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POESÍA HISPÁNICA PENINSULAR [1980-2005]
Antonio Jiménez Millán
Sería difícil entender la historia de la crítica contemporánea al margen
de nombres como T. S. Eliot, Paul Valéry o W. H. Auden y, en nuestro ámbito
más cercano, los ensayos y las reflexiones sobre poesía de Antonio
Machado, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Luis Cernuda,
José Moreno Villa, Carles Riba, Gabriel Ferrater, Jaime Gil de Biedma o Ángel
González nos resultan hoy imprescindibles.
1.POESÍA EN LENGUA CASTELLANA
1.1. La liquidación del «realismo crítico»
Dos antologías de Josep Mª Castellet, Veinte años de poesía española
(1939-1959) y Nueve novísimos poetas españoles (1970).
En realidad, son los autores del medio siglo, los adscritos al «grupo de
los cincuenta», quienes dejan constancia del agotamiento de determinadas
propuestas estéticas (Barral, Ángel González, Costafreda, Caballero Bonald,
Valente o Gil de Biedma).
En el primer lustro de la década hacen su aparición nuevos autores –
todos ellos nacidos en los años treinta – que, sin despreciar los aspectos
comunicativos del lenguaje, se sitúan al margen de la poesía social y
tienden hacia una expresión fragmentara o claramente neobarroca. El
cambio de orientación también es perceptible en poetas de mayor edad:
entre 1962 y 1964 ven la luz títulos como En un vasto dominio, de
Aleixandre, Invasión de la realidad, de Carlos Bousoño, o Libro de las
alucinaciones, de José Hierro.
Influencias en Castellet de la obra de Barthes Mythologies y de
Umberto Eco Apocalípticos e integrados [sobre todo en el prólogo de la
última antología]. Castellet subraya un factor decisivo para la configuración
de esa «nueva sensibilidad»: se trataba de la primera generación de la
posguerra española que no se había formado exclusivamente a partir del
«viejo humanismo» literario y sí bajo la influencia cada vez mayor de los
medios de comunicación de masas, aquello que entonces se conocía como
mass media. Umberto Eco había señalado que la dispersión del
pensamiento contemporáneo – el «cogitus interruptus» que recoge Castellet
en uno de sus epígrafes – se proyectaba en la vivencia de un universo
simbólico, y también que la ruptura con la norma lingüística de una
sociedad represiva derivaba hacia la consolidación de un discurso aforístico.
Así, el reconocimiento y la legitimación de un lenguaje fragmentario
encajaba muy bien con algunos de los recursos que ponían en práctica los
poetas jóvenes a finales de los sesenta: la recuperación de la escritura
automática, el empleo de la elipsis y, sobre todo, del collage. También alude
a la presencia de elementos exóticos y artificiosos que se relacionan
directamente con la llamada «sensibilidad camp», una sensibilidad
«despolitizada, o al menos apolítica» marcada por el artificio, la teatralidad
y el «espíritu de extravagancia», que era «un modo de deleitarse, de
apreciar, pero no de enjuiciar» (Susan Sontag, Contra la interpretación).
1. 2. Sobre una falsa «estética dominante»
A pesar de que la repercusión inmediata de la antología de Castellet se
debiera, en buena parte, a factores publicitarios, como apuntó en su
momento Jenaro Talens, la crítica coincide en señalar que Nueve novísimos
poetas españoles, marca un cambio de signo en la historia de la poesía
española de posguerra. Una poética resultante de la amalgama del
«esteticismo decadente, formas surrealistas, relación con el cómic, el cine y
los mass-media, construcción en elipsis del poema, interés por la rareza y lo
(aparentemente) despersonalizado...». Este sería un primer momento de la
estética novísima o veneciana, dominante entre los años 1966 y 1973; a
partir de aquí, según Villena, se produce un giro, un proceso de
individualización literaria.
Un breve recuento de los libros publicados en los años en que
Gimferrer y Carnero dan a conocer sus primeras obras muestra un
panorama literario bien distinto al que ellos querían presentar. En 1966,
fecha de publicación de Arde el mar, habían aparecido títulos del relieve de
Moralidades, de Gil de Biedma, La memoria y los signos, de José Ángel
Valente, o Palabras a la oscuridad de Francisco Brines; un año más tarde ve
la luz Dibujo de la muerte, y también en 1967 se publica Tratado de
urbanismo, de Ángel González; Alianza y condena, de Claudio Rodríguez, era
de 1965: todos estos libros representan la madurez de los poetas del medio
siglo, que habían superado, cada uno a su manera, los esquemáticos
planteamientos de la poesía social. ¿Se podía hablar, entonces, de
«empobrecimiento» del lenguaje? La cuestión se sitúa en otro lugar.
Carnero y Gimferrer insisten sobre un aspecto que, desde su
perspectiva, se convierte en la clave de las nuevas propuestas: el lenguaje
como centro de una reflexión que, según ellos, constituye el signo
inequívoco de la modernidad. Sólo desde la radical autonomía del lenguaje
poético se concibe su carácter autorreferencial – esa obsesión metapoética
que, en los autores citados y en algún otro como Jenaro Talens, deriva hacia
el dominio de la teoría sobre la creación misma – e incluso la posible crítica
a las ideologías. «Toda poesía que no persiga la contravención expresa o
tácita al sistema represivo de la sociedad debe ser considerada como
cómplice con este sistema», escribe Gimferrer en su poética de la antología
de Martín Pardo.
Carlos Bousoño en el prólogo de la poesía completa de Guillermo
Carnero: «el planteamiento de la poesía como metalenguaje lleva implícita
una voluntad de rechazo de los mecanismos uniformadores,
deshumanizadores y represores del poder».
Es preciso aclarar que no toda la poesía escrita y publicada en la
década de los setenta responde a estos criterios. Es más, parece responder
a una lectura selectiva y bastante arbitraria de la tradición. Sobre el
carácter transitorio de esta época: «La nota más destacada de esta estética
tal vez haya sido y sea todavía en algunos el constante movimiento interno
de la mezcla ostentosa de sus referentes. En sus vaivenes y
entrecruzamientos, de la cultura clásica griega al cine, a la canción pop o a
las culturas alternativas queda fijada una movilidad constante, nerviosa,
desdibujada e inestable».
Las máscaras sugieren, ahora, el horror al vacío. Pero en 1967, año en
el que se publica Dibujo de la muerte, aparecen otros títulos fundamentales
en el panorama literario de finales de los sesenta: Una educación
sentimental, de Manuel Vázquez Montalbán, Blanco Spirituals, de Felix
Grande, y Teatro de operaciones, de Antonio Martínez Sarrión. A diferencia
de los poetas más jóvenes de la antología de Castellet, Vázquez Montalbán
no renuncia a la actitud crítica del grupo de los cincuenta, aunque asume
desde el inicio el proyecto experimental y neovanguardista que se consolida
a mediados de la década y configura sus primeros libros de poemas. Es
evidente que Vázquez Montalbán no cree en esa radical autonomía del
lenguaje poético ni dirige su crítica al poder en abstracto, sino a la sordidez
de una dictadura y a sus mecanismos de dominación ideológica. La
intensidad expresiva de la obra poética de Félix Grande se relaciona con la
apasionada lectura de César Vallejo, pero también de Pablo Neruda, de
Carlos Edmundo de Ory y de los poetas de la generación beat. Y, por
supuesto, de Julio Cortázar, cuya impronta se deja ver no solo en la
resonancia musical del título, sino especialmente en los registros coloquiales
que introducen los poemas de Blanco Spirituals.
En Martínez de Sarrión. También es importante la influencia de
Cortázar así como la música jazz y el cine. Si el título del primer libro nos
remite de nuevo a los conceptos de representación y artificio (en él,
Martínez Sarrión opta por un estilo fragmentario que rompe la linealidad del
discurso), el segundo alude a una complicidad generacional que asiste a la
degradación de los sueños a partir del fracaso de mayo del 68.
En el fondo, la llamada «estética novísima» – una falsa estética
dominante, por más que generase un buen número de imitadores ya en la
década de los setenta – no se podría entender al margen de las paradojas
de un sistema neocapitalista que genera al mismo tiempo la necesidad de
consumo, cinluido el que procede de la «industria cultural», con sus nuevos
mitos, y la crítica de esa misma fiebre consumista, traducida en simple
vulgaridad (el triunfo de lo kischt).
1.3. Reflexión, elegía y argumentos culturales
Durante los primeros años setenta se confirma el auge de la dimensión
metapoética en los libros que Gimferrer ya escribe en lengua catalana, en la
obra de Guillermo Carnero, de Félix de Azúa, de Jenaro Talens, de Aníbal
Núñez, de Jaime Siles... Pero son otras líneas estéticas las que van a
imponerse a mediados de la década de los setenta: la inspiración
neorromántica de Antonio Colinas, la espiritualidad de Clara Janés, el
formalismo neobarroco de Antonio Carvajal, la mirada crítica de Jesús
Munárriz, la ironía (a veces, sarcasmo) de Ramón Irigoyen y la indagación
reflexiva de Lázaro Santana, Juan Luis Panero, Francisco Bejarano, Víctor
Botas, Miguel D'Ors, Luis Javier Moreno, Fernando Ortiz o Eloy Sánchez
Rosillo. Esta última es, precisamente, la línea que más nos interesa.
Un caso especialmente significativo es el de Juan Luis Panero. Hasta
hace poco ha pasado desapercibido a la sobra de su hermano menor,
Leopoldo María Panero, considerado por algunos como «el último poeta» (no
sólo no era el último: ni siquiera el único ni forzosamente el mejor de su
familia). Desde el principio, Juan Luis Panero se había apartado de esa
búsqueda constante de la originalidad – tal vez sería mejor decir de la
novedad – propia de muchos de sus contemporáneos: las suyas eran
aquellas «palabras de familia» mencionadas por Gil de Biedma en «Amistad
a lo largo»; sus referentes literarios van a ser los mismos que escojan los
poetas más jóvenes algunos años después: las citas de Pessoa, la
recuperación de Cavafis, los homenajes – no necesariamente explícitos – a
Cernuda y Borges tienen cabida en la obra de este autor ya a finales de los
setenta.
Víctor Botas había publicado su primer libro en 1979, Las cosas que me
acechan. Dos años antes, en 1977, habían aparecido las primeras obras de
Francisco Bejarano y Fernando Ortiz, y Eloy Sánchez Rosillo había ganado el
premio «Adonais» con Maneras de estar solo. Sánchez Rosillo insiste en la
continuidad de una tradición que se remonta a la antigüedad clásica: «La
voz de los poetas es siempre la misma, aunque las modas o la metodología
intenten demostrar lo contrario».
El despliegue de citas es ahora mucho más discreto y ya no
encontramos el recurso neovanguardista del collage, porque a los autores
que hemos nombrado les interesa más la configuración unitaria del poema
dentro de unas constantes reflexivas que se orientan en la línea trazada por
autores como Cernuda, Cavafis o Borges.
La reflexión acerca del sentido del arte es el hilo conductor de varios
poemas de Eloy Sánchez Rosillo. Se deduce una teoría indolente de la
creación artística o literaria, que es, ante todo, una forma de captar los
momentos de intensidad.
A Luis Cernuda (y, a través de él, a la lectura de algunos poetas
ingleses), se debe también la recuperación del monólogo dramático, una
técnica que, Según Robert Langbaum, era consustancial a la poesía de la
experiencia. No me parece casual que un libro de Víctor Botas se titule
Prosopon (1980) y otro de Fernando Ortiz Personae (1981). Máscaras y
personajes: el interés por la diversificación de la voz poética lleva a indagar
en la obra de Yeats, de Pound y, muy especialmente, en la de Fernando
Pessoa, cuyo prestigio se acentúa a comienzos de los ochenta.
Preferencia por el lenguaje común, por la expresión no rebuscada,
revela, entre otras cosas, el creciente magisterio de Borges frente a la
influencia teórica de Octavio Paz, decisiva, por ejemplo, en Gimferrer. No se
desdeñan ni las referencias autobiográficas ni la expresión directa de las
emociones tan denostada a comienzos de la década. En los primeros libros
de Eloy Sánchez Rosillo podemos advertir un tono neorromántico, influencia
que está muy bien asimilada por ser traductor y buen lector de Giacomo
Leopardi.
Incluso las referencias cinematográficas, tan significativas en los
orígenes de la estética novísima, se integran de otra forma en el poema. La
mitología derivada de Marilyn, Bogart, James Dean, o la inserción de
distintos planos en el texto, a modo de secuencias fílmicas, interesan menos
que la recreación de ambientes o de espacios donde se funden belleza y
melancolía. Se trata, pues, de un esteticismo que integra la sensualidad y la
elegía. De nuevo la enseñanza de Luis Cernuda resulta decisiva, como lo es
también la de autores más cercanos como Pablo Garcia Baena o Francisco
Brines que, a su vez, habían reivindicado al autor de La realidad o el deseo.
1. 4. El giro de los años ochenta
En 1980 se publica la ya mencionada antología de García Martín Las
voces y los ecos, que recoge a autores nacidos en los años cincuenta
(destacan Andrés Sánchez Robaina, Luis Antonio de Villena...). Diversidad de
tendencias y estilos, cosa que es más destacable si se observan otros libros
de ese año: los primeros libros de Ana Rossetti Los devaneos de Erato,
Blanca Andreu De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall y
Luis Garcia Montero Y ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn.
Ana Rossetti, «El jardín de tus delicias»:
«Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.
Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.
Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.
Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.
Ella sabe a tu leche adolescente,
y huele a tus muslos.
En mis muslos contengo los pétalos mojados
de las flores. Son flores pedazos de tu cuerpo».
El libro de Blanca Andreu, premio Adonais de ese año, enlaza con los
procedimientos del automatismo surrealista y se sitúa, según declaraciones
de su autora, en la estela de Neruda y Saint-John Perse. Fue el libro que
alcanzó mayor repercusión en los medios literarios pero ya entonces, se
podía calibrar la poca entidad de este discurso. Muy diferentes entre sí, los
libros de Javier Salvago y Luis García Montero avanzan algunas constantes
de la poesía de los ochenta, ya en la línea de la figuración irónica, ya a
través de un análisis de la ideología cotidiana que será uno de los puntos de
partida de «la otra sentimentalidad». Y ahora ya eres dueño del puente de
Brooklyn era un conjunto de poemas en prosa encabezados por autores de
novela negra. Remiten a la figura del detective, inseparable de la
investigación sobre lo privado que contaba con el apoyo del psicoanálisis.
Se trataba de abordar una crítica de los fundamentos de la ideología
burguesa a partir de uno de sus géneros más característicos → Dashiel
Hammet dio por liquidada la novela negra en 1949: después de veinte años,
los delincuentes de entonces se habían transformado en hombres de
negocios.
Es el momento de revistas como Marejada, dirigida en Cádiz, en la que
se emprende una decidida reivindicación de la obra de Carlos Edmundo de
Ory. En una línea más esteticista, la revista Antorcha de paja nace en
Córdoba. En Granada, revistas como Poesía 70 o Tragaluz, así como la
creación de Letras del sur.
En 1983, Luis García Montero, Álvaro Salvador y Javier Egea publican
una breve edición, La otra sentimentalidad, con dos textos programáticos
que, después de remitir a las palabras de Juan de Mairena /Antonio Machado
(una nueva poesía lleva consigo no una nueva sensibilidad – y recordemos
que esta era la expresión utilizada por Castellet –, sino una nueva
sentimentalidad), cuestionava las distinciones entre intimidad e historia,
razón y sentimiento, y proponía «otro romanticismo», otra moral.
Los dos primeros libros de Luis García Montero, asumen la indagación
sobre lo privado desde una perspectiva histórica que tiene muy en cuenta
las ideologías, la supuesta neutralidad del lenguaje. Solo desde la
conciencia de que la poesía es un artificio, solo desde la distancia se puede
abordar el análisis de los sentimientos e incluso volver a la tradición desde
un punto de vista diferente.
Desde Troppo mare (escrito en 1980 y publicado en 1984) a Raro de
luna (1988), Javier Egea va perfeccionando un mundo simbólico que se
concentra en escenarios urbanos o crea un ambiente de misterio acorde con
las evocaciones del nocturno romántico e incluso con la imaginería del
surrealismo. Detrás de estas claves existe una rigurosa coherencia que
aborda un nuevo tratamiento de lo cotidiano y, sobre todo, de las relaciones
de dominación que se derivan del mantenimiento de la ideología familiar, un
tema constante en toda su obra.
Si hay un factor que distingue claramente a la propuesta de «la otra
sentimentalidad» es la voluntad de no separar literatura, ideología y
política; es cierto que la reivindicación de autores como Luis Cernuda, Jaime
Gil de Biedma y Francisco Brines es compartida por otros muchos poetas,
pero también parece claro, desde el principio, el alejamiento de la línea más
esteticista que estos últimos mantienen. La síntesis entre la memoria
personal y la memoria histórica y el uso de procedimientos narrativos
definen los libros ya citados de Javier Egea y Luis Garcia Montero, así como
otros de Álvaro Salvador, del propio autor, de Benjamín Prado, de Inmaculda
Mengíbar y de Ángeles Mora. Estamos, pues, ante una alternativa clara a
ese «naufragio generalizado de la tradición de izquierdas» que José Carlos
Mainer situaba en torno a 1977-1978.
Esta es una de las líneas fundamentales de la poesía de los ochenta,
caracterizada como «figurativa», «poesía del realismo meditativo» o, en la
acepción tal vez más difundida y menos precisa, «poesía de la experiencia»,
ya excesivamente gastada. A través de esta expresión se ha relacionado a
buena parte de la poesía de los ochenta y de los noventa con una línea de
pensamiento empirista cuyo origen podría estar en el romanticismo inglés y
que cuenta con Eliot, Auden, Spender o Larkin como principales referentes.
En cualquier caso, la diversidad de la expresión poética que surge a partir
de 1980 no se puede reducir a un esquema sin demasiado fundamento.
En primer lugar, el sentido del término experiencia en relación con la
poesía contemporánea se diversifica desde la conocida definición de Rainer
María Rilke (él afirmaba que la poesía no estaba hecha de sentimientos, sino
de experiencias), hasta la «experiencia del paseante» que Walter Benjamín
desplegó en sus ensayos y en su prosa de creación. En un ámbito más
cercano, me parecen fundamentales estas palabras de Cernuda:
«Siempre traté de componer mis poemas a partir de un germen inicial de
experiencia, enseñándome pronto la práctica que, sin aquel, el poema no
parecería inevitable ni adquiriría contorno exacto y expresión precisa».
El concepto de experiencia es sometida a una importante revisión a
través de las distintas opciones estéticas que conviven en los ochenta. Se
trata sobre todo de una experiencia de lectura.
La clave puede ser una nueva lectura de la modernidad, una lectura no
conforme con ciertas interpretaciones dogmáticas que la identificaban con
dos líneas casi excluyentes: la que iba desde Rimbaud y Lautréamont hasta
el surrealismo o la que escogía a Mallarmé como origen de una reflexión
sobre las posibilidades y los límites del lenguaje. ¿Acaso Shelley, Leopardi,
Heine, Bécquer, Baudelaire, Verlaine, Laforgue, Unamuno o Machado
quedaban fuera de la modernidad? Me temo que, para algunos, así era.
Ya a mediados de los setenta se empieza a cuestionar esa recurrente
preocupación metapoética que deriva de la estética novísima; lo hace, por
ejemplo, Aurora de Albornoz en un ensayo sobre Caballero Bonald,
redactado en 1975: «En la hora actual – como todos sabemos – la palabra
como problema se ha convertido casi casi en el problema de moda, y, por
ello, con frecuencia, en falso problema». Y es que los verdaderos problemas
de fondo eran la inmutable creencia en la autonomía del lenguaje y la
nostalgia de la sacralización. Álvaro Salvador ha explicado muy bien el
cambio de perspectiva, unido al desplazamiento de algunos modelos
teóricos.
«Se trataría, en definitiva, de apostar por la superación de un discurso
poético basado en la “irracionalidad”, en la “hechicería” de la ruptura, de
la invención, de la originalidad, de la creación a partir de la nada (...)lo que
implicaría apostar simultáneamente por la recuperación de la llamada
“tradición de las tradiciones”. Borges, partiendo paradójicamente de
preocupaciones vanguardistas, sería el principal valedor de esta
tendencia, no solo en su dimensión poética, sino haciéndola extensible al
discurso literario general».
En este sentido, el poema se concibe como un desarrollo particular de
la experiencia, entendiendo esta en su acepción más general, integradora
de elementos biográficos, históricos y culturales. El hecho es que, ya en los
años ochenta, algunos autores que en principio habían optado por un tipo
de escritura rigurosamente culturalista dan un giro importante hacia el tono
coloquial y narrativo. A principios de los noventa, el autor quiere matizar las
relaciones de los novísimos con los poetas del medio siglo, atenuando el
carácter de ruptura, y afirma que «hoy se vuelve al sistema del 50, que se
ha constituido – o reconstituido – como modelo de dicción. Y, si los del 27
fueron los clásicos de la primera mitad del siglo XX, los del 50 lo son de la
segunda» (Jaime Siles).
No existen estilos generacionales, pero sí maneras, al modo en que lo
entiende Germán Yanke. Hay sobre todo, formas de entender la escritura
poética, su lugar y sus funciones, la relación con un lector imaginario. Más
que hablar de la poesía en abstracto, les interesa centrarse en los aspectos
constructivos y comunicativos del poema, en la fijación de la experiencia o
en el papel creador – y distanciador – de la memoria. En el fondo, la crítica
posmoderna a las vanguardias parte de la renuncia a las ilusiones
esencialistas, y la reserva a propósito de conceptos como novedad,
originalidad o ruptura debe entenderse dentro de una reacción, más amplia,
contra el exceso verbal de las utopías.
La poesía de los años ochenta ya no suele escoger la opción de la
marginalidad y prefiere aquella «dignidad de las palabras corrientes» de la
que hablaba Coleridge, el tono discursivo e intimista, la ironía, la sencillez
difícil de contar historias prescindiendo de efectos retóricos innecesarios. La
reflexión moral adquiere cada vez más importancia. «Las buenas
intenciones», de Carlos Marzal resume bien esta orientación de los años
ochenta.
Pere Pena se ha referido a la concepción narrativa y dramática del
poema que empieza a imponerse en los ochenta, y también a la importancia
del tono y del punto de vista, «un artificio más propio de la narrativa que de
la poesía»
En el carácter netamente urbano de la poesía de los ochenta existe
una clara vinculación con los poetas de medio siglo, especialmente con
Barral, Gil de Biedma y Ángel González. La ciudad, convertida en espacio
vital, trasciende los efectos de un decorado y representa de manera
ejemplar las tensiones contradictorias del presente, la crisis de los ideales
de la modernidad.
1.5. El artificio y lo verosímil
Carlos Marzal sobre la polémica denominación «poesía de la
experiencia»:
«La considero aceptable siempre y cuando quienes la empleen entiendan
por experiencia algo similar a lo que yo entiendo. La experiencia, para mí,
constituye el entero patrimonio físico y espiritual de la vida del hombre.
Tan perteneciente a la experiencia es el universo cultural como los
acontecimientos biográficos. Tan propio de la intimidad es lo soñado como
lo acontecido dentro de los límites de la cotidianidad».
La desconfianza en el valor de la espontaneidad, tan celebrada en otro
tiempo, resulta inseparable de la conciencia de la tradición y de la
necesidad de construir el poema. Un mundo poético que tiende a producir la
sensación de verosimilitud, algo muy distinto de la sinceridad mal
entendida: ese carácter de ficción verosímil define muy bien la poesía
escrita en las dos últimas décadas; se trata, a veces, de dar un sentido
original y preciso a situaciones comunes que el lector puede reconocer
como propias.
«¿Cómo hablar de sí mismo, cómo presentar
una verdad sin que algo me traicione?
(…)
¿Cómo huir de las grandes palabras sin que me huya todo lo grande que
hay en ellas?».
«Cómo hablar de sí mismo», Sombras, Abelardo Linares
En varios poemas del libro Espejos hallamos otro tema importante: la
identidad y los límites. Se interfieren la realidad, el sueño y la alucinación en
un ambiente de misteriosas sugerencias.
El tratamiento del mito ofrece un amplio repertorio de posibilidades,
que van desde la síntesis entre clasicismo y actualidad presente en la obra
de Luis Alberto de Cuenca (en ella conviven los héroes de la literatura
caballeresca con los personajes de cómic, los actores de cine con las
amistades cercanas...), hasta la asimilación de motivos y lemas de la
literatura de los siglos de oro en la poesía del malagueño Francisco Ruiz
Noguera, el acercamiento a las religiones orientales por parte de Jesús
Aguado o la nostalgia por valores imperantes en otras edades, bien visible
en el ciclo Europa (1977-1990), de Julio Martínez Mesanza, autor de estos
«Laudes Virgini».
«Virgen llena de gracia, impera siempre.
Dulce abogada, quita de mis ojos
el velo del orgullo y de mis labios
las palabras que para nada sirven.
No puedo enumerar lo que desprecio
y aún me son gratas demasiadas cosas.
Pero diré que hay una infame estirpe
que deja sin valor nuestro lenguaje:
su libertad es libertad de usura,
su paz es el escudo del injusto
y su progreso es un deporte ateo.»
Esta poesía de claros contenidos morales y resonancias épicas
coincide, sin embargo, con otras líneas ideológicamente distintas e incluso
opuestas en un proyecto de construcción del poema «la poesía, para mí, es
un medio, nunca un fin, y, por ser conocimiento, debe aspirar a la claridad»,
escribe Martínez Mesana en una poética de 1998. A pesar del relativo
descrédito de las utopías que antes mencionábamos, no puede decirse que
la poesía, a partir de los años ochenta, esté dominada por el conformismo.
Un buen número de poetas se han situado en una línea de compromiso,
entre los que destaca Jorge Riechmann. Y no puede olvidarse que, en
muchas ocasiones, la denuncia del poder se expresa a través de
procedimientos irónicos o directamente satíricos.
Una constante en la poesía de los años ochenta y noventa es el
vitalismo. El uso de palabras de familia contribuye al intento de generalizar
experiencias y de alcanzar, así, un mayor grado de comunicación. Vicente
Gallego prefiere, de acuerdo con Francisco Brines, «aquella poesía que se
ejercita con afán de conocimiento, y aquella que hace revivir la pasión de la
vida». La mezcla de vitalidad y nostalgia, de pasión y hastío, puede ser
compartida por algunos poetas de la edad de Vicente Gallego: José Antonio
Mesa Toré, José Mateos, Juan Manuel Villaba... En palabras de Juan José Lanz:
«No hay futuro, no hay utopía y, por lo tanto, no hay ideales; tan solo
existe el presente, que no puede ser hipotecado ante ninguna convicción
del pasado, ni ante ningún ideario que suponga un préstamo hacia el
futuro. El arte, la literatura y la cultura se convierten, así, en algo que
“está sucediendo realmente” y que sucede solo en el presente».
Pero insistimos en que ese vitalismo nostálgico, no exento de ciertos
toques de frivolidad, es propio de los primeros libros; la trayectoria posterior
de casi todos estos poetas les lleva a una visión del mundo bastante más
dramática.
1.6. Ironía y parodia
Octavio Paz nombraba la analogía y la ironía como elementos
constitutivos del discurso contemporáneo: la poesía moderna se cuestiona a
sí misma a partir de la disolución del romanticismo, no ya con Baudelaire,
sino con Heine. Hans Robert Jauss analizó la destrucción irónica de la
idealidad romántica, el reconocimiento de una realidad dominada por
contradicciones que el arte, en su sentido de armonía clásica, no podía
superar.
De la importancia de la figuración irónica han tratado, entre otros, Pere
Ballart y Germán Yanke; según este último, la ironía que atraviesa una
buena parte de la poesía «postnovísima» va encaminada a conseguir una
cierta distancia, «para evitar el énfasis de las complicaciones de la vida,
para conectar también con el lector».
Cita a Ana Rossetti. Además, Javier Salgado, ha construido
prácticamente todos sus libros valiéndose del recuerdo a la ironía. En La
destrucción o el humor (1980), se establece una identidad tan relativa como
ambigua, porque el humor, más que destrucción, es una forma paciente,
casi estoica, de supervivencia:
«He pasado de largo casi siempre
ante el amor, y eso algún día se paga.
Cuántas veces me he dicho:
- No hay prisa,
ya lo abriré mañana-.
Pero mañana es hoy, y ahora sucede
que cae la noche y sé lo que me aguarda:
mi habitación, la soledad y el frío.
¿Comprende usted, al fin, por qué sonrío?
Sólo el humor me salva.»
Sabiduría literaria y habilidad técnica en su sencillez, perceptible en la
condensación de los poemas breves, pero también en el empleo de formas
tan artificiosas como la sextina.
Jon Juaristi. Tendencia a emplear rimas agudas, paráfrasis, juegos de
palabras y referencias cultas desmitificadoras refuerza el efecto irónico de
otros poemas de Juaristi. Dice Andrés Trapiello de su poesía: «Y que a nadie
engañen, cuando se topen, sus parodias: no son más que elegías
camufladas. Es parte de su inteligencia, del que piensa no ya que el pasado
es mejor que el presente, como ciertos románticos, sino que el presente es
mejor que el futuro, como el padre de la modernidad, nuestro gran
Baudelaire».
La crítica de las relaciones cotidianas, de la hipocresía moral y de la
cultura institucionalizada aparece con cierta frecuencia en la poesía
reciente, y de forma especial entre los poetas catalanes que se expresan en
castellano [por ejemplo, Jordi Virallonga, Todo parece indicar (2003)].
Hablando de otras modalidades de la ironía, conviene recordar la
actualización de esquemas formales clásicos en la poesía de Luis García
Montero (Góngora, Garcilaso, Manrique…). Otra forma de actualización
irónica es el recuerdo a los mitos de Amalia Bautista y Aurora Luque. En este
mismo sentido se orienta la ironía en los poemas de Luis Alberto de Cuenca,
ya sea a través de personajes o de tópicos literarios. Al emplear
sistemáticamente la rima y poner en juego homofonías y neologismos,
autores como Francisco Fortuny intensifican el sentido paródico de sus
poemas.
La tendencia hacia el intimismo, perceptible en los poetas más jóvenes
– tanto en castellano como en catalán –, adquiere, al existir mayor
distanciamiento, un sentido de crítica desmitificadora que afecta a las
relaciones familiares y al erotismo (ejemplos de ironía situacional y
metapoética). José Luis Piquero en «Defensa de la familia»:
«Aquí donde no tienen cabida los maricas
y a cometer los propios errores se prefiere
cometer los errores tranquilos de los padres,
uno es merecedor de este legado:
seguridad y pan,
paz y severidad,
y algún consejo».
Al plantear la cuestión del sujeto poético en la posmodernidad, Dionisio
Cañas afirmaba que la cita, la imitación, el préstamo o la parodia no eran
sino estrategias para asimilar inteligentemente «la difícil carga del pasado».
Decía Cesare Pavese que el gran arte moderno es siempre irónico, al igual
que el antiguo era religioso, y la ironía difícilmente acepta otra retórica
distinta al habla común. Una ironía que implica cierto descreimiento y, sobre
todo, desacralización: de la supuesta esencia de la poesía, del yo poético.
1.7. Una poética de la intensidad
«El entusiasmo de la decepción» se titula la primera parte de Metales
pesados; esa construcción paradójica, que funciona también en la poesía de
Felipe Benítez Reyes y Vicente Gallego, es una de las claves de la escritura
de Carlos Marzal.
Con la reescritura de su primer libro, La luz de otra manera a finales de
los noventa, Vicente Gallego ahonda en las claves de una poética basada en
la intensidad. En Santa deriva (2002), la celebración vital lleva implícita la
conciencia de finitud, y la búsqueda de lo sagrado personal – una inquietud
que late en la poesía moderna desde el romanticismo – es paralela a la
exaltación del placer, al «extraño infierno irresistible» que funda el amor, al
reconocimiento de los dones terrenales.
Nueva dimensión de una poética que, sin renunciar a constantes
figurativas o experienciales, trasciende lo anecdótico se adentra en la
intensidad vital
1.8. La precisión y el misterio
Varias antologías han ofrecido en los últimos años una muestra
bastante representativa de la poesía escrita por los autores más jóvenes.
Destacan, entre ellas, 10 menos 30 (1997) y La lógica de Orfeo (2003), de
Luis Antonio de Villena, y La generación del 99 (1999), de José Luis García
Martín.
Luis Antonio de Villena formuló primero la hipótesis de una «ruptura
interior» en la poesía de la experiencia, para incidir más tarde en la
confluencia de lo que él mismo ha llamado la «voz lógica» y la «voz órfica».
Por su parte, García Martín elabora una antología más extensa en
cuanto al número de autores (desde Benjamín Prado, del 61, hasta Carmen
Jodra Davó, del 80) y señala en el estudio previo que «no pretende señalar
ningún rumbo a la joven poesía española, ni toma partido, al menos
conscientemente, por una u otra de esas borrosas tendencias (a veces sólo
azarosas etiquetas puestas sobre un grupo amical o de presión) que tanto
dan que hablar a ciertos críticos».
[Da todos los nombres, los más nuevos: Fernando Valverde, Fruela
Fernández y Elena Medel]. No está de más recordar algunos títulos que,
para mí, son ya imprescindibles en el panorama de la poesía española más
reciente: Intemperie, Caída, Extraño, El apetito, Correspondencias, No se
trata de un juego, Horizonte o frontera, Monstruos perfectos, Puntos de
fuga, Ida y vuelta, Las afueras, La caja negra…
En la poética de la antología 10 menos 30, de L. A. de Villena, Luis
Muñoz alude a «una suerte de tradición simbolista» en la que el matiz
resulta decisivo. La vinculación con el simbolismo (Verlaine y Baudelaire, en
concreto) es evidente en títulos como Canción gris de Antonio Manilla, o
Correspondencias del propio Luis Muñoz, para quien el poeta es «cazador de
símbolos» en esa zona de intersección entre lo visible y lo no visible, entre
la lógica y la intuición. Igual que ellos, otros poetas defienden un proyecto
de escritura que combina la precisión y el misterio: «el poema es un
instrumento de precisión», señala Álvaro García, y dice también que él
busca «una referencia directa, limpia, sin queja, a la vida».
La combinación de exactitud y sugerencia también define a la poesía
de Lorenzo Oliván, autor de interesantes libros de aforismos (La eterna
novedad del mundo, 1993, es el primero de ellos), y de dos poemarios
recientes de indiscutible calidad: Puntos de fuga (2001) y Libro de los
elementos (2004).
Andrés Neuman señala el «renovado interés por la percepción que
vienen demostrando los autores recientes»; así, Lorenzo Oliván, Luis Muñoz
o Eduardo García son «en mayor o menor medida poetas pictóricos que
investigan el acto de mirar».
Aunque concedan, en general, mayor importancia a la imagen como
base del discurso poético, la mayoría de estos autores no desdeña los
recursos narrativos. Creo que el vitalismo sigue siendo una constante, acaso
la más llamativa, de la poesía reciente. Ya no es la vida nocturna, con su
indudable atractivo marginal, la que asoma en estos versos, ni tampoco el
conflicto inmediato con el «viejo país ineficiente» del que hablaba Gil de
Biedma, sino una sensación de extrañeza ante los «rituales difíciles de
convivir» o la «incomodidad con todo lo cercano» que José Luis Piquero
nombra en su poema «Retiro sentimental».
Así pues, la diversidad sigue siendo la nota dominante en estos
autores, que ya han encontrado una voz propia, a tono con el lenguaje de su
tiempo.
[A PARTIR DE AQUÍ SON ENSAYOS DE DIFERENTES POETAS, POR LO QUE
SOLO HAY NOTAS EN GENERAL A NO SER QUE HAYA ALGÚN ENSAYO LARGO
AL QUE SACAR TAJADA].
Por ejemplo, Pablo del Águila y Desde estas altas rocas innombrables
pudiera verse el mar. Su poesía reunida está algo recóndita y solo se
encuentran poemas sueltos (y usar el plural es un poco exagerado).
Investigar este tema.
Obra poética completa de Germán Yanke, un título ya de por sí irónico
por la brevedad de las plaquettes. Inclemencias del tiempo, de Francisco
Díaz de Castro. De este último:
«Los dos sabemos
que la apuesta de siempre, ese tacto ruidoso
que llamamos amarse o como quieras,
es solo tiempo,
arena de nostalgias que se lleva una brisa».
Este ensayo es casi por completo para su amigo. No analiza todo, pero
«está» casi toda su carrera (brevemente) analizada.
Ángeles Mora escogió un verso de Garcilaso como título de su primer
libro, publicado en 1982: Pensando que el camino iba derecho. No me
parece casual esa elección, pues la presencia de la literatura clásica se deja
sentir, primero en sus citas, y luego, y especialmente, en una musicalidad
que es resultado de la sabia construcción del poema.
La poesía moderna encuentra su clave de búsqueda en la construcción
del yo. La memoria es, a su modo, una forma de ficción, pero a la vez los
símbolos y las imágenes pueden convertirse en un asidero de la realidad,
incluso a través de figuras tan etéreas como el ángel que nos aparece en un
poema de Pensando que el camino iba derecho:
«Si alguna vez el ángel ha tocado tu cuerpo,
no intentes apartar la angustia de tus ojos.
Da gracias a las horas, pues la gloria compartes».
En este libro y en los dos siguientes, La guerra de los treinta años y La
dama errante (publicados ambos en 1990), la autora construía un espacio
de conocimiento del amor a la vez que anulaba su trascendencia, esa marca
de lo sublime que tradicionalmente se vincula a la «sensibilidad» o al
«imaginario social» femenino. «Una lacrima sul viso»:
«Ahora llorarás sin hacer ruido.
Alguien habrá querido acariciar
tus hombros, en el bar apilarán
las sillas, limpiarán los veladores.
Sabes que estás perdida y te levantas.
Nadie ha secado aún el rastro negro
de rimel que corre en tu mejilla».
El lector puede sentirse cómplice de esos argumentos, de esa voz que
se sitúa conscientemente en los márgenes, que duerme «siempre en las
afueras» y conoce muy bien las ruinas.
Raro de luna, de JAVIER EGEA
Lo primero que llama la atención es el título, esa paráfrasis de la
sonata de Beethoven que nos aproxima, ya de entrada, a la configuración
musical de los poemas. El poema central del libro, «Raro de luna», adopta el
ritmo cambiante de la sonata, sus contrastes más acentuados; el hecho de
suprimir la puntuación contribuye a que la estructura musical tenga mayor
importancia. Existe, además, en todo el libro un ambiente misterioso, una
atmósfera de sonambulismo muy acordes con las evocaciones del nocturno
romántico: uno de los míticos habitantes de la noche, el vampiro, con su
estética de héroe condenado, adquiere aquí un relieve especial como
símbolo de una determinada ideología de la marginación.
Hablamos de la utilización consciente de claves que pertenecen a una
tradición con ciertos visos de marginalidad: esa línea imaginaria que enlaza
el romanticismo con algunos movimientos vanguardistas europeos,
expresionismo y surrealismo principalmente. No es fácil situarse en ella,
porque muchas veces ha servido como pretexto para la justificación del
irracionalismo, cuando no de la pura insensatez. Macerl Raymond
consideraba que el surrealismo era un «romanticismo de las
profundidades», pero la afinidad entre románticos y surrealistas, aun
existiendo, debe ser matizada, sobre todo en lo que se refiere a la famosa
técnica de la escritura automática.
En nuestro país, la tradición a la que aludimos cuenta con aportaciones
de gran valor: Alberti, Lorca o Foix, por ejemplo. Ninguno de ellos creyó que
se pudiera abandonar el control de la escritura, pese a las reservas
expresadas en este sentido (la polémica en torno al «surrealismo español»
es un buen ejemplo), e incluso Gabriel Ferrater, tan distanciado – al menos,
en principio – de esta línea, dice en su Poema inacabat, a propósito de J. V.
Foix:
«La atmósfera de aquella década
te la brinda el primer poema
de Dónde he dejado las llaves:
el surrealismo, si se hace
con talento, es más realista
que el realismo academicista.»
En realidad, tanto en Sobre los ángeles como Poeta en Nueva York son
libros que evidencian la crisis de una determinada manera de entender el
discurso poético, ya desde la toma de conciencia del vacío y la negación del
paraíso en el caso de Alberti, ya desde la denuncia de la tecnología
deshumanizada por el capitalismo en el de Lorca. En estas coordenadas se
sitúa Raro de luna: aquí, la presencia de sueños se convierte en una forma
de indagar lo cotidiano, las relaciones de dominación que se derivan del
mantenimiento de una ideología familiar, burguesa, durante siglos.
La mirada del aviador (Sobre la poesía de JUSTO NAVARRO)
Importancia de la novela negra y, de su correlato cinematográfico en
la construcción de su lenguaje, narrativo o poético. Un aviador prevé su
muerte, su segundo libro, es una referencia al poema de W. B. Yeats «An
Irish Airman foresees his Death». Nos sitúa en los avisos de «la escritura
invisible de la muerte», signos cifrados en lo más próximo, en lo cotidiano:
aquello que suele considerarse intrascendente adquiere en estos poemas
una importancia inusual, como si lo alumbrara la linterna de un detective en
busca de las más mínimas huellas, indicios válidos para reconstruir una
trama perdida en la complejidad de las apariencias.
La imagen de las aguas quietas – tan significativa en la poética de
Lorca, con todas sus connotaciones de la muerte: la niña ahogada en un
pozo y la insistencia obsesiva en el agua «que no desemboca»– se asocia en
los poemas de Justo Navarro a una superficie que es al mismo tiempo espejo
y página en blanco.
Al mencionar la página en blanco se alude, implícitamente, a la
investigación sobre el lenguaje iniciada por Mallarmé.
Su poesía es abundante en recursos técnicos, muy bien utilizados: la
rima, estratégicamente elegida (y nada fácil), las figuras retóricas, la
adjetivación, los encabalgamientos; de ello resulta un lenguaje ajustado,
construido con la rara precisión de quien domina su oficio, pero no solo eso:
las indagaciones que hace Justo Navarro acerca del lenguaje parten de la
conciencia de que es imposible separar técnica e ideología, de que el
discurso poético moderno corre paralelo a la escisión de la subjetividad, y
sólo un distanciamiento adecuado permite superar las tradicionales fisuras
entre el interior y el exterior, entre lo privado y lo público.
Poesía de FELIPE BENÍTEZ REYES (1979-1987)
Según T. S. Eliot: «Todo poeta desea dar placer, entretener y divertir a
la gente, y normalmente se alegrará si la cantidad de personas que
disfrutan de esa diversión es lo más extensa y heterogénea posible». Con
esto quiere moderar algunas exageraciones románticas como la de Shelley
(el poeta como «secreto legislador» del mundo...)
No son casuales las coincidencias entre Felipe Benítez Reyes y Luis
Garcia Montero al formular una poética. Ambos expresan su desconfianza en
el valor de la espontaneidad y, a la vez, insisten en el carácter de
convención, de artificio, inherente a la poesía contemporánea. «Creo que en
un poema la emoción debe ser fingida... He perdido esa superstición según
la cual el poeta ha de dejar su vida en el papel. He pasado de entender la
poesía como una confesión a entenderla como un género de ficción». «Me
parece indispensable, escribe Felipe Benítez, que un poema se asiente sobre
el más abstracto de los sentidos, el sentido común... y que a partir de ahí,
llegada la ocasión, nos contemos las mayores mentiras y los más divertidos
disparates, si fuese del gusto». De «Advertencia»:
«Y aprende que la vida tiene un precio
que no puedes pagar continuamente.
Y aprende dignidad en tu derrota
agradeciendo a quien te quiso
el regalo fugaz de su hermosura».
Más cosas. La fiesta, la vida nocturna, las estrategias de seducción,
pero también su reverso: la conciencia de la fugacidad y el fracaso. En La
maleta del náufrago, Benitez Reyes descubre en las fiestas una metáfora de
la vida: «Cada fiesta nos atrae porque las fiestas tienen el mismo sentido
secreto que la soledad: volvernos cómplices de nuestro destino. Las fiestas
nos ofrecen el mundo como un espejismo luminoso. Pero, en su final,
acaban componiendo una metáfora melancólica de la vida: un halago fugaz
que ofrece la tentación y de inmediato la retira, o la vuelve de sombra, o le
da apariencia de un mal sueño». Es el tema dominante en La mala
compañía:
«Ningún deseo vale – y así lo repetimos en tertulias –
tanto asedio, tanto fingir
y esas noches en blanco, tantas copas,
pero ¿quién se lo explica al corazón?»
Bazar de huellas (una presentación de JUAN MANUEL VILLALBA)
Desde que Cézanne observara en la naturaleza una gama de
geometrías y Flaubert quisiera hacer de la novela una mirada objetiva sobre
el mundo, algunos creadores contemporáneos han buscado una expresión
alejada de la confidencia. Lo dijo T. S. Eliot: la poesía no es una forma de
acentuar la personalidad, sino de diluirla. Los dos libros de poemas que
hasta el momento ha publicado Juan Manuel Villaba, Fondo (1992) y Todo lo
contrario (1997) nos dejan oír la voz de un narrador que observa muy
atentamente, se eleva sobre la fragilidad de las apariencias y va escogiendo
lugares o situaciones que terminan por adquirir dimensión de símbolos.
«El mar tan agitado como el sueño
de un marino en mitad de travesía,
lugares conocidos, otros sitios,
la impresión que producen al llegar:
aquí estuve yo en el futuro
de una vida que no me corresponde».
Al hilo de breves e intensos relatos van apareciendo personajes que
huyen y que están a punto de entrar en una tierra prometida, finalmente
inalcanzable; personajes humillados y amenazantes, figuras que reflejan la
sordidez cotidiana o el simple abandono. Es otra forma de transmitir la
sensación de extrañeza o de pérdida; quien vuelve de un sueño sólo
encuentra «la misma playa fría de cada despertar», esa implacable certeza
que tenían los personajes de Kafka.
Una cita de Las flores del mal, «El destino a tu lado camina como un
perro», inicia el libro Fondo. El destino es protagonista, explícito o velado, de
algunos poemas de Juan Manuel Villaba.
INTRODUCCIÓN A LA POESÍA CATALANA CONTEMPORÁNEA
2.1. Una tradición propia
En un artículo publicado en Ínsula («Madame se meurt», noviembre de
1953), se lamentaba Gabriel Ferrater de que la cultura catalana girase
exclusivamente en torno a la poesía. «La poesía es, si se quiere, la
culminación de una cultura, pero las montañas no descansan en sus
cumbres».
Parecidos temores expresaba Castellet por los mismos años,
centrándose más en los problemas de supervivencia del escritor catalán,
aislado en una sociedad que no le ofrecía los medios de expresión, ni, por
supuesto, un público lector medianamente amplio. El problema venía de
mucho antes: en realidad, fue Carles Riba quien, en 1925, pronunció una
conferencia con ese título, «Una generación sense novel.la», afirmando,
entre otras cosas, que la ausencia de grandes novelistas se debía al «vacío
de experiencia moral» de la sociedad catalana contemporánea, en contraste
con sociedades como la inglesa o la francesa, al exceso de individualismo y
a la ruptura de la continuidad evolutiva del género a partir del siglo XV.
Parece evidente que la cultura catalana de nuestro siglo cuenta con
poetas que están a la altura de la moderna tradición literaria europea,
desde Josep Carner, el propio Riba y J. V. Foix, hasta Salvador Espriu y
Gabriel Ferrater. Carner y Riba se encargaron de lograr la madurez expresiva
del idioma. Atrás quedaban las manifestaciones ruralistas o costumbristas,
casi «carnavalescas» derivadas de la Renaixença, pero también de los
intentos renovadores del modernismo.
La obra de J. V. Foix sirvió de enlace con las diversas tentativas de
escritura vanguardista en la posguerra – Brossa, Palau i Fabre –, simultáneas
a la expresión de la resistencia contra la dictadura y a la continuidad de una
poética de carácter simbolista: los nombres de Salvador Espriu, Pere Quart,
Marià Manent o Joan Vinyoli resultan inseparables del resurgimiento de las
letras catalanas después de la experiencia traumática de la guerra civil.
2.2. Resistencia y lucidez
Escribe José Agustín Goytisolo: «Ligada la reivindicación cultural a la
política, la derrota política implicó el desastre cultural. En todo caso, en los
primeros años de la postguerra se prohibió expresamente el publicar en
catalán». A la poesía se concede, desde entonces, una misión casi
trascendental: la de salvaguardar los valores culturales amenazados, la
continuidad y la pureza de un idioma casi proscrito.
Tras el exilio de Carner, Riba y Joan Oliver y la muerte prematura de
Roselló, se impone una larga tarea de reconstrucción en la que Salvador
Espriu desempeñará un importante papel. Su primer libro de poemas
Cementiri de Sinera (1946), revela ya un mundo poético cerrado y
coherente que gira en torno a unos símbolos muy definidos, a un amplísimo
sistema de referencias que van desde los mitos helénicos Ariadna y Teseo,
Fedra, Antígona – a las historias bíblicas – Esther –, su obra, definida por el
autor, como «una meditación constante y obsesiva sobre la muerte»,
alcanza muy pronto una trascendencia histórica.
No es extraño que la figura de Espriu adquiriese una dimensión de
símbolo en la lucha contra la dictadura, aunque no fuera el único. La actitud
moral de resistencia se expresa, en el contexto de las letras catalanas, a
través de modalidades de escritura muy diferentes. El regreso de Carles
Riba, en 1943 – fecha de la publicación clandestina de las Elegies de
Bierville – sirve de orientación a un grupo de poetas que continúan la
tradición del Noucentisme: Marià Manent, Josep Janés i Olivé, Tomás Garcés,
Josep-Sebastià Pons, Joan Teixidor, Rosa Leveroni, el primer Joan Vinyoli.
Otros enlazan, en cambio, con esa tradición de la ruptura inaugurada por los
vanguardistas históricos: es el caso de Josep Palau i Fabre, que organiza en
1944 las tertulias de los «Amics de la Poesia» e impulsa la edición de
revistas y cuadernos de tirada reducida. O de Joan Brossa, co-fundador de la
revista Dau al Set, en la que colaboran, aparte de J. V. Foix y el mismo
Brossa, pintores como Tàpies, Miró, Ponç, Cuixart y Tharrats. El trabajo
experimental de Brossa, sus innovaciones rítmicas, juegos semánticos y
hallazgos en el terreno de la poesía visual ejercerán una influencia
considerable, como veremos. En esta línea, debemos mencionar a Joan
Perucho. Su primer libro, Sota la sang, data de 1947. Gimferrer ha
relacionado la poesía de Perucho con la de Brossa y Palau i Fabre por su
«extrema exploración de la palabra en territorios desconocidos», heredera
de Rimbaud y Lautréamont, cercana a Foix y Aleixandre. En El médium
(1954) y El país de las meravelles (1956), Perucho se anticipa a la poética
culturalista de los años setenta.
A finales de los cincuenta, la poética de carácter simbolista parece
agotada. Las polémicas en torno al realismo se intensifican – como en otros
países europeos, solo que en circunstancias muy especiales – y dan lugar a
curiosas distinciones como las que establece Josep Mª Castellet entre la
tradición simbolista y la realista en el prólogo a Veinte años de poesía
española (1960), criterios que permanecen vigentes en Poesía catalana del
segle XX (1963), antología realizada por el propio Castellet y Joaquim Molas.
El lenguaje directo, proclive a la denuncia y al arraigo en las realidades
inmediatas que pusieron en práctica Blas de Otero o Gabriel Celaya,
encuentra también su espacio en la poesía catalana del «realismo crítico» o
«realismo histórico». La publicación de La pell de brau y Vacances pagades
en 1960, y de Poemes civils de Joan Brossa, en 1961, supone el momento
cumbre de una literatura concebida como forma de resistencia.
Pero no olvidemos que en 1960 aparece también el primer libro de
Gabriel Ferrater, Da nuces pueris. No es frecuente que un poeta publique
por primera vez cuando está cerca de los cuarenta años; tal vez, por eso
mismo, las reflexiones que, a modo de poética, figuran como apéndice de
este libro revelan una madurez tan sorprendente que desconcertó a muchos
y provocó el rechazo de otros. La formulación teórica de Ferrater quiebra los
principios aceptados del realismo histórico para inclinar la balanza hacia la
subjetividad: «Entiendo la poesía como la descripción de algunos momentos
de la vida moral de un hombre ordinario, como soy yo (…) Cuando escribo
un poema, lo único que me preocupa y cuesta es definir claramente mi
actitud moral, o sea la distancia entre el sentimiento que el poema expone y
lo que se podría llamar el centro de mi imaginación». Contra la imagen
mesiánica del poeta y la retórica del existencialismo más o menos
politizado, Ferrater propone otra forma de realismo que no se basa en una
ideología ingenua de la comunicación, cuestionada también por Barral y Gil
de Biedma, un modo diferente de abordar la relación entre experiencia y
memoria, entre historia personal e historia colectiva.
No encontramos ya juicios terminantes sobre la historia ni
declaraciones solemnes, sino miradas particulares, relatos de experiencia
individual, verdades relativas que se exponen desde la conciencia del
artificio, desde la distancia. Existe una clara complicidad entre Ferrater, Gil
de Biedma, J. A. Goytisolo y Barral a la hora de formalizar la experiencia;
todos ellos fueron partidarios del placer: «El ideal sería que todo poema
fuese claro, sensato, lúcido y apasionado, es decir, en una palabra,
divertido», leemos al final de Da nueces pueris. Su antirromanticismo le
lleva a alejarse de modelos que en su tiempo parecían indiscutibles – Salvat-
Papasseit, incluso Maragall – y a escoger sus propias referencias en la
lectura de poetas medievales, desde Bertran de Born a Chrétien de Troyes
(la estructura del Cligés es la base del Poema inacabat ferrateriano) y
Ausiàs March, y en la poesía anglosajona contemporánea: Hardy, Frost,
Ramson, Graves, Auden. En las dos opciones coincide con Gil de Biedma,
quien a propósito de la literatura medieval, recodaría mucho después la
fascinación común por el «acento tan naturalmente impersonal de muchos
de aquellos versos».
Afirma Joan Margarit que la publicación de la poesía completa de
Gabriel Ferrater, Les dones i els dies (1968; versión castellana, Mujeres y
días, 1979), señala el inicio de una etapa realmente nueva en la poesía
catalana. La admiración de Ferrater hacia Carner y Foix se transmite a
poetas más jóvenes, a quienes aconseja, ante todo, el aprendizaje del oficio
y la desconfianza ante la expresión «directa» de los sentimientos. A finales
de los sesenta, Narcís Comadira, Salvador Oliva, Marta Pessarrodona y
Francesc Parcerisas recogen esta enseñanza.
Por otra parte, el falso dilema formalismo/ realismo empieza a ser
superado, como se observa en el prólogo que Gabriel Ferrater escribe para
el libro Septembre 30 (1969) de Marta Pessarrodona: «Ahora, en el arte todo
es forma y las formas de arte realista son precisamente formas y ninguna
otra cosa». Los poetas que iniciaron su obra en estos años dieron mucha
más importancia a la experiencia personal: «Este proceso política-civismo-
ética ha sido, y aún lo es, un proceso de interiorización y análisis; de aquí la
abundante temática destinada a reflejar las relaciones personales, y
básicamente la relación erótica».
2.3. La diversidad reconocida
A partir de los años sesenta y, sobre todo, de la normalización
lingüística que siguió al establecimiento de las libertades democráticas, la
cultura catalana fue superando esas limitaciones impuestas a las que se
refería Castellet en 1953. Editoriales, revistas y otras iniciativas culturales,
más o menos apoyadas institucionalmente, llenaron el vacío.
Señalar que algunos poetas que empezaron a escribir en castellano –
Piera, Margarit, Gimferrer – han continuado su obra en catalán. No es difícil,
en cualquier caso, establecer un paralelismo con los proyectos de
renovación surgidos en el ámbito de expresión castellana semejanza de
planteamientos en los dos ámbitos culturales.
Los modelos que se consolidan en la década de los setenta son Foix,
Brossa y Ferrater. Una descripción de la poesía catalana publicada en las
dos últimas décadas podría basarse en las distintas lecturas de la tradición
medieval y contemporánea y en las aproximaciones a otras literaturas. En el
caso de Foix, ya observábamos su influencia en los primeros años de
postguerra, pero el reconocimiento casi unánime de su obra se producirá a
principios de los setenta, coincidiendo con una nueva lectura de las
vanguardias. Si en los años inmediatamente anteriores se había admirado al
Foix de Sol, i de dol, siguiendo el consejo de Ferrater («Llegir Carner i Foix i
fer sonets»), ahora es la vertiente más próxima al surrealismo – On he
deixat les Claus, Les irreals omegues – la que se sitúa en primer plano.
La reacción contra los principios del realismo crítico tiende a privilegiar
la imagen del poema como espacio autónomo, lugar de la interrogación y la
sorpresa. A partir de aquí cobran mayor importancia la intertextualidad y las
referencias a otros lenguajes artísticos (cine, pintura), así como la necesidad
de reflexionar acerca de la escritura, su función y sus límites.
En términos generales, esta nueva orientación de la poesía responde a
estímulos tan diversos como la relectura de los clásicos medievales, el
entusiasmo por los surrealistas, la atracción hacia las culturas orientales o el
influjo de la contracultura, desde Ginsberg y la generación beat. Tal vez la
nota más característica de los años setenta en la poesía catalana sea el
reconocimiento de la diversidad.
El caso de Feliu Formosa puede considerarse en cierto modo
excepcional. Nacido en 1934, Formosa publica su primer libro, Albes breus a
les mans, en 1973, tras una extensa labor en el mundo del teatro y en la
traducción de escritores alemanes (Trakl, Brecht). Un fragmento de su
Poética (1980) nos da algunas claves de su escritura y, al mismo tiempo,
anticipa esa dimensión neorromántica, intimista y reflexiva, que se
generalizará en la década siguiente: «Hasta ahora, mi poesía se sitúa más
dentro de una tradición neorromántica…; así me convenía para pasar de
una etapa estrictamente ‘crítica’ y pretendidamente política, a una etapa
declaradamente estética que me permitiese recuperarlo todo, es decir,
saber quién era yo».
2.4. Palabras de familia
El cambio de signo en la poesía catalana durante los años ochenta es
tan ostensible como el que se produce en el ámbito de expresión castellana,
aunque no se trata, en ninguno de los dos casos, de una ruptura radical,
sino de un enlace diferente con las respectivas tradiciones y con
determinadas modalidades de escritura: así, la llamada «Generación del 50»
adquiere tanta importancia para la nueva poesía escrita en castellano como
la tienen Vinyoli y Ferrater en el ámbito catalán.
Se produce, en estos años, un profundo planteamiento de la función de
la poesía que tiene muy en cuenta los aspectos constructivos y
comunicativos de la escritura y busca su legitimación teórica en Eliot,
Auden, Ferrater o Gil de Biedma antes que en los manifiestos y textos
vanguardistas. «La pretensión de innovaciones constantes es fruto, la
mayoría de las veces, de la falta de imaginación», escribe Joan Margarit.
Creo que es revelador el título de la poesía completa de Francesc Parcerisas:
Triomf del present (1991). La poesía se instala en el presente, pervive como
forma de explicación de la vida e integra recuerdos de infancia con ilusiones
frustradas de la madurez, hace suyas la elegía y la exaltación del goce.
Jordi Llavina, autor de la excelente antología Les veus de l’experiencia,
ha llamado la atención sobre dos aspectos relevantes en la poesía de los
ochenta: la importancia del concepto del tiempo, que ya se advierte en
algunos títulos, y el predominio de la temática urbana.
Después de algunos experimientos iniciales cercanos al surrealismo, la
voz poética de Alex Susanna se afianza a través de un estilo discursivo que
sustenta sus mejores libros: Els diez antics, El darrer sol, Palau d’hivern, Les
anelles dels anys. Las imágenes evocan paisajes luminosos y suelen remitir
a una idea central: el cuerpo como forma de conocimiento:
«…El viatge de l’amor
vol tanta enbranzida com càlcul:
si no, el plaer es deixata en oblit
i res no pot sorprende’ns
perquè res no ha estat previst».
(«Naufragi», Les anelles del anys)
El amor, el erotismo, ocupan un lugar preferente en la poesía catalana
contemporánea. Según se ha visto, existen notables diferencias expresivas
dentro de esa modalidad de escritura que ha venido llamándose,
genéricamente, «poesía de la experiencia». La diversidad se ha convertido
en un signo de normalización, y así es reivindicada por algunos autores que
reniegan del «culto» a una sola individualidad literaria y a un estilo
excluyente.
La poesía sigue teniendo en Cataluña, sobre todo en Barcelona, una
proyección pública importante. Aparte de los homenajes, hay que señalar
acontecimientos como el Festival Internacional de Poesía de Barcelona o el
resurgir de los «Jocs florals». La aparición de nuevas editoriales y
colecciones de poesía van a propiciar el conocimiento de nuevas voces y la
consolidación de obras que ya gozaban de cierto prestigio. Se confirma la
vitalidad de la poesía catalana en los momentos actuales o, si se quiere, la
actualidad permanente de una tradición dentro de un panorama que ofrece,
por fortuna, opciones muy diversas.
Una voz que nos busca (sobre PERE ROVIRA)
A finales de 2002, Pere Rovira obtuvo el premio «Carles Riba» con el
libro La mar de dins, que ahora aparece en edición bilingüe (Valencia, Pre-
textos, 2005) con excelentes versiones de Celina Alegre y del propio autor.
Después de Distàncies (1981), Cartes marcades (1988), La vida en plural
(1996) y las antologías bilingües Cuestión de palabras (1995) y Para qué
sirve la sed (2001), El mar de dentro confirma a Pere Rovira como uno de los
mejores poetas en el panorama actual de las letras catalanas. Para las
últimas generaciones de poetas catalanes su nombre, junto a Joan Vinyoli y
Ferrater, será de referencia casi unánime.
Gran conocedor de Baudelaire, Bécquer o Gil de Biedma, Pere Rovira
hace suyo el lema del autor de Les Fleurs du mal: «La inspiración es la
hermana del trabajo diario». .
«Ignoran cómo arden /las horas por un verso – que son estas las
horas / que salvan al poeta, no la posteridad».
«Motivos» ofrece un balance de la escritura propia, ese «mar de
dentro» que funciona a la vez como paisaje y metáfora de un vitalismo
dramático:
«Has escrit
perquè et fa por morir, per ser més lliure,
per odi, per diners i per orgull…»
El mar de dentro afronta la madurez como una edad en la que uno solo
pide «no perder nada más»; ya no valen los engaños, ni siquiera los que
pueda proporcionar la poesía.
Las cosas familiares se vuelven extrañas, amenazadoras…estos
poemas evitan la sublimación de la belleza o de las relaciones amorosas y
no ignoran las marcas del dolor, muy presentes en el sesgo expresionista de
algunas imágenes. Y sin embargo, se impone una sensación de serenidad en
los cuatro últimos poemas del libro. La poesía no recupera nada, dice Pere
Rovira en «Emilia canta», pero tal vez nos ayuda no solo a llegar al olvido
más lentamente, sino también a hacer más soportable el mundo:
«Però no farem tard:
viva, serena, humida, transparent,
la lluna del matí, al cel de casa,
com una gota immensa d’esperança
encara ens il·lumina amb llum d’ahir.»
«Novembre»
POESÍA EN LENGUA GALLEGA
Estamos ante una de las más importantes tradiciones poéticas de la
Romania, interrumpida cuando el gallego dejó de funcionar como lengua de
cultura a finales de la Edad Media y reiniciada en pleno siglo XIX, sobre la
base del romanticismo liberal de Manuel Murguía y de la aportación de tres
grandes creadores: Rosalía de Castro, Manuel Curros Enríquez y Eduardo
Pondal. El Rexurdimento gallego elabora, desde una perspectiva ruralista,
una determinada interpretación de lo popular que va desde la nostalgia a la
denuncia, dos aspectos inseparables en la obra de Rosalía de Castro.
El Rexurdimento gallego tuvo un componente ruralista que, en el siglo
XX, enlaza con la búsqueda de los orígenes étnicos y del «sentimiento de la
raza y de la tierra» llevada a cabo por el grupo de intelectuales que se
agrupa en torno a la revista Nós. La obra del primer gran poeta gallego de
nuestro siglo, Ramón Cabanillas, establece una identidad entre alma y
paisaje que, en cierto modo, se vuelve argumento de lucha y afirmación.
El nacionalismo gallego, tal como lo enuncia Vicente Risco en 1920,
sigue un rumbo distinto al que Prat de la Riba y otros intelectuales del
Nouvecentisme habían trazado en Cataluña. Más que una teoría política,
escribe Ramiro Fonte, «era una teoría estética que encubría un misticismo
esotérico» basado en la hermandad de los países célticos: una
reivindicación del misterio frente a la razón.
Igual que en el resto del país, la guerra supuso para Galicia una brusca
interrupción del proyecto cultural que venía consolidándose desde principios
de siglo. Hasta la relativa normalización editorial de los años cincuenta, la
literatura gallega sobrevive en la diáspora (Alfonso Rodríguez Castelao,
Eduardo Blanco Amor, Luis Seoane, Lorenzo Varela) o en el aislamiento
interior (Luis Pimentel, Iglesia Alvariño, Manuel María, Celso Emilio Ferreiro).
La obra de este último, en especial el libro Longa noite de pedra (1962), se
convirtió en un emblema del enfrentamiento con la dictadura.
En 1986, Luciano Rodríguez señalaba en la poesía gallega unas
constantes no muy diferentes de las de la poesía publicada en castellano o
en catalán durante la década de los ochenta: culturalismo e
intertextualidad, interés por el tema amoroso, preocupación por los temas
formales, síntesis de tradición y modernidad.
Para ver más Poesía gallega contemporánea, Litoral, 1996.