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Stan Laurel, el mítico «Flaco» de lapareja del Gordo y el Flaco, ya viejoy acabado, acude a Philip Marlowe(detective creado por RaymondChandler), para que averigüe porqué ya nadie lo contrata. Pasadocierto tiempo, Laurel muere. UnOsvaldo Soriano convertido enpersonaje de ficción se encuentra aMarlowe frente a la tumba delcómico. A partir de este encuentrotendrá lugar la más disparatada ytragicómica serie de hechos, quecombina llanto y risa, actores ypersonajes, realidad y ficción.

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Osvaldo Soriano (Argentina, 1943-1977), destacó tanto en su facetade periodista como en la de escritor.Entre sus obras destacan Triste,solitario y final, No habrá máspenas ni olvido, Cuarteles deinvierno, A sus plantas rendido unleón, Una sombra ya pronto será oLa hora sin sombra. Sus libros hansido traducidos a dieciocho idiomasy adaptados con éxito al cine.

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Osvaldo Soriano

Triste, solitario yfinal

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GONZALEZ 19.04.12

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Editorial / Colección: Seix Barral /Biblioteca SorianoAño Publicación: 2003ISBN: 978-95-073-1363-9

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Prólogo

“NO TE TOMES EN SERIONADA QUE NO TE HAGA

REÍR”

por Eduardo Galeano

En uno de sus cuentos, Osvaldo Sorianoimaginó un partido de fútbol en algúnpueblito perdido en la Patagonia. Alequipo local, nunca nadie le habíametido un gol en su cancha. Semejanteagravio estaba prohibido, bajo pena dehorca o tremenda paliza. En el cuento, el

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equipo visitante evitaba la tentacióndurante todo el partido; pero al final eldelantero centro quedaba solo frente alarquero y no tenía más remedio quepasarle la pelota entre las piernas.

Diez años después, cuando Sorianollegó al aeropuerto de Neuquén, undesconocido lo estrujó en un abrazo y loalzó con valija y todo:

—¡Gol, no! ¡Golazo! —gritó—. ¡Teestoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! —y cayó de rodillas, elevando los brazosal cielo. Después, se cubrió la cabeza:—¡Qué manera de llover piedras! ¡Québiaba nos dieron!

Soriano, boquiabierto, escuchaba

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con la valija en la mano.—¡Se te vinieron encima! ¡Eran un

pueblo! —gritó el entusiasta. Yentonces, señalando a Soriano con elpulgar, informó a los curiosos que seiban acercando: —A éste, yo le salvé lavida.

Y les contó, con lujo de detalles, latremenda gresca que se había armado alfinal del partido: ese partido que elautor había jugado en soledad, unanoche lejana, sentado ante la máquina deescribir, el cenicero lleno de puchos yun par de gatos dormilones.

* * *

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Él no escribía sobre sus personajes:escribía con ellos. Y en sus libros,abiertos, entrábamos, entramos, loslectores.

Cualquiera de nosotros podría decir:—No es que lo lea. Es que él me

escribe.Triste, solitario y final fue la

primera comunión, y desde entonces laceremonia continuó en sus librossiguientes.

En esta novela inicial, el autorencuentra, en el camino, a un detective,nacido de otro autor, y con él emprendela búsqueda de un par de cómicosperdidos en la bruma del tiempo. Y tan

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convidante es el camino que basta leerestas páginas para que cualquiera seconvierta en autor, detective y cómico.Con toda naturalidad, como quien noquiere la cosa, el lector se mete en ellibro y acompaña las malandanzas deOsvaldo Soriano, Philip Marlowe, StanLaurel y Ollie Hardy, que de lío en lío,de tropezón en tropezón, vandeambulando por todas partes sin llegara ninguna.

* * *

Como en un ritual de iniciación, Sorianoabrió su vida literaria rindiendo

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homenaje a sus maestros de la novelapolicial y el cine mudo. Eran, todos,perdedores. Él nunca pudo tragar a losexitosos, que en estas páginas encarnanJohn Wayne y Charlie Chaplin, y encambio se reconoció siempre en loscondenados a la ruina, la soledad y elolvido. Por ellos, los nacidos paraperder, escribió Triste, solitario y final.Y perdió: presentó la novela al concursoCasa de las Américas, y perdió. ArielDormían votó en minoría, y la mayoríadel jurado premió a otro.

A partir de entonces, Soriano fue unescritor de éxito. Pero él nunca se locreyó. Ésa no era su música, no sonaba

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como suya. El éxito no lo cambió ni unpoquito, aunque le agobió la vida, yquizá se la acortó, por las exigenciasque le impuso.

* * *

No tenía pasta de engrupido. Y más: estácientíficamente demostrado que sequedó calvo de tanto tomarse el pelo así mismo. Así se ganó, en buena ley, elderecho a tomar el pelo a los demás.

Los grandes mitos argentinos, mitos,manías, mitomanías, eran el blancopredilecto de sus chistes, en las largassobremesas y en las noches de humo y

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amigos, y también eran el temarecurrente de su obra. Sus novelas, susrelatos y sus crónicas supieron revelarlas derrotas que las victorias disimulan,las infamias que las glorias disfrazan, eldesamparo y el miedo escondidos bajolas máscaras de la arrogancia. Con ojosimplacables y entrañables, Soriano fuecapaz de desnudar la ridículaimpostación de una sociedad educada enel pánico al ridículo, a la que jamásmiró desde afuera. Desde adentro, condolor y con humor, arrojó sus tortazos decrema a la cara de chantas, fanfarrones ypurapintas.

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Era desopilante escuchar lasantiheroicas historias que le habíanocurrido desde que nació. Mucho nosdio de reír a quienes tuvimos la suertede escucharlas en vivo y en directo.

Y no por casualidad fue esteperfecto antihéroe quien nos ofreció, ensus obras, la contracara del sistema devalores que en el mundo manda. "No tetomes en serio nada que no te haga reír",había dicho alguien alguna vez. Condivertida seriedad, sin la menorsolemnidad, Soriano se identificó consus personajes más desvalidos,

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vagabundos, delirantes, fracasados,especialistas en meter la pata y en vivirhistorias que siempre acababan mal. Ydesde ellos escribió una comedia en laque todos somos actores, y en cadalector encontró un cómplice para ellargo atentado que cometió, libro traslibro, contra un mundo que tan al revésrecompensa y castiga.

No fue fácil. Trabajó mucho en eso,noche tras noche a lo largo de sus días,guiado por los críticos que le merecíanfe. Quiero decir: sus gatos, que a vecesmaullaban aprobación y a veces ledestrozaban las páginas que no valían lapena.

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En el último diálogo de Triste, solitarioy final, Philip Marlowe pregunta alautor:

—Dígame, Soriano. ¿Por qué se ledio por meterse con el Gordo y elFlaco?

Y Soriano contesta:—Los quiero mucho.Así de simple podría ser nuestra

respuesta, si alguien nos preguntara porqué seguimos recibiendo la visita de losmuchos amigos que él nos presentóescribiendo.

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Montevideo, otoño, 2003

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En memoria de:Raymond Chandler, Stan Laurel, Oliver

Hardy.

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“Hasta la vista, amigo. No ledigo adiós. Se lo dije cuandotenía algún significado. Se lodije cuando era triste, solitarioy final.”

Philip Marlowe en El largoadiós

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Amanece con un cielo muy rojo, comode fuego, aunque el viento sea fresco yhúmedo y el horizonte una bruma gris.Los dos hombres han salido a cubierta yson dos caras distintas las que miranhacia la costa, oculta tras la niebla. Losojos de Stan tienen el color de la bruma;los de Charlie, el del fuego. La brisasalada les salpica los rostros con gotastransparentes. Stan se pasa la lengua porlos labios y siente, quizá por última vezen este viaje, el gusto salado del mar.Tiene los ojos celestes, pequeños yrasgados, las orejas abiertas, el pelolacio y revuelto. Un aire de angustia lo

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envuelve y a pesar de sus diecisieteaños está acostumbrado a fabricarsesonrisas. Ahora, lejos del circo, lejos deLondres, su cuerpo pequeño está rígidoy siente que el miedo le ha caído encimadesde alguna parte.

Charlie, que frente al público es unpayaso triste, sonríe ahora, desafiante yfrío. Apoyado en la popa ha inclinado elcuerpo hacia adelante, como si quisieraestar más cerca de Manhattan, como situviera apuro por asaltar al gigante.

—Mi padre dijo que el cine matará alos cómicos —ha dicho Stan.

Lo dice con amargura, porque harecordado a su padre que también es

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actor y ha visto de frente la ansiedad delos curiosos, la desesperación de losfracasados, la alegría momentánea deuna mueca; las ha visto mil veces, y loha contado mil veces en la mesa durantelas cenas en la vieja casa de Lancashire.Las primeras luces surgen de la niebla yStan sabe que ya no puede volver atrás,que cualquiera sea su destino, él estáallí para aceptarlo.

—Matará a los cómicos sin talento—ha respondido Charlie, sin mirar a sucompañero cada vez más lejano,atrapado por las luces. Siente que lahora llega, que toda Norteamérica es unauditorio en silencio que espera verlo

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pisar la costa. Escucha lasexclamaciones de asombro, losaplausos, los ¡vivas! de la multitud,siente que alguien lo abraza y llora. Lasirena del barco lo sacude, le hace abrirlos ojos claros que tienen más fuego quenunca y descubre a su alrededor eljúbilo de sus compañeros de la troupeque festejan la llegada. Stan sonríebrevemente. Se tapa la cara con lasmanos porque una sensación vaga ymolesta le toca el corazón y las tripas.Entre los dedos abiertos que enrejan susojos, mira a Charlie y siente que loquiere como a nadie, porque sabe queestá ante un vencedor.

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Las lanchas se acercan al barco y loremolcan. El día es luminoso y la nieblase ha levantado. Algunos actores traganscotch y dan alaridos incomprensibles.Ellos volverán pronto a Londres,abrazarán a sus mujeres y a sus hijos ynarrarán la aventura de la gira. Stan yCharlie no tienen pasajes de regreso. Elbarco se ha detenido y de la bodegaemerge un ganado sucio y mugiente. Unaa una las vacas pisan tierra americana ynadie les envidia su destino. Charlie haencendido un cigarrillo y aguarda suturno en la escalinata. Ya no pertenece ala troupe.

Una ola de sangre caliente inunda las

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venas de Stan y su rostro se llena devida. Adivina que Charlie estáapostando por el éxito y la fama. De unbolsillo saca un puñado de chelines ylos arroja con fuerza al mar. Se haquedado solo y si pudiera verse sentiríavergüenza.

—No van a matarme, papá —dice, ysalta a tierra.

El viejo Stan Laurel bajó del taxi. Miróel arrugado papel que guardaba en unbolsillo y comprobó el número deledificio. El tránsito era intenso comotodas las mañanas en el Hollywood

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Boulevard. Se detuvo un instante en lavereda. El edificio que tenía frente a élno era nuevo, ni siquiera estaba muycuidado: el gris de la fachada mostrabala suciedad de los años. Antes de tomarel ascensor se quitó el sombrero. Nadieprestó atención a su cara muy blanca yarrugada. Al llegar al sexto piso sehabía quedado solo. Salió a un pasillomohoso, iluminado por un par delámparas fluorescentes. Caminó unospasos y se detuvo frente a una puerta demadera deteriorada que tenía un vidrioesmerilado. En él se leía: "PhilipMarlowe, detective privado", y másabajo: "Entre sin llamar."

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Entró sin hacer ruido. Se habíavuelto cauteloso y no supo por qué. Anteél había una pequeña sala de espera condos sillones y una mesa muy baja sobrela que estaban tiradas algunas revistasviejas. Se sentó. Dejó el sombrero sobrela mesa y tomó una de las revistas, perosus ojos miraban la habitación. Lasparedes estaban absolutamentedespojadas y no habían sido limpiadasen los últimos años, aunque alguien seencargara de pasar, de vez en cuando, unplumero que nunca había alcanzado eltecho. Stan fijó sus ojos en la puertaentreabierta que tenía frente a él. Inclinóel cuerpo, pero no alcanzó a ver el

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interior de la oficina. Alguien abrió lapuerta por completo.

—Pase, señor Laurel.Marlowe era un hombre de unos

cincuenta años, un metro ochenta de alto,cabello castaño oscuro, aunque lascanas lo habían blanqueado demasiado.Sus ojos, también castaños, tenían unamirada dura pero melancólica. Vestía untraje gris claro al que hacía faltaplanchar.

Stan, pequeño y desgarbado, entróen la oficina. La habitación estabailuminada por el sol que entraba a travésdel ventanal. Marlowe se acomodó en susillón, tras el escritorio viejo y

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oscurecido por el polvo y el hollín.—¿Cómo supo mi número? —

preguntó el detective, mientras con ungesto invitaba a Stan a sentarse.

—En verdad, señor Marlowe, lotomé al azar de la guía.

Marlowe encendió un cigarrillo yechó su cuerpo hacia adelante.

—¿Pidió referencias? ¿Sabe almenos quién soy?

—No. No lo hice. ¿Qué importaeso? Usted anda en este trabajo desdehace muchos años, según me dijo porteléfono. Si me gusta lo contrataré.

—No es un buen procedimiento,señor Laurel. Usted es un hombre

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famoso. Podría pagar los servicios deuna agencia.

—Soy un hombre famoso al quenadie conoce, señor Marlowe. Seequivoca. No puedo pagar una agencia.No tengo mucho dinero. ¿Cuánto me dijoque cobraba por su trabajo?

—Cuarenta dólares diarios y losgastos.

—Está dentro de mis posibilidades,siempre que los gastos no sean muchos.

—¿Está seguro de no ser un avaro?—Estoy casi en la ruina si le

interesa saberlo. Tal vez no le convengaperder su tiempo conmigo.

—Eso lo veré después. Antes quiero

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saber por qué uno de los cómicos másfamosos de Hollywood viene a visitar alviejo Marlowe. No me ocupo dedivorcios ni persigo a jóvenesdrogadictos.

—No es ése mi problema.—Me encanta saberlo. Lo escucho.—Me estoy muriendo, señor

Marlowe.—No se nota.—Sin embargo, es así. Ollie tuvo

suerte. Le falló el corazón y terminó contodo. Yo me estoy muriendo lentamente,pero creo que las cosas deberían sermejores para un viejo actor.

—Usted no necesita un detective —

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gruñó Marlowe—. Hable con un agentede seguros y con un sepulturero.

—No creo que tome en serio a susclientes.

—Usted no es mi cliente, señorLaurel. Me parece un hombredesesperado ante la proximidad de lamuerte y yo no me ocupo de esosproblemas. Si me permite unasugerencia, hable con un cura; ustednecesita un consejero espiritual. Tal vezlo metan en un asilo de ancianos.

—No necesito consejos. Sé cómorecibir la muerte. Tengo setenta y cincoaños, filmé más de trescientas películas,recibí un Oscar, conocí el mundo, me

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casé ocho veces, varias de ellas con lamujer que ahora está a mi lado. No meimporta morir. No vine aquí a pelearmecon un detective impertinente que nisiquiera tiene su oficina limpia. Vine acontratarlo. No se ofenda, Marlowe,pero usted es un tonto. Con esosmodales no lo alquilarán ni para cuidarel perro de un ejecutivo. Y lo peor esque ya es demasiado grandecito paracambiar.

—No rezongue, señor Laurel. Megano la vida como puedo. No tengodemasiado dinero porque me niego aatender las chocherías de los viejos.

—Muy bien —el actor se levantó de

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su sillón—, aquí tiene mi teléfono.Llámeme si cambia de idea. Usted esmuy torpe, pero me parece decente.

Stan Laurel abandonó la oficina conla misma cautela con que había entrado.El detective lo siguió con los ojos.Cuando la puerta se cerró, echó unamirada a su reloj. Eran más de las doce.Bajó a la calle y caminó dos cuadrashasta el bar de Víctor. Comió unsándwich y tomó una Coca-Cola. Sequedó un rato pensando en el viejoLaurel. Fumó lentamente un cigarrillo.Pidió un diario a Víctor y buscó lapágina de espectáculos. En un cine desegunda categoría daban un programa de

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cortos cómicos: Charles Chaplin, Laurely Hardy, Buster Keaton, Larry Semon.Salió a la calle.

Un frío seco, cortante, extraño enLos Ángeles, obligaba a la gente aenvolverse en sobretodos y a caminarcon apuro. El sol había desaparecidodetrás de la muralla de edificios.Marlowe volvió a su oficina. Delescritorio sacó una botella de whisky yun vaso. Se echó en el sillón, puso lospies sobre el escritorio y tomó algunostragos. Encendió otro cigarrillo, pero loapagó en seguida. Intentó dormir. Cerrólos ojos, pero fue inútil. Pensó quedesde su divorcio apenas había

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trabajado en un par de casos. Despuésde separarse de su mujer, anduvo variosmeses vagabundeando, borracho, por lossuburbios de la ciudad. Recibió un parde palizas y durmió cuatro noches en lacárcel. Entonces decidió alquilarnuevamente su antigua oficina. Cada vezestaba más cansado y sus ahorros —mildoscientos dólares— volaron enseguida. Tuvo que vender el auto paraalquilar una casa de dos habitaciones enun barrio de clase media, en las colinasbajas.

Metió la mano en el bolsillo y sacóalgunos billetes arrugados. Los contó:veintisiete dólares con cincuenta.

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"Ánimo, Marlowe —se dijo—, lasestupideces se pagan siempre", yrecordó su casamiento con Linda Loring,una millonada posesiva, que lo rodeó delujo y lo colmó de aburrimiento duranteseis meses.

No podía dormir más de dos o treshoras por día. Decidió ir al cine de loscómicos. Necesitaba reír un rato. Tomóun ómnibus que lo dejó a tres cuadras.Caminó con pereza. Hacía cada vez másfrío. Levantó la cabeza para ver, sobrelos edificios, un cielo color de plomo. Asu lado, la gente pasaba apresurada. Sedio cuenta de que no tenía sobretodo. Lohabía perdido en una noche de

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borrachera.Sacó la entrada y se quedó en el hall

fumando un cigarrillo. Esperó a queterminara la película de Chaplin. No legustaba ese hombrecito engreído, al quesiempre le iba mal en las películas ybien en la vida. La empleada de laboletería lo miraba. Era una miradacuriosa que recorría el traje arrugado.Se enderezó las solapas, pero ella losiguió observando. Él le guiñó un ojo yla muchacha dio vuelta la cara. Entró.Había poco público a esa hora y todosestaban juntos, como protegiéndose delfrío. Marlowe se sentó en una butacadesvencijada. Vio a Buster Keaton, que

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subía y bajaba escaleras a todavelocidad con su cara imperturbable ytrágica. Vio a Laurel y Hardy, quetrataban de vender un árbol de Navidada Jimmy Finlayson. Los vio luegodestruir la casa del furioso cliente,mientras este rompía el Ford a bigotesdel gordo y el flaco ante una multitud devecinos curiosos. Empezó a reír y nopudo parar. Sintió dolores en la barriga,pero aquellos dos hombres no sedetenían nunca; lo obligaban a reír cadavez más. Cuando apareció en la pantallael policía Edgar Kennedy, Marlowe separó y abandonó la sala. No queríasaber si los llevaría presos. Caminó

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unas cuadras y tomó el ómnibus. Llegó ala oficina a las seis de la tarde. Quedabapoca gente en el edificio. No sabía porqué regresaba allí. No tenía trabajo ynadie lo esperaba. Tomó un trago y sequedó sentado hasta que la oscuridad lorodeó. No tenía ganas de levantarse aencender la luz. Empezó a sentirse mal.Siempre se sentía mal al caer la tarde.Tal vez Capablanca quiera jugar unapartida de ajedrez, pensó. Cerró laoficina y salió. El ómnibus tardaba casiuna hora en llegar a su casa.

Subió los escalones de tronco de pino

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del viejo chalet. Los yuyos habíancubierto el jardín. Abrió la puerta yencendió la luz del porche. "Una tardeme voy a quedar a cortar los yuyos", sedijo. Entró. La sala olía a encierro yresultaba tan poco acogedora eimpersonal como siempre. Preparó algode comer en la cocina. Sacó el tablero ydesplegó las piezas. En verdad no teníaganas de jugar. Guardó el ajedrez. Sesentía peor que Capablanca. Comiópoco. Encendió el televisor y vio elnoticiero. El presidente Johnsonordenaba bombardeos en Vietnam.Apagó el televisor. Recordó algunaspalabras que Laurel le había dicho esa

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mañana: "Las cosas deberían sermejores para un viejo actor." Tal vezahora Stan estuviera viendo esenoticiero. Tomó el teléfono y marcó elnúmero que el actor le había dejado.

—Habla Marlowe, señor Laurel.—Me alegra que haya cambiado de

opinión, hijo.—No se trata de eso. Necesitaba

hablar con alguien.Hubo un silencio en la línea. Durante

casi un minuto no se atrevieron ainterrumpirlo. Por fin, Laurel:

—¿Por qué me eligió a mí?—Lo vi esta tarde en un cine. Daban

Ojo por ojo. Hacía por lo menos diez

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años que no veía una película del gordoy el flaco. Me fui antes de que terminara,cuando llegó el policía.

—¿Tiene alergia a la policía,Marlowe?

—Siempre lo arruinan todo.—Es cierto, Ollie y yo terminamos

perseguidos por el policía Sanford. ¿Porqué eligió esa profesión?

—Es muy difícil saberlo ahora.Trabajé con el fiscal del distrito hacetiempo, pero soy demasiadoirrespetuoso con la autoridad. Decidíseguir solo. Desde entonces estuvevarias veces en la cárcel. No me gustacolaborar.

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—Yo también necesitaba hablar conalguien —lo interrumpió Laurel.

—¿Por eso fue a verme estamañana?

—Creo que sí. Iba a pagar sutiempo.

—Deberíamos suscribirnos aCorazones Solitarios.

—Creí que el cómico era yo,Marlowe.

—Hace tiempo que dejó de serlo.—Usted es muy duro conmigo.

¿Siempre es así?—En los ratos libres corto los yuyos

del jardín y juego al ajedrez.—La soledad lo ha vuelto hosco,

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Marlowe. ¿Alguna vez quiso a alguien?—Una vez. Me casé con ella, pero

era demasiado tarde. No anduvo.—Quise decir si tuvo amigos.—Recuerdo uno. Se llamaba Terry

Lennox. Era inglés, como usted. Trabajóen películas, como usted. Estabadeshecho y terminó montando unacomedia para escapar de la realidad. Novolví a verlo. Estoy tan solo como esposible estarlo en este país.

—¿Puedo verlo mañana, detective?Le adelantaré cien dólares. ¿Está bien?

—¡Al diablo con los cien dólares!Le dije que mi oficina no es unconfesionario. Olvídese de todo.

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Tomaremos un gimlet y no lo veré más.Cuando quiera recordarlo iré al cine.Usted era más divertido antes, Laurel.

—¡Cámara!La cara del gordo se ha

transformado en una máscara payasescapor el maquillaje. Está ante la enormecocina de un restaurante, frente adecenas de cacharros, y el vapor quesale de ellos lo envuelve y lo hacesudar. Los mozos entran uno tras otro yllevan los pedidos, vuelcan los guisos ylas sopas. El piso es un enchastre depatas de cordero, papas, verduras, sobre

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las que el gordo y los mozos resbalanuna y otra vez; caen al suelo dibujandocabriolas espectaculares. La acción seinterrumpe a menudo. El flaco corre deun lado a otro, grita instrucciones, hablacon el gordo y le marca las escenassiguientes.

Los días del ensayo previo lo handejado conforme. "Ese gordo tienetalento y hará reír mucho", piensa Stan.Está feliz porque Hal Roach le ha dadouna oportunidad para dirigir un filme.Hace catorce años que llegó a EstadosUnidos y se ha ganado la vida enHollywood como actor de comedias sindemasiado éxito.

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Ollie pesa ciento cuarenta kilos,pero los lleva sin esfuerzo. Quiso seractor desde que dejó su casa deGeorgia, contra la voluntad de su padre.Cuando filmó su primera películaparecía un bebé rozagante al que elpúblico esperaba que le pasaran cosasterribles. Pero era muy difícil triunfar.Chaplin había acaparado al público, a laprensa, y todo el mundo hablaba de él.

Ahora Ollie está contento. Sienteque Laurel es un tipo inteligente, que susguiones son precisos y ricos, que susobservaciones son certeras. Será, cree,un gran director. El gordo deja que losauxiliares lo maquillen otra vez,

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mientras escucha los gritos del flaco quese acerca y controla el efecto que loscosméticos han conseguido sobre sucara. Todo está listo para filmar lasiguiente escena. Alguien, en el estudiovecino, hace sonar un tango. Olliesonríe. Recuerda aquellos rosedales dePalermo; los mateos y los bares de laestación Retiro. Buenos Aires era unalinda ciudad en 1915.

Ollie camina lentamente hacia lasluces del escenario donde las cámarasestán listas. No sabe por qué, pero otravez recuerda los rosedales, las mujerestímidas y los hombres impecables quelas toman del brazo. Los compases del

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tango le traen a la memoria a aquelhombre, al bandoneonista —Pacho lollamaban—, que siempre estabahaciéndole chistes por su barriga y sulamentable español. Tenía que ayudarloen todo. Pacho sospechaba que Olliecomprendía el español, pero hablaba eninglés para no meterse en líos. El tangoha dejado de oírse y el gordo sonríefrente al flaco y le hace un gestocómplice. El flaco entiende y sonríetambién. Ahora recuerda su viaje a laArgentina, en 1914, sus acrobacias depayaso en un teatro céntrico (el Casino,cree recordar), la esperanza que tenía deser alguna vez actor de cine o director.

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Quizás ha recordado aquelloscorralones donde podía escucharse eltango y compartir un vaso de vino conhombres de pañuelo al cuello y miradasobradora.

—¡Cámara!La acción recomienza en el mismo

exacto lugar donde Stan había ordenadoel corte anterior. Ollie tiene que resbalaruna vez más, debe odiar a los mozos quehan dejado caer al suelo sus bandejas.El giro es perfecto y la armonía de susmovimientos logra una extraña forma depoesía grotesca.

El resbalón y la caída parecen uncataclismo. Stan sonríe satisfecho. El

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gordo lo ha logrado. Ollie grita. Laescena se rompe en mil pedazos. Stanordena el corte de cámaras. Corre haciael escenario. Al caer, el gordo haarrastrado una olla de agua hirviendo.Tiene el brazo derecho rojo y la pielempieza a arrugarse. Ollie grita cadavez más. Alguien corre en busca de unbálsamo para quemaduras. Stan se tomala cabeza. Quiere llorar y no loconsigue. Todo su plan se desmorona, yano habrá película. Furioso, patea loscacharros y lanza golpes al aire, resbalasobre una planta de lechuga, trastabilla,tropieza contra las piernas del gordo quesigue gritando y cae de narices.

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Hal Roach grita satisfecho, levantalos brazos y los agita, masca su cigarrocon ferocidad.

—¡Los encontré! —grita—. ¡Sonellos!

A su alrededor nadie ha podidocontener una carcajada. La caída delgordo y la furia del flaco —que ahoraestá tirado y golpea los puños contra elsuelo— han sido una de las cosas másdesopilantes que se han visto en elestudio. Roach vocifera hasta que unasistente corre a su lado.

—¡Contrátelos! —ordena con vozentrecortada—. Es la pareja más cómicaque he visto en mi vida.

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Laurel se ha levantado y caminahacia Roach. Su rostro tiene el gesto delllanto, pero sólo siente pena.

—¡Qué cagada, Dios mío! —Setoma la cabeza. Roach lo mira sonriente.

—¿Se anima a repetirlo? —pregunta, ordena—. Directores haymuchos, Stan.

El flaco no comprende. Atrás, unaenfermera embadurna el brazo de Ollie yle coloca una venda desprolija. El gordosiente un ligero alivio. La risa de losasistentes le ha dado mucha rabia. No haentendido tampoco qué hacía Laurel enel suelo, junto a él. Ahora se acerca alproductor y a Stan; va a decirles que

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dentro de una semana podrá seguirtrabajando. Los dos hombres lo miran.Roach es feliz.

—Creo que ustedes van a hacer reír—dice.

Cuando Laurel entró a la oficina, PhilipMarlowe leía un libro sentado en susillón; las largas piernas del detectiveestaban sobre el escritorio y sus pies seapoyaban sobre un montón de carpetas.Los zapatos brillaban limpios ylustrados, pero las suelas teníanagujeros y a los tacos de goma se lesveían los clavos. Laurel se paró ante el

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escritorio y observó con atención alhombre que seguía distraído.

—Buen día —saludó.El detective levantó los ojos. Miró

un largo rato al viejo que vestía un trajepasado de moda, pero limpio y bienplanchado. En las manos llevaba unsombrero y el sobretodo que se habíaquitado antes de entrar. Sus ojos eranbrillantes y sonreía, como si hubieraalgún motivo para hacerlo. Pasó unlargo minuto antes de que Marlowedejara el libro sobre el escritorio yencendiera un cigarrillo.

—Creo que se equivocó de puerta.—Usted necesita un empleo y yo se

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lo ofrezco —dijo el actor.—¡Qué interesante! ¿De qué se

trata?—¿Qué está leyendo? —replicó

Laurel.—Una novela policial. Un detective

de la agencia Continental llega a unpueblo y se mezcla con una banda decriminales y con la policía y anda a lostiros con todo el mundo. No es unhombre delicado, se lo aseguro. Mehubiera gustado tenerlo de socio. Lanovela no dice cómo se llama, peropodría encontrarlo a la vuelta de unaesquina.

—¿Alguna vez tuvo que matar a

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alguien? —dijo Laurel, y se ruborizó.—Alguna vez. Casi lo he olvidado.—El suyo es un oficio duro.—Lo fue. Cuando tenía lío podía

ganarme algunos dólares. Ya estoy unpoco viejo para eso. ¿Qué me ofreceusted, Laurel?

—Cien dólares de adelanto. Aceptosu precio.

—¿Trajo el dinero?—Aquí está. Hoy lo veo más

comprensivo.—Tengo algunos problemas que

solucionar. Eso me hace más estúpido.¿Por qué no se sienta?

Laurel se sentó.

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—Quiero saber por qué nadie meofrece trabajo. Si tratara de averiguarlopor mi cuenta arriesgaría mi prestigio.Hay muchos veteranos trabajando en elcine y en la televisión. Yo podría actuar,o dirigir, o escribir guiones, pero nadieme ofrece nada desde hace muchos años.Oliver consiguió trabajo una vez, en unapelícula de John Wayne, pero fue unfracaso. Tuvo que ir a pedirlo. Yo nuncaquise hacer eso.

—¿Conoce a mucha gente enHollywood? —preguntó Marlowe.

—Algunos viejos, a los que no veohace tiempo, y dos muchachos quevienen a verme de vez en cuando para

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charlar sobre la comicidad. Ellos tienenmucho trabajo. Usted los conoce: JerryLewis y Dick van Dyke.

—No voy mucho al cine, pero los hevisto. ¿Son sus amigos?

—Dick es un amigo. Tiene talento;mucho talento. Me considera su maestro.Viene a casa y charlamos largas horas.

—¿Por qué no lo contrata?—Él no puede contratarme. Es

posible que no se anime a incluir en suspelículas al viejo maestro.

—Entiendo. Por ahí anda a lastrompadas un muchacho a quien leenseñé el oficio, pero no se le ocurrecolaborar con el viejo Marlowe. Viene a

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visitarme para tomar whisky. Meconsulta sus casos, me da la mano y seva. Lew es un gran muchacho,preocupado por el psicoanálisis, perodebe creer que los viejos viven del aire.Los productores pensarán que usted estáen buena posición y que sin Hardy no leinteresa trabajar.

—Cuando él vivía tampoco nosofrecieron nada. En el cincuenta y unohicimos una película en París. Fue loúltimo.

—¿Ganaron dinero?—No. La película fue un fracaso.

Ollie estaba enfermo y no podíamoverse demasiado. Yo también había

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estado con ataques y no era un buenmomento. No filmamos en EstadosUnidos desde que Ollie volvió de laguerra.

—¿Hardy fue a la guerra?—Había recibido instrucción en un

colegio militar cuando muchacho. Lollamaron y le dieron el grado de capitán.Estuvo en Gibraltar.

—¿Él quería ir al frente?—Era un muchacho muy

despreocupado. Lo tomó en broma. Medijo: "Me voy al frente" y no lo vi hastaun año después. Cuando me contó susanécdotas pensé en filmar una película,pero él estaba muy dolorido por todo lo

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que ocurrió y preferimos dejarlo.—¿Cuándo murió?—En 1957, en un hospital. Estaba

muy enfermo y paralítico. Fue una épocamuy difícil. No fui al entierro y mecriticaron por eso, pero no podía ir.

—¿Por qué?—Ollie no era sólo un amigo. Era

parte de mí; ninguno podía ser nada sinel otro. Nuestra vida fue el cine y locompartimos todo. No nos veíamosmucho, pero hacíamos lo único quejustificaba nuestra vida: filmar. Prontome di cuenta de que éramos uno solo. Yono podía asistir a mi propio entierro.

—¿Por qué me dijo ayer que estaba

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muriendo?—Estoy enfermo, Marlowe. Soy

diabético y tengo ataques. Sé que no mequeda mucho tiempo. Pero no era eso loque trataba de decirle. Desde que notrabajo me estoy muriendo un poco cadadía. Cuando uno tiene un solo motivopara vivir, y ese motivo desaparece,siente que está de más. Quiero que ustedaverigüe por qué los productores me hanolvidado.

—¿Tuvo relación con los diez deHollywood?

—¿Los diez de Hollywood?—Sabe de qué hablo: los juicios de

Joe.

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—Los conozco, pero nada más.—Espero que no me mienta —dijo

el detective—; la política ha dejadofuera de carrera a más actores que ladroga. Usted conoce bien todo eso. SiJoe veía rojo era para echar a correr. Séde uno de los condenados. Pasó nuevemeses preso por vender bonos para elpartido. Él quería ayudar a los otrosdetenidos y lo metieron adentro. Su vidaresultó un desastre: uno puede ser undesgraciado y seguramente irá preso.Haga la prueba. Señale a los culpablesde su suerte y le darán una buena celda.Hágase rico o sea un rebelde famoso ylo aplaudirán.

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—No se enoje, detective.—No estoy enojado —Marlowe

levantó la voz—, pero me molesta quese haga el inocente, Laurel.

—No entiendo —Stan bajó el tono.—Déjelo.—Una vez Buster Keaton me dijo

que habíamos cometido un error, porquenuestros argumentos se basaban en ladestrucción de la propiedad privada yen el ataque a la policía. Decía que lagente se reía de eso, pero en el fondonos odiaba.

—¿Dónde está ahora Keaton?—Creo que en Canadá, haciendo

películas de turismo. Está en la miseria.

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—¡No me diga!—Muchos cómicos terminaron así.

Chaplin se salvó.—¿Se salvó? —se burló el

detective.—A él también lo persiguieron.

Tuvo que irse.—Vea, amigo, cuando en este país lo

persiguen a uno en serio, es difícilescapar. Chaplin fue un rebelde famoso,lleno de mujeres y de millones. Joe notenía interés en meterlo a la sombra. Undía de éstos volverá a pasear suesqueleto por Hollywood y le haránreverencias. Es posible que le levantenun monumento. Usted y yo estaremos

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pidiendo limosna en la entrada de losestudios.

—No exagere —respondió el actor.—Está bien. Estoy sintiendo frío.

Cambiemos este billete de cien en lo deVíctor. Prepara un gimlet de primera y aesta hora el bar está casi desierto.Víctor no se ha despeinado del todo ytodavía tiene las manos limpias y unasonrisa.

—No bebo a esta hora.—A mucha gente le pasa lo mismo.

Por eso Víctor está limpio y sonriente.

Ollie se ha sentado en un sillón donde el

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cuerpo parece estar de sobra. Fuma uncigarro de discreta calidad, tratando deque las cenizas no caigan sobre el pisobrillante del hall. Su vista sube, baja,gira y se detiene en los cuadros de lasparedes, en los muebles, en todo eselujo que adorna la sala confortable perodeshabitada.

"Qué viejo está", piensa lasecretaria vieja, que ha entrado por unapuerta enorme y se acerca al gordo conuna sonrisa.

—El señor Wayne lo recibirá en unmomento —le dice y aun cuando haterminado de hablar sostiene su mirada através de los lentes.

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—Gracias —contesta el gordo, einclina la cabeza a modo de saludo. Aella le parece que el juego es el mismode siempre, sólo que falta Stan paralevantar su sombrero y responder alsaludo.

El gordo no se ha movido del sillóny continúa mirando discretamente a sualrededor, hasta descubrir un par depistolas que se cruzan formando unaequis sobre la pared, justo frente a él. Ala derecha, una bandera norteamericanacuelga inmaculada, como si alguien setomara el trabajo de lavarla de vez encuando, de cuidar sus plieguesimperfectos.

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Apaga el cigarro y se arrellana en elasiento. Hace mucho tiempo que no ve aJohn y le da un poco de vergüenzavisitarlo para pedirle trabajo. Stan le hadicho que no se apresure. No le hablómal de Wayne porque nunca habla malde nadie, pero él se dio cuenta de que nole cae simpático. Tal vez haya sido unaimprudencia molestarlo, interrumpir sutrabajo.

La puerta se abre y la secretaria,solemne y curiosa, le indica que pase.Transpone la puerta enorme y encuentrael vacío. Allá, a lo lejos, un cowboy sepone de pie y levanta los brazos, jovialy descansado, como si acabara de

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despertarse de una siesta.—¡Mi viejo Ollie! —grita. Avanza.

Sacude el cuerpo flaco, excesivamentealto. Lleva un pantalón vaquero de cueroy una chaqueta de cheyenne; a amboslados de la cintura cuelgan las pistolas.Cuando están a dos metros el gordoanticipa la mano derecha y una sonrisa.Wayne, con la velocidad de un rayo,saca sus pistolas y aprieta ambosgatillos a la vez.

Hay un chasquido seco, absurdo, quese pierde en el aire; una carcajada falsa,hiriente, más de complicidad que degozo, deforma la cara del cowboy. Olliecomienza a sonreír. Es una respuesta

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tímida y sorprendida que se apagapronto. Wayne sigue riendo mientras laspistolas giran en sus dedos, pasan de unamano a otra antes de caer en las fundas.

—¡Mi viejo Ollie! —repite Wayne yestrecha los hombros del gordo quesonríe sin ganas, apenas con un gestoquebrado—. ¿Qué te parece mi ropapara la próxima película? —preguntaWayne.

—Estás muy bien, sos un verdaderocowboy —contesta Ollie y su miradarecorre cada detalle.

—Hay que cuidar la forma, Ollie —dice Wayne mientras levanta las cejas—, el público no quiere vaqueros mal

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entrazados, que den risa.Hace un paréntesis, como

disfrutando, y agrega:—Ustedes sí que dieron risa. Ya lo

creo.—Gracias —contesta el gordo, que

sostiene el sombrero entre sus manos.Lo ve alejarse hacia el escritorio, en

el fondo del salón, y lo sigue con pasolento. No hablan. La enorme figura delvaquero se hace más imponente alrecortarse frente al ventanal. Se sientatras el escritorio y saca un cigarrillo queenciende con una pequeña pistola. Unaenorme pintura de Custer seempequeñece a sus espaldas. Por fin,

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habla:—¿Qué te trae de visita, Ollie?El gordo vacila. Parece un

principiante, o un viejo estúpido. Diceen voz baja:

—Busco un papel, John; algo paramí solo. Stan y yo tenemos algunaspropuestas, pero él prefiere elegir losguiones. Estudia demasiado las cosas yentretanto...

—Ustedes todavía pueden trabajar,Ollie... ¿Qué es eso de separarse?

—No nos separamos, John, buscoalgo transitorio. Mi situación no esbuena y unos dólares me vendrían bien.

Wayne ha sacado una pistola y mira

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dentro del tambor, lo hace girar, sopla elhumo del cigarrillo a través del caño.

—Debí imaginarlo. Puedo darte algoen The Fighting Kentuckian. Un villanoo algo así.

—Un villano...—Algo así.Se miran. El gordo se siente como un

elefante indefenso ante el cazador.Ahora sabe que Stan tenía razón. Aquíestá, convertido en un villano,disfrazado con un gorro de piel y unacarabina.

—Arregla con el ayudante deproducción —oye decir. Sale. No sabesi ha tendido otra vez su mano, pero se

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la lleva a la boca y siente gusto apólvora. La vieja secretaria lo despidecon una sonrisa. "¡Qué viejo está!",piensa.

El ómnibus lo dejó cerca de SantaMónica. El palacete de John Wayneocupaba una manzana, tenía dos plantasy estaba rodeado de jardines.Observados a distancia, eran comomanchones verdes en los que semezclaban flores rojas y pinos y fuentesde agua. Marlowe pasó de largo.Aunque nadie la custodiaba, la mansióntenía algo de infranqueable.

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Por fin, el detective se decidió.Volvió sobre sus pasos y cruzó losjardines. Caminaba lentamente,levantando la vista hacia las ventanasdel piso alto. Nada indicaba que la casaestuviera habitada. Llegó a la puertaprincipal e hizo sonar la campanilla.

Esperó algunos segundos y repitió elllamado, pero nadie respondió. Dio unrodeo a la mansión. El sol débil delinvierno se ocultaba y un viento frescocruzaba por el jardín. Marlowe lo sintióen el pecho. Se preguntó si éste sería elmismo lugar al que quince años anteshabía llegado el gordo Oliver Hardy apedir trabajo. Pensó (mientras en sus

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labios se dibujaba apenas una sonrisa)que él estaba ahora en la mismasituación que aquel gordo: sin un dólar ycon los huesos cansados de tanto andar.De pronto, tuvo necesidad de entrar enesa casa, de recorrer los pasillos. Llegóal contrafrente. Dos ventanales estabanentreabiertos. Desde el interior surgíanvoces y extraños sonidos. Se preguntó sihabría una fiesta. Probó el picaporte deuna de las puertas y abrió. Era un pasillooscuro por el que avanzó casi a tientas.Por fin entró a una habitación cubiertade sombras. Tomó por otro pasillo hastauna escalera. Las voces eran másintensas y algunos destellos de luz

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llegaban desde la planta alta. Comenzó asubir. Una voz grave y pausada lodetuvo.

—¿Adónde cree que va?Un cincuentón cuadrado y macizo se

colocó frente a él. Estaba vestido decowboy. Las ropas eran flamantes ydespedían brillo. En el pecho elgrandulón tenía colocada una estrella desheriff. En la mano derecha sostenía unrevólver.

—Un raterito, ¿eh? —gruñó elsheriff.

—Soy Philip Marlowe, detectiveprivado. Busco al señor Wayne.

—Al señor Wayne —repitió el otro

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—. ¿Sabe lo que hacemos aquí con losintrusos?

—Sí. Les dan un papel de villanosen una película.

—¿Cómo adivinó? En las películasdel Oeste los villanos siempre salencastigados. A veces ni se pagan suataúd. Empiece a subir, compañero.

Marlowe avanzó por la escalera.Detrás, el cowboy parecía un osososteniendo un revólver. Entraron en unahabitación donde media docena devaqueros tomaban whisky y Coca-Cola.Un par de ellos se dio vuelta para mirara los recién llegados, pero no lesprestaron a tención. El cazador empujó

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su presa hacia un extremo del salón.Marlowe reconoció a John Wayne queconversaba con dos rubias. Nunca creyóque pudiera ser tan alto. Estaba de pie ysostenía un vaso de whisky en una mano.

—Lo encontré husmeando abajo,señor. Un raterito, si me permite que lojuzgue por su aspecto. Iba a darle unapaliza, pero me dijo que era detectiveprivado y que quería hablar con usted.

—¿Cómo se llama? —preguntóWayne, sin mover un músculo, ni dardemasiada importancia al asunto.

—Philip Marlowe. Si ese oso dejade apuntarme podría mostrarle micredencial.

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—Guarda la pistola, Johnson —elhombre obedeció—. Hable, amigo.Estoy trabajando y tengo poco tiempo.

El detective no supo qué decir. Eraabsurdo recordar aquel episodio dequince años atrás, cuando el hombregordo, uno de los más grandes cómicosdel cine, se plantó frente al cowboy parapedirle un papel en una película. Waynese lo había dado.

—Quisiera un papel en una película—dijo Marlowe.

Wayne lo miró, incrédulo. Sacudiósu cabeza, de la que colgaba unsombrero tejano.

—Usted es un bromista inoportuno o

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un idiota. Nadie pide un papel en unapelícula de esta manera. Entra en micasa sin que lo inviten, por la puerta deatrás, dice que es un detective y terminapidiendo un trabajo. Creo que ustedbusca una paliza.

—¡Eso, jefe! ¡Una paliza! —gritóJohnson, mientras tiraba un derechazoque dio en una oreja del detective.Marlowe tambaleó, pero alcanzó amantenerse de pie.

Wayne soltó una carcajada. Dio unpaso al frente y con la pierna derechaaplicó una patada en la barriga deldetective. Éste cayó hacia atrás. Johnsonle dio con la culata del revólver en el

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cuello. El detective lanzó un par degemidos, se ahogó y cayó de costado.

Un hilo de sangre le corría desde laoreja golpeada. Tenía el rostro morado.Intentó levantarse. Abrió una manodelante de la cara como pidiendo que nolo castigaran más. Un hombre que estabaa su lado le volcó una botella de Coca-Cola en la cara. Marlowe escuchaba a ladistancia la música de un circo remoto yse vio cercado por las fieras. Se sentíacomo un espectador imbécil que porerror entra a la jaula y es atacado porlos leones.

—¡Usted es una mierda! —gritó ysintió un gusto amargo en la garganta.

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Wayne se acercó y tiró una patada quedestrozó la nariz del detective. Todo diovueltas en su cabeza. Se sintióimpotente; no tenía ganas ni fuerzas paradefenderse. Sentía que tragaba sangre ypaladeaba un sabor dulce.

—¡Corten! —gritó alguien. Laspoderosas luces se apagaron y varioshombres corrieron hacia el detective quesangraba en el piso. Tenía las ropasdestrozadas.

—Fue una gran toma —dijosatisfecho el director, que sostenía unenorme cigarro en la boca y vestíacamisa a cuadros negros y rojos—. Ungran realismo, señor Wayne. Tal vez

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podamos utilizar la escena en algúnfilme.

—Tírenlo —murmuró Wayne,mientras daba vueltas el cuerpo deMarlowe con su bota negra—. Hay queseguir trabajando.

Marlowe despertó en un hospital.Parpadeó y sus ojos percibieron elblanco inmaculado de las paredes, delas sábanas, de los médicos y de lasenfermeras. Se tocó la cara. Estabaforrada. Sólo la boca y los ojosasomaban entre las vendas.

—Parece que se cayó de la estatua

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de la Libertad —dijo una voz a su lado.El detective giró la cabeza y

encontró la pequeña figura de Laurel.Reconoció el rostro cruzado por lasarrugas, los ojos pequeños que parecíanestar lagrimeando siempre.

—Acertó, amigo. Pero no lolamente. Siempre estoy cayendo y ya meacostumbré. ¿Cuántos huesos rotostengo?

—Los de la nariz, pero ya los hanpuesto en su lugar. La oreja derecha nole servirá para escuchar a Mozart, si esdemasiado exigente. Lo demás se curarápronto.

—¿Puedo irme a mi casa?

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—Tal vez mañana lo dejen salir. Losdel hospital hicieron la denuncia a lapolicía. ¿Qué les dirá?

—Que me agarró una bicicleta.

Amanece con un cielo muy rojo, comode fuego, aunque el viento es fresco yhúmedo y el horizonte una bruma gris.Los dos hombres han salido a cubierta yson dos caras iguales las que miranhacia la costa, oculta tras la niebla. Losojos de Stan tienen el color de la bruma;los de Ollie, el de la ceniza. La brisasalada les salpica los rostros con gotastransparentes. Stan pasa su lengua por

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los labios y siente, quizá por última vezen este viaje, el gusto salado del mar.

Tiene los ojos celestes, pequeños yrasgados, las orejas abiertas, el pelolacio y revuelto. Toda la amargura delmundo mira, desde esa cara, la costainglesa.

El gordo está prolijamente peinado,el pelo ralo apretado por la gomina. Labrisa le hace entrecerrar los ojos. Unaarruga le cae entre las cejas, otras dos alos costados de la nariz y la boca es unarco fláccido sobre el mentón quebrado.

Stan coloca una mano sobre sus ojospara evitar el fulgor del sol que selevanta en el horizonte. Esta costa la

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misma que dejó hace cuarenta años) esotra para él.

El flaco ha movido levemente lacabeza y le ha parecido percibir, en elgesto del gordo Ollie, una muecaparecida a una sonrisa.

—Ya salen los pescadores —hadicho el gordo.

A lo lejos centenares de botes dejanla costa en dirección al barco. SóloLaurel y Hardy permanecen en cubierta.Ambos han levantado las solapas de sussacos, aunque no hace demasiado frío.

—Habrá que tomar un tren hastaLancashire —dice el flaco sin mirar a sucompañero, y agrega—: Los trenes

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tienen que ver con el principio y con elfinal.

Por primera vez, Ollie se ha dadovuelta para mirarlo. Luego baja la vista."Los trenes tienen algo que ver con elprincipio y con el final", piensa.

Es cierto. También los barcos y ladistancia. Uno siempre va a morir lejosde los mejores lugares. Por vergüenzatal vez, como los elefantes. Él siempretuvo algo de elefante. No sólofísicamente. Los elefantes soncodiciados en su mejor momento,cuando sus colmillos son frescos ydeslumbrantes. La gente sólo busca eso,los colmillos. Si atrapa a un elefante en

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seguida se los corta y toda la grandezadel animal desaparece. Queda apenas elcuerpo pesado, dolorido; tan doloridoestá el animal que cualquiera puedematarlo.

—Me siento como un elefante —hadicho Ollie. Stan lo mira y luego dirigesus ojos a la distancia, donde los botesavanzan agitados por el mar—. ¿Tupadre sabe que llegas? —pregunta Ollie.

—Le mandé un telegrama. Habráfunción en el pueblo. Él todavía trabajaen el teatro del condado. Debe tenerochenta años. Ya no me acuerdo de sucara.

Cuarenta años fuera de Inglaterra.

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Nunca extrañó demasiado. Sin embargo,Stan siente esta madrugada un suaveestremecimiento cuando piensa que veráa su padre, que subirá otra vez a unescenario inglés como en aquellostiempos de la troupe de Karno. Su padrelo hizo actor y esperó de él algo quenunca podría conseguir en su pueblo.¿Lo había logrado? Stan siente que unpeso le oprime el pecho. Dos viejos vana encontrarse. Ambos son iguales ahora.Ollie mira a Stan. El flaco tiene los ojosnublados y siente un poco de frío. El solse levanta cada vez más. Las estrellas,que aún brillan, son las mismas deaquella noche de 1912 cuando abandonó

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Inglaterra. El flaco siente ahora lomismo que entonces. Es necesarioapostar otra vez por la vida; pero nosabe si alguien se atreverá a aceptar suapuesta.

Stan enciende un cigarrillo. Tieneque darse vuelta, dar la espalda alviento para que el fósforo no se apague.

A lo lejos comienzan a sonar lascampanas de la iglesia del pueblo. Olliereconoce antes que Stan el ritmo de lostañidos, la música que tantas vecesoyeron en sus películas.

Se han mirado sin hablar. Stan secubre la cara con las manos. Arroja elcigarrillo al mar. Ollie le da la espalda.

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El barco ha entrado en puerto y el anclacae con un ruido sordo. El gordo sealeja tras la gente que desciende.

De un bolsillo, Stan saca un puñadode dólares verdes y arrugados, losestruja con fuerza y los arroja al mar.

—Estoy vivo, papá —dice, y salta atierra.

Stan y Ollie murierondesafiándose, sonrieron congesto torvo y rehusaron estaracongojados. Yo quiero decirahora a Stan lo que él siempreme dijo cuando nosdespedíamos: "Dios te

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bendiga."Dick van Dyke en su tributo

fúnebre a Stan Laurel.Cementerio de Forest Lawn,febrero de 1965.

Marlowe caminaba por el senderorojizo del cementerio entre tumbaschatas y blancas. Algunas tenían lloresfrescas y otras estaban cubiertas detallos secos. Desembocó en una ampliacalle asfaltada por la que de vez encuando pasaba un auto. En un Buickazul, descapotado, una mujer joven,vestida de negro, lloraba en el asientotrasero, mientras el chofer manejaba el

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coche lentamente, con una seriedad quese acentuaba por sus grandes anteojosnegros.

El detective encendió un cigarrillo,el último, y tiró el paquete en un canastoque estaba colmado de flores marchitas.Llegó al indicador. Se detuvo un instantehasta orientarse. Tomó nuevamente porun camino angosto, de ripio, mientrasaspiraba lentamente el humo delcigarrillo. Su cuerpo alto, un pocoencorvado, asomaba por sobre lastumbas bajas. Regresaba sin saber porqué al lugar donde siete años atrás habíavisto enterrar al viejo Stan Laurel.Marlowe pensó que desde entonces no

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veía a alguien morir en su cama.Al llegar a la tumba vio a un hombre

que estaba parado frente a ella, quietocomo una estatua. Ni siquiera cuandoMarlowe se puso a su espalda se diovuelta. Seguía inmutable y en su rostrohabía un dolor sereno. Parecía teneralrededor de treinta años, no era ni altoni bajo, y sus piernas, bastante chuecas,estaban entreabiertas. Cuando pasó a sulado, Marlowe lo miró atentamente. Lacara del hombre era redonda y lequedaba poco pelo para protegerse de laligera llovizna que empezaba a caer. Lanariz pequeña estaba colorada y de vezen cuando la frotaba con un pañuelo. No

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era que estuviese llorando; se diría, másbien, que estaba resfriado. Sin ser muygordo, su barriga desentonaba con elresto del cuerpo. Estaba encorvado yfumaba con avidez. De pronto se movió,fue hasta una tumba vecina, se apoyó enella sin importarle demasiado, metió lamano derecha en un bolsillo y se quedócon la mirada fija en el cielo.

—¿Lo conocía? —preguntóMarlowe.

El hombre bajó la vista y miró aldetective. En sus labios apareció unasonrisa sin sentido, como si sedispusiera a iniciar una charla amable.

—No personalmente. ¿Usted es

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pariente?Hablaba un inglés tan malo que

Marlowe tuvo que hacer un esfuerzopara entender el sentido de la frase.

—No. ¿De dónde es usted? Si es queexiste alguna parte en el mundo donde sehable de esa manera.

—Soy argentino. Perdóneme, nuncatuve facilidad para el inglés.

—¿Qué hace aquí, frente al viejoStan? ¿Anota el lugar para incluirlo enlas guías de turismo de los gauchos?

—¿Perdón?Marlowe se acercó al hombre que

dejó de apoyarse en la tumba vecina. Noentendía bien esa sonrisa permanente en

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la cara redonda y mofletuda.—Mire, amigo —dijo en castellano

—, hablo bastante bien el español y creoque eso será un alivio para usted. Lepregunté qué hace frente al viejo Stan.

—Nada. ¿Está prohibido pararseaquí? Desde que llegué a EstadosUnidos estoy cometiendo infracciones.

—Le habrá costado explicarse. Soydetective privado; Laurel me habíacontratado poco antes de morir.

—¿Para qué?—Manías de viejo. Se estaba

muriendo y lo sabía. Era un hombredesesperado.

—¿Usted llegó a conocerlo bien?

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—Lo que un detective puedeconocer a una persona con la que hahablado una docena de veces.

El hombre cobró un súbito interéspor el detective. Sacó un atado decigarrillos argentinos (en el otro bolsillotenía los Lucky, pero pensó que estodespertaría, aunque sea de una maneratrivial, el interés del norteamericano) yconvidó uno a Marlowe. Dejó que lediera luego. El argentino advirtió depronto que el hombre que tenía ante síno se parecía demasiado a otros quehabía conocido en Los Ángeles. Parecíaun poco lejano y hosco, como si lohubieran desclavado (se le ocurrió esa

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imagen) de una pared y en su lugarhubiera quedado un agujero inútil. Elclavo, viejo y oxidado, hasta algotorcido, tampoco servía para nada.Desde su llegada, el argentino estabasolo, en un hotel barato y sucio, y sealegró de hallar a alguien con quiencharlar sobre Laurel y Hardy.

—Discúlpeme —habló bajando lavoz, como si tuviera vergüenza de lo queiba a decir—; tengo mucho interés enhablar con usted sobre Laurel. Si no esun inconveniente... creo que podríainvitarlo a cenar esta noche, o a la tarde,no sé... me confundo un poco con loshorarios de las comidas en este país.

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—¿Está solo?—Sí. Soy periodista, pero no busco

información.Estoy escribiendo una novela sobre

Laurel y Hardy y pensé que usted...—Conocí a un solo novelista, un tal

Wade, y me trajo problemas. Usted nobusca líos, ¿verdad?

—No. Parece estar siempre enguardia.

—Es parte de mi oficio. A causa deeso pasé los cincuenta. Tengo algunaspalizas encima pero puedo darme el lujode abandonar el cementerio caminando.

El argentino rió como si Marlowehubiera hecho un chiste. El detective se

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mantuvo impasible, entonces elperiodista dejó de reír y preguntó:

—¿Qué me dice, acepta? No tengomucha plata, pero puedo pagar unacomida.

—Eso es bastante en estos tiempos.El argentino metió la mano en el

bolsillo de su saco y empezó a caminarpor el sendero de ripio. Iba a hablarcuando advirtió que estaba solo. Se diovuelta y vio a Marlowe parado ante latumba de Laurel. Fue un instante. Eldetective caminó hacia él dando largaszancadas.

—¿Cómo se llama?—Soriano. Osvaldo Soriano.

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—Soy Philip Marlowe. Con e alfinal. Eso me traía algunas dificultadescon los cheques que me enviaban losclientes.

Soriano estaba riendo otra vez, peroal ver que el detective seguía impasibledejó de hacerlo.

—¿Adónde va ahora?—Voy a cerrar la oficina.

Acompáñeme, si no le molesta viajar enómnibus.

—No me molesta.Viajaron de pie durante casi una

hora. Cuatro negros iban en el fondo delómnibus cantando y se comportaban demanera agresiva. Los blancos que los

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rodeaban trataban de mantenerse adistancia. Marlowe los miró un rato ydijo luego a Soriano, hablando enespañol:

—Los negros están haciendo lío otravez. La policía tiene que calmarlos apalos todos los días. La ciudad estácambiando, no volverá a ser como antes.Antes era una mierda.

—¿Ahora será mejor?—No dije eso. Dije que antes era

una mierda. Los ricos se vinieron paraacá y construyeron palacios en losvalles, alrededor de Hollywood. Paraellos era como vivir un sueño. No habíanegros aquí. Llegaron de a poco,

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corridos de otros lugares. Vamos,tenemos que bajar.

Caminaron dos cuadras. El cieloplomizo dejaba caer una llovizna muysuave que humedecía las calles. La genteabría paraguas y hacía cola paraconseguir taxis. Marlowe se detuvo acomprar cigarrillos.

—¿Le gusta la ciudad?—No mucho; estoy confundido.

Nunca había hecho un viaje tan largo nipensaba conocer Estados Unidos. No megusta este país. Pero, no sé... hay algogrande...

—¿Algo grande? Pilas de mierda,compañero. Cuando le den una paliza

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para sacarle la billetera se dará cuentade que aquí no hay nada grande, comono sean los tesoros del Tío Sam.

Entraron a la oficina. Marlowe abriócon una llave grande y Soriano sintióuna oleada de aire pesado. La sala olía aencierro. Los sillones eran viejos yestaban cubiertos de polvo. Marlowelevantó un par de sobres del suelo y losdejó sobre el escritorio sin abrirlos.Soriano se sentó en un sillón y pidió uncenicero. Marlowe hizo un gestoindicando que tirara la ceniza al suelo.Luego sacó una camisa limpia de uncajón y se cambió allí mismo; limpió susviejos zapatos con una cortina, encendió

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un cigarrillo y llamó por teléfono alservicio de recepción. Nadie lo habíabuscado.

—No se preocupe —dijo a latelefonista—, ahora encuentro a la genteen el cementerio.

Colgó. Soriano se había levantadopara apagar el cigarrillo en un cenicero,sobre el escritorio. Allí vio también untintero seco, el teléfono negro, cartas sinabrir, papeles. Todo estaba cubierto poruna leve capa de polvo. El argentinoobservó atentamente. Marlowe se diocuenta, pero estaba acostumbrado a quela gente que entraba a su oficina sealarmara por el desorden. Soriano

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levantó la cabeza hacia el brazo de luzdel techo y se quedó mirando. Marlowesonrió por primera vez.

—Son Rosie, Mary y Joanne. Nopudieron conmigo.

Eran tres polillas muertas queaspiraban a un entierro natural, ya que elpolvo las estaba cubriendo. Sorianocalculó que llevarían varios meses allí.

Marlowe apagó la luz, cerró lapuerta y fueron hacia el ascensor. Afueravieron que había dejado de llover.

Entraron en un restaurante de tercera. Lahora de la cena había pasado y quedaba

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poca gente: una pareja con las manosentrelazadas sobre la mesa, un viejoborracho que dormitaba con la barbacaída sobre el pecho, tres taxistasnegros que discutían a gritos. El salónera frío y la luz demasiado triste. Sesentaron en una mesa alejada. Marlowesacó los cigarrillos y se pasó la manopor la cara. Se dio cuenta de que llevabados días sin afeitarse y otro tanto sindarse una ducha. Pidieron un guisobarato.

—Cuénteme quién es usted —dijoMarlowe.

—Vivo en Buenos Aires. Trabajo enun diario. Desde hace algunos años

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investigo la vida de Laurel y Hardy.Quería escribir algo sobre ellos, unabiografía o una obra de teatro. Me costódecidirme. Por fin empecé una novela.Quería conocer Los Ángeles para ubicarla acción con detalles. Estuve juntandoplata para venir. Tuve que empeñarmeun poco. La devaluación de la plataargentina ponía los dólares cada vezmás lejos.

—¿Cuánto tiempo estará aquí?—Hace una semana que vine,

planeaba quedarme otra más, pero andomuy escaso de plata.

—No se preocupe, yo tengo quequedarme toda la vida y ando con veinte

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dólares en el bolsillo.—Usted es un tipo extraño. Los

pocos americanos de su edad que conocíestán horrorizados por los soldadosmuertos en Vietnam, por la droga, por lafuga de sus hijos, pero andan en autosveloces, tienen su vida organizada.

Marlowe miró al argentino, fumó unpar de pitadas de su cigarrillo y luegoesbozó una sonrisa —la segunda de lanoche— mientras sacaba su billetera.

—Mire. Este permiso de detectiveprivado me habilita para meter lasnarices en asuntos ajenos. En eso anduvedesde que abandoné la policía. ¿Ustedcree que me sirvió de algo? Me

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golpearon, me acertaron algún balazo,me echaron a patadas de todas partes,estuve preso y un día la hija de unmillonario me hizo el cuento delpríncipe azul.

Marlowe extendió la servilletasobre la camisa limpia. Comieron ensilencio. Soriano había empezado asentir una cierta simpatía por esehombre, como si de pronto hubieradescubierto que había otra manera,insólita, de ser norteamericano.

—¿Qué hace todos los días? —preguntó por fin el argentino.

—Termino de gastar los dólares queme deja algún cliente, me siento en mi

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oficina y espero otro. ¿Qué haría usted?—No sé. Usted es un tipo

inteligente, puede ganarse la vida demuchas maneras.

—¿Es que no entiende? Estoycansado de tanta comedia. No quieroganar dinero en esta cloaca. Es inútilandar a los tiros. No hay nada quedefender. Creo que nunca lo hubo. Ahoratodo el mundo tiene un muerto en lafamilia y el que no, está solo como unperro. Este país ha estado sumergido enla mierda desde hace muchos años, perola gente decía que el olor era demargaritas silvestres. Cuando losvietcong empezaron a revolver la

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mierda, la cosa cambió. ¿Usted ha vistogente feliz aquí?

Soriano no contestó.—Siga buscando, haga la prueba.

Quizá pueda escribir otra Love Story.—Está bastante amargado.—Ya me lo dijeron. ¿Qué le parece

una copa en casa?—Me parece bien.—¿Juega al ajedrez?—Muy mal. Apenas sé mover las

piezas.—Bueno, tal vez pueda ganarle.—¿Juega seguido?—A veces. Cuando Capablanca no

está de mal humor.

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Mientras subían los escalones de tronco,Soriano iba en silencio detrás deldetective.

—El sábado voy a cortar esosyuyos. Me parece que los descuidémucho. Los vecinos tienen jardines biencuidados, llenos de flores. Les molestaver una casa que arruine la elegancia detoda la cuadra.

Entraron. Marlowe encendió la luz.La habitación era fría pero no estaba tandescuidada como la oficina. Un gatonegro, que dormía enroscado en eldiván, se estiró como si fuera de goma.Hacía un gran esfuerzo para mantener

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los ojos abiertos. Saltó y caminó haciaMarlowe; dijo miau, se acarició una yotra vez en su pantalón y luego se sentófrente a él. Clavó sus ojos en los deldetective.

—Siempre hace lo mismo, como sime reprochara algo. Llegó un día, hacedos años. Estaba en la ventana, mirandohacia el interior. Abrí el postigo, peroen lugar de escapar se quedómirándome. Estaba flaco y sarnoso,tenía mugre y una mirada triste que nome sacaba de encima. "Es lo único quete falta, Marlowe", me dije, y lo hiceentrar. Ese día no fui a la oficina. Lepuse alcohol en la sarna y le di de

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comer. Nunca llora ni me agradece nada.Salta por la claraboya y se va de paseo.Cuando estoy muy deprimido se acuestaa dormir. Un día descubrí que era élquien estaba deprimido y me fui a lacama, pero no pude dormir porque susojos brillaban demasiado en laoscuridad. ¿Cómo toma el whisky?

—Con hielo, si tiene.—Tengo. La factura de electricidad

vence dentro de una semana. El gas yaestá cortado. Hace años que estoy en labancarrota. ¿En la Argentina pagan biena los detectives?

—No sé; sólo se utilizan paraconseguir divorcios.

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—Quizá me gustaría Buenos Aires.¿Cómo es?

—Es una ciudad muy grande, másgrande que Los Ángeles, sucia, llena debaches, de veredas rotas, de pizzerías,cines y comercios. Está rodeada devillas miserables, tan malas como lasque ocupan aquí los negros. Allí la genteodia a los policías y desprecia a losnorteamericanos.

—¿A los norteamericanos pobrestambién? —sonrió Marlowe.

—No hay norteamericanos pobres enAmérica Latina. No les sienta el clima.

—No hay nada peor que un yanquipobre, compañero. No hay clima que le

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siente. Aquí no tiene lugar; lo patean, lometen preso por vagancia, lo llamanbasura. Pero si se va a otra parte nadiequiere escuchar su música.

—No crea que va a conmoverme.Ningún yanqui podría conmoverme.

—Usted es comunista, ¿eh?—¿Me permite que lo mande al

carajo?—Perdóneme. Me puse cargoso.—Póngale leche al gato. Hace rato

que lo mira. Parece enojado.—Ya le dije que siempre me mira.

Tiene leche en el plato.—¿Quiere hablarme de Stan Laurel?—No es mucho lo que sé. Hace años

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John Wayne me dio una paliza por suculpa, pero no lo lamenté. Laurel mehabía dado un billete de cien.

—Hoy dijo que Laurel se estabamuriendo. ¿Qué quiso decir con eso?

—Fue a verme para que investigarapor qué nadie le daba trabajo. Me dijoque se estaba muriendo. Yo no queríasaber nada de ponerme a trabajar paraun viejo maniático, pero por fin acepté.En el fondo soy muy sentimental. Creoque perdí el tiempo.

—¿Le contó cosas de su vida?—No muchas. Mire, yo soy un

psicólogo aficionado, nada más, perome di cuenta de que era un hombre

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destruido. Él y Hardy habían sido dosgrandes cómicos, pero nadie seacordaba de ellos. Muerto Ollie, elflaco se quedó tan solo como ese gato.

—Tenía familia.—Sí. El gato me tiene a mí y no está

más contento por eso.—¿Qué quiere decir?—Quiero decir que uno puede estar

solo mientras alguien lo acaricia. Stantenía un pasado muy grande y si nadie lorecordaba le habrá parecido sólo unsueño. Hardy ya no existía, los estudiosno lo llamaban. Sólo quedaban esasviejas películas del gordo y el flaco. Esposible que ya no se reconociera en

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ellas.—Dick van Dyke estuvo muy cerca

de él.—Sí. Tuvo dos discípulos. Dick van

Dyke y Jerry Lewis. Dos tipos bastanteinalcanzables. Pudieron ayudarlo, perosegún me dijo no querían humillarlo. Megustaría hablar con ellos para saber siestaban tan ciegos.

—Escuche, Marlowe: un periodistainglés vino hasta aquí para hacerle unreportaje a Stan unos años antes de sumuerte. Los rumores de que estaba en lamiseria habían llegado a Londres y larevista quería tener una historiaestremecedora.

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—¿Lo usaron a él?—¡Claro! ¿Qué periodista perdería

esa nota? Laurel le dio la entrevista enla pensión donde vivía...

—No era una pensión, era unpequeño hotel.

—Bueno, es lo mismo. El cronistacontó en su artículo que el cómicoestaba en desgracia e hizo llorar a todoslos ingleses. En Francia reprodujeron lanota. Ya sabe cómo son los franceses,ahora quieren hacerles un monumento aLaurel y Hardy. En Europa se hizo unacolecta entre la colonia artística y lemandaron plata. Cuando la recibióLaurel casi se muere. Se sintió

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humillado, traicionado.—Lo peor es que era cierto —dijo

Marlowe—. Él estaba en la ruina, ocasi.

—Yo creo que lo que escribió elperiodista era más o menos exacto. Talvez se puso un poco dramático, peroLaurel estaba terminado y en la miseria.Lo peor vino después, con Dick vanDyke.

—¿Qué hizo el cabrón?—No se enoje, Marlowe. Lo que

hizo pudo ser un acto de piedad.—¿Qué hizo?—Pagó a un escritor para que

hiciera un libro poniendo las cosas en su

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lugar. Allí está todo cambiado: Stanvive en un departamento lujoso, rodeadode amor; recibe miles de telegramas pordía. En fin, descansa sobre los laureles.

—¿Y Stan permitió eso?—Parece que sí.—¡Qué porquería! El viejo no

necesitaba esa adoración de mierda. Élera grande sin necesidad de repetírseloa todo el mundo. Era un lindo viejo, seponía un traje antiguo y tenía unadignidad que se veía desde lejos. No, élno pudo hacer eso.

—Vamos, no se ponga sentimental.Yo lo quiero tanto como usted, pero soyrealista. Además esa historia debe haber

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sido una barrera para disimular lasoledad. No se puede juzgarlo por eso.

—No lo juzgo. Quisiera saber porqué lo hizo. Dígame, Soriano, ¿de dóndesacó toda esa información?

—Estuve unos años recorriendoarchivos; leí notas, libros, y de vez encuando me puse a pensar cómo encajabauna cosa con otra.

—Tal vez usted sea un malinvestigador, o haya seguido pistasfalsas. No tengo la seguridad de que untipo que no conozco, que habla el inglésde Harpo Marx, tenga información seria.

—Tómelo como quiera. ¿Qué horaes?

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—Las once. ¿Juega al ajedrez?—Bueno. ¿Dónde está el baño?Marlowe llenó su pipa lentamente,

apretando el tabaco con paciencia. Sacóel tablero de ajedrez y acomodó laspiezas de marfil, minuciosamente,primero las blancas.

—¿Quiere café?Desde el baño, Soriano contestó que

sí. El detective sacó una pequeñagarrafa de gas que guardaba bajo lapileta de la cocina. Le armó elquemador, la sacudió y la encendió.Comenzó a preparar la cafetera. El miaudel gato lo hizo mirar hacia el piso. Losojos del animal estaban fijos en él.

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—¿No te gusta mi aspecto? —dijoen inglés—. Voy a bañarme y tal vezhasta me corte las uñas. Estoy un pocodescuidado últimamente.

Soriano salió del baño. Habíaencendido un cigarrillo y se acomodó enel sillón. Marlowe sirvió café en dostazas y lo llevó hasta la mesa en unabandeja verde de metal. Las tazasestaban apoyadas en pequeñasservilletas bordadas. El argentinoempezó a tomar sorbos.

—Hace buen café.—El café es muy importante para

mí. Creo que pronto no podré tomar otracosa. ¿Juega con blancas?

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—Es lo mismo. ¿Tiene whisky?—Sáquelo de ese armario; yo

también tengo la garganta seca. ¿Legustaría hablar con Dick?

—Claro.—Bueno. Quédese a dormir aquí, si

no le molesta compartir el diván con elgato. Mañana podríamos visitar a laestrella. Tenemos tiempo.

Soriano dudó unos instantes.—No se ofenda, Marlowe. Yo me

quedo una semana más en Los Ángeles;si usted no tiene problemas puedo dejarel hotel y dormir en ese diván. Con laplata que ahorro podremos pagar lacuenta del gas.

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—Consúltelo con el gato. El queduerme en el diván es él. Pero háblelecon calma porque no entiende español.

A las ocho Marlowe saltó de la cama yse dio una ducha. El calefón nofuncionaba y el agua estaba helada. Elfrío de esa mañana gris, cubierta denubes cargadas había penetrado en lacasa.

El detective se vistió rápidamente,tiritando, y preparó café. En el living,sobre el diván, el argentino había dejadode roncar y desaparecía bajo dosfrazadas. El gato que había dormido a

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sus pies, saltó al piso, se arqueó con lacola parada y fue hasta la cocina.Marlowe le puso un plato con leche yluego un puñado de carne picada quesacó de la heladera. Por la mañana eldetective parecía algo más viejo. Supelo estaba revuelto y las arrugas de lacara se veían más profundas. En la nariz,bastante achatada, había algunos barritosnegros, pero hubiera tenido queacercarse al espejo para notarlos,porque ya no veía como antes. Encendióun cigarrillo y aspiró las primeraspitadas con verdadera gana. Con elcigarrillo entre los labios y la taza decafé sobre la bandeja verde, se acercó

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al diván donde Soriano respirabaprofundamente.

—¡Vamos, compañero! ¡Arriba!Soriano abrió los ojos; en su cara

había un profundo disgusto y miró aldetective.

—¿Qué hora es?—Ocho y veinte.—¿Siempre madruga así?—Sólo cuando tengo que ser cortés

con los huéspedes. Le he preparado unbaño de fragancias, aunque el agua noestá muy caliente.

El argentino se sentó, se frotó la caracon las manos y miró a Marlowe.

—No me haga chistes a esta hora.

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Estoy dormido.Se lavó y se vistió perezosamente

mientras tomaba el café a sorbosespaciados. Sentado frente a él,Marlowe lo miraba con curiosidad.

—¿Vamos a visitar a Dick?—¿Lo encontraremos?—El teléfono está en la guía. Voy a

llamarlo.Tomó el aparato y disco. Contestó

una voz suave.—Me llamo Philip Marlowe y soy

detective privado. Necesito hablar conel señor Dick van Dyke.

—¿Por qué asunto es, señor?—Estoy con un periodista

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sudamericano y queremos hablarle sobreStan Laurel.

—Un momento, por favor.Dos minutos más tarde:—¡Hola! El señor Van Dyke debe ir

al estudio ahora. Tiene compromisospara todo el día. ¿Puede llamarlomañana?

—No; deme con él, por favor.—No estoy autorizada a pasarle

llamadas.—Dígale que quiero hablar con él.—Espere, por favor.Dos minutos más tarde:—Dentro de dos horas el señor Van

Dyke estará en el estudio de la Fox.

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Trate de verlo allí.—No me dejarán pasar.—Arréglese. Es detective, ¿no?El click interrumpió la

comunicación.—Vamos —dijo Marlowe—, tiene

que cumplir su promesa de pagar el gas.Tomaron un taxi que los llevó hasta

un banco y luego los dejó frente a losestudios de la Fox, en Hollywood. Eraun edificio alto de cuatro plantas. Todaslas ventanas estaban abiertas y por larampa de acceso entraban y salíanautomóviles. Caminaron hasta larecepción.

Un negro de rostro duro, parecido a

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Sidney Poitier, pero más joven, estabaatendiendo a una mujer. Cuando ladespidió, miró con desgano a los doshombres.

—Me llamo Philip Marlowe. Elseñor Van Dyke necesita un detective yme llamó con urgencia.

Le mostró la credencial. El negro laestudió detenidamente, como si fuerauna broma.

—¿Para qué necesitaría un detectiveel señor Van Dyke?

—Pregúnteselo.—¿El gordo es su guardaespaldas?

Parece muy blando para eso.—No lo diga en español. No le

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gustan los negros y pierde la pacienciamuy rápido.

—¡No me diga! No parece muydecidido.

—Una vez apiló a cuatro negrosporque abrían demasiado la boca. Elseñor Van Dyke pidió que vinieraespecialmente.

—Bueno, vayan al segundo piso.Será mejor que Dick se ponga contentode verlos porque si no tendrán undisgusto.

Tomaron el ascensor repleto.Soriano preguntó, todavía soñoliento:

—¿Qué dijo el negro?—Usted lo impresionó, compañero.

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A la salida le pedirá un autógrafo.Llegaron a una antesala donde mucha

gente caminaba de un lado hacia otro. Larecepcionista escribía a máquina, rubiay lejana. Los dos hombres caminaronpor un pasillo, doblaron, abrieron un parde puertas y por fin entraron en una salaa oscuras. En una pequeña pantalla seveía una película de cowboys.Avanzaron a tientas en la oscuridad.

—¡Que se sienten! —gritó unvozarrón desde la cabina de máquinas.Hallaron dos butacas libres en elextremo de una fila y se sentaron.

—¿Qué hacemos acá? —dijoSoriano en voz baja.

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—No sé. Nunca vengo al cine tantemprano.

Se levantaron. Marlowe tropezó conun pie. Caminaron hasta la puerta dondese veía una luz roja. Al asomarse alpasillo, vieron a dos hombres quecorrían hacia la sala. Uno era el negrode la recepción.

—¡Párense! —gritó.Marlowe empujó a Soriano hacia

atrás.—¡Métase adentro!Se perdieron en la oscuridad del

microcine. De un golpe el negro abrió lapuerta. Soriano pasó entre dos filas debutacas tratando de agacharse. Sintió

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que alguien lo tomaba del saco.Forcejeó, pero fue inútil. Tiró con todasu fuerza y giró bruscamente, golpeandocon el puño derecho. El bulto dio ungrito, tropezó y cayó sobre dos hombresque estaban sentados. La fila de butacasse tambaleó. En el pasillo se encendióuna linterna.

—¡No hagan ruido! —gritó eloperador desde la cabina de máquinas.Marlowe saltó de una lila a otra yempujó a un hombre que cayópesadamente, arrastrando tres butacas.

—¿Puede levantarse, Soriano?Un grito ahogado le respondió.

Luego hubo un ruido sordo y el crujido

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de maderas rotas.—¡Estoy bien, compañero, pero no

se ve un car...!Soriano escuchó que un gong sonaba

junto a su oreja derecha y cayó haciaatrás. Trató de sostenerse. Sintió que susdedos desgarraban tela y antes de llegaral piso se dio vuelta. Lanzó una patada yun grito de mujer le avisó que habíadado en el blanco. La proyección seguía;en la pantalla, un grupo de vaquerosmontaba sus caballos y se lanzaba haciael horizonte, mientras el sol despuntabatras las colinas.

—¡Paren, carajo! —gritó elvozarrón de la cabina, mientras

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Marlowe corría hacia allí. La puerta seabrió y un hombre de mameluco salióiluminado desde atrás por los carbonesde las máquinas. Murmuraba palabrotas.Llevaba una barreta en la mano, pero noalcanzó a levantarla: Marlowe le diocon la derecha en la mandíbula primeroy con la rodilla en la ingle después. Eloperador no llegó a gemir; cayó haciaadelante. Marlowe le cerró la puerta yla sala quedó otra vez a oscuras.

Soriano advirtió que la confusiónaumentaba a su alrededor. El golpe en laoreja le abrió una furia que nunca habíasentido antes. Avanzó hacia un costadocomo borracho, tropezó con algo, oyó

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una voz gangosa y entrecortada y golpeófuriosamente con la derecha calculandola altura de la cabeza. Alguien bufó.Soriano creyó que su puño estallaba.Cuando lo tocó con la mano los vidriosde unos anteojos estaban todavíaclavados en sus dedos. Saltó sobre labutaca. Sintió un golpe terrible y luegoun estruendo como si hubiera volcado uncamión. Trató de abandonar el lugar.Gigantescas sombras de cabezas seproyectaban en la pantalla donde se leía:

JOHN WAYNE en

Marlowe no alcanzaba a entenderqué pasaba. Estaba algo inquieto por la

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suerte del argentino, cuando escuchómás gritos y golpes en medio de la sala.Una mujer gritaba, desesperada:

—¡Papá! ¡Papá! Hay sangre, miDios, hay sangre. ¡Papá!

Delante del detective, dos hombrespeleaban trabajosamente entre sí. Hacíados minutos que cambiaban golpes yninguno caía.

LOS HÉROES NO MUEREN NUNCA¡Una película excepcional donde JohnWayne lucha contra indios y bandidos!

La pantalla tembló, mientras en unbar Wayne golpeaba a diestra y siniestraa varios bandidos que se lanzaban sobre

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él.

¡NO DEJE DE VER ESTA COLOSALPELÍCULA!

Marlowe se abrió paso entre variaspersonas. Un gordo cayó sobre él sinintentar agarrarse.

—¡Soriano!—No grite, acá estoy —la voz del

periodista sonaba cercana. El detectivealcanzó a ver su figura contra la pared.Tres hombres forcejeaban en medio delpasillo.

Uno de ellos dio un golpe aMarlowe que cayó sentado. Una mujerque corría hacia la salida tropezó con el

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cuerpo y se fue de narices sobre lasbutacas. Dio un grito lastimoso y luegoempezó a aullar con voz fina y quebrada.Un guardia empezó a disparar al aire.Los tiros sonaban como bombas.

¡ACOMPAÑE A JOHN WAYNE ENSUS AVENTURAS!

¡VÉALO HACER JUSTICIA!

Marlowe se había puesto de pie,ayudado por Soriano. Miró hacia lapantalla y sus ojos se abrieron como dosmonedas enormes.

—¡Mierda, Soriano! ¿Usted ve lomismo que yo, o estoy loco?

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—No entiendo nada, compañero.¿Qué hace peleando con Wayne?

¡NADIE DETIENE AL IMPLACABLEJOHN WAYNE!

En la pantalla, Wayne golpeaba conpuños y pies a Philip Marlowe, mientrasdos hombres lo sujetaban. De pronto lapelícula se apagó y sólo quedó unrectángulo de luz. La pelea había paradotambién en la sala. Marlowe y Sorianose abrieron paso hacia la salida.

—¿Adónde va, amigo? —Un guardiauniformado, que tenía una linterna en lamano y con la otra trataba de parar unahemorragia de la nariz, interceptó al

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detective.—¡A buscar a la policía, imbécil! —

gritó Marlowe, indignado.—Éste puede salir, es actor —indicó

el guardia—. Nadie más sale de acá,señores. ¡Ahora va a venir la policía!

El detective y su compañerocorrieron por el pasillo iluminado. Secruzaron con dos hombres y una mujervestida de uniforme blanco, y Marlowecasi derriba a la enfermera. Al doblar,ambos se detuvieron bruscamente.Marlowe sacó un atado de cigarrillos,pero estaba destrozado. Soriano buscóentre sus ropas y encontró los suyos.Entonces vio su mano derecha, herida,

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que conservaba algunos vidriosincrustados. Marlowe encendió loscigarrillos y dijo:

—No lo crea, Soriano: usted no esel toro salvaje de las pampas.

Caminaron en silencio. Doblaron a laizquierda primero y a la derechadespués. De pronto Soriano se detuvofrente a una puerta y sonrió.

—Un baño. No daba más.Entraron. Se ubicaron frente a dos

mingitorios y estuvieron un largo rato.Un hombre de traje gris y anteojos sepuso entre ellos. Marlowe lo miró.

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—Perdóneme, ¿sabe dónde podemosencontrar al señor Dick van Dyke?

—Sigan el pasillo hasta hallar unaoficina con su nombre. ¿Vienen del lío?—movió la cabeza indicando ladirección del microcine. Marlowe dijoque sí—. ¿Qué pasó? Todo el mundoestá agitado por eso —preguntó elhombre mientras se apartaba delmingitorio y abrochaba la bragueta.

—No sé —contestó Marlowe—; unagresca a oscuras.

Soriano se lavó la cara y empezó asecarse con el pañuelo.

—Ustedes intervinieron, ¿eh?—Gracias por todo, amigo —

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interrumpió Marlowe y luego de haceruna seña a Soriano, salieron.

—¿Qué le dijo?—Es al final del pasillo.Llegaron a la oficina. La puerta era

de vidrio y adentro se veía unamuchacha pequeña de piernas gruesas ymuy blancas, que ordenaba papelessobre un escritorio. Entraron. Marlowedijo:

—Nos espera el señor Van Dyke.La mujer los miró detenidamente de

arriba abajo. Luego sonrió incrédula.—¿No deberían pasar por el sastre

primero? Al señor Van Dyke no le gustala gente desaliñada.

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—No se ría de los pobres, hija.Tuvimos un accidente.

—¿En el microcine? Andanbuscando a dos provocadores quearmaron un lío.

—¡No me diga! Anuncie a PhilipMarlowe, por favor.

—Pierde el tiempo. El señor VanDyke está muy ocupado.

Marlowe hizo un gesto de disgusto,dio vuelta a la mesa y caminó hacia lapuerta que decía "Privado, hágaseanunciar". Soriano fue tras él. Lamuchacha lo tomó de la manga y dio unsalto.

—¿Adónde van? ¿Quieren que me

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echen?—No se preocupe, hermosa, usted

debería aparecer en las películas —dijoSoriano en su idioma.

—¿Qué dice?—Nada —contestó el argentino,

ahora en inglés, mientras entraba por lapuerta que Marlowe había dejadoabierta.

—¿Otro más? —dijo el hombre alto,morocho, que vestía traje gris hecho amedida.

—Él quiere hablarle de Laurel yHardy —dijo Marlowe señalando a sucompañero. Soriano arrastraba a lamuchacha que seguía reteniéndolo de

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una manga y tironeaba.—No entiendo —dijo Van Dyke, con

gesto impaciente—. ¿Qué pasa conLaurel y Hardy?

—Usted los conoció ¿verdad? —preguntó el detective.

—A Stan sí, a Hardy lo vi sólo unpar de veces.

Soriano dio un paso adelante,tratando de zafarse de la mujer que lotenía agarrado de la manga.

—Usted fue alumno de Laurel —dijoen castellano—. Yo quiero saber algunascosas sobre sus últimos días. Estoyescribiendo una novela.

—¿Usted es español o mexicano? —

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preguntó el actor en inglés.—Argentino. Estoy enojado con

usted.—¿Está qué? —dijo Van Dyke,

frunciendo el rostro.—Dice que está enojado, señor Van

Dyke. Vino a decirme que usted contratóa un escritor para que contara un montónde mentiras sobre Laurel.

—¿Mentiras? Laurel aprobó todo loque decía el libro.

—Eso no quiere decir que no fueranmentiras —contestó Marlowe, mientrasse sentaba en un sillón. Miró a Soriano,sonrió, levantó las cejas y dijo enespañol—: ¿Va a llevarse a la

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muchacha? No cabrá en el diván.Ella seguía aferrada al brazo del

argentino.—Usted es detective. Dígale que me

suelte.—Dice mi amigo que lo suelte.La muchacha dio un paso hacia atrás.

Sorpresivamente fría y resuelta, levantóun brazo y cruzó la cara de Soriano conuna bofetada. El periodista se tocó lamejilla con una mano, hizo un gesto defuria amenazante, y la mujer desapareciótras la puerta. Marlowe, muy serio, miróa su compañero.

—¡Qué golpe! Debe dolerle.—¡Déjese de bromas! Hoy me han

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pegado más que en toda mi vida.—¡Esta comedia es incomprensible,

señores! ¡Váyanse o llamaré a laguardia! —dijo Van Dyke, bastantemolesto.

—¿Oyó, Marlowe? Eso lo entendí.Si viene el negro se arma otra vez y noquiero recibir más palizas.

—No asuste a mi amigo, señor VanDyke. Sea más cortés.

—Son un par de locos. Primeroentran sin permiso, tan rotosos como dosvagabundos, después usted se sienta enmi mejor sillón como si estuviera en sucasa y me hace preguntas impertinentes.Su amigo provoca a mi secretaria y se

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hace golpear, luego pelean entre ustedesy se insultan. ¡Esto es demasiado!

Van Dyke abrió un cajón y sacó unapequeña pistola calibre 22 corto.Marlowe abrió los brazos.

—¡Otra vez!Soriano levantó las manos. Por su

cara redonda corrían algunas gotas desudor. Miró a Marlowe.

—¿Ahora nos van a pegar un tiro?Yo vine a buscar información sobreLaurel y Hardy, no a jugar a loscowboys.

—¿Qué dice el gordo? No me caesimpático.

Marlowe, en inglés:

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—Es un buen muchacho. Nació alsur del río Grande y le falta educación,pero no es su culpa.

Y en castellano:—Usted no cae simpático en este

edificio, compañero. Diga una frase dedisculpa o va a llamar al negro.

—¡Que lo llame, qué mierda!—No sea mal hablado, tenemos una

pistola enfrente.—¡Déjense de hablar en cocoliche!

¡Fuera de aquí! —gritó Van Dyke.Marlowe se puso de pie.—Vamos, Soriano. Este hombre no

es el mismo que veo en las comedias deTV.

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—Creí que usted era capaz dedesarmar a un tipo como ése, Marlowe.Se está poniendo viejo.

—Ya verá lo que hago. Vamos.Salieron. Marlowe cerró la puerta

tras de sí y se paró frente al escritorio.—¿Qué número tiene el matón ese?

—señaló la oficina del actor.—Marque el uno —dijo la

secretaria, aterrorizada ante la miradade los dos hombres que tenía enfrente.El detective tomó el teléfono y llamó.

—Le habla Marlowe, señor VanDyke.

—¿Quién?—¡Marlowe, estúpido! Mire por la

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ventana y me verá en la cabina delteléfono.

Hubo un ruido en la línea. Marlowedejó el tubo y se lanzó contra la puertaque se abrió violentamente. En doszancadas estuvo sobre el actor quemiraba por la ventana. Lo levantó de lassolapas y con la rodilla lo golpeó en elestómago. Soriano, que estaba parado enla puerta, hizo un gesto de sorpresa.

—Perdóneme por lo que dije antes.—No es nada. Guarde la pistola —

le entregó el arma del actor.Van Dyke había caído de rodillas

tomándose el estómago. De su bocasalía una baba verde. El pelo le caía

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sobre la frente mientras el saco, quetenía un solo botón abrochado, estabainflado como una bolsa.

—Déjemelo, Marlowe.—¿Ahora que está blandito? No,

compañero, no le pegue nunca a unhombre que está peleando con otro.

De pronto, por la puerta abierta,entraron tres hombres seguidos por lasecretaria. Uno era el negro. La furia lehabía deformado el gesto y un tic lehacía temblar el labio inferior.

—¡Agarren a ése! Al gordo me locargo yo.

Los dos hombres se lanzaron sobreMarlowe. Uno de ellos le tiró un golpe

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alto que el detective esquivó. El otro,más sereno, quiso pegarle en elestómago, pero el detective se hizo a unlado y le dio un codazo en la cara. Elprimero, que medía menos que la estatuade Washington, lo golpeó con unacachiporra de goma y Marlowe vio darvueltas la habitación. Cayó de rodillasjunto a Van Dyke y pareció que ambosestaban rezando frente a un altar.

—¡Quietos! ¡Se terminó! —Sorianotenía la pistola de Van Dyke en la manoderecha.

Con las ropas casi destrozadas, elpantalón muy caído, la barriga hinchaday las piernas chuecas muy abiertas,

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parecía un cowboy tardío.—¡Las manos arriba, vamos! —

gritaba en castellano y agitaba el armaamenazadora—. ¡Usted también, VanDyke!

Marlowe empezó a levantarse y secorrió hacia la pared. Con su vozgangosa repitió, sin énfasis, en inglés:

—Las manos arriba y contra lapared. —Miró al negro que tenía losojos húmedos por la rabia—. Le dije,amigo: no se meta con el argentino, estáinvicto.

—¡Hijo de puta...! Lo voy a seguirhasta el infierno.

—Traduzca, Marlowe, no entiendo

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nada. ¿El negro está enojado?—Un poco, pero reconoce que usted

es mejor que él.—Tenga la pistola. Yo no sé cómo se

maneja el seguro.—¡Ah, no! Usted les apuntó. Yo voy

a ver qué juguetes tienen.Marlowe palpó a cada uno. El negro

tenía un revólver 38 de caño largo y losotros pistolas 45 y cachiporras. Eldetective guardó el arsenal en el baño yechó llave.

—Rajemos —dijo Soriano.—¿No le va a pedir el teléfono a la

chica?—Claro. ¿Cuál es tu teléfono,

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querida?La muchacha sonrió y quiso hacer un

puchero, pero no le salió; dijo unnúmero.

—Téngame la pistola, Marlowe, voya anotarlo.

—No exagere. ¿Se cree Sam Spade?—Dos hombres habían bajado las manosy empezaban a darse vuelta—. Sincomentarios, amigos —dijo Marlowe—.Sam Spade escribirá un verso para sudama y nos vamos enseguida.

Soriano anotó el número y regresósonriente.

—Deme la pistola.—¿Qué diferencia hay?

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—¡Deme, le digo!El detective le entregó la pistola.

Soriano se la apoyó en el pecho.—¡Al baño! ¡Entre!—¿Se volvió loco? —Marlowe

intuyó, sin embargo, que el argentino nobromeaba. Estaba más serio que nunca.El gordo dio dos pasos atrás y dijo eninglés a la secretaria:

—Vamos, amor, lleve a mi amigo albaño.

La muchacha sonrió, divertida. Salióde la fila y empujó al detective.

—Muy bien; ¡nadie se mueva,porque lo rajo! —gritó Soriano enespañol.

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La mujer cerró el baño y entregó lallave al argentino que parecía muynervioso.

—Venga, señor Van Dyke —dijo enespañol y acompañó las palabras con unmovimiento de cabeza.

El actor dio dos pasos al frente.Parecía aterrorizado. El negro habló.

—Si lo toca voy a destrozarlo,mexicano sucio.

—Argentino, compañero —aclaróen castellano—. Quédese quieto si noquiere un tiro en la panza. Usted,querida —ahora deletreaba inglés—,deme la billetera de su patrón.

En el baño, Marlowe había

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empezado a golpear la puerta. Gritaba.—¡No sea imbécil, Soriano! ¡Lo van

a destrozar! ¿Qué quiere hacer?Entretanto, la mujer vaciaba la

billetera de Van Dyke; los tres hombresse movían contra la pared. Marlowegritaba en el baño, enfurecido.

—¡Tengo las armas aquí, Soriano!¡Abra!

Soriano guardó el dinero en elbolsillo.

—Esto es un robo. Dentro de un ratotendrá la policía encima suyo —dijo VanDyke.

—No entiendo bien qué dice —contestó Soriano en español—, pero

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usted no va a llamar a la policía. No legustará pasar por estúpido. Usted, nena,vaya a soltar a mi compañero que tienedolor de panza.

Cuando la muchacha abrió la puerta,Marlowe apareció rugiendo, con unrevólver en cada mano.

—¿Terminó la broma? ¡Chiquilínestúpido! Bueno, cuando se despida nosvamos —dijo Soriano.

Salieron. Soriano echó llave a lapuerta. Bajaron las escaleras y llegarona la calle con aire indiferente. Sorianohizo señas a un taxi. Subieron. Elargentino dio la dirección de la oficinade Marlowe.

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—Usted me debe una explicación ymejor que sea buena.

—Le voy a decir la verdad. Toméprestados unos dólares del señor VanDyke. Me pareció que usted esdemasiado orgulloso para pedir favores.

—¡¿Qué?!—¿No ve? Ya está escandalizado. Si

armamos tanto lío, ¿qué más da echarmano a una billetera?

—Usted es un inmoral...—¡Ufa...! Deme un sermón, ahora.

Usted no está complicado. Lo metí en elbaño, ¿no?

—Eso me duele. ¿Quién es ustedpara juzgar mi conducta? ¿Por qué no me

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dejó participar? Se cree más vivoporque es joven, ¿eh?

Hubo un largo silencio. Por finbajaron del auto. Fueron sin hablar hastael ascensor. De pronto, Marlowe dijo:

—Tome las llaves. Váyase a casa.Tengo ganas de pegarle y creo que voy ahacerlo.

—Escuche, Marlowe...—¡Váyase!El detective tomó el ascensor y

cerró la puerta rápidamente. Soriano sequedó solo. Su cara se había puestoroja. Salió a la calle y paró un taxi. Diola dirección de Marlowe. Sacó el dineroy lo contó: había setecientos ochenta

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dólares. Sintió una sensación deangustia. Bajó dos cuadras antes y sedetuvo a comprar una botella de whisky.

Cuando entró en la casa, el gato fuehacia él y se sentó en medio del living.Soriano abrió la heladera, sacó leche yllenó un platito. El gato tomó un poco yse sentó a mirar al argentino. Éste sesirvió un vaso de whisky con hielo, miróla pared y sintió un frío en la espalda.

—¡Mierda, Marlowe! ¡Nos habíanroto la ropa!

Sólo los ojos del gato, ardientes comobrasas de cigarrillos, vigilaban en la

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oscuridad. Soriano estaba tendido en eldiván con la ropa puesta. Dejaba colgarun brazo en cuya mano había uncigarrillo apagado. Roncabaestrepitosamente. La radio sonaba baja,algo lejana y sola. El gato había buscadoun lugar entre las piernas del periodistay miraba la puerta de calle. Cuando éstase abrió, la escena se modificóligeramente. El gato saltó al suelo y elestallido de luz le cerró las pupilas.Soriano, sacudido por el ruido, dejó deroncar y se acomodó en el diván con ungesto de disgusto. Siguió durmiendo.

Marlowe tenía el pelo revuelto. Lacorbata abierta colgaba desde el medio

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del pecho y estaba sucia. El traje sinplanchar tenía un aspecto andrajoso. Elsaco estaba desgarrado en el brazoderecho hasta el codo, y el pantalón sehabía roto en un siete a la altura de larodilla derecha.

Tambaleó. Sus ojos estabanvidriosos y opacos como el café. Laculata de la pistola asomaba entre elcinturón y el elástico del calzoncillo.

—¡Levántese, Soriano!El argentino empezó a incorporarse

con lentitud; trataba de entreabrir losojos, atacados por la luz. De entre susdedos cayó el cigarrillo apagado.Protestó.

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—¿Qué hora es?Se sentó en el diván, la cara cubierta

por las manos; el pelo estaba sucio ytenía el color del barro. Abrió los dedosy entre ellos sus ojos observaron aldetective que estaba parado, inclinadohacia adelante. Oscilaba. A Sonano se leocurrió que era un capricho de la luz.

—Está borracho —dijo en un tononeutro.

—¡Levántese!—¿Por qué no se da una ducha? Ya

conectaron el gas.—¡Le voy a romper la cara, gordo

estúpido!Escupió al suelo. El gato miró la

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saliva y bajó las orejas.—No me provoque. Tiene una

pistola y está borracho.—¿Una pistola?—En la cintura.Marlowe bajó la vista. Tiró de la

empuñadura y sacó la pistola.—No es mía. La última vez que la

vi, hace muchos años, la usaba undetective sobrio, que pagaba susimpuestos y tenía clientes importantes yenemigos que podían emboscarlo en uncallejón.

—Un gran hombre.—Un hombre, compañero. ¿Se

burla?

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—No me burlo.—¿Va a pelear o no?—No.Hubo un silencio. Los dos hombres

se miraron largamente. De los ojos deMarlowe saltaron dos lágrimastransparentes como gotas de agua,corrieron entre las arrugas de la cara ycayeron al suelo. El ruido fue terrible enla habitación vacía; la pistola habíaescapado de las manos del detective. Elgato corrió a refugiarse en la cocina.Marlowe alzó las manos y las puso muycerca de sus ojos nublados. Estabanraspadas y sangrantes, sucias de tierra.Las bajó y sus ojos apenas sostuvieron

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la mirada del argentino.—Me caí.—¿Anduvo jugando a la mancha?Otra vez se miraron. Marlowe

sacudió la cabeza y las lágrimas saltaronde sus ojos. Retrocedió hasta la pared.

—Deme café.Soriano se puso de pie, apagó la

radio y caminó lentamente hasta lacocina. Encendió el gas y puso el agua.Escuchó los pesados y vacilantes pasosdel detective que entró en el baño.Marlowe se paró frente al espejo. Mirósus manos desgarradas, su imagengastada, las ropas abiertas. Tragó. Teníala boca seca y afiebrada. Abrió la ducha

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y metió la cabeza en el agua. Tuvo unmareo. Soriano escuchó el ruido seco yluego sintió un dolor en el pecho. Llenóuna taza de café y fue hasta el baño.

—¡El café! —gritó a través de lapuerta.

No hubo respuesta. Una furia súbita,desesperada, se apoderó del periodista.La taza salió despedida contra la puertay se hizo añicos. El café formó figurasque cambiaron hasta agotarse enpequeños ríos que fluyeron hacia elpiso. De una patada abrió la puerta delbaño.

El cuerpo del detective estabaestirado y parecía un pescado fláccido

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sobre el que alguien habría abandonadoun traje gris. La mitad del cuerpocolgaba dentro de la bañadera y el aguale mojaba el torso. El detective semovió, intentó levantarse, pero volvió acaer. Un hilo de sangre le marcaba elpómulo derecho. Se incorporó muydespacio. Giró la cabeza mojada, sucia,sangrante, y fijó sus ojos en el hombreque estaba parado a sus espaldas.

—Váyase —murmuró.—Usted me da pena, detective. Ya

no reconoce ni su propia pistola. Untrago lo pone belicoso y después se caesolo.

Marlowe se puso de pie. Se sentía

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mal, pero de pronto descubrió que teníala mente despejada y fría. Pasó junto aSoriano sin mirarlo, atravesó la puerta yentró al living. Encendió un cigarrillo.El gato cruzó la habitación a la carrera ymaulló frente al detective. Marlowe lolevantó y el animal desapareció entresus brazos.

—Me caí, Soriano. Me lastimé yrompí el único traje decente que mequedaba. Estoy viejo y le agradezco queme lo recuerde. Usted es un jovenvaliente que roba una billetera con unapistola en la mano, pero antes meencierra en el baño para que no me dévergüenza. Le agradezco también. El

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viejo Marlowe no sirve para carteristani para borracho.

—No se ponga dramático.—No, pierda cuidado. Yo también

me sentí joven el día en que un actorviejo y destrozado vino a decirme quese estaba muriendo. Le dije que se fueraa un asilo de ancianos. No me hizo caso.Se murió en una pensión, como un perro.

—Mire, Soriano, es fácil y podemosganarnos quinientos en un par de días.

Al otro lado de la línea, en casa deMarlowe, el periodista tardó endespertarse completamente. Por la

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ventana se filtraba una luz débil. Eranlas diez de la mañana.

—No sea ridículo, Marlowe. Escomo si yo le pidiera que escriba unanovela.

—No me desafíe. Faulkner terminóLa paga del soldado en un mes.

—Está alegre esta mañana.—Es un caso simple. Usted sigue a

la mujer y yo al marido.—¿Y qué hay que descubrir?—Poco. Cuando usted averigüe con

quién se acuesta ella por las tardes, selo decimos al hermano y él nos datrescientos dólares. Ya me anticipódoscientos.

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—¿Por qué tiene que cuidar usted almarido?

—La sigue a todas partes. Si laencuentra con el amante podría matarla.Entonces usted la sigue a ella, el maridotambién y yo los vigilo a todos.

—Nunca seguí a nadie, Marlowe.No tengo pasta de detective. Además,habrá que alquilar autos y yo no tengo elregistro internacional.

—Pone todas las dificultades, ¿eh?—No se trata de eso. Me parece que

usted está loco.—Comprenda. No puedo llamar al

detective Archer porque él anda encosas más importantes. Tampoco pienso

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pagarle a un pies planos mientras ustedduerme panza arriba.

—Está bien. Voy para allá a que meexplique todo. Pero le aviso que noquiero terminar en la cárcel.

—No sea cobarde. Acá la policía esamable con los blancos y losextranjeros.

A mediodía la gente se atropellaba enlas veredas, corría hacia los bares paratomar café, entraba y salía de lasoficinas. Soriano pagó el taxi y entró enel edificio donde alquilaba Marlowe.Cuando abrió la puerta, el detective

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estaba sentado frente a un hombre gordo,rubio, de mirada huidiza, quepestañeaba tras los lentes sin marcos.Marlowe se puso de pie,ceremoniosamente, y habló en inglés.

—Señor Frers, éste es el señorOsvaldo Soriano, mi socio.

Soriano estrechó la mano delhombre. Sonreía y lo hacía muy bien. Sesentó.

—Mi socio —agregó Marlowe— esdetective de la sucursal Pinkerton deBuenos Aires. Colabora conmigomientras visita Los Ángeles. Es unprofesional excelente.

Richard Frers miró a Soriano, que

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seguía sonriendo. Se sacó los lentes ylos limpió con un pañuelo. Estabanervioso y no podía ocultarlo, aunquehacía esfuerzos por mostrarse sereno.Preguntó a Soriano:

—¿Cree que podrá averiguar lo quenecesito?

Soriano puso cara de no entender,aunque no dejó de sonreír.

—Seguro. El señor Sorianoaveriguará todo en seguida —dijoMarlowe, mirando al argentino queentonces entendió la pregunta de Frers.

—Claro —dijo Soriano en inglés.Se había puesto serio y pálido. Sacó

un cigarrillo.

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—Es poco hablador —concluyó elhombre, con un movimiento de cabeza—. Me gusta. Está lleno de charlatanesde feria este oficio. Perdonen si ofendo.

—¡Oh, no! —gritó Marlowe,levantando los brazos con un gestoampuloso—. Lo que usted dice es muycierto. Hay un solo inconveniente, señorFrers. El señor Soriano no se dedicahabitualmente a estos casos algo...digamos... algo triviales para él. Sushonorarios son quinientos dólares.

—Usted me dijo que me costaríaquinientos todo el servicio —protestó elcliente, pero sin demasiada convicción.

—Es cierto. No preví la

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intervención de dos profesionales a lavez. Tendrá que dejar quinientos ahora yel resto al terminar.

—Ya le di doscientos —aclaróFrers.

—Por supuesto —sonrió Marlowe—, tiene su recibo. Necesitamos otrosquinientos para empezar. Los gastos losfacturaremos al final.

—Está bien —Frers sacó lachequera—. Pagaré porque no soportomás esta situación. Quiero que terminenen un par de días. Un informe detallado,sin que nadie lo sepa, y mucho menos micuñado. Nada de violencia. Miren yvayan a contarme.

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—Lo tendremos informado —dijoMarlowe—. No se preocupe. Somosdiscretos y pacíficos. ¿Trajo la foto deella?

—Claro, aquí está.De un bolsillo de su saco extrajo un

par de fotos. Ella era una rubia de rostroprovocativo. Las cejas finas y largasformaban una curva perfecta sobre losojos claros. Reía con maldad. Estabavolcando una copa sobre la cabeza de unhombre flaco y morocho que ponía carade víctima. Junto a ella estaba Frers,frío e indefenso. Una silla había caído alsuelo y sobre la mesa quedaban lashuellas de una tormenta.

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—Es la última que le sacaron. Unpequeño incidente en The Dancers, haceuna semana. Su marido estaba en SanFrancisco y ella salió a divertirseconmigo. Compré la placa. Si él seentera podría matarla.

Frers chasqueó la lengua. Habíaenrojecido súbitamente. La otra foto eramás clara. Ella aparecía junto a sumarido en el jardín de una mansiónveraniega. No reía y su cuerpo estabatenso como el de una niña caprichosa ala que no dieron permiso para ir al cine.Soriano tomó la primera foto y miró unrato los labios gruesos y firmes de larubia. Estaban abiertos y la lengua

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asomaba como acompañando unapalabra cruel. Había visto pocas rubiascomo ésa. Tendría unos treinta y cincoaños escondidos tras el maquillaje.

—Es hermosa, Marlowe, pero no megusta —dijo el periodista en castellano.

Se mordió el labio superior y movióla cabeza.

—¿Qué dijo? —preguntó Frers.—Dice que se quedará con la foto.

Sólo como formalidad. Él mira una vezy no olvida jamás.

Frers observó a Soriano, algoextrañado. Luego sonrió.

—Los detectives se esconden traslas caras más increíbles. Yo podría

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haber apostado a que el señor Sorianoera cualquier cosa menos sabueso. Esapasionante.

—Apasionante —confirmóMarlowe, ceremoniosamente—. Uno delos mejores detectives de Buenos Aires.En los ratos libres también escribe.

—Oiga, Marlowe —interrumpióSoriano en español—, creo que me estátomando el pelo, ¿no es cierto?

—No sea mal educado, no hable enuna lengua salvaje delante de un cliente—protestó el detective en castellano.

—Déjese de bromas y pídale losdatos de la rubia del cornudo.

—Señor Frers —dijo Marlowe,

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alegre, dirigiéndose al cliente—, ¿cómose llaman su hermana y su cuñado?

—Ella es Diana Walcott; el marido,John Peter Walcott. Él dirige una fábricade productos de fibra sintética.

—¿Qué clase de fibra sintética? —inquirió Marlowe.

—Bueno... es delicado... —Frers semovió en su sillón y las patas de maderacrujieron bajo su peso.

—¿Judith? —preguntó Marlowe envoz baja, cómplice.

Frers asintió en silencio. Habíaenrojecido otra vez. En su frenteaparecieron algunas gotas de sudor.

—Por favor... —musitó.

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—¿Qué hace usted, señor Frers? —se ensañó el detective.

Soriano comprendía sólo parte de laconversación. Le pareció que, de pronto,Marlowe estaba a punto de perder a sucliente. Pensó en los mil dólares y sintióun cosquilleo en la garganta. Intervino.Su inglés era de lata.

—No se preocupe, Judith está enbuenas manos. En dos días se ladevolveré sin un rasguño.

Marlowe se puso tenso. Su gargantase inflamó como si tragara un panentero. El color de su cara cambió dosveces antes de quedar blanco como unpapel. Clavó los ojos en el argentino,

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ensayó una sonrisa y luego empezó ahablar en voz baja. Su castellano eraperfecto.

—¡Por Dios, Soriano! Judith es unamuñeca inflable. Usted es el imbécilmás perfecto que conocí en mi vida.

Giró la cara mientras recuperaba sucolor normal. Sus ojos encontraron loslentes de Frers caídos hacia adelante. Elhombre estaba rojo como un pimpollode rosa. Sus rodillas temblaban mientrasse ponía de pie.

—No lo tolero —gimió con vozrabiosa—; soy un cliente y me toman porestúpido. Devuélvanme mis doscientosdólares.

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Marlowe se puso de pie y dio unavuelta alrededor del escritorio hastaquedar frente a Frers. Su rost ro era durocomo una pared.

—Mire, señor, los métodos de misocio para seleccionar clientes estánfuera de discusión. Si se ha sentidoincómodo le pido perdón, pero usted nocontestó mi pregunta y él se puso algoduro. Es muy celoso de su profesión. Yasabe cómo son los argentinos: Miamiestá repleto de cubanos por culpa de unode ellos.

Frers dudó un instante y luego sesentó otra vez. Soriano observaba laescena sin intervenir. Marlowe miró al

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argentino y le dijo en inglés, para queescuchara el cliente:

—El señor Frers no estáacostumbrado a sus métodos deselección. Le ruego que disimule su celomientras trabaja conmigo. Úselo en laPinkerton, acá estamos entre amigos.

Y agregó en castellano:—Retardado mental.Soriano estaba pálido. Dijo en el

inglés de lata:—¿Cómo es ella? Su carácter,

digo...Frers bajó la cabeza, pensativo, más

tranquilo, pero algo confundido ante lafirmeza de los dos hombres que tenía

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adelante.—Quiere más datos —insistió

Marlowe, con una sonrisa.—Es una chica algo dura pero

sensible. Nos llevábamos muy bienhasta que se casó con Walcott. Él es untipo muy celoso, un enfermo casi. Ella yyo salíamos juntos muchas veces y él memiraba muy mal al día siguiente.

—Entonces usted trabaja tambiéncon los plásticos sintéticos —concluyóMarlowe.

—Sí. Walcott me dio trabajo en eldepartamento de inspección deproductos. Él nunca me quiso. Tampocoa Diana. Ella es un objeto en sus manos.

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Creo que le daría lo mismo tener a sulado una Judith. Es un tipo cruel. Ahoraella se encuentra con otro hombre, lo sé.Tengo miedo de que John la mate. Creoque contrató a unos matones para que lasiguieran.

—¿Cómo lo sabe? —preguntóMarlowe.

—Ella me lo insinuó. Está muy felizy no puede ocultarlo. Una mujer sólo estan feliz cuando encuentra al hombre desus sueños. También me dijo que laseguían.

—Creo que si esto es exacto vamosa ser muchos detrás de una sola mujer—dijo Marlowe—. Deje los quinientos

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y vaya a su casa. Lo llamaremos encuanto tengamos información.

Frers se puso de pie. Firmó uncheque y lo dejó sobre el escritorio.Estrechó la mano de Marlowe y saludó aSoriano con un movimiento de cabeza.Parecía más tranquilo.

—Confío en ustedes —dijo. Luego,salió.

Cuando cerró la puerta, Soriano sepuso de pie, nervioso.

—Una rubia fatal, un maridocornudo y celoso, un hermano maniáticoy varios guardaespaldas. No, Marlowe,no voy a dejar que me agujereen en LosÁngeles por quinientos dólares. Sígala

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usted; yo escribo los informes.—No se achique. ¿No tiene sangre?

Sé cómo manejar estos asuntos. Déjelopor mi cuenta. Esto va a ser unaprocesión de hombres detrás de unarubia posiblemente frígida. Yo voy acerrar la procesión y a cuidar que nopase nada extraño. Usted tiene quealquilar un auto con chofer y seguirla.Cuando ella entre a algún lado, laespera. Manténgase siempre a unacuadra de distancia. Probablemente losotros estén más cerca. Si ve entrarsospechosos, vaya tras ellos. Dondeusted entre, allá estaré yo.

—¿Y por qué no vamos juntos?

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—Sería muy evidente. Caeríamos enalguna trampa. Yo iré detrás de todoscon la pistola preparada.

—Bueno, que sea lo que Diosquiera... Mi vieja cree que estoy en LosÁngeles calentando sillas debibliotecas.

—No se deje traicionar por Edipo.Éste es un país agitado.

—Sí, buena mierda de explotadoresimperialistas criminales. ¡Qué boludosoy! Ya ni siquiera espero que losyanquis vayan a matarme a mi país;vengo directamente a la boca del tigre.

—No llore, Soriano. Es un tigre depapel.

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Soriano se sentó junto al chofer, unnegro enorme al que le faltaba un ojo yfumaba con boquilla. Marlowe se apoyóen la ventanilla abierta y miró a sucompañero sin demasiada confianza.

—No se meta en líos y recuerde lasinstrucciones que le di. No intervengapara nada. Donde ella entre, ustedespera. Tiene viáticos para mediadocena de cafés por la tarde.¿Entendido?

—Sí. ¿Cree que habrá tiros?—No, no fantasee. Es un caso de

infidelidad y celos. Esta nochetendremos todo resuelto.

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El negro miraba sonriente, como silo divirtiera el diálogo entre los doshombres. Colocó un cigarrillo en laboquilla y puso en marcha el motor delFord. Marlowe se apartó.

—Apúrese. A las cuatro, la señoraWalcott saldrá de su casa. El chofertiene la dirección; háblele en español.Es portorriqueño.

—Muy bien. Hasta luego, Marlowe.¡Cuídese!

El detective rió y levantó un brazopara saludar al coche que partía.Tomaron una avenida de doble mano,donde los autos se pasaban velozmenteunos a otros. A los costados se elevaban

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las palmeras deshojadas, frías, las casaseran chalets de una sola planta,envejecidos y decadentes. Sorianomiraba en silencio mientras fumaba uncigarrillo. La carretera ondulaba sobreun cerro, hacía una ese y luego subíahasta la cima. Cuando tomaron lasegunda curva, Soriano miró hacia abajoy el horizonte le pareció una nebulosa,un sueño sin sentido. Los Ángeles estabasumergida en el humo y se extendíasubiendo y bajando a lo lejos, entre loscerros, hacia el mar. Del otro lado, elvalle mezclaba el verde de la vegetacióncon algunos cuadros limpios en los quese veía una quinta o un club nocturno.

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Otra vez el argentino se sintió extraño enmedio de esa ciudad. Cerró los ojos y sevio caminando por calles desiertas,ensombrecidas por edificios altos einterminables. Pensó en Marlowe, en lasoledad que lo rodeaba; lo vio caído enel baño, herido y balbuceante; lo vio ensu oficina, alegre ante la posibilidad deganarse unos dólares y tuvo la sensaciónde que lo conocía desde siempre, de quepodría volver a encontrarlo en cualquieresquina de Buenos Aires. Giró la cabezaotra vez y halló la sonrisa del negro quemanejaba con la pericia de unprofesional.

—¿Queda muy lejos? —dijo Soriano

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en español.—¿Qué? —preguntó el chofer en

inglés.—Si queda muy lejos —insistió el

argentino en su idioma.—No entiendo —contestó en inglés

el chofer, que sostenía la boquilla entresus dientes muy blancos.

—¿No habla español? —sesorprendió el periodista.

—No —dijo el negro, muy divertido—, el que habla español es Freddy.

—¿Freddy?—El que se fue con su compañero.

Como él es argentino pidió choferportorriqueño.

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—No, no. El argentino soy yo. Hayuna confusión —dijo Soriano, algoalarmado.

—¡Qué lío! —rió el negro—.Entonces el patrón se equivocó. Le dijoa Freddy: "Anda con el sudamericano.Es blanco, pero ustedes son todos lamisma roña." El patrón es algo duro conlos negros, pero nos paga bien. Es elmejor blanco que conozco, perdónemeusted.

—No le entiendo —dijo Soriano eninglés, con gesto contrariado—, háblemepausadamente, tal vez comprenda algo.

—Vea, señor, a mí me pagan paramanejar, no para charlar con los

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blancos. Me dice adónde vamos y yomanejo. Me dice que pare y yo paro, medice que volvamos y vuelvo. ¿Entendióeso?

—No mucho.Diana Walcott vivía en un chalet de

dos plantas, en Beverly Hills. La casa,sobre una colina, estaba rodeada por unparque de pinos. La entrada para autosera automática. El sendero que conducíaa la entrada principal era amplio yestaba cubierto de pedregullo gris. Losmolinetes lanzaban agua en todasdirecciones. Un jardinero negrotrabajaba en unos claveles rojos queserpenteaban alrededor de la casa.

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Soriano indicó al chofer que siguierade largo y se detuviera a cien metros.Estacionaron a un costado del camino. Apocos pasos de allí nacía una callesecundaria. Los dos hombrespermanecieron en silencio. El negrofumaba un cigarrillo tras otro y lasonrisa parecía pintada en sus labiosgruesos. Tenía el pelo enrulado y muycorto.

A velocidad moderada, el Chryslerque conducía a Marlowe se ubicó en lavía de la carretera que indicaba sesentamillas de máxima. El detective encendiósu pipa y se recostó en el asiento.

—No pierda de vista al Ford —

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indicó al chofer.—Descuide —dijo Freddy.Era un joven de rostro oscuro, de

rasgos latinos, serio y orgulloso de suhabilidad con el volante. Manejaba conuna sola mano y con la otra sintonizabala radio que transmitía en castellano. Lavoz de Armando Manzanero aparecíamelosa y envolvente. Al compás, Freddymovía los hombros. Marlowe chupó lapipa y miró el tablero del coche.

—Es un buen auto —dijo.—Es aguantador —contestó Freddy

—, pero más lento que un cartero.Cuando termine de juntar unos dólaresme compraré un Jaguar. Mi chica dice

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que primero debería comprar eldepartamento, pero yo pienso darme elgusto. Tengo la velocidad en la sangre,compañero.

—Le advierto que no quierocomprobarlo —dijo el detective, muyserio.

Freddy lo miró algo extrañado, serascó la cabeza en la que el pelo lacioestaba apretado por una gorra, se echódos chicles a la boca y observó:

—No es que me interese, pero megustaría saber para qué pidió un choferque hablara español.

Marlowe miró a Freddy, aspiró lapipa y movió la cabeza.

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—El que necesitaba un chofer conespañol era mi compañero.

—¿Sí? El patrón me dijo: "Andá conel sudamericano. Es blanco, peroustedes son todos la misma roña", y loseñaló a usted.

—No me importa lo que dijo supatrón. Usted tendría que estar en el otrocoche, con el argentino.

—Bueno, cuando lleguemos haremosel cambio.

—No, ahora no se puede. No pierdade vista al Ford.

—No se preocupe, el tuerto ve pocoy no le gusta correr —dijo Freddy, conuna ancha sonrisa.

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—Que le falte un ojo no quiere decirque vea la mitad —respondió Marlowe.

—No, ya sé. Sam perdió el ojobueno en una gresca con la policía.Tiene una catarata en el otro.

—No podría manejar así.—Puede. El patrón no sabe nada de

eso. Es difícil para un negro conseguirtrabajo. Si tiene un ojo solo es másdifícil, pero si está casi ciego esimposible. Sam siempre hizo cosasimposibles.

—Oiga, ¿quiere decirme que Sammaneja a ciegas? —se enojó eldetective.

—No, claro —Freddy levantó el

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brazo del volante—, tiene un campo devisión reducido, eso es todo. No seestrelló nunca todavía.

—Espero que no sea la primera vez—dijo Marlowe, echándose hacia atrás.

Freddy rió a carcajadas, largo rato,como si Marlowe hubiera dicho unchiste ingenioso. Cuando llegaron, eldetective ordenó al chofer que sedetuviera al costado del camino, tras ungrupo de árboles deshojados yretorcidos.

Diana Walcott subió a su Jaguar sport, lopuso en marcha y dejó que el motor se

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calentara un par de minutos. Se miró enel espejo. Tenía el pelo rubio muysuelto, las pestañas postizas eran largasy curvas, los labios pintados con rojovivo y un lunar artificial marcado sobrela mejilla derecha. Sacó una lengua muyfina y pasó la punta por los labios.Descubrió los dientes muy blancos ysonrió. Algunas arrugas, casiimperceptibles, asomaban junto a susojos, pero el maquillaje las habíacubierto totalmente. Encendió uncigarrillo negro francés, movió lapalanca de cambios y salió marchaatrás.

El día era fresco y amenazaba

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tormenta. Transcurría un inviernoexcesivamente riguroso para esa zonacálida; cada tarde, a las cuatro, Dianarepetía el ritual de mostrarse ante elespejo del auto. Quería que él la vierajoven y hermosa. El Jaguar rugió por elcamino de pedregullo, derrapó con lasruedas traseras al subir a la carretera yarrancó a toda velocidad.

—¡Sígalo, rápido! —gritó Soriano.El negro Sam tenía el ojo abierto y

vigilante. Vio una ráfaga roja que cruzópor la carretera y salió con el Ford avelocidad normal, como si volviera a sucasa. Sintió el zumbido de un Buicknegro que pasó junto a ellos. Adentro

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iban tres hombres y uno fumaba un purodescomunal.

—¡Apúrese! —chilló Soriano.El velocímetro del coche subió a

noventa millas. Sam sonreía y apretabalas manos sobre el volante. Gritó:

—¡Apártense, que aquí viene Sam!Freddy puso el Chrysler a noventa

millas y siguió manejando con una mano.En la radio pasaban un tangoquejumbroso. El portorriqueño miró lacola del Ford y dijo:

—No lo podrá seguir. A esavelocidad, Sam iría tras una manada decoyotes creyendo que es la cola delJaguar.

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—¡Páselo! Siga usted al Jaguar —ordenó Marlowe.

—¡Ahora sí, compañero! Nadieescapa de Freddy en una carretera, nisiquiera un Jaguar con una rubia alvolante.

Soriano vio cómo el Chrysler deMarlowe pasaba junto a ellos. Eldetective miró al periodista que fumabatranquilamente en el asiento delantero yno supo qué gesto hacer. Fue apenas unsegundo y el coche de Soriano quedóatrás. El argentino se enardeció.

—¡Corra, imbécil! —gritó con lacara alterada por la angustia. Creía quetodo el plan se desmoronaba. Imaginaba

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a Marlowe reprochándole su inutilidad.Tronó—: ¡Lo alcanza o le rompo lacabeza!

—Le dije que no entiendo su idioma—respondió Sam, siempre sonriente,pero apretó el acelerador.

El coche dio un brinco y el motorenronqueció. La aguja saltó a ciento diezmillas. El Chrysler parecía estar paradocuando lo pasaron.

—¡Mierda! —gritó Freddy—. ¡Elviejo está loco!

Marlowe saltó del asiento y la pipa,apagada, cayó al piso del coche.

—¡Alcáncelos, se van a matar! —rugió.

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Freddy pisó el acelerador a fondo.El Chrysler pasó a dos autos y se puso ala cola del Ford. Freddy empezó a tocarbocina repetidamente, Soriano se diovuelta y vio al detective que hacíaseñas. Dijo:

—No pierda de vista al Jaguar, Sam,todo anda bien ahora.

El sport de Diana Walcott sorteabaobstáculos a cien millas por hora. Larubia disfrutaba el aire fresco quegolpeaba contra el parabrisas y leenloquecía el pelo. La máquina sepegaba en sus caderas y ella sentía queun cosquilleo de excitación le recorríael cuerpo. El estaría ahora tirado en la

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cama, fumando un cigarrillo, leyendouna revista quizá; tenía que ganar tiempopara volver a la hora de la cena, cuandoregresara su marido. Era jueves y eso lainquietaba: John Peter Walcott siemprese ponía cariñoso los jueves.

Sam se pasó una mano por la cara yquitó el sudor que se escurría de sufrente. El pie derecho le temblaba sobreel acelerador y el hombre que iba a sulado no le quitaba la vista de encima.Veía bultos multicolores que quedabanen el camino. No tenía la menor idea dedónde estaba el Jaguar. Suponía quetodo marchaba bien porque elsudamericano había dejado de protestar

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en su idioma seco y monótono. La cintablanca que dividía la carretera eraapenas perceptible para él, pero estabaseguro de conducir bien. Llevaba tantosaños manejando autos que podríahacerlo de oído.

Escuchó un ruido de chapasarrancadas, destrozadas, y se sobresaltó.Sintió el grito de su acompañante, perono entendió. Buscó el freno, pero no lopisó bruscamente. Se afirmó en elvolante cuando advirtió que el cochehabía perdido estabilidad. Sintió unchirrido de frenos y luego un estrepitosochoque. Enderezó el auto y aceleró afondo. El Buick negro, enganchado en el

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paragolpes trasero por el Ford, perdióestabilidad y salió de la ruta. Elconductor hizo un esfuerzo tremendopara impedir el vuelco y logró meter latrompa en la carretera otra vez. Entoncesoyó el impacto en la parte trasera y elcoche salió despedido de costado hastachocar contra el cerro. Los tres hombressaltaron afuera.

Marlowe alcanzó a gritar el alerta,pero era tarde. Sólo la pericia deFreddy impidió el choque frontal. ElChrysler iba muy cerca del Ford deSoriano cuando de pronto éste saliólanzado hacia el medio de la ruta y luegode un esfuerzo por mantenerse sobre sus

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ruedas se aceleró a fondo. Entoncesapareció el Buick desbocado, queentraba en la ruta en una maniobraalocada. El paragolpes traseroarrastraba en el pavimento y producía unreguero de chispas multicolores. Freddygiró bruscamente, bombeó el freno uninstante y acomodó el auto para elimpacto. Fue un topetazo de costado y elChrysler se clavó en medio de la ruta.Freddy aceleró tras el Ford. Marlowemiró por la ventanilla trasera y vio elBuick parado y a los tres hombres quesaltaban a la carretera.

—Usted es un gran piloto —dijo, yfrunció los labios. Luego levantó la

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pipa.Soriano miró al negro Sam, se sonó

la nariz y comentó en español:—¡Qué reflejos, morocho!Sam seguía acelerando el coche.

Soriano vio a lo lejos el Jaguar quetrepaba una colina y se abría en unacurva.

—Manténgase así, Sam. Lo tenemos.El negro sonrió satisfecho. Miró por

el espejo retrovisor y vio la trompa algoborrosa del Chrysler. Sostuvo el volantecon los codos y colocó otro cigarrillo enla boquilla. Abajo, tras la curva,asomaban las casas bajas deHollywood. El Jaguar entraba en el

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tránsito difícil. Sam disminuyó lavelocidad.

—No tengo tiempo de ver el Jaguar—dijo a su acompañante—, guíemeusted.

Cuando frenaron en el semáforoestaban a la cola del sport de DianaWalcott. Soriano miró a la derecha yhalló tres rostros duros, inmóviles,tocados por la furia. El Buick estabadestrozado en un costado y habíaperdido el paragolpes trasero. De lanariz del hombre más gordo caían gotasde sangre. Soriano creyó ver el caño deuna ametralladora asomar entre laspiernas del flaco que iba en el asiento

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de atrás. Un escalofrío le corrió por laespalda. Levantó la vista hacia el espejoy vio dentro del Chrysler a Marlowe quechupaba su pipa.

—Menos mal —murmuró.Diana Walcott estacionó el Jaguar en

una playa del Sunset Boulevard. Antesde bajar se miró otra vez al espejo.Cruzó la calle. Se había colocadoanteojos negros y de un hombro colgabauna cartera de cuero marrón. El Ford deSoriano paró junto a la vereda y elperiodista bajó de un salto.

—Estacione en la otra mano —dijoen español— y quédese en el coche.

—¿Cómo dice? —preguntó el chofer

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tuerto, agachándose para mirar por laventanilla.

—Pare enfrente —tradujo Sorianoen un inglés torpe.

El viento era frío y húmedo. Sorianolevantó la vista y le pareció extraño queel aire pudiera filtrarse entre la marañade edificios blancos y rectos. En elkiosco de la esquina se exhibían revistaspornográficas y los diarios de la tarde.Pasó frente al edificio donde habíaentrado la señora Walcott. Llegó a laotra esquina y encendió un cigarrillo.Miró hacia atrás y vio que el Buick

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negro se detenía. Dos hombres bajaron ycompraron chicles. Estaban vestidos conimpermeables y se habían puestosombreros. Soriano se paró frente a unaboca de incendios. Sintió algunas gotassobre su cabeza y miró al cielo. Sehabía vuelto sucio. Empezaba a llover ypercibió un ligero estremecimiento desatisfacción. Le gustaba la lluvia.

Recordó, de pronto, una lluvia verdey unos cerros bajos y cubiertos deárboles. Vio el lago diminuto, solitario,la cinta de pavimento, la curva dondehabía detenido el auto aquel mediodíade hacía cinco años, cuando la lluviacaía violenta y fragante y él se sentía

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solo. Había estado una hora con la vistafija en el horizonte, dejándose ganar poruna melancolía suave. Jamás habíaolvidado esa imagen de sí mismo en lapequeña ciudad de la provincia deBuenos Aires donde había vividomuchos años.

Philip Marlowe supo que llovíaporque vio a la gente correr hacia losrefugios. El agua se deslizaba por sucara sin que él la sintiera. Tenía la vistafija en el hombre que estaba parado auna cuadra, junto a la boca de incendios.Se preguntó qué buscaba ese jovenlatinoamericano junto a la tumba delviejo Laurel. Pensó también en el afecto

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que sentía por él desde aquella tarde enque lo encontró.

Los dos hombres que se habíandetenido en el kiosco caminaban ahorahacia el argentino. Cuando Marlowe losvio acercarse a Soriano, retrocedióhasta el Chrysler y metió la mano en laguantera a través de la ventanilla. Pusoel revólver en el bolsillo interior delsaco. Caminó. Los dos hombresavanzaron lentamente hacia la esquina.El argentino los miró y tuvo miedo. Secolocaron a su lado. El flaco de grandesbigotes y cara tan pálida como laangustia dijo:

—¿Espera a su novia?

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Soriano lo miró de frente. Entendiósólo el verbo espera y la pregunta.Respondió:

—Perdón, no hablo inglés.El más corpulento tenía una cicatriz

sobre la mejilla que le atravesaba unojo; se arregló el nudo de la corbata ydijo:

—Se va a mojar. ¿Por qué no vamosa charlar a un lugar más seco?

Soriano repitió:—Perdón, no hablo inglés.Los dos hombres se miraron. El

flaco metió la mano en el bolsilloexterior del sobretodo y apretó unapistola contra la espalda del periodista.

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—Camine, amigo. Vaya hacia elBuick.

—Perdón, no entiendo inglés.De pronto, el argentino cruzó la

calle con las manos en los bolsillos delgabán de cuero. Corrió en direccióncontraria al lugar donde estabaestacionado el Buick. Esperó el impactoen la espalda. Recién cuando llegó a lavereda de enfrente, sonrió. Miró a losdos hombres que se habían quedadoclavados en su lugar. Como si hubieranrecibido una orden militar, giraron y semarcharon a paso acelerado hacia eledificio en el que había entrado DianaWalcott. Marlowe caminaba lentamente

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hacia la esquina cuando vio a sucompañero desprenderse de la parejadel Buick. Los dos hombres lo cruzaronantes de entrar en el edificio. Eldetective volvió sobre sus pasos. Fuetras ellos y los dejó tomar el ascensor.El indicador de pisos se encendió en el34. Llamó otro ascensor.

Llegó al 34. El piso tenía tresdepartamentos. Fue hacia la escalera ycomprobó que los dos hombres noestaban allí. Se paró en el pasillo yescuchó. Oyó una suave melodía quesalía a través de la puerta deldepartamento de la izquierda. Se sentóen la escalera, lo suficientemente abajo

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como para que nadie pudiera verlo si seabría la puerta. Sacó la pipa, la cargó yla encendió. Cerró los ojos y se pasó lamano por la cara y el pelo. Estabamojado. El traje era viejo, ordinario, yhabía perdido la apostura. Estornudó. Sesonó la nariz y volvió a cerrar los ojos.Sin advertirlo se durmió y su cabezacayó hacia adelante. Soñó con unamorocha de ojos oscuros y muy grandes.Estaba vestida con un salto de cama ycaminaba sobre un par de chinelas rojas.Tenía el pelo suelto y una copa dechampán en la mano. Junto a ella habíaun maletín negro. El living de la casaparecía confortable y tibio y la mujer no

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tenía sueño. Fueron a la cama y durótoda la noche. A la mañana siguiente sedespidieron. Entre las sábanas,Marlowe encontró un largo cabellonegro.

Las voces lo despertaron. Guardó lapipa apagada. En el departamento de laizquierda, la puerta estaba entreabierta ypodía escucharse a una mujer quelloraba como una Magdalena. Marlowesubió diez escalones y caminósuavemente hasta pegarse a la puerta. Unmurmullo de voces masculinas eclipsabael llanto de la rubia. El detective abrióun poco más la puerta y miró haciaadentro. La mujer estaba de pie, en

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medio del living, desnuda y sinconsuelo. Tenía el cuerpo tostado por elsol, salvo en los lugares que un bikinipequeño había ocultado. Los pechoseran firmes y erectos; el vello del pubisera ralo pero suficiente, y los muslos,agresivos y suaves. No se tapaba másque la cara y tenía convulsionesahogadas. Richard Frers estaba frente aella, rojo de ira, tenso como un alambre,y los dos matones permanecían firmes,de espaldas a la puerta. Frers estaba apunto de tener un ataque de cólera.Acurrucado contra la pared, había unhombre de unos treinta años, de largopelo rubio y enormes bigotes. Estaba

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desnudo, pero tenía las medias puestas.Tiritaba, aunque no de frío. Frers dio unpaso adelante y sacudió la cara de DianaWalcott con una bofetada. Ella lloró unpoco más fuerte.

—¡Por Dios, Richard, basta! —gritócon voz entrecortada.

Frers se dio vuelta y enfrentó a losmatones. Dos lágrimas le corrieron porla cara.

—Mi hermana no merece seguirviviendo, ¿verdad? —dijo con tono deinconsolable pena.

Los dos guardaespaldaspermanecieron en silencio. Marlowesintió irrefrenables deseos de fumar.

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Hubo un silencio prolongado, hasta queel hombre acurrucado habló sin firmeza:

—Por favor, déjennos salir de aquí.El matón flaco fue hasta él y le dio

una patada en el pecho. El joven tosió,cabeceó dos veces y se desvaneció.

—¡Déjelo! —gritó Frers—. ¡Él notiene la culpa! ¡Ella es una puta!

Siguió tirando lágrimas al suelo.Marlowe asomó un poco más la cabezay vio a Diana y a su hermano abrazados,llorando. El joven rubio vomitaba sinparar y los matones casi cubrían elcampo de visión. El detective aprovechóel bochinche para encender uncigarrillo.

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—¿Espera a alguien?La voz tronó a sus espaldas.

Marlowe se dio vuelta y miró al giganteque fumaba un habano y tenía en la manoderecha una pistola tan grande como untanque de guerra.

—Pasaba por aquí —dijo eldetective.

—¡Qué bien! —respondió elpaquidermo—, pase a tomar un whisky.

Le puso el tanque de guerra en lacabeza. Marlowe sonrió sin ganas yabrió la puerta.

—¿Molesto?Los dos matones se dieron vuelta.

Los hermanos dejaron de llorar por un

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momento y todas las pistolas apuntaronhacia el detective.

—Estaba curioseando en la puerta—explicó el del habano—. ¿Loconocemos?

Frers caminó hacia Marlowe. Teníala cara desencajada por el dolor.

—Mi hermana es una puta —anunció.

—No sea puritano —dijo Marlowe—, cualquiera da un traspié.

—¡Voy a matarla! —gritó Frers yempezó a llorar otra vez.

—No exagere —contestó eldetective—; al marido no le gustaría.

Richard Frers dejó de llorar

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súbitamente. Su cara pasó del dolor aldesprecio.

—Trabajen, muchachos —dijo.El flaco fue hacia la chica y sacó una

cuerda del bolsillo; en dos minutos leamarró las manos a la espalda.

—¡Vístase! —ordenó al joven rubioy bigotudo. Este se paró y empezó aponerse la ropa. Temblaba.

—¿Quiere decirme para qué mecontrató? —preguntó Marlowe a Frers.

—Quería asegurarme de que no metraicionarían.

—¿Quiénes?—Ellos —señaló a los matones—;

pensé que trabajaban para mi cuñado.

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—¿Y quién les paga? —preguntó eldetective.

—Ahora yo. Les di dos billetesgrandes.

—Lo van a traicionar igual.—¡No es cierto! —dijo el flaco—;

usted nos dio dos grandes para quedespachemos a la chica. Somos genteseria. Al detective lo limpiamos gratis siquiere.

—Sí, quiero.—¿Y al Don Juan? —señaló al rubio

que ya estaba vestido.—Hagan lo que quieran.—Eso es mucho. Deje un retrato de

Madison y arreglaremos todo.

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Frers abrió la cartera y sacó uncheque.

—Le cobran muy caro —acotóMarlowe—, es un trabajo fácil ycualquiera puede hacerlo por dos mil.

—¡No se meta! —gritó el flacomientras golpeaba en el cuello aMarlowe con el caño de la pistola.Luego miró a Frers y dijo amablemente—: No se aceptan cheques, señor.

—No tengo efectivo.—¿Cuánto hay allí? —señaló la

billetera.—Dos mil quinientos.—Está bien —el flaco puso el

dinero en el bolsillo y agregó—: Váyase

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ahora.Frers saludó con amabilidad y

tendió la mano a Marlowe.—Adiós, señor. Usted hizo un buen

trabajo.—Todavía me debe trescientos

dólares.—Le mandaré un cheque.—Por lo que veo no va a servirme.—¡Dios! Lo había olvidado.

Discúlpeme. Estoy un poco confundido.¿Y su socio? Puede cobrar él.

—Claro. Llámelo, por favor.Recuérdele que debemos el alquiler dela oficina.

—Lo haré.

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—¡Basta de farsa, Frers! —gritóMarlowe—, estos chapuceros lo estánmetiendo en un asesinato y dejan huellaspor todas partes. ¿Se ha vuelto loco?

—Ya no me importa nada, Marlowe.Arréglese con su problema.

Salió. El detective miró a sualrededor. No entendía nada de lo quepasaba desde que había entrado aledificio. Pensó que Soriano estaríaafuera, mojándose, firme en su puesto,sin saber qué pasaba aquí.

—Desnúdese —dijo el flaco.—¿Me va a bañar?—No se haga el gracioso. Lo voy a

meter en la cama con la rubia.

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—¡No me diga! Ordene a su socioque me sirva un whisky con soda.

—¡Desnúdese, imbécil!Marlowe se quitó el saco, los

zapatos y la camisa.—Todo. Dije desnudo —recalcó el

flaco.—¿Se trata de asesinato y violación?—Acábela. ¿No se da cuenta de que

lo vamos a liquidar?—Sí, pero no entiendo el sistema.

Hace mucho que ando en esto y nunca vinada tan sofisticado.

—Gas, compañero. Sáquese elcalzoncillo.

—Me da vergüenza.

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El gigante puso el tanque de guerraapuntando a la cabeza del detective.Éste se sacó el calzoncillo. Tenía laspiernas peludas y los músculos eranfirmes. Una cicatriz le cruzaba el pechoy otra le marcaba la espalda. La rubia sedio vuelta.

—Bueno, a la cama los dos —dijoel flaco.

La rubia se metió en la pequeñacama y Marlowe vaciló. Por fin seestiró bajo las sábanas.

—Qué pensaría su marido, señora—dijo.

El gigante golpeó a Diana y aMarlowe con la culata de la pistola.

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Ambos quedaron inmóviles. Luegodesató a la mujer y les acomodó losbrazos. El derecho de Marlowe pasabaalrededor del cuello de la rubia y caíasobre uno de los pechos. Luego abriólos muslos de ella y puso la otra manodel detective apretando el sexo. El flacosacó la ropa de la cama y contempló laescena con una sonrisa tierna.

—Adiós para siempre, preciosidad.El gigante abrió las llaves del gas de

la cocina. Salieron empujando al rubio.

Cuando entraron en el ascensor, Sorianosalió del hueco de la escalera y tocó

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timbre en el departamento varias veces,pero no tuvo respuesta. Había seguido alhombre del habano y vio cuando éstesorprendió a Marlowe. Desde entonceshabía estado escondido. Como nadiesalió a la puerta, sintió que su corazónempezaba a saltar en el pecho. Sinembargo, trató de tranquilizarse, pues nohabía escuchado disparos. Llamó todoslos ascensores. Un minuto después seabrió la puerta de uno. Cuando llegó a laplanta baja buscó el departamento deladministrador y tocó timbre. Abrió unamujer gorda que tenía puestos losruleros y se había levantado del sillónque estaba frente al televisor.

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—Necesito la llave deldepartamento A del piso 34 —dijoSoriano en español.

La mujer hizo un gesto con la cara yencogió los hombros.

—Váyase a México —dijo—, aquíno damos limosna a los chicanos.

Soriano intentó en inglés:—Llave —hizo un gesto con la mano

—, departamento A 34 —dibujó elnúmero con el dedo índice sobre lapuerta.

—¿Qué le pasa, vago? —gritó lamujer—. ¿Quiere que llame a la policía?

—Sí, ¡por favor! —gritó Soriano.La mujer lo miró de arriba abajo.

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Sonrió.—Sos un lindo chico después de

todo. ¿Qué te pasa, jovencito?¿Necesitás un billete?

Soriano dio un empellón a la gorda yentró en la casa. Corrió de unahabitación a otra hasta que halló untablero con las llaves de todos losdepartamentos. De un vistazo lo recorrióhasta el A 34. Tomó la llave y sedispuso a salir. La gorda estaba en lapuerta con un cuchillo de cocina y unasartén. Gemía.

—No vas a salir, jetón, mexicanocriminal. Nadie entra en mi casa cuandono está mi marido, nadie.

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Soriano tomó una silla y la tirócontra la gorda. La mujer cayó deespaldas dando gritos. El periodistasaltó sobre el cuerpo rechoncho ytropezó. Trató de hacer equilibrio conlos brazos, pero no encontró en quésostenerse. Cayó hacia adelante. Lagorda se puso de rodillas, tomó la sartény golpeó en la cabeza al argentino.Soriano trataba de cubrirse la cara, perolos sartenazos de la gorda eran terribles.Por fin pudo agarrar el brazo de la mujery ponerse también de rodillas. Estabannariz a nariz. Ella le escupió la cara.

—Chicano mugriento —dijo con unamueca de asco.

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Soriano bajó la frente y cabeceó lacara de la gorda. Ella dio un alarido ycayó de costado. Le salía sangre de lanariz. Un hombre que había entrado alescuchar el escándalo avanzó y tiró unapatada a Soriano. El periodista alcanzóa esquivar el golpe y tomó la pierna delhombre que se sentó junto a la gorda.Soriano se puso de pie. Levantó elcuchillo y cubrió con él la salida.Atravesó el pasillo a la carrera. Unascensor permanecía abierto mientrasentraba una mujer joven. Soriano picó atoda velocidad, como en su época defutbolista, y frenó patinando. Sezambulló de cabeza dentro del ascensor

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cuando la puerta automática ya habíacerrado hasta la mitad. Cayó junto a lamuchacha. La miró, sentado y con elcuchillo en la mano. Tenía la caramorada por los golpes de la sartén. Lamujer estaba pálida y no podía hablar.Soriano quiso calmarla.

—Tranquila, no le haré nada —dijoen castellano. La joven dio un grito y sedesmayó. Soriano se puso de pie yapretó el botón 34. El ascensor paró enel 18. Un hombre que iba a entrar vio ala mujer caída y detuvo el cierre de lapuerta con la mano. Soriano sacó elcuchillo y lo puso en la garganta delhombre. La puerta se cerró. Hubo dos

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paradas más y el argentino usó con éxitoel mismo procedimiento. Cuando elascensor se abrió en el 34 dio un salto yse abalanzó sobre la puerta deldepartamento A. Hizo girar la llave yabrió. Un vaho de gas lo paralizó. Salióal pasillo, aspiró hasta llenar lospulmones de aire y entró. Abrió unaventana y luego huyó al pasillo otra vez.Jadeó. Cambió el aire y corrió a lacocina. Cerró las llaves. Las piernas sele aflojaron, pero alcanzó a salir otravez. No podía creer lo que había vistosobre la cama. Respiró un minuto yvolvió a entrar. Abrió la ventana quefaltaba. Cuando el aire se hizo más

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limpio, cerró la puerta de entrada.Sentía opresión en el pecho. Apretó lamuñeca del detective. Tenía pulso.Luego probó con la mujer: tambiénvivía. Los sacudió pero no tuvorespuesta. Fue a la cocina y llenó unaolla con agua. La volcó sobre lascabezas, que seguían juntas. Marloweabrió un ojo y lo volvió a cerrar. Lamujer tiritó y sus pechos se irguieroncontra las peludas tetillas del detective.Soriano echó sobre ellos más agua.Marlowe despertó lentamente, miró a sualrededor y fijó los ojos en la mujer.

—¿Qué pasa? —preguntó.—Perdone que lo interrumpa —dijo

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Soriano—, se dejó el gas abierto.—¿Qué? —Marlowe no entendía.

Pasó una mano por sus ojos y se sentó—. ¿Qué hago con ella?

—Lo mismo me pregunto yo,compañero. La rubia no está mal. En sulugar no me hubiera quedado dormido.

—¿Cómo llegué acá?—Lo trajo un gigante.De pronto la puerta se abrió y por

ella entraron varios vecinos,encabezados por la gorda y dos policías.

—¡Aquél! —gritó la gorda.Los policías avanzaron, pistolas en

mano. Las señoras gritaron al ver laescena de la cama. Todavía el ambiente

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olía a gas.—¿Qué te parece, Bob? —preguntó

un policía.—No sé —respondió otro—: Los

Ángeles está cada vez más podrida, Ted.—Llamá a la seccional.—¿Con quién pido? ¿Con

Homicidios o con Moralidad?

Era un salón blanco y el cielo rasoestaba muy alto. No tenía ventanas yapenas cuatro lámparas iluminaban lacuadra de treinta metros. Pegados a lasparedes había bancos de madera, sinrespaldo. Medio centenar de hombres,

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blancos y negros, de prostitutas, blancasy negras, estaban acostados, o sentadoscon la cabeza gacha. Unos pocosmiraban pasar de aquí para allá a un parde vigilantes que llevaban carpetas ypapeles.

Un policía de pelo rojo y caramofletuda, con aspecto de habercumplido con el último deber de lanoche, empujó a Marlowe y a Soriano através de la pequeña puerta de acceso.

—Siéntense donde quieran, están ensu casa.

Los dos hombres habían dejado en laguardia cuanto tenían en los bolsillos;Soriano usaba mocasines, pero Marlowe

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había tenido que dejar también loscordones de sus zapatos. Fueron haciaun banco donde estaban dos mujeresgastadas, de labios carmesí y miradaabstraída. Soriano sacudió la cabeza.

—En estos casos me dan más ganasde fumar.

Marlowe no contestó. Se sentó en elbanco y estiró las piernas. Estabacansado, sin aire y sin ganas de reclamarnada. El argentino parecía más entero.Eran las diez de la noche y tenía elestómago vacío. Empezó a protestar:

—Le dije, Marlowe, íbamos aterminar en cana. Todo era absurdo. Untipo de su experiencia, si es que la tuvo

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alguna vez, no puede meterse en estoslíos. ¿Qué nos pasará ahora?

—No sé —contestó Marlowe condesgano—; a usted le van a poner unamulta por meter las narices donde no leimporta sin tener licencia. Para colmo levan a cargar invasión de domicilio ypropiedad privada. Eso es grave. Tieneque cuidarse cuando sale de su país.

—¿Multa? —el periodista levantólas cejas—. ¿Se cree que soyRockefeller? ¿De dónde voy a sacar laplata?

—No sé. Al que no paga le dan uncalabozo gratis.

—Y a usted, ¿qué le pasará?

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—Contra mí no tienen nada. Si laseñora Walcott no presenta denuncia,mañana me iré a casa.

—¡Muy lindo! Le salvo la vida y medeja adentro.

—Voy a buscar a Frers. Él pagarálas multas.

—Mejor busque al cónsul argentino.Él tiene que hacer algo.

A medianoche, un policía de pelolustroso y rostro descansado como sirecién tomara servicio, apareció en lapuerta y llamó:

—¡Philip Marlowe y Osvaldo

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Soriano!Los dos hombres se pusieron de pie

y caminaron hacia la entrada.—A la guardia, ¡vamos!El oficial rubio, con la cara llena de

granos rojos, tenía el rostro duro eimpasible de los que no se conmuevenante nada. Los miró detenidamente.

—¿Quién es el argentino?—Yo —Soriano usó su voz más

suave y humilde.—¿Dónde queda eso?—¿Qué?—La Argentina.Soriano lo miró un rato y luego se

dio vuelta hacia Marlowe.

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—Pregunta dónde queda laArgentina —dijo el detective.

—Eso lo entendí. Explíquele usted.—¿Yo? ¿Y dónde queda?—¿De qué hablan? —preguntó el

policía.—Soriano no habla inglés, oficial.—Bueno. Pregúntele dónde queda

ese país y si es comunista.—¿Él o el país?—Los dos. Pregúntele.Marlowe miró a Soriano y sonrió:—Bueno, por fin me voy a enterar:

¿usted es comunista?—¿Eso pregunta?—Sí.

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—Dígale que antes de entrar aEstados Unidos tuve que firmar un papeldonde juraba que no era comunista.

—¿Pero es o no? —insistióMarlowe.

—Déjese de joder, detective.—El que jode es él. ¿Le digo que

no?—Claro.—Comunista. —Y agregó en inglés,

dirigiéndose al oficial—: Dice que esdemócrata, admirador de Kennedy.Lloró como un chico cuando lo mataron.Ayudó mucho a su país. Alfabetizó a losindios.

—Ajá. ¿Y dónde queda la

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Argentina?—En Sudamérica. Bien abajo del

mapa, cerca del Brasil.—¡Brasil! Siempre soñé con unas

vacaciones allá. Bueno, ¿quién va apagar la fianza?

—¿Cuánto?—Dos mil. Mil quinientos por él y

quinientos por usted.—¿Y yo qué hice?—Exhibición obscena, adulterio,

escándalo. Elija lo que quiera.—Mire, oficial, está equivocado si

cree que no conozco la ley del estado. Sino hay denuncia no puede acusarnos denada. Además necesito a mi abogado.

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—Llámelo. Con lo que había en subolsillo dudo que pueda pagarle.

—Tengo amigos.—¿Amigos? Ustedes son basura,

peor que los negros. ¡Vagos, buscavidas!Ahora se mezclan con los chicanos.Basura con mierda, todo en la mismacloaca.

—Mida sus palabras, oficial. Ustedes la ley en este distrito y puedearrepentirse.

—¿Arrepentirme? ¿Cree que notengo su prontuario? Encubrimiento deladrones, sospecha de encubrimiento deasesinos, borracho, vago, tramposo,traidor a la policía. Basta con que yo

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levante un dedo para que se pudra en uncalabozo.

—No se agrande. El señor esextranjero y tiene que tratarlo como tal.Llame al cónsul argentino en LosÁngeles en lugar de cacarear tanto.

El rubio rió y las arrugas de la carale apretaron los granos rojos. Dijo:

—Claro que es extranjero. Si ésefuera americano yo habría roto micédula. No voy a perder más tiempo conustedes. Pagan antes de mediodía o vana la cárcel.

—No puede secuestrarnos. Préstemeel teléfono.

—¿Teléfono? ¡Eh, Micke! ¡Los

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señores quieren hablar por teléfono!Micke era un hombre pequeño y

serio, de rostro apretado como un puño.Tenía un cigarrillo apagado entre loslabios y estaba limpiando la pistola ados pasos del oficial. Apuntó a losdetenidos.

—No es hora de hacer citas, mejorvan a dormir.

—Tendría pesadillas, después dehaber visto su cara —dijo Marlowe.

El hombre se puso de pielentamente.

—Gracioso, ¿eh? Me gustaría verloen la TV porque cuando estoy deservicio no me río.

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Acercó su cara de puño a la nariz deMarlowe.

—¿Dónde cree que está?—En una cueva de degenerados

vestidos con el uniforme de la policía deLos Ángeles.

El policía pequeño empujó el cañónde su pistola en el estómago deldetective que se dobló en dos.

—Repítalo. No le oí bien.—¡Déjelo! —gritó Soriano.El oficial levantó su mano gorda,

llena de anillos de oro y sacudió laoreja del argentino.

—Respete un poco, ¡mugriento!El policía pequeño sonrió.

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—Déjamelos un rato, Gordon, megustaría hablar con ellos en tu oficina.

—Que los lleven. Tenemos toda lanoche para charlar. Me gustan. Sonconversadores y simpáticos. Estoycansado de tratar con negros y putas.Además siempre quise conocer elBrasil.

Estaban tendidos en el suelo como dosbolsas sucias. Soriano tenía la bocacerrada por la sangre seca que se habíapuesto marrón. Los ojos le habíandesaparecido por la hinchazón de lospómulos y apenas se veían dos líneas

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oscuras. Cuando Marlowe abrió lospárpados encontró una piel blanca y unmatorral de pelo rubio y sin brillo.Tardó en darse cuenta de que estabatirado boca abajo y de que sedesangraba sobre el pecho de sucompañero. Levantó la cabeza y sintióque algo estaba dentro de ella. Se tocóla cara. Escupió. Tenía el cuerpo blandocomo si le hubieran quitado los huesos.No era dolor lo que sentía y eso leextrañó. Era una sensación de nopertenecer al mundo que habíadescubierto al abrir los ojos. Miró aSoriano. Trató de levantarse y cayó derodillas. Ahora sí, le pareció que un

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puñal atravesaba su cuerpo a lo largo.Se tomó del borde del escritorio opaco,manchado de tinta, y puso toda su fuerzaen incorporarse. Su cintura se quebró.

—¿Adónde vas, amiguito?La voz le sonaba lejana. Se dio

vuelta. Apoyó las palmas de las manosen el suelo para girar su cabeza.Encontró un uniforme azul que volabapor la habitación, sobre él. Sacudió lacabeza y vio a un policía joven.

Sintió que tenía la boca seca y quelas imágenes escapaban a sus ojos.

—Agua —balbuceó.Nadie se movió. Un silencio

absoluto flotaba en la habitación blanca.

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Marlowe se arrastró hacia el cuerpo deSoriano, que estaba inmóvil. Lo tomó dela camisa abierta y quiso levantarlo,pero no tenía fuerza; sus dedos seaflojaron. Se dejó caer. Antes dedesmayarse escuchó una música suave.

—Se les fue la mano —dijo elpolicía joven—, estos dos están para elhospital.

Micke estaba demacrado y el pelo lecaía desgreñado sobre la cara. Se sentíacansado y tenía sed. Se le habíanterminado los cigarrillos.

—Llévalos a dar un paseo. Nopodemos darle esto al fiscal.

El joven salió y regresó con tres

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hombres en ropa de calle.—Apúrense, que no los agarre el

amanecer.Cargaron los dos cuerpos y por una

puerta estrecha salieron al patio. Losecharon en el asiento trasero de uncoche sin patente. Soplaba un vientosuave y frío. El auto arrancó. Veinteminutos más tarde tres hombresdescargaban los cuerpos sobre una playade Bay City. En la arena quedaron dosmanchones alcanzados por los golpes delas olas frías.

Soriano tuvo un estremecimiento.Abrió los ojos y se sintió dolorido yconfuso. Miró a su compañero. Marlowe

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descansaba con los ojos abiertos, fijosen las nubes grises.

—¿Marlowe? —llamó Soriano envoz baja.

El detective giró su cabeza hacia sucompañero. Sus ojos eran un manantialde sangre. Sintió la boca llena de arena.Las nubes se pusieron rojas y la luziluminó suavemente la playa. Las dosfiguras estaban de pie y se recortabancomo sombras lentas y perezosas. Lasolas llegaban a sus pies y al retirarsedejaban una espuma como la que sederrama de un vaso de cerveza. Elhombre alto, muy encorvado, tenía lacamisa rota y sin botones hasta el medio

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del pecho. Empezó a caminar con pasovacilante, la cabeza caída, los brazosabiertos y los puños apretados. Detrás, acinco pasos, Soriano aspiródificultosamente el aire fresco delamanecer. Se agachó para sacarse loszapatos, los tomó en la mano y empezó aandar. Tenía la cabeza erguida y los ojosprofundos como una ciénaga.

No hablaron. El gordo tenía lamirada fija en la nuca de su compañero.De vez en cuando dejaba escapar unsuspiro de disgusto. Estornudó cuatroveces, sonó su nariz contra la arena ysiguió caminando. Delante de él,Marlowe trastabilló y cayó sentado, ya

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lejos del agua. Soriano dio algunasvueltas alrededor de su amigo, como siestuviera reconociéndolo a distancia yse dejó caer de rodillas. Con una manoalisó la arena. La brisa les refrescabalas caras. O lo que quedaba de ellas.

Amaneció sin apuro. Un hombre desobretodo pasó caminando junto al mar;metía sus botas en la espuma y fumabaen pipa. Tenía grandes anteojos yllevaba un gato negro en sus brazos. Sedetuvo, miró a los personajes y se alejócon paso lento, como quien ya no puedever el mundo.

—No se vaya —dijo Marlowe envoz baja—, mire lo que han hecho de

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mí.Apretó la arena con sus puños y se

puso de pie. La ruta trepaba hacia elcerro y el detective la vio cercana ycálida. Soriano fue tras él. Recordó quepronto volvería a Buenos Aires, que sesentaría ante una máquina de escribir,que esto le parecería un sueño delirantey audaz y que entonces Marlowe seríauna sombra, un fantasma irreal yestúpido. Le dolieron los pómuloshinchados. Escuchó, de pronto, cómo desu boca salía, dificultosa, la letra de untango de Gardel. Marlowe se dio vueltay lo enfrentó.

—¿Sabe, Soriano? Me cago en

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Laurel y Hardy —barbotó algunosmonosílabos—. ¡Me cago en usted, hijode puta!

—¿Por qué habla en inglés? Sabeque no entiendo.

—No se haga el tonto. Entiende bien—hablaba en castellano—, lo suficientepara darse cuenta de que su amistad metrajo demasiados líos.

—Yo no tengo la culpa si usted andabuscando que le rompan la cara. A mítambién me dieron una paliza, ¿no?

Soriano había girado la cabeza ymiraba de reojo, como si en realidadquisiera no ser el protagonista de esaescena. Sintió que estaba de más. Apuró

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el paso y salió a la carretera. Se diovuelta y vio la costa y el cielo. Elhombre de sobretodo se alejaba por laarena.

Los autos pasaban casi pegados entre sípor ambos sentidos de la ruta. Los doshombres caminaban lentamente por labanquina, separados a diez metros. Ibanen silencio. Soriano miraba los coches ytrataba de divisar las caras hoscas delos hombres en la madrugada. Duranteuna hora avanzaron deteniéndose a ratospara descansar. Un patrullero policialparó en la banquina. Un oficial lustroso

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se acercó a ellos.—Ya sé —dijo—, vienen de visitar

a sus mamás.—Muy gracioso —respondió

Marlowe.—Ah, ah, ah, mamá les dio una

paliza, ¿eh?Marlowe se sentó en un mojón de

señalización.—¿Tiene un cigarrillo?—No. Explíquense, muchachos. Voy

a la central y no quisiera ir acompañado.—Tuvimos un accidente de tránsito.—¿Ah, sí? ¿Y dejaron el auto en el

camino? Eso es infracción.Soriano miraba el patrullero, donde

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otro policía fumaba un cigarrillo. Losaboreaba de un modo casi voluptuoso.El argentino se acercó y habló en inglés.

—¿Me da un cigarrillo?—¿Qué?—Un cigarrillo —hizo un gesto con

la mano señalando el Lucky que seconsumía entre los dedos del policía,dejando una ceniza larga y firme.

—Escuche, basura, no me paganpara alimentarle los vicios. ¿Qué lepasó en la cara? ¿Se le cayó encima unapared?

Soriano volvió junto a Marlowe.—Dígales algo, no quiero volver

adentro.

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—Mire, amigo —explicó eldetective y mostró su placa—, nos tocóun caso duro. Los policías siempresalimos castigados. No tengo ganas deexplicarle. Discúlpeme, ¿por qué notomamos un whisky un día de estos?

—Está bien. Deje el whisky.Podemos acercarlos.

Arrancaron a toda velocidad. Lasirena quebró el ruido monótono de lacarretera. Soriano echó la cabeza haciaatrás y halló el respaldo blando ymullido del asiento. Marlowe habíaabierto muy grandes los ojos y los teníafijos en la ruta. Al llegar a un cruce decaminos vio un bar.

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—Déjennos aquí —pidió.Bajaron. El auto arrancó y se alejó

por la carretera. Soriano suspiró.—Creí que nos llevaban de nuevo.—¿Qué hubiera cambiado eso? —

preguntó el detective.El argentino no contestó. Miró a su

alrededor y preguntó:—¿Y ahora qué hacemos?Estaban parados frente al bar. Era un

edificio esquinero, de madera, pintadode azul claro. El frente estaba tapadopor los carteles de propaganda de Coca-Cola, Fanta, Firestone, Marlboro, Lee,Vat 69, Ford, Columbia, Philips,Martini, Stromberg Carlson y Eveready.

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Había tres coches estacionados de puntacontra una de las paredes laterales. Alfondo se veía el patio de la casa pordonde trotaba un perro San Bernardoentre una docena de gallinas gordas. Erael único edificio en el cruce de doscarreteras. Detrás se veía la montañaarbolada cuya falda caía suavementesobre el fondo del bar. El sol habíaasomado pleno y radiante aunquetodavía la mañana era fresca. La ruta101 a San Francisco estaba despejada.Soriano se apoyó en uno de los cochesparados frente al bar. Vio que uno teníala llave puesta.

—¿Y si robamos el auto? —dijo,

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divertido.Marlowe levantó las cejas y miró a

su compañero.—Gran idea. Después lo vendemos

y con esa plata nos compramos ropanueva y alguna comida. Si nos sobranalgunos dólares podemos ir a escucharun concierto. No sé qué sería de mí sinsus ideas.

—Mire, detective, mis ideas nosuelen ser demasiado brillantes: una vezhasta se me ocurrió ir a vivir a su casa yconfiar en usted. Me gustaría que ahorapiense algo que nos permita comeraunque sea una hamburguesa.

—Es muy fácil —dijo Marlowe—:

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cuando salga un tipo le damos un golpe yle sacamos la billetera. Usted tieneexperiencia en eso.

—Cuando volvamos a Los Ángelesvoy a buscar a un cura que me confiese.Cada vez que miro su cara me remuerdela conciencia.

—¿Tiene hambre? —preguntóMarlowe.

—No, todavía estoy eructando elbanquete de anoche.

Marlowe revisó los bolsillos de supantalón y encontró sólo los documentosen la billetera.

—Nos pelaron, compañero.—Hay que hacer la denuncia —

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respondió Soriano.—Déjese de bromas, ya me está

cansando. ¿Cree que vine a las montañasa tomar sol?

—No creo nada. Estamos sin undólar y por lo menos hay que volver a laciudad. ¿Se le ocurre alguna manera deconseguirlo?

—No sé. Hablar con los tipos delbar. Quizás alguno nos lleve.

—Muy bien. Vamos a lavarnos unpoco. Si usted muestra la chapa nos vana llevar.

Entraron al bar. Una veintena depersonas comía jamón con huevos,tomaba café o Coca-Cola. Siguieron

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hasta el baño. Funcionaba una solacanilla. Marlowe se lavó la cara y sintióotra vez que las heridas le quemaban.Soriano se miró al espejo. Descubrió unrostro tumefacto.

—Apúrese, Marlowe, eso es unaducha.

El detective se apartó de la pileta yse pasó las mangas de la camisa por lacara. Su aspecto no había mejoradomucho, pero tenía los ojos más abiertos.Soriano se echó agua sobre la cara,luego se agachó y metió la cabeza bajola canilla. Por fin sacudió el pelo y saliódetrás del detective. Se acercaron alhombre del mostrador. Marlowe sacó su

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identificación.—Necesitamos llegar a Los

Ángeles.—Cada vez es más duro ser policía,

¿eh? —comentó el hombre moviendo lacabeza de arriba hacia abajo—.¿Tuvieron problemas con los hippies?

—Ajá —Marlowe asintió—. En laplaya. Los sorprendimos en pleno viaje.Se pusieron nerviosos.

—Mierda, señor —dijo el hombre,que había empezado a sudar—, puramierda. Si encuentro a Crystal con unode esos barbudos, le rompo la cabeza.No es época para tener hijos, se lo digoyo. ¿Tiene hijos, señor?

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—Seis.—¡Jesucristo! Lo compadezco —

dijo el del mostrador.—¿Cree que alguien podrá llevarnos

a la ciudad? —preguntó Marlowe,impaciente.

—Crystal los llevará. Ella tiene queir a Hollywood. La policía deberíaocuparse de despejar la zona debarbudos. Las montañas están llenas deellos. Hacen campamentos. Verdaderasorgías. Me han robado cuatro veces esteaño.

—¿Tendrá un par de cigarrillos?—¡Por supuesto, teniente! —buscó

tras el mostrador y alargó un paquete—.

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Quédese con ellos. No siempre vienegente sana a pedirme cosas.

—Gracias —dijo Marlowe y alargóun cigarrillo a Soriano—. ¿A qué horasale Crystal?

—Voy a avisarle. ¿Por qué no comenalgo?

—No quisiéramos molestar. Notenemos dinero. Los barbudos sequedaron con todo.

—¡Cristo! Después dicen que secagan en el dinero... —el hombre acercósu cara a la de Marlowe—. Un día deéstos voy a dejar seco a uno de ellos —sonrió y tardó un minuto en retirar sucara por la que corría sudor—. ¡Jamón

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con huevos para dos! —gritó. Luegosalió por una puerta pequeña que estabacubierta por una cortina. Una muchachablanca, de unos veinte años, que teníauna cicatriz en el mentón, sirvió lacomida.

—¿Qué le contó? —preguntóSoriano.

—Nada. Le mostré la tarjeta deDiners.

Comieron en silencio. El patrón, quehabía regresado, los contemplaba consimpatía. La cortina se abrió y aparecióuna muchacha rubia, de unos dieciochoaños, que tenía el pelo atado sobre laespalda. Era pecosa y parecía atrevida.

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Vestía pantalón ajustado y un suéter.—¿Ustedes son los policías?Marlowe asintió con la cabeza.

Soriano miró a la muchacha y comentó:—Está buenísima.Ella le sonrió. Marlowe tradujo:—Dice que usted es muy simpática.

Él no habla inglés. Es un detective deInterpol.

—¡Qué fascinante! —dijo lamuchacha—, voy a llevar a dos policíasconmigo.

Marlowe y Soriano se pusieron depie. Estrecharon la mano del dueño delbar.

—Gracias, amigo —dijo Marlowe

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—, todavía queda gente de bien en estepaís.

—Mande a sus muchachos a pasearpor este lugar, teniente; le aseguro quese divertirán.

—Pierda cuidado.Subieron a un Chevrolet blanco.

Marlowe se sentó adelante.La muchacha manejó a toda

velocidad.—Basta de juego —dijo—; a mí

pueden decirme la verdad.Marlowe la miró.—Cualquiera se da cuenta de que

ustedes no son policías —agregó—; estoes absurdo.

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—No somos policías —reconocióMarlowe—, yo soy detective privado yél es periodista.

—¿Entonces?—¿Entonces qué?—¿Se puede saber qué les pasó?—La policía nos dio una paliza.—¿Anduvieron en líos?—Hace una semana que ando en

líos. Desde que conocí a éste —señaló aSoriano.

—¿Qué pasa? —preguntó elargentino, inclinándose hacia adelante.

—Si no se ofenden les diré queustedes parecen una caricatura. Nadieanda por las carreteras de California

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con la cara y las ropas destrozadashaciéndose pasar por policías para quelos lleven a Los Ángeles.

—Eso creía yo —dijo Marlowe.—¿Se puede saber qué buscan?—A Laurel y Hardy.—¿A quiénes?—Al gordo y el flaco. Soriano los

está buscando desde hace años.Crystal empezó a reír. Se echó hacia

adelante y apretó el volante hasta quesus dedos largos y finos se pusieronblancos.

—¿Qué broma es ésa? —preguntóentre carcajadas.

—No es broma. Él quiere escribir

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sobre Laurel y Hardy. Vino a LosÁngeles para investigar sus vidas.Desde que empezamos a trabajar juntosnos va siempre mal.

—Como a ellos —observó Crystal.Marlowe la miró y luego empezó a

reír, cada vez con mayor intensidad.Tuvo que tomarse la barriga yagacharse. Sintió que todo el cuerpo ledolía.

Crystal los dejó en Hollywood, frente auna parada de ómnibus. Habíaestacionado el auto en un lugarprohibido. La muchacha sonrió,

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mostrando unos dientes un pocoseparados entre sí y una lengua corta yfilosa.

—No puedo prestarles más que unpar de dólares para el viaje —dijo contono apesadumbrado.

—No le costaba nada llevarnoshasta casa, carajo —protestó Soriano enespañol.

—¿Qué dice? —preguntó lamuchacha a Marlowe mientras ampliabasu sonrisa para Soriano.

—Es un desagradecido. Dice queusted podría habernos llevado hastacasa.

—¡Oh! Lo lamento mucho... No me

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interpreten mal. Debo llegar a tiempo ami analista. Tengo hora a las nueve.

—¿Adónde va? —preguntó Sorianoen inglés.

—A mi analista.—También, con el padre que tiene

—dijo el argentino en su idioma,mientras salía del auto.

—Muchas gracias, Crystal —dijoMarlowe, asomado a la ventanilla.

El auto arrancó y se perdió en elbulevar. Marlowe planchó los dosbilletes de un dólar que la muchachahabía puesto en su mano.

—Muy bien —dijo, muy serio—,nos espera otro viaje proletario.

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Tomaron el ómnibus. Una horadespués entraron en casa de Marlowe.Un olor intenso, sucio, estaba encerradoen las habitaciones. Por la claraboya dela cocina saltó el gato que dabamaullidos prolongados. Corrió de unlado a otro del living, con la cola paraday los ojos fijos en Marlowe. Por fin sesentó. Soriano lo levantó, le acarició lacabeza y le rascó el cogote. El gato echólas orejas hacia atrás, movió la colalarga y protestó con un gruñidoamenazante. Estaba demasiado flaco.Marlowe salió del baño.

—Lo va a arañar.—No se preocupe. Un gato nunca

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ataca a quien lo quiere. De todasmaneras mi cara no podría estar peor.

Marlowe sacó de la heladera unpedazo grande de bofe y lo puso en unplato que dejó en el suelo. Soriano soltóal gato y luego puso leche en una taza.

—Le gustan mucho los gatos, ¿no?—preguntó el detective.

—Ajá.Recordó la muerte de aquel gato que

lo acompañó en los años de suadolescencia. Estaba echado y su caraflaca aguantaba el dolor en silencio. Seiba apagando de a poco. Cuando sintióque iba a tener una convulsión se paró yse alejó unos pasos, como para que él no

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participara de su tragedia. Luego cayó,se retorció dos minutos y se quedóquieto.

Marlowe miró a su amigo que estabasentado en el diván. En su caragolpeada, confusa, podía adivinar unamueca de tristeza. Buscó un paquete decigarrillos y encendió uno. Aspiró elhumo con fuerza y dijo:

—Usted es un tipo extraño.Soriano tomó también un cigarrillo.

Antes de encenderlo respondió:—¿Extraño? ¿Cuál de nosotros es el

extraño?—Es la primera vez que veo a un

tipo joven que viene a Estados Unidos

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para correr detrás de dos cómicosmuertos de los que ya nadie se acuerda.

—¿Por qué me acompaña, entonces?—preguntó el argentino—. ¿Por qué sehace golpear a cada momento?

—También usted recibió las palizas.—Cierto —Soriano se puso de pie

—. Pero las palizas significan cosasdistintas para usted y para mí. A suedad, en su profesión, una paliza esapenas una anécdota.

—Estoy lleno de anécdotas,compañero. Tengo el cuerpo destrozadopor ellas. Lo que usted recibió le serviráde lección. Todavía es muy joven y talvez necesite pelear algún día.

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—¿En la Argentina?—No sé. Usted me dijo que los

yanquis no los dejan vivir tranquilos.—No es tan simple. Allí muere

mucha gente de hambre o a balazostodos los días. Los que tiran no sonyanquis. Ellos no dan la cara.

—Usted es un latinoamericano rubioque pudo pagarse un viaje a EstadosUnidos. No venga a llorar las desgraciasde los otros.

—Es distinto —el argentino hizo ungesto con las manos—, usted confundelas cosas.

El gato terminó de engullir el trozode bofe, dio un par de lengüetazos en la

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taza de leche y se sentó entre los doshombres. Fijó sus ojos grandes ybrillantes en los del detective.

—¿Cuándo vuelve a Buenos Aires?—preguntó Marlowe.

—Dentro de una semana. Tengo queconfirmar el pasaje y avisar al diario.Estoy demorado.

—Muy bien. Nos queda pocotiempo. Dígame qué haremos.

—No sé, Marlowe; estoy cansado. Aveces tengo la fantasía de que podríahablar con Chaplin. Vino a la entrega delOscar, pero nadie puede acercarse a esemonstruo.

—Nadie va a intentarlo tampoco —

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dijo el detective.—¿Qué insinúa? No sea delirante.

Nadie pasaría entre la custodia. Aun así,hablar con él sería más difícil quehablar con el presidente de los EstadosUnidos.

—Será difícil hablar con elpresidente, pero es fácil pegarle un tiro.

—Yo no quiero matar a Chaplin.—Pasaría a la historia. Ya veo los

titulares de los diarios:"Latinoamericano mata al genio paravengar al gordo y al flaco." O si no:"Genio asesinado por un loco."

—Cuando termine de divertirse meavisa —dijo Soriano.

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—Ya está. ¿Qué puede saberChaplin de Laurel y Hardy?

—Les jugó sucio con los circuitosde distribución de películas en 1929.Quiso romper la pareja. Además vino aEstados Unidos con Laurel. Quizápodría contarme algunos detalles.

—Seguro. Chaplin le contará todo.Veo otra vez los titulares: "Genioconfiesa a un periodista latinoamericanoque es un ogro."

—No se ilusione. No podremosverlo.

—¿Le parece? ¿Cuándo es el show?—Pasado mañana.—Bueno, póngase su mejor traje de

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etiqueta. Allí estaremos.—Usted es el detective más

irresponsable que he conocido.—¿Conoció a muchos?—No. Cuando veo a un policía doy

vuelta la cara.

Cuando bajaron del ómnibus, lamadrugada era húmeda, fresca ydespejada. El detective palmeó a suamigo y encendió un cigarrillo. Sorianocruzó la calle y caminó frente al edificiode la Academia de Hollywood. Doblóen la esquina y miró el reloj. Eran lasseis menos veinte. Se apretó contra el

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portón de un garaje cerrado y esperócinco minutos. Un auto estacionó cercade la esquina luego de empujar la fila decoches. Bajaron dos hombres deuniforme azul. Soriano encendió uncigarrillo y lo tiró en seguida. Losguardias caminaron hacia la entrada deservicio de la Academia, situada enmedio de la cuadra. Tras ellos avanzóMarlowe. Soriano los vio acercarse.Cuando los tuvo a veinte metros levantóel pañuelo que tenía atado al cuello, y secubrió el rostro. Del bolsillo delpantalón sacó otro pañuelo blanco alque le había hecho nudos en las puntas yse lo puso en la cabeza. Parecía un

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hincha de fútbol enmascarado. Cuandolos guardias estuvieron a tres metrosapretó la culata del revólver en elbolsillo del saco y les salió al paso. Losdos hombres se pararon de golpe,sorprendidos. El más alto echó mano ala cintura.

—¡No se moleste, amigo! —dijoMarlowe a sus espaldas—. ¡Dejequietos los brazos!

Bajo el pañuelo, el argentinosonreía. Los guardias se dieron vuelta.El detective estaba tambiénenmascarado con un pañuelo negro deseda y el sombrero gris le caía casisobre los ojos. Empuñaba una pistola

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45.—Sean juiciosos —agregó Marlowe

—, llamen a la puerta, como siempre.El petiso, que temblaba, miró a su

compañero.—¿Es un asalto? —preguntó.—Perdón —respondió Marlowe

colocando la pistola sobre la nariz delmás alto—, olvidé anunciarlo: esto es unasalto.

Soriano sacó un revólver Colt 38,corto. Apretó el caño contra la barrigadel petiso. Luego hizo un gesto con lacabeza indicándole que se apurara.

El guardia sacó un manojo de llavesy abrió una caja empotrada en la pared,

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junto a la puerta. Dentro había un botónrojo. Dudó un instante y luego lo apretócuatro veces. Soriano se ocultó a uncostado de la entrada. Abrió la puerta unpelirrojo gordo y bajo, de abundantebarba y bigotes como manubrios debicicleta, que vestía un mameluco verde.Marlowe le puso la pistola en la cara.

—Pase. Tenemos apuro —dijo envoz baja.

Entraron. Los tres hombres tenían lasmanos levantadas.

—Contra la pared —dijo Marlowe.Luego miró hacia el fondo del pasillovacío y llamó—: ¡Vamos!

Soriano entró con el revólver a la

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altura de su cintura. Con la otra manosostenía el pañuelo de la cara que estabaflojo y amenazaba caerse.

—Sáqueles las armas —dijo eldetective en inglés.

—¿Qué? —respondió Soriano,también en inglés.

—¡Las armas, estúpido! —gritóMarlowe.

El periodista despojó de susrevólveres 38 largos a los tres hombres.Entregó uno a Marlowe y guardó losotros dos.

—Desnúdense —dijo el detective.Los tres hombres empezaron a

sacarse la ropa.

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—Usted no —indicó Marlowe al demameluco—, tírese al piso.

El pelirrojo se tendió en el suelo.Los dos guardias se desvistieronrápidamente. Marlowe tomó el uniformemás grande y comenzó a cambiarse deropa. Soriano apuntaba a los quequedaron en calzoncillos y de vez encuando giraba el revólver hacia el queestaba en el suelo. Marlowe terminó devestirse. El uniforme le iba perfecto.Guardó las armas entre la ropa que sehabía quitado, hizo un rollo, lo ató conel cinturón y lo dejó en el piso.

—Ahora usted —dijo a Soriano.El argentino se cambió. El traje del

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guardia petiso le quedaba corto y muyapretado. Hizo un esfuerzo por echar labarriga hacia adentro y logró atarlo.Envolvió su ropa igual que la deMarlowe y la dejó en el piso junto alotro atado.

—Caminen —ordenó el detective—.Vamos al sótano.

Entraron al ascensor. Se detuvieronen el segundo subsuelo. Salieron.

—¿Cómo se llega al salón de actos?—preguntó Marlowe.

—Por la escalera del fondo, o por elascensor. Dan a un pasillo. Hay queseguirlo, cruzar el museo y loscamarines. Desde allí se sale al

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escenario —explicó el petiso.—Muy bien. Al suelo —ordenó el

detective.Los tres hombres se acostaron.

Marlowe sacó varios trozos de cuerdasde su atado de ropa y los sujetó uno poruno. Luego los aferró entre sí. Con laspiernas estiradas formaban una estrellade tres puntas. Luego les colocóabundante estopa en la boca. Se alejó yquitó el pañuelo de su cara. Encendió uncigarrillo y Soriano hizo lo mismo. Sesentaron sobre unos cajones, lejos de losprisioneros, y fumaron lentamente.

—Si nos agarran vamos adentro otravez —dijo Soriano.

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—Pierda cuidado, hoy estarán muyocupados. ¿A qué hora empieza elshow?

—A las nueve de la noche.—Va a ser divertido —dijo el

detective—, nunca vi nada igual.—¿Sabe una cosa? Estoy nervioso

—dijo Soriano.—No es para menos. Va a conocer a

Chaplin.—Y a John Wayne.—¡No me diga que viene Wayne! —

se sorprendió Marlowe.—Sí. Es una de las estrellas

invitadas.—¡Carajo! Ese me debe algo.

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—¿Piensa arruinar el show? —preguntó Soriano.

—No. Tal vez lo anime un poco.—¿Qué hacemos hasta la noche?—Dormir. A mediodía pensaremos

la estrategia —dijo Marlowe.—Despiérteme con un café —

contestó Soriano, y se acostó sobre unaplancha de cartón. Antes de cerrar losojos puso un revólver bajo el cartón y elotro lo dejó al alcance de la mano.

—¿Alguna vez disparó un tiro? —preguntó Marlowe.

—Tiré al blanco con una 22. Tengomala puntería.

—Bueno. Si hay lío no se ponga

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nervioso.Durante toda la tarde escucharon

ruido, música, gritos, gente que bajabaal subsuelo a dejar y a buscar cosas. Amedida que se acercaba la hora laactividad se hacía más intensa y laconfusión parecía llenar el edificio.Marlowe había ocultado a los guardiasentre cajas de cartón y tanto él como suamigo estaban doloridos cuando dejaronsu refugio del sótano, entre las máquinasde la calefacción. Soriano se asomólentamente y salió a la superficie.Todavía conservaba el pañuelo en lacabeza; detrás surgió Marlowe, quetenía la cara manchada de grasa. Ambos

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llevaban el atado con ropa y las armas.—Póngase la gorra —dijo el

detective en voz baja.Soriano se quitó el pañuelo y colocó

la gorra que tenía la insignia de laParamount. Caminaron hacia elascensor. Subieron y se mezclaron entreuna multitud que corría de un lado a otrollevando spots, herramientas, cámaras,bandejas con café y pocilios, ropa ymicrófonos. Los dos amigos entraron enun baño y se cambiaron de ropa. Teníanotra vez las suyas. Salieron.

Un hombrecito de pelo gris yanteojos sin marco gritaba órdenes atodo el mundo. Tenía un anotador en la

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mano y se dejaba atropellar por cuantoscorrían por el pasillo. Soriano yMarlowe atravesaron el museo, luegootro corredor, y desembocaron en la filade camarines. En el último, algo alejadode los demás, se leía: "Mr. CharlesChaplin." Dos hombres custodiaban laentrada. Marlowe se acercó.

—Traigo un mensaje para el señorChaplin —dijo.

Uno de ellos, que tenía un garrotepor nariz, gruñó y escupió de costado.

—No está. Dígame a mí.—Usted no es Chaplin. Lo

esperaremos a él —respondió Marlowe.—Mire, alcahuete, hable conmigo o

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guárdese el mensaje. El señor Chaplinno llegó.

—¿A qué hora llega?—No llega —bramó el guardia.—No se haga el vivo. El viejo está

adentro.Marlowe hizo una seña a Soriano.

Al mismo tiempo, los dos lanzaronfuriosas patadas contra las piernas delos guardaespaldas. El de la nariz degarrote hizo un gesto de dolor y echómano a la cartuchera que ocultaba bajoel saco. Marlowe los tomó a ambos delas cabezas y las hizo chocar comopiedras. Soriano, entretanto, abrió lapuerta y entró.

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Sobre una cama de dos plazas, unhombre viejo, de pelo blanco y piel muyarrugada, descansaba con los ojoscerrados. Tenía puesta una robe roja concuello bordado en hilos de oro. Cuandoescuchó el ruido de la puerta, entreabriólos ojos y los fijó en el joven que habíaentrado.

Soriano sintió un estremecimiento.Su garganta se cerró como un embudo.El silencio de la habitación le entrabapor la piel. Se sintió, de pronto,pequeño y estúpido como una perdiz queentra en la guarida del zorro. Miró alviejo que permanecía inmóvil y

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relajado. Vio, también, las orquídeas deljarrón chino. Se sintió mal. Recordóaquella noche en Buenos Aires, elmismo silencio, un cigarrillo que pasabade un labio a otro y la cercanía de lamuerte. Estaba tendido en la cama y lospulmones, muy abiertos, aspirabanciclones, tempestades. Había unamuchacha pequeña que se estrechaba asu cuerpo y le preguntaba: "¿Quién sos?¿Quién sos?" Ella caminaba por unaciudad de edificios altos y sin ventanas.Estaba sola.

Ahora, Soriano permanecía de piefrente a ese monumento tumbado y en sucuerpo había un caos, otra muerte menos

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rotunda pero más solitaria.—¿Quién es usted? —preguntó el

viejo, sin moverse, sin alterar su miradaperversa.

—¿Señor Chaplin? —murmuróSoriano, y al pronunciar el nombresintió que cada cosa volvía a su lugar,que su cuerpo funcionaba otra vez comouna máquina precisa.

—¿Cómo entró? —preguntó Chaplinque seguía inmóvil.

—A trompadas —dijo Soriano enespañol y entonces se dio cuenta de queno podría hablar con ese hombre;advirtió lo absurdo de la situación ymiró hacia la puerta esperando que

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Marlowe entrara para auxiliarlo.Chaplin se incorporó pesadamente y

se sentó en la cama. Tomó un par deanteojos de la mesa de luz y se loscolocó. Estudió un rato al argentino.

—¿Qué quiere? ¿Quién es usted?—Soriano, Osvaldo Soriano.

Periodista argentino —dijo en inglés.—¿Periodista? ¿Qué hace en mi

camarín?Desesperadamente, Soriano buscó

en el fondo de su memoria algunaspalabras en inglés que pudieran armaruna explicación. Las deletreó.

—Escribo sobre Laurel y Hardy.Quiero... usted fue... —iba a decir

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amigo, pero no se animó a pronunciar lapalabra— actor, con el señor Laurel.

Chaplin lo miró. Su rostro era másduro.

—¿Habla francés? —preguntó convoz firme.

—No. Hablo español.—No nos entenderemos —dijo

Chaplin en inglés—. Lo siento. ¿Hace elfavor? —con un gesto indicó la puerta.

—¡Favor un carajo! —gritó Sorianoy se quedó mirando al viejo. Seestudiaron. Por fin, Chaplin tomó elteléfono. El argentino se abalanzó sobreél y le arrebató el tubo.

El viejo dio un alarido y saltó hacia

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atrás, derribando el bastón de Charlieque estaba apoyado sobre la pared. Surobe se abrió y dejó al descubierto unoscalzoncillos blancos y un pecho pálido ycanoso. Su rostro tenía huellas demiedo. Soriano metió la mano en elbolsillo y apretó la culata del revólver.Estuvo tentado de sacarlo para ver cómoel monumento gemía de terror.

—Viejo cagón —dijo en castellano—; deberían verte, ¿no te acordás ahoradel viejo Stan?

Sonó el teléfono. Soriano lo miró.Era un teléfono azul que estaba junto alotro, verde, que él había quitado aChaplin y ahora colgaba de la mesa de

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luz. Comprendió su furia inútil.—Atienda —dijo, e hizo un gesto

con la cabeza.Chaplin avanzó vacilante, se sentó al

lado de la cama y habló durante unminuto. Colgó.

—Tengo que presentarme. La fiestava a comenzar —dijo.

Soriano lo miró. Había entendido amedias. Chaplin fue hasta el ropero yempezó a vestirse lentamente. A cadamomento levantaba la vista y miraba alargentino. Por fin, dijo:

—No entiendo qué quiere ni cómoentró; no entiendo nada.

Soriano se sentó en la cama. Esperó

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a que el actor se vistiera. Fue mediahora de silencio. Después se paró y seacercó a Chaplin. Lo señaló y luego sepuso el dedo sobre el pecho.

—Usted y yo, juntos, ¿comprende?—dijo en castellano, con voz pausada—. Vamos —indicó la salida.

—No, no —Chaplin giró la cabeza aun lado y otro—. Vienen a buscarme losorganizadores.

Soriano pensó en Marlowe. ¿Dóndeestaría el detective? ¿Lo habríanagarrado? Imaginó otra vez un calabozo.Se miró las ropas y las halló tandescuidadas y sucias que le parecióabsurdo salir junto a Chaplin, que se

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había puesto un esmoquin de telainglesa. Golpearon a la puerta. En cuatropasos, Chaplin cruzó la habitación yabrió. En su cara se encendió unasonrisa de alivio. Soriano se quedóparado en medio de la habitación, conlos ojos fijos en la puerta. Parecía unespantapájaros.

James Stewart, Jerry Lewis y LizTaylor entraron a la habitación, seguidosde dos hombres calvos de rostrosrosados. También vestían esmoquin.Rodearon a Chaplin, hablaron en vozalta y pasaron una y otra vez alrededorde Soriano, que seguía inmóvil. Fueronhacia la puerta, en fila. Uno de los

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hombres calvos miró al argentino, metióuna mano en el bolsillo y sacó cincodólares.

—Gracias —dijo, y le metió elbillete en el bolsillo del saco. Salieron.El periodista miró la puerta cerrada. Enel suelo estaba caído el bastón deCharlie. Lo levantó, lo miró un rato y selo llevó con él. En el pasillo había pocagente. Corrió. Cuando vio a Chaplin y asus acompañantes los siguió a veintemetros. Ellos desaparecieron detrás deuna puerta. Soriano la abrió lentamente.El escenario no era tan grande como eldel Madison Square Garden. Una luzintensa como el sol del desierto

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inundaba la tarima superior. Veintehombres se alineaban tras un animadorque gesticulaba. La sala estaba repletade esmóquines y trajes largos de fiesta.Chaplin se había sentado a un costado,oculto por bambalinas, y conversaba consus acompañantes. Liz Taylor reíasiempre y Stewart tenía el pelo muyblanco. Soriano se sentó tras unamplificador y miró al viejo cowboy.

Era uno de sus preferidos. CuandoDean Martin se acercó al grupo recordóLos bandoleros. Le pareció estarsentado en una platea imaginaria, de laque nadie podría ya desalojarlo.Imaginó la cara del director del diario,

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en Buenos Aires, cuando atendiera elteléfono y él contara lo sucedido y lepropusiera cambiar el artículo por ungiro de dólares. Pensó en sus amigos, enla pequeña muchacha, en sus carascuando relatara cada detalle en la mesadel café.

De pronto, una ovación quebró lamonotonía del acto, las luces tomaron uncolor más vivo y más alegre, todoHollywood estaba de pie y aplaudía.Charles Chaplin había subido a la tarimay recibía el saludo de un hombre deanteojos y rostro emocionado.

"El genio del cine."

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"El cómico más grande deeste siglo."

"Estados Unidos le debíaeste homenaje."

"Nadie hizo más que él portanta gente."

John Wayne cayó sobre el escenariocomo una caja fuerte desde un décimopiso. Sobre él llovieron pedazos devidrios multicolores y una cortina deterciopelo gris.

Hubo un silencio que duró tressegundos y luego una multitud de risas.El vaquero intentó ponerse de pie, peroel hombre que atravesó la puerta

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destrozada le dio una patada en lamandíbula, Wayne gimió y se desplomóhacia atrás. Soriano se paró. Todo elmundo estaba de pie. Chaplin habíaabierto la boca como si esos desastresle fueran ajenos y absurdos. CharlesBronson saltó al escenario y tiró suizquierda que se perdió en el aire. Elhombre alto de traje raído le pegó underechazo en el hígado y Bronson cayósobre la primera fila de plateas. En uninstante, Dean Martin y James Stewartestuvieron frente al pegador. Martinlanzó un gancho y Stewart un uppercut.El hombre trastabilló y el público bramódesde las plateas. Todas las cámaras

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enderezaron sus lentes hacia el centrodel escenario. Martin tomó una silla y lalanzó contra el hombre. Este alcanzó aextender un brazo, pero el proyectil loarrastró en su caída. Wayne se puso depie. Tomó un micrófono y lo esgrimió.Los tres hombres avanzaron sobre elcaído. La multitud ovacionaba. Sorianoapretó el bastón de Charlie, subió alamplificador y desde allí se lanzó en elaire como una bala humana. Gritó:

—¡Huija, mierda! —y se estrelló lacabeza contra Wayne. En la caídaarrastraron a los demás.

—¡Arriba, Soriano viejo! —gritóMarlowe, mientras se ponía de pie—.

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¡La fiesta recién empieza!

Stewart, Wayne y Martin estabandesparramados en medio del escenario.Soriano había aterrizado su cuerpo deochenta kilos sobre los noventa deWayne. El cowboy estaba aprisionadobajo el argentino, formando ambos unacruz de movimientos desesperados.Wayne aferró a su rival del cuello yapretó. El periodista se puso colorado,quiso toser pero no pudo. Metió un dedoen el ojo derecho del actor y con unarodilla lo golpeó entre las piernas.Wayne gritó y se retorció. Soriano

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comenzó a levantarse y buscó con lavista a Marlowe. Un error estúpido: elpuño derecho de Martin le dio en lamandíbula y lo levantó del piso. Cayósobre Charles Bronson. Éste lo detuvocon el brazo derecho y con el izquierdole pegó en el estómago primero y en lanariz después. El argentino cayó bocaabajo, con medio cuerpo fuera delescenario. Sangró sobre el vestidoblanco de Mia Farrow. Le pareció unpapelón. Cerró los ojos.

Marlowe avanzó hacia Martin. Elactor retrocedió un par de metros hastaque su espalda se apoyó en un granpiano de cola. El detective le pegó en el

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cuello. Martin puso los ojos en blanco.Marlowe giró a toda velocidad, arqueóel cuerpo hacia atrás y esquivó underechazo de Stewart. Levantó unapierna y la puso contra el estómago delhombre de pelo blanco que cayósentado. Marlowe saltó a un costado ypisó una mano de Wayne que seguía enel suelo. Un locutor de traje azul y lentesde contacto celestes corrió hacia él conun micrófono en la mano:

—¿Se da cuenta de que está pasandoa la historia?

Marlowe lo miró. La saladesbordaba un entusiasmo ruidoso.

El locutor dijo que no recordaba una

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fiesta en la Academia de Artes yCiencias más divertida, apasionante,estremecedora. Fue lo último que dijoesa noche. Marlowe lo levantó sobre sucabeza y lo arrojó contra Dean Martinque se acercaba.

En la platea, Mia Farrow habíasentado a Soriano sobre su regazo comoa un bebé y Julie Christie agitaba unacarpeta frente a su cara para darle aire.El argentino ya no sangraba. Sonrió.

—¡Está vivo! ¡Está vivo! —gritó laFarrow. Todos aplaudieron. El argentinose quitó el saco.

—Téngalo —dijo a Julie Christie—:esta pelea es a muerte.

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Sobre ellos pasó una silla. Unhombre menudo se puso de pie, levantóla cabeza y miró al periodista.

—No permitiré que terminen conHollywood —declaró. Soriano loreconoció de inmediato.

—No se meta, enano. ¿Tiene uncigarrillo? —Mickey Rooney le pegó enla cara. Las mujeres rieron. Sorianosacó un pañuelo y lo pasó por su frente—. Buen golpe —dijo.

La derecha del argentino salió comoun cañonazo y dio en la nariz del petisoque se desmayó. Marlowe se hacíafuerte en la tarima de Chaplin. JackieCoogan lloraba frente a él y trataba de

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tomarlo de las piernas.—¡Papá!, ¡papá!Marlowe se agachó y dijo

paternalmente:—No soy su papá.—¿Y a usted quién lo conoce? —

respondió Coogan y le escupió en lacara.

Media docena de policías entraronpor la puerta de servicio. Llevabancachiporras de goma y el más pequeño,que tenía galones de jefe, levantó unaltoparlante.

—¡Aquí está la autoridad! —gritó—. ¡Cálmense y no entorpezcan la tareade la ley! ¡Desalojen la sala por el

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pasillo cen...!Julie Christie metió el saco de

Soriano en la boca del parlante. Elsargento tragó saliva, se atoró y bajó elartefacto.

—Se trabó —dijo mirando a JaneFonda. Ella sonrió dulcemente. Puso susmanos sobre la cabeza del policía y tiróla gorra hacia abajo, tapándole los ojos.

—Eso no está bien —dijo Marlowe,que había saltado desde la tarima. Dioun golpe en la cabeza del sargento y lodejó caer suavemente sobre él. Miró aun agente—. Tome el mando. El sargentoestá indispuesto.

—¿Quién es usted? —gruñó el

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policía que era gordo y tenía piesplanos.

—Un detective —contestó Marlowey le mostró la credencial con una manomientras sostenía al sargento desmayadocon el otro brazo.

—No se haga el vivo —dijo elpolicía—, podemos quitarle la licencia.

Alrededor del grupo se habíaformado una rueda de actores ycolaboradores. Chaplin, solo, estabaparado en la tarima mientras Cooganlloraba a sus pies.

—Ingratos —farfulló.—Soy de la escolta del señor

Chaplin —dijo Marlowe—; tengo un

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compañero que lo custodió desde Suiza.Debo responder por él ante el gobierno.

El policía no pareció convencido.Hubo un tumulto entre el grupo yapareció Wayne.

—¡Conozco a ese hombre, es unimpostor! —gritó el cowboy mientras setapaba el ojo magullado con una manoaplastada.

—¿Quién es usted? —preguntó elpolicía.

—¿Yo? —Wayne rió con dificultad.— No es el momento de hacerse elestúpido.

—¿Qué dice? —gritó el gordo depies planos—. Voy a detenerlo por

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desacato.—¡No sea imbécil! —gritó Wayne

—. ¿Nunca fue al cine?—No tengo oportunidad. Pierdo

mucho tiempo con granujas como usted.Marlowe sacó una derecha corta,

seca, disimulada, que acható lamandíbula de Wayne. El vaquero sedobló y cayó en brazos de MickeyRooney. Era mucho peso para el petiso.Los dos fueron al suelo.

—Se insolentó —justificó Marlowe,mirando al policía.

—Está bien —respondió el de piesplanos—, voy a pedir refuerzos. —Sacóuna pistola—. Por ahora no se mueva

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nadie. —Salió a toda carrera.Soriano se había deslizado por el

escenario hasta la tarima de Chaplin.Dijo en castellano:

—¿Ahora tiene llorón propio? —miró a Coogan.

—¿Otra vez usted? —preguntóChaplin en inglés—. ¿Qué se propone?

—Nada —dijo el argentino y seacercó al grupo que rodeaba a un policíay a Marlowe. Los otros cuatro agentesformaban una fila ordenada—. ¿Quépasa? —preguntó a uno de cara redonday bigote que parecía una cerca deligustrinas.

—No sé —dijo el policía—; había

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un lío y nos llamaron. Cuando le diga ami mujer que estuve acá y vi a todasestas celebridades no lo va a creer.

—Llévese uno de muestra —dijoSoriano en español y se metió entre lagente. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—Acá está prohibido fumar —dijoun hombre de traje azul con cara defuncionario.

Soriano forcejeó hasta llegar alcentro de la reunión. Apareció tras elpolicía y alcanzó a ver la pistola quegolpeaba el pecho de Marlowe.

—Usted me gusta. Hágase cargo dela situación con mi apoyo —dijo elagente al detective.

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Soriano no pudo escuchar. Sacó elrevólver, lo tomó por el caño y con laculata golpeó al policía que cayó haciaadelante, sobre Marlowe.

—No hago más que sostenerpolicías —gruñó el detective—. Ustedsiempre tan oportuno.

El argentino miró a su alrededor.—¿Por qué? —preguntó.—Por nada —contestó Marlowe en

castellano—, ¿golpea a todos los canasque encuentra de espaldas?

—Le estaba apuntando a usted —sedisculpó Soriano.

—¡Latinoamericano! —gritó JaneFonda y abrazó a Soriano. El argentino

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la besó en la boca.—¡Un nuevo romance ha nacido en

Hollywood! —gritó un periodista quegesticulaba frente a una cámara de laNBC.

—¡Mierda! —gritó Marlowe eninglés—. ¿Está loco?

—Por favor, no diga malas palabras—lo amonestó el periodista de la NBC—. Estamos en el aire. ¡Esto essensacional!

Soriano apartó a la Fonda. Afuera seescuchaban sirenas. Levantó su saco delsuelo y se lo puso. Estaba estropeado.

—Mejor nos vamos, Marlowe. Creoque el plan no salió bien.

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Por la entrada principal irrumpióuna docena de policías armados conlanzagases.

—Cagamos —dijo Soriano en vozbaja—, otra vez adentro.

La multitud empezó a moverse comoun hormiguero espantado. Wayne seincorporó y enfrentó a Marlowe.

—No sé quién es usted, perodedicaré el resto de mi vida a buscarlo.

—No se moleste —dijo el detective,y metió una mano en el bolsillo—. Tomemi tarjeta.

—Voy a triturarlo, proyecto dedetective. Se lo juro.

—Péguele, Marlowe —dijo Soriano

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e hizo un gesto con el puño.—No. Ahora hay que salir de acá —

miró a Wayne—. ¡Hasta la vista,vaquero!

La sala se había convertido en ungallinero donde nadie ponía orden. Lagente corría de un lado a otro buscandola salida, derribaba butacas y todo loque hallaba a su paso. Los policías nopodían hacerse oír y se conformaron conbloquear las puertas. A medida que lagente iba acercándose a la salida erallevada a una sala contigua. Marlowemiró hacia el escenario y vio a Chaplinacurrucado en un rincón. Estabadespeinado y tenía miedo.

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—¡Sígame! —gritó a Soriano.Abriéndose paso entre la gente

llegaron al escenario y subieron. Eldetective se acercó a Chaplin. Unhombre rubio, corpulento como unropero, lo apartó de un empellón.

—¿Adónde cree que va? —vociferó.Marlowe lo estudió, miró a Soriano. Elargentino sacó su revólver y apuntó.

—Quieto —dijo Marlowe—; elgordo está caliente hoy. Acérquese,amigo.

El ropero avanzó con los brazospegados al cuerpo y el mentón echadohacia adelante, como preparándolo parauna paliza. El detective le pegó en la

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mandíbula. Fue un golpe justo, preciso.El ropero vaciló, pero sus ojos dijeronque eso no era bastante para un hombrecomo él. Soriano dio un paso al frente yle pegó en la nariz. El mueble levantó unbrazo para devolver el golpe, peroMarlowe le pegó otra vez en el mentón.Cayó sobre el escenario y por el ruidoque hizo se diría que había roto veintetablas del piso.

—Le dije que no le pegue a unhombre indefenso —protestó Marlowe.

—¿Ah sí? —contestó el argentino—.¿Qué hizo usted cuando yo le estabaapuntando?

—Oiga, no empiece. Mejor

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hablamos con este caballero —señaló aChaplin, que miraba como si esperara suturno para entrar en el degolladero.Marlowe se acercó—. Encantado —dijo, y extendió su mano—. Soy PhilipMarlowe, detective privado. Éste es unamigo argentino. ¡Ah, ustedes ya seconocen!

—Sí —respondió Chaplin sinestrechar la mano del detective—. Entróen mi habitación y quiso golpearme.

—No puedo creerlo, él no le pegaríaa un enano.

—¿Qué quiere decir? —preguntóChaplin, molesto.

—Nada. Que es un tipo pacífico.

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—Matones —contestó el cómico—.Pude ver lo que hicieron aquí. Hanarruinado la fiesta, me han puesto enridículo. Cualquiera se hace famoso acosta mía.

—Mire, señor —dijo Marlowe, muyserio—, yo tenía un asunto pendientecon este vaquero barato y debíaacariciarlo un poco, aquí o en elinfierno. El señor Soriano queríaconversar con usted y no pudo hacerloporque es algo torpe con el inglés. Todoeso provocó alguna confusión, loadmito, pero no creo que haya queexagerar.

—Ustedes golpearon a mis guardias

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y me maltrataron. ¡Voy a destruirlos!—¿Usted también? —preguntó en

inglés, y agregó en español—: No nosquieren aquí, Soriano.

—No nos quieren en ninguna parte—respondió el periodista—, hay quecambiar de aire.

—Escuche, señor Chaplin —Marlowe se inclinó hacia adelante,comprensivo—, admito que usted noesté contento con la fiesta. Losamericanos somos muy desagradecidos,pero ahora vamos a salir a tomar aire yusted vendrá con nosotros.

—¿Es un secuestro?—A medias. Yo tengo una pistola y

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mi compañero un revólver. Saldremosde aquí juntos, como buenos amigos.Una vez afuera queremos charlar conusted media hora. Eso es todo.

—No voy a salir con ustedes —protestó el actor—; creo que van achantajearme.

—¡Mire, payaso! —dijo Marlowe,furioso—. ¡Levántese y mueva suesqueleto! Si dice algo a los policías lodejo seco ahí mismo. No estamosbromeando. A cualquier preguntaconteste que somos sus guardaespaldas.¡Vamos, camine!

Chaplin se levantó. Marlowe caminóadelante del actor y Soriano cerraba la

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fila. El detective sacó su pistola y fueapartando gente con los codos y lasmanos. Jane Fonda se acercó a ellos.

—¿Le gustó la fiesta, señor Chaplin?—preguntó—. Hollywood no era tancomplicado en su tiempo, ¿verdad?

—No —contestó el cómico.—Hollywood no existe ya —dijo la

Fonda levantando los hombros—; sóloquedan algunos viejos, un puñado dematones y algunos hippies. Se terminó lafarsa.

Besó al viejo en la mejilla y luegomiró a Soriano.

—¿De dónde sacó allatinoamericano?

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—Me está secuestrando —dijoChaplin.

—¡Qué divertido! —contestó ella yse perdió entre la gente.

Avanzaron. Al llegar a la puerta,Marlowe se acercó a un teniente depolicía y se identificó.

—Nos llevamos al señor Chaplin —dijo—, su salud no resiste estasdemostraciones y tiene dolor de muelas.

—Está bien —dijo el oficial—.Ojalá pudiera firmarme un autógrafo.

—Lo siento, teniente —dijoMarlowe—. Es un hombre difícil.

Pasaron al salón contiguo. Sorianohabía puesto una mano sobre el hombro

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del actor y lo guiaba a través del recintodonde la concurrencia fumaba ycomentaba lo sucedido. Recorrieronvarios pasillos, preguntaron por lasalida y llegaron a la calle. Era unanoche tibia y algunos relámpagos lailuminaban. Marlowe llamó un taxi. Diola dirección de su casa y pidió al choferque diera un rodeo por la ruta de lascolinas.

Durante el viaje los dos amigoshablaron en castellano. Habían sentado aChaplin entre ambos.

—Tendrá que hablarle rápido,

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compañero —dijo Marlowe—; aunqueno lo parezca, esto es un secuestro y enCalifornia se puede ir a la cárcel paratoda la vida por eso.

—No es un secuestro —replicóSoriano—; lo invitamos a tomar un caféy luego podrá irse.

—¿Y si después hace la denuncia?—Podemos probar que no hubo

violencia —respondió el argentino.—¿Ah, sí? —preguntó Marlowe con

tono burlón—. ¿Qué dirá usted cuandodeclaren los tipos que nos vieronarmados? ¿O cuando Jane Fonda digaque lo escuchó hablar de secuestro?

—Pare, compañero —Soriano

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cambió el tono de voz, que se hizoinseguro—. ¿Lo dice en serio?

—Claro. No estoy jugando.—Ustedes son criminales. ¿Adónde

me llevan? —preguntó Chaplin.El chofer negro manejaba con calma.

Pasó por Bel Air, subió por una suavecolina rodeada de árboles y enfiló haciael Norte. Chaplin golpeó el vidrio. Elnegro miró por el espejo, dio vuelta lacabeza y abrió la ventanilla deseparación.

—Dígame —habló mecánicamente.—Estos hombres me han secuestrado

—dijo el actor con voz temblorosa—;haga algo. Soy Charles Chaplin.

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—¿Sí? —el chofer parecía divertido—. Yo soy Luther King y predico en losratos libres.

Soriano, que había entendido, lanzóuna carcajada. Marlowe golpeó elhombro de Chaplin con el puño y dijo eninglés:

—Oiga, Chaplin, el whisky era muyfuerte allí, ¿eh?

El chofer rió.—Hoy es el día de los locos —dijo

—; por la tarde llevé a un tipo que dijoser Frank Sinatra. Será mejor que mevaya a dormir pronto. Mi mujer se enojasi le voy con estos cuentos. Ella trabajaen una fábrica de salchichas y no ve...

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—¡Esto es cierto! —gritó Chaplin—. ¡Cuidado!

La sonrisa se borró de la cara delnegro. Un De Soto azul se cruzó delantedel taxi y frenó bruscamente. El negrogiró el volante de un golpe y apretó losfrenos, pero no pudo evitar el choquecon el guardabarros del otro auto. Treshombres habían saltado al camino. Lasametralladoras con las que apuntabantenían un metro de largo y los tamboresparecían ruedas de carro. Corrieronhacia el taxi.

—¡Abajo! ¡Vamos! —gritó un matónflaco, alto, que tenía cara de faquir.

Marlowe había sacado la pistola y

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Soriano buscaba su revólver en elbolsillo derecho del pantalón. No lohalló; estaba en el izquierdo.

—No tire —dijo Marlowe—; no sehaga el loco.

—¿Esperan una invitación porcorreo? —dijo otro hombre de caracuadrada y ojos pequeños.

Bajaron con las manos en alto. Elfaquir les quitó las armas. Chaplinpermanecía en el auto. Temblaba ysentía frío. El tercer hombre, que teníaun enorme bigote amarillo, descuidado ymanchado de nicotina, se acercó al auto,pateó la puerta que estaba entreabierta ymetió el caño de la ametralladora por el

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hueco.—Vamos, abuelo —graznó—, sin

hacer chistes.Chaplin lo miró. Su rostro pasó del

temor al enojo.—Están equivocados —dijo con voz

dura—, esto puede costarles caro.El hombre estiró el cuerpo, puso una

mano gigante alrededor del cuello delactor y tiró hacia afuera. Chaplin saliódespedido como una sardina. Cayó encuatro patas sobre el césped húmedo.Dos autos pasaron por la ruta. Uno teníael escape abierto. Un relámpagointerrumpió la oscuridad por un instante.El bosque comenzaba a tres metros de la

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banquina. Era tupido y sombrío. El tipocon cara de faquir retrocedió hacia elfollaje hasta desaparecer entre lassombras. Desde allí apuntaba endirección al grupo.

—¿Qué pasa? —dijo Marlowe—.¿Quién los manda?

—¡Cállate, hijo de puta! —gritó elbigotudo con voz aflautada—. Llévalo alcoche —agregó, dirigiéndose al de lacara cuadrada. Este tomó de un brazo aChaplin, que se había puesto de pie, y loempujó hasta el De Soto. Al volantehabía un hombre pequeño, casi enano,que tenía la cabeza como la pirámide deKeops en cuyo vértice alguien había

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olvidado una gorra de jockey. Erajorobado. Cuando Chaplin entró alasiento trasero, encontró la boca de unaescopeta sobre su frente.

—Disculpe —el jorobado abrió laboca como un tacho de basura—. Tengomala puntería. Los dedos me tiemblan.

El de la cara cuadrada se sentó juntoal actor. Dejó la ametralladora en elpiso. El tambor golpeó a Chaplin en unpie. Con las manos libres, el hombresacó una petaca de whisky del bolsillotrasero del pantalón. La abrió con losdientes y se mandó un trago que dejó labotella por la mitad. El jorobado lomiró, reclamó el whisky. Inclinó la

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pirámide hacia atrás y la llenó dealcohol. Afuera sonó un balazo. Elchofer del taxi había disparado un 32largo y se quedó mirando su obra comosi hubiera cazado un elefante. Asomabala cabeza negra por la ventanilla ysonreía mostrando unos dientes blancosy anchos.

El bigotudo sintió el golpe en elpecho. El metro de ametralladora se leresbaló de las manos mientras hacía unocho con las piernas. A Soriano se leocurrió que estaba borracho y bailaba untango. Lo miró sin bajar las manos. Eltipo se puso pálido y cayó haciaadelante en brazos de Marlowe, que

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trató de tomar el arma. La sangreensució las manos del detective y laametralladora casi se le escurrió entrelos dedos. Se fue al suelo junto almuerto. Desde la sombra del bosquesalió un fuego azul y el cristal del taxiestalló. El negro no gritó, pero alcanzó aabrir la puerta y cayó de costado sobreel asfalto. Soriano hizo cuerpo a tierra.Marlowe no había apuntado todavía laametralladora, pero apretó el gatillo ydisparó en dirección al bosque. Elfaquir había desaparecido. Una lluvia dehojas molidas como papel picado cayósobre el camino. El cara cuadrada saltódel auto y se ocultó tras un

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guardabarros. Desde el volante del DeSoto, el jorobado apuntó la escopetahacia Marlowe que seguía en el suelo.El disparo fue un trueno encerrado queensordeció a Chaplin.

Marlowe se arrastró hacia la coladel taxi. Estaba apenas a seis metros delDe Soto. No quiso disparar para noherir a Chaplin. Soriano siguió apretadocontra el piso y no se movió. El caracuadrada disparó con una pistolaautomática. La ametralladora habíaquedado en el piso del auto, sobre lospies de Chaplin. Dos balas picaroncerca de Soriano, que estaba tanasustado como una liebre. Detrás del

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taxi, Marlowe apuntó hacia elguardabarros del De Soto y lo roció deplomo. Hubo un silencio. Los pájarosgritaron desde el bosque.

—¡Raje cuando lo cubra! —dijoMarlowe y disparó otra vez.

Soriano se arrastró hasta llegar juntoa él.

—¡La puta! —dijo—. ¿En qué nosmetimos?

Marlowe no contestó. Desde el DeSoto salió otra perdigonada de escopeta.El detective sintió un calor en el brazoderecho y perdió el arma que cayó alsuelo. Se tomó el brazo y lo apretó.

—Me dieron —dijo en voz baja—;

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agarre la ametralladora y haga ruido devez en cuando.

Soriano la levantó. Pesaba más queuna máquina de escribir. Apoyó el cañosobre el baúl del taxi. Desde el bosquesalió una ráfaga que duró medio minuto.Cuando terminó, Marlowe asomó lacabeza.

—El hijo de puta está bienescondido. No lo vamos a sacar ni conuna granada.

Soriano apretó el gatillo y elculatazo lo hizo trastabillar. Cayeronmás hojas molidas.

—¡Salgan! —gritó el cara cuadrada.Hubo un silencio.

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—Si salimos no vamos a dormir encasa esta noche —dijo Marlowe—.Haga ruido.

El argentino tiró hacia el De Soto,cuidando de apuntar lejos de la cabina.Algunas balas rebotaron y golpearon enel capó del taxi. El olor era penetrante.Soriano estornudó.

—¿Qué le pasa? —preguntóMarlowe—. ¿Se resfrió?

—No —respondió Soriano—; tengoalergia por el olor de la pólvora.

—¡No sean boludos, salgan! —gritóel jorobado.

Como no hubo respuesta, tiró otravez. Estaban destrozando el taxi.

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—¡Mire! —alertó Marlowe y señalóel bosque. El faquir corría agachadoentre los árboles para tomar de espaldasal detective y a su compañero. Sorianolo vio una vez y nada más. Apuntó dosmetros delante de la silueta y tiró.Algunas balas picaron en la tierra, otrasen los árboles. Se escuchó un grito.Luego otro. El faquir salió del bosquecomo si alguien hubiera tocado timbre.Tropezó. Iba a caer hacia adelante, peroSoriano disparó otra vez durante veintesegundos. El impacto levantó al hombreen el aire y lo arrojó de espaldas.

—¡Lo cagué! —gritó el argentino.Miró a Marlowe. El De Soto donde

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estaba Chaplin se puso en marcha,arrancó de culata y luego salió a granvelocidad. El cara cuadrada intentóabrir una puerta del auto a la carrera,pero resbaló y cayó sobre el pavimento.

—¡Allá! —señaló Marlowe.Soriano tiró, pero el hombre alcanzó

a refugiarse en una alcantarilla.—Tranquilo —dijo Marlowe—,

déjelo ir.Soriano bajó la ametralladora. Fue

hacia el bosque y se paró ante el cuerpodel faquir. El muerto tenía cara desorpresa. Soriano se inclinó y lo miró.Los ojos estaban abiertos y no se lesveía el color a causa de la oscuridad.

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—No lo toque —dijo Marlowe—;podría dejarle las huellas.

Se agachó y con cuidado recuperólas armas que el faquir les habíaquitado.

La noche se había vueltorepentinamente más negra y unas gotasde lluvia empezaban a caer. Soriano sepuso a llorar. El detective pasó su brazosano sobre los hombros del gordo.Había tres hombres muertos y dos queempezaban a sentir la lluvia. Con vozqueda, entrecortada, Soriano dijo:

—¿Le curo la herida, detective? —respiró hondo—. Esta noche me sientomal.

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Marlowe tenía el rostro duro y lasarrugas le asomaban como cicatrices. Unmechón de pelo gris le tapaba parte dela cara. Miró a su amigo.

—No —dijo—, es un rasguño. ¿Quéle parece si damos un paseo?

—Me gusta la lluvia —balbuceóSoriano, y las lágrimas le entraron en laboca—. Es fresca... me hace recordar...

—Ya me lo contó —dijo Marlowe ysacó un cigarrillo—. Vamos.

Caminaban por la banquina, endirección contraria al sentido deltránsito. Cada tanto pasaba un auto a

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gran velocidad y el ruido tardaba enperderse entre los cerros. La noche eracálida y la luna había desaparecido,tapada por las nubes negras. La lluviacaía suave pero densa. Los dos hombresse habían levantado los cuellos de sussacos. Soriano miraba las borrosasmontañas que se perdían entre laoscuridad y las nubes. Marlowe tenía elpelo bañado y lo apartaba cuando caíasobre su cara. A Soriano, el agua se ledeslizaba fácilmente sobre el escasopelo y le empapaba la camisa. En lamano derecha llevaba la ametralladoraapuntando hacia el suelo. El detectivehabía puesto la mano izquierda en el

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bolsillo y la otra sobre el pecho, comoNapoleón. El saco estaba roto en lamanga derecha. De sus labios colgabaun cigarrillo apagado. Habían dejadoatrás el taxi y a tres muertos. Nadie sedetenía a curiosear.

—¿Se la lleva de recuerdo? —preguntó Marlowe, y miró laametralladora.

—¿Qué? —Soriano caminabaensimismado, con los ojos fijos en elhorizonte. Siguió la mirada del detectivey comprendió—. Ah, sí... No sé quéhacer con ella. ¿La dejo?

—Tírela en el bosque, pero anteslimpie las huellas con el pañuelo.

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—¿Y las que dejamos en el taxi?—En un taxi viajan cientos de

personas por día —dijo Marlowe, convoz dura—. La policía no investiga tantoaquí.

—Tiene razón.Soriano sacó un pañuelo arrugado y

lo pasó por toda el arma, como si laestuviera lustrando. Marlowe observabacurioso.

—En el bosque —repitió.Soriano corrió hasta el bosque, entró

un par de metros y tiró la ametralladoraentre un pastizal. Antes de guardar elpañuelo se lo pasó por la cara, loescurrió y se lo puso en el bolsillo del

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pantalón. Encendió un cigarrillo y tiró elfósforo entre los yuyos.

—Podrían acusarnos de quemarbosques —dijo, secamente.

Marlowe no contestó.

Llegaron a un camino secundario, detierra, que estaba convertido en unlodazal. Se arremangaron los pantalonesy empezaron a caminar por él. Treshoras más tarde la lluvia seguíacayendo. Estaban empapados, peroseguían adelante. La marcha se hacíadifícil. Subían y bajaban porondulaciones suaves. La noche era tan

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negra que no veían el camino ytropezaban constantemente. Hacía doshoras que no pronunciaban una palabra.Se quedaron sin cigarrillos. Sorianohabía juntado las colillas en un bolsillo,pero las guardaba para más adelante.Ignoraban adónde llevaba el camino.Cada tanto un relámpago iluminaba elcielo y Soriano aprovechaba para miraralrededor. Luego esperaba ansioso otrogolpe de luz. Marlowe iba con la miradafija, pero no parecía pensar. Teníanhambre, pero eso era lo último que elargentino había dicho dos horas atrás. Elúnico sonido era un suave picoteo de lalluvia sobre la tierra y algún trueno. El

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camino se internaba en el bosque.Soriano creyó ver fuego a lo lejos. Unrelámpago disolvió la imagen.

—Hippies —dijo Marlowe, en vozbaja.

Soriano miró a su compañero, sacódos colillas del bolsillo y las encendió.Le pasó una al detective.

—¿Nos darán bola? —preguntó.—No sé —respondió Marlowe—,

supongo que sí. Tendrán café.Se escuchaba el rasguido de una

guitarra. No había voces, pero sí unamelodía suave. Marlowe miró su reloj.Eran las cinco de la mañana. Cruzaronel campo y se aproximaron al lugar

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donde veían el fuego. La guitarra cesó.Se acercaron al grupo. Cuatromuchachos y dos chicas rodeaban unfuego vivo donde hervía una cafeteragolpeada y sucia de tizne. Uno de losjóvenes sostenía la guitarra. Los reciénllegados se pararon frente a ellos. Unadocena de ojos los escrutaron sinviolencia, sin amor, sin nada. Loshippies estaban sucios, barbudos,abrigados con ponchos indios unos, consacos rotos los otros. Uno era negro. Lasdos muchachas, rubias; una parecíadelgada y frágil y la otra una estrella decine desteñida y rebelde.

—¿Hay café? —preguntó Marlowe.

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Alguien sacó la cafetera del fuego ysirvió en un par de latas de conserva sinmanija. Marlowe y Soriano se sentarony bebieron rápidamente un café que erafuerte. Se sacaron los zapatos yarrimaron los pies embarrados al fuego.Una lona cubría parte de la reunión,aunque entre los árboles no penetrabansino algunas gotas. A medida que latierra se secaba, Marlowe y Soriano laarrancaban de sus piernas con una rama.

—Quítense los pantalones —dijo elnegro, que estaba tendido de espaldas yacariciaba el cabello de una joven flaca.

Se los sacaron y los arrimaron alfuego. Marlowe se quitó el saco. La

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joven desteñida lo miró. Buscó un trozode camisa y limpió el brazo herido deldetective con agua caliente. Luego lovendó con fuerza. Uno de los muchachosabrió un paquete de Marlboro. Fumarontodos menos uno, que había empezado atocar otra vez la guitarra. Los reciénllegados se sintieron bien. Sorianopensó que era la primera vez que alguienles tendía la mano sin preguntar nada. Serecostaron en el pasto. Estaban cansadosy tenían sueño. Alguien les puso un parde galletas duras y sin gusto al alcancede las manos. Comieron acostados.

Soriano sintió que una mano pasabasobre su cabeza. Levantó la vista y vio a

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la chica flaca que lo tocaba sin mirarlo.Sonrió y se durmió lentamente. Eldetective miraba a su compañero y a larubia. La pistola le molestaba y la dejóen el suelo. Tenía frío y se puso el saco.Cerró los ojos. Soñó algo que luego norecordaría. Empezó a amanecer fueradel bosque. Un ruido despertó aMarlowe, que instintivamente tomó elarma. A dos metros, Soriano y lamuchacha flaca estaban abrazados. Sehabían quitado la ropa y hacían un ruidoleve, inútilmente furtivo. El negro estabatirado contra un árbol y armaba uncigarrillo. Miraba el bosque. Por fin,cruzó sus ojos con los del detective.

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Marlowe cerró otra vez los párpados.Sonrió, pero en el estómago tenía unpeso extraño. Se levantó. El negro lepasó el cigarrillo. El detective aspiró unpar de pitadas y lo devolvió. Fumaronen silencio; miraban el fuego. Marlowesintió que ni las piernas ni los brazos lerespondían. Vio al negro con alas demurciélago. Percibió una caída en latensión de los músculos y vagamentepensó en morir. Se tocó la cara. Unpaisaje vasto y desolado lo absorbía.Sus ojos asomaban en medio de esedesierto y no podían ver sino al negrocon alas de murciélago. Marlowe sesintió inmóvil, duro, salvaje, terrible,

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pero inútil. Soriano se acercó a él. Lovio caído sobre la tierra, encalzoncillos, aunque con el saco puesto.

—Hola, amigo —dijo el detective,con voz pastosa—. Todavía estoy vivo.

Por la mañana se levantó un viento frío yseco que parecía surgir de los pasos delas montañas. Se filtraba entre losárboles del bosque y traía olor a barro.

Todos se despertaronalternativamente y se refugiaron tras lostroncos más gruesos. Pasado elmediodía, la joven flaca se levantó,encendió el fuego y preparó café para

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todos. Los fue despertando de a uno, ensilencio. El viento silbaba entre lasramas, pero casi no llegaba amolestarlos en el lugar en que estaban.Marlowe se incorporó lentamente, estirósus músculos y los sintió débiles. Laspiernas no le respondieron como élhubiera querido. Pidió un cigarrillo y seaproximó al fuego. El negro se acercó yle devolvió la pistola. Se quedó mirandolos ojos del detective. Le sostuvo lamirada durante varios segundos y luegotomó café a grandes sorbos. Sorianotenía sueño y estaba cansado. Le dolíanlas piernas y la espalda por la caminatay por haber dormido en el suelo. Sonrió

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y dijo a Marlowe, en castellano:—Me parece mentira, pero no soñé

nada. Ni siquiera tuve pesadillas. Creoque no entiendo lo que pasó.

El detective lo miró. Sus ojosparecían enterrados en un abismo negro.

—Se cargó a un tipo. Tiene que irse.—¿Irme? —Soriano se puso serio y

un estremecimiento lo recorrió. Agregó—: Rajar, ¿eso quiere decir?

Marlowe tomó un sorbo de café ypitó el cigarrillo. Dos hippies seinternaron en el bosque y los otrosestaban en silencio. Parecía que nohabían hablado jamás.

—¿Cree que esto se arregla

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durmiendo tranquilo? —dijo Marlowe.—No creo nada. Lamento haberlo

metido en un lío.—No me metió en nada. Los dos

estábamos en un apuro y usted lo arreglóde la mejor manera. La vida es así.

—¿La vida? Su vida, detective. Esla primera vez que yo disparo un tiro.Eso era común para usted en una época.Entonces andaba con plata en elbolsillo, ¿no?

Marlowe no contestó. Al ratoagregó, en voz baja:

—Lo haré salir hacia México.Todavía tengo amigos que puedenarreglar estas cosas.

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—¿Y usted?—Yo, ¿qué?—¿Qué hará?—No sé. Es posible que no se

descubra nada.—Entonces yo tampoco me rajo. Me

iré a fin de semana con mi pasaje.—Boludo, ¿eh? —dijo Marlowe.—Sólo que me quedo con usted.—Mire, amigo —Marlowe se enojó

—, si ese viejo carcamán no aparecetendremos a toda la policía encima.Además, alguien tiene que darle decomer al gato.

Soriano dejó la lata con la que habíatomado café. Dijo:

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—Adelgacé como cinco kilos desdeque estoy acá. El gato puede esperar.Terminemos la discusión.

—Muy bien. Entonces podemospasar unas vacaciones en Bay City. Alláhay gente que no se conmueve por el soly pasa semanas en un sótano.

—¿Y cómo vamos a llegar?Marlowe miró al joven que la noche

anterior había tocado la guitarra. Sepuso en cuclillas junto a él.

—¿Pasa alguien por ese camino? —señaló la ruta de tierra por la que habíanllegado. El hippie frunció la trompa.

—Casi nunca. —Suavizó la voz yseñaló una montaña a un kilómetro—. Si

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cruzan ese cerro encontrarán la vía deltren. Pasa despacio y se puede saltar.¿Están rajando?

—No. —El detective se puso de pie—. Mamá está enferma y queremosllegar pronto.

El hippie levantó la vista.—¿Por qué tan agresivo? Le hice

una pregunta y si no le gustó no debiócontestarme.

Marlowe se detuvo.—Estoy viejo, ¿sabe? He pasado la

vida preguntando y me olvidé de cómose responde.

El muchacho lo miró. Marlowecaminó hasta donde estaba Soriano.

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—Prepárese —dijo—, tomaremos eltren.

—Ajá. —Soriano sonrió—. ¿Yasacó los boletos?

—La boletería está detrás de aquelcerro. Mejor nos apuramos.

Esperaron el regreso de todos losjóvenes. Uno de ellos les dio un atadode cigarrillos. Se tendieron las manos yMarlowe agradeció sin una sonrisa. Alas dos de la tarde cruzaron el camino yentraron en pleno campo. Los pastosestaban todavía mojados y el vientoseguía rugiendo. El cerro parecíacercano y la cumbre tendría unosdoscientos metros. A las cuatro

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comenzaron a ascender. La ladera no eramuy escarpada, pero las piedrasdificultaban el paso. Varias veces sesentaron a descansar. El viento les hacíaentrecerrar los ojos. Caminaron el restode la tarde. A las ocho de la nochevieron los rieles. Fueron hasta la partemás cercana de la curva y se sentaron afumar. No hablaron. A las nueve y treintay cinco divisaron la luz del tren.

—Esté listo —advirtió Marlowe—,vamos a saltar sobre el techo. Despuésveremos.

Esperaron de pie. La locomotoradisminuyó la marcha, pero no tantocomo el detective esperaba.

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—¡Tírese de panza sobre la puntadel vagón! —gritó el detective.

Soriano dijo que sí. Saltaron.Llevaban las armas en las manos para noperderlas. Al golpear sobre el techo delvagón, a Soriano se le escapó un tiro.Marlowe avanzó agachado y saltó alcoche donde estaba su compañero. Eltren tomó velocidad otra vez. Se tiraronsobre el techo. El viento era una furiahelada.

Estirados, muy juntos, con las manos seaferraban al borde del coche. Era unvagón de pasajeros, brillante en los

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costados y mugriento en la superficieexterior del techo. El viento zumbabasobre sus cabezas y producía un ruidoensordecedor. Miraban el horizontenegro. Alguna luz aparecía como unainstancia curiosa y los distraía hasta queel tren la dejaba atrás. A veces semiraban las caras. En ellas no había otraexpresión que la del esfuerzo pormantenerse adheridos a la superficiepara no ser arrancados por el viento.Cuando el tren se detuvo en la estaciónde un pueblo pequeño, bajaron sobre lostopes que separaban los coches.

—No doy más —dijo Soriano—,estoy acalambrado.

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—Entremos —replicó Marlowe.Saltaron a tierra y subieron al tren.

Se encerraron en un baño, se alisaronlas ropas y el pelo con las manos ysalieron al pasillo. Pasaron a un vagón yse sentaron. Frente a ellos, unmatrimonio que aparentaba sesenta añostediosos viajaba en silencio. La mujertenía el pelo teñido de gris y el hombremiraba con dureza tras unos diminutoslentes. Marlowe sacó el atado decigarrillos y le pasó uno a sucompañero.

—¿Adónde vamos? —preguntóSoriano.

—No sé —respondió Marlowe—,

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tal vez a Las Vegas.—Eso está lejos de Bay City, ¿eh?—Muy lejos.La mujer del asiento próximo los

miraba, divertida. Habló en castellano:—Perdón, señores: ¿por casualidad

ustedes son argentinos?—Él, señora —respondió el

detective, con una sonrisa fría—, yo notengo el honor.

—¡Ah! ¡El señor! —gritó la mujer,mientras se tomaba la cara con ambasmanos—. ¡Argentino! ¡Yo soycordobesa!

Soriano la miró. En ese momento loúltimo que hubiera querido encontrar era

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a un argentino.—¡Mi marido es porteño! —lo

señaló con un dedo.Dos argentinos. Soriano se puso muy

serio. Parecía un perro sorprendidomientras robaba la carne al dueño.

—Qué bien —dijo desganado—,qué casualidad.

—¿Usted de dónde es? —preguntóel hombre, con desconfianza.

—De Buenos Aires —dijo Soriano—, no soy porteño, pero vivo allá.

—¡Qué maravilla! —aulló la mujer—. ¿Se está divirtiendo?

—Mucho, señora —terció Marlowe—, los argentinos son muy divertidos.

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Más aún si están juntos. Los dejocharlar, mientras tomo una copa en elbar.

Se levantó. Soriano lo miró conhorror. El detective saludó y se fue porel pasillo.

—¿Qué le pasó a su amigo en elbrazo? Parecía herido —preguntó elhombre.

—Nada —respondió Soriano.—Sin embargo —insistió el porteño

—, estaba lastimado.Miraba con gesto desconfiado. Sus

ojos eran pequeños y fríos. Acercó surostro al de Soriano en actitud cómplice.

—¿Es yanqui? —hizo un guiño.

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—Sí, muy buen tipo.—Se la dieron —agregó el hombre,

solemne—. Tenía sangre en el saco.Soriano levantó la vista. Estaba en

guardia.—No. Se lastimó en el pueblo, en

una doma.—¿En una doma?—Sí.—¿Con el saco puesto? —el hombre

levantó las cejas.—Los yanquis son muy raros. Quiso

frenar el caballo y se enganchó. Nosdivertimos mucho.

—Claro —dijo el hombre.Hubo un silencio prolongado. La

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mujer lo quebró.—Tiene los pies muy sucios de

barro —indicó el pantalón y los zapatosde Soriano.

—Estuvo lloviendo —dijo elperiodista y sonrió.

Los otros seguían serios.—¿Cuánto hace que anda por acá?

—dijo ella.—Dos semanas, más o menos —

respondió Soriano.—¿Qué hace? —preguntó el

porteño.—Paseo.—Ajá —asintió el hombre—. ¿Son

artistas?

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—No. —Soriano se puso nervioso—. No, yo soy periodista y mi amigo...él es domador.

—Ajá —repitió el viejo; luego bajóla voz—. Vi su show por la televisión.

Soriano se quedó frío.—¿Qué show? —preguntó por fin.—El de los Oscars. Las peleas.

Buen programa. Fuera de lo común. Losdiarios dicen que fue improvisado.

—¡Ah, sí! —sonrió—. Fueimprovisado. Una sorpresa. Hay queinnovar.

—Claro —dijo el hombre—.Lástima lo de Carlitas Chaplin.¿También fue improvisado?

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Soriano se puso tenso. Miró alhombre.

—¿Por qué? —preguntó.—Ustedes se lo llevaron. Los vio

todo el mundo.—Era parte del show —replicó

Soriano, arrastrando la voz.—¿Sí? —el porteño se puso de pie

—. Los diarios dicen que la policía losanda buscando.

Puso su cuerpo frente al de Soriano,cerrándole el paso. Gritó:

—¡Policía! —luego repitió el gritoen inglés.

—¡Viejo alcahuete! —dijo Soriano,y se levantó de un salto—. ¡Argentino

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hijo de puta!Dio un empellón al hombre y salió al

pasillo. La gente se puso de pie.—¡Al ladrón! —gritó una gorda que

nunca había tenido expresión en su cara.Soriano corrió. Un par de hombres

saltaron al pasillo e intentarondetenerlo; de un tirón se deshizo deellos. Un muchacho con uniforme desoldado le dio un empellón y lo tirósobre una pareja joven. Estaba rodeado.Tenía el rostro desencajado. Sacó surevólver del bolsillo del pantalón.

—¡Quietos! —gritó.El soldado quedó paralizado.

Soriano se levantó. Apuntó a la cabeza

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de una vieja y la empujó. Alguien lotomó de atrás y le hizo un torniquete conel brazo. El soldado le saltó encima y lequitó el arma. Un hombre grande comoun álamo le pegó en la cara. Sorianocayó al suelo. La gente empezó a darlepatadas. Un policía de rostro angulosoapareció en la puerta. Soriano gritaba dedolor y la gente de rabia, de miedo. Elpolicía apartó a los agresores. Gritó másfuerte que ellos, con esa voz que tienenlos perros callejeros. Los zamarreó ylogró silencio por un momento.

—¡Es el tipo de la televisión! —gritó en inglés el viejo argentino—. ¡Elsecuestrador!

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—¡Tenía un revólver! —bramó otrohombre y entregó el arma al policía.

—A ver, amigo —dijo el agente—,levántese y explique.

Soriano se puso de pie.—No hablo inglés —dijo en inglés.—¿Ah, no? —el policía gruñó—.

Entonces venga conmigo.Lo empujó a través del vagón. La

gente sonreía. El porteño aplaudió. Lamano del guardia era una tenaza en tornodel brazo del argentino. Cruzaron variosvagones en dirección a la sala delguarda. Al pasar por el bar, Soriano vioa Marlowe sentado a una mesa, solo;había terminado de tomar un whisky. No

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se saludaron. El policía empujó aSoriano dentro del escritorio del guarda.

—Bueno —dijo—, a cantar.Marlowe pagó y se levantó. Pidió

permiso a la gente que se habíaamontonado contra la puerta que elguarda trataba de cerrar desde suescritorio. Alcanzó a ver cómo sucompañero era empujado contra unasilla. La puerta se cerró. El detectiveencendió un cigarrillo. Sintió que pisabaun pie y se disculpó con una sonrisa fría.Buscó en un bolsillo del saco. En sumano izquierda apareció la pistola.Abrió la puerta y la cerró tras de sí.Levantó el arma.

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—Sin moverse, agente —dijo,sereno.

Soriano se puso de pie. Metió lamano en la chaqueta del policía yrecuperó su revólver. Apuntó al guarda.

—Levanten las manos y póngansecontra la pared —dijo Marlowe, y echóllave a la puerta.

Luego se acercó y quitó el revólverde la cartuchera del policía.

—Estamos en un lío serio —dijo,dirigiéndose a Soriano—. Somosfamosos.

Soriano lo miró sin contestar. Eldetective se acercó al policía y le pegócon la pistola en la cabeza. Soriano iba

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a hacer lo mismo con el guarda, pero eldetective lo detuvo.

—Déjeme a mí —hablabalentamente—, usted tiene la mano muypesada.

Golpeó al empleado del tren. Losdos hombres quedaron tendidos en elpiso. Marlowe se sentó sobre elescritorio.

—Creo que es jaque mate.—¿Nos entregamos? —preguntó el

argentino.—No. A menos que usted quiera ir a

la cárcel por el resto de su vida.—¿Qué hacemos, entonces? —A

Soriano le temblaba la voz.

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—Correr. —Marlowe inclinó lacabeza hacia abajo, pero siguió mirandoa su amigo.

—¿Hasta dónde? —preguntóSoriano.

—No sé. —El detective habló convoz baja, cansada—. Hay que correr.

Soriano puso su cabeza entre lasmanos.

—¿Qué hicimos? Limpié a un tipoque quiso secuestrar a Chaplin, nopueden matarnos por eso.

El tren empezó a detener su marcha.Marlowe se puso de pie, levantó laventanilla e hizo un gesto. El tren frenócon un resoplido y dio un brinco hacia

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atrás. El detective pasó una pierna porla ventanilla. Se detuvo sólo un instante.

—La carrera empieza. ¡Suerte,Soriano!

Saltó a las vías. Muy cerca se veíanlas luces de un pueblo dormido. Elargentino cayó de pie junto al detective.Estaban frente a frente. Soriano seacercó y estrechó a su compañero en unabrazo que duró dos segundos.

—Gracias por todo —dijo.Marlowe le dio con un puño en elantebrazo. Su sonrisa era amarga.

—La historia la hace Chaplin,Soriano. Nosotros estamos solos y elguión nos perjudica.

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Un tren pasó a toda marcha y apagóla voz.

—Sí —dijo Soriano—, es un guiónde mierda.

Empezaron a correr.

Eran dos manchas en la oscuridad,recortadas contra locomotoras negras ysucias, contra los apagados colores delas máquinas eléctricas y sus vagones.Avanzaban entre los rieles y trataban deno meter los pies en alguna trampa entrelos durmientes. El viento había calmado.Dejaron la estación atrás y salieron auna calle desierta. Las casas eran bajas

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y parecían tristes. Caminaron hasta undepósito de Coca-Cola y sándwiches.Soriano se detuvo. Sin decir nada metióel caño del revólver bajo la tapa, junto ala cerradura y la hizo saltar.

Sacó un par de botellas y las abriógolpeando el borde de la tapa contra elfilo de una chapa. Luego rompió unacaja de sándwiches. Tomaron varios.Soriano volcó la tapa del kiosco otravez y siguieron caminando. Comieronlentamente y luego encendieroncigarrillos. Doblaron por una callelateral. A través de cuatro cuadrasprobaron las puertas de todos los cochesestacionados. Por fin, la de un Ford azul

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abrió. Marlowe indicó a su compañeroque subiera y levantó el capó. Sacó unamoneda, la metió en el distribuidor,cambió un cable de lugar y arrancó.Atravesaron el pueblo. Eran las dos dela madrugada. Hallaron la ruta y uncartel señalizador. Marlowe puso elcoche en dirección a Los Ángeles yaceleró a fondo.

Soriano se había quedado quieto,recostado contra la puerta. Tenía lamirada perdida en la ruta y apartaba losojos cada vez que las luces de otrocoche lo encandilaban. Miró a Marlowe.Estaba deprimido. Esa sensación lollenaba de angustia y le advertía su

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soledad. Sintió rabia contra ese hombreque manejaba el auto. Nunca habíanhablado demasiado uno del otro. Pensóen sus días tranquilos en Buenos Aires,pensó también en ese enemigo final, tanobvio como parapetado, en cuyocorazón estaban huyendo parasobrevivir. Le pareció absurdo. Ahora,con la policía detrás, se sentíadeprimido, aunque no temeroso. ¿Quiénera ese hombre que manejaba el auto?Viejo, aniquilado, despreciativo, brutala veces, era de todas maneras el únicocompañero que había conseguido, suúnico contacto con el mundo. Sorianohabía matado a un hombre y aceptaba

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esto como un hecho inevitable. Lecostaba entender que la policía lospersiguiera para mandarlos a la cárcel,pero también le parecía increíble que enel futuro pudiera volver a sentarse anteuna máquina de escribir.

Cuando entraron en Los Ángeles, laciudad estaba tan muerta comoPompeya. En Washington Streetabandonaron el coche y luego decaminar dos cuadras tomaron un taxi.Marlowe le indicó que fuera por YuccaAvenue. Cuando pasó frente a su casa,miró atentamente y ordenó al chofer quediera una vuelta a la manzana. Bajaron ados cuadras de distancia y caminaron

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por la vereda opuesta a la de la casa. Eldetective decidió que no estabavigilada.

—La policía está llena de estúpidos—dijo.

Entraron.Al abrir la puerta, un silencio frío

sacudió a Marlowe. Movió las llaves dela luz, pero las lámparas no seencendieron. El detective gruñó yrecordó que no habían pagado la cuentaa la compañía de electricidad.

Encendió un fósforo y fue hasta lacocina. La llama casi le quemó losdedos. Encendió otro y luego un terceroy del armario sacó una vela chorreada a

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la que le quedaba poca vida. La prendió.Una luz lánguida llenó la habitación desombras extrañas. Los objetos aparecíany desaparecían como si fueran unailusión. El detective puso la vela sobrela mesa del living.

—¿Se baña usted primero? —preguntó.

—Como quiera —dijo Soriano, quese había volcado sobre un sillón.

El detective fue hasta la pequeñacocina y a tientas encendió el calefón.Volvió al living y rompió por la mitad loque quedaba de la vela. Encendió elsegundo pedazo y lo tendió a Soriano. Elargentino se levantó arrastrando el

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cuerpo y fue al baño. Abrió la ducha, sequitó la ropa y entró en la bañadera.Dejó que el agua le corriera por elcuerpo y se quedó inmóvil largo rato.Diez minutos más tarde pensó que seestaba demorando. No escuchaba aMarlowe y supuso que se habíadormido. Se secó, se vistió y salió delbaño sosteniendo la vela que habíapegado sobre la tapa de un frasco dedesodorante. La luz pálida y fija de laotra vela aparecía como una manchaamarilla por la puerta del dormitorio.Soriano entró a la habitación y vio a sucompañero que estaba sentado y tenía lacara entre las manos. La vela estaba en

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el suelo, como si alguien la hubieraabandonado. El argentino levantó su luzy sintió que el silencio de su amigo erauna carga muy pesada para esa casaoscura, que la tragedia lo habíaabrazado por fin y para siempre desdeese cuerpo pequeño, suave, ahorarígido, que el detective había dejadocaer sobre sus piernas. La cabeza delgato colgaba fuera de las rodillas deMarlowe y los ojos estaban abiertos,aunque no tenían color. La cola eracomo el contrapeso de un barrileteabandonado.

Soriano miró a su compañero unlargo rato y advirtió que se diluía en la

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penumbra. Estaba muy quieto. Nada semovía en ese lugar. Por fin, el argentinose acercó y tocó al animal con la puntade los dedos. Luego apretó un hombrode Marlowe y se retiró del dormitorio.En los dedos llevaba todavía unasensación de hielo.

Sacó una botella de whisky y sirviódos vasos. Dejó uno sobre la mesa ytomó el otro de un trago. Marloweapareció en el living y encendió uncigarrillo. No había temblor en susmanos. Bebió el whisky, dejó el vaso yse llevó la vela al baño. Estuvo una horabajo la ducha. Cuando salió, la luzentraba por las ventanas. Se había

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peinado, vestido y afeitado. Fue hasta lahabitación de servicio, tomó una pala, lallevó al jardín y cavó un pozo de mediometro. Por la calle pasaban loscamiones de los proveedores. Regresóal dormitorio y envolvió al gato en unacamisa. Soriano lo seguía de cerca.Marlowe depositó el cuerpo en el hoyo,con cuidado. Sacó la pistola de unbolsillo y la puso encima del gato.

—Basta de muertes —murmuró.Empezó a cerrar la tumba.

La claridad se colaba por las rejillas delas ventanas. Los dos hombres se habían

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dormido: Soriano sobre el diván yMarlowe en un sillón viejo que en unode sus brazos tenía dos manchas de café.La luz se hizo más brillante cuando elsol dio en las ventanas. El detective sedespertó dos veces, sacudido por laspesadillas. Cuando se dormía otra vez,el hilo de las historias se reiniciaba enel lugar exacto en que lo habíainterrumpido al despertarse, como sifuera el siguiente capítulo de una novelabarata. Cuando se despertaba, apenaspor unos segundos, Marlowe sentía lanariz seca y la boca pastosa, pero nolograba vencer la somnolencia paralevantarse a tomar un vaso de agua. Al

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mediodía, el detective despertórepentinamente porque creyó que algohabía saltado sobre sus piernas. Nohabía nada. Sintió, en cambio, que uncalambre empezaba a contraerle losmúsculos y estiró la pierna rápidamente.Cerró otra vez los ojos porque la luz quese filtraba por los postigos erademasiado fuerte para él. Con las manospalpó la ropa hasta encontrar loscigarrillos. Le quedaba uno y loencendió. Soriano roncabapausadamente y tenía los brazoscruzados, como si esperara algo.Marlowe se levantó y sintió que ledolían la espalda, las piernas y la

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cabeza. Se lavó la cara.Encendió la cocina, llenó una

cafetera hasta el borde, la puso en elfuego y esperó con los ojos fijos en lallama. Cuando el café estuvo listo sirviódos tazas grandes y dejó una en la mesa,frente al argentino. Luego se acercó y losacudió de un brazo. Soriano abrió losojos de a poco y miró a su compañero.

—¿Ya vinieron?—Todavía no.El periodista se levantó y fue hasta

el baño. Orinó largamente, se lavó lacara y se miró al espejo. La barba lehabía crecido demasiado y las ojeraseran profundas. Volvió al living y tomó

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el café. Se sintió más despejado. Buscóun par de hojas de papel y escribió unacarta breve, casi ilegible. La dobló, lapuso en un sobre y anotó una dirección.

—¿No hay estampillas?Marlowe negó con la cabeza.—Que pague el destinatario —dijo.Soriano salió a la calle. El sol había

calentado el pavimento. Caminó hasta lasegunda esquina y halló un buzón. Echóla carta. Compró dos atados decigarrillos, encendió uno y caminó deregreso, lentamente. Se detuvo en unkiosco de diarios y revistas. Miró lastapas de los folletines pornográficos.Una muchacha negra le preguntó qué iba

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a llevar. Contestó "nada" en inglés ysonrió. Caminó cinco metros y regresóal kiosco. Compró un diario de lamañana. En la primera página aparecíauna foto de Chaplin que sonreía luego de"la dramática, increíble aventura".Quiso leer pero no entendió. Tiró eldiario en la calle. Llegó a la casa y antesde entrar miró los yuyos verdes, tanaltos que ya alcanzaban las ventanas. Eltrozo de tierra removida estaría prontocubierto por el pasto.

Entró. Marlowe estaba quieto, con lamirada fija en algún punto de la pared.

—Lo lograron —dijo Soriano sinexpresión.

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Marlowe no contestó. El argentino lealcanzó el paquete de cigarrillos. Eldetective lo abrió y con la colilla quetenía entre sus dedos encendió otro.

—¿Juega al ajedrez?—Bueno.El detective se puso de pie, buscó el

tablero y sacó las piezas de una caja decartón. Faltaba el rey blanco. Buscó enel escritorio. Encontró una bala 45 y laparó en el casillero de su rey.

—Apuesto a que le doy mate antesde que lleguen —dijo Marlowe con unasonrisa.

—Tal vez no vengan.—Es posible. Juega usted.

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—No. No tengo ganas.—Está bien. ¿Qué le parece si me

cuenta la historia de Laurel y Hardy?—¿Todavía le interesa?—Sí. Cuénteme lo que sepa. ¿Dónde

reunió los datos?—En las bibliotecas, en los

archivos.—¿Usted cree lo que dicen los

libros?—Antes creía. Ahora no sé. Es fácil

escribir.—Vivieron en esta ciudad. Aquí hay

mucha gente que sabe de ellos. ¿Tomaotro café?

—Bueno.

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—Dígame, Soriano: ¿por qué se ledio por meterse con el gordo y el flaco?

—Los quiero mucho.—¿No tenía otra cosa que hacer?

Durante los días que estuvimos juntosme pregunté quién es usted, qué buscaaquí.

—¿Lo averiguó?—No, pero me gustaría saberlo.

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GÉNESIS YESCRITURA DE

TRISTE, SOLITARIOY FINAL

"El más lejano recuerdo que yo tengo deun relato es el de mi mamá contándomehistorias desopilantes del Gordo y elFlaco, que ahora yo le cuento a mi hijo.Hasta me acuerdo de las imágenes deesas historias, por ejemplo, la delGordo y el Flaco saltando un paredón alhuir. Con el tiempo me he dado cuentade que en casi todas mis novelas alguien

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salta paredones: porque siempre creíque en ello hay una suerte de pequeñaépica; saltar un paredón significasalvarse."

Entrevista con Judith Gociol, LaMaga, 15 de noviembre de 1995

"Desde la época que vivía en Tandilfantaseaba con la idea de escribir unaobra de teatro sobre Laurel y Hardy.Tenía claro cómo terminarla: los actoresy el público debían arrojarse tortas decrema a la cara. Ya en Buenos Aires,una vez que se la conté a un empresario

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teatral, él me dijo: 'Eso no va, Osvaldo.La gente va bien vestida a unespectáculo. Se van a ensuciar la ropa y,peor, me van a dejar la sala hecha undesastre.' Así que renuncié, a ese final ytambién a la obra. Hasta que una nocheque íbamos caminando por Florida conun grupo de amigos, todos borrachos,uno de ellos se puso a recitar un texto enprosa tan hermoso que me impresionó.

Le pregunté de quién era. Mecontestó: '¿No conocés a RaymondChandler?' Y al día siguiente me mandópor un cadete El largo adiós. Asídescubrí a Philip Marlowe."

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Del suplemento especial dePágina/12 al año de la muerte de

Soriano

"Bastante antes de escribir la novela, yoya juntaba material sobre el Gordo y elFlaco. Vos recordarás, porque meconocés bien de aquella época, que yoles contaba en el bar, en la caminata, enel café o en la redacción. Como no teníamodelo narrativo, hablaba de esahistoria y no la escribía: porque nosabía qué hacer. El descubrimiento —ydesde allí se abrió para mí la puerta dela literatura— fue aquel día de 1972 en

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que leí El largo adiós. Hasta ese librotodo para mí era imposible, todo eranebulosa. Fíjate que lo único de lo quehago que sería hoy capaz de reivindicar,como gato panza arriba, son losdiálogos. Que no están mal. Pero enaquel tiempo yo era incapaz de escribirun solo diálogo que fuera creíble; fueChandler quien me abrió ese mundo. Ahíencontré la manera de contar esematerial con que los abrumaba a ustedesen los bares."

Entrevista con Mempo Giardinelli,Purocuento, diciembre de 1988

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"Esto se ha convertido en un pedazo detierra poco habitable. Pocas cosas tienenobjeto para mí: la literatura, antes quenada. Siento a veces que escribir estodo, aunque sea una mierda. No podríavivir sin hacerlo. [...] Dentro de un añotendré treinta y estoy en un callejón sinsalida: periodismo o muerte. Elperiodismo ya no es una necesidad paramí, sino una farsa, pero es lo único quesé hacer. [...] Aunque trabajo muylentamente, es la primera vez que tengoconciencia de estar haciendo una novela.Creo que es irreversible; este engendrosaldrá pronto. [...] En breve te haréllegar el borrador que estoy terminando.

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Dipi [Jorge Di Paola] dice que, por laforma, será un best-seller. Yo desconfío:es un delirio de amigo."

Cartas a Félix Samoilovich enBruselas, 1971-1972

"Desde 1971, Osvaldo nos mostrababorradores; tenía varios comienzos parael libro. Incluso durante un tiempo iba aser simplemente una biografía del Gordoy el Flaco. Después una historia sobreHollywood, y hasta una diatriba contraChaplin. Es decir: él no tenía el tono, notenía la voz narrativa. Después está esa

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historia de cuando su gato se le aparecióen la cocina y le dio la idea de meter aMarlowe. Y digamos que, de algunamanera, ahí se le fue la duda entre loperiodístico y lo novelístico. Yo creotambién que Osvaldo se habíaimpresionado mucho con Manuel Puig,desde el año 69. Tenía una admiración yun conocimiento muy fuerte de la obrade Puig. Mezclado con lo otro que lefascinaba y nos fascinaba a todos en esemomento, que era básicamente Chandler,Hammett y Ross McDonald."

Mempo Giardinelli, en eldocumental Soriano, de Eduardo Montes

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Bradley

"Yo me metí en el texto como personajepara divertirme: después pensabasacarme. Pero cuando empecé a dar aleer a los amigos y vi que funcionaba, lofui dejando para más adelante. Hastaque un día terminé."

De una entrevista inédita conGuillermo Saccomanno

"Durante toda mi infancia y miadolescencia, el Gordo y el Flaco fueron

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mis emblemas. En cambio con Chaplinme pasa que está más allá de lo humano.Y eso lo hace menos simpático. Másgenial pero menos carnal. El Gordo y elFlaco son antihéroes: yo tomaría unlargo café con ellos, me quedaría unanoche entera charlando. Y con Marlowetambién. Con Chaplin, en cambio, esmuy posible que a la segunda horaempezara a contar la plata que tenía, lasmujeres, el éxito."

Entrevista con Pepe Eliaschev,RadioDel Plata, 1993

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"Escribí Triste, solitario y final despuésde muchas dudas y vacilaciones. Quizánunca lo hubiera terminado si Jorge DiPaola, que lo iba leyendo a medida queyo lo escribía y sabe más que yo sobreese libro, no me hubiera alentado yconvencido de que valía la pena.Después, Marcelo Pichon Rivière lohizo publicar en Corregidor. En esetiempo yo tenía la obsesión de Laurel yHardy, esos cómicos que me habíandivertido tanto durante mi infancia y quehabían terminado en la miseria,olvidados por la industria del cine. Porotra parte, había leído a Chandler yestaba enamorado, como todo el mundo,

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del personaje duro y romántico de PhilipMarlowe. Quería escribir algo sobreLaurel y Hardy, pero no sabía por dóndeagarrarlos, cómo entrar en la historia.No se me ocurría que tuvieran algo quever con Marlowe. Yo tuve gatos toda mivida, son mis hermanos, me siguen porla calle, nos comunicamos muyfácilmente, quizá porque como ellos yovivo de noche y como ellos soy muyvago... En ese tiempo vivía en un dosambientes en la calle Mario Bravo, solo,no tenía gato por primera vez en mivida, y estaba muy deprimido porque nole encontraba la vuelta al tema de laurely Hardy. Una noche estaba tirado en la

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cama a las tres de la mañana, en plenoverano, sintiéndome un pobre infeliz,cuando oigo en la cocina un ruido decacerolas que se caían al suelo. Melevanto, voy a ver, despacito, y meencuentro con un enorme gato negro quehabía entrado por la ventana abierta yestaba parado entre las ollas. Yo sólotenía prendida la luz del velador así queestábamos en la penumbra de la cocina yel gato me miraba fijo. Le hablé, meacerqué un poco y él saltó a la ventana,desde donde se quedó mirándome unrato, como diciendo: '¿Qué hacés,boludo, no te das cuenta de que la cosaes evidente?' Una vez que me avivé de

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que era el gato negro (o la gata negra,más bien) de Chandler, que venía adecirme que el único capaz de investigarla historia de Laurel y Hardy era undetective profesional como PhilipMarlowe, dio un salto y se fue. Ahínomás saqué la máquina y empecé aescribir el encuentro de Soriano yMarlowe en el cementerio de ForestLawn. Y no paré hasta que terminé lanovela. Esto puede parecer un chistepara quien no entiende el lenguaje de losgatos, para el que no sepa que sonmediums —teléfonos, como diceCortázar—, pero yo sé muy bien que siTriste, solitario y final existe, es

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gracias a aquel gato."

Entrevista telefónica con MonaMoncalvillo desde París, Humor,

febrero de 1983

"Si alguien me hubiese dicho queapostara por una de mis novelas quepudiese ser llevada al cine, yo habríadicho Triste, solitario y final. En el '74o '75 hubo un primer intento, en laArgentina. Pasó lo mismo después enFrancia y en Italia, pero se llegósiempre a la conclusión de que seríacarísima, por detalles que yo jamás

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había tenido en cuenta. Por ejemplo:para usar a Philip Marlowe hay quepedir los derechos, y con Laurel y Hardypasa igual, hay que lidiar con herederosy agentes. Y ellos no implicaban losproblemas más serios, porque son lospersonajes queribles de la novela. Elproblema era cómo hacer con Chaplin,que en el libro aparece muy antipático.Y no es lo mismo que aparezca alguienllamado Chiplin. Por eso se fueronfrustrando todos los intentos de filmarTriste."

Entrevista con Pacho O'Donnell, enTestimonios, América TV, diciembre de

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1995

"Recuerdo exactamente el momento enque conocí a Osvaldo Soriano. Yoestaba en el Hotel Habana Libre comojurado del Premio Casa de lasAméricas. Todas las obras que teníamoseran una porquería, de lo peor. Y yaestábamos un poco desesperados portener que declarar desierto el concurso.Eran las dos de la mañana cuando abríun original titulado Triste, solitario yfinal. Estaba con seudónimo. En cuantoempecé a leer me di cuenta de que erauna revelación y salí corriendo a

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despertar a los demás jurados... y a losque no eran jurados también. Pero noconseguí convencerlos. Los amigoscubanos consideraban que el libro eratransgresor contra Chaplin y demasiadoa favor del Gordo y el Flaco. Se decidióno darle el premio y yo hice un voto deminoría. A raíz de lo cual el Gordo memandó una carta preguntándome si podíautilizar lo que yo había dicho para Casade las Américas en la primera ediciónque le iban a sacar en Corregidor."

Ariel Dorfman, en el documentalSoriano, de Eduardo Montes Bradley

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"Mi primer viaje al extranjero fueposterior a la publicación de Triste. Nohabía ido nunca a Europa, y en esaépoca todos los periodistas jóvenessoñábamos con ir alguna vez. No sé porqué yo tenía la fantasía de que estaría enEspaña cuando muriera Perón. Dobleerror, porque Perón no iba a morir enEspaña, y yo no iba a cubrir esa noticia.La cuestión es que, en el '73, a los pocosmeses de la salida del libro, en losmingitorios de La Opinión, Timermanme dijo: 'El lunes que viene se va aTurquía.' Había que cubrir lainauguración del puente del Bósforo, enEstambul. Fue un viaje muy loco, con el

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atractivo de que a la vuelta pasaba porRoma. Yo andaba con un par deejemplares del libro recién salidos delhorno, uno de ellos para Osiris Troiani,y el día que se lo di le comenté que seríalindo, en lugar de volver por NuevaYork, que era el tramo obligado, volverpor Los Ángeles, y pasar a ver la tumbadel Flaco, Stan Laurel, y conocer losdemás lugares donde se desarrollaba minovela. Troiani, que era un viejo lobo demar y hablaba muy bien italiano, medice: 'En Italia todo es posible; vamos ala oficina de esta gente, a ver.' Despuésde mucho llorar, como se hace en Italia,alguien que parecía más jefe que los

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demás dijo sí, me puso un papel en elpasaje y me dijo: 'Va a Los Ángeles.'Pero, grave problema: vía Londres.Cuando el avión aterrizó en Inglaterrame bajaron por alguna estúpidaformalidad inglesa, y fue un drama,porque yo no sabía una palabra deinglés. Al tipo del mostrador le tiraba elpasaporte y él me lo devolvía. Hastaque, mirándome con un odio tremendo,me selló el pasaje y pude por fin llegar aLos Ángeles, donde cambió mi suerte,cuando empezó a tallar toda esamitología de Hollywood que yo iba abuscar. Al llegar al cementerio, la tumbade Stan Laurel estaba fuera del circuito

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que se podía visitar. Entonces saqué elejemplar que me quedaba de mi libro, yeso los debe haber conmovido, porquela tapa era una foto en blanco y negrodel Flaco abrazado con el Gordo. Lostipos me dieron un mapa y, cuando loabrí para ubicarme, vi que había unpuntito marcado con lapicera. Caminéhasta ese lugar y ahí estaba la tumba.¡Que no se parecía en nada a ladescripción que yo había hecho en ellibro!"

Entrevista con Santo Biasatti, Elprograma de Santo, TN, septiembre de

1996

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"Decidí no escribir sobre algunas cosasde aquel viaje que fueron muy íntimas yme hicieron sentir feliz. Fui alcementerio de Forest Lawn y visité, undía de llovizna, como en la novela, latumba de Stan Laurel. Sobre ella crecíanalgunas flores y era muy distinta de laque yo había imaginado. Dejé un librosobre el césped, en el lugar dondedescansa el viejo Laurel. Me pareció elúnico homenaje posible en aquelmomento. No pude ir a La Jolla a visitara Chandler, pero imaginé las andanzasde Philip Marlowe cada vez que caminépor Figueroa Street o el Sunset

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Boulevard. La ciudad me pareció uninmenso, fulgurante decorado cuyaleyenda podía recrearse a cinco milkilómetros de allí. Bien o mal, yo lohabía hecho."

"Tribulaciones de un argentino enLA",en Artistas, locos y criminales

"Querido Osvaldo: aquí en mi ranchomeridional he tenido tiempo de ponermeun poco al día en materia de lecturasatrasadas, una vez terminada la serie degripes y otras consecuenciassomasiquiátricas de mi largo viaje

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latinoamericano. Tu libro me llegó justocuando empezaban mis vacacionessureñas, y fue uno de esos regalos queaceleran a fondo cualquierconvalecencia. Apenas terminé deleerlo, me cayeron también una o dosreseñas del libro, y no me sorprendió —dada la inevitable y quizá necesariadeformación de la óptica argentina enmateria de valoración literaria— quelos autores llenaran párrafos y párrafoscon referencias a la desmitificación dela sociedad americana, como se decíaya en la contratapa. Es evidente que enestos tiempos ese aspecto de cualquierlibro pasa a primer plano, pero lo que

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me molestó y me molesta es que eseprimer plano tiende a dejar enpenumbra, cuando no en la sombra, elhecho obvio, hermoso y alentador deque has escrito una excelente novela.Quizás hayan aparecido estudios másconcentrados en el aspecto literario detu libro, que todavía no conozco; ajuzgar por lo que pude ver hasta ahora,se diría que Osvaldo Soriano, lleno deodio hacia el establishment yanqui, sesentó a la máquina y montó una ídemdestinada a denunciarlo y a demolerlo.Pamplinas. Si algún olfato tengo, eseolfato me dice que Osvaldo Soriano,viejo enamorado de una literatura

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norteamericana que también demolía asu manera el sistema pero que no seescribía para eso, e igualmenteenamorado de un cine en el que habitannuestras más melancólicas nostalgias dejuventud, se sentó a la máquina yprodujo una larga, admirable ceremoniade evocación de muertos queridos, y quemientras escribía su libro en algúncuarto con poca luz y mucho humo, Stany Marlowe y Oliver se paseaban ensilencio, mirándolo mirarlos.

Si con eso alcanzo a decirte algo, mesentiré muy feliz. No soy crítico, noentiendo nada de valoracionesanalíticas. Tu libro es para mí ese

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imposible que no puedo impedirmesoñar: una nueva vieja película, unanueva vieja novela de Chandler. Noestoy diciendo que sea un libroanacrónico, sino que es un libro muynuevo y muy nuestro, que cumple elmilagro de convocar antiguas sombrasqueridas. Y después, claro está, todo lootro que tanto subrayan los artículos quehe leído: mostración del horror con aireacondicionado, la abyecta realidad delWatergate way of life, etc.

Te agradezco como lector elincesante, perfecto humor de tu prosa, delas situaciones y los sobreentendidos;sin él tu novela no hubiera tenido

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sentido. Los diálogos, en esa especie detraslatese deliberado pero en el que hasido metiendo tu propio estilo, le dan alrelato su ubicación perfecta y esaverosimilitud de lo absurdo que es elprivilegio de los mejores novelistas,empezando por el mismo Chandler. Yaquí me paro, compañero, porque creohaberte comunicado lo más secreto yevasivo de mis sentimientos frente a tulibro. No era fácil, porque esossentimientos nacen del clima profundodel relato, imposible de precisarracionalmente. Yo también, al doblar laúltima página me he sentido triste,solitario y final. Pero encender otro

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cigarrillo y volver a llenar el vaso eranpequeñas ceremonias reconfortantes,signos de que la vida estaba aún ahí, yque me había dado tiempo a leer unhermoso libro.

Te abraza, Julio."

Carta de Julio Cortázar a Sorianodesde Saignon, agosto de 1973


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