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LOS VALORES DEL JUEZ CONSTITUCIONAL. LA IMPARCIALIDAD
Carlos Gómez Martínez
Me gustaría iniciar esta exposición con una cita extraída de una tragedia
griega. Se trata de un episodio de las Euménides, tercera parte de La
Orestiada de Esquilo. La idea no es mía sino del Director del Instituto
Internacional de Teatro del Mediterráneo José Monleón que utilizó el mismo
recurso para iniciar una exposición sobre “La justicia en las sociedades
contemporáneas”1.
De todos modos, esa convergencia entre proceso y tragedia griega no es
extraña a la reflexión sobre las funciones del juez. Antoine Garapón, al
comparar los sistemas judiciales francés y norteamericano, menciona la
importancia que en las culturas de “common law” tiene el proceso, señalando
que “lo que hace del trial un drama político de valor irreemplazable más allá de
todas sus imperfecciones es que escenifica no solo la confrontación de dos
relatos, de dos versiones de los hechos, sino que también pone en tensión (y
no en conflicto) las normas morales generales y su aplicación concreta. Es el
lugar de la sabiduría práctica, el punto de encuentro de los dioses y los
hombres, al igual que ocurría en la tragedia griega”2.
Justificado así el excursus literario, vamos pues con La Orestíada.
1 Curso sobre “Sistemas culturales multiétnicos y derecho a la integración” Escuela Judicial. Madrid del 20 al 22 de junio de 2005. 2 Antoine Garapon y Ioanis Papadopoulos. “Juger en Amerique et en France”. Ed. Odile Jacob. Paris 2003. Pág. 115.
2
Orestes era hijo de Agamenón, jefe del ejército griego que asedió Troya. En su
viaje a esta ciudad y para conseguir que los vientos fuesen propicios, tras
encallar su nave en Áulide, Agamenón tuvo que sacrificar a su hija Ifigenia por
lo que, al volver a Argos procedente de la guerra, su mujer Clitemnestra, con la
complicidad de su amante Egisto, le mató.
Orestes, convencido por su hermana Electra, vengó la muerte del padre de
ambos matando a Clitemnestra.
A causa de este crimen Orestes es perseguido por las Erínias, una suerte de
espíritus o furias que en este caso representan a los espíritus maternos. En su
huida, Orestes llega al Aerópago de Atenas y se abraza a la estatua de Atenea
solicitando su ayuda y poniéndose bajo su protección. Las Erínias lo descubren
y rechazan la petición de Orestes de someterse al juicio de Atenea. Ésta
interviene e increpa a las Erinias por no permitir que Orestes exponga su caso
y dirigiéndose a Orestes le dice:
Extranjero, ¿qué quieres decir contra esto en el turno que te
corresponde?
A lo que Orestes contesta:
Soy un argivo. Conoces perfectamente a mi padre –Agamenón, el jefe
de los héroes que fueron por el mar- con cuyo concurso tú hiciste que Troya, la
Ciudad de Ilio, dejara de ser una ciudad. Murió él de manera deshonrosa luego
de haber regresado a su casa; mi madre, impulsada por su sombrío corazón, lo
mató, tras haberlo enredado con redes arteras que todavía son testimonio del
asesinato consumado en una bañera.
Y cuando yo regresé, maté a la que me parió –no voy a negarlo- dando
muerte por muerte en venganza de mi queridísimo padre. Y conmigo fue Loxias
responsable de ello porque me estuvo anunciando dolores que como aguijones
punzarían mi corazón, si no llegaba a ejecutar algo de esto contra los
culpables.
Dicta sentencia tú ahora sobre si obré o no justamente. Cualquier
decisión que consiga de ti, la aceptaré en todos los términos.
Atenea responde:
3
Si alguien piensa que este es un asunto demasiado grave para que lo
juzgue un mortal, tampoco a mí me autoriza la ley divina a resolver en un juicio
por homicidio cometido bajo el influjo de cólera intensa.
Pero ya que este asunto se ha presentado aquí, para entender en los
homicidios, elegiré jueces, que a la vez que sean irreprochables en la
estimación de la ciudad, estén vinculados por juramento y los constituiré en
tribunal para siempre.
Citad vosotros testigos que aporten las pruebas y, juramentados, vengan
en auxilio de la justicia. Cuando yo haya seleccionado a los mejores de mis
ciudadanos, vendré con ellos para que juzguen en este proceso con toda
verdad, sin transgredir su juramento, sin dejarse llevar por pensamientos que
no sean justos.
El don de los dioses, lo que Atenea ofrece a los humanos, no es la sentencia
(la diosa se niega a dictar resolución), sino el proceso: designar jueces
inamovibles (“para siempre”), con competencia general y no solo para este
caso (competentes para entender “en los homicidios”), de prestigio en la ciudad
y de conducta irreprochable, oír a las partes, aportar prueba testifical, tomar
juramento a los testigos y decidir el caso sin que los jueces “se dejen llevar por
pensamientos que no sean justos”.
La preterición de la imparcialidad frente a la independencia del juez y la motivación de la sentencia Todo ello nos remite a la ética del proceso a la que, en nuestro país, no se ha
prestado todavía suficiente importancia. En efecto, tras la Constitución de 1978,
gran parte de la reflexión sobre la función de juzgar se ha centrado en la
independencia judicial y en la motivación de la sentencia. La independencia
judicial se refiere al estatuto del juez y es, por tanto, un presupuesto del
proceso, y la motivación concierne a la resolución judicial, esto es, al resultado
del proceso, no al proceso mismo.
Era lógico que en un momento inicial la independencia judicial ocupase un
primer plano de las reflexiones relativas a la independencia del poder judicial.
4
La Constitución Española de 1978 no solamente consagraba el principio de
independencia judicial (artículo 117.1) sino que además, siguiendo la pauta
iniciada por la Constitución francesa de 1946 y, sobre todo, por la italiana de
1948, creó el Consejo General del Poder Judicial para garantizarla, todo ello en
un contexto en el que no existía cultura política de verdadera independencia
judicial pues durante la restauración y pese al principio de inamovilidad
proclamado en la ley “provisional” Orgánica de los Tribunales de 1870, el “spoil
system” siguió operando respecto de los jueces y durante la dictadura, pese a
las enfáticas declaraciones sobre la independencia judicial, la pasarela entre la
política y altos cargos judiciales era transitada con una cierta asiduidad.
Por ello era necesario hacer ver que se inauguraba una etapa nueva en la que
la independencia adquiría un valor real. Pero al mismo tiempo se hacía preciso
poner en evidencia que la independencia no suponía la autonomía del juez, la
falta de vinculación de su actuación al ordenamiento jurídico, vinculación que
adquiere visibilidad a través de la motivación mediante la cual queda excluida
la arbitrariedad en la decisión judicial y que era algo que tampoco pertenecía
plenamente a nuestra tradición jurídica, al menos la motivación consistente en
la valoración de la prueba a menudo obviada en el proceso penal de la
dictadura y eludida en el civil con el recurso a la “valoración conjunta de la
prueba”3. Desde la entrada en vigor de la Constitución la sentencia no era
solamente un acto de autoridad o, mejor dicho, de “potestas” sino, además y
sobre todo, un acto de aplicación de la ley entendida ésta como expresión de la
voluntad general y esa vinculación del juez a la ley se articulaba a través de la
motivación.
Evidentemente la reflexión sobre la independencia judicial y sobre la motivación
de la sentencia no pueden considerarse, en absoluto, cerradas. Al revés, la
independencia orgánica del poder judicial puede considerarse como un tema
no resuelto, ni en nuestro país, ni en los demás ordenamientos jurídicos de 3 Es conveniente recordar la Real cédula 23-6-1778 dirigida por Carlos III a la Audiencia y demás jueces de Mallorca en la que les prohíbe motivar las sentencias como venían haciendo hasta entonces, siguiendo la práctica propia de los territorios de la antigua corona de Aragón “dando lugar a cavilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión de las sentencias, que vienen a ser un resumen del proceso, y las costas que a las partes se siguen”. Citada por Garriga, Carlos y Lorente, Marte, en “EL Juez y la motivación de las sentencias (Castilla, 1489-España, 1855)” AFDUAM (1977), pág. 101.
5
derecho continental respetuosos, todos ellos, de los principios del Estado de
Derecho. En la década de los noventa algunos países europeos han creado
órganos encargados de velar por la independencia de la justicia. No solo en
países de Europa Central y del Este, sino también en los países escandinavos
(Consejos de Justicia) y en Bélgica. En España, a pesar de haberse conocido
diversos sistemas de elección de los doce vocales pertenecientes a la carrera
judicial (elección por los jueces, por el Parlamento y por éste a propuesta de las
asociaciones judiciales) el Consejo General del Poder Judicial, cuando se
cumplen los veinticinco años de su creación, no consigue consolidarse como
garante de la independencia, ni ante a la sociedad ni ante los propios jueces,
con denuncias alternativamente de corporativismo o de politización o, en
algunas ocasiones de ambas cosas a la vez.
Por su parte, la motivación no es ya solamente el medio por el que se explicita
la aplicación de la ley. Hoy se exigen otras cosas a la sentencia además de la
subsunción del hecho en la norma -claridad, tratamiento individualizado de las
cuestiones, respuesta al conflicto- cualidades que tienen mucho que ver con su
consideración, además de cómo un acto jurídico, como un acto de
comunicación y de explicación, no solo aplicación, del derecho.
La decisión judicial ha evolucionado desde lo particular a lo general, desde ser
un acto con trascendencia sólo para las partes en el conflicto que en el que se
reconocían o se denegaban sus derechos, a ser un acto de significado político
que garantiza la sujeción del juez a la Ley, para convertirse después en un acto
que produce efectos en la sociedad de la información y que, por tanto, tiene
que dotarse de elementos que le permitan operar con eficacia como texto
comunicativo en el seno de una democracia de opinión.
Si la independencia y la motivación son cuestiones abiertas, con más razón lo
es la imparcialidad del juez, tema sobre el que ni doctrina ni los propios jueces
han reflexionado en nuestro país en un grado semejante.
La “omisión” de la imparcialidad del juez en la Constitución Española
6
Resulta sorprendente que la Constitución Española no mencione en ninguno de
sus artículos la imparcialidad del juez. Mas aún si tenemos en cuenta que,
como ha puesto de manifiesto Rafael Jiménez Asensio, el texto constitucional
sí alude a las garantías para la imparcialidad de los funcionarios (artículo 103.3
de la Constitución Española) y a la necesidad de que el Ministerio Fiscal sujete
su actuación al principio de imparcialidad (artículo 124.2)4.
Ello contrasta con el panorama que ofrecen los textos internacionales sobre
derechos humanos. Así, el artículo 10 de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 establece que “toda persona
tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con
justicia por un tribunal independiente e imparcial”. El artículo 6.1 de la
Convención Europea para la protección de los derechos humanos y las
libertades públicas dispone que “toda persona tiene derecho a que su causa
sea oída equitativa, públicamente y dentro de un plazo razonable, por un
tribunal independiente e imparcial”. Finalmente, el artículo 14 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 señala que “toda persona
tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un
tribunal competente, independiente e imparcial”.
Ante la ausencia de mención a la imparcialidad en los preceptos
constitucionales que definen el estatuto del juez e incluso en la regulación de
los derechos fundamentales, el Tribunal Constitucional la ha venido
considerando, en una primera etapa, como un derecho derivado del derecho al
juez ordinario predeterminado por la ley y, desde la sentencia 145/1988 como
un derecho comprendido dentro del derecho a un proceso con todas las
garantías.
Se trataría de un derecho fundamental de configuración legal oculto en el
artículo 24 de la Constitución Española precepto que, como ha señalado
4 Jiménez Asensio, Rafael. “Imparcialidad Judicial y Derecho al Juez Imparcial”. Ed Aranzadi. Madrid 2002. Pág. 73
7
Jiménez Asensio, contiene un conjunto de derechos racimo que engloban
otros5.
Pero el “olvido de la imparcialidad” no solamente se ha producido al nivel de la
Constitución. El mismo Rafael Jiménez Asensio observa que “aún es más
sorprendente que tampoco nada se diga al respecto en la propia Ley Orgánica
del Poder Judicial sobre las conexiones más que evidentes entre este
importante principio y el régimen de compatibilidades ... será la reforma de la
1997 de la Ley Orgánica del Poder Judicial la que introduzca por primera vez
en nuestro ordenamiento jurídico la nota de imparcialidad como elemento
consustancial a la función del juzgar”6.
Resulta también chocante que en plena vigencia de la Constitución se
promulgase la Ley Orgánica 10/1980 en la que se creó el llamado “proceso
monitorio penal” o “procedimiento para el enjuiciamiento oral de delitos
dolosos” en el que se atribuía a un mismo juez las funciones de instruir y de
juzgar y que no fuese sino hasta diez años después cuando el Tribunal
Constitucional, precisamente en la anteriormente citada sentencia 145/1988,
declarase dicha coincidencia de funciones inconstitucional. Para esta
declaración tuvo especial importancia la jurisprudencia del Tribunal Europeo de
los Derechos Humanos que durante la década de los ochenta, especialmente
en las sentencias Piersack (1982) y De Cubber (1984), había considerado la
imparcialidad objetiva o apariencia de imparcialidad como derecho incluido en
el artículo 6.1 de la Convención.
Aún hoy puede sostenerse que ni el legislador ni los juristas han asumido
plenamente las consecuencias del principio de imparcialidad objetiva. Así, la
Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000 atribuye competencia para conocer de las
medidas cautelares al mismo juez que conozca del asunto principal (artículo
723.1). El mismo tribunal habrá de pronunciarse, al decidir la medida cautelar,
sobre si existe o no apariencia de derecho o “fumus bonis uirus” (artículo 728.2)
y, después, en sentencia, sobre la pretensión principal o de fondo. El Tribunal
5 Ob. cit. pág. 137. 6 Ob. cit. pág. 79.
8
de Casación francés, en su sentencia de 6 de noviembre de 1998, anuló la
sentencia dictada por el Tribunal de Apelación de Amiens por haber formado
parte del órgano colegiado que decidió el fondo del asunto un magistrado que,
actuando como “juge des référés” había acordado una medida cautelar, todo
ello a la vista de lo dispuesto en el artículo 6.1 de la Convención Europea de
Derechos Humanos plenamente aplicable en nuestro país, tanto al proceso
penal como al civil.
Otro ejemplo que la fuerza expansiva del principio de imparcialidad lo hallamos
en el auto del Tribunal Constitucional 178/2005, de 9 de mayo, en el que, tras
reiterar su doctrina tradicional de que la enemistad o amistad manifiestas con el
letrado, no con la parte, no constituyen causa de abstención por no hallarse
previstas en el artículo 219 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el tribunal,
admite que “de ello no cabe deducir que la existencia de tales relaciones no
pueda, en ciertos casos, determinar la pérdida de imparcialidad subjetiva del
juez”, por lo que “en los supuestos en los que existan circunstancias que
puedan hacer surgir el legítimo temor de que la amistad íntima o enemistad
manifiesta del Juez con otros sujetos que intervienen en el proceso pueda
conllevar que el criterio de juicio no sea la imparcial aplicación del
ordenamiento jurídico –circunstancias que deberán ser examinadas en cada
caso concreto– podrá considerarse que el Juez no reúne las condiciones de
idoneidad subjetiva y que, por tanto, el derecho de la parte al juez imparcial le
impide conocer del asunto”. Esta resolución puede significar, además, una
inflexión en la doctrina constitucional que considera la imparcialidad como un
derecho fundamental de configuración legal.
Las razones del “olvido” de la imparcialidad
Hemos de preguntarnos por las razones de este olvido de la imparcialidad en
nuestra cultura judicial.
Una clave para una primera respuesta la encontramos, precisamente, en el
dato, que no es puramente circunstancial, de que las sentencias del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos antes citadas (Piersak y De Cubber) se
9
refieran, ambas, a un país de derecho continental como es Bélgica. Y es que
en los países de derecho continental, la cultura de la imparcialidad del juez es
menor que en los países de derecho anglosajón.
En efecto, la falta de presencia suficiente de la imparcialidad no es única del
derecho español. Así, en Francia Marcel Lemonde y Françoise Tulkens llaman
la atención sobre la ausencia de alusiones a la imparcialidad del juez en la
legislación de su país señalando que “hasta una fecha reciente no ha estado en
el centro de las discusiones sobre la justicia en Francia, hasta el punto de que
uno tiene la impresión de que las reglas más elementales no habían sido en
realidad integradas por los principales agentes”7.
Existe aquí una notable diferencia entre las culturas jurídicas de “civil law” y de
“common law”. Como ha puesto de manifiesto Garapon, en la cultura jurídica
inglesa el derecho no es concebido como el conjunto de normas que deben
regir el comportamiento de los ciudadanos, idea que según dicho autor es muy
latina y se halla enraizada en la religión, sino como un método para la
resolución de conflictos8. El derecho carece de la nota de trascendencia y es
concebido, más bien, como regla del juego. Los aspectos procesales del
derecho adquieren en los países anglosajones una enorme importancia.
En derecho continental el proceso siente todavía en su espalda el aliento de La
Inquisición. Según Garapon, en nuestros países el juicio se parece más a una
misa, en los Estados Unidos de Norteamérica se parece, en cambio, a un acto
parlamentario9. En Inglaterra el juicio tiene también, en su origen, una clara
dimensión política pues no puede olvidarse que el primer tribunal central
estable creado hacia 1166 por Enrique de Plantagenet no era sino emanación
de la Curia Regis, embrión del futuro parlamento, órgano central de gobierno
creado en el siglo XI por Guillermo el Conquistador, duque de Normandía10. En
los países anglosajones el proceso posee una entidad propia con
7 Lemonde, Marcel y Tulkens, Françoise. “L’impartialité du juge: Vers des principes directeurs”. En L’Étique du juge, une approche européene et internationale”. Dalloz. Paris 2003, pág. 121. 8 Ob. cit. pág. 61. 9 Ob. cit. pág. 35 10 Aulet, José Luis. “Jueces, Política y Justicia”. Cedecs Editorial. Barcelona 1998. Págs. 69 y 70.
10
independencia del resultado. Lo importante es el juicio concebido como un
momento único para el ejercicio de un derecho constitucional en el que la
confrontación de puntos de vista es esencial. Tal confianza en el proceso, en la
imparcialidad con la que va actuar el juez, hace que el resultado sea, hasta
cierto punto, irrelevante. El proceso en sí mismo es la mejor garantía de una
solución justa. Por esa razón resulta menos problemático referir la solución al
jurado.
En cambio, en los países de derecho romano-canónico, lo esencial es que el
resultado se ajuste al ordenamiento jurídico, a la ley entendida como norma
capaz de resolverlo todo. El conflicto surge, en realidad, como una deficiencia
de la ley, una patología del sistema que no debe magnificarse a través de un
proceso. Ni el juez ni el proceso han de ser considerados trascendentes. En
realidad el resultado está cuasi predeterminado por la ley, fuente suprema del
derecho, expresión de la voluntad general. En el “subconsciente jurídico” el
proceso es casi un obstáculo, un estorbo y, en el mejor de los casos, una
ceremonia que se queda en rito, de naturaleza puramente adjetiva.
La imparcialidad es una idea que, enraizada en el derecho anglosajón, que ha
sido recepcionada en nuestro país a través de la jurisprudencia internacional,
especialmente del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Según Julie Allard
y Antoine Garapon, una de las razones que explican la preeminencia de la
cultura jurídica anglosajona sobre la contiental en las jurisdicciones
internacionales es la profunda convicción de los juristas de “common law” de
que lo jurídico precede a lo político, lo que se concreta en la expresión “rule of
law”, “imperio de la ley”, “estado de derecho”. “Todos los juristas de common
law comparten una representación implícita en la que el derecho precede a la
política: tanto históricamente –la “common law” precedía a la invasión
normanda- como genéticamente –el poder político debe respetar algunos
derechos fundamentales como el due process of law (el derecho al proceso
debido)”11.
11 Allard, Julie y Garapon, Antoine. “les juges dans la mondialisation. La nouvelle révolution du droit”. Éditions du Seuil et la République des Idées, 2005. Págs. 45 y 56.
11
Una de las consecuencias de esta distinta cultura jurídica es la ausencia de
reflexión sobre la ética judicial en los países de derecho continental. La misma
alusión a la ética del juez como instancia intermedia entre éste y la ley es
concebida como una amenaza. El juez funcionario en el modelo burocrático de
carrera judicial no tiene ética profesional propia, en su actividad debe limitarse
a la aplicación estricta de la ley. Sólo recientemente los países de derecho
continental han comenzado a tratar de la ética de los jueces. Así, el primer país
de Europa Continental que ha promulgado un código de ética ha sido Italia y no
lo ha hecho hasta 1994.
Imparcialidad y vinculación del juez a la ley
En nuestro país, dentro de la tradición de la vinculación del juez a la ley,
algunos autores han criticado el excesivo protagonismo del juez. Así, Díez-
Picazo ha mostrado su disconformidad con la tendencia a admitir la “creación
judicial del derecho” y ha denunciado la reducción a caricatura de la afirmación
de Montesquieu sobre el juez como boca que pronuncia las palabras de la ley
12; y Aragón Reyes ha censurado la concepción sustancialista del derecho que
lleva al juez a aplicar los valores con preferencia a las leyes13.
La insistencia en el principio de vinculación del juez a la ley probablemente no
sobre nunca. La ley, en los países de derecho continental, es la principal fuente
del derecho. En ello radica, como recuerda García de Enterría, la principal
diferencia entre los sistemas continentales y los anglosajones, diferencia que
se deriva de la distinta orientación de las revoluciones americana y francesa.
Los padres fundadores de los Estados Unidos de América establecieron una
nueva constitución, pero no consideraron necesario cambiar al derecho
ordinario, el “common law”. Los revolucionarios franceses no se conformaron
con un cambio político, pretendían un nuevo orden social, una nueva
regulación de la vida ciudadana. Para ello contaban con la ley, concebida al
modo de Rousseau como expresión de la voluntad general. Con esta nueva 12 Díez-Pîcazo, Luis. “La Justicia y el sistema de fuentes del derecho”. En Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. Número 1, 1997, págs. 205 a 218. 13 Aragón Reyes, Manuel. “El juez ordinario entre la legalidad y la constitucionalidad”. Madrid 1998. Págs. 163 a 190.
12
legitimación democrática el legislador, se hallaba en posición adecuada para
sustituir las viejas normas por los nuevos códigos, tarea que quedaría
culminada con Napoleón14. La ley sería así la nota definitoria de los
ordenamientos jurídicos de derecho continental.
Pero la legalización no lo fue únicamente de la Justicia, sino de todo el Estado.
No solo los jueces están sometidos a la ley, también lo están el resto de los
poderes del Estado y el Ministerio Fiscal. Tanto la Administración Pública,
como los fiscales como los abogados se acogen a la legalidad como cobertura
de su actuación o de sus peticiones, todos afirman que lo que hacen o solicitan
es lo que correspondería en aplicación de la ley. La ley es el presupuesto y la
finalidad de la actuación del juez, fuente de su legitimación democrática de
ejercicio, pero se trata de una nota insuficiente para explicar por sí sola los
rasgos específicos de la función del juzgar ya que en el Estado de Derecho la
sujeción a la ley es predicable, también, de la Administración.
En este tema de la vinculación del juez a la ley solemos encontrarnos con
argumentos circulares, de ida y vuelta, que no dejan resuelta nunca la cuestión,
del tipo de: “el juez ha de aplicar la ley, pero en dicha tarea siempre habrá de
reconocerse al juez un margen que permita individualizar la norma general,
llenar lagunas, o interpretar conceptos jurídicos indeterminados” o “el juez ha
de disponer de un margen para la aplicación del derecho, pero sin olvidar su
vinculación a la ley”.
Si en un extremo situamos el positivismo formalista y en otro la creación judicial
del derecho (“legal realism”) se trataría de ponernos de acuerdo en elegir,
dentro del segmento que uniría a estos extremos, el punto intermedio que
expresaría en proporción adecuada la relación del juez con la ley en el actual
Estado constitucional de derecho.
La imparcialidad sí es, en cambio, un rasgo propio y característico de la
actuación del juez. Es un valor que ha de cumplirse de modo absoluto para que
14 Garía de Enterría Eduardo. “la Democracia y el lugar de la ley”. AFDUAM, número 1 de 1997, págs. 79 a 95.
13
la función del juez pueda ser considerada como tal. Aunque ya se ha dicho que
la Constitución predica la imparcialidad de la Administración Pública y del
Ministerio Fiscal y, paradójicamente, la omite al hablar de los jueces, es
evidente que en el caso de aquellos el término no es utilizado en igual sentido
ya que la Administración y el Ministerio Fiscal pueden ser, y a menudo son,
parte en el proceso y ejercitan pretensiones frente al juez. La diferencia radica
es que la imparcialidad, aplicada al Ministerio Fiscal y a la Administración es un
principio tendencial, expresión de un desideratum. Aplicada al juez la
imparcialidad es un valor absoluto y un derecho fundamental indispensable
para el cumplimiento de las exigencias del debido proceso.
La imparcialidad sobreentendida A pesar de lo que más arriba se ha dicho sobre la omisión constitucional e
insuficiente tratamiento legal de la imparcialidad, ello no quiere decir, sin
embargo, que ésta sea ajena a la concepción de la función de juzgar en
nuestro derecho.
La imparcialidad sí aparece en la fórmula del juramento de los miembros de la
carrera judicial recogida en el artículo 318 de la Ley Orgánica del Poder Judicial
: “Juro (o prometo) guardar y hacer guardar fielmente y en todo tiempo la
Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona,
administrar recta e imparcial justicia y cumplir mis deberes judiciales frente a
todos”.
Esta fórmula de juramento tiene su origen en la Constitución de 1812 en cuyo
artículo 279 se lee: “los magistrados y jueces al tomar posesión de sus plazas
jurarán guardar la Constitución, ser fieles al Rey, observar las leyes, y
administrar imparcialmente la justicia”.
La imparcialidad parecía circunscribirse al ámbito de las virtudes individuales
del juez. Era algo sobreentendido, perteneciente al episistema judicial,
proporcionado por el propio estatuto del juez: por la forma de acceso, por las
normas sobre abstención y recusación y por el régimen de incompatibilidades.
14
Así, Jiménez Asensio señala que “la imparcialidad no se consideraba, en
consecuencia, un grave problema institucional , pues el modelo se garantizaba
plenamente mediante la inserción de una serie de causas tasadas en el
ordenamiento jurídico a partir de las cuales si el juez incurría en alguna de ellas
podría ser tachado de parcial”15. Y más adelante indica el mismo autor que “da
la impresión de que ésta (la imparcialidad), se halla instalada en nuestra cultura
judicial a través de la presunción de que quien juzga es imparcial porque forma
parte de un cuerpo de funcionarios al que ha accedido a través de unas
pruebas públicas; lo que además se convierte en el factor fundamental de su
legitimidad de ejercicio y sirve como excusa para, negar, en principio, cualquier
posible contaminación de parcialidad. Quien ha accedido a la carrera se
transforma, así, de forma automática, en tercero imparcial. La imparcialidad se
presume, por tanto, pero hasta tal punto que su puesta en cuestión parece ser
entendida como algo fuera de lo normal, ciertamente patológico, y que pone en
duda la honradez y honestidad de los jueces, su código ético y profesional, y
hasta su consideración como tales jueces”16.
Si las palabras de Rafel Jiménez Asensio reflejan un sentimiento real, es decir,
si en nuestra cultura judicial el cuestionamiento de la imparcialidad lleva
implícita la negación de la condición de juez, se ha llegado a un resultado de lo
más desalentador para el concepto que los jueces podemos tener de nosotros
mismos. Así, uno de los datos que arroja el Noveno Barómetro de Opinión
elaborado por Metroscopia para el Consejo General del Poder Judicial es que
un 48% de los encuestados están muy o bastante de acuerdo con la afirmación
de que los jueces suelen ser imparciales en su actuación, pero un 45% se
declara nada o poco de acuerdo con esta frase17.
Considerar la imparcialidad como un elemento “sobreentendido” de nuestro
sistema judicial no ha producido buenos resultados. Quizás haya llegado la
hora de colocar la imparcialidad en el centro de la reflexión sobre la función de
15 Ob. cit. pág. 42 16 Ob. cit. pág. 68 17 La Ley “Jurídico” de 4 de octubre de 2005. Pág. 1
15
juzgar. Ello supone vencer resistencias, a veces subconscientes: plantearse el
tema de la imparcialidad del juez supone admitir que pueda haber jueces
parciales, al igual que hablar de ética judicial implica asumir que pueda haber
jueces inmorales.
Imparcialidad e independencia judicial La independencia y la imparcialidad aparecen a menudo emparejadas. Así
ocurre en los textos internacionales. Y es que entre ambos conceptos hay una
zona compartida. Independencia e imparcialidad definen, ambas, una campo
de actuación propio del juez ajeno a interferencias e influencias externas. Pero
la independencia supone la afirmación de ese ámbito de actuación propio
frente a los poderes públicos y privados. La imparcialidad se refiere, en cambio,
a la actuación del juez frente a las partes. La independencia define la posición
institucional del juez, pertenece a su estatuto profesional. La imparcialidad, sin
embargo, hace referencia al papel del juez en el proceso.
La independencia no es un valor en sí misma sino que existe en función de la
imparcialidad. La independencia es la garantía estatutaria del derecho
fundamental a la imparcialidad del juez en el proceso.
Como dice Ferrajoli, la imparcialidad es “la ajeneidad del juez a los intereses de
las partes en el proceso” e independencia es “su exterioridad al sistema político
y, más en general, a todo tipo de poderes”18. Por eso resulta más fácil hablar
de la independencia que de imparcialidad: la dependencia es de origen
externo, lo que ubica al enemigo fuera de casa, pero la imparcialidad está en
las manos del juez del juez y aunque exista el riesgo de que las circunstancias
externas aboquen a la parcialidad, el juez siempre puede salvar su
imparcialidad mediante la abstención ya que, en definitiva, la imparcialidad en
una virtud pasiva, ejercicio del “self restraint”.
18 Ferrajoli, Luigi. “Derecho y Raón”. Ed Trotta, Madrid 1989, p. 580.
16
Ahora bien, como advierte De Otto, la imparcialidad no puede ser entendida
como “mandato de neutralidad general, política sobre todo, que solo podría
realizarse en un juez de naturaleza cuasi divina ... La jurisdicción no es nada
similar a un sacerdocio civil, figura retórica ésta muy querida de la ideología
judicial y que contiene con frecuencia una minusvaloración de los aspectos
técnicos de la función”19.
Orientaciones derivadas del principio de imparcialidad20 Parece difícil acabar una exposición sobre la imparcialidad sin proponer una
serie de orientaciones que pueden derivarse del principio de imparcialidad
judicial, orientaciones que no pretenden ser normas sino ideas para la
concreción en la actividad del juez de dicho principio general.
1- El juez ha de actuar con plena conciencia de que su legitimidad para ejercer
sus funciones se funda en su imparcialidad.
Con independencia de construcciones dogmáticas sobre su legitimidad
democrática, el juez se gana la confianza de las partes caso a caso
manteniendo su posición de imparcialidad y es de este modo como, además,
se gana su legitimidad frente al conjunto de la sociedad.
El proceso es una relación triangular en la que es indispensable que el juez
mantenga su posición de tercero, de árbitro. Como dice Hobbes, “las partes
que están en controversia acerca de un derecho deben someterse al arbitraje
de una tercera persona”21
2- La imparcialidad ha de derivarse no sólo de la no concurrencia de causas
legales de abstención y de recusación sino, también, del esfuerzo personal del
juez de conocer sus propios prejuicios para intentar evitarlos.
19 De Otto Ignacio. “Estudios sobre el poder judicial”. Ministerio de Justicia. Madrid 1989, p. 63. 20 Algunos de estos principios orientadores están inspirados en los propuestos por Lemonde Marcel y Tlkens Françoise, en ob. cit. pp. 119 a 137. 21 Citado por Ferrajoli. Ob. cit. p. 581.
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Ha de huirse de la idea de que por el mero hecho de ser juez la imparcialidad
está garantizada. Como dice Alejandro Nieto, “El juez tiene que ser consciente
de su vulnerabilidad psicológica y de sus condicionamientos sociales y
profesionales porque, si sabe que es así, tiene más posibilidades de superar
tales dependencias y de escapar de los caprichos de su personalidad para
poder afirmar sus decisiones en la razón objetiva”22.
Los ingleses se refieren a la falta de prejuicios con un término expresivo,
“openmindness”, esto es, apertura de mente. Resulta significativo que la Carta
Europea del Estatuto del Juez Europeo, aprobada por el Consejo de Europa en
1998 establezca en su artículo 2.3 que los programas de formación de los
jueces han de adecuarse a las exigencias de apertura de mente
(“openmindness”), competencia e imparcialidad vinculadas al ejercicio de las
funciones jurisdiccionales.
3- En el curso del proceso el juez debe mostrarse interesado, por igual, por los
puntos de vista y argumentos ofrecidos por una y otra parte.
La imparcialidad se ha confundido a veces con la indiferencia y, de hecho, es
frecuente hoy que los jueces muestren una actitud displicente hacia las partes y
sus abogados. La parte ha de tener la impresión de que sus argumentos han
sido escuchados.
Señala Todorov que no es por casualidad que Rousseau, Adam Smith o Hegel
hayan dado valor, entre todos los procesos elementales, al reconocimiento. Es
el reconocimiento de los demás el que nos hace conscientes de nuestra propia
existencia. Toda coexistencia, toda relación social, produce un efecto
secundario básico para el ser humano: el reconocimiento23.
La parte obtiene existencia como tal de su reconocimiento. Para ello no basta
una mera providencia teniéndola por personada. Es necesario que se atienda a
22 Nieto, Alejandro. “El Arbitio Judicial”. Ed. Ariel, Barcelona 2000, p. 411. 23 Todorov, Tzvetan. “La Vie commune. Essai d’antropologie genérale”. Éditions du Seuil. , marzo de 1995.
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sus razones, que el juez adopte una actitud de escucha activa. La imparcialidad
no excluye el interés e incluso la curiosidad del juez en conocer todas las
circunstancias del caso que puedan contribuir a explicarlo. El Juez de Michigan
John Kirkendall, recuerda que un predecesor suyo, Lord Hale, aconsejaba no
leer el periódico ni escribir cartas durante el juicio24. Quizás estos consejos
resulten hoy exagerados pero no es extraño ver todavía en nuestros tribunales,
jueces que durante la vista oral aprovechan para leer un asunto del que son
ponentes o para resolver asuntos de trámite.
4- El juez debe evitar toda colusión de intereses, aparente y real, con las
partes, y con fiscales y abogados.
En el último número del Boletín de la Escuela Nacional de la Magistratura
Francesa, Denis Salas da cuenta de una anécdota sucedida a un abogado en
un juzgado de Ajaccio hace más de veinte años en un caso de estafa. El fiscal
pedía dos años de prisión. Los jueces se retiran a deliberar y pronuncian un
fallo absolutorio. El joven abogado, ebrio de felicidad va a pasearse por la playa
para degustar el “mejor momento” de un defensor. Por la noche acepta,
después de haberlo dudado, una invitación a cenar con su cliente. Una vez en
el restaurante la puerta se abre y ve entrar al presidente del tribunal que
estrecha calurosamente la mano de su cliente. Después el presidente del
tribunal se dirige al joven abogado y le dice “Sr. Letrado, le felicito, ha
argumentado usted muy bien en la vista”. Aparte de la lección de modestia que
el abogado afirma haber recibido, para Denis Salas la anécdota ilustra como la
apariencia de imparcialidad puede quedarse sólo en eso, en apariencia,
cuando se pierde todo referente ético25.
Las cuestión de la relación con los abogados o con el Ministerio Fiscal es
siempre compleja. Un trato más familiar al fiscal o un abogado puede producir
efectos deplorables en el justiciable, aunque el comportamiento del juez esté
guiado por la mejor voluntad.
24 Kinkerdall, John. “7 Habits of Highly Effecive Judges”. The Judges Journal, spring 2001, p.30. 25 Salas, Denis. “Impartialité et déontologie du magistrat”. En “ENM Info”. Octubre 2005, p. 14.
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En cambio, el juez debe potenciar sus relaciones institucionales con los
colegios de abogados, con sus asociaciones profesionales, ha de participar en
jornadas de estudio o de reflexión sobre temas relacionados con la aplicación
del derecho. Carlo Guarnieri ha advertido que los países en los que la opinión
pública sobre la justicia es mejor son aquellos en los que las relaciones entre
abogados y jueces son excelentes26, lo que es lógico si tenemos en cuenta que
son los abogados quienes ocupan un lugar intermedio entre los justiciables y la
administración de justicia y, por tanto, quienes trasladan a sus clientes su visión
sobre los jueces y la justicia.
A diferencia de lo que ocurre en otros países, como Inglaterra, donde los
jueces son designados entre abogados, o Alemania o Austria, en donde la
formación de los jueces y abogados es común, en España el acceso a la
profesión transcurre por vías totalmente separadas, por lo que las relaciones,
sobre todo al inicio de las respectivas carreras, pueden ser difíciles.
5- El juez ha de respetar la palabra del justiciable, su personalidad y su
dignidad, sin discriminaciones de sexo, de cultura, de situación social, de
ideología, de etnia o de religión. Ha de tratar a toda persona que comparece
ante él con cortesía, facilitándole todas las aclaraciones necesarias.
Para las partes el juicio puede ser el momento en el que esperan tener la
oportunidad de expresarse con relación a un hecho que ha podido tener gran
trascendencia en su vida. La actitud del juez que rechaza cualquier
verbalización de los sentimientos o cualquier punto que no se refiera
estrictamente a las circunstancias significativas para encuadrar el hecho en la
norma puede ser frustrante para quienes, desde hace tiempo, están esperando
que el juez les oiga.
26 En su intervención en el Seminario sobre la Calidad de la Justicia, organizado por la Technical Assistance Information Exchange Office de la Comisión Europea que tuvo lugar en Bruselas del 20 al 22 de marzo de 2002.
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Ello no quiere decir que el juez haya de permitir cualquier tipo de estrategia
procesal que no esté fundada en la buena fe o que vaya encaminada a la
ruptura con los principios que constituyen la base del proceso mismo.
El trato igualitario en el proceso exige a veces un esfuerzo suplementario del
juez para entender el contexto cultural en que se ha producido un determinado
hecho. El proceso está diseñado para la resolución de conflictos de intereses y
no parece el ámbito adecuado para dilucidar en él conflictos de reconocimiento
de la identidad, lo que deberá evitarse por la vía de eludir toda sombra de
discriminación. En efecto, en muchas ocasiones el germen de una demanda de
reconocimiento de la identidad cultural es, precisamente, la discriminación.
Pocas veces esta demanda de reconocimiento será formulada por la persona
perteneciente al grupo culturalmente hegemónico y, sin embargo,
probablemente, sí será exigida por quien interviene en el proceso penal o civil y
forma parte de un grupo cultural minoritario que se considera excluido o
estigmatizado por la cultura dominante. El juez deberá evitar cualquier tipo de
evaluación sobre la calidad intrínseca de una cultura específica.
La paradoja de la interculturalidad es que a veces la igualdad exige un
tratamiento diferenciado. Como ha puesto de manifiesto Daniel Inerarity, “Las
demandas de equidd han dado últimamente un giro imprevisto y nos exigen
una nueva formulación de la igualdad que podría sintetizarse así: hay que
volver a valorar las diferencias para avanzar en la lógica de la igualdad”27.
A esta idea responde la circunstancia de que la guía elaborada por el Judicial
Studies Board para ilustrar a los jueces de Inglaterra y Gales sobre como
deben tratar a las principales minorías culturales se llame, precisamente, el
“Equal treatment Bench Book”.
6- Ni en el proceso ni en la sentencia el juez debe optar por vías que eviten el
debate o la contraposición franca de argumentos y puntos de vista.
27 Inerarirty, Daniel. “El final de un modelo”. El País de 13 de noviembre 2005, p.17.
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La confrontación de puntos de vista no es algo patológico sino, al revés, ha de
ser contemplada como lo normal en un proceso. El juez no debe eludir el
conflicto. Su función es resolverlo. Baste recordar aquí que uno de los méritos
de Ferrajoli ha sido el de demostrar el valor epistemológico de las garantías
procesales y, en concreto del principio de contradicción que ha de ser
concebido, también, como un medio de facilitar la averiguación de la verdad.
El juez no ha de precipitarse en llegar a conclusiones que luego pueden hacer
difícil que mantenga su postura. Esto se expresa gráficamente con la
expresión, habitual en el idioma inglés: “Don’t jump to conclusions”. Una
conclusión prematura puede hacer que el juez pierda imparcialidad al llevarle,
incluso inconscientemente, a despreciar otras soluciones que pudieran ser
acertadas pero que no encajan ya con la que previamente ha adoptado.
7- El juez puede asumir compromisos como ciudadano, sin más límite que los
que se derivan del régimen de incompatibilidades.
Como es sabido, el artículo 127 de la Constitución prohíbe a los jueces
españoles ser miembros de partidos políticos. Dicha prohibición existe también
en Inglaterra pero no en Francia, Alemania ni en Suiza. Tampoco en Estados
Unidos donde, al contrario, los jueces son elegidos, precisamente, para que
hagan una política más liberal o más conservadora.
10- Los jueces no deben ser miembros de una asociación secreta o que no
tenga suficientes garantías de trasparencia o que exija a sus socios un
compromiso de obediencia o una vinculación que puede perturbar la
vinculación del juez a la ley.
En este punto quizás valga la pena recordar la propuesta 90.3 de las
confeccionadas en el año 2000 por el Consejo General del Poder Judicial sobre
el Pacto de Estado para la Justicia, y que es del siguiente tenor: “Los jueces y
magistrados así como los fiscales mientras se hallen en servicio activo no
podrán pertenecer a partidos políticos, sindicatos ni a organizaciones secretas
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o que funcionen sin transparencia pública, sea cual fuere la forma jurídica que
adopten, que pueden generar vínculos de disciplina u obediencia ajenos a los
mandatos del ordenamiento jurídico constitucional”.
Esta propuesta carece de desarrollo legal en lo que se refiere a su enigmática
referencia a las organizaciones secretas o que funcionen sin transparencia
pública, pero es evidente que la pertenencia a ellas produce una grave merma
de la imparcialidad del juez máxime por tratarse de una circunstancia que, al
permanecer oculta, impide que se ponga en marcha el mecanismo de la
recusación.
Epílogo
He comenzado con una referencia a la Orestiada. Voy a finalizar con otra
alusión a la misma obra de Esquilo.
En el juicio que sigue a la intervención de Atenea y a la instauración del
proceso, Apolo actúa como defensor de Orestes. Atenea, traicionando sus
propias reglas y la confianza que ella misma había puesto en el tribunal, se
reserva el voto de calidad en caso de empate. Éste se produce y Orestes sale
absuelto gracias al voto de la diosa.
La imparcialidad quedó traicionada. Atenea había sido juez y parte ya que
Orestes se hallaba bajo su protección.
Estoy seguro que no ocurrirá lo mismo con los jóvenes jueces españoles, que
éstos no quedarán atenazados por la misma incapacidad para huir de su
pasado que caracteriza a los personajes de la tragedia griega y que, a pesar de
todos los antecedentes, la imparcialidad, ese valor constitucional,
paradójicamente ausente de la Constitución, conseguirá implantarse con
plenitud en nuestra práctica profesional.
Solo así nos ganaremos la plena confianza de los ciudadanos.