Download - SAGA Y FUGA DE UN SIMBOLO. LA MASCARA.pdf
IV
SEMINARIO
DEL CARNAVAL
ACTAS
Cádiz del 21 al 24 de noviembre de 1990
INDICE
Dinámica del Carnaval Latinoamericano por Paulo Carvalho Neto
El Carnaval de Uruguay por Juan Antonio Iglesias
Murgas: La representación del Carnaval por Gustavo Diverso
El Carnaval de Santiago de Cuba por Rafael R. Brea
Carnaval y creación Lingüística por Pedro Payán Sotomayor.
Saga y fugas de un símbolo: La máscara por Ana Sofía
Pérez-Bustamante Mourier
El Carnaval como lenguaje simbólico del género por Alida Carloni
Franca
La Iglesia gaditana y el Carnaval durante el antiguo régimen. Algunas
aportaciones documentales por Arturo Morgado García
Cádiz: El Carnaval y el amor en una sociedad preindustrial por Julio
Pérez Serrano
Una aproximación al estudio socioantropológico de las mascaradas
invernales en Cantabria por Antonio Montesinos González
La Vinajera: "Una difícil recuperación. Datos para su ubicación en la
tradición carnavalesca" por Angel Vélez Pérez
Los Carnavales de Polaciones por Pedro Madrid
Los Carnavales gallegos de hoy por Federico Cocho
4
SAGA Y FUGAS DE UN SIMBOLO: LA MASCARA
por Ana-Sofía Pérez-Bustamante Mourier
INTRODUCCION
Reflexionar sobre el tema de la máscara es una atractiva osadía, porque no se
trata tan sólo de una palabra con diversas acepciones y con una intrincada etimología, ni
de un objeto con múltiples formas, usos y funciones, sino que, además, se trata de un
símbolo. Y un símbolo es un objeto asequible a la percepción y al entendimiento que
remite a un contenido que escapa a los sentidos y a la racionalización, que pertenece a
otro plano del ser, al misterio de lo espiritual y lo trascendente; esto último, suponiendo
que se crea o se quiera creer en ello, porque no hay símbolo sin que alguien lo capte
como tal. Puesto que todos los símbolos se relacionan entre sí, hablar de la máscara
puede llegar a ser hablar de todo lo visible e invisible, y hacerlo desde todos los puntos
de vista. No me he propuesto yo un objetivo tan sublime, sino, sencillamente, mostrar la
amplitud y la ambigüedad de un símbolo partiendo de la máscara como palabra y como
objeto.
LA “MASCARA” COMO PALABRA: SU ETIMOLOGIA
Resulta curioso que la pluralidad de la máscara afecte, ya de entrada, a la
etimología de la palabra, en la que confluyen tres vocablos de procedencias distintas y,
sin embargo, semánticamente relacionados.
Así, por un lado, “máscara”, con el significado de “careta o disfraz”, procede del
árabe “máshara”: “bufón, payaso, mamarracho, personaje risible", que a su vez deriva
del verbo “sáhir”: “burlarse (de alguien)”.
Por otra parte, esta palabra árabe se mezcló con una antigua raíz europea de
origen incierto: “masca”: “bruja”. Una teoría sobre el origen germánico relaciona el
vocablo con la palabra longobarda “maska”: “red”, que tomaría la acepción de velo
empleado como antifaz, luego la de careta y finalmente la de bruja. La teoría sobre el
origen céltico hace derivar “masca” de la raíz “mask-”: “negro o tiznado”, de donde
vendría “masca”: “bruja= la tiznada”. De la bruja “masca” deriva “mascota” con el
significado de alcahueta y de ramera, y de “mascota” sale el francés “mascotte”:
“amuleto” (nuestro actual “mascota”).
En tercer lugar, se documenta en Europa un verbo “mascarar”: “tiznar”, y un
sustantivo “máscara”: “tizne”, que etimológicamente podrían derivar tanto de la raíz
europea como de la influencia que la palabra árabe ejerció sobre aquélla, y que
semánticamente se emparentan tanto con la “máscara”: “careta”, porque una de las
formas de ocultar el rostro es tiznándolo, como con la “másca”: “bruja”, porque las
brujas gustaban de tiznarse el rostro para sus oficios de tinieblas.
En resumen, la etimología revela la conexión de la máscara con lo oscuro, con la
negrura física (la tizne), con la negrura mental y espiritual (la tontería y la estupidez, la
maldad, los poderes diabólicos), y con la oscuridad social (la marginalidad de los
bufones y brujas). La oscuridad no física manifiesta además dos valoraciones y
5
funciones diferentes: una oscuridad cómica, risible, la del payaso que se ríe y hace reír,
y una oscuridad trágica, aterradora, la de la bruja. Pero ambas funciones y valoraciones
se pueden intercambiar, y así un bufón puede sobrecoger y una bruja, incluso un
demonio, pueden ser causa o de regocijo. La prioridad de estas funciones, hacer reír y
aterrar, no está clara, pues estudiosos como Mircea Eliade y Mijail Bajtin señalan que
entre los pueblos primitivos hay ritos que cuentan con dobletes: una versión seria,
religiosa, capaz de sobrecoger, y otra versión cómica, lúdica, capaz de regocijar. La
misma ambigüedad presenta el juego, que es a la vez, como señala J. Huizinga, un rito
de consagración de otra realidad y un rito de regocijo.
Un ejemplo de la mezcla ambigua que subyace en la máscara lo hallamos en el
genial personaje de Fernando de Rojas: Celestina, bruja y alcahueta, marginada y a la
vez nudo de tantos hilos distintos, nos divierte con sus trucos, zalemas y obscenidades
tanto como nos inquieta con su astuta y sabia maldad. Es una maestra consumada en el
arte de enmascarar y enmascararse. Mucho más recientemente tenemos el ejemplo del
Don Juan (1963) de Gonzalo Torrente Ballester, donde el personaje “Leporello”, criado
del protagonista, es un cruce del gracioso de comedia, del Ciutti zorrillesco, con un
diablo jocoso, humanizado, deudor genérico del Mefistófeles de Fausto.
Un personaje enmascarado de la mitología etrusca, “Phersu”, dio origen al
vocablo latino “persona”: “máscara de actor”, y de esta acepción de “personaje” la
palabra, en romance, pasó a significar el individuo de la especie humana. La conexión
entre persona y máscara resulta sumamente atractiva, simbólica incluso, y nos lleva al
tópico del “theatrum mundi”, del mundo y la vida como teatro y del hombre como actor,
idea que aparece en Platón (Leyes, Filebo), en las diatribas de los cínicos, en Horacio (el
hombre como “vitae mimus”) y Epicteto (la vida humana es, en cierto modo, como
representar un papel), en la literatura cristiana (San Pablo, San Clemente Alejandrino,
San Agustín, etc.), en la literatura medieval (Boecio, John de Salisbury), en el
Renacimiento (Lutero, Ronsard...), y luego en Shakespeare, Cervantes, Gracián,
Calderón de la Barca, etc., etc.
Lo oscuro se relaciona con la identidad, con la ocultación y la manifestación de
la o las identidades, y la oscuridad en cuanto a la identidad nos lleva a lo desconocido
por el hombre, en primer lugar a las fuerzas sobrenaturales. En este punto pasamos a
hablar no ya de la palabra sino del objeto “máscara”.
LA MASCARA COMO OBJETO: SUS TIPOS Y FUNCIONES
Como objeto, la máscara es cualquier cosa empleada para cubrirse la cara, sea
para protegerla o para no ser reconocido, y a menudo representa de manera realista o
estilizada un rosto humano o animal. Los orígenes de su confección y empleo son de
tipo iniciático, religioso o mágico, y dentro de este ámbito significativo se distinguen
distintas categorías: máscaras iniciáticas, de cofradías o sociedades secretas, totémicas,
votivas, de teatro, de fiesta y funerarias.
Dos son las funciones básicas que cumple la máscara: la de ocultar y la de
manifestar:
6
a) La máscara esconde el rostro, la identidad de un individuo representada por el
rostro, garantiza el anonimato y protege por ello de los hombres y de los espíritus
malignos.
b) La máscara transforma, permite a quien la lleva encarnar o representar a un dios, a
un antepasado o a la fuerza invocada en un determinado rito. La máscara permite ser
un mediador que ejerce acción sobre las fuerzas del mundo sobrenatural. O
sencillamente permite ser o parecer otro, algo distinto de lo que se es o de lo que se
parece. En definitiva, la máscara manifiesta.
Tanto la ocultación como la manifestación pueden ser conductas destinadas a
aterrorizar o a divertir, y, junto a la intención del que use la máscara, hay que considerar
que el destinatario de este comportamiento lo puede interpretar como el emisor o de
manera distinta, y así una intención de aterrorizar puede ser recibida con ánimo de
regocijo, por ejemplo.
Con el uso de algo visible y comprensible, el objeto máscara, para significar algo
invisible, irracionalizable y transcedente, vinculado con lo sobrenatural, entramos ya en
el campo del símbolo, donde el valor de la máscara es múltiple.
LA MASCARA COMO SIMBOLO
La máscara oculta una identidad y representa otra distinta. Juan Eduardo Cirlot,
en su Diccionario de símbolos, la identifica en este sentido con la crisálida:
“todas las transformaciones tienen algo de profundamente misterioso y de
vergonzoso a la vez, puesto que lo equívoco y ambiguo se produce en el momento en
que algo se modifica lo bastante para ser ya “otra cosa”, pero aún sigue siendo lo que
era. Por ello, las metamorfosis tienen que ocultarse; de ahí la máscara. La ocultación
tiende a la transfiguración, a facilitar el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser;
éste es su carácter mágico, tan presente en la máscara teatral griega como en la máscara
religiosa africana u oceánica”.
En la base de la máscara hay una transformación y un misterio, y un doble
movimiento simultaneo de deseo y de vergüenza: la máscara supone y ampara un deseo
ilícito, un deseo-extraordinario.
Esto lo podemos comprobar en Diego de Torres y Villarroel, un orgulloso “self-
made man” de la primera mitad del siglo XVIII, un enigmático y popularísimo
exhibicionista con una fama híbrida, entre bufa y mágica (otra vez el payaso-brujo).
Torres se propuso contar su vida para reivindicar y exhibir su obra y su persona, y como
no era la suya una vida ejemplar, ni de santo ni de bandido, ni de escolástico ni de
hechicero, y como no se estilaba que un plebeyo saliese a cantar sus propias
excelencias, Torres se puso la máscara de pícaro y así consiguió exhibirse y, como él
mismo dice, disfrazar su enorme soberbia. Pero tras la máscara estaba el hombre Torres,
ni picaro ni beato ni todo lo contrario, sino “centauro mixto” para siempre. Entre su afán
de contarse y su vergüenza, entre su apariencia y su realidad, la máscara.
La máscara pretende dominar y controlar el mundo invisible, y en cuanto que
rostro de una fuerza no humana, puede representar tanto lo sobrehumano, la divinidad
celeste, solar, como lo infrahumano, lo demoníaco.
En las máscaras carnavalescas se manifiesta fundamentalmente el aspecto
inferior y satánico de la máscara, y ello con la función catártica de expulsarlo. Claro
7
que, si por un lado lo inferior, lo vergonzoso, se expulsa, por otro lado lo inferior, lo
deseado, se goza así impunemente, sopretexto de expulsarlo (otra vez la dialéctica
deseo-vergüenza), con lo que esto tiene de beneficio para la psiquis del individuo y para
el sistema social, que así controla y regula no sólo sus fuerzas cohesivas sino también
las disgregadoras, como ha puesto de relieve M. Bajtin.
Y es que la máscara es un objeto que media entre lo individual y lo social, y
entre lo actual y lo tradicional. Así, por ejemplo, las sociedades secretas melanesias y
africanas utilizan la máscara con un valor de iniciación al secreto que cohesiona tales
sociedades, y en estos usos predomina el culto a los antepasados que las máscaras
personifican. Sus ceremonias se caracterizan por la ausencia en ellas de la divinidad
suprema, sustituida por un modelo divino inferior: un dios demiurgo, el antepasado
mítico o un héroe civilizador. Se consigue así armonizar en la vida social el concepto de
divinidad suprema con el de divinidad menor o inferior, básicamente lo mismo que
sucede en el Carnaval; en Cuaresma se le daba a Dios lo que era de Dios, y en Carnaval
se compensaba esto dándole al demonio, al mundo y a la carne su compensación
natural.
El que la máscara sirve para identificar a un grupo humano en el presente
actualizando sus vínculos con el pasado es un fenómeno social claramente perceptible
en los carnavales actuales, básicamente desacralizados pero con una función de
cohesión social y cultural evidente. Piénsese en el carnaval gaditano. Y si buscamos un
correlato literario, tenemos la espléndida novela La saga/fuga de J.B. (1972), de
Gonzalo Torrente Ballester. Allí se nos presenta una ciudad, Castroforte del Baralla,
históricamenté sojuzgada por el poder central, que ha acuñado una serie de mitos y
leyendas con los que reivindica su Especificidad: frente al catolicismo oficial y frente al
culto oficial al sepulcro de Santiago, los castrofortinos cuentan con otro Santo Cuerpo,
no casualmente femenino; y frente a una historia de avasallamiento sociopolítico,
Castroforte mantiene una tradición de sociedades secretas y cerradas que transmiten el
culto y la esperanza en un liberador arquetípico, cuyas iniciales son “J.B”. Este genérico
J.B. aparece con distintos rostros e identidades a lo largo de la historia: es una función
arquetípica, una máscara mítica cuya identidad ideal es actualizada por distintos
personajes. Pero son personajes entre la historia y la leyenda, y en el fondo, todo es o
todo puede ser un invento de un único personaje, de José Bastida, el narrador de la
novela, que unas veces narra al descubierto y otras enmascara su identidad. El sector
nativo de Castroforte, el de los “celtas” autóctonos, se sirve de estos mitos y de sus
sociedades secretas para oponerse a los no gallegos (los “godos”) y a los otros gallegos,
a los gallegos no castrofortinos (los “galios”). Resulta interesante establecer una
analogía entre Castroforte, un finisterre, y Cádiz, un finisterre también: Cádiz con su
voluntaria mitificación del Carnaval y de la heterodoxia (también aquí andan de por
medio los liberales y el liberalismo), con su sistema de peñas carnavalescas (sociedades
más o menos cerradas que se hacen secretas para proteger la originalidad de los tipos y
las letras de las agrupaciones), con su ostentosa reivindicación de su especifidad cultural
frente a la España no andaluza y frente al resto de Andalucía. En otro orden de cosas, el
Santo Cuerpo femenino de Torrente se podría relacionar con los cultos marianos
andaluces, y muy destacadamente con el Rocío, romería heterodoxa, culto
8
descaradamente sexualizado. Un último apunte: cuando Castroforte se ensimisma en sus
asuntos, cuando todos sus habitantes, celtas y no celtas, se hallan absorbidos en una
cuestión tan común que está por encima de todas las diferencias, la ciudad “levita”, se
alza en el aire. Cádiz también se enajena del mundo cuando, más allá de las polémicas
en pro o en contra del carnaval, el carnaval la invade y, figuradamente, vuela: oculta su
identidad total, suspende todo lo que no sea el rostro arquetípico del Cádiz
carnavalesco.
La dualidad de la máscara se acentúa al considerar las relaciones que se
establecen entre las dos identidades que pone en juego: si por una parte el enmascarado
quiere captar las fuerzas ajenas, dominar otra identidad, por otra parte resulta que
siempre existe el peligro de que esa otra identidad se apodere de él y lo domine. La
posesión, el trance, el éxtasis, privan de voluntad, de entendimiento, de memoria: el
hombre enmascarado resulta así desracionalizado. Si la razón es la marca específica del
hombre, la máscara deshumaniza. La máscara (como en general lo simbólico) se mueve
en los campos ajenos a la razón: de ahí esa oscuridad genérica que veíamos en su
etimología.
Un caso interesantísimo que sirve para ilustrar esta ambigüedad se da en una
novela de Álvaro Cunqueiro. El año del cometa (1974), donde el protagonista, el
astrólogo Paulos, quiere en un momento dado averiguar qué pasó entre el unicornio y su
criada Melusina, y para ello intenta reproducir la escena y se pone una cabeza de ciervo.
Entonces resulta que Paulos no sólo asiste a lo que sucedió, sino que se convierte en el
unicornio y a duras penas recobra luego su humanidad. Claro que aquí, como en
Torrente, la divisoria entre realidad e irrealidad no está clara, porque el unicornio es un
invento de Paulos.
Sin embargo, no todo es tan fácil. Si la privación de la razón puede ser, por
ejemplo, la locura, la locura tampoco resulta una categoría monovalente, porque puede
ser interpretada como un estado de oscuridad total o como lo contrario: un misterioso,
un oscuro estado de lucidez sobrehumana. Esta ambivalencia rige también para la
consideración tradicional del tonto, que, como el bufón y el payaso, podía asociarse
asimismo a la función oracular. Paradójicamente, más allá de la razón, y dentro de la
oscuridad irracional, puede estar o manifestarse la luz suprema.
Aquí cabe mencionar el curioso caso del Licenciado Vidrieda de Cervantes, loco
y cristal, enigma y lucidez, payaso y oráculo, y también entra aquí un personaje aún más
sugestivo, el Calibán de La tempestad de Shakespeare, hijo de una bruja y un demonio,
monstruo estúpido que, sin embargo, profiere en su oscuro lenguaje algunos de los
versos más bellos y profundos de la literatura universal.
Por otra parte, y como solución intermedia entre el poseer o ser poseído por
fuerzas invisibles, otros usos de la máscara hacen de ésta una simple mediadora: no se
identifica ni con la fuerza que capta (sólo es una apariencia del ser que representa) ni
con el enmascarado que manipula la fuerza sin apropiársela. Esto parece regir para las
normas más aceptadas del teatro: el actor se debe distanciar de sí mismo y del
personaje; no debe “sentir”, sino hacer sentir, como dice Ramón Pérez Ayala en su
Belarmino y Apolonio. El actor y su papel son elementos de mediación. Claro que tam-
9
bién habrá teorías contrarias. Y es que la máscara no sólo oculta identidades sino
también las distancias entre esas identidades: de ahí la enorme fascinación que ejerce.
La máscara puede servir para encarnar o adquirir una fuerza que sirve para
dominar a los otros, para imponer la voluntad del que la lleva asustando a los demás.
Pero no sólo es un instrumento de dominio, de agresión, sino que, inversamente, es un
instrumento de protección contra las fuerzas maléficas de espíritus, difuntos,
malhechores y brujos. Esta misma dualidad se manifiesta en el vocablo “masca”, que si
por un lado significa “bruja”, por otro lado genera el vocablo “mascota”, la designación
del amuleto que sirve para protegerse de los poderes de la bruja. La máscara es un rostro
o un aspecto postizo que sirve para agredir y para defenderse, para conquistar y no ser
conquistado. Nietzsche venía a decir lo mismo cuando reflexionaba que “volverse
comprensible a muchos es imposible. Todo acto es incomprendido (...) Y para no ser
constantemente crucificado, es preciso tener su máscara. Y también para seducir. La
máscara garantiza la independencia individual amenazada por un medio hostil y
hostiliza el medio. Crea un espacio dialéctico para la tensión entre el individuo y la
sociedad. Un espacio intermedio, quizá mal definido pero existente, un espacio donde
extra-vagar.
Aquí situaríamos a Valle-lnclán, “la mejor máscara a pieé que cruzaba la calle
de Alcalá” (en palabras de Ramón Gómez de la Serna); y a Rubén Dario, con su rostro
hierático de ídolo indio (en palabras de Valle-lnclán); y a los románticos pálidos,
desmelenados, osados, enfebrecidos, (un Liszt, un Byron, un Espronceda...); y a todos
los que hacen del aspecto caballo de batalla de una identidad amenazada, incluidos los
que lo hacen de forma gregaria e incluso inducidos. Porque no sólo los artistas, buenos
y malos, se disfrazan: hoy en día, en Occidente, todo el mundo aspira a disfrazarse, bien
para mantener el incógnito bien para romper el anonimato: desde los que quieren ver sin
ser vistos a través de las gafas de espejo hasta los que ponen de manifiesto sus caras y
cabezas con cortes y colores de pelo “sui generis”, con pendientes colosales, con
maquillajes explosivos. Y nótese que esta máscaras tienden el gregarismo: hay disfraces
de intelectual mar- xista puro, de intelectual marxista reciclado, de “yuppie”, de jet-set,
de miembro del Opus... Nada sirve sólo para cubrirse: todo cubre y descubre, todo
significa. La máscara es signo de territorialidad, e incluso el no ir enmascarado de forma
específica, con la máscara de una especie, puede ser tomado como una agresión al rito
que se está ejecutando, al rito impuesto. Asimismo, la caída en desuso de una máscara,
de un disfraz, puede suponer una pérdida de poder y de identidad de un grupo. Pienso
en los hábitos religiosos, por ejemplo.
Otro aspecto interesante se refiere al carácter híbrido, centáurico, y a la vez
arquetípico, que confiere la máscara. Ella, de un lado, vela “un” rostro y muestra “el”
rostro; en otros términos, anula o suspende una personalidad en lo que tiene de
individual, de contingente (la identidad de un hombre concreto, mortal), y pone en
funcionamiento una identidad ideal, arquetípica, un “yo universal” inmutable, necesario,
modélico.
Así don Alonso Quijano “el bueno” necesita ponerse la máscara de don Quijote,
la máscara del caballero andante prototípico, para salir al mundo a “desfacer entuertos”.
Porque el hidalgo pueblerino, el viejo, bondadoso y modesto soñador no son bastante.
10
Los problemas sobrevienen por desajuste entre esa máscara y el teatro en que ha de
ejercer su actividad: el teatro externo, el del mundo, y el teatro íntimo, la personalidad
de don Alonso-don Quijote.
Luego tenemos una sugestiva relación entre la inmovilidad de la máscara y la
movilidad del cuerpo del portador de la misma, y dependerá de los usos concretos el
simbolismo primordial: la máscara podrá ser así una consagración divina de la cabeza
evidenciada, o todo lo contrario: la anulación de la cabeza que se oculta, de la cabeza
oscuramente anulada. En otros términos, el uso de la máscara puede enfatizar lo
superior, la cabeza, o lo inferior, el cuerpo (esto último resulta evidente en las máscaras
carnavalescas). El contraste puede generar en el espectador tanto una reacción de risa
como de espanto: recordemos, así, por un lado el maquillaje del payaso, por otro lado, el
maquillaje de La naranja mecánica.
La máscara se usa en rituales que se basan en mitos, mitos que regeneran el
espacio y el tiempo y cuya vigencia se resucita en los ritos, muchos de ellos con un
carácter estacional, cíclico (como el propio Carnaval). Las máscaras cumplen así una
función social: gracias a los mitos representados el hombre y los valores de que el
hombre es depositario se sustraen a la degradación que afecta a todas las cosas del
tiempo histórico. Los ritos son a la vez, como señala Mircea Eliade, verdaderos
espectáculos catárticos, en el curso de los cuales el hombre toma conciencia de su lugar
en el universo, ve su vida y su muerte inscritas en un drama colectivo que les da sentido.
Esta función se observa tanto en los espectáculos religiosos como en los teatrales.
Para terminar, permítanme volver a la interrelación entre el carnaval gaditano y
La saga / fuga de J.B. de Torrente Ballester. Castroforte del Baralla se va, al final de la
novela, por el aire, y el protagonista salta a la tierra firme. No se sabe si la ciudad
vuelve a aterrizar. ¿Aterriza Cádiz? ¿Es el Carnaval aquí un rito estacional o es un
estado permanente?
BIBLIOGRAFIA BASICA CONSULTADA
BAJTIN, Mijail: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento (El
contexto de F. Rabelais), Madrid, Alianza Editorial, 1987.
CAMPBELL, Joseph: El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito (1949),
México, FCE, 1972.
CARO BAROJA, Julio: Ensayos sobre la cultura popular española, Madrid,
Dosbe, 1979.
CHEVALIER, Jean & Alain GHEERBRANT: Diccionario 'de los símbolos
(1969), Barcelona, Herder, 1986.
CIRLOT, Juan-Eduardo: Diccionario de símbolos (1958), Barcelona, Labor,
1985.
COROMINAS, Joan & José A. PASCUAL: Diccionario crítico etimológico
castellano e hispánico, Madrid, Gredos, 1980.
CURTIUS, Ernst Robert: Literatura europea y Edad Media latina (1948),
México, F.C.E., 1976 (2 vols.).
11
DURAND, Gilbert: Las estructuras antropológicas de lo imaginario (1963),
Madrid, Taurus, 1981.
ELIADE, Mircea: El mito del eterno retorno (1949), Madrid, Alianza/Emecé,
1984. Imágenes y símbolos (1952), Madrid, Taurus, 1979.
HUIZINGA, Johan: Homo ludens (1954), Madrid, Alianza, 1972.
IGLESIAS, María del Carmen: “La máscara y el signo: modelos ¡lustrados”, en
CASTILLA DEL PINO, Carlos (ed.): El discurso de la mentira, Madrid, Alianza
Editorial. 1988, pp. 61-125.
RIFFARD, Pierre: Diccionario del esoterismo (1983), Madrid, Alianza
Editorial, 1987.