MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
INTRODUCCIÓN Que «de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente» (SC
10) es algo muy conocido y repetido desde la misma redacción de la Constitución litúrgica del
Vaticano II.
Por ello, desde aquí afirmamos con convicción que, si la liturgia es la fuente de donde mana toda la
fuerza de la vida eclesial, también eso atañe a los ministros ordenados. Con lo cual nos parece algo
«justo y necesario» hacer un comentario mistagógico, es decir, a partir de los ritos y de las oraciones
del Ritual, a la liturgia de ordenación, sabiendo que, propiamente gracias a ella, los sacerdotes (aquí me
ceñiré a los del orden de los presbíteros) hemos experimentado una novedad de vida, a la cual nos
preparamos con largos años de estudio y formación, pero que sólo se hace realidad cuando la Iglesia,
presidida por el obispo, ora al Padre por Jesucristo a fin de que el Espíritu haga su obra de
santificación.
Por otra parte, gracias a Dios, ya pasaron aquellos tiempos en los cuales se rechazaba toda
especificidad a partir de la ordenación en los ministros. Gracias a las definiciones magisteriales, a la
profundización teológica y eclesiológica, la identidad ontológica del ministro ordenado ha sido en las
últimas décadas más definida y se han despejado los equívocos que reinaron con éxito en muchos de
nuestros seminarios y casas religiosas.
Lo que aquí se encontrará en estas páginas es, como ya hemos insinuado, una lectura comentada del
Ritual de ordenación de presbíteros, desde los ritos iniciales hasta los conclusivos, añadiendo un
pequeño apartado, más bien en clave meditativa, sobre el después de la celebración litúrgica.
Pretendemos poner de manifiesto la elocuencia de los textos, de los gestos, de las oraciones en la
liturgia de ordenación, de tal forma que de todos ellos se pueda comprender la identidad más genuina
del presbítero. Entre todos los momentos privilegiamos, claro está, aquellos que son más específicos y
que se enmarcan dentro de la liturgia de ordenación, así como la liturgia eucarística, en la cual el
ordenado concelebrará por primera vez; por ello, por ser la plegaria eucarística el centro y el culmen de
toda la celebración, también la comentaremos, deteniéndonos en cada una de sus partes.
Evidentemente, este libro tendrá unos destinatarios inmediatos en los candidatos al presbiterado.
Deseamos que una lectura atenta de estas páginas les pueda facilitar no poco la preparación a su nuevo
estado de vida, desde la reflexión litúrgico-espiritual. Pero no sólo a ellos. También a los demás
bautizados les puede ser muy útil su lectura en orden a comprender mejor el sentido de la liturgia de
ordenación y, a través de ella, de lo que es un presbítero en la comunidad cristiana católica.
Ver, por tanto, lo que hace y dice la Iglesia para darse un presbítero a sí misma es un ejercicio a la vez
inteligente y humilde, a fin de ver el ministerio ordenado en su mismo nacimiento. Y no olvidemos que
el agua más cristalina, fresca y pura, la encontramos en contacto con la fuente de la que mana.
Acerquémonos a ella, y dejémonos sorprender por el don de Dios; seguro que, si así lo hacemos, toda
la identidad sacerdotal se verá renovada y purificada por el mismo Espíritu que es «fuente de agua
viva».
RITOS INICIALES Lo primero que hay que destacar es la presencia del pueblo de Dios presidido por su pastor. Nos dice el
Ritual que «la ordenación de presbíteros se haga ante la gran asamblea de fieles» (n. l09). No es
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secundario este hecho. Ello nos habla de una realidad que atañe a toda la Iglesia, de la cual «la
principal manifestación se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en
las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, en una misma oración, junto al
único altar, donde preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros» (SC 41; Ritual n.9). El
ordenando, pues, al contemplar la asamblea de fieles reunida comprenderá que allí se está realizando
algo que supera en mucho sus particulares expectativas y que va más allá de un proyecto de vida
individual o de un compromiso espiritual para el propio provecho.
Así mismo, al recomendar el Ritual que se tenga la ordenación en domingo o día festivo, además de
querer facilitar la reunión del mayor número de fieles, sitúa la celebración en una dimensión temporal
claramente pascual.
Cuando todo está dispuesto, comienza la procesión por la iglesia hacia el altar. El ordenando, en la
procesión, sigue al diácono que lleva el Evangelio. Todo un signo, ya que a través de su nueva
condición deberá seguir a Cristo Palabra con mucha mayor cercanía, sabiendo que en ningún momento
le será permitido «adelantarse» al Evangelio, del cual ya fue constituido servidor en su ordenación
diaconal, sino ser siempre su seguidor, conformando su paso al del Señor que le precede, y que lo ha de
llevar al calvario cotidianamente, con la celebración del sacrificio eucarístico.
Al llegar al presbiterio saluda el altar con un beso. No es un gesto nuevo para el todavía diácono, pero a
partir de este día su vinculación con la mesa eucarística tendrá un carácter fontal. Cada vez que bese el
altar recordará que su vida ha nacido de esta fuente, como si del costado abierto de Cristo se tratase, y
que su existencia está orientada, ligada, al santo altar del Señor, reconociendo con él una feliz
complicidad para la vida de la Iglesia y del mundo. Si, como decían los Padres, el altar es Cristo, a
partir de hoy, cada vez que venere el altar, el sacerdote sabe que está honrando su propia misión, y
agradeciendo con un beso de fidelidad esponsal que el Señor lo haya considerado digno de servirlo en
su presencia (cf. PE 11).
Saludo y acto penitencial
A la invocación de la Trinidad y el saludo episcopal comunicando la paz del Señor a toda la asamblea,
en perfecta anámnesis, es decir, memorial, del domingo de Pascua, le sigue el acto penitencial.
Momento sin solemnidad, sencillo y de poco subrayado litúrgico, participando de la sobriedad que es
propia de un momento así. Un breve silencio se hará sentir, que será, sin embargo, suficiente para que
el candidato tome conciencia de su condición pecadora; recuerdo de su ser finito, de que no ha sido
llamado por sus méritos sino siendo débil y pecador, a fin de destacar con mayor fuerza que todo, en su
vida ministerial, es gracia de Dios.
Y al invocar la misericordia divina al inicio de su ordenación, el candidato tendrá presente también que,
a partir de ahora, a la debilidad de su naturaleza humana, tendrá que sumar la de su condición
sacerdotal, que será causa de pecados propios y específicos de su ministerio, gran tesoro que, sin lugar
a dudas, tanto para san Pablo como para cualquier apóstol de Cristo, está contenido en vasijas de barro.
Perdón suplicado en humildad y perdón ofrecido incansable y gratuitamente a sus hermanos cristianos,
pecadores como él. Este breve acto penitencial será suficiente para que el futuro presbítero comprenda
que su vida, desde hoy mismo, quedará estrechamente vinculada al perdón de los pecados como
encargo explícito del Resucitado. Será hombre del perdón porque desde hoy quedará constituido como
hombre del Espíritu.
Gloria
A una oración penitencial sigue ahora un himno doxológico, de alabanza. Es como si la liturgia nos
quisiera llevar de la mano desde el calvario o el sepulcro hasta el monte de la ascensión. No sería
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cristiano dejarse aturdir por el peso del propio pecado, como si la muerte de Cristo y su victoria no
fuesen mayores. Nuestra vocación es la de dar gloria a Dios, es decir, reconocer quién es Él, en el cielo
y en nuestra vida.
¿Cómo el sacerdote da gloria a Dios? Sin duda que en primer lugar en la acción litúrgica, «por la que
Dios es perfectamente glorificado» (SC 7), y lo es porque en la liturgia se hace evidente y operante la
obra de la salvación con la presencia de Cristo a su Iglesia, y un modo de ella es «en la persona del
ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la
cruz» (SC 7).
El presbítero da gloria a Dios cada vez que reconoce su presencia en la propia vida y en la vida de sus
hermanos: cada vez que consigue acercar al Evangelio a uno que estaba alejado de él: cada vez que
puede llevar la paz y el perdón de Dios a un corazón atribulado y enfermo de pecado. En definitiva,
cada vez que reconoce que Dios es Dios para sí y para los demás. «Porque sólo tú eres Santo, sólo tú
Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre».
Confesión trinitaria que informa toda una vida ministerial, en alabanza admirada sin descanso.
Oración colecta
Señor Dios nuestro,
que para regir a tu pueblo
has querido servirte del ministerio de los sacerdotes,
concede a este diácono de tu Iglesia
que ha sido elegido hoy para el presbiterado
perseverar al servicio de tu voluntad
para que, en su ministerio y en su vida,
busque solamente tu gloria en Cristo.
Él, que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
o bien:
Oh Dios, que constituiste a tu Hijo unigénito
sumo y eterno sacerdote,
te rogamos que cuantos fueron elegidos por Cristo
como ministros de tus misterios,
se mantengan siempre fieles
en el cumplimiento de su servicio.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
Ahora escucha la oración colecta, en la cual el obispo, en nombre de toda la asamblea celebrante pide a
Dios por Jesucristo, el Hijo encarnado, en el Espíritu Santo, los dones necesarios para que el candidato
sea un ministro fiel a la voluntad divina, buscando sólo la gloria de Dios.
El ordenando, pues, escuchará con atención sin olvidar que, desde ahora, cada vez que presida la acción
litúrgica, pronunciará él la oración colecta, haciéndose voz áe toda la asamblea, elevando su oración al
Padre por Jesucristo en el Espíritu, y confesando así en plegaria litúrgica la Santa Trinidad y su
economía salvífica a favor de todo el mundo.
Sus palabras, en este momento y en toda la celebración litúrgica, serán prestadas por la Iglesia; de él se
exigirá un despojamiento sincero, a fin de que su mente concuerde con la voz, sabiendo que ésta tiene
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la primacía, porque es la voz del Hijo que ora al Padre. Al orar así con las palabras de la Iglesia, el
sacerdote se convierte en icono del Orante, ya que preside In persona Christi capitis (es decir, en la
persona de Cristo como cabeza y pastor).
No son, pues, sus oraciones particulares las que la asamblea espera oír de sus labios; no son sus ideas o
efluvios espirituales los que edificarán a la comunidad que tiene encomendada; debe convencerse de
ello, aunque experimente el dolor de esta sumisión, y hacerse humilde, abandonando su «yo» para
entrar en la ascesis del «nosotros», reconocido por todos y por ello digno de ser rubricado por la
asamblea celebrante con el Amén final.
LITURGIA DE LA PALABRA
Toda la asamblea se dispone ahora a escuchar la palabra de Dios. Momento de fuerte intensidad, ya que
el Señor habla a su pueblo por boca de los ministros. Para el ordenando tiene una significación especial
esta liturgia de la Palabra.
Desde su institución como lector recibió la Sagrada Escritura para transmitirla fielmente a fin de que
cada día fuese más viva y eficaz en el corazón de los hombres. Ya diácono escuchó arrodillado delante
del obispo estas palabras solemnes: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido
mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que
has enseñado».
No puede, el ordenando, olvidar su existencial relación con la palabra de Dios, justo cuando se están
proclamando las lecturas en su ordenación. Hoy no ejerce el ministerio de lector, sino que la Iglesia le
pide que sea un oyente privilegiado; el Señor, hablando a todo su pueblo, se dirige especialmente a él.
Y así será desde ahora cada vez que presida la liturgia. Como presidente no proclamará las lecturas de
la Sagrada Escritura; ni siquiera la página evangélica si le asiste un diácono o concelebra con él otro
presbítero. Él, desde la sede será la imagen sacramental de Cristo que escucha la palabra del Padre para
conformar a ella su voluntad, haciendo de este acto de obediencia el alimento de todo su ser. Acogerá
contemplativamente la Palabra que, por la fuerza del Espíritu, se hará carne para la vida del mundo
sobre el santo altar. Escuchará cada día con estupor renovado las palabras de la alianza de Dios, y con
su fiat hará posible en la propia vida sacerdotal una constante paternidad espiritual, a imagen de la
maternidad virginal de María, quien supo escuchar con atención orante la Palabra y conformar a ella su
vida en fructuosa donación. Escuchando agradecidamente la Palabra, el presbítero será también icono
de la Iglesia, quien como esposa fiel escucha las palabras que le dirige su amado para poder, en
comunión cordial, edificarse en el Amor.
En la liturgia de la ordenación, el ya casi presbítero, al escuchar las lecturas divinas, abrirá su corazón a
Dios a fin de que Él le mantenga siempre en la escuela de la Palabra, para crecimiento y maduración
constante de su fe, condición indispensable si quiere, a la vez, ser apóstol y prestar su voz a Aquel que
es la Palabra eterna del Padre.
ORDENACIÓN Elección del candidato
Acabada la proclamación del evangelio se presenta el candidato al obispo. Un diácono lo llama por su
nombre, y el presbítero delegado hace la petición formal: «Reverendísimo Padre, la Santa Madre
Iglesia pide que ordenes presbítero a este hermano nuestro» (Ritual, n. 150). Reconocida la dignidad e
idoneidad gracias a las consultas realizadas entre el pueblo cristiano, el obispo declara con solemnidad
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que «con el auxilio de Dios y de Jesucristo, nuestro Salvador, elegimos a este hermano nuestro para el
Orden de los presbíteros» (Ibid.), a lo que toda la asamblea responde dando gracias a Dios.
Se acaba de confirmar, a través de este diálogo ritual, que el candidato está capacitado para ser
ordenado. Que el Señor, a través del discernimiento concedido al obispo, ha elegido a este hijo suyo
para asociarlo a su sacerdocio.
El ordenando, viviendo con atención este momento, se dará cuenta de algo importantísimo: el
ministerio sacerdotal es un don que Dios concede, ahora concretamente a través de su pobre persona, a
la santa Iglesia. Escuchar con atención este breve diálogo le hará comprender que su respuesta en la fe
no es un acto de heroica generosidad, sino una humilde respuesta en obediencia a la voluntad de Dios,
y que a partir de ahora toda su existencia tiene que estar marcada por el sello de la gratuidad, porque él
mismo, su ser y actuar como presbítero, es fruto de la caridad que Dios tiene con su Iglesia. Una vez
más, todo se manifiesta como gracia, como don.
Promesa del elegido
Pero la concesión magnánima del Señor para con su siervo, a quien ahora ya llama «amigo», pide la
respuesta libre y consciente de éste. Dios llama siempre a la puerta de sus hijos, con discreción, con
sumo respeto. Él concede su gracia, que debe ser acogida con responsabilidad para no dejarla
infructuosa.
Así, después de la homilía, el obispo interroga al ordenando sobre la voluntad de recibir este ministerio.
Debe ser consciente que su misión no será nunca algo ejercido por iniciativa propia sino de acuerdo a
unas promesas que al mismo tiempo lo obligan y lo sostienen.
Seis preguntas darán ocasión al candidato de manifestar ante el pueblo de Dios su voluntad de recibir
este ministerio:
¿Estás dispuesto a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbítero, como buen
colaborador del Orden Episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándote guiar por el Espíritu
Santo? (Ritual, n. 152).
Al responder: «Sí, estoy dispuesto», el ordenando se compromete a una vida marcada ya para siempre
por el ministerio conferido. No es un encargo puntual sino una disposición vital que lo sitúa en una
nueva realidad, ya que no se pide de él una colaboración a tiempo parcial, mientras su vida privada
sigue el camino de siempre, sino una donación en el campo del ser para desempeñar, así, en coherencia
evangélica, el encargo que se desprende de la llamada del Maestro.
Estará, pues, al lado del obispo, pastor del rebaño del Señor y, a la vez, deberá dejarse apacentar por el
Espíritu Santo, ya que, como cristiano también forma parte de este rebaño y es apacentado por Aquel
que es el Obispo de nuestras almas y el pastor de los pastores. San Agustín lo expresó lapidariamente
dirigiéndose a su pueblo: «Por vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano». La experiencia,
además, nos demuestra que sólo aquel que sabe ponerse a la escucha atenta del Espíritu, puede ser un
buen guía para los demás en esta tarea tan importante romo delicada de conocer la voluntad de Dios. El
presbítero, pues, se compromete a ser dócil al don de lo Alto, a ser un «hombre espiritual» en el sentido
más literal y cristiano de la expresión. Así no hablará por cuenta propia dando al rebaño del Señor su
propio alimento sino el de quien realmente lo «conduce hacia fuentes tranquilas y repara sus fuerzas»,
es decir, el del auténtico y único Pastor, a quien pertenece todo el rebaño, desde las ovejas más fuertes
y valientes hasta las más débiles y enfermas.
El ordenando, pues, dice estar dispuesto a examinar constantemente su ministerio para que nunca la
confusión entre sus palabras y la Palabra, desoriente a sus hermanos, para los cuales el Pastor y gran
Sacerdote de la nueva alianza, se ofreció en la cruz para señalar así cual es el camino, la verdad y la
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vida de los hombres y mujeres de todos los tiempos.
Es desde esta clave que se comprende la segunda pregunta que el obispo le dirige:
¿Realizarás el ministerio de la palabra, preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe
católica con dedicación y sabiduría?
Al munus regendi (= el oficio de gobernar) acabado de exponer, se le suma ahora lo que es el munus
docendi (= el oficio de enseñar) como presbítero. El ministro ordenado está encargado de hacer visible
a Jesús que predicaba la palabra, a hacerlo con la autoridad que le viene del mismo Señor a través de su
Iglesia, desde la escucha atenta del Espíritu -como ya dijimos- y el empeño personal en el estudio y
asimilación.
El ordenando responde que sí preparará la predicación del Evangelio, es decir, que no se dejará llevar
ni por los tópicos, los cuales no faltarán en ningún momento en el discurrir eclesial y social, ni por la
pereza que le obligaría a repetir siempre un mismo discurso como si se tratase de una lección
aprendida, teórica, y desarraigada del «aquí y ahora» de su comunidad y del mundo. Preparar la
predicación significa apostar por la profundización delante de la Sagrada Escritura, convirtiéndose en
un buen conocedor del texto y del contexto que revela la palabra de Dios. Significa también acercarse
con la luz del Espíritu en clave orante para poder entrar en ella con más penetración, ya que sólo el
Pedagogo por excelencia nos puede indicar con certeza los caminos más auténticos para contemplar la
gloria del Señor, una vez el velo se ha retirado, dejando nuestros ojos al descubierto.
Y desde el conocimiento competente y creyente de las páginas sagradas, el presbítero podrá exponer la
fe católica atendiendo a lo que la Iglesia ha definido y descubierto en el Magisterio, desarrollado a lo
largo de los siglos. También aquí la responsabilidad es grande; se pide al sacerdote que sea honrado y
transparente para con los que le han de escuchar. Estos esperan de un ministro católico que sepa
exponer lo que la Iglesia cree y dice, y que lo haga con dedicación, sabiduría, inteligencia, claridad y
objetividad, alejándose tanto de formas expositivas de tono rigorista como de las que diluyen el
contenido católico en un mar de vaguedades y afirmaciones mundanas. Y que conozca también las
grandes corrientes teológicas que aportan luz a la reflexión de la fe, de forma distinta y serena. Sólo así
el presbítero podrá ser un interlocutor válido para el hombre pensante de hoy y de siempre, creyente y
no creyente, porque estará en disposición de un diálogo nítido sin reduccionismos de contenido ni
interferencias metodológicas. Saber de qué se habla es el principio indispensable para un intercambio
fecundo con los demás.
La tercera interrogación nos pone de lleno en el munus sanctificandi (= el oficio de santificar) del
sacerdote:
¿Estás dispuesto a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente
el sacrificio de la Eucaristía, el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación
del pueblo cristiano, según la Tradición de la Iglesia?
Que en la liturgia Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, nos lo recordó
claramente el Vaticano II (cf. SC 7), y en este momento de la celebración se le recuerda al ordenando
por el compromiso que en ello adquirirá a partir de ahora.
Efectivamente, desde el momento de su ordenación, el presbítero tendrá como tarea propia la
presidencia de las acciones litúrgicas, en ausencia del obispo. Su lugar, no por un privilegio
discriminatorio sino por razón del servicio a la Iglesia, será la presidencia. Así mostrará que la cabeza
de la comunidad de bautizados es el Kyrios, el cual es a la vez el Sacerdote de la nueva alianza y el
Diácono del Reino de los cielos, donde el más importante se debe hacer servidor de todos. El
presbítero, pues, sirve presidiendo. Intentar ocupar otro lugar en la asamblea, ni que sea aparentemente
más modesto, es faltar a su misión, es anteponer sus criterios a los de la Iglesia que lo ha constituido
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presbítero y, por consiguiente, situarse en un protagonismo que no encaja con la humildad auténtica
que está tejida de obediencia cordial.
Por ello la presidencia debe actuarse con piedad, para poder así edificar en la virtud familiar que es
propia de los hijos de Dios, a toda la comunidad. Quien preside, pues, in persona Christi capitis no
puede hacerlo de un modo altivo, lejano, ni tampoco hiperactivo. Su forma de orar tiene que ser modelo
y posibilidad de oración para toda la asamblea. La Instrucción «Eucharisticum Mysterium» afirma
claramente que los ministros fomentarán la participación activa de los fieles si actúan de tal modo que
inculcan el sentido de lo sagrado (cf. EM 20). Parece a primera vista una afirmación sorprendente,
sobre todo porque no ha sido ésta la lógica general aplicada en las últimas décadas en muchas acciones
litúrgicas, pero el texto es muy claro en su formulación y la experiencia nos ha demostrado su acierto.
Así mismo, al lado de la piedad aparece en esta pregunta el adverbio «fielmente». Fidelidad al mandato
del Maestro y a la disciplina sacramental de la Iglesia, instrumento eficaz de comunión con la voluntad
salvífica del Señor. Fidelidad a los libros litúrgicos tal y como están hoy aprobados y redactados, en sus
ritos y en sus textos. Y ya que en la liturgia se celebran «los misterios de Cristo», en «una obra tan
grande» (SC 7) no cabe ni la levedad ni la fantasía, sino la inserción más auténtica en fidelidad a la
«tradición de la Iglesia».
El sacramento de la eucaristía y el de la reconciliación son el paradigma de todo el conjunto
sacramental al que se refiere esta tercera cuestión, y a la que el candidato contesta «sí, estoy dispuesto».
¿Estás dispuesto a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que te sea
encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?
Esta cuarta pregunta es una novedad que ha introducido la segunda edición del Ritual. Ya en la
ordenación diaconal se interrogó al candidato si estaba dispuesto a conservar y acrecentar el espíritu de
oración, y, fiel a este espíritu, celebrar la Liturgia de las Horas (cf. Ritual, n. 200).
Ahora, sin embargo, el obispo subraya la dimensión orante, de forma particular la de intercesión «en
favor del pueblo que te sea encomendado», asociando al presbítero a su propia invocación como pastor
de toda la diócesis.
Es de agradecer el añadido en este contexto. De esta forma queda significado con más claridad que
todo su ministerio está situado bajo la gracia de Dios, de quien debe invocar la misericordia. Además,
la oración queda bien enmarcada en el contexto ministerial, y no como un aplique exterior, y necesario
sólo para poder realizar con fuerzas y acierto lo encargado en su quehacer pastoral. Ahora el ordenando
sabe que, cuando orará desde su ser sacerdote, a imagen de Cristo que, en la soledad y el silencio de la
noche se retiraba para estar con el Padre, estará «ejerciendo» el ministerio en íntima comunión con su
obispo. Se acaba así una división que ha hecho sufrir espiritualmente a no pocos sacerdotes, situados en
una tensión de imposible alivio que ha sido responsable de disquisiciones embrolladas y erróneas sobre
si es antes la oración o la acción pastoral, Orar por el pueblo encomendado es, pues, una acción
eminentemente pastoral, y expresión sacerdotal del mandato del Maestro de orar siempre. A lo que el
candidato se compromete a perseverar sin desfallecer respondiendo «sí, estoy dispuesto».
¿Quieres unirte cada día más a Cristo, sumo Sacerdote, quien por nosotros se ofreció al Padre como
víctima santa, y con él consagrarte a Dios para la salvación de los hombres?
Una ordenación sacerdotal no es algo ligero. No estamos delante de un encargo que se hace a un
miembro de la comunidad para que dedique a ello ni sólo un tiempo ni unas meras aptitudes. Es la
consagración de una persona a Dios, en Cristo, por la fuerza del Espíritu, en la Iglesia, para la salvación
de los hombres.
La epíclesis realiza ontológicamente esta realidad en la vida del bautizado que es ordenado. Pero se
precisa de su colaboración, evidentemente, para llevar hasta la fructuosidad el don de lo Alto. Por ello
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se pregunta al candidato con toda la radicalidad: «¿Quieres unirte cada día más a Cristo... ?», y la figura
referida es la del sumo Sacerdote, el cual es a la vez la víctima santa. Se interroga, pues, al ordenando
sobre si quiere, participando del sacerdocio de Cristo, ser también, para la salvación de todos, sacerdote
y oblación, de tal manera que ofreciendo en la eucaristía la víctima santa, se ofrezca personalmente, en
el altar de la vida, convertida ésta en puro acto oblativo.
No estamos, por tanto, pidiendo al todavía diácono -repitámoslo- si quiere hacer una actividad más y
distinta de las realizadas hasta ahora en la Iglesia, sino si quiere convertir su vida en un servicio
sacerdotal, radicalmente, completamente, en una decidida dinámica de unión a Cristo, cada día más
estrecha.
La respuesta valiente que pronuncia es, a la vez, humilde, como no podía ser de otra manera, dada la
magnitud de lo requerido: «Sí, quiero, con la gracia de Dios».
Pero falta una última pregunta, que ya escuchó y respondió en la ordenación diaconal, y ahora se le
pide que renueve:
¿Prometes respeto y obediencia a mí y a mis sucesores? (Ritual, n. 153).
El elegido se acerca al obispo y, de rodillas ante él, pone sus manos juntas entre las manos del obispo.
Gesto elocuente de sumisión evangélica y, a la vez, de intimidad paterno-filial.
Las manos del casi presbítero entre las de quien lo va a ordenar en breves minutos, signo de abandono a
su autoridad y a su poder apostólico, signo también de confianza. El calor de unas manos juntas como
expresión somática de una complicidad que reconoce en el obispo alguien digno de respeto y de ser
obedecido por la causa común del evangelio y de la evangelización.
Manos juntas que también comprometen al obispo a hacer posible el «prometo» que pronuncia con voz
firme el ordenando, para toda la vida.
Manos juntas porque juntos están todos los miembros del Cuerpo de Cristo, aunando energía y salud,
en obediencia a la única cabeza y al ritmo de un mismo corazón. «Ut omnes unum sint», «para que
todos sean uno... a fin de que el mundo crea» (Jn 17,21).
La promesa de obediencia no es, pues, expresión fría y arcaica de una realidad primariamente jurídica,
sino eminentemente eclesiológica y carismática. En el respeto obediente, el obispo y el presbítero -cada
uno según su identidad y misión- se comprometen a ser semilla de unidad, dóciles al Espíritu, para que
la vida en el seno de la Iglesia sea posible.
Si el obispo que ordena no es el ordinario del elegido la pregunta hace así, en perfecta inteligencia
eclesiológica: «¿Prometes respeto y obediencia a tu Obispo?». Es siempre a partir de la propia Iglesia
local y de su pastor que se construye la comunión.
Y si el elegido es un religioso, el obispo dice: «¿Prometes respeto y obediencia al Obispo diocesano y a
tu Superior legítimo?». Palabras que ponen en evidencia delante de todos, la unidad del presbiterio,
formado por sacerdotes seculares y regulares -según la clásica distinción- pero que son, unos y otros,
diocesanos, ya que todos, en la más alta expresión eclesial reconocen en el sucesor de Pedro, el Papa, y
en el obispo diocesano los signos y los instrumentos sacramentales de la comunión eclesial, al citar sus
nombres en la plegaria eucarística.
En la medida que el presbítero, pues, traduzca cotidianamente en actos concretos de fidelidad las
respuestas afirmativas pronunciadas delante del obispo, estas serán para él la garantía de calidad de su
misión. Si ajusta su ejercicio pastoral a lo manifestado ante la asamblea de fieles, su ministerio se verá
libre del desánimo, de la arbitrariedad propia o ajena, de un actuar irreflexivo y llevado por costumbres
o modas pasajeras. Si recuerda siempre lo manifestado hoya requerimiento de su obispo, el presbítero
no será jamás un funcionario, ni permitirá que una distancia mortal se interponga entre su hacer y su
existir.
En fin, el ordenando debe comprender que, en estos compromisos, se está actuando el principio
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fundamental de todo ministro («mini», no «magis»), que es la humildad, sin la vivencia de la cual no le
será posible identificarse con Cristo ni ser de él un icono suficientemente expresivo. La afirmación del
Bautista «conviene que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30) se aplica maravillosamente al
sacerdote. Sólo así podrá ser testigo auténtico de la voz del esposo y tener con él un gozo completo (cf.
Jn 3,29).
Letanías
Pero todo esto es demasiado grande para que pueda soportarlo un hombre, débil por naturaleza y
expuesto a múltiples tentaciones. La oración de la Iglesia acude en su auxilio, y lo hará siempre.
El ordenando se postra delante del altar en medio de la asamblea litúrgica. Su gesto es muy elocuente;
es alguien totalmente anonadado por el peso de la misión que está a punto de recibir. Como el profeta
siente que no sabe hablar, que tiene miedo, que su apostolado será combatido y él mismo ultrajado y
despreciado en ocasiones. Ante la magnitud de su vocación, y fijando sus ojos en el crucificado, se
reconoce un gusano que fácilmente se pisotea. También su propio pecado es un peso que lo aplastaría si
no fuese por la sobreabundancia de la gracia de Dios en Jesucristo.
Pero no sólo en señal de penitencia y de humildad se postra el candidato, sino también como expresión
de adoración a Dios. El libro del Apocalipsis contrapone los que se postran ante Dios (por ejemplo los
veinticuatro ancianos «ante el que está sentado en el trono y. adoran al que vive [4, 10]) con los que se
postran ante los ídolos y les sirven (13,4). Por ello, el elegido ahora está exclamando de forma muy
gráfica, sobrecogedora, que ha decidido, a través de su ser sacerdote, adorar sólo a Dios, y apartarse de
los falsos dioses, y enseñar a hacerlo así con sus palabras y sus obras, siendo unas y otras una constante
predicación del Dios vivo, como ha sido constantemente la vida de todos los santos y santas.
Es en esta situación que recibe, como un rocío benefactor, la oración de la Iglesia, en comunión intensa
del cielo y de la tierra. Todos los nombres que son citados en el canto litánico resuenan en el corazón
del ordenando: hombres y mujeres que han dejado al Espíritu hacer su obra de santificación perfecta.
Su invocación es a la vez un estímulo a ser como ellos, hombres y mujeres de Dios, y un consuelo
eficaz, ya que en todos ellos uno se reconoce acompañado y como sostenido por esa fraternidad
espiritual que da un mismo bautismo y una misión compartida.
Imposición de manos y plegaria de ordenación
Las letanías de los santos sumerge al candidato en el inmenso océano de los redimidos y lo hace
partícipe de toda a riqueza espiritual que se ha manifestado en la secular vida de la Iglesia. De esta
contemplación el ordenando sale renovado y fortalecido, de tal forma que al recibir ahora la imposición
de manos del obispo. su contacto ya no es experimentado como un peso o una carga imposible, sino
como un yugo suave y ligero, porque viene del mismo Señor.
Por otra parte, al recibir también la imposición de manos de los presbíteros presentes, el escogido
comprende que, así como en la letanía de los santos ha podido saborear ya en este mundo la comunión
que se vive en el seno de la Trinidad Santa, ahora, al sentir que, sus ya pronto colegas, le imponen las
manos, renueva cordialmente lo que tantas veces habrá escuchado de labios de sus formadores: se sabe
llamado a ejercer el presbiterado en comunión, unido a los otros presbíteros de su diócesis y del
mundo, colaborando juntos con el ministerio episcopal.
¡Qué imagen más bella y acabada! Comunión que viene de lo alto como un don precioso, participado
por miles y miles de hombres y mujeres a lo largo de la historia. Comunión actualizada entre los
hermanos de camino y de misión para la edificación de un mismo edificio, cimentado sobre los
apóstoles y con Cristo como piedra angular.
Es así que el ordenando escucha, humildemente arrodillado, la oración de ordenación de labios del
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
10
obispo. Sabe que de esta oración está naciendo a una novedad de vida. Comprende que por la acción
trinitaria en su vida de bautizado se está produciendo una nueva generación que lo conformará a Cristo
de una manera particular. ¡Sólo con estupor se puede contemplar el propio nacimiento a una realidad
nueva! Este es el momento de dejarse embargar por la sorpresa y la emoción, viendo como Dios sigue
creando y recreando por la fuerza de su Palabra y el calor de su Aliento.
Asístenos, Señor;
Padre santo, Dios todopoderoso y eterno,
autor de la dignidad humana
y dispensador de todo don y gracia
por ti progresan tus criaturas
y por ti se consolidan todas las cosas.
Para formar el pueblo sacerdotal,
tú dispones con la fuerza del Espíritu Santo
en órdenes diversos a los ministros de tu Hijo Jesucristo.
Ya en la primera Alianza aumentaron los oficios
instituidos con signos sagrados.
Cuando pusiste a Moisés y Aarón al frente de tu pueblo,
para gobernarlo y santificarlo,
les elegiste colaboradores,
subordinados en orden y dignidad,
que les acompañaran y secundaran.
Así, en el desierto,
diste parte del espíritu de Moisés,
comunicándolo a los setenta varones prudentes
con los cuales gobernó más fácilmente a tu pueblo.
Así también hiciste partícipes a los hijos de Aarón
de la abundante plenitud otorgada a su padre,
para que un número suficiente de sacerdotes
ofreciera, según la ley, los sacrificios,
sombra de los bienes futuros.
Finalmente, cuando llegó la plenitud de los tiempos,
enviaste al mundo, Padre santo, a tu Hijo Jesús,
Apóstol y Pontífice de la fe que profesamos.
Él, movido por el Espíritu Santo,
se ofreció a ti como sacrificio sin mancha,
y habiendo consagrado a los apóstoles con la verdad,
los hizo partícipes de su misión:
a ellos, a su vez, les diste colaboradores
para anunciar y realizar por el mundo entero
la obra de la salvación.
También ahora, Señor, te pedimos nos concedas,
como ayuda a nuestra limitación, estos colaboradores
que necesitamos para ejercer el sacerdocio apostólico.
TE PEDIMOS, PADRE TODOPODEROSO
QUE CONFIERAS A ESTE SIERVO TUYO
LA DIGNIDAD DEL PRESBITERADO:
RENUEVA EN SU CORAZÓN
EL ESPÍRITU DE SANTIDAD;
RECIBA DE TI EL SEGUNDO GRADO
DEL MINISTERIO SACERDOTAL
Y SEA, CON SU CONDUCTA,
EJEMPLO DE VIDA.
Sea honrado colaborador de orden de los obispos,
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
11
para que por su predicación,
y con la gracia del Espíritu Santo,
la palabra del Evangelio
dé fruto en el corazón de los hombres
y llegue hasta los confines del orbe.
Sea con nosotros fiel dispensador de tus misterios,
para que tu pueblo se renueve
con el baño del nuevo nacimiento,
y se alimente de tu altar;
para que los pecadores sean reconciliados
y sean confortados los enfermos.
Que en comunión con nosotros, Señor,
implore tu misericordia
por el pueblo que se le confía
y a favor del mundo entero.
Así todas las naciones, congregadas en Cristo,
formarán un único pueblo tuyo
que alcanzará su plenitud en tu Reino.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
Que vive y reina contigo
En la unidad del Espíritu Santo
Y es Dios, por los siglos de los siglos. (Ritual, n. 159).
Finalmente escuchará con gozo cómo toda la asamblea «confirma y concluye la oración de ordenación»
con el Amén final (cf. Ritual, n.7), recordando así que su llamada a la vida sacerdotal se ha gestado en
el seno de la comunidad y que también a sus brazos es entregada para que pueda servirla y edificarla en
la fe y el amor.
Detengámonos unos instantes en esta preciosa oración de ordenación. Ésta, del año 1989, ha
substituido a la que se encuentra en primera edición típica del 1968, la cual por distintos motivos no ha
tenido una recepción totalmente satisfactoria, por lo que se decidió una revisión intensa del texto.
Notamos en la actual oración de ordenación una muy buena explicitación de las funciones del
ministerio presbiteral, que se echaba de menos en la anterior. Por ello, la última parte de la oración se
amplió para describir orgánicamente la colaboración del ministerio presbiteral con el ministerio
episcopal: evangelización, celebración de los sacramentos, oración por el pueblo. Para que esta idea
básica no se perdiera, sino que resultara más reforzada se ha repetido antes de cada parte de la
descripción:
Sea honrado colaborador del orden de los obispos.
para que por su predicación
y con la gracia del Espíritu Santo,
la palabra del Evangelio
dé fruto en el corazón de los hombres
y llegue hasta los confines del orbe.
Sea con nosotros fiel dispensador de tus misterios,
para que tu pueblo se renueve
con el baño del nuevo nacimiento,
y se alimente de tu altar;
para que los pecadores sean reconciliados
y sean confortados los enfermos.
Que en comunión con nosotros, Señor;
implore tu misericordia
por el pueblo que se le confía
y en favor del mundo entero.
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
12
Así todas las naciones, congregadas en Cristo,
formarán un único pueblo tuyo
que alcanzará su plenitud en tu Reino.
Otra acentuación del mismo aspecto se introdujo con una variante de la súplica que hace el obispo
pidiendo la ayuda y colaboración de los presbíteros. Si la oración del 1968 ponía el acento en la
debilidad del obispo para justificar la presencia de los presbíteros, la actual asume más claramente la
afirmación conciliar que habla de los presbíteros como «colaboradores y consejeros necesarios (del
obispo) en el ministerio y oficio de enseñar, santificar y apacentar al pueblo de Dios» (PO 7), y justifica
la presencia de los presbíteros como elemento normal en la estructura de los órdenes ministeriales:
También ahora, Señor; te pedimos nos concedas, como ayuda a nuestra limitación, estos colaboradores
que necesitamos para ejercer el sacerdocio apostólico.
También, y siguiendo en la misma línea de lo acabado de exponer, nuestra actual oración nos hace ver
que la cooperación con el ministerio del obispo no se funda en una concesión de éste al presbítero de
las propias funciones ministeriales, sino en una participación específica y personal del sacerdocio de
Cristo como cabeza de la Iglesia. La expresión -no exenta de contestación por parte de algunos que la
consideran equívoca- «secundi meriti munus» (traducida al castellano como: el segundo grado del
ministerio sacerdotal) no tiene un origen administrativo o jurídico, sino estrictamente sacramental, que
fundamenta precisamente la comunión de los presbíteros con el obispo y entre sí, en una auténtica
fraternidad sacramental (cf. PO 7 y 8).
Urge que los presbíteros tomen conciencia de la sacramentalidad de su ministerio y del verdadero
sentido y alcance de esta sacramentalidad. Sólo así podrán superar una concepción insuficiente de su
ministerio, que ha marcado negativamente la mentalidad y la espiritualidad de muchas generaciones de
presbíteros. Durante siglos ha predominado una noción prevalentemente juridicista, que concebía el
ministerio en clave de «poder», «dignidad», «honor» y «funciones exclusivas».
Afirmar la sacramentalidad del presbiterado quiere decir, antes que nada, que la ordenación es un
verdadero sacramento de la Iglesia, es decir, un rito que confiere al ordenado un carisma, una gracia, un
don del Espíritu, que permanece en el ordenado, lo marca y lo capacita para desempeñar un servicio
particular en la comunidad cristiana.
El rito fundamental, la imposición de las manos -verdadero núcleo primitivo del ritual de ordenación-
con su rico y polivalente simbolismo, nos orienta, desde los tiempos bíblicos y en la ininterrumpida
tradición cristiana, hacia la idea de transmisión de un oficio (tarea o servicio) o envío a una misión y
hacia la idea de comunicación de una fuerza (carisma o gracia o Espíritu) para desempeñarlo
adecuadamente.
Así lo entendió ya san Pablo al escribir a Timoteo (cf. 1Tim 4,14-16, 2Tim 1,6-8), donde encontramos
las primeras semillas de una espiritualidad ministerial a partir del sacramento. Todas las liturgias de
ordenación lo han interpretado indefectiblemente en el mismo sentido. Las oraciones que acompañan a
la imposición de las manos, sobre todo en el momento consecratorio, la relacionan invariablemente con
la gracia del Espíritu Santo. Así, por ejemplo, en el primer «ritual de ordenación» que encontramos en
la Tradición Apostólica de Hipólito (siglo III), la oración consecratoria del presbítero menciona como
prefiguraciones de los presbíteros cristianos a «los ancianos que escogió Moisés por orden de Dios,
quien los llenó del espíritu que había dado a su siervo» y, en la epíclesis se invoca para el ordenando
«el Espíritu de gracia y de consejo para que gobierne al pueblo de Dios con el corazón puro». Y en las
ordenaciones orientales, en un momento de la celebración se dice: «La gracia divina, que siempre cura
lo que está enfermo y suple lo que falta, elige a N.N. como presbítero (obispo o diácono) de... Oremos,
pues, por él, para que venga sobre él la gracia del Espíritu Santo».
De esta visión de la ordenación se desprenden, al menos, tres aspectos que tienen incidencia en la
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
13
espiritualidad del presbítero.
En primer lugar el de la primacía de Dios. El simbolismo de la imposición de las manos, reforzado con
la invocación a Dios que le acompaña, subraya ante todo el origen divino de la elección, del carisma.
Es símbolo apto para expresar la verticalidad de la acción de Dios. Es lo que dice san Juan Crisóstomo:
«Eso es la ordenación: el hombre extiende la mano, pero es Dios quien lo realiza todo y es la mano de
Dios la que toca la cabeza del ordenado, si la ordenación es lo que debe ser».
El presbítero no puede quedar indiferente ante la fuerza y énfasis con que toda la tradición litúrgica y
patrística subraya reiteradamente la absoluta iniciativa de Dios y la primacía de su acción en todo el
asunto de la ordenación. El ministerio no es, pues, una simple delegación de la comunidad a una tarea
eclesial. Es, antes que nada, un don de Dios y que capacita al elegido para colaborar en la obra común
de la salvación. Y precisamente por eso consagra Dios a los presbíteros
El segundo aspecto a resaltar es el de la capacidad de crecimiento de la gracia sacramental. Si la
ordenación del presbítero es verdadero sacramento, lo es porque confiere gracia (o carisma o don
espiritual). Ahora bien, la gracia pertenece al orden de la santificación. Pero los teólogos están de
acuerdo en que la gracia de la ordenación no se otorga primordialmente para la perfección personal del
ordenado; la consagración sacramental no es directamente un momento de su santificación personal,
sino que está orientada principalmente a la santificación de los beneficiarios de la actividad ministerial
de la persona ordenada.
Dicho esto, sin embargo, hay que añadir que la tradición habla de la gracia de la ordenación en
términos de santificación, transformación interior y perfeccionamiento del propio ministro ordenado. El
texto clásico a este respecto es el de san Gregorio de Nisa, quien compara la transformación interior del
sacerdote por la ordenación con los cambios habidos en el bautizado, en el altar consagrado, en el pan y
el vino de la Eucaristía y en el aceite que se emplea en el sacramento de la unción: «Ese mismo poder
de la Palabra hace al sacerdote augusto y venerable, separado del común de las gentes por su nueva
bendición. Pues, siendo aún ayer y antes uno de tantos en la plebe, de pronto se ve a sí mismo jefe,
presidente, doctor de la religión, mistagogo de misterios ocultos. Y esto acontece sin que nada haya
cambiado en su cuerpo o en su aspecto exterior: según las apariencias sigue siendo el mismo que era,
pero su alma invisible se ha transformado en un estado superior por una virtud y una gracia invisible».
No obstante, la gracia de la ordenación no es, sin más, garantía de progreso espiritual para el que la
recibe, pero sí una exigencia permanente de santidad. Ya en la carta de san Pablo a Timoteo, el carisma
de la ordenación se concibe como una gracia que no se debe mantener inactiva como rescoldo
resguardado por la ceniza, sino que debe ser objeto de recuerdo y cuidado constante, como un fuego
que se atiza y se mantiene vivo. De ello dependerán el progreso y la salvación del propio ministro y de
los que le escuchan.
Y el tercer aspecto que queremos subrayar aquí es el de una sacramentalidad que compromete a la
persona del ministro. La índole sacramental de la que hablamos aquí, no tiene por qué condenarlo a
tener una mentalidad y unos comportamientos de «funcionario» que se contenta con asegurar el
«funcionamiento» de unos mecanismos, sin dejarse interpelar personalmente. De hecho, más bien
contemplamos que ocurre lo contrario. Ante una concepción muy utilitarista del ministerio, extendida
en los últimos decenios al menos en muchas Iglesias locales del occidente europeo, aumenta
simultáneamente una mentalidad que identifica en la práctica el ejercicio del sacerdocio con la
actividad de una profesión liberal más, distinguiendo con una línea divisoria el momento «ministerial»
del «personal» (cf. para todo este apartado el artículo de Ignacio Oñatibia "La espiritualidad del
presbítero desde la sacramentalidad de su ministerio" en Cuadernos Phase 50).
Pensamos, pues, que una vida sacerdotal vivida desde la sacramentalidad favorece sin lugar a dudas
que el ordenado se deje interpelar personalmente por los ritos y las preces de la Iglesia. La exigencia de
la participación activa, interior y consciente, tan defendida en la Iglesia por el Magisterio pontificio
desde los mismos inicios del siglo XX, de quienes forman parte en la acción ritual y sacramental, afecta
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
14
a todos y, en primer lugar, al propio ministro. La oferta de salvación que como ministro de Dios
transmite a los demás va dirigida, también a él.
Precisamente, para expresar la dinámica de consagración-misión, tan propia de Cristo, y comunicada
por Él a los apóstoles, son de gran utilidad las dos dimensiones que la oración de ordenación incluye al
citar a Jesús: Apóstol y Pontífice.
Finalmente, cuando llegó la plenitud de los tiempos,
enviaste al mundo, Padre santo, a tu Hijo, Jesús,
Apóstol y Pontífice de la fe que profesamos.
Él, movido por el Espíritu Santo,
se ofreció a ti como sacrificio sin mancha,
Con ello queda explicitada la originalidad del sacerdocio constitutivo de la persona de Cristo: la
ofrenda filial de sí mismo, iniciada en su encarnación y perennizada a la diestra del Padre, con su
glorificación, y a la vez su misión mesiánica de revelación del amor del Padre al mundo y de
purificación de los pecados.
Estas dos dimensiones del sacerdocio y de la misión de Cristo son comunicadas a los apóstoles, con sus
colaboradores:
y habiendo consagrado a los apóstoles con la verdad,
los hizo partícipes de su misión;
a ellos, a su vez, les diste colaboradores
para anunciar y realizar por el mundo entero
la obra de la salvación.
Esta referencia a los apóstoles, hecha con el lenguaje juánico de la oración sacerdotal (cf. Jn 17,19)
precisa la forma de participación en el sacerdocio y la misión de Cristo, de la cual trata esta oración.
Por otra parte, la misión apostólica y la de sus colaboradores se define de una manera sintética,
excluyendo cualquier dicotomía entre evangelización y celebración litúrgica, y en cambio acentúa la
íntima conexión de los dos aspectos como formando parte de una sola misión, en la cual lo que se
anuncia por la Palabra es realizado por el Sacramento.
Por lo que respecta a la tipología de la oración de ordenación, nos presenta enseguida a Moisés y
Aarón. Son citados en relación a la colaboración que los dos tuvieron en el gobierno y la santificación
del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento; de aquí que se haya situado explícitamente la referencia:
Ya en la primera Alianza aumentaron los oficios,
instituidos con signos sagrados.
Cuando pusiste a Moisés y Aarón al frente de tu pueblo,
para gobernarlo y santificarlo,
les elegiste colaboradores.
subordinados en orden y dignidad,
que les acompañaran y secundaran.
En la tipología de Aarón, sobre todo, se subraya el carácter figurativo y no definitivo del sacerdocio del
Templo:
Así también hiciste partícipes a los hijos de Aarón
de la abundante plenitud otorgada a su padre,
para que un número suficiente de sacerdotes
ofreciera, según la ley, los sacrificios,
sombra de los bienes futuros.
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
15
Con esta relación al carácter de «sombra» y de sacerdotes «según la ley», se evita que la recitación de
la oración suscite equívocos acerca de la relación entre el sacerdocio aarónico y el ministerio sacerdotal
cristiano.
También esta plegaria que comentamos presenta un notable enriquecimiento teológico, respecto a la
anterior, en estos tres aspectos: destacar mayormente la dinámica trinitaria, situar más claramente el
ministerio en su contexto eclesiológico, y mantener la referencia escatológica.
El primer aspecto lo encontramos ya por el hecho de haber introducido explícitamente el misterio
sacerdotal de Cristo, pero también por las primeras líneas de la oración, donde se hace una síntesis de la
obra creadora de Dios hacia el hombre, en la naturaleza y en la gracia, a la vez que se insinúa desde el
principio que el ministerio es una gracia:
autor de la dignidad humana
y dispensador de todo don y gracia;
y después de haber citado la referencia al desarrollo y a la consolidación de todo como acción de Dios,
por ti progresan tus criaturas
y por ti se consolidan todas las cosas;
se pasa enseguida a la concreción ministerial. Es aquí donde la dinámica trinitaria se hace más
evidente: la existencia ministerial es querida por Dios, los ministros lo son de Cristo, quien los
constituye es el Espíritu Santo con su fuerza, la finalidad es la formación del pueblo sacerdotal, esto es,
la Iglesia santa de Dios:
Para formar el pueblo sacerdotal,
tú dispones con la fuerza del Espíritu Santo
en órdenes diversos a los ministros de tu Hijo Jesucristo.
El aspecto eclesiológico viene subrayado por el texto que acabamos de citar: los ministros tienen como
marco de comprensión, junto con la referencia a Cristo y a los apóstoles, la formación del pueblo
sacerdotal. Así confluyen el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. Este dinamismo es
acentuado también en la explicitación de las funciones, en la última parte de la oración, y en la
referencia a la congregación universal en Cristo para formar un solo pueblo.
Íntimamente vinculado a esta referencia aparece el aspecto escatológico:
Así todas las naciones, congregadas en Cristo,
formarán un único pueblo tuyo
que alcanzará su plenitud en tu Reino.
Con esta perspectiva de la consumación de la Iglesia y el Reino de Dios, la oración sitúa desde un
punto de vista eclesiológico el horizonte escatológico del ministerio (cf. para el comentario de la
oración de ordenación el artículo de Pere Tena "La prex ordinationis de los presbíteros en la II edición
típica", en Cuadernos Phase 50).
Finalizada la oración de ordenación, ahora algunos de los presbíteros presentes imponen al ordenado la
estola, según el modo presbiteral, y le revisten con casulla. Es un momento litúrgicamente muy sencillo
pero con notable significación, ya que aparece a los ojos de todos -empezando por el propio
neosacerdote- lo que ha producido la imposición de manos y la oración del obispo. Ya desde el
bautismo «nos hemos revestido de Cristo» como afirma el apóstol. Ahora el ordenado es «revestido»,
ya que sobre la blanca túnica bautismal recibe los ornamentos presbiterales.
El nuevo vestido -como ya sucedió cuando la ordenación diaconal- es signo de su condición renovada.
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
16
Lo manifiesta como un sacerdote del orden de los presbíteros, ante sí mismo y ante la comunidad. Pero
es también un ornamento. Es decir, una realidad material que tiene por función colaborar a la belleza de
la celebración, reflejo de la belleza de Jesucristo glorificado, a quien el sacerdote representa con toda la
fuerza sacramental de esta palabra. Por ello el ordenado deberá cuidar durante toda su vida que al
aparecer ante la asamblea como icono del celebrante por antonomasia, el Kyrios, el aspecto de los
ornamentos que reviste evoque la hermosura de Aquel a quien hace visible, y que es «el más bello de
todos los hombres» (Sal 44).
Unción de las manos y entrega del pan y del vino
«Por la unción de las manos se significa la peculiar participación de los presbíteros en el sacerdocio de
Cristo» (Ritual, n. 113). Con estas palabras el Ritual explica el gesto que ahora tiene lugar. Del
Pentecostés renovado que es cada misa crismal, cuando el Espíritu Santo consagra el santo óleo, toda la
Iglesia es ungida y todos sus miembros participan del perfume benéfico que Cristo nos ha conseguido
con su muerte y resurrección, siendo figura profética el perfume derramado sobre la cabeza de Aarón y
que por la sobreabundancia del don impregnaba su barba e incluso los vestidos. Así, el ordenado recibe
también gracia de este óleo de salvación, para que se revele ante todos su «peculiar participación» de
quien es el Ungido por excelencia, el Señor, y. ungido por el Espíritu, pueda exhalar «el buen olor de
Cristo», santificando al pueblo cristiano con su ministerio, el cual ultrapasa con mucho las propias
aptitudes.
Jesucristo, el Señor;
a quien el Padre ungió
con la fuerza del Espíritu Santo,
te auxilie para santificar al pueblo cristiano
y para ofrecer a Dios el sacrificio. (Ritual, n. 161).
Otro rito explicativo se desarrolla en este momento. «Por la entrega del pan y del vino en sus manos se indica el deber de presidir la celebración Eucarística y de seguir a Cristo crucificado» (Ibid). Gesto muy significativo:
Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios.
Considera lo que realizas
e imita lo que conmemoras,
y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor (Ritual, n. 163).
En primer lugar el obispo, al entregarle la patena con el pan y el vino yagua en el cáliz, dice al
ordenado: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios». El sacerdote no deberá olvidar
nunca estas palabras. Lo que sus manos presentan sobre el santo altar no es su particular oblación, sino
la de todos los fieles, a quienes, además, deberá enseñar «a fondo a ofrecer a Dios Padre la Víctima
divina en el sacrificio de la misa y a hacer, juntamente con ella, oblación de su propia vida» (PO 5).
Pensar esto con asiduidad alejará al presbítero de la tentación de apropiarse de 1a celebración litúrgica,
haciendo de ella su capricho pastoral en ejercicio de un subjetivismo clerical del todo inapropiado. Se
trata, pues, de la ofrenda del pueblo santo, que el obispo ha puesto en sus manos para presentarla a
Dios. Así de claro, así de sencillo, así de imponente.
En esta misma línea se desarrollan las palabras siguientes del obispo al neosacerdote: «Considera lo
que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». Se
trata una vez más de evitar adulterar la liturgia convirtiéndola en un paréntesis, y de garantizar que es
expresión ritual de una liturgia existencial que implica todo el ser, alma y cuerpo, ideas y sentimientos,
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
17
mente y corazón. Unión perfecta de la lex orandi y la lex vivendi, en un solo y completo acto de culto.
Así se puede exhortar con fuerza al ordenado que su ejercicio ministerial esté siempre empapado de
una viva conciencia de la grandeza de lo que hace, evitando el actuar superficial e irreflexivo, rutinario;
que haga vida propia de lo que conmemora en el altar, es decir, que se dé al Padre en bien de todos los
hombres cada día de su existencia, y que así, en oblación perenne, su vida se vaya «cristificando». De
esta manera, le queda claro al ordenado dónde y cómo hallar la santificación en su ser sacerdote: no en
actividades añadidas a su ministerio o en prácticas tomadas de legítimos carismas eclesiales, sino en
contacto con el santo altar del Señor y su servicio.
Beso de paz
«El Obispo, con el beso de paz, pone en cierto modo el sello a la acogida de sus nuevos colaboradores
en su ministerio; los presbíteros saludan con el beso de paz a los ordenados para el común ministerio en
su Orden» (Ritual, n.113).
Efectivamente, con este gesto el obispo acoge de forma paternal y visible al nuevo sacerdote como
colaborador suyo. Es un momento amable y cálido, en el cual el obispo se compromete también a ser
siempre para el ordenado presencia del resucitado, de quien ha tomado el saludo, y, por tanto, imagen
eficaz del Buen Pastor. No se puede abrazar durante la acción litúrgica y rechazar en el día a día. Esta
imagen del obispo abriendo los brazos al presbítero y comunicándole la paz del Señor, debe mantenerse
intacta durante el ejercicio ministerial de ambos, y de forma particular cuando las circunstancias o el
pecado parece que fuerzan una separación vital, convirtiendo la comunión en algo meramente teórico.
En ello, quien debe llevar la iniciativa es siempre el obispo, pues no puede olvidar que «Cristo nos amó
primero», y él, el obispo, en su diócesis, es vicario y apóstol suyo.
El sacerdote, en este abrazo, se compromete también a hacerlo siempre posible. A no cerrar su corazón
al obispo que le preside, facilitando que también el pastor diocesano pueda gozar «en su espíritu» de la
paz del resucitado. Se compromete a no olvidar que por razón de su ser presbítero, es un colaborador
del obispo, no alguien que actúa por cuenta propia, y a hacer fácil y sereno el ministerio episcopal para
bien de todo el cuerpo eclesial. Dejándose abrazar, finalmente, el presbítero reconoce la paternidad
espiritual de su obispo, y a ella se amparará siempre, especialmente en los momentos difíciles.
Por otra parte, los presbíteros presentes, o al menos algunos de ellos (cf. Ritual, n. 164), hacen también
el mismo gesto con su ya colega. Incorporado a un ordo es recibido por quienes de hace tiempo están
en él, para significar también el deseo mutuo de colaborar conjuntamente en un mismo ministerio.
Imagen muy elocuente la que nos brinda la liturgia en este momento, antídoto -si se vive como se
realiza- de un presbiterio fragmentado por mil razones, el cual, a pesar de estar compuesto por
miembros distintos, con sensibilidades diferentes, saben encontrar su comunión en lo que ha
configurado su ser y orientado su misión. También aquí hay todo un reto para nuestro momento
eclesial.
LITURGIA EUCARÍSTICA
«Los ordenados ejercen por primera vez su ministerio en la liturgia eucarística concelebrándola con el
Obispo y con los demás miembros del presbiterio» (Ritual, n.114). Comienza así el neopresbítero,
solemnemente, el ejercicio sacerdotal, tomando parte de la principal manifestación de la Iglesia, que
«se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios... particularmente en la
eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo rodeado de su presbiterio
y ministros» (SC 41), y comienza por la realidad más sublime y eficaz de todas las que realizará como
ministro ordenado.
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
18
Debe estar convencido de ello, dando crédito a la afirmación de los Padres, cuando decían que «la
eucaristía hace a la Iglesia». Efectivamente, la construye, porque en cada misa se renueva lo que la
fundamenta y sostiene: la Pascua de Cristo. Por tanto, al concelebrar con el obispo, el nuevo sacerdote
debe ser consciente de que la misma liturgia de su ordenación lo coloca en el corazón de su ministerio,
y con la pedagogía propia de la acción ritual, que consiste en hacer más que en decir, le informa de que
su cometido más elevado y propio desde ahora será el de presidir la asamblea de los fieles para la
oblación de Cristo al Padre en el Espíritu Santo. Y hoy realiza esto de la forma más significativa
posible, y con la solemnidad propia de una statio. En muchas otras ocasiones, será en la sencillez de lo
cotidiano, junto a la comunidad que se le ha encargado de servir, otras veces rodeado de personas que
le son desconocidas, también quizás en tierras lejanas a las suyas y con asambleas culturalmente muy
distintas. Pero en cualquier caso, el sacerdote sabe que, presidiendo la liturgia está realizando su
cometido, esté donde esté, porque el día de su ordenación experimentó una novedad de vida tal que,
cuando celebra la liturgia, y especialmente la eucaristía, se reconoce a sí mismo en su identidad más
genuina, y sabe que el Señor lo ha situado precisamente aquí para que sea su instrumento de salvación
«por todos los hombres».
Pero sus manos, aunque ungidas, no escaparán a la suciedad del pecado. Cuando vea ahora que el
obispo lava las suyas recitará también para sí lo que ahora reza quien recibe el agua de la penitencia:
«Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado». Antes de entrar, pues, en la gran plegaria
eucarística, el sacerdote pide perdón, confiesa su culpa, y confía en el poder purificador del sacrificio
que va a renovar. Este gesto de humildad, repetido en cada misa, sitúa al sacerdote psicológica y
espiritualmente en la verdad, conociendo su pecado y reconociendo la misericordia de Dios.
Oración sobre las ofrendas
Tú has querido, Señor;
que tus sacerdotes sean ministros del altar y del pueblo,
te rogamos que, por la eficacia de este sacrificio,
el ministerio de tus siervos
te sea siempre grato y dé frutos permanentes en tu Iglesia.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Al observar desde su lugar cómo el obispo concluye el rito de la presentación de los dones con esta
oración, el ya presbítero deberá comprender con certeza que en palabras sacramentales se ha expresado
una realidad fundante de su nuevo ser. Sin división alguna, sino en perfecta sintonía, la ordenación lo
ha constituido ministro «del altar y del pueblo».
Justo antes de la oración sobre las ofrendas, es el mismo pueblo quien le recordará en cada celebración
cuál es su cometido: «Que el Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su
nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». No se puede decir con mayor precisión.
Ya después de la unción de las manos, los fieles han llevado el pan sobre la patena y el cáliz, con el
vino y el agua, para la celebración de la misa (cf. Ritual, n. 163). El obispo lo ha recibido y puesto en
manos del ordenado, diciendo la oración que ya hemos comentado. Este momento ritual está en
perfecta complementariedad con el inicio de la liturgia eucarística y es su anuncio. El pueblo de Dios
aparece máximamente implicado en el sacrificio que deberá realizar sacramentalmente el sacerdote,
hasta el punto de proveer a éste de lo necesario e, incluso, de decirle, como acabamos de ver, lo que
debe hacer y para qué.
Es, pues, ese pueblo que está delante del altar quien espera del ministerio del presbítero poder
participar del sacrificio sacramental, que es a la vez alabanza y gloria de Dios, y su máximo bien, así
como el de toda la Iglesia, extendida de oriente a occidente. Por ello la asamblea, en su conjunto, está
pendiente de las manos del sacerdote, las cuales van a ser instrumento precioso de la renovación del
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sacrificio perenne, y expresión corporal de la dedicación a Dios, de su completo abandono a Él. Brazos
extendidos. como los del crucificado; manos abiertas hacia lo alto, totalmente rendidas a su Señor,
mostrando su palma dirigida hacia delante, como lo estaban las del Señor mientras ofrecía en el madero
su perfecto sacrificio al Padre, con estremecedor gesto de amor sin límites.
En este momento, pues, el ordenado, comprenderá que todo pende y depende de este sacrificio -
empezando por el propio ministerio y los frutos que la Iglesia espera recibir de él-, y que está a punto
de realizarse con la gran plegaria.
La plegaria eucarística
En la Institutio general del misal romano (IGMR), cuando va a tratar de la plegaria eucarística,
podemos leer: «Ahora es cuando empieza el centro y el culmen de toda la celebración, a saber, la
plegaria eucarística...» (n. 78).
Detengámonos brevemente sobre lo que hemos subrayado de la afirmación anterior: centro y culmen.
Esta expresión es muy significativa, ya que al hablamos de centralidad se nos dibuja una realidad que la
está envolviendo, y, también, al hablamos de culmen, se nos indica que hay una ascensión antes de
llegar a él. Es decir, de una forma muy concisa se nos dice que la celebración eucarística debe tener su
forma y su proporción, con lo cual se nos invita a no exagerar ni a disminuir impropiamente algunas
partes en detrimento del conjunto. Lo recordó muy bien Juan Pablo II, en su Carta Apostólica «Dies
Domini» sobre la santificación del domingo: «El objetivo hacia el cual hay que tender es que toda la
celebración, en cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la homilía, exprese en cierta manera el
mensaje de la liturgia dominical, de tal forma que éste pueda incidir más eficazmente sobre los que
toman parte en ella» (n. 40).
Por tanto, se trata de la celebración como un todo, como un cuerpo armónico, que tiene su centro y su
cima en la plegaria eucarística.
El prefacio
Ha llegado, pues, el momento «cuando empieza el centro y el culmen de toda la celebración». El
prefacio nos introduce en él. Dos textos nos ofrece la liturgia de ordenación.
I. Cristo sacerdote y ministerio de los sacerdotes
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias
siempre y en todo lugar;
Señor; Padre santo,
Dios todopoderoso y eterno.
Que constituiste a tu único Hijo
Pontífice de la Alianza nueva y eterna
por la unción del Espíritu Santo,
y determinaste, en tu designio salvífico,
perpetuar en 1a Iglesia su único sacerdocio.
Él no sólo confiere el honor del sacerdocio real
a todo su pueblo santo,
sino también, con amor de hermano,
elige a hombres de este pueblo,
para que, por la imposición de las manos,
participen de su sagrada misión.
Ellos renuevan en nombre de Cristo
el sacrificio de la redención,
preparan a tus hijos el banquete pascual,
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
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presiden a tu pueblo santo en el amor;
lo alimentan con tu palabra
y lo fortalecen con los sacramentos.
Tus sacerdotes, Señor;
al entregar su vida por ti
y por la salvación de los hermanos,
van configurándose a Cristo,
y han de darte así testimonio constante
de fidelidad y amor.
Por eso,
nosotros, Señor;
con los ángeles y los santos
cantamos tu gloria diciendo:
Santo, Santo, Santo…
II. Cristo, origen de todo ministerio eclesial
En verdad es justo y necesario
alabarte y darte gracias,
Padre santo, Dios omnipotente y misericordioso,
de quien proviene toda paternidad
en la comunión del Espíritu.
En tu Hijo Jesucristo, sacerdote eterno,
Siervo obediente,
Pastor de los pastores,
has puesto el origen y la fuente de todo ministerio,
en la viva tradición apostólica
de tu pueblo peregrino en el tiempo.
Con la variedad de los dones y de los carismas
Tú eliges dispensadores de los santos misterios,
para que en todas las naciones de la tierra
se ofrezca el sacrificio perfecto,
y con la palabra y los sacramentos
se edifique la Iglesia,
comunidad de la nueva alianza,
templo de tu gloria.
Por este misterio de salvación,
unidos a los ángeles y a los santos,
cantamos con gozo el himno de tu alabanza:
Santo, Santo, Santo…
La acción de gracias propia de la oración eucarística la encontramos, especialmente, en la primera parte
de la plegaria, es decir, en el llamado «prefacio». Dice así la Institutio del Misal Romano: «Los
principales elementos de que consta la plegaria eucarística pueden distinguirse de esta manera: a)
Acción de gracias (que se expresa sobre todo en el prefacio): en la que el sacerdote, en nombre de todo
el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de salvación o por alguno de
sus aspectos particulares, según las variantes del día, fiesta o tiempo litúrgico» (n. 79, 1).
El prefacio, por tanto, no es -como quizá puede dar a entender esta palabra, equivocadamente- una
antesala de la oración eucarística, sino que forma parte de ella intrínsecamente.
Se inicia con un diálogo, que es antiquísimo, ya que lo podemos hallar, con algunas pequeñas variantes,
en todas las liturgias antiguas. En occidente lo encontramos ya en el siglo III, en el documento llamado
«Tradición Apostólica», y en san Cipriano; también san Agustín habla de él en sus sermones.
Después del saludo «el Señor esté con vosotros» y de su respuesta por parte de toda la asamblea, el
presidente de la misma añade: «Levantemos el corazón»; se trata de una invitación que probablemente
deriva del texto del libro de las Lamentaciones: «Alcemos nuestro corazón y nuestras manos al Dios
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21
que está en los cielos» (3, 41), el cual ha sugerido quizás el gesto simbólico de levantar en alto los
brazos en la oración. Con esta expresión, se quiere llevar a todos los presentes en la acción litúrgica a la
contemplación de las obras de Dios, justo a las puertas de la renovación del sacrificio pascual. Es
momento de abandonar toda preocupación, de centrar los pensamientos en el Señor, alejándonos de
cualquier distracción, de ponemos en actitud de oración vigilante, ya que lo que estamos a punto de
contemplar es lo más grande que se puede ver y vivir en este mundo. No cabe, pues, en este momento,
otro interés que para Dios, que está en los cielos, y, desde allí, nos hace participar ya, por la gracia del
Espíritu Santo, -fruto de la pascua de Cristo- de su gloria. Ante tal majestad, no cabe otra respuesta ni
otra disposición del corazón que la manifestada por la expresión litúrgica que pronuncia la asamblea:
«Lo tenemos levantado hacia el Señor».
y la siguiente invitación del presidente de la celebración es también muy importante, ya que con ella
nos dice el motivo de nuestra elevación hacia lo alto: «Demos gracias al Señor, nuestro Dios».
Efectivamente, como hemos dicho, en el prefacio se hace patente la acción de gracias, que inunda toda
la plegaria, y ahora se invita a todos los participantes a ello, los cuales, con la exclamación «es justo y
necesario» dan pie para el inicio de esta importante oración por parte del sacerdote: «En verdad es justo
y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por
Jesucristo, tu Hijo amado» (PE II). Respuesta que parece eco de las palabras paulinas: «Tenemos que
dar en todo tiempo gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es justo» (2Ts 1,3).
Aquí, pues, comienza esta gran plegaria, dirigida siempre al Padre, por Jesucristo (del cual es icono
sacramental el sacerdote que preside) en el Espíritu Santo. Este esquema: «al Padre por Jesucristo en el
Espíritu» es constante y fundamental.
Todos los prefacios dan gracias por algún particular elemento de la historia de la salvación que Dios ha
obrado. A veces se trata del momento concreto del año litúrgico el que es objeto de agradecimiento, o
de la conversión y salvación del hombre, o del misterio particular que se celebra. Incluso en el caso de
la fiesta o solemnidad de algún santo, el prefacio ilustra siempre este particular misterio de la redención
de forma teocéntrica: «al Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo».
Pero, más allá de la pluralidad de los textos -característica típica de la liturgia romana- e incluso más
allá de la calidad literaria de cada uno de ellos, siempre el objeto de la descripción es el don de Dios, en
su gracia y salvación. Se conmemora y se manifiesta, pues, el don de Dios y el hombre responde con la
alabanza; se alaba a Dios y al don en un único movimiento interior, dado que el don es revelación del
donador. Agradeciendo, pues, el don, manifestamos nuestra aceptación del mismo y, por tanto, nos
comprometemos con el donador, en la lógica de la gratuidad más clara. Por tanto, aquí se manifiesta
con simplicidad y autenticidad que la oración compromete, que no es un momento de «alienación» o de
«distracción estética» sino que no hay nada más vinculante en el compromiso cotidiano que una
oración auténtica en sintonía trinitaria y eclesial.
El ya sacerdote se acercará ahora al altar, si así lo han dispuesto, con el diálogo ritual que introduce
inmediatamente al prefacio. Al lado del obispo y alrededor de la mesa eucarística (sólo el presidente
debe estar delante de la asamblea, y todos los demás, empezando por los concelebrantes, como parte de
una única comunidad orante, tienen que situarse de tal forma que el altar aparezca no como barrera
divisoria entre clérigos y laicos, sino como centro de la acción litúrgica); en esta significativa posición,
pues, por primera vez, participará con un silencio adorante, de este momento, contemplando, al
escuchar las palabras del obispo, las maravillas que Dios ha obrado en Jesucristo al conceder a su
Iglesia, por la energía del Espíritu, el don de perpetuar su único sacerdocio.
Efectivamente, ahora, en acción de gracias, el presidente de la celebración irá desgranando los rasgos
característicos del ministerio ordenado, con un subrayado especial de la dimensión litúrgica: «Ellos
renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual,
presiden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos»
(Prefacio I). «Con la variedad de los dones y de los carismas tú eliges dispensadores de los santos
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misterios, para que en todas las naciones de la tierra se ofrezca el sacrificio perfecto, y con la Palabra y
los sacramentos se edifique la Iglesia, comunidad de la nueva alianza, templo de tu gloria» (Prefacio
II). Y desde la vertiente eucarística como realidad fontal aparece el contexto eclesial bien perfilado. El
ministro del altar es, por ello mismo, ministro de la Iglesia, ya que ésta encuentra en aquel su
fundamento y su constante existir.
Pero no se olvida en este momento de gran intensidad orante la dimensión existencial de la vida
ofrecida, la cual concluye y perfecciona la realidad sacramental: «Tus sacerdotes, Señor, al entregar su
vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y han de darte así
testimonio constante de fidelidad y amor» (Prefacio I). Se trata, pues, de un dinamismo oblativo: al dar
la vida en perfecta sintonía por Dios y por los hermanos se hacen figura de Cristo, presentándose a
Dios en espiritual armonía desde la fidelidad y el amor, como siempre fue la relación de Jesús con su
Padre.
El «Sanctus»
El prefacio desemboca en el «Sanctus» como su conclusión lógica, el cual con alguna variante es el
himno escuchado por Isaías de labios de los serafines, delante del trono de Dios: «Santo, santo, santo.
Yahvé Sebaot; llena está toda la tierra de su gloria» (6,3). La celebración de la alabanza divina se
convierte en contemplación de la alabanza que los ejércitos celestiales cantan al Padre, al cual ven cara
a cara.
Es sumergido en la dulzura de estas grandes manifestaciones de la misericordia de Dios para con su
Iglesia, y para con el nuevo presbítero, que éste se abandonará al canto del Sanctus como expresión
sublime del reconocimiento de la magnanimidad del Señor. En especial comunión con los coros
angélicos, con todos aquellos que ya participan de la bienaventuranza eterna, en la espera de la
definitiva resurrección, canta al tres veces Santo la majestad de su esplendor que llena el cielo y la
tierra, haciendo de su voz también voz de la Iglesia peregrina y que, en esta asamblea concreta, es la
más alta epifanía de su ser comunidad de la nueva alianza, templo de la gloria de Dios y pueblo santo.
En este momento toma un relieve especial el texto de la Constitución litúrgica del Vaticano II, donde
afirma: «En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra
en la santa ciudad de Jerusalén [...]; cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial»
(SC 8).
Ante tal majestad, no deberíamos ser fáciles, pues, a introducir melodías que no se adhieran bien al
sentido del texto; pueden ser sencillas, e incluso de fácil aceptación por una asamblea poco versada en
música, pero jamás «facilonas», ya que este momento de tan gran comunión entre la Iglesia del cielo y
la de la tierra, parece que reclama otra cosa de mayor peso, de mayor belleza, de mayor calidad, de
mayor autenticidad.
Pero la plegaria eucarística no es sólo acción de gracias. Es también, según IGMR 78, una oración de
«santificación».
La primera epíclesis
A la epíclesis «de consagración» le acompaña un gesto muy significativo: el imponer las manos. En la
Biblia va unido a la bendición de Dios, en un sentido amplio y fuerte. Los apóstoles usan de este gesto
para significar la donación del Espíritu Santo (cf. Hch 19,2). Aquí se trata de la imposición de las
manos sobre el pan y el vino. Este mismo gesto lo encontramos en los otros sacramentos, al invocar el
Espíritu. En el corazón de la eucaristía, sin embargo, tiene una fuerza especial.
Que la Pascua de Cristo es el inicio de una nueva creación ya lo sabemos. Todo, en el Hijo muerto y
resucitado, ha sido renovado, y se han inaugurado los cielos nuevos y la tierra nueva, ya que la muerte
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
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ha sido vencida y también su aguijón, el pecado. El cosmos entero está afectado por la victoria de
Cristo, y toda la creación «espera ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (cf. Rm 8,20-21). Una libertad que será plena cuando se dé el
rescate de nuestro cuerpo (cf. Rm 8,23), pero de la cual ya ahora participamos por la fe y la esperanza,
gracias el Espíritu que, en nuestro interior, viene en ayuda de nuestra flaqueza (cf. Rm 8,26).
Al suplicar al Padre, pues, que envíe el Espíritu Santo sobre el pan y el vino, estamos haciendo una
epíclesis sobre la creación, renovando la acción transformadora de la pascua de Cristo. Pedir que el pan
sea el Cuerpo del Señor, y que el vino sea su Sangre es, en obediencia al mandato de Cristo, sumergirse
en la energía divinizadora de la resurrección del Hijo, y aceptar en acogida adorante que «haga un
mundo nuevo» (cf. Ap 21,5).
Por ello, es casi imposible, al contemplar al sacerdote que extiende sus manos sobre «el fruto de la
tierra», mientras pide la efusión del Espíritu, no pensar en las primeras palabras del libro del Génesis:
«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima
del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas» (1,1-2). Algunas liturgias orientales
realizan acciones que intentan imitar el aletear del «viento de Dios», es decir, su Espíritu, acompañadas
de sonidos y melodías evocadoras de este instante primero. Nuestra liturgia romana, dada su
«sobrietas», simplemente prescribe que el sacerdote imponga las manos sobre el pan y el vino. Por
ello, si queremos ser fieles a lo que nos pide la liturgia y a este momento originario, debemos realizar
este gesto con toda la significación posible, de manera que también nosotros podamos evocar, en las
manos extendidas de los sacerdotes, al Espíritu, al «viento de Dios», que está cubriendo con su energía,
a toda la creación, de la cual, por el Hijo encarnado en el Espíritu, el Padre realizará «un mundo
nuevo»; el mundo que ya se ha iniciado en el cuerpo resucitado de Cristo, el Señor.
Por tanto, el momento de la epíclesis tiene resonancias claras en el orden de la creación tocada por la
pascua de Jesús. Pero también en 10 que respecta a la constitución del mismo cuerpo de Cristo.
«Aquella mañana de Pentecostés, el Espíritu Santo alumbró virginalmente el Cuerpo de Cristo formado
con nuestra humanidad: la Iglesia» (Corbon). Efectivamente, en aquel momento fundante el Espíritu
Santo convirtió al pequeño e insignificante grupo de «pobres» en Iglesia. Es decir, en Cuerpo de Cristo.
El Espíritu y el «fiat» de María, en sinergía de amor, hicieron posible la encarnación del Verbo, dando
Cuerpo, en las entrañas virginales de la hija de Sión, a la Segunda Persona de la Trinidad. El Espíritu y
la oración de los apóstoles, también de María y de las otras mujeres, y de los parientes de Jesús, hacen
posible que la muerte y resurrección de Cristo alumbre el Cuerpo de Cristo, la Iglesia santa, a la vez
esposa del Señor y pueblo adquirido por la Sangre del Hijo.
El Espíritu derramado y la liturgia de la Iglesia hacen del pan y del vino el Cuerpo y la Sangre del
Señor, acercando hasta nuestros sentidos la Palabra de la Vida. Así, si por la Ascensión el Verbo
encarnado ha subido a la derecha del Padre, gracias a Pentecostés Él mismo penetra en la carne de toda
la humanidad. Gracias al Espíritu Santo la liturgia toma «cuerpo» en la Iglesia, y en la eucaristía este
Cuerpo es el Cordero de Dios, de donde brota «el río de agua de Vida» (Ap 22,1), que también procede
del trono de Dios. Por ello podemos exclamar con la bienaventuranza de los elegidos: «¡Dichosos los
invitados a la cena del Señor!».
El momento de la epíclesis, en el interior de la plegaria eucarística, por tanto, tiene una importancia
capital. «En nuestra generación ha habido una feliz vuelta al Espíritu y su papel protagonista. Y no sólo
en cuanto a la eucaristía, sino también en los otros sacramentos y en general en la vida de la Iglesia»
(Aldazábal). Afortunadamente estamos ya lejos de una preocupación juridicista del «momento» de la
consagración calculando el final de las palabras pronunciadas por el sacerdote, mientras, quizás,
olvidábamos el acontecimiento que se renovaba sacramentalmente en nuestra presencia.
Conviene, pues, ahora, que todos, ministros ordenados y laicos, conscientes de la capital importancia
de esta realidad, actuemos en la celebración litúrgica de acuerdo al misterio que, delante de nuestros
ojos, se desarrolla. ¡Cómo no impresionamos si incluso los mismos ejércitos celestiales se estremecen
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de estupor ante tal maravilla! Si antes nos acechaba el reduccionismo de una «validez», ahora debemos
luchar contra un peligro no menos negativo: la banalización. Es decir, actuar litúrgicamente de tal
forma que aparezca como trivial lo que se está haciendo, ante los ojos de propios y extraños. Si bien es
cierto que nadie puede, en algo repetido cotidianamente, mantener una tensión sublime, también lo es
que, si estamos convencidos de lo que realmente ocurre sobre el altar, jamás podremos llegar a
acostumbramos, y, aunque sea con un trato familiar, nunca dejaremos de transparentar la fascinación
por el misterio de nuestra salvación que, del Padre nos llega por el Hijo encamado en el Espíritu Santo.
Este momento de gran adoración prepara espléndidamente al nuevo sacerdote, y a toda la asamblea, a
entrar en el corazón de la plegaria eucarística, cuando el sacrificio perfecto se renueva
sacramentalmente para la vida del mundo.
Ahora, en este preciso momento y por primera vez en su vida, el ordenado unirá su voz a la del obispo
para la epíclesis. De la grandeza de todo ello debe ser muy consciente el neosacerdote, para que
siempre realice este momento, en sus palabras y en su ritualidad, con la gravedad que le es connatural.
La narración de la institución de la eucaristía
Acto seguido, unido a su obispo y presbiterio, el sacerdote recitará «submmissa voce» la narración de la
institución de la eucaristía, prestando su aliento al Espíritu para que, así, como nos narra el libro del
Génesis, Dios dé sin cesar la vida al hombre con su ruah.
No nos detendremos en el desarrollo del tema del sacrificio eucarístico pero sí queremos hacer hincapié
en él, ya que justifica la rúbrica que por voluntad explícita de Pablo VI se introdujo en el misal antes de
las palabras de la consagración: «En las fórmulas que siguen, las palabras del Señor han de
pronunciarse con claridad, como lo requiere la naturaleza de éstas», y justo antes de pronunciarlas, el
mismo misal prescribe que el sacerdote «se inclina un poco». Todo ello se comprende mejor, si
tenemos en cuenta lo que está sucediendo ante los ojos de nuestra fe.
A veces podemos observar celebrantes que, en este momento de la plegaria eucarística, adoptan una
actitud «narrativa» deficiente. Es decir, con el tono de la voz, con la mirada dirigida a la asamblea, con
las manos alargadas hacia ella al sostener el pan y el vino, dan muestras de algunos equívocos de los
que son víctimas. En primer lugar, el olvido de que la narración de la institución de la eucaristía está
inserta en un contexto orante. Toda la plegaria es una oración al Padre, por lo cual, no encaja aquí una
especie de «representación teatral» de la última Cena, ya que no estamos representándonos lo que
sucedió hace más de dos mil años en el cenáculo, sino acogiendo por la fuerza espiritual de las palabras
del Señor, su misma oblación a Dios, realizada una vez para siempre. No estamos contando a la
asamblea lo que sucedió la tarde de aquel jueves santo, sino «rememorando» -en sentido fuerte y
bíblico- delante del Padre el sacrificio de Cristo. Así mismo, el misal prescribe que estas palabras sean
pronunciadas con claridad, no con un tono intimista, como si de un asunto privado del sacerdote se
tratara, sino dando la fuerza necesaria a la intensidad del momento, para hacer participar también de la
grandeza del mismo a toda la asamblea, la cual, escuchando en actitud orante y adorante, debe unirse a
la oblación de Cristo, como recordó el Vaticano II: «los cristianos... aprendan a ofrecerse a sí mismos
al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él» (SC 48). Ello
será más fácilmente realizable si, todos los participantes en la acción litúrgica, contemplan a un
sacerdote que, sumergido en el Misterio que allí se desarrolla, enfatiza adecuadamente cada una de sus
palabras.
Por otra parte, a todo ello, ayuda no poco la fidelidad a esa pequeña rubrica del misal que puede leer el
sacerdote que preside, justo antes de las palabras de la consagración, citada más arriba: «se inclina un
poco». Efectivamente, conscientes de lo que acabamos de expresar, el sacerdote, al pronunciar con sus
labios las palabras del Señor en primera persona, por ser icono del mismo Cristo en toda la celebración,
se inclina hacia el pan y hacia el vino, con un gesto claramente epiclético, es decir, manifestando la
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
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transmisión del don del Espíritu Santo a través del aliento al articular las sagradas palabras. Recuerdo
espléndido del soplo de Dios al hombre para darle vida una vez lo hubo modelado del barro y, en esta
misma línea, del aliento que el Resucitado comunicó a los suyos la tarde del domingo de pascua, al
decirles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Así, pues, el Espíritu, a través del ministerio
sacerdotal, consagra el pan y el vino. Y todo ello, con las palabras y gestos de Cristo.
Nos ayudará a comprender mejor el sentido de lo que estamos tratando, si recordamos lo que decían los
Padres de la Iglesia en sus catequesis mistagógicas, cuando distinguían claramente entre un rito en
cuanto tal, y la relación que éste tiene con el acontecimiento salvador. Según esta diferencia entre los
dos niveles, típicamente tributaria del platonismo, la eucaristía que celebramos nosotros y la que
instituyó Cristo en la última Cena son la misma misa, ya que desde el punto de vista tipológico, se
anula la distancia espacial y temporal que separa el rito de hoy del acontecimiento histórico realizado
una vez para siempre en Cristo. Así, en consecuencia, es como si la misa y la última Cena fuesen
contemporáneas y se identificasen la una y la otra. En la última Cena Jesús dijo: «Esto es mi cuerpo» y
«este es el cáliz de mi sangre»; en la misa el sacerdote repite las mismas palabras. Según el principio
patrístico, acabado de citar, la diferencia espacio- temporal queda como anulada y las palabras del
sacerdote se identifican con las palabras mismas de Jesús en la última Cena. Es más, dado que el
sacerdote actúa «in persona Christi», sus palabras no son suyas sino de Cristo, y tienen la eficacia que
es propia de la palabra de Cristo.
Por tanto (para dar un toque de humor al argumento), cuando alguien nos pregunta con la intención de
saber el horario: «¿Qué misas tienen en esta parroquia?», deberíamos contestarle con toda propiedad:
«Aquí sólo tenemos la misa de Jesús». Por otra parte, no estaría nada mal que en las carteleras públicas
de nuestras comunidades desapareciese el anuncio: «Horario de misas», y se escribiese con más
precisión: «Horario de las celebraciones de la misa». Porque, recordémoslo una vez más, sólo tenemos
y sólo celebramos la misa de Jesús, el Señor.
En el año 1969, cuando se publicó el ordo missae, en el texto de la Institutio sólo se leía: «narración de
la institución», mientras que en la nueva edición del 1972 ya decía: «narración de la institución y
consagración».
Éste es un hecho significativo, si bien nosotros ya no estamos tan inquietos como nuestros predecesores
delante de la pregunta siguiente: ¿en qué momento se produce la consagración? O, quizás, deberíamos
decir así: ¿qué consagra el pan y el vino: la invocación sobre ellos del Espíritu Santo (postura
tradicional de los cristianos orientales) o la pronunciación sobre las especies de las palabras del Señor
(postura tradicional de los cristianos latinos)?
Afortunadamente, los diálogos ecuménicos en materia eucarística han hecho comprender a orientales y
a occidentales que no hay que usar de la «o» sino de la «y». Es decir, la primera epíclesis y la narración
de la institución forman un conjunto inseparable, ya que al invocar al Espíritu, éste actúa a través de
Cristo sacramentalmente presente en el sacerdote, al dar fuerza de realidad a sus palabras. Los gestos
son evocadores: la inclinación y la pronunciación clara de las palabras nos indican que estamos bajo la
acción del Espíritu, el cual «santifica todas las cosas, llevando a plenitud la obra de Cristo en el
mundo» (PE IV).
Una perfecta síntesis de lo que estamos diciendo la encontramos en la autorizada voz del Catecismo de
la Iglesia Católica, donde leemos: «En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el
pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo» (n. 1333).
Por lo que respecta al texto de la narración, su base la encontramos en Mt 26,26ss. Con la reforma
litúrgica éste cambió, ya que a las palabras del pan se añadió «que será entregado por vosotros»,
inspirado en lCo 11,24, de mucha importancia teológica, mientras que a las palabras del cáliz se
suprimió el enigmático «Mysterium fidei», que ahora es lo que provoca una aclamación de los fieles,
creando así una situación análoga a las anáforas orientales, las cuales dan un amplio espacio a las
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
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aclamaciones de los presentes.
El énfasis de la narración, sin embargo, cae sobre el mandato «tomad y comed», «tomad y bebed». Y
su final es otro mandato del Señor: «haced esto en conmemoración mía», que indica a los discípulos
dos objetivos: reiterar la cena a la que han participado, y tener muy claro que el contenido de lo que
hay que hacer memorial no es ya la pascua judía sino Jesús mismo, centro y protagonista de la Cena.
Los discípulos, pues, deben repetir la Cena que Jesús ha celebrado con ellos, ya que se trata de la
conclusión y la síntesis de la vida de Jesús, entregada por todos. Y en este contenido está ya presente el
anuncio de la muerte y de la respuesta del Padre, quien no dejará que su justo experimente la
corrupción. Y será san Pablo quien dará una formulación amplificada del mandato, expresando toda su
plenitud de sentido: «Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del
Señor, hasta que venga» (1Co 11,26). Por tanto, la Cena del Señor es anuncio, profecía, parábola y
símbolo de todo su currículum, e incluye también su retorno al final de los tiempos, como
manifestación acabada y perfecta. Participar, pues, de la misa de Jesús es entrar en comunión con toda
su vida, cristificando la propia. ¡Así de sublime! Así de comprometedor: “Por tanto, quien coma el pan
o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1Co 11,27).
Hemos destacado ya suficientemente que el sacrificio de Cristo se realiza en el momento de la
consagración. Pero tampoco debemos olvidar que el Señor «ofreció su Cuerpo y su Sangre y se lo dio a
los Apóstoles en forma de comida y bebida» (IGMR 79, 4). Por tanto, es muy oportuno recordar aquí lo
que podemos leer en «Eucharisticum Mysterium» cuando desarrolla los puntos doctrinales más
importantes de los documentos eucarísticos hasta el momento (año 1967), donde afirma que en la misa
no podemos separar el sacrificio del banquete, ya que ambos están íntimamente unidos. Es decir, que
«Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por
la fe y la caridad, como sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión» (n. 3,b.). Por tanto,
la finalidad de este sacrificio es que los fieles participen de él también por la sagrada comunión.
Decir esto parece algo obvio en nuestros días, pero no siempre ha sido así. No olvidemos que en la
edad media el «comer» y «beber» el Cuerpo y la Sangre del Señor fue substituido de forma muy
general por el «mirar» y «adorar», poniendo el acento más en las palabras «esto es mi cuerpo», «este es
el cáliz de mi sangre» que no en el mandato propiamente dicho, es decir: «tomad y comed», «tomad y
bebed». Se dio, pues, un cambio de acento en el interior de la narración de la institución, cosa que
mudó la vivencia de la eucaristía notablemente a muchas generaciones de cristianos, los cuales sentían
incluso más devoción cuando podían adorar al Santísimo Sacramento, que en el mismo acto de
comulgar. Por otra parte, la comunión se hizo cada vez más rara e infrecuente, hasta llegar a la
obligatoriedad impuesta por el concilio Lateranense IV (1215) de que se comulgue al menos una vez al
año.
En definitiva, las controversias teológicas del siglo IX y las primeras herejías eucarísticas
contribuyeron a reducir la doctrina sobre la eucaristía al tema de la presencia.
Así mismo, no podemos olvidar que la comunión con Cristo es también comunión con todos los que
son de Cristo, ya que existe una intrínseca solidaridad espiritual y sacramental entre los miembros del
Cuerpo del Señor. Por tanto, el sacrificio de Cristo está también orientado a la comunión, a través de
Él, de todos los que «son suyos», gracias a la fe y a los sacramentos de la fe. La eclesialidad, por tanto,
se manifiesta y alimenta adecuadamente entre los que participan del sacrificio que el mismo Cristo
instituyó en la última Cena, dado que, cuando el Espíritu Santo consagra los dones, por ministerio del
sacerdote, se está realizando ante nosotros lo que es nuestro personal misterio: el Cuerpo de Cristo.
Urge, pues, que litúrgicamente se celebre la misa de tal forma que la dimensión sacrificial y la del
banquete sean auténticas y aparezcan como tales ante toda la asamblea, a fin de que todos y cada uno
de sus miembros pueda participar activamente en esta sagrada acción. Es necesario que nuestros altares
sean auténticas mesas preparadas para el banquete más sublime que se puede dar, en este mundo, y no
soportes para mil cosas. Es necesario también encontrar maneras para que la comunión con el cáliz sea
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
27
factible, cumpliendo así el mandato del Señor: «bebed todos de él», para que los bautizados puedan,
sacramentalmente, participar también del cáliz del Señor. Las liturgias orientales han asumido como lo
más natural la comunión por intinción o, en algunos casos, ayudándose de una cucharilla. Queda
disminuido el gesto del «beber», pero siempre es mejor que no poder acceder al cáliz de ninguna
manera, como todavía es lo más usual entre los latinos.
En fin, el sacrificio instituido por el Señor en la última Cena, y que se realiza en el momento de la
consagración, Cristo lo entregó a la Iglesia para que los fieles participen de él. Y participen de la forma
más plena y expresiva.
Un gesto sencillo puede acompañar el momento de la consagración por parte de los sacerdotes
concelebrantes: la mano derecha extendida hacia el pan y hacia el cáliz, con la palma dirigida hacia
abajo (cf. Caeremoniale Episcoporum, n. 106, nota 79). Rito modesto, sencillo, que no debe distraer de
lo principal.
Y cuando el neopresbítero presida, y tenga que inclinarse para las palabras consecratorias, recordará
que Dios se inclinó también para insuflar aliento de vida a Adán y convertirlo en un ser viviente (cf. Gn
2,7). Recordará, asimismo, que el obispo hace igual justo antes de la oración con la que consagra el
crisma el jueves santo, insuflando dentro del ánfora que lo contiene, con un gesto epiclético muy
elocuente. Es la renovación neotestamentaria de los esplendores de la creación que canta el salmo 104,
cuando dice a Yahvé: «Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (v.30).
Anámnesis y oblación
Avanzando en nuestra exposición de la gran plegaria eucarística, centro y culmen de toda la
celebración eucarística, después de la consagración encontramos dos partes bien destacadas, y que la
Institutio llama «Anámnesis» y «Oblación»; merece que nos detengamos en ellas.
Efectivamente, la IGMR dice al respecto: «Anámnesis: con ella la Iglesia, al cumplir este encargo que,
a través de los Apóstoles, recibió de Cristo Señor, realiza el memorial del mismo Cristo, recordando
principalmente su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y la ascensión al cielo» (n. 79, 5). Y:
«Oblación: por ella la Iglesia, en este memorial, sobre todo la Iglesia aquí y ahora reunida, ofrece al
Padre en el Espíritu Santo la víctima inmaculada. La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la
víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos, y que de día en día perfeccionen, con
la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo para todos»
(n. 79, 6).
La palabra griega «anámnesis» significa «recuerdo», también «mención», en el sentido que se
convierte en palabra pronunciada aquello que es objeto de nuestro recuerdo. Es lo que nuestras lenguas,
hijas del latín, han traducido por memoria, conmemoración, o mejor aún, memorial; esta última palabra
está cargada de contenido teológico y recoge vivamente la orientación bíblica de la «anámnesis».
Porque al decir que hacemos memorial de la pasión, resurrección y ascensión del Señor, como de la
efusión de su Espíritu Santo, en una palabra: de su Pascua, en el sentido más perfecto y completo, no
queremos decir que estamos recordando algo ya pretérito sin más, como quien piensa en un episodio de
su vida, que no volverá a repetirse porque pertenece irremediablemente al pasado, si no que la categoría
«memorial», según la acepción bíblica, es tridimensional, si se nos permite la expresión: hacemos
memoria de un hecho histórico pasado, que se hace presente con renovada intensidad en nuestro ahora
y aquí, a la vez que nos proyecta hacia un futuro de plenitud, escatológico.
¿Qué significa eso exactamente en referencia a la eucaristía? Tengamos en cuenta, en primer lugar, que
la narración de la institución de la eucaristía que nos refiere san Lucas, pone en labios de Jesús este
mandato después de «eucaristizar» el pan: «haced esto en recuerdo mío» (22, 19b). Lo que se ha
traducido por «recuerdo» es en el original griego «anámnesin», es decir no sólo un mero recuerdo sino
con toda la carga de represencialización sacramental. También la noticia que nos refiere de la
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institución de la eucaristía el apóstol Pablo va en esta línea, subrayando el elemento de memorial
incluso después de la «eucaristización» de la copa de vino. Dice el apóstol: «Yo recibí del Señor lo que
os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar
gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío".
Asimismo también la copa después de cenar diciendo: "Esta copa es la nueva alianza en mi sangre.
Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío"» (1Co 11,23-26). También aquí san Pablo usa,
como Lucas, el verbo «anámnesin» en las dos ocasiones que hace referencia a la memoria que pide el
Señor de su eucaristía, como signo que hace presente la realidad que está a punto de acontecer en su
propia carne: la muerte en cruz, su Pascua definitiva.
Hay que hacer notar que, en este pasaje, cuando san Pablo describe a los corintios lo que es la cena del
Señor en su autenticidad, se remite a una tradición que viene del mismo Cristo y que él mismo
aprendió, recibió. No es una interpretación particular del apóstol de Tarso, su propia versión del
acontecimiento, sino algo que podemos llamar común en la Iglesia primitiva, al menos en el círculo que
se movía Pablo, un texto eclesial litúrgico de la primera generación de discípulos. No es difícil advertir
en él la fuerza y la importancia, por la repetición y por el uso del término griego ya citado, que la
categoría «memorial» tenía en aquellas eucaristías de primera hora.
Nuestras plegarias eucarísticas no olvidan hacer memoria del acontecimiento que se hace presente en
cada celebración de la misa. El mismo Pablo VI incluyó en las palabras de la consagración del cáliz el
mandato del Señor: «Haced esto en conmemoración mía». Esta frase, en el misal llamado de san Pío V,
se pronunciaba justo después de la consagración; al incluirla, pues, dentro de las palabras
consecratorias, el Papa quiso subrayar el elemento de memorial que está implícito en la institución de
la eucaristía tal y como la Iglesia la ha recibido del Señor, según el testimonio apostólico. Y en estrecha
coherencia con lo mandado por Cristo, el sacerdote, después de la aclamación de toda la asamblea,
recoge en oración al Padre lo que la Iglesia hace en obediencia a la Palabra del Maestro: «Así, pues,
Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y
ascensión al cielo...» (PE III).
Pero, ¿cómo explicarnos que un hecho pasado pueda hacerse de nuevo presente como acontecimiento
sacramental? Sin duda que la recuperación de la categoría de memorial en el interior del momento
consagratorio está en estrecha relación con el redescubrimiento de la presencia y el rol del Espíritu
Santo en los sacramentos. Así, leemos en el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros del Vaticano
II: «En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo,
nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el
Espíritu Santo» (PO 5). La eucaristía es, pues, la carne de Cristo vivificada por el Espíritu Santo y a la
vez vivificante. Después del Concilio Vaticano II, muchos teólogos se han esforzado con éxito, a
mostrar que los sacramentos, actos del Señor glorioso, constituyen una manifestación privilegiada de la
presencia del Espíritu que actúa en la Iglesia. La tendencia es, pues, a hacer ver que toda acción
litúrgica es un acontecimiento del Espíritu, y que se desarrolla siempre bajo el signo del Espíritu. A
este descubrimiento ha contribuido no poco la atención hacia la liturgia oriental y la presentación de la
liturgia desde la óptica del «Misterio».
Espiritualmente, ser conscientes de esta dimensión nos ayuda mucho a celebrar la eucaristía según lo
mandado por el Señor. Una vez más la ley litúrgica de la objetividad se impone, ya que hacer memorial
de los misterios de Cristo significa centrar toda nuestra atención adorante, celebrante, en Él, y no en
nuestras capacidades, disposiciones o ánimo. Tampoco en nuestras ideas o concepciones espirituales
concretas. Hacer memoria «de la muerte y resurrección de tu Hijo» (PE II), significa que nuestra
mirada en esperanza se sitúa del todo en el amor del Padre para con nosotros, un amor que tiene un
rostro, un nombre y una historia: Jesús y su vida. Hacer «anámnesis» de Cristo en el corazón de la
plegaria por excelencia, es la mejor manera de recordar en dinámica orante que nuestra fe no está
puesta en una idea, en una filosofía, ni siquiera en unas revelaciones divinas exteriores, sino en
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
29
Alguien, y que la salvación no se recibe acogiendo unos postulados teóricos, sino dejándose afectar por
un Acontecimiento, renovado, repetido hasta la consumación de los tiempos en la Iglesia, por la acción
del Espíritu Santo a gloria del Padre: la Pascua del Hijo. Por ello «es justo y necesario, nuestro deber y
salvación» hacer memoria de Cristo, de su entrega, en acción de gracias.
Ya hemos indicado antes que la IGMR 79,6 nos describe la parte que sigue a la «anámnesis» y la llama
«oblación». Notemos cómo une los dos momentos citados: «por ella la Iglesia, en este memorial, sobre
todo la Iglesia aquí y ahora reunida, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la víctima inmaculada». Es
impresionante la precisión terminológica de estas líneas. Hacer memoria para ofrecer; más aún, para
ofrecerse. Pero vayamos por pasos.
De los textos hemos recibido la palabra «ofertorio» para indicar el momento primero de la liturgia
eucarística, cuando el sacerdote con la asistencia de los ministros, prepara y presenta los dones del pan
y del vino a Dios, antes de entrar en la gran plegaria de consagración y de acción de gracias. Sin
embargo, la teología y los libros litúrgicos fruto de la renovación del Vaticano II, nos han dejado claro
donde está el auténtico ofertorio en la eucaristía.
El misal, cuando describe el «ordinario de la misa» dice en el n. 21: «El sacerdote se acerca al altar,
toma la patena con el pan y, manteniéndola un poco elevada sobre el altar, dice en secreto: "Bendito
seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos
de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida"». Igual hace y dice para el
vino. Fijémonos que aquí no aparece la palabra «ofertorio» ni otra de la misma familia. Hemos
subrayado a propósito el término «presentamos» ya que es justo lo que hace el sacerdote en este
momento con el pan y el vino: presentarlo a Dios, no ofrecerlo. La diferencia es substancial.
¿Cuándo, pues, se ofrece? No es difícil responder a esta pregunta una vez hemos llegado hasta aquí en
nuestra exposición: el auténtico ofertorio se encuentra en el interior de la plegaria eucarística, en el
momento llamado «oblación» después de hacer mención del memorial. ¡Ahora sí que ofrecemos lo
único que puede perdonar los pecados: el Cuerpo y la Sangre del Cordero inmaculado, Cristo mismo!
La Iglesia, pues, no ofrece pan y vino como si se tratase de un rito religioso anterior a la revelación
evangélica, sino que ofrece lo único que se le ha dado para obtener la salvación y el perdón de Dios:
Cristo muerto y resucitado, el Señor de la gloria, el Rey del universo, que desde la cruz extiende a toda
la humanidad cautiva el perdón de Dios y su liberación definitiva sobre el pecado y la muerte.
Pero no nos quedemos a medias. El culto ritual en el Nuevo Testamento no es nunca una substitución
del culto que se exige desde el corazón. Así, pues, cuando ofrecemos la víctima inmaculada, debemos
aprender también a ofrecemos a nosotros mismos si queremos que nuestra oblación sea auténtica y
aceptable al Padre. Cristo ofreció ofreciéndose. Lo mismo se espera de los cristianos; en caso contrario
bien pudiera ser que nuestro culto fuese tan detestable como el que los profetas denunciaban cuando el
pueblo de Israel se había alejado en su corazón de Yahvé y sólo le honraba con los labios. Así lo
expresa la IGMR en el texto ya citado: «La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima
inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos».
Ya antes, el Concilio Vaticano II lo había expresado en la Constitución sobre la sagrada liturgia: «La
Iglesia procura que los cristianos [...] aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada
no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él» (SC 48). Los fieles laicos, por tanto, por
razón de su sacerdocio bautismal no pueden ser espectadores mudos de lo que acontece en el santuario
de la iglesia, sino que «concurren a la ofrenda de la eucaristía» (LG 10) junto con los ministros
ordenados.
En esta misma línea leemos un bello texto en el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros; en él se
afirma que éstos «son invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en
unión con Cristo mismo», de manera que el oficio sacerdotal no sea algo externo a la vida del ministro,
sino que también pueda presentarse a Dios como expresión de un culto existencial indispensable. Pero
el texto no se para aquí; afirma: «Los presbíteros enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
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Víctima divina en el sacrificio de la Misa y a hacer, juntamente con ella, oblación de su propia vida»
(PO 5).
Finalmente citamos también un breve texto de la instrucción Eucharisticum Mysterium sobre el culto
de la eucaristía, donde al definir la naturaleza de la participación activa en la misa, dice: «Se explicará,
pues, que todos los que se congregan para la Eucaristía son el pueblo santo, que, junto con los
ministros, toma parte en la acción sagrada. En verdad sólo el sacerdote, porque ocupa el lugar de
Cristo, consagra el pan y el vino. Mas la acción de los fieles en la Eucaristía consiste en que,
celebrando el Memorial de la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor, dan gracias a Dios y
ofrecen la hostia inmaculada no solamente por las manos del sacerdote, sino en unión con él» (n.12).
Textos inequívocos sobre la naturaleza de este momento en el corazón de la plegaria eucarística. Nos
encontramos, por tanto, en el auténtico ofertorio: cuando el sacerdote y toda la asamblea ofrecen al
Padre la víctima inmaculada. Cristo el Señor, y con Él se ofrecen a sí mismos «como una víctima viva,
santa, agradable a Dios» (Rm 12,1).
De esta manera se unen con una admirable perfección el ofertorio ritual y el existencial, en la Iglesia y
en cada uno de sus miembros. Preguntémonos: ¿Qué ofrece la Iglesia? Respondemos: el Cuerpo de
Cristo. ¿Qué es la Iglesia? Respondemos: el Cuerpo de Cristo. Así, pues, la Iglesia ofreciendo se
ofrece. Y cada uno de sus miembros hace lo mismo. ¿Qué eres, cristiano? Responde: soy miembro del
Cuerpo de Cristo. ¿Qué ofreces? Responde sin dudar: el Cuerpo de Cristo. Así, pues, también tú,
ofreciendo juntamente con el sacerdote y con toda la asamblea te ofreces sobre el santo altar del Señor.
Oblación perfecta y agradable a Dios; culto perfecto en espíritu y verdad, que tiende a la comunión con
Dios, destino de la voluntad salvadora de las tres personas divinas. Así lo expresa la IGMR 79,6
cuando, después de afirmar que los fieles deben aprender a ofrecerse a sí mismos, dice: «y que de día
en día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente,
Dios lo sea todo para todos». Por ello, para conseguir esta unidad completa, se invoca ahora de nuevo
al Espíritu, en epíclesis de comunión.
Esta comunión invocada y siempre anhelada nos transporta hacia la plenitud de la eucaristía que
celebramos «mientras esperamos su venida gloriosa (la del Hijo)» (PE III), es decir, la realidad
escatológica, cuando «todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu reino (Padre), con María, la
Virgen Madre de Dios, con los apóstoles y los santos; y allí, junto con toda la creación libre ya del
pecado y de la muerte, te glorifiquemos por Cristo, Señor nuestro, por quien concedes al mundo todos
los bienes» (PE IV). Sólo en ese instante de perfecta comunión podremos decir que se ha consumado la
obra de la salvación en Cristo; sólo entonces la eucaristía habrá llegado a plenitud de sentido y
realización.
Mientras tanto, conviene, según el mandato del Señor y la enseñanza de la Iglesia santa, hacer memoria
para ofrecer y ofrecerse. La plegaria eucarística es el lugar y el momento para ello.
Recitará, pues, el neopresbítero también con el obispo, la anámnesis y la oblación, y vivirá este
momento de la plegaria eucarística con una notable intensidad espiritual, ya que por primera vez podrá
unir la oblación de su vida sacerdotal a la de Cristo en la renovación pascual de la misa.
No desaprovechará el presbítero acabado de ordenar este momento para renovar, en lo oculto de su
corazón, su propósito de vida célibe, haciendo ahora de ella una donación a imagen de la vida de
Cristo, Gran Sacerdote de la nueva alianza y víctima viva.
Ya desde su ordenación diaconal prometió ante Dios y ante la Iglesia, como signo de la consagración a
Cristo, observar durante toda la vida el celibato. Ahora, pues, junto al Cuerpo y la Sangre del Señor, se
ofrece a sí mismo célibe «por causa del Reino de los cielos y para servicio de Dios y de los hombres»
(Ritual, n.200). Si lo hace de esta forma, vinculando su vida célibe a la oblación eucarística, siempre
comprenderá que su existencia, a la vez solitaria y dada a los demás, será expresión existencial del
misterio eucarístico que celebra cada día, en el cual el Señor se ofrece Él solo pero obrando a la vez un
acto de comunión sublime con el Padre y con todos los hombres, sus hermanos. Si el sacerdote
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
31
comprende bien esto, a pesar de las dificultades y de la dolorosa experiencia de su propia fragilidad,
jamás tendrá la tentación de pensar que ello es más fuerte y definitivo que la consagración a Cristo, que
vive significativamente a través de su celibato y que actúa cotidianamente en la celebración del
sacrificio pascual.
Las intercesiones
«Con ellas se da a entender que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, celeste y
terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus miembros, vivos y difuntos, miembros que
han sido llamados a participar de la salvación y redención adquiridas por el Cuerpo y Sangre de Cristo»
(IGMR 79,7).
Esta parte de la anáfora precede inmediatamente a la doxología final en la tradición romana, como en la
antioqueno-bizantina. Históricamente, las intercesiones son uno de los componentes fundamentales y
más documentados de la plegaria eucarística. Algunos de sus temas, a raíz del desarrollo de la
pneumatología en oriente, son asumidos por la epíclesis. El tema de la unidad de la Iglesia, constitutivo
de las actuales epíclesis romanas, es el tema base que se anuncia solo al empezar las intercesiones en
las anáforas orientales.
En este punto, se procede de lo general a lo concreto. Acordarse de todos y particularmente de las
personas mencionadas, aquí, significa considerar el sacrificio no en sí mismo sino en sus celebrantes y
participantes. Las palabras sobre el cáliz («...derramada por vosotros y por todos los hombres para el
perdón de los pecados») son el real fundamento de la teología de las intercesiones, cuando éstas se
colocan detrás de la anámnesis y de la epíclesis, como es el caso de nuestra liturgia.
La línea evolutiva del elenco de los beneficiarios pasa de la perspectiva Iglesia a todos aquellos que son
objeto de nuestro recuerdo. Así, tomando como ejemplo la plegaria IV, se va de la mención del Papa y
del obispo al recuerdo del orden episcopal, de los presbíteros y diáconos, de los oferentes, de los aquí
reunidos y, de todo tu pueblo santo, resonando aquí el texto de 1P 2,10.
En este punto hay que notar que, si bien la relación de los distintos órdenes están enunciados en forma
descendente, esto no afecta al pueblo, ya que él está en otro plano, ni arriba ni abajo del orden
jerárquico, diferente. Hay que recordar que también la jerarquía forma parte del pueblo de Dios, ya que
«pueblo» significa Iglesia.
Cuando algún ministro ordenado, pues, quiere justificar su ausencia del presbiterio, alegando que
quiere estar con el «pueblo», hay que recordarle la verdad eclesiológica antes anunciada.
Una novedad propia de esta anáfora IV es la expresión en el contexto de las intercesiones «de aquellos
que te buscan con sincero corazón», que encuentra su correspondencia cuando después del Sanctus se
dice: «...compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». Se trata, pues,
de una expresión que tiene un eco muy claro en la espiritualidad actual, gracias a la cual hacemos
presentes en la eucaristía a todos aquellos que todavía no han descubierto la grandeza del Señor y que,
por otra parte, están caminando hacia Él, quizás sin saberlo. Es incluso emocionante pensar, ahora, en
tantos no practicantes que, eso sí, viven la fe y la justicia en su corazón y en sus obras, pero que, por los
motivos que sean, no se sienten invitados a nuestra liturgia. Todos ellos, pues, no son unos extraños
para el misterio eucarístico. La asamblea celebrante los hace presentes recordándolos con un enunciado
explícito.
Es cierto que la historia nos presenta en los textos litúrgicos, desde los mismos inicios, el recuerdo de
los ausentes, especialmente de los que están de viaje, los enfermos y los encarcelados, pero esto tiene
normalmente su lugar en la oración universal o de los fieles. Aquí se incluye en la gran plegaria, cosa
que representa una novedad con respecto a la tradición litúrgica. Tiene, sin embargo, un buen
fundamento bíblico en la palabra del profeta Jeremías: «Me buscaréis y me encontraréis cuando me
solicitéis de todo corazón» (29,13), y en la afirmación de Jesús cuando dice: «y yo cuando sea
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levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). También son recordados, en esta frase de la
IV anáfora, todos los movimientos religiosos, actuales y pasados, que se han puesto con buena voluntad
a la búsqueda de Dios.
En el contexto del actual diálogo interreligioso, tan practicado y estimulado por Juan Pablo II, es de
suma importancia esta expresión orante, integradora, que nos relaciona en complicidad creyente a todos
los que confesamos a Dios; y nosotros, los cristianos, nos damos a ello desde Cristo y en Cristo, con
toda la Iglesia, movidos por la energía del Espíritu que lleva a plenitud la obra del Hijo en el mundo.
Sigue el recuerdo «de los que murieron en la paz de Cristo», es decir, de los que expiraron viviendo en
la plenitud de una fe viva, formando parte de un solo cuerpo. Pero inmediatamente se vuelve al tema
precedente, citando a «todos los difuntos, cuya fe sólo tú conociste». Efectivamente, nadie puede saber
quien es de Dios. Sólo Él sabe con verdad quien es de los suyos (cf. 2Tm 2,19; Nm 16,5) y únicamente
el buen pastor conoce a sus ovejas (cf. Jn 10,14).
Nuestro texto está salpicado de varios «Acuérdate». Es un lenguaje muy vivo y expresivo. No es que
Dios pueda olvidarse de sus hijos. Cuando decimos «acuérdate» Dios entra de nuevo como en sí
mismo, en su corazón, y de él saca su misericordia (re-cordar). Mirándose profundamente a sí mismo,
Dios encuentra sólo amor. Este recuerdo de Dios es, pues, nuestra salvación.
La última parte de la plegaria eucarística; antes de la conclusión doxológica, es una súplica por
«nosotros». Se reza para que tengamos parte en las realidades definitivas, en estas realidades que en la
celebración litúrgica son contempladas con nostalgia. Aquí pedimos «la heredad de tu reino», es decir,
del cielo, junto a los santos; pero no sólo ellos: «y allí, junto con toda la creación libre ya del pecado y
de la muerte...». Encontramos en este punto la misma teología que en el inicio de la anáfora: «A
imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su
Creador, dominara todo lo creado»; es decir, el hombre como sacerdote de la creación. La salvación
final, con la redención de cada ser, comportará la epifanía definitiva del Reino y la gloria final
escuchará la aspiración de cada criatura; todo será un coro de alabanza eterna al Padre (cf. Rm 8,19-
24).
El final de las intercesiones dice: «te glorifiquemos por Cristo, Señor nuestro, por quien concedes al
mundo todos los bienes». Aquí encontramos el fundamento de la bendición judaica, respuesta al don
divino y fuente histórica de la plegaria eucarística de la Iglesia. La anáfora, por tanto, se acaba citando
su propia razón de ser y así, en un movimiento circular, se nos sitúa de nuevo al inicio de la plegaria:
«En verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre santo...».
En el Acepta, Señor; en tu bondad del canon romano y en las intercesiones de las otras tres plegarias
eucarísticas, se hace mención «del que ha sido llamado al Orden de los presbíteros» (PE I); «de este
hijo tuyo que has constituido hoy presbítero de la Iglesia» (PE II); de «este hijo tuyo que ha sido
ordenado hoy presbítero de la Iglesia» (PE III); «de este hijo tuyo que te has dignado elegir hoy para el
ministerio presbiteral en favor de tu pueblo» (PE IV). Explanación orante del gran amor de la Iglesia
por su nuevo sacerdote.
Finalmente, si así se le indica, su voz resonará en medio de la asamblea litúrgica, para la segunda parte
de las intercesiones, que preceden inmediatamente a la doxología conclusiva de la gran plegaria. Y de
estas intercesiones brota un ministerio precioso para el sacerdote, que nace en el ámbito litúrgico y a la
vez lo sobrepasa: el de orar por aquellos que se le encomiendan, y especialmente el de recordar delante
del altar del Señor a los que esperan de él el auxilio de la oración.
Doxología final
En este texto final, sacado del canon romano y siempre igual en todas las plegarias eucarísticas, «se
expresa la glorificación de Dios, y se concluye y confirma con la aclamación del pueblo» (IGMR 79,
8). Así, como decíamos en el párrafo anterior, retornamos la acción de gracias inicial y pronunciamos
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una alabanza anticipada por la escucha misericordiosa de todo lo que hemos pedido en la plegaria y
que, sabemos, ya se nos ha concedido.
La capacidad del hombre y la mujer, y la finalidad de su existir está en vivir la gloria de Dios, ya que,
como seres humanos, son participación de esta gloria. Y si la anáfora es expresión de la vida del
hombre en Cristo, es evidente que ésta no puede ignorar el objetivo doxológico de la vida humana. A lo
largo de toda la plegaria existe como una tensión hacia la doxología, la cual se nos presenta como la
acogida benévola de la misma oración, la prenda y la anticipación de los acontecimientos y las
experiencias de la vida eterna.
Notemos que, este momento doxológico, va acompañado de la gran elevación que subraya
espléndidamente el culmen de toda la plegaria, aquí resumida de modo trinitario. Con esta doxología
trinitaria, pues, la anáfora asume un carácter triunfal de proclamación del Nombre divino, el cual,
invocado sobre nosotros, es bendición suprema y santificación perfecta (cf. Nm 6,24-27). Y este santo
Nombre se ha manifestado al hombre en Cristo con la donación de su Espíritu. Por ello el misterio de
su Cuerpo y de su Sangre son elevados sobre el pueblo de Dios, como manifestación visible de la
misericordia de Dios y de su fidelidad.
La comunión
Finalizada la gran plegaria de acción de gracias y de santificación, el ordenado se dispone a comulgar.
Recita el padrenuestro con toda la asamblea y, si el obispo le requiere para ello, participa de la fracción
del pan por primera vez, realizando, así, uno de los grandes gestos sacerdotales, que el mismo Cristo
realizó en la última cena. Gesto que debe ser siempre visible a los ojos de todos los participantes; no un
pequeño movimiento de sus manos, imperceptible, como si se tratara de un acto privado o irrelevante.
El Señor partió el pan antes de darlo a sus apóstoles, y lo mismo hace el presidente de la eucaristía
antes de distribuir la comunión a los fieles. Gesto sacramental de notable fuerza anamnética. Por ello,
rito claramente sacerdotal.
El ordenado comulga junto al obispo. A partir de ahora, el ya presbítero no podrá participar en una
eucaristía sin comulgar.
Siempre que celebre deberá expresar y hacer la comunión con el Padre en el Espíritu Santo por Cristo,
presente en el pan eucaristizado. Su implicación en la renovación de la Pascua del Maestro, será total.
No se le permitirá la más mínima distancia. A pesar de los pecados y falta de fe, que pueda sufrir en
alguna circunstancia, debe consumar su sacrificio unido al de Cristo en la cruz. En alguna ocasión, si su
corazón se ha alejado del Señor a pesar de honorarlo con los labios, la comunión eucarística será para
él brasa ardiente que quema y a la vez purifica. La obstinación de Jesús de no pasar de largo de su vida,
obligándole a recibirlo en la comunión eucarística, es la forma más elocuente que tiene el Maestro de
señalar la propiedad, la consagración de este cristiano, por entero «tomado de entre los hombres y
constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere [...]. Segregado, en cierto modo, en el
seno del pueblo de Dios; pero no para estar separado ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino
para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor lo llama» (cf. PO 3).
Por otra parte, a partir de ahora, al celebrar la misa deberá hacerlo siempre como lo que es, como
presbítero, colaborando así a hacer de cada eucaristía una auténtica epifanía de la Iglesia, la cual está
compuesta por diversidad de funciones y carismas, los cuales deben significarse en la constitución de la
asamblea litúrgica. Es lo que ya en el año 1967 recordaba la instrucción Eucharisticum Mysterium:
«Por razón del signo sacramental, [es normal que los presbíteros] participen en la eucaristía ejerciendo
la función propia de su orden; esto es, celebrando o concelebrando la misa y no comulgando
únicamente como los laicos» (n. 43).
Al acabar de distribuir la eucaristía al lado del obispo, ya como sacerdote de Jesucristo, y retirarse a su
lugar, recordará, sumergido inevitablemente en el estupor del momento, que durante toda la vida su
MISTAGOGÍA DE LA ORDENACIÓN
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mano estará siempre alargada para dar lo más precioso que ha recibido: Cristo, el Señor. Su existencia
será siempre darse para poder dar el don previamente recibido. Nada tendría sentido en él si cerrase y
ocultase su mano ungida, negando al mundo a su único Salvador.
Y cuando el «oremos» del obispo le saque de sus reflexiones y de la oración personal, se dispondrá a
escuchar la poscomunión:
Te pedimos, Señor;
que el sacrificio que te hemos ofrecido
y la víctima santa que hemos comulgado
llenen de vida a tus sacerdotes y a tus fieles,
para que, unidos a ti por un amor constante,
puedan servirte dignamente.
Por Jesucristo, nuestro Señor:
Sacrificio y comunión; oblación y banquete pascual. He ahí de donde reciben los bautizados, sacerdotes
y fieles, la vida en abundancia. Este santo misterio urge a unos y a otros, en solidaridad creyente sin
fisuras, a unirse a Dios por un amor que no conozca descanso; sólo así también unos y otros, en bella
imagen de Iglesia, podrán ofrecer al Padre el servicio que es digno, el que nace de la unidad de mente y
de corazón.
Al celebrar la liturgia, especialmente la eucaristía, resplandece con particular claridad que en la
comunidad eclesial las diferencias no están marcadas por la división sino por la conjunción de
miembros de un único cuerpo, los cuales participan del mismo principio vital, que los une y reúne en
identidad de ser y de misión.
RITOS CONCLUSIVOS
Ahora, inmediatamente antes de que el diácono despida al pueblo, el ordenado será bendecido, junto
con la asamblea reunida, para que pueda cumplir fielmente sus deberes presbiterales como testigo y
servidor de la verdad y del amor divino, así como ser fiel ministro de la reconciliación; es decir, para
que sea verdadero pastor distribuyendo el Pan vivo y la Palabra de vida, acrecentando la unidad de
todos los miembros del cuerpo de Cristo.
El obispo, con las manos extendidas sobre el ordenado y el pueblo, pronuncia la bendición:
El Dios que dirige y gobierna la Iglesia
mantenga tu intención y fortalezca tu corazón
para que cumplas fielmente el ministerio presbiteral.
Amén.
Que él te haga servidor y testigo en el mundo
de la verdad y del amor divino,
y ministro fiel de la reconciliación.
Amén.
Que te haga pastor verdadero
que distribuya la Palabra de la vida y el Pan vivo,
para que los fieles
crezcan en la unidad del cuerpo de Cristo.
Amén.
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MÁS ALLÁ DE LA LITURGIA…
Al acabar la celebración, el ordenado se sumergirá en las felicitaciones de sus hermanos sacerdotes y
de sus familiares y amigos. El ambiente festivo con sus expresiones de gozo marcará las horas
posteriores.
Sólo al llegar el momento del descanso nocturno, y al entrar en la soledad de su propia habitación, se
reencontrará consigo mismo, y sentirá en su corazón algo distinto de lo que había sentido y
contemplado hasta ahora. Se verá pequeño, pecador, limitado en cuanto a aptitudes y recursos, en
definitiva, el mismo de siempre y, sin embargo, al observar sus ojos en el espejo podrá ver una mirada
distinta, un algo de novedad que durante años había esperado y, a pesar de esto, ahora se le aparece
desconocido y extraño. Notará, seguramente, un gran vacío, extendiéndose delante de él un abismo
inesperado y, a la vez, experimentará el consuelo de una presencia interior, como si una voz íntima le
dijese: «No te preocupes, todo está bien; yo estoy aquí y te sostengo».
Por primera vez el presbítero habrá hecho experiencia sensible del Misterio que, a la par, se ocultará y
se revelará siempre en su vida, y con el cual deberá vivir, siendo a veces su gozo más intenso, y en
otras ocasiones el sufrimiento más agudo por el amor negado. Y es que desde hoy mismo, cuando en su
cotidianidad sólo escuche el silencio de la noche y todo esté sosegado, lejos ya el griterío de los niños y
muchachos con quien habrá compartido varias horas en la jornada, alejadas del todo las voces de sus
feligreses que le solicitaban para algún servicio, e incluso cuando la suya misma haya enmudecido
después de un día de intensa predicación, entonces, muy probablemente empezará a oír desde el fondo
de su alma una pregunta martilleante que, pronunciada con voz dulce y firme, le dirá: «¿Me amas más
que éstos?» (Jn 21,15). Y cuando, al salir de su sorpresa, recobre el aliento y la calma, y en ella
reconozca la voz de su Maestro, sólo entonces podrá contestar con entusiasmo contenido: «Sí, Señor, tu
sabes que te quiero».
Y al pronunciar estas palabras, en entrecortada emoción, el presbítero se dormirá plácidamente, como
una nueva criatura «en el regazo de su madre» (cf. Sal 130,2).