Los Cuadernos de Asturias
MI AMISTAD CON
PEDRO CARA VIA <*)CRONICA DE UNA CONVIVENCIA DE DIECISEIS AÑOS
Jesús Villa Pastor
Posiblemente el máximo halago en mis recuerdos personales, deja��º a un lado el entrañado campo famihar, se centre en el capítulo de las amistades.
Soy una de esas personas que ha tenido la suerte de encontrar grandes amigos, a pesar del carácter huraño e introvertido que me hace aparecer, en muchas ocasiones, como «un hombre raro». Cuando encuentro un semejante con quien compartir inquietudes y anhelos, mi amistad se abre hacia él sin cortapisas de ninguna clase.
En la nómina de mis amistades existen muchos nombres importantes que podemos agrupar en dos apartados, unidos, sin embargo, entre sí, c�m nexos de cordialidad. En un lado podemos situar a aquellas personas por las que, de algún modo, he sentido o siento, una gran admiración aunque no haya c'ompartido profundamente su inti1!1idad. Ocupa sitio destacado en este lugar don Nica�or Piñole, al que admiré como persona, y al que sigo admirando como gran pintor. El otro grupo se origina por la similitud de aficiones y analogía de esperanzas dentro de un compartido campo cultural. Los nombres en este caso son abundantes, y bastantes de ellos irán apareciendo a lo largo de estas páginas. Hay, sin embargo, otra clase de unión, generada por la superposición de las dos mencionadas, que es, precisamente, la que �e enlazó a Pedro Caravia, con el que he compartido aficiones ideas, cuidados y esperanzas, al que admiré desde un principio, y al que sigo admirando.
A Pedro Caravia lo conocí al poco tiempo de mi llegada a Oviedo, en 194;. Mi afición _ má�ima entonces se cifraba en los libros. Yo he sido siempre un buen lector y un extravagante coleccionista de libros. Unos los compraba, naturalmente, para leerlos, y otros basándome en l_a posi�ilidad de que algún día, por su importancia, pudi�sen servirme para algo, cosa que en la mayona de los casos no ocurrió, hallándose aún, muchos de esos libros intonsos en mi multiforme biblioteca. La prime�a librería que descubrí en �)viedo f�e la «Librería Cervantes», a donde sigo acudiendo siempre que voy a la ciudad, y en la que d� alguna forma me consideran, ya que no como obJeto decorativo, cosa que no puedo ser, sí como parte1 casi integrante del negocio. Allí acudía yo todoslos días a la hora de llegar el correo. Me agradaba abrir los paquetes y comprobar las novedades que traían. Era la hora en que llegaban también otros bibliómanos como Luis Sánchez Toca, algunos
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profesores, y algunos estudiantes aquejados por inquietudes intelectuales, como José M.ª Cach�ro, Arce, etc. Todos esperábamos la llegada del hbro prohibido por la censura franquista, para apresuramos a comprarle, cualquiera que fuese su materia. ¡ Ahí era nada poder adquirir un libro de García Lorca, Miguel Hemández, Antonio Machado, Américo Castro, etc., tan esquivos entonces al lector corriente! Posiblemente en este sentido era yo el cliente más pertinaz.
Un día le pregunté a Alfredo Quirós por el nombre de dos profesores asiduos al rito de abrir los paquetes, y con los que ya había intercalado algunos pareceres. «Son, me dijo, don Pedro Caravia, y don Tomás Estévez, catedráticos del Instituto Masculino».
Mi amistad con Pedro Caravia se inicia, por consiguiente, viendo libros, e intercam!'iand_o opiniones sobre esos libros. Una tarde salimos Juntos de la librería para tomar un café, y desde entonces las conversaciones iniciadas en «Cervantes», las continuábamos en «Peñalba». Allí solía reunirse con nosotros Julio Ochoa Urdiel, médico, odontólogo y veterinario, jefe, entonces, de la Jefatura Provincial de Ganadería. Pedro, Tomás y yo hablábamos de libros y de escritores. Recuerdo que un día le dije a Pedro que el poeta que más me interesaba del «grupo del 27» era Jorge Guillén, Y me respondió que a él también, y que además lo había tratado bastante. La coincidencia de gustos no se iba a quedar ahí. Pronto le hablé de mi admiración por Unamuno, y del deslumbramiento que sentí al leer por vez primera a Gabriel Miró. Y entonces me enteré que había sido amigo de ambos, y que por aquellos días se encontraba metid? en la publicación de las «Obras Completas» -Edición de los Amigos- de Miró. Creo que fue cuando me habló por primera vez de su hermandad espiritual con José M.ª Quiroga Plá, yerno de Unamuno, y de sus estancias en Salamanca como huésped en el domicilio del inolvidable rector.
Caravia y Quiroga eran asiduos visitantes de Gabriel Miró, y en su domicilio conocieron .ªJorge Guillén. A este le causaba sorp!esa la _ adm!ración que ambos sentían por Galdos, casi olvidado en aquellos años por los escritores y críticos en boga. La amistad de Pedro Car�via con la familia de Miró no conoció interrupc10nes, y en sus viajes a Madrid era visita obligada la del Doctor Luengo, yerno del gran estilista.
En mis charlas con Pedro Caravia el recuerdo de José M.ª Quiroga se hallaba presente con relativa frecuencia. Ambos asistieron, en Madrid, a la tertulia del Café V arela, a la que acudía algunas veces Ramón Gómez de la Serna, aunque en ella no desempeñase funciones de supremo pontífice como lo hacía en «Pombo». «Era -me decía Pedro- una persona espontánea y natural, poco amigo de discusiones o de asuntos proclives a la polémica. Las greguerías surgían en su charla co-
Pedro Caravia en su casa de Goviendes.
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rriente con sorprendente sencillez. Recuerdo -yo era entonces intransigente- que en cierta ocasión sostuve una acalorada controversia con González Ruano, y no llegamos a las manos por la pacificadora intervención de Ramón. En cambio a «Pombo» no queríamos ir, porque allí cultivaba cierta «pose» que no nos era simpática». Pedro conservó siempre un grato recuerdo de Gómez de la Serna, inclinándose sus admiraciones literarias a sus breves ensayos y a la porción «biográfica» de su obra, preferentemente a la relacionada con pintores: «El Greco» «Goya», «Gutiérrez Solana», etc.
En esas remembranzas relativas a José M. ª Quiroga, que pasó algunos veranos con él, en Goviendes, aparecía, en ocasiones, el Premio Literario que ambos, en colaboración, conquistaron al ganar un concurso de novelas cortas instituido por la revista «Buen Humor». Ignoro el título de esa novela. Creo que nunca se publicó, y que, además, se extravió, pues en caso contrario me la hubiera enseñado en alguna de mis estancias en Goviendes. Unicamente sé que el premio consistió en «quinientas pesetas».
Durante la guerra civil continuaron viéndose con bastante frecuencia. Quiroga, que en el transcurso de la misma se había afiliado al Partido Comunista, desempeñaba funciones de Censura, en Barcelona, bajo la tutela de Clemencia de la Mora, con la que mantuvo divergencias de criterio, ya que Clemencia de la Mora quería que todas las informaciones recibidas pasasen primero por el Partido, mientras que Quiroga era partidario de dar antes conocimiento al Gobierno. Esto le proporcionó algunos disgustos importantes.
Cuando los avatares de la guerra obligaron a José M.ª Quiroga a marchar a Francia, entregó a Pedro, en depósito, muchos papeles, entre ellos toda su correspondencia con Salomé Unamuno, su esposa, y que pasados los años, y muerto ya José M.a, Pedro entregó al doctor Miguel Quiroga Unamuno, su hijo. También quiso que se quedase con el manuscrito del «Diario Poético», de U namuno, pero en este caso, dada la enorme transcendencia del escrito, no se atrevió a hacerse cargo de él.
De la amistad de Pedro con la familia Unamuno transcribiré un suceso importante relacionado con las oposiciones a la Cátedra de Literatura Española, del Instituto Cisneros de Madrid. Entre los opositores figuraban Ernesto Jiménez Caballero y Guillermo Díaz Plaja. Don Miguel U namuno presidía el tribunal, y como se encontraba solo en Madrid, Pedro acudía todas las mañanas a recogerlo a la Universidad Central, en donde se celebraban las oposiciones, para acompañarle a su domicilio accidental. Al finalizar dichas oposiciones Unamuno le dijo «hoy hemos dado la cátedra a Jiménez Caballero. Yo voté por él, aunque Díaz Plaja demostró saber más historia de la literatura, pero creo que Jiménez Caballero «podrá hacer mejor literatura».
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La amistad de Pedro y de José M.ª continuó a lo largo del exilio de éste. Frecuentemente se escribían contándose todos sus problemas. Un viaje a París de José María Fernández «Pajares» sirvió para que Quiroga le enviase su libro de sonetos -su primer libro publicado- «Morir al día» del queyo, como amigo de Pedro, recibí otro ejemplar.Cuando la enfermedad de Quiroga -diabetes- seagravó, Pedro se dispuso a trasladarse a Suiza, endonde entonces se encontraba, pero los trámitesdel pasaporte, con la ineludible lentitud de aquellos días, hicieron imposible el viaje, ya programado en fechas y en medios. Un telegrama de laesposa de Quiroga -su segunda mujer- le comunicó el fallecimiento. En mis visitas a Goviendespude leer bastantes escritos de Quiroga, que Pedro guardaba, unos manuscritos, y otros en recortes de periódicos y revistas. Hasta entonces sóloconocía la novela corta « Veinticuatro horas después» recogida en dos números de la «Revista deOccidente», y algunas «Baladas para acordeón»publicadas en esta misma revista, y en el númerohomenaje a Góngora, de «Litoral». En ningunaocasión escuché a una persona hablar de unamigo, con el cariño y con el respeto que Pedroponía al referirse a Quiroga.
El grupo inicial formado por Pedro Caravia, Tomás Estévez y yo, con la inclusión esporádica de Julio Ochoa, se fue agrandando poco a poco. Por las mañanas, antes de comer, nos reuníamos en el mencionado Café Peñalba. Pedro, entonces, vivía, por las causas que diremos más adelante, en Goviendes, y venía a Oviedo los primeros días de la semana para atender su cátedra de Filosofía en el Instituto, y Tomás Estévez pronto se trasladó a Barcelona, por permuta de cátedra, en donde falleció algunos años después, en plena juventud. En Peñalba nos reuníamos varias personas, casi todas con mi excepción, dedicadas a la docencia. Eran: A. Floriano Cumbreño, Emilio Alarcos, Emilio Echarri, José M.ª Roca, Adolfo García, Francisco Aragón, Octavio Nogales, Miguel· Buylla, Pedro Caravia, yo, y algunos otros que ahora no recuerdo. La voz cantante la llevaba Floriano con un gracejo insuperable y enorme repertorio de anécdotas, al que no nos cansábamos de escuchar. Floriano hablaba de lo divino y de lo humano con idéntico desparpajo. Hoy es una de las personas más gratas en mi recuerdo, y el haber sido su amigo me llena de satisfacción. En aquella tertulia el sentido común, con ribetes de socarronería, lo ponía Emilio Alarcos y, cuando estaba, Pedro Caravia. Este admiraba en grado sumo a los dos.
Otra tertulia a la que asistí con Pedro se celebraba -creo recordar que las noches de los martes- en el domicilio del arquitecto Ignacio Alvarez Castelao. A ella iban, también, el abogado del Estado José Manuel Monte Nuño, persona de gran cultura y abierto criterio con sólida preparación artística y literaria, Emilio Alarcos, Cesáreo Fernández y Julio Ochoa. Aquí la conversación se orientaba hacia temas culturales, sin excluir los de
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tipo político o moral. Otro lugar de reunión fue el domicilio de N oel Llopis, catedrático entonces de la Facultad de Ciencias de Oviedo, cuyo fallecimiento en un accidente de tráfico, en Barcelona, significó una pérdida irreparable para la ciencia española. Esta tertulia era muy variada y su crónica exigiría demasiadas páginas, divergentes con mi propósito actual. En ella sostuvo Pedro una larga y acalorada discusión con José Antonio Gaya Nuño. Aquella noche estábamos sólo los cuatro -Llopis, Pedro, Gaya y yo- y hablábamos de la situación española y de la posible salida del franquismo. Durante algún tiempo los cuatro nos mostrábamos de acuerdo. Pero hete aquí que entra en turno el clero y sus actividades políticas, ¿qué hacer con él?. El criterio de Gaya resultó terminante y definitivo: «en este caso, dijo con voz extentórea, sólo hay una solución: ¡el exterminio!» A Pedro aquello le parecía excesivo, y reconociendo la acción abusiva de la iglesia en la política de aquellos años -estábamos en el 53 ó 54- trataba de buscar caminos menos drásticospara resolver el problema. Pero a cada razonamiento que exponía, la frase «¡el exterminio!»,cada vez más violenta y apocalíptica, brotaba dela boca da Gaya. Ante su deseo de exterminio nocabían posibilidades de razonar. Imposible fijarposturas intermedias. Aquel clarinazo -«¡ el exterminio!»- llenaba la sala sin dejar resquiciospara otras palabras. Afortunadamente la intervención pacificadora de Llopis y mía encauzaron laconversación por otros derroteros, y Pedro Caravia y José Antonio Gaya Nuño terminaron la velada en cordial amistad. Cuando dejamos a Gayaen el Hotel en que se hospedaba, Pedro me preguntó: «¿Cónoces algún ejemplo de intransigenciaparecido al de Gaya?». «Ten en cuenta -le respondí- que a su padre le dieron «el paseo» losnacionales, en Soria, por el único delito de ser unviejo republicano romántico, sin actividades políticas de ninguna clase, y que él estuvo cuatro añosen la cárcel, y que se le ha impedido, por todos losmedios, opositar la cátedra de Historia del Artesospechando que detrás de todo ello se encuentrael clero». A lo que Pedro apostilló: «Siendo así,aunque no lo comparta, comprendo lo del 'el exterminio'».
También asistimos, después de comer, a una tertulia en el Café Rialto. Nos reuníamos en ella bastante gente, siendo los más asiduos los hermanos Rodríguez Vigil -Fernando, Emilio y JuanMiaja, Luis Marcos Villa, Mori, Juan Benito, Felipe Santullano, Frank, Vicente Pastor, Velasco, Eduardo G. Rico, Urculo, Manolo Brum, Jesús Díaz «Zuco», y dos personas más cuyo nombre eludo por lo que contaré después. Esta tertulia no tenía el matiz intelectual que las anteriores, y en ella hablábamos de fútbol, de cine y de cuestiones de actualidad. Alrededor de las cuatro cada uno marchaba a sus ocupaciones habituales. La gran amistad de Pedro con los hermanos Rodríguez Vigil se entroncaba en su oriundez de Pola de Lena.
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En esta tertulia surgió un extraño caso de homosexualismo. Un día desapareció uno de los contertulios, y otro empezó a mostrar síntomas de «manía persecutoria». Este último, en sus imaginados «terrores», se aferró a la amistad de Emilio R. Vigil, de Pedro y mía, sin que nos contase nadade sus asuntos íntimos. Era, nos decía, el miedo a
ser agredido encontrándose solo. Sin embargo con otras personas, según nos enteramos, hablaba libremente de sus relaciones con «el otro» en enfebrecidos ataques de celos. No obstante un día le dio a leer a Emilio una carta de su «amante».
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Emilio la leyó, y fingiendo sorpresa -la verdad ya la conocíamos todos- le preguntó:
-¿Pero qué es esto?-Está bien claro -le respondió- ¡ qué somos ma-
ricones! -Pues te aseguro que ni Pedro, ni Villa ni yo
sospechábamos nada. Ante esta afirmación se le quedó mirando fija
mente para preguntarle: -¿ Quieres decirme entonces qué clase de filó
sofo es Pedro, qué clase de policía es Villa, y qué clase de médico eres tú, si no os disteis cuenta de que yo soy maricón?
También nos reuníamos algunas tardes en el Bar de la Sala de Exposiciones de la Obra Social y Cultural de la Caja de Ahorros de Asturias. Corrientemente nos juntábamos allí con Pepe de la Noceda, Eugenio Tamayo, Ruperto Caravia, un hermano de Magín Berenguer, cuyo nombre no recuerdo ahora, en ocasiones, pocas, Paulino Vicente, y algunos de los que acudían a visitar las exposiciones que en la sala se celebraban. En este lugar Eugenio Tamayo usufructuaba el centro de la atención narrando multitud de historietas ovetenses, y graciosas aventuras de personas aficionadas a la práctica de la pintura. Tenía verdadero ingenio para subrayar, en sus descripciones, los rasgos caricaturescos de las personas o de los sucesos. También nos hablaba, si la ocasión resultaba propicia, de técnicas y procedimientos pictóricos, que dominaba de modo exhaustivo.
Cuando yo conocí a Pedro vivía en Oviedo, en una casa de su propiedad sita en la Carretera de los Monumentos. Años después, a la muerte de su tía, de la que fue heredero en unión con su hermana Petra, se trasladó a Goviendes, lugar en que inició una curiosa aventura ajena en todo a la filosofía teórica, y al arte, que constituían sus grandes pasiones. En la mencionada herencia él se quedó con las posesiones de Goviendes, y su hermana con la parte monetaria. Para compensarla se vio obligado a vender la casa de Oviedo. Ya instalado en el campo Pedro quiso completar, y lo consiguió, el patrimonio rural que había sido de su familia, y que con el tiempo se había dispersado en parte. Esto le llevó a solicitar créditos, y a poner en marcha la producción ganadera y agrícola de la finca, bastante abandonada en los últimos años de su tía. Inauguró así un largo período de penosos trabajos relacionados, exclusivamente, con la vida y el rendimiento de las vacas, y con la sucesión de las siembras y de las cosechas. Logró que sus clases en el Instituto se reuniesen en los tres primeros días de la semana, y el resto de ella, incluidos los domingos, Pedro ordeñaba las vacas, cavaba la tierra, y recogía las cosechas, con jornadas de trabajo superiores, en mucho, a las normales. Unicamente un casero le ayudaba, y dentro de la casa su esposa.
Para trasladarse a Oviedo, los lunes, tenía que levantarse a las cinco de la mañana, recorrer, andando, tres o cuatro kilómetros, hasta El Barrión,
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donde tomaba el A.L.S.A. No importaba que llo� viese, que nevara o que hiciese buen tiempo. Y ese camino lo deshacía al regreso, los miércoles por la noche, en análogas circunstancias. Así bastantes años. Hay, pues, un Pedro Caravia «trabajador del campo», al que pocas personas conocen, y en cuyos afanes dejó lo mejor de su vida.
Se habla mucho de Pedro Caravia como profesor. Yo que, en estricto sentido no fui alumno suyo, pude, sin embargo, contrastar su enorme valía en la abierta admiración que por él sentían sus discípulos. Raro era el día que no acudía al Café -o lo paraba en la calle- algún joven con objeto de pedirle orientaciones, o de hacerle alguna consulta. Recuerdo que muchas veces se refería a la especial capacidad de su condiscípula María Zambrano para rodearse de jóvenes. Y o creo que a él le ocurría lo mismo, aunque con signo muy diferente. En los jóvenes que rodeaban a María Zambrano había manifiestos efluvios eróticos, a pesar de llevarles ella ocho o diez años. En cambio en la forma de acercarse a Pedro, había, por el contrario, incuestionables vínculos de sesgo cultural, y en muchas ocasiones explícita reverencia a su labor docente. Entre esos jóvenes predominaban, naturalmente, los alumnos del Instituto, y posiblemente el de más raíces afectivas e intelectuales fuese Cándido Cimadevilla, una de las grandes esperanzas de la filosofía española, fallecido prematuramente cuando ya era profesor de la Universidad de Madrid. Mi ausencia de Oviedo, a partir de 1958, me impide pormenorizar sus relaciones con otros alumnos, como Manuel de la Cera y Jorge Fernández Bustillo. Entre los que no frecuentaron su clase recuerdo la buena amistad que tenía -y tiene- con José Manuel Castañón -autor de «Bezana Roja»- y el interés con que buscaba sus consejos Marino Gómez Santos en sus balbuceos literarios. También acudía a la sombra de su saber Enrique Rodríguez Serrano, aunque en este caso al carácter de ex alumno se unía la excelente amistad que Pedro mantenía con su padre, el conocido pintor Paulino Vicente.
Que los jóvenes buscasen la compañía de Pedro resultaba natural. A todos los acogía con idéntico cariño y benevolencia, escuchando interesado sus preocupaciones, o sus inquietudes, y encontrando en todos las circunstancias, las palabras adecuadas de ayuda, o de apoyo, con una liberalidad verdaderamente ejemplar.
Fueron, también, decisivos de alguna manera, los ánimos que prodigó con incipientes pintores. Posiblemente los que más hayan disfrutado de sus consejos fuesen Eduardo Urculo y Miguel Angel Lombardía. Mi amistad con estos dos grandes artistas se inició, precisamente, a través de Pedro Caravia. Fue, también, excelente amigo de José Luis Suareztorga, y, sobre todo de Ruperto Alvárez Caravia, unido a él con lejanos lazos de parentesco.
Este amplio y variado abanico de amistades le produjo numerosas satisfacciones. Los éxitos de
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sus amigos los compartía siempre como si fuesen propios. Pocas personas se entregaron a la amistad con el empeño y el entusiasmo con que él lo hizo, aunque algunas veces -pocas afortunadamente- la correspondencia no fuera recíproca.
En una breve anotación de sus preferencias de carácter intelectual, dejando a un lado, por causas obvias, a Quiroga Plá, podemos señalar, en el ámbito regional, a Clarín, Pérez de Ayala, Fernando Vela, Evaristo Valle, Nicanor Piñole, Alvarez Sala, Tamayo, Casariego, Paulina Vicente y César Granda; dentro de nuestra patria, con Gabriel Miró y Jorge Guillén, su adhesión se iba, en el campo literario, a Galdós, Valera, la Generación del 98 y el Grupo del 27; en el filosófico, a Ortega y Gasset, y Zubiri; y en el pictórico, a Picasso. A su admiración y respeto por Zubiri se debe, precisamente, que no haya escrito su tesis doctoral. Esas preferencias, fuera de España, se centraban en Baudelaire, Paul Valery, y los novelistas ingleses de la época victoriana Henry J ames, Thomas Hardy, y Joseph Conrad. Entre los escritores hispanoamericanos su admiración la lleva Juan Rulfo.
Pedro Caravia tuvo siempre fama de ser un filósofo orteguiano, pero el encasillamiento resulta inconcreto. Una cosa es el entusiasmo sentido por la claridad de exposición, y el amplísimo reperto-
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rio de conocimientos, que poseyó Ortega, y otra muy distinta es seguir ortodoxamente los cauces de su pensamiento, aunque de alguna forma gravitara en su órbita. De todos modos esa fama le causó algún perjuicio. No olvidemos que cuando yo conocí a Pedro los más absurdos ecos de la postguerra -con sus secuelas «de nefasto liberalismo»- anegaban a España, y hablar entonces bien de Ortega y Gasset, o de otras personalidades de parecido talante, implicaba indudable peligro. En el Curso «cuarenta y uno», o en el «cuarenta y dos» -no recuerdo bien- se propuso a Pedro como profesor de Filosofía- la Cátedra estaba vacante?e la Universidad de Oviedo. Aceptó el cargo, e mcluso llegó su nombramiento oficial. Pero las cosas no quedaron ahí. Enterado Gendín -entonces _Rector- del nombramiento, llamó a Pedro paradecirle que «le exigía que explicase filosofía tomista», a lo que este le respondió que «únicamente podía pedirle que explicase una filosofía que no rozase los fundamentos ortodoxos de la iglesia católica». Sin posibilidad de avenencia ante la intransigencia de Gendín, Pedro renunció al encargo de cátedra. Pero las cosas no terminaron así. Como el nombramiento estaba hecho a nombre de Pedro, el Rector tenía la pretensión de que éste firmase las nóminas y que otro las cobrase (naturalmente, el _que daba las clases ·a su pro-
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puesta). La negativa de Pedro originó una polémica con Gendín, en el centro de La Escandalera, que hizo época. El nada tenía que firmar, ya que no daba clases.
A mucha gente le llama la atención el hecho de que Pedro Caravia no haya obtenido el Doctorado en Filosofia. Su sólida preparación, sus dilatados conocimientos, y su claridad expositiva abonaban la congruencia de dicho grado académico. Lo que no saben es que se propuso conseguirlo. El tema elegido era «la relación de la poesía con las demás artes», o algo parecido, cuya recogida de datos inició antes de la guerra civil. Sus propósitos se orientaban hacia Zubiri como ponente. Pero en los primeros años de la postguerra, un tribunal, con más flecos patrióticos que intelectuales, suspendió la tesis de Julián Marías -«La Filosofia del Padre Gatry»- alegando inexactitudes teológicas. Zubiri, con conocimientos teológicos, y de toda clase, muy superiores al de todos los miembros del tribunal, comprendió que ese tribunal, amparado en su situación política, más que suspender a Julián Marías, buscaba desacreditarle a él impunemente. Por eso cuando Pedro fue a visitarle a su exilio barcelonés -tras una absurda e interesada depuración- rehusó, temerosa de la duplicación del desaire, la tutoría de su trabajo. Caravia tomó la
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decisión -que en el acto comunicó al maestro- de que hasta que este no pueda libremente amparar su tesis no la realizará. Poco después Zubiri solicitó la excedencia, y ya no volvió a la docencia oficial. Tal es la causa de que Pedro no haya obtenido el título de Doctor.
Al ausentarme de Oviedo, en 1958, mi amistad y mi admiración, continuaron inalterables. Pero los avatares de su vida -sus nuevas amistades, sus nuevas preocupaciones- tienen ya para mí más de referencia que de contacto directo. Por eso la crónica de mi amistad con él cierra su primer capítulo en la indicada fecha. Desde entonces nos vemos muchas veces, e, incluso, hemos colaborado en varias empresas de matiz artístico: «Concurso de pintura de la Constructora Leonesa», «I Bienal de Oviedo», «Certámenes Nacionales de Pintura del Ayuntamiento de Luarca», etc. Una amistad, en resumen, sin altibajos de nin- "guna clase, con muchos años de dura- e ción, de la que me siento profundamente � orgulloso.
(*) Este artículo y el de Manuel Granell han sido escritos a propósito del libro-homenaje que le dedicó a Pedro Caravia la Caja de Ahorros de Asturias.