran relación económica o
profesional podrán realizar la declaración de sus bienes y derechos patrimoniales ante el
Secretario o la Secretaria de la Diputación Provincial o, en su caso, ante el órgano competente
de la Comunidad Autónoma correspondiente. Tales declaraciones se inscribirán en el Registro
Especial de Bienes Patrimoniales, creado a estos efectos en aquellas instituciones. En este
supuesto, aportarán al Secretario o Secretaria de su respectiva entidad mera certificación simple
y sucinta, acreditativa de haber cumplimentado sus declaraciones, y que éstas están inscritas en
28
el Registro Especial de Intereses a que se refiere el párrafo anterior, que sea expedida por el
funcionario encargado del mismo.»
Como se puede comprobar, ahora ya hay dos registros, no uno solo como antes, que además
son públicos: uno de bienes y otro de actividades. Y la obligación de hacer las declaraciones y
aportar los documentos correspondientes incluye a los miembros no electos de la Junta de
Gobierno Local. No dice nada el artículo de a quien compete la custodia y dirección del Registro,
aunque del texto se deduce que corresponde al Secretario del Ayuntamiento, tal y como está
regulado en el Reglamento de Organización de las Entidades Locales.