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PUERTA A PUERTA
y otros relatos
Alfredo Gómez
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© Alfredo Gomez
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A todos los que les gusta leer
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Índice
Puerta a puerta……………………………………....9
Reencuentro…………………………………….......17
El ritual……………………………………………..20
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Puerta a puerta
Voy a tener éxito. Lo presiento. Nada más llegar al
portal del bloque de apartamentos que es mi objetivo, no
he necesitado llamar al portero automático. Una pareja
con tres hijos pequeños estaba saliendo por allí justo en
ese preciso momento y me han dejado la puerta abierta
para que yo pueda pasar. Les doy las gracias muy
educadamente, tengo que estar a la altura de lo que
representa mi inmaculada ropa de trabajo; zapatos
negros, pantalones oscuros, camisa blanca y corbata
marrón.
El primer chasco me lo llevo al descubrir que el
edificio es más antiguo de lo que aparenta la fachada, no
tiene ascensor. Leo colgado en el tablón de anuncios que
ese tema se tratara en la próxima reunión de vecinos. Tal
y como están las cosas con la crisis económica me
imagino que no les correrá prisa gastarse los cuartos en
una obra de semejante envergadura y total, para el poco
espacio que hay, tampoco compensará tener como
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ascensor una caja que más bien parecerá un ataúd para
uno o dos personas.
Subo andando las escaleras hasta la quinta planta.
Bajo mi brazo llevo mi pequeño arsenal, que consiste en
unos folletos donde se detallan las bondades de la
irresistible oferta que ofrezco y varios contratos-tipo
idénticos al que solo les falta la firma de algún confiado
consumidor el cual representará para mí una jugosa
comisión.
Vamos allá. Pulso el timbre de una puerta. Ding-
dong. Pasa el tiempo. Silencio. Aguzo el oído y
compruebo que, efectivamente, no hay nadie dentro que
me pueda atender. Aunque este empleo no se caracterice
por la larga duración del período de contratación de sus
trabajadores, tengo la suficiente experiencia para saber
donde merece la pena insistir y donde no, así que no
pierdo el tiempo y paso a otra puerta. Idéntico resultado.
Lástima que me hayan mandado a cubrir esta zona por la
tarde, por la mañana hay más posibilidades de que te
atienda un ama de casa despistada o un hombre de
avanzada edad, fácilmente sugestionables por una oferta
tentadora.
En las puertas siguientes se repite lo mismo. En el
piso de abajo, al llamar al timbre, no me abren pero oigo
el tap tap de pisadas de alguien que se acerca a la puerta
y echa un vistazo por la mirilla. Frente a esto no hay
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remedio, soy perfectamente identificable. Un joven de
corbata bien peinado solo puede ser un testigo de Jehová
o alguien que viene a vender algo. Como era de esperar,
he de retirarme para seguir probando suerte.
En la puerta de enfrente, me abren. Primer objetivo
alcanzado. Pero la ilusión se desvanece cuando veo que
solo se trata de alguien a quien he despertado de la siesta,
un cincuentón que estaba dormido frente a un televisor
el cual puedo oír desde donde estoy. Se trata de un
documental de animales salvajes, el sedante perfecto tras
el almuerzo. Me identifico como agente comercial y le
pregunto si ha oído hablar de la nueva e inmejorable
oferta que mi compañía ha preparado en exclusiva para
los vecinos de ese edificio. (En realidad es cháchara
prefabricada para que quien lo oiga se sienta especial y
por lo menos baje la guardia y sienta que quiere escuchar
más). Mi interlocutor frunce el entrecejo en un gesto de
fastidio y sin dejarme terminar me dice:
—¿Y para esto me despiertas de la siesta?
Antes de que pueda formular una rápida disculpa
para poder seguir aprovechando la oportunidad me
cierra la puerta. Como no soy un novato me abstengo de
exteriorizar mi fastidio con alguna interjección que
arruine la imagen de persona pulcra que arrastro de un
lado para otro.
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Dos puertas más tarde, la cosa se anima. Me abre una
señora mayor, de más de sesenta años, que está sola.
Gente así es la víctima, perdón, es la clienta perfecta. La
enseño mi acreditación. Buenos tardes, señora, vengo en
nombre de Timotel, la empresa líder en el sector de las
telecomunicaciones. En nuestra política de expansión y
en aras de ofrecer el mejor servicio a nuestros clientes,
tenemos una oferta que no podrá rechazar. (Sí, suena un
poco a El Padrino y al rollo de la mafia, pero los
publicistas creen que una frase hecha en el momento
preciso rompe el hielo y hace que el potencial cliente sea
más receptivo). La buena señora me dice que está con la
compañía de la competencia desde hace tiempo, pero
noto que flaquea. Perfecto, no está aleccionada por
nadie. Pensará que contratar el teléfono es como ir a la
tienda de ultramarinos de la esquina a comprar patatas y
el ADSL y la televisión por cable le sonarán a música
celestial. Es la hora de sacar lo mejor de mí mismo.
—Mi marido volverá dentro de una hora… ¿no
podríamos dejarlo para otro momento?—me pregunta
de repente la señora, rompiéndome los esquemas.
No pienso ceder. Apelo a la táctica de la compasión.
—Señora— ante todo, respeto por la gente mayor—
¿podría darme un vaso de agua? Llevo toda la tarde de
un lado para otro y tengo la garganta seca.
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La señora traga el anzuelo. Claro que sí, dice ella
yendo a la cocina. Mientras abre el grifo, inocentemente,
pongo los dos pies al otro lado del umbral de la puerta.
He atravesado la barrera entre la calle y la vivienda,
ahora solo falta culminar mi conquista. Me trae un vaso
largo lleno de agua fresca, la cual bebo de un solo trago.
Qué diablos, no he mentido, me estaba muriendo de sed.
Se lo agradezco. Ella no se ha dado cuenta de que
tiene al “enemigo” dentro de casa. Saco la artillería
pesada.
—Señora… ¿Cuánto gasta usted al mes en la factura
del teléfono?
Y nada más decirme una cifra (aproximada, según
ella) suelto una exclamación. ¡Qué barbaridad! Señora, la
están estafando. Pero no se preocupe, Timotel acude al
rescate. Tenemos la mejor oferta para usted. Tarifas
especiales con muchos minutos al mes gratis para los
fines de semana. Eso sí, ha de contratar el paquete
combinado con ADSL y televisión. Le pregunto si tiene
hijos, y ella me contesta que tiene uno que está en el
paro desde hace más de un año. Hago un pequeño
esfuerzo para no caer en la compasión. Si los
comerciales no fuéramos inmunes a ella, nos moriríamos
de hambre. Pues a su hijo le va a venir de maravilla el
ADSL que ofrecemos y a su marido, que según me dice
usted está jubilado… se lo va a pasar bomba, va a poder
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ver todos los partidos de la Liga, la Copa, la Bundesliga
incluso los torneos de fútbol-sala de Zimbabwe y todo
ello por un precio irresistible… señora es facilísimo, solo
tiene que firmar aquí, en este papelito, en la parte de
abajo, en la línea de puntos. No se preocupe, le presto
un bolígrafo.
Parece que va a firmar. La señora agarra el bolígrafo
con su mano arrugada por la edad y la punta comienza a
rasgar el papel, del cual no ha leído absolutamente nada
porque se fía de todo lo que la he dicho. Quiero ver su
firma, hasta que no vea todas las letras escritas no me
creeré que haya logrado un nuevo cliente. Con esta habré
batido mi récord de contrataciones puerta a puerta.
Y justo cuando parecía que la señora iba a estampar
su firma con la letra temblorosa propia de la tercera
edad, oigo que alguien sube por las escaleras. Es un
chico joven, de menos de treinta años, alguien que acaba
de terminar sus estudios universitarios. Me daría igual si
no fuera porque al ver que la puerta de su casa está
abierta se dirige rápidamente hacia nosotros.
Es el hijo de la señora a la que acabo de embaucar.
Sin saludarme pregunta a su madre que qué está
haciendo y ella, llena de ingenuidad y de alegre inocencia,
le contesta que ha conseguido un chollo, que van a
ahorrar mucho dinero. Entonces, el joven le quita el
bolígrafo y me dirige una mirada incendiaria. Conozco
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demasiado bien esa mirada, aunque trato de mantener la
compostura.
Comienza a echarme la bronca y me dice que conoce
bien mi compañía, que no les hace falta nuestros
servicios. Intento decirle que su madre ha hecho la mejor
elección, que van salir ganando…pero resulta que el
joven (al que le sacaré muy pocos años de edad, yo
también tuve mi época en la que creía tener fuerzas para
cambiar el mundo) está en las antípodas de lo que es el
cliente ideal. Es un cliente informado. Coge el folleto
que su madre ha leído por encima y me señala la letra
pequeña, lo que los clientes pasan por alto al contratar
con mi compañía. Yo ya tenía constancia de que en los
foros de internet se había propagado el aviso de que mi
compañía escondía allí las abusivas condiciones de
permanencia y de que una vez pasado un período de
gracia el precio de la mensualidad se elevaba un quince
por ciento.
Me ha tenido que tocar el típico listillo al que no se
puede engañar con una sonrisa en alta definición como
la mía ni con palabras suaves. He de admitir la derrota.
Insisto en que se lo piensen bien, que una oportunidad
como esa no se presenta dos veces, pero el joven se
muere de ganas por echarme. Su madre, en cambio, me
mira como si me pidiera disculpas y me ofrece el
bolígrafo con el que estuvo a punto de firmar el contrato
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para devolvérmelo. Quédeselo, señora, es un obsequio.
Timotel distribuye miles de esos bolígrafos. Total, la
compañía está al borde la quiebra y por una birria de
propaganda, que menos que la gente se quede con un
buen recuerdo.
La puerta se cierra detrás de mí y oigo al joven
hablando en voz alta a su madre. Por lo que logro oír, la
alecciona para que no deje entrar a nadie ni se deje
seducir por ofertas tentadoras. Esa mujer no volverá a
ser un blanco fácil.
Todavía me quedan dos pisos. Alguien caerá. La
experiencia me ha enseñado a no dejarme desmoralizar.
Como por arte de magia, desaparece la frustración de la
contratación fallida y pulso el timbre. Ding-dong. Y a los
cinco segundos me abren.
—Buenas tardes. ¿Ha oído hablar de la última oferta
de Timotel?
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Reencuentro
Me imagino que el sentimiento que nos invade a los hombres cuando una mujer nos rompe el rompe el corazón es prácticamente el mismo. Otra cosa son las causas que originan esa ruptura; pueden ser de diverso tipo y procedencia. En mi caso particular, creo que esos detalles no son relevantes. Lo único que puedo decir es que se trató de un malentendido, al que, irónicamente, he de estarle agradecido, pues me permitió saber lo que en verdad ella pensaba de mí.
Nunca hubo amor por parte de ella ni nada que se le pareciera. Lo que se podría haber calificado de “sintonía” entre nosotros fue solamente una ilusión, algo irreal. Un pensamiento ilusorio al que yo elevé al grado de enamoramiento y que se rompió en mil pedazos cuando no fui capaz de dar la talla en el momento preciso. Solo bastaron unas palabras desafortunadas que me hicieron quedar como un cobarde y que le dieron la excusa para no volver a dirigirme la palabra.
Pasó el tiempo, pero para mí no fue suficiente. Tenía la idea de que aquel sentimiento de desolación nunca se desvanecería, como así fue. Supongo que cuando se trata
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de superar un desengaño amoroso, uno nunca olvida del todo lo que sintió por la otra persona. Se trata más bien de asumir que no pudo ser, y no sentirse como un estúpido por todo lo que se llegó a sentir.
Un día, caminando por la calle, la vi de frente. Era inevitable que nos cruzáramos. Durante unos pocos segundos, sin que yo pudiera evitarlo, me vinieron a la cabeza todos los recuerdos de ella y yo. Rememoré su sonrisa, pero el rostro que veía ahora no reflejaba felicidad alguna. Ella solo era una persona más en la calle, y así debía actuar yo.
¿O tal vez no?
¿No debía haber hecho acopio de valor? ¿Decirla a la cara lo que no pude decir aquel día que quedó marcado a fuego en mi memoria? ¿Hacerla saber que estaba equivocada y que mis palabras solo fueron fruto de un momento de debilidad?
Sentí como mi rostro enrojecía. Verla al natural estaba removiendo mis entrañas. Había imaginado repetidas veces que una situación como aquella podría producirse, pues ambos vivíamos en la misma ciudad. Y que ella y yo nos dábamos una segunda oportunidad en la que todo era diferente.
Giré el rostro y dejé que pasara a mi lado. Nunca sabré si ella miró al hombre que torpemente evitaba ser reconocido. Resistí la tentación hasta el final. Pasados unos minutos eché un vistazo furtivo detrás de mí, por si
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la veía, aunque fuera alejándose. Había muchas personas, pero ninguna era ella.
Aquella fue mi decisión. No merecía la pena remover el pasado, me decía a mí mismo. Lo que acababa de hacer era un síntoma de madurez. Aunque en mi caso particular, dolió mucho. Más de lo que esperaba.
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El ritual
Pertenezco a una categoría especial. En apariencia, soy alguien corriente, con los mismos miedos, inquietudes y esperanzas que cualquier persona de la calle. Pero cuando llega el momento, me transformo. Cambio mi vestimenta ordinaria por otra, de color oscuro, tan opaco como el lenguaje que utilizamos mis compañeros y yo cuando llega la hora de decidir el destino del pobre diablo que caiga en nuestras manos.
Cuando esto sucede, suelo fijarme en la expresión de desconcierto que invade su rostro. El o ella (nadie está a salvo de nuestro poder, sin distinción de sexo) ignora lo que hablamos, sin ser del todo consciente que cada palabra que se pronuncia donde se celebra el ritual, determinará su destino a muy corto plazo y condicionará su vida tal y como la conoce.
Nuestras palabras contienen un poder inmenso, casi místico, a la altura de los conjuros que, desde tiempo inmemorial, brujos y alquimistas usan para lograr sus propósitos. Pero a diferencia de ellos, nuestro poder es
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auténtico. No hay que demostrarlo. Dentro del habitáculo cada uno conoce su función, lo que tiene que decir a cada momento y cómo ha de hacerlo. Un incumplimiento de los requisitos que regulan el ritual provocaría que éste no tuviera efecto alguno.
Ese lenguaje enigmático al que aludo, incomprensible para los profanos del exterior del habitáculo, es el que nos confiere autoridad y el que nos jerarquiza. Yo no dirijo el ritual, sino que en esta ocasión soy más bien el clavo ardiendo al que está agarrado el pobre diablo; un faro en medio de la oscuridad. Porque yo tengo la facultad de que el idioma hermético que manejamos mis compañeros y yo, vestidos con negros ropajes, logre salvarle.
La soberana del habitáculo, me concede el turno de palabra. Echo un último vistazo a mis papeles y con un leve carraspeo, aclaro la voz, reconociendo el permiso que ella me da. Mi intervención es dilatada, quizás un poco más de lo necesario, porque no quiero que nada quede al azar.
Termino mi intervención diciendo:
—…por lo cual, solicito la libre absolución de mi defendido.
Cuando dejo de hablar, miro un momento al fondo de la sala y veo que el pobre diablo ha relajado su rostro. Mis últimas palabras, las que le interesaba oír, sí las ha entendido. La jueza, soberana del habitáculo, declara, con voz suave pero firme.
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—Visto para sentencia.
Meto los papeles en mi cartera y tras intercambiar un comentario con la jueza, me dirijo hacia mi defendido para decirle que todo ha salido bien. Ha acabado otro de mis rituales, otro de los juicios en los que he intervenido como abogado defensor. Y toda esta parafernalia ha sido para juzgar a un joven acusado de robar cuatro pizzas y dos paquetes de pañales en un supermercado.
Hay que joderse, pienso, mientras me quito la toga y le doy una palmada en el hombro.
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