I
Cherezade y las mil y una noches
En otro tiempo, hace de esto cientos de lunas, un poderoso sultán1 llamado Chariar reinaba en Oriente. Este
hombre, joven, sabio y de buena presencia, tenía un terrible defecto: en un arranque de cólera era capaz de
librarse a las peores crueldades. Por eso se le temía tanto en las Corte como en los países vecinos, y todo el
mundo se esforzaba poe no disgustarle. Así pues, vivía en paz, rodeado de atenciones, adulado por los suyos y
respetado por los demás, y esa felicidad habría podido durar siempre si el destino no se hubiese entrometido.
Decidió entrometerse una hermosa mañana, bajo la apariencia de un embajador de Persia.
−Soberano de los creyentes− declaró este último con una profunda reverencia−; mi amo, el rey Cassib se
sentiría muy honrado si lo visitarais. Como sabéis, es anciano, está enfermo, y desearía, mientras aún haya
tiempo, conversar con voz acerca de su sucesión. Suplico a Vuestra Gracia que se digne aceptar su invitación.
−Partiré hoy mismo− repuso Chariar.
El sol no había alcanzado aún su cenit y ya, ante las puertas del palacio, se había reunido una escolta de mil
jinetes con armaduras de oro y sables en la cintura, montados sobre negros caballos, que esperaba impaciente
ponerse en camino detrás del palanquín real.
Llegó la hora de los adioses. Chariar abrazó a su esposa, reina de Dina, a quien amaba tiernamente.
−Esta partida me aflige, ¡oh luz de mis ojos! –gimió ella deshecha en lágrimas−. ¡La angustia no me permitirá
vivir hasta vuestro regreso! E inmediatamente ordenó que, tanto de día como de noche, se quemase incienso
para que el cielo favoreciese aquel viaje y alejase de la ruta todo peligro.
Ese día, el sultán viajó hasta la puesta del sol, y, cuando se disponía a retirarse a descansar, sorprendió, a través
de la fina tela de su tienda, una conversación entre dos guardias.
−Dina debe estar muy contenta, a estas horas− susurraba uno.
−Ya lo creo− respondía el otro−. No le faltan pretendientes que sueñan con compartir su lecho. ¡Y ella según se
dice, tampoco pondría demasiados reparos!
Sus risas se clavaron como un cuchillo en el corazón de Chariar.
1 Soberano musulmán
− ¡Que apresen a esos malandrines2 y les corten la lengua! –ordenó al instante. Pero esa venganza no bastó para
aplacarlo, porque se sentía perseguido por sus palabras. Tanto era así, que una hora después de la medianoche
ensilló su caballo con el mayor sigilo3 y rehízo en camino en sentido inverso. El alba apuntaba ya en el
horizonte cuando llegó al palacio. Envuelto en su manto para que nadie lo reconociera, se deslizó en la alcoba
conyugal. Sobre el mismo diván de brocado, que la víspera, se había dignado honrar con su presencia, Dinah
dormía entre los brazos de un bello esclavo negro.
Con un grito de desesperación, el sultán se abalanzó sobre los culpables y les cortó el cuello. Después, cegado
por una ira incontrolable, asesinó a todas las damas de compañía, doncellas y criadas de la infiel, sembrando el
suelo de cadáveres ensangrentados. Y luego, se encerró en sus aposentos a llorar su infortunio.
Permaneció una semana entera sin comer ni beber, al término de la cual tomó una decisión terrible. A partir de
aquel día, y con el fin de que semejante desventura no pudiera repetirse, sus esposas no habrían de sobrevivir a
la noche de bodas. A la salida del sol, las entregaría al verdugo.
Así se hizo. Desde ese mismo día, todas las muchachas que tenían la desgracia de llamar su atención se
convertían en sultanas a la luz de las estrellas y se extinguían al mismo tiempo que ellas. A partir de entonces, el
reino entero quedó sumido en el más profundo duelo. Muchos padres desfiguraban a sus hijas para evitar que
tuvieran aquel horrible destino; otros las encerraban. La revuelta se olía en el aire. Los que antes adulaban a
Chariar ahora lo maldecían, y en todas las mezquitas se elevaron plegarías implorando a Alá que pusiese fin a
aquella hecatombe4
Pero fue en vano. Seguían rodando cabezas. Ahora bien, el gran visir5 tenía una hija, Cherezade, por la que
sentía un gran cariño. Y cuando su hija tuvo edad de casarse, esta le hizo la siguiente petición:
−Preséntame al sultán, querido padre, porque deseo convertirme en su esposa.
− ¡Desdichada! – gritó el visir aterrado− ¿Acaso quieres perecer como todas esas infelices antes que tú?
−En absoluto, quiero, por el contrario, poner fin a esta calamidad mediante una estratagema de mi invención.
Del visir comenzó negándose, pero, ante la insistencia de su hija, terminó por dejarse convencer. «Si existe una
persona en el mundo capaz de ganar la partida al sultán, ¡no cabe duda de que es ella! se decía a sí mismo. A
pesar de todo, mientras se dirigía con ella a la Corte le temblaba todo el cuerpo.
2 Malandrín es alguien malvado y perverso.
3 Secreto
4 Matanza, desgracia, catástrofe.
5 El gran visir es el primer ministro del sultán
Cherezade no era solo una joven astuta y valiente, sino que además poseía un encanto irresistible. En cuanto la
vio, Chariar comenzó a desearla. Enseguida pidió su mano (que ella le concedió sin pestañea), y la fecha de la
boda se fijó para el día siguiente.
¡No es difícil imaginar las angustias que atenazaban al pobre visir! Se vistió de negro, cubrió su cabeza de
cenizas y recorrió las calles de la capital clamando a voz en grito que su hija iba a perder la vida.
El pueblo, conmovido, compartía su dolor, de modo que toda la ciudad se llenó de lamentos.
Por su parte, Cherezade se preparaba parsimoniosamente para la ceremonia, Y, a diferencia de cuantas le habían
precedido, mostraba un rostro sereno.
− ¿De modo que no teméis en absoluto la muerte? – preguntó extrañado, su real prometido.
−Si es la voluntad de Alá, me someto humildemente a ella− respondió la joven con aire misterioso.
Llegó la luna de miel. Nadie pudo dormir aquella noche. El visir lloró, el pueblo rezó, el verdugo afiló su
espada, el sultán y Cherezade se amaron. Sin embargo, al llegar la medianoche, la recién casada le dijo a su
esposo:
− ¿Puedo solicitar un favor majestad?
− ¿Cuál?
−El de contaros una historia.
El sultán aceptó. Un instante después, la voz de Cherezade se elevó en la sombra. Y las imágenes que evocaba,
los hechos que relataba eran tan maravillosos que Chariar perdió por completo la noción del tiempo.
Con el primer rayo de sol, la joven dejó de hablar.
−Si vuestra majestad se digna a aplazar la ejecución, continuaré mi historia la próxima noche− declaró.
La interrupción se había producido en el momento más emocionante del relato, de modo que el sultán no pudo
rechazar la oferta: tenía demasiados deseos de conocer el final. Otorgo por lo tanto a Cherezade un día de vida
suplementario, que ella aprovechó para enriquecer su historia con gran número de intrigas y peripecias. La
aurora siguiente sorprendió a Chariar más cautivado que nunca¸ y la narradora, habiéndole dejado de nuevo con
la miel en los labios, obtuvo un segundo aplazamiento.
Esa estratagema sucedió durante mil y una noches, al término de las cuales el sultán, locamente enamorado de
su esposa, decidió de buen grado perdonarle la vida.
Después mandó poner por escrito aquellos cuentos en grandes libros. Toda la magia de Oriente brotada de la
febril imaginación de una condenada a muerte; os envolverá mientras dure su lectura…
II
El príncipe transformado en mono
En la ciudad de Damasco vivía un oven príncipe llamado Habib que sentía una gran pasión por la caza. Era tal
el entusiasmo que ponía en seguir el rastro de una presa, que un día, mientras perseguía a una cierva en lo más
profundo del bosque, se alejó de su escolta y se encontró, de pronto, completamente solo. Mas no por ello dejó
de espolear a su caballo, de tal modo que, al caer la noche, cuando por fin quiso emprender el regreso, no tuvo
más remedio que admitir que se había perdido.
Iba de derecha a izquierda, con la esperanza de hallar de nuevo el camino, cuando un ruido extraño lo
estremeció. A la luz de la luna descubrió a una mujer que lloraba a lágrima viva. Como era cortés por
naturaleza, Habib se acercó a ella y le preguntó:
− ¿Cuál es la causa de vuestro desconsuelo, señora? Hablad, y yo haré cuanto pueda por ayudaros,
Al oír estas palabras, la mujer se incorporó. Aunque en la sombra apenas era posible distinguir sus
rasgos, su silueta parecía tan grácil que el príncipe se sintió conmovido.
−Amable señor− repuso ella−
, mi nombre es Zobeida y soy hija de un rico comerciante. Estaba paseándome por las tierras de mi padre
cuando mi caballo, asustado por un tigre, me ha tirado al suelo y ha huido. Privada de montura, no sé cómo
regresar a mi casa.
−Si no es más que eso− dijo el príncipe−, será un honor para mí llevaros allí.
Subió a la joven a la grupa6 de su caballo y partieron en la dirección que ella le indicó. Al poco tiempo,
llegaron a una espléndida mansión rodeada de fuentes y de macizos de flores. – ¿Me haréis el honor de ser mi
huésped? – dijo Zobeida saltando a tierra−. Es tarde, y me sentiría muy feliz si me permitieses probaros mi
gratitud ofreciéndoos mi hospitalidad.
Habib aceptó encantado, y, mientras la joven bajo una ventana para aspirar su aroma, sorprendió la siguiente
conversación:
−Alegraos, padre mío. Os he traído a un joven tierno para la cena.
−Gracias hija, estoy deseando probarlo. ¿Cómo lo cocinaremos, guisado o en salsa?
6 Ancas de una caballería.
El príncipe, espantado al reconocer la voz de Zobeida huyó apresuradamente, y en su loca carrera chocó con
una anciana que venía en sentido contrario.
− ¡Hola! – exclamó ella cubriéndose rápidamente el rostro con su velo−. ¿A dónde vais tan deprisa, mi querido
e impetuoso joven?
Su voz era tan dulce y tan amable que el príncipe sintió confianza,
−Temo por mi vida− repuso− Pues acabo de oír que me querían comer.
Al oír estas palabras, una profunda tristeza ensombreció la frente de la dama.
− ¡Ay! −suspiró−. Para mi gran desgracia, estoy casada con un ogro y he traído al mundo una ogresa… En
aquel instante, se oyeron a su alrededor grandes gritos, entre los que se distinguía claramente la voz aguda de
Zobeida:
− ¡Encontrad enseguida a ese maldito caballero y traédmelo sin tardanza, os va la vida en ello!
Al instante, el jardín se llenó de esclavos.
−Es a mí a quien buscan−gimió Habib− y no pueda escaparme. − ¡Mirad, amable dama, vienen por todas partes!
Y se disponía ya a morir bajo el cuchillo del carnicero cuando la anciana, elevando los ojos al cielo, clamó en
voz alta y firme:
−Por los djinns7 que pueblan las nubes, ¡que este hombre se convierta en mono!
Y así ocurrió al momento, porque, como habréis adivinado, aquella anciana tenía algo de hada.
− ¡Corre y ponte a salvo!− añadió la anciana−Más vale ser un mono vivo que un príncipe muerto.
Con los chillidos discordantes propios de su raza, el animal trepó a un árbol, lo que le permitió huir sin ser
alcanzado por sus perseguidores. Y, saltando de rama en rama, llegó a la ciudad vecina. Esta ciudad se
encontraba situada al borde del mar y dio la casualidad de que, en el puerto, un barco cargado de mercancías se
disponía a soltar amarras. Veloz como un relámpago, el mono se deslizó dentro del barco sin ser visto por los
marineros que holgazaneaban en cubierta.
Tras permanecer dos días escondido en una bodega, atenazado por el hambre, el mono se atrevió a colarse en
las cocinas con la esperanza de robar algún alimento. El cocinero, al descubrirlo, alertó a toda la tripulación, que
se lanzó inmediatamente a capturarlo. El desgraciado Habib se salvó de milagro gracias a una jarcia8 a la que se
7 Genios, demonios.
8 Conjunto de aparejos y cabos.
aferró para trepar por ella hasta la cima del palo mayor. Desde allá arriba podía desafiar a sus enemigos, mucho
menos ágiles que él.
− ¡Soy el hijo del sultán de Damasco! – gritó−. ¡La ira de mi padre caerá sobre todos vosotros si me hacéis el
menor daño!
Pero como al privarlo de su forma humana el hechizo lo había privado igualmente de la palabra, Habib no
obtuvo como respuesta más que gritos y burlas.
Alertado por el ruido, apareció el capitán. Por fortuna, se trataba de un buen hombre. Al ver a su tripulación
persiguiendo al mono, decidió tomarlo bajo su protección, de manera que, durante el resto de la travesía, el
príncipe encantado permaneció en el camarote de su nuevo dueño, al que intentaba divertir a cambio de caricias
y golosinas.
Al cabo de muchos meses de viaje, el navío echó el ancla en las inmediaciones de una isla en la que reinaba un
poderoso califa9. Este hizo llamar de inmediato al capitán.
−Mi escriba acaba de morir− explicó. Me siento muy afligido, porque poseía una rara cualidad: una bellísima
escritura gracias a la cual podía anotar diligentemente todo lo que yo le distaba. He buscado en vano por todo
mi reino a alguien capaz de reemplazarlo. ¿No llevarás a bordo, por casualidad, a alguien de estas
características?
−Me temo que no, ilustrísima− repuso el capitán−. Los marineros de mi tripulación son gente sencilla, no
eruditos. A pesar de todo, para complaceros, permitiré que lo intente, y si alguno de ellos os satisface, es
vuestro.
Así se hizo. Pero desde el contramaestre al último grumete10
, ninguno de los marinos parecía poseer el talento
exigido.
− ¡Qué desgracia! – exclamó desolado el califa− ¿Quedará la plaza del escriba muerto vacante para siempre?
Entonces, el mono, encaramado al hombro de su dueño, reclamó por seas que le diesen la pluma. Su demanda,
al principio, hizo reír al califa.
− ¡Fijaos en este animal, que pretende dar lecciones a los seres humanos! –dijo.
Pero después de un rato, y con el único fin de poner en ridículo al desvergonzado animal y divertirse con su
torpeza, terminó por acceder a sus ruegos.
9 Título que tomaron los príncipes musulmanes sucesores de Mahoma. Su autoridad era absoluta en asuntos religiosos y civiles.
10 Contramaestre es el oficial que dirige la marinería, mientras que grumete es el muchacho que aprende el oficio de marinero
ayudando a la tripulación en sus faenas.
Se daba la circunstancia de que Habib, gracias a la brillante educación que había recibido en la Corte de su
padre, era muy versado en las artes y las letras. La caligrafía no tenía ningún secreto para él. Cuál no sería, por
tanto, la sorpresa de los espectadores cuando ante sus ojos, incrédulos, el mono trazó de memoria un versículo
del Corán con una escritura mil veces más perfecta que la del difunto escriba.
− ¡Vendedme a este admirable animal! – rogó el califa− Os pagaré su peso en diamantes. Aunque le costaba
mucho separarse de su mono, por el que había llegado a sentir gran cariño, el capitán aceptó. Y abandonó la isla
mucho más rico de lo que era cuando llegó a ella.
Una vez solo, el califa llamó a su hija para que viniese a admirar su adquisición. La princesa acudió sin tomarse
l molestia de ponerse el velo.
−Mi querida Saskya, quiero presentaros a nuestro nuevo escriba− dijo sonriendo− ¡tengo la impresión de que no
dejará de sorprenderos!
− ¡Pero no puedo mostrarse ante un hombre con el rostro descubierto! objetó la princesa.
−Sabed, hija mía, no se trata de un hombre, sino de un mono.
Y exhibió ante ella el prodigio que a tan alto precio habría comprado.
En cuanto Habib vio a la princesa, y a pesar de no ser más que un mono, se enamoró locamente de ella. ¡Cuál
no sería su alegría cuando a su vez la joven, uniendo las manos en actitud implorante, le rogó a su padre que se
lo confiara, asegurándole que velaría por él como si fuera su propio hijo!
El rey incapaz de negarle nada a su hija, consintió a condición de que ella se comprometiese a no dejar escapar
al animal.
−Lo ataré a mi cintura con una cadena de oro− prometió ella−, y allí donde yo vaya, irá él. A partir de entonces,
Habib acompañó a Saskya en todos sus desplazamientos, compartiendo sus comidas, sus diversiones, sus baños
e incluso su sueño. Pronto se convirtió en su único confidente, y las antiguas compañeras de juego de la
princesa quedaron relegadas a un segundo plano. Todos se asombraban de verla a cualquier hora del día o de la
noche mimando al mono cautivo, riéndose de sus muecas, ofreciéndole los platos más delicados y manifestando
se mil maneras su ternura. En tales condiciones, como cabe suponer, el amor del príncipe no podía si no crecer
y volverse más profundo a medida que pasaban los días.
Su felicidad parecía destinada a durar eternamente cuando, cierta mañana, un enviado del estado vecino, se
presentó ante el califa.
−El sultán de Damasco me envía a pedir la mano de vuestra hija para su hijo menor, el príncipe Mamulian.
Y es que, al darse por desaparecido el heredero del trono de Damasco durante la partida de caza, el príncipe
Mamulian estaba llamado a reinar un día, lo que convertiría a Saskya en la futura sultana.
El califa dio su consentimiento y se fletó un lujoso navío para transportar a la princesa. Esta, como es natural,
quiso llevarse su mono, favor que su padre le otorgó de buen grado. Durante la travesía Habib, preso de
sentimientos contradictorios, pasaba sin cesar del abatimiento a la euforia, pues, si bien la idea de reencontrarse
con su familia le llenaba de alegría, la de ver a su joven hermano casado con Saskya se sumía en la desdicha
más profunda.
La princesa, achacando aquel extraño comportamiento al mareo, no se lo tomó a mal y redobló sus caricias. De
modo que, al arribar a las costas de Damasco, donde una gran multitud se había congregado para aclamar a la
prometida real, el infortunado mono no sabía si reír o llorar. Pero hizo algo peor: cuando Mamulian se acercó a
besar a su prometida, le mordió cruelmente. El furor del príncipe fue tal que ordenó su ejecución inmediata, a
pesar de las lágrimas y las súplicas de Saskya.
Fueron a buscar al verdugo, pero cuando este estaba a punto de alzar su cimitarra sobre la cabeza del animal, la
princesa, librándose de las esclavas que la sujetaban, se interpuso.
−Si la matáis príncipe, matadme a mí también.
Mamulian era orgulloso y de temperamento iracundo. Que alguien osara preferir un mono a su persona le puso
furioso en extremo.
¡Pues que así sea! – ordenó.
Entre las protestas de la multitud, llena de piedad ante aquella conmovedora escena, el verdugo alzó de nuevo
su espada. La princesa desconsolada, oprimiendo al mono contra su corazón, se disponía ya a pasar a mejor vida
cuando, ¡oh prodigio!, Habib recobró de pronto su forma humana. Pues ningún hechizo, según dice el Libro de
los Sabios, resiste el poder de un amor verdadero. La sorpresa del verdugo fue tan grande que su brazo
exánime11
dejó caer el arma. Y, bajo las aclamaciones del pueblo entusiasmado los dos amantes se abrazaron
apasionadamente. El cruel Mamulian se arrodillaba a los pies de su hermano implorando perdón. Cuando el
sultán apareció en toda su majestad. ¡No es difícil imaginar con qué expresiones de júbilo acogió al hijo que
acaba de recuperar! Habib y Saskya se casaron de inmediato, y los escribas consignaron su historia en los anales
de palacio, para que sirviera de ejemplo a las generaciones venideras.
11
Muy debilitado, sin fuerza.
III
El cadáver importuno
Hubo una vez en Gascar, capital de la Gran Tartaria12
, un honrado sastre llamado Sulimán. Un día, mientras
estaba cosiendo en su tienda, pasó un pequeño jorobado tocando el tamboril y cantando con voz agradable.
Después de escucharlo un rato con placer, Sulimán pensó que un poco de música divertiría a su mujer.
− ¡Eh, buen hombre! −gritó−, ¡ven a cenar a mi casa, me pagarás con tus canciones!
El jorobado aceptó encantado y, al caer la tarde, ambos se dirigieron al domicilio del sastre. Un delicioso olor
impregnaba la casa. –Mi mujer ha preparado un pescado al azafrán− dijo alegremente Sulimán−; es mi plato
preferido.
−El mío también−observó el jorobado. Se sentaron en la mesa con gran apetito. Por desgracia, el jorobado
comía con tal voracidad que una espina se le clavó en la garganta y murió al instante.
Pueden imaginarse la consternación y el espanto de sus anfitriones.
−Si descubren este cadáver en nuestra casa, nos acusarán de asesinato. –dijo la mujer.
−Y nos cortarán el cuello− añadió él.
Ambos se lamentaban su injusta suerte, cuando al marido se le ocurrió una idea. –Llevémoslo a casa del
médico, en la medina13
, él nos dirá que hay que hacer.
Y se pusieron en camino sujetando al jorobado por los pies y por la cabeza. La casa del médico se encontraba en
lo alto de una loma a la que se accedía por una escalera de piedra. –Dejemos al muerto en lo alto de los
escalones y huyamos− sugirió la mujer ¡Eso nos evitará muchas preguntas embarazosas!
El consejo era sabio, se atuvieron a él y volvieron a su casa, habiéndose quitado un gran peso de encima.
Poco después salió el médico. En la oscuridad, no vio el cuerpo que estorbaba su paso y chocó con tanta rudeza
que lo envió rodando al pie de la escalera. Asustado de su acción, corrió al momento en ayuda de la víctima y,
al comprobar que ya no respiraba, exclamó:
− ¡Pobre de mí! Este desgraciado enfermo se había arrastrado si duda, hasta mi puerta, y yo, en lugar de
ayudarlo, le he dado una puntilla. Si esto llega a oídos del sultán, me detendrán y me meterán en prisión.
12
Antigua denominación de una gran parte de Asia (aproximadamente, abarcaba Mongolia, Manchuria, Turkestán, Afganistán y Siberia actuales). 13
Barrio antiguo de una ciudad árabe.
Por precaución, llevó el cadáver al cuarto de su mujer, quien, al verlo, estuvo a punto de desmayarse.
− ¡No podemos esconder este cadáver aquí! –se lamentó−. ¡Tenemos que deshacernos de él lo antes posible!
Era más fácil decirlo que hacerlo. Sin embargo, después de haber reflexionado mucho, el médico dijo:
− ¡Ya lo tengo! Lo subiremos a la terraza y, desde allí, lo arrojaremos por la chimenea de nuestro vecino, el
mercader de aceite.
Y, habiendo puesto en práctica su plan, se retiraron bastante aliviados.
Esa noche, el mercader, que se había demorado en una taberna, regresó a casa ligeramente achispado. Al
descubrir a la luz de la luna, una silueta de pie ante la chimenea− pues el médico y su mujer, pasando una
cuerda bajo los brazos del jorobado, habían tomado la precaución de dejar que se deslizará con suavidad hasta
el suelo−, creyó que se trataba de un bandido y tomando un grueso garrote, se lanzó sobre él y lo molió a
golpes.
− ¡Ah, maldito! −gritaba− ¡Te he sorprendido robándome el aceite! ¡Toma esto, y esto, y esto! ¡Veremos si esta
lección te quita para siempre las ganas de volver!
Cuando el cadáver se desplomó y su cabeza dio contra el suelo, el comerciante aflojó la fuerza de sus golpes.
− ¡Levántate y desaparece de mi vista antes de que te rompa el cráneo! – dijo.
Como el jorobado no obedecía, el mercader, extrañado, se acercó a él. Al comprobar que estaba muerto, vertió
amargas lágrimas.
−Pero ¿qué he hecho yo? − gimoteaba−. He matado a un hombre… ¡Ojalá hubiese regresado más tarde y no
hubiese sorprendido a este ladrón! ¡A estas horas sería pobre pero no asesino! ¿Qué va a ser de mi si se
descubre el crimen?
Estuvo dudando bastante tiempo, y por fin se decidió a sacar el cadáver de su tienda para dejarlo un poco más
lejos. Por suerte, la calle estaba desierta. Cargando al jorobado a sus espaldas, el mercader corrió hacia la
mezquita y dejó el fardo apoyado en sus sagrados muros, de modo que, en la oscuridad, se pudiera tomar por un
mendigo. Hecho esto, volvió a casa y se acostó.
Cada mañana Alí, el aguador, que era un hombre muy piadoso, acudía a la mezquita antes de ir al pozo. Ese día,
al amanecer, se disponía a hacer lo acostumbrado, cuando, al inclinarse para quitarse las babuchas, rozó el
cadáver cuya presencia aún no había advertido, y este se le cayó encima… Convencido de que le estaban
atacando, Alí se defendió profiriendo tales gritos que acudió la guardia. Separaron a los combatientes y se
dieron cuenta de que uno estaba muerto.
− ¡Por las barbas del profeta! – dijo el jefe de la guardia a sus oficiales−. ¡Meted este criminal entre rejas hasta
que el sultán decida su suerte!
Para colmo de males, resultó que el jorobado era un bufón de la Corté. Al enterarse del asunto, el sultán montó
en cólera.
− ¡Que se decapite de inmediato a ese aguador! – decretó.
De nada sirvió que Alí alegara legítima defensa y dijera que, para haber sucumbido a unos pocos y
desafortunados puñetazos, el jorobado debía de encontrarse ya muy enfermo. Inmediatamente, se alzó una
tarima en la plaza, y allí fue arrastrado el condenado hecho un mar de lágrimas. Pero, cuando el verdugo estaba
afilando el arma, una voz se levantó en medio de la multitud.
− ¡Esperad! ¡Esperad! ¡Vais a castigar a un inocente! Era el mercader de aceite, quien, presa del remordimiento,
fue a arrojarse a los pies del sultán para contarle la verdad, o lo que él creía que era la verdad.
−Muy bien− dijo el sultán después de haber escuchado con gran atención. He aquí mi sentencia: Que se deje ir
en paz al aguador y que el mercader muera en su lugar.
Pero, apenas había puesto el mercader su cabeza a disposición del verdugo, cuando resonó un terrible grito.
− ¡Suspended la ejecución porque soy yo, y solamente yo, el culpable!
Y el médico a su vez, avanzó con la frente baja y dando muestra de la más profunda aflicción.
Cuando hubo narrado su propia versión de los hechos, el sultán le dijo al verdugo: − ¡Toma este, libera al
mercader y que se haga justicia!
El verdugo ya se disponía, por tercera vez, a realizar su trabajo cuando, de nuevo fue interrumpido.
− ¡No matéis a este hombre, no ha hecho nada!
Y entonces fue Sulimán quien se postró delante del sultán. − ¿Confiesas la fechoría malandrín? suspiró el
sultán, empezaba ya a encontrar aquella farsa un poco pesada.
−De ningún modo, majestad. ¡Lo juro sobre el Corán!
−Entonces ¡quién ha asesinado a mi bufón!
−La fatalidad, Señor.
Así salió a la luz toda la verdad sobre esta historia cuyas curiosas peripecias aún se cuentan hoy en día en la
Gran Tartaria y hasta los confines de Oriente, pasando de boca en boca entre los viajeros. En cuanto al sultán, al
ver que no podía vengar a su bufón, le organizó un espléndido funeral; porque verdaderamente, ¡es poco
frecuente encontrar un bufón que entretenga hasta en su forma de morir!
IV
El camellero astuto
Cuando Samusa, el camellero, sintió que le llegaba la hora de la muerte, llamó a su hijo Kitir a la cabecera de su
lecho.
−Aquí estás, solo en el mundo y sin un céntimo, ¡obre hijo mío! Mi casa se cae a pedazos y he tenido que
vender mi ganado para sobrevivir. No te dejo en herencia más que un viejo camello, que apenas servirá para dar
sabor a la sopa. De todas formas, sigue mi consejo: no t quedes aquí, hay demasiada miseria. Vete a buscar
fortuna en países lejanos, donde la vida sea menos dura y el cielo más clemente.
Como hijo respetuoso, Kitir, que tenía catorce años y o era más alto que un narguile14
, hizo lo que le había
aconsejado su padre. Tras haber dado sepultura al anciano, saltó sobre su viejo camello y se unió a una caravana
que atravesaba el desierto en dirección al norte.
Después de muchos días de marcha extenuante bajo un sol abrasador, los viajeros llegaron a un oasis donde
montaron su campamento. Mientras todos se precipitaban sobre los pozos a apagar su sed, Kitir descubrió a un
hombre de barba blanca, sentado bajo una palmera que los contemplaba con envidia.
− ¿Tenéis sed abuelo? –preguntó.
−Mi boca está tan seca como las arenas de las dunas−repuso el viejo.
−Dadme vuestro cántaro para que vaya a llenarlo.
El viejo meneó tristemente la cabeza.
−Por desgracia, está agujereado, y no tengo otro.
Ante tanta miseria, el corazón de Kitir se llenó de piedad.
− ¿Queréis compartir el mío? –dijo.
Y, sin esperar a que el pobre anciano asintiera, acercó su cántaro a sus labios y le hizo beber.
Ignoraba que aquel hombre era un mago que había tomado aquella apariencia para ponerle a prueba.
−Tu generosidad acaba de salvarte la vida a ti y a tus compañeros de viaje− dijo al muchacho−. Escucha esto:
mañana, la caravana llegará a una ciudad llamada Kolkhara, que en lengua bereber15
quiere decir «Ciudad del
14
Pipa oriental, con un largo tubo flexible y un vaso lleno de agua perfumada, a través de la cual se aspira el humo.
miedo». Tendréis que atravesarla para proseguir vuestra ruta. Pero está custodiada por un gigante de dos
cabezas: una mira hacia la izquierda, y la otra mira hacia la derecha; de modo que nada puede escapar de su
vigilancia. Este gigante devora a todos los que se le ponen a su alcance, como podrás comprobar por los miles
de esqueletos esparcidos por el suelo que hallarás a su alrededor.
Al oír estas palabras, Kitir se echó a temblar.
− ¿Y no existe ningún modo de desviar su atención? –preguntó.
−Uno solo: plantearle una adivinanza a la que no sepa responder.
−Desgraciadamente, no conozco ninguna−suspiró el joven.
El viejo rebuscó entre sus harapos y sacó una almendra seca.
− ¿Qué hay dentro de esta cáscara? – inquirió.
−Un fruto, respondió Kitir.
−No− dijo el viejo, porque hace mucho tiempo que los gusanos se lo comieron.
−Entonces, ¿hay gusanos?
−No, porque a falta de alimentos, murieron y quedaron reducidos a polvo.
−Entonces, ¿Hay polvo?
−No, porque el tiempo lo ha hecho desaparecer.
Kitir se rascó la frente con expresión perpleja.
−En ese caso, no hay nada.
−Te equivocas. «Nada es algo que no existe y, por lo tanto, no puede llenar esta cáscara.
El muchacho, a quien no se le ocurría ninguna otra cosa, se quedó tan callado como si se le hubiese comido la
lengua un gato.
−La respuesta es «la oscuridad» −dijo el anciano.
Y, después de entregarle la almendra, desapareció.
15
Lengua hablada en una amplia zona del África Septentrional. Los bereberes, raza que habita África Septentrional desde los desiertos de Egipto hasta el Océano Atlántico y desde la costa del Mediterráneo hasta el interior del desierto del Sahara.
Al día siguiente, la caravana, al llegar a las puertas de Kolkhara, fue detenida por el gigante de dos cabezas. ¡No
es difícil imaginarse un monstruo y miles de esqueletos que lo rodeaban! Creyendo que había llegado su última
hora, ya rogaban a Alá que los acogiera en el paraíso, cuando Kitir avanzó entre ellos mostrando la almendra.
− ¿Qué hay dentro de esta cáscara de almendra? – preguntó al gigante.
Este, que ya se disponía a devorar a sus primeras víctimas, las soltó de inmediato.
−Un fruto−respondió.
−No− dijo Kitir− porque hace mucho tiempo que los gusanos de lo comieron.
−Entonces, ¿hay gusanos?
Kitir negó con la cabeza.
−No, porque a falta de alimento, murieron y quedaron reducidos a polvo.
−Entonces, ¿hay polvo?
−No, porque el tiempo lo ha hecho desaparecer.
El gigante se rascó sus dos frentes con aire de confusión.
−En ese caso, no hay nada.
−Te equivocas, porque la nada no existe. El gigante reflexionó. Después de un rato, una ancha sonrisa se dibujó
en cada uno de sus rostros, mostrando unos dientes tan largos como dedos, y completamente rojos de sangre.
−Ya lo tengo−exclamó− ¡Es la oscuridad!
«Este monstruo es más astuto de lo que yo pensaba−se dijo el sagaz Kitir−. Pero veremos quién es más pillo de
los dos»
−Tu respuesta no es acertada− declaró.
−Lo es− protestó el gigante.
−Muy bien; vamos a comprobarlo. Y Kitir abrió la almendra.
− ¿Dónde está la oscuridad? –preguntó.
−La vi retirarse cuando la luz entró en la cáscara−repuso el gigante.
−Entonces, ¡ve a buscarla!
El gigante se puso a correr de un lado a otro, buscándola oscuridad perdida.
−Se ha escondido aquí−aseguró de pronto, descubriendo un pequeño agujero en el suelo−. La estoy viendo,
agazapada, allá al fondo.
−Si quieres que te crea, ¡atrápala y muéstramela! – exigió Kitir.
Al instante, el gigante empezó a encogerse, y a encogerse, hasta que alcanzó el tamaño de un ratón, y saltó
dentro del agujero. Entonces, el joven camellero se apresuró a taparlo con ayuda de una enorme piedra,
aprisionándolo en las entrañas de la tierra.
La Ciudad del Miedo, liberada de su opresor, organizó grandes festejos, en honor de los caravaneros. Llevaron
triunfalmente a Kitir por las calles, y el rey de la ciudad, que no tenía hijos, lo adoptó. Algunos años más tarde,
el hijo del camellero le sucedió en el trono, y resultó un soberano tan sabio que, bajo su reinado, Kolkhara
cambió su nombre por Abukhara; palabra que, en lengua bereber, significa Ciudad de la Felicidad…
V
Las tres manzanas
Antiguamente, vivía en Bagdad un príncipe casado con una mujer hermosísima de la que estaba locamente
enamorado. Esta mujer, a pesar de su belleza (o quizá a causa de ella), era de temperamento caprichoso. Un día
le dijo a su marido:
−Tengo ganas de comer manzanas.
− ¡Ay! Ni con la mejor voluntad del mundo−dijo el príncipe−, podría conseguiros lo que me pedís, porque no es
época de manzanas.
−Si me amáis, las conseguiréis−replicó la princesa.
−Por grande que sea, mi amor no puede cambiar las leyes de la naturaleza− repuso el príncipe−. Aunque
removiera cielo y tierra, no influiría en el curso de las estaciones. Tendréis que esperar, esposa mía, a que los
manzanos florezcan; después, a que pierdan sus flores; luego, a que nazcan sus frutos; y, por último, a que
maduren.
Al oír estas palabras, la princesa montó en cólera.
−Muy bien−dijo−; puesto que os negáis a satisfacer mi deseo, la puerta de mi alcoba, a partir de ahora, estará
cerrada para vos. Que Alá sea testigo: mientras no tenga mis manzanas, no compartiréis mi lecho.
Y, al notar la expresión contrariada de su marido, concluyó, con burlona sonrisa:
−Para recuperar mis ardientes besos, tendréis que esperar a que los manzanos florezcan; después, a que pierdan
sus flores; luego, a que nazcan sus frutos; y, por último, a que maduren.
Y diciendo esto, le dio la espalda.
Puede imaginarse fácilmente la confusión del príncipe. Sabiendo que ni los llantos ni las súplicas lograrían
ablandar a la princesa, y ante la temible perspectiva de tener que pasar largos meses apartado de ella, no tuvo
más remedio que reunir a sus gentes.
−Recorred todos los rincones del país, y traedme manzanas lo más pronto posible− ordenó.
Le expusieron los mismos argumentos que él, un momento antes, había utilizado. Pero el príncipe los rechazó
con terquedad y prometió una bolsa de oro a quien lograse triunfar en aquella empresa.
Cien criados rastrearon la región en busca del imposible fruto. Noventa y nueve de ellos volvieron con las
manos vacías, pero el centésimo, más astuto que sus compañeros, en lugar de recorres jardines y huertos se fue
directamente a ver a un mago. De tal modo que, al alba del octavo día, regresó con tres bellas manzanas de tres
variedades diferentes: una roja, otra verde y otra amarilla.
El príncipe, loco de alegría, fue inmediatamente a llevárselas a su mujer, que a esa hora tenía por costumbre
tomar un baño. Pero ella ni siquiera las miró, porque el capricho se le había pasado.
−Déjalas en esa mesa− dijo−, las probaré más tarde.
Al día siguiente, el príncipe se dirigía hacia el puerto, donde tenía un asunto que tratar, cuando vio pasar a un
marino nubio16
masticando una manzana amarilla. Intrigado, le preguntó:
− ¿De dónde has sacado esa fruta, extranjero?
El marino, que era un hombre apuesto y de elevada estatura, sonrió mostrando todos sus dientes.
−Es un regalo de mi bien amada, señor.
Al oír aquello, el príncipe sintió en su corazón una gran inquietud. Corrió a su casa en un estado de extremada
agitación, y, al no ver más que dos manzanas en el plato, exclamó:
−Mujer, ¿a dónde ha ido a parar la manzana amarilla?
−No tengo ni idea− repuso la princesa con indiferencia.
− ¿No os la habéis comido?
−No, ya no me gustan las manzanas, ahora prefiero los higos.
Estas palabras confirmaron las sospechas del príncipe. Loco de celos, repudió a su esposa, confiscó sus bienes y
la echó de palacio. Ambos tenían una hija de cuatro años. Mientras sus padres discutían, la pequeña jugaba en el
jardín. Pero cuando el príncipe, entristecido, fue a comunicarle la desgracia materna, vio que estaba llorando.
− ¿Qué tienes, hija mía? –preguntó.
−Mi nodriza me ha regañado.
− ¿Y por qué razón?
−No puedo decíroslo, porque es un secreto. El príncipe se fue en busca de la nodriza.
16
De Nubia, región del nordeste de África.
− ¿Por qué has regañado a mi hija?
−Porque es una ingrata, y la ingratitud es una de las siete plagas17
de Alá.
− ¿Qué ha hecho, entonces, para que sea tan grave?
−Me ha hecho robar para complacerla, y, en lugar de estar agradecida, ha despreciado el objeto de mi robo.
−y, ¿qué has robado?
−No me atrevo a confesarlo, señor, porque si mi ama, vuestra esposa, llegase a enterarse, me mandaría a azotar.
El príncipe ahogó un profundo suspiro.
−Habla sin temor, nodriza. He repudiado a esa infiel.
Tranquilizada, la nodriza confesó que, aquella misma mañana, había sustraído la manzana amarilla para dársela
a la pequeña princesa, que estaba deseando tenerla.
−Pero en cuanto tuvo en sus manos aquello que tanto deseaba, se lo entregó a un esclavo−concluyó la nodriza−.
Esa ha sido la causa de mi enfado.
El príncipe, turbado por esta confesión, hizo llamar al esclavo en cuestión. Era un muchacho que también
parecía sumamente apenado.
− ¿Dónde está la manzana que te dio mi hija?−preguntó el príncipe.
− ¡Ay, amo, ya no la tengo!
− ¿Qué ha pasado con ella?
−Me la quitó un marino.
Y explicó que cuando iba a comprar provisiones al mercado, se había cruzado en el camino con un nubio muy
alto, y que este, al ver la manzana, se la había pedido. Él se había negado a dársela, pero el nubio se la había
quitado por la fuerza.
−Pero, entonces, ¡ese nubio no me dijo la verdad! –exclamó el príncipe−. ¡Y yo, ciego de mí, he acusado a mi
mujer prestando oídos a una mentira!
17
Una plaga es una calamidad grande que aflige a un pueblo.
Comprendiendo su error, quiso arrojarse a los pies de la princesa para implorar su perdón. Pero en vano la llamó
y la buscó por toda la ciudad, pues no logró encontrarla. Y ¿sabéis por qué? Porque navegaba en un barco
rumbo a Nubia en compañía de su amante.
Después de ser repudiada, cuando erraba sollozando por el puerto, se encontró, por la más extraña de las
casualidades, con el marinero nubio. Este, no menos sensible a su dolor que a su belleza, se había apresurado a
consolarla, y luego, después de haberla invitado a su barco, se había dedicado a cortejarla con insistencia. A la
puesta de sol, ella se le entregó. Así dominado por los celos, el príncipe había forjado su propia deshonra.
VI
Historia de una tarta de miel y agua de rosas
Había una vez, en Egipto, un visir de gran renombre cuya mujer dio a luz a gemelos. Estos muchachos, guapos,
amables, de robusta salud y asombrosamente parecidos entre sí, se llamaban, respectivamente, Amir y Samir.
Como suele ocurrir entre niños concebidos el mismo día, se sentían ligados por un tierno afecto, de manera que
nunca se veía a uno sin el otro. El padre les dio buenos profesores que les enseñaron arte, letras, ciencias y, en
particular, Astronomía, con el fin de que la trayectoria de las estrellas no tuviera ningún secreto para ellos. En
resumen, hizo de ellos dos grandes eruditos y dos personas de lo más amenas en el trato.
Cuando cumplieron veinte años, su padre murió. El califa los llamó a su palacio.
−Acabamos de perder a un excelente visir al que será difícil reemplazar−dijo−, ya que era a la vez bondadoso y
astuto. Son raras las personas poseedoras de tales cualidades, pero vosotros, carne de su carne, las habéis
heredado. Así pues, le sucederéis. Puesto que sois inseparables, compartiréis su cargo en igualdad de
condiciones, de modo que a partir de ahora este país no tendrá un solo visir, sino dos. Espero que sepas
mostraros dignos de vuestro predecesor.
El califa no se había equivocad. Amir y Samir, a pesar de su juventud, dirigieron con gran sabiduría los asuntos
del Estado. Bajo su mandato, Egipto, conoció una larga era de paz y prosperidad.
Una tarde, mientras se ocupaban de los asuntos habituales, Amir le dijo a su hermano: −Tendríamos que ir
pensando en casarnos, con el fin de asegurar nuestra descendencia.
−a propósito de eso, tengo una sugerencia que haceros− repuso Samir−: si nos casásemos con dos hermanas,
nuestros lazos fraternales se verían reforzados.
−Excelente idea− coincidió Amir−. Reconozco en ella una señal de vuestro afecto y la hago mía de todo
corazón. Esas bodas podrían celebrarse el mismo día, ¿qué os parece?
−Me parece muy conveniente, y yo aún iría más lejos: supongamos que nuestras mujeres fueran fecundadas
durante la noche de bodas, y que dieran a luz, a la vez, la mía un hijo y la vuestra una hija. Podríamos, más
tarde, unirlos…
−Oh, sí, ¡qué proyecto tan admirable! –exclamó Amir−. Ese matrimonio coronaría nuestro mutuo
entendimiento.
Sin embargo, hay una cuestión que me inquieta− añadió después de un momento de reflexión−. Si las cosas
sucedieran como acabamos de suponer, ¿exigiríais que mi hija aportase una dote18
a vuestro hijo?
−Por supuesto, es la costumbre.
− ¿Y a cuánto ascendería, os importaría decírmelo?
−A tres mil cequíes, tres tierras cultivables y tres esclavos varones. ¿Os parece bien?
−Desde luego que no, las encuentro excesivas. ¿No estaréis intentando, con esa excusa, enriqueceros a mi
costa? ¡Vuestra actitud me parece como mínimo, sorprendente, tratándose de un pariente al que se supone que
amáis!
Aunque estas palabras fueron dichas en tono de broma, Samir se las tomó a mal. − ¡Qué forma de hablar tan
desagradable! −exclamó−. Así que mi hijo os hace el honor de desposar a vuestra hija, ¿y os regateáis en la
dote? ¡Parecéis ignorar que muchos grandes personajes darían cien veces más con tal de unir su linaje19
con el
mío!
− ¿Y qué me decís del mío? Los pretendientes asediarían a mi hija, y ni uno solo aspiraría a otra cosa sino a la
felicidad de poseerla. ¡No hace falta ninguna dote cuando lo que se ofrece es un alto linaje unido a un bello
rostro!
La conversación iba subiendo de tono, y era una lástima ver a aquellos dos jóvenes, hasta entonces tan bien
avenidos, discutiendo por acontecimientos que, tal vez, ni siquiera llagaran a producirse. Ambos se retiraron de
muy mal humor. Esa misma noche, Samir, que era bastante sensato, tomó una sabía decisión. «No puedo tolerar
que el ser más cercano que tengo en el mundo me trate de esta manera−pensó−. Más vale que nos separemos,
antes de que nuestras relaciones se malogren para siempre».
Así pues, ensilló su caballo, se proveyó de todo lo necesario e informó a sus esclavos de que estaría algún
tiempo de viaje.
Después de dejar El Cairo, atravesó el desierto en dirección a Arabia. Por desgracia, después de tres días de
marcha sobre las dunas ardientes, su cabalgadura murió, de modo que tuvo que continuar la ruta a pie. Pronto
empezó a faltarle el agua. Atenazado por la sed, abrumado por aquel sol de plomo, comenzaba ya a creer que
había llegado su última hora, cundo fue recogido por una caravana de comerciantes de tejidos que se dirigía a
Basora, para desde allí, embarcarse en un navío mercante rumbo al golfo Pérsico. Le hicieron beber, calmaron
su fiebre y, a cambio de algunos cequíes, le alquilaron un camello. Así se salvó.
18
Conjunto de bines y derechos aportados por la mujer al matrimonio. 19
Ascendencia o descendencia de una familia.
Llegado a su destino, estaba merodeando por el puerto en busca de un alojamiento cuando se cruzó con un
palanquín rodeado de un numeroso séquito. Debía de pertenecer a un personaje importante, ya que, a su paso, la
multitud se postraba hasta tocar el suelo con la cabeza. Por respeto a las tradiciones locales. Samir hizo lo
mismo que todos los demás hasta que un esclavo acudió a levantarlo.
−Extranjero−dijo−, mi amo, el gran visir, se ha dignado a miraros con benevolencia. Vuestra ropa polvorienta le
ha revelado vuestra condición de viajero, y desearía saber quién sois y de dónde venís.
−Satisfaré su curiosidad se si digna admitirme a su mesa−repuso Samir.
El esclavo se fue a transmitir la petición al gran visir y regresó con una invitación para la cena. Antes de acudir,
Samir se detuvo en un caravasar20
donde, por respeto a su anfitrión, se lavó y se cambió de atuendo.
El gran visir era un venerable anciano célebre por su bondad y su sentido de la justicia. Se sintió impresionado
tanto por su porte, alabó su prudencia, y, en resumen, le hizo tantos cumplidos que al final de la comida se
habían convertido en los mejores amigos del mundo.
El tiempo no debilitó aquella amistad, sino todo lo contrario. Por eso, un día, el gran visir dijo a Samir:
−Hijo mío− pues esa era la forma en que solía llamarlo−, yo soy ya, como veis, un anciano de edad muy
avanzada. Los asuntos de Estado me pesan demasiado. El cielo me ha dado una hija única que es tan bella como
vos, apuesto, y que está en edad casadera. Poderosos señores me han pedido su mano, pero no he podio
decidirme a concedérsela. Hoy me alegro de no haberlo hecho, pues, de entre todos los hombres, vos sois el más
digno de poseerla. Por tanto, si consentís en convertiros en mi yerno, os presentaré al sultán y, puesto que el
cargo que desempeño es hereditario, me sucederéis.
Samir, como es lógico, se apresuró a aceptar, tanto más cuanto que, en el pasado, había ya ocupado un cargo
semejante, y se había capacitado para desempeñarlo. Además, la hija del visir no le era indiferente; hacía mucho
tiempo que la deseaba en secreto. Se sentía, así pues, doblemente agradecido hacia el generoso anciano.
Arrojándose a sus pies, le dio las gracias con efusión y le juró eterno reconocimiento.
La boda se celebró a la semana siguiente con toda la pompa requerida en tales ocasiones. Pero lo más curioso es
que ese día, en El Cairo, Amir, a quien la partida de su hermano había dejado sin consuelo, se casaba también.
De modo que, sin saberlo, los dos habían llevado a cabo aquello que habían imaginado y que se habría
convertido en la causa de su ruptura.
Nueve meses más tarde, por un extraño capricho del destino, la esposa de Amir trajo al mundo una niña,
mientras que la de Samir daba a luz un niño. Este último recibió el nombre de Hassan.
20
Posada en Oriente destinada a las caravanas.
Pasaron los años. Hassan creció en edad y en sabiduría, pues, al igual que su padre, Samir había puesto todo su
empeño en que recibiera una educación esmerada. Y, además de inteligencia, poseía una belleza poco común, el
joven era admirado por todos.
Cuando cumplió 18 años, el sultán, encantado ante tantas perfecciones, lo tomó a su servicio. Pero esta felicidad
no duró mucho, ya que, poco después, Samir, víctima de un accidente de caza exhalaba el último suspiro entre
los brazos de su hijo.
El dolor de Hassan fue tan inmenso que se encerró en sus aposentos sin querer beber, comer ni recibir a nadie.
En lugar de guardar luto durante un mes, como exigía la tradición, él lo guardó durante seis meses. Como su
puesto en la Corte había quedado vacante, el sultán, que al principio se había compadecido de su dolor, envió a
buscarlo en varias ocasiones, pero Hassan se negaba a recibir a sus emisarios. Esta actitud terminó por cansar al
sultán, quien, considerándola insultante, tomó la decisión de vengarse de él. Ordenó a su guardia que detuviesen
al desvergonzado y que confiscaran todos sus bienes.
Quiso el azar que un joven esclavo llegase a enterarse, por casualidad, de aquellas disposiciones, e
inmediatamente corrió a avisar a Hassan.
− ¡Huid, señor, que los oficiales de la justicia ya vienen en camino para apresaros!
Hassan, que no estaba preparado para semejante noticia, se quedó perplejo.
− ¿Apresarme? pero ¿por qué? ¿De qué se me acusa?
−De haber agraviado a un todo poderoso monarca que tiene derecho a decretar la muerte de sus súbditos.
− ¿Es un crimen, entonces, llorar a un padre?
−Sí, si esa es la voluntad del sultán.
− ¿Tengo tiempo, al menos, de preparar mi equipaje?
−No, señor, ¡partid de inmediato!
Hassan se levantó entonces del diván donde estaba recostado, se puso sus babuchas y, llevándose con él un
cuaderno que estaba leyendo en el momento en que recibió el aviso, y en el que Samir había escrito los hechos
más relevantes de su vida, huyó como un ladrón.
« ¿Cómo puedo escapar del peligro que me amenaza?», se preguntaba mientras caminaba junto a los muros de
las casas, a la manera de los peregrinos, para eludir la vigilancia del enemigo.
Resolvió embarcarse en un navío rumbo a un país lejano, no sin antes haber saludado por última vez a su padre.
Con ese propósito, se dirigió al cementerio y, como empezaba a oscurecer, decidió pasar allí la noche.
La tumba de Samir era un bello edificio de mármol blanco, coronada por una cúpula sostenida por graciosas
columnas. Ante su vista, Hassan no pudo reprimir los sollozos.
− ¡Ay, padre mío! – gimió dejándose car sobre los escalones del monumento funerario−. ¡Ved en qué
desamparo me ha dejado vuestra ausencia! Aquí estoy expulsado de mi casa y a punto de perder mi libertad.
¿Qué he hecho yo para merecer tanta infamia, aparte de amaros más que a mí misma?
Así estaba lamentándose cuando, de pronto, oyó un débil carraspeo a sus espaldas. Creyéndose descubierto por
la guardia real, el joven tuvo un momento de pánico. Sin embargo, solo se trataba de un viejo mercader.
−Al venir a rendir homenaje a mi amigo desaparecido, lo que menos me esperaba era encontrarme a su hijo.
¿Qué hacéis aquí a estas horas, muchacho? – preguntó el mercader sorprendido.
−Mi padre se me ha aparecido en sueños− mintió prudentemente Hassan−. Me ha ordenado que venga a este
lugar para encontrarme con alguien. ¿Sois vos esa persona?
−Es posible, porque tengo con él una deuda que su desaparición me ha impedido saldar. Muchas veces he
intentado forzar vuestra puerta para devolveros el dinero debido, pero vuestras gentes me han echado,
argumentando que, debido a vuestro luto, os negabais a recibir a nadie. Así pues, me alegro mucho de haberos
encontrado por fin y de poder cumplir de una vez por todas con mi obligación.
Y, diciendo esto le tendió una bolsa que contenía mil escudos.
− ¡Es el cielo quien os envía! –exclamó Hassan agradecido− Lo cierto es que este dinero me hacía mucha falta.
−Que Alá os ayude a hacerlo fructificar−repuso el mercader inclinándose.
Mientras se alejaba, Hassan retomó su puesto junto a la tumba hasta que, vencido por la fatiga, se quedó
dormido sobre el sepulcro paterno.
Pero aquel sueño tuvo un testigo. Un genio, que prefiriendo la compañía de los muertos a la de los vivos, había
elegido el cementerio como morada, pasó casualmente ante el mausoleo. Lo que vio le dejó maravillado: pues el
desconsuelo no había mermado en absoluto la belleza de Hassan, y tal como estaba, allí tendido sobre la piedra,
habría sido fácil confundirlo con un ángel del cielo.
El deslumbramiento del genio fue tal, que corrió a avisar a un hada amiga suya.
− ¿Has visto alguna vez, en el curso de tus viajes, a un joven más apuesto que éste? –dijo mostrando a Hassan.
El hada admitió que, en efecto, se trataba de un hermoso ejemplar de la raza humana.
−Sin embargo− añadió−, yo he visto, en El Cairo, a una criatura más bella aún.
−Descríbemela− exigió el genio−, porque me cuesta creer que eso sea posible.
−Se trata de Aicha, la hija del visir de Egipto− replicó el hada−. Imagínate una piel blanca como la leche, un
cabello más negro que la noche y unos ojos semejantes a las estrellas. Imagínate, además, unos rasgos de una
armonía inigualable, un cuerpo tan perfecto como el de las estatuas, unas manos y unos pies de extraña finura.
Imagínate, por último, una voz tan melodiosa que sobrepasa, en seducción, al canto de las sirenas. Imagínate
todo eso, amigo mío, y aún estás lejos de la realidad.
− ¡Por los versículos del Corán! –exclamó el genio admirado−, Si tal maravilla existe sobre la tierra, aquel que
la posea debe de ser el más feliz de los mortales.
−Por desgracia, ahí es donde la cosa falla−dijo el hada−; pues un destino trágico persigue a esa rara perla.
Intrigado, el genio quiso saber más, y, cediendo a su insistencia, el hada le contó lo siguiente:
−Un día, el califa, que había oído hablar de las muchas seducciones de Aicha, decidió hacerla su esposa y pedir
la mano a su padre. Pero este se le negó, bajo el pretexto de que, en el pasado, su deseo de llevar a cabo la
alianza de los hijos que ambos tuvieran; le acababan de llegar rumores, procedentes de Arabia, de que ese
hermano, recientemente fallecido, tenía un hijo en edad casadera; así pues, por amor a su hermano, había jurado
no tener otro yerno que no fuera aquel joven. Lógicamente, todas estas divagaciones no fueron del agrado del
califa, que sufrió un violento ataque de cólera «Puesto que te atreves a desdeñar el honor que te hago, ¡entregaré
a tu hija Aicha al más vil de todos mis súbditos!», vociferó. Y mandó llamar a uno de sus mozos de cuadra, que
era tuerto, contrahecho y cojo, y ordenó que se redactara un contrato de matrimonio en su nombre. Y esta boda
va a celebrarse mañana al amanecer. Precisamente, acabo yo de separarme de la desdichada Aicha, a quien
semejante perspectiva ha sumido en la más negra desesperación.
El relato del hada, como es lógico, indignó al genio.
−Esa sentencia del califa insulta a la naturaleza−exclamó−. Pues, si Aicha es tal y como me has descrito, merece
un esposo mil veces mejor que el que le han destinado.
−Ese es también mi parecer−reconoció el hada. Los dos miraron al mismo tiempo al joven tendido en el
mausoleo, al que su conciliábulo21
no había logrado despertar; y tuvieron un mismo pensamiento. Lo levantaron
por los aires a una velocidad inconcebible, lo depositaron, todavía dormido, ante el palacio del califa.
21
Junta o reunión para tratar de algo que se quiere mantener oculto.
Cuál no sería la sorpresa de Hassan cuando, al despertarse algunas horas más tarde, se encontró en una ciudad
desconocida sin recordar en absoluto cómo había llegado hasta ella. Para clamar su inquietud, el genio se le
apareció bajo la forma de un anciano.
−No tengas miedo−dijo−, porque te espera un prodigioso destino. Pero, para eso, es necesario que cumplas
escrupulosamente mis órdenes.
Viendo que no tenía elección, Hassan decidió aceptar.
−Date prisa−ordenó el genio−. Mézclate con esa gente que entra en palacio vestida de gala y ve con ella hasta el
salón nupcial. Allí se está celebrando una boda en este mismo momento. El futuro esposo es un malvado tuerto
al que reconocerás sin dificultad alguna. Ponte a su derecha, como si fueras uno de sus parientes, y distribuye
entre la multitud los cequíes que llevas en la bolsa. No te olvides ni de los bailarines, ni de los músicos, Ni de
las doncellas de la novia, pues de su benevolencia depende tu buena fortuna.
−Haré todo lo que me decís, buen anciano−prometió Hassan.
Y cumplió con su palabra, de modo que todas las puertas se abrieron ante él, ya que todos le tomaban por un
pariente del novio, quien, por su parte, creía que se trataba de otro miembro de la familia de su prometida.
Gracias a esta estratagema, pronto se encontró al pie del trono donde, según la costumbre, estaba sentada la
futura desposada.
¿Cómo describir su emoción al ver a l joven?
« ¿Estoy en la morada de Alá? ¿Acaso no es esta mujer una criatura divina? – se preguntaba−. En verdad su
belleza no es de este mundo. Tanta perfección reunida en un solo ser resulta del todo inconcebible».
Y, sin apartar los ojos de ella ni un instante, sintió que su corazón latía como jamás había latido hasta entonces.
Lo curioso es que, mientras estos sentimientos agitaban a Hassan, los notables que asistían al sagrado ritual no
podían apartar la vista de él. Y cada uno de ellos, en su fuero interno, lamentaba que n fuese él quien ocupase el
lugar del feo tuerto; pues la palidez de la novia mostraba bien a las claras la repugnancia que sentía, y todos se
apiadaban de ella, como si estuviesen asistiendo al casamiento de una paloma con un sapo.
−Este enlace es como escupir en el rostro del Altísimo−murmuró una voz, no lejos de Hassan.
−Semejante sacrilegio22
clama a gritos la venganza del cielo−añadió otra.
Y una tercera se atrevió a sugerir: −joven, tú que pareces tan noble de alma como de aspecto, ¡debes intervenir!
22
Lesión o profanación de cosa, persona o lugar sagrados.
Comprendiendo que estas palabras se dirigían a él, Hassan se volvió. Pero no vio nada más que un gato negro
que se lamía los bigotes observándolo con insistencia. Un instante después, el animal−que como puede
suponerse, no era otro que el genio, que había adoptado esa apariencia para llevar a cabo su propósito− se
deslizó hasta las pantorrillas del tuerto y le arañó cruelmente. Justo en aquel momento la ceremonia tocaba a su
fin; para que el matrimonio fuera válido, faltaba una sola formalidad: Aicha debía ser desvestida, lavada y
perfumada por sus doncellas antes de dirigirse a la cámara nupcial donde la estaría esperando su esposa.
El tuerto, cuya presencia no era necesaria mientras se realizaban estos preparativos, se lanzó entonces a
perseguir al gato, quien, con una malicia típicamente felina, le extravió de tal forma que nadie volvió a verlo
jamás.
Hassan, mientras tanto, aprovechó su ausencia para deslizarse en la cámara nupcial. Como imitaba el paso
desigual del novio y llevaba oculto el rostro bajo su capa, los guardias no se dieron cuenta del engaño. Una vez
allí, se metió en la cama y esperó.
Cuando todo estuvo dispuesto, Aicha, con la mirada baja, fue a reunirse con él. Su rostro estaba bañado en
lágrimas, pero no había perdido ni un ápice de su belleza. Bajo una sencilla camisa de lino blanco, su cuerpo,
pese al miedo que le hacía temblar, parecía tan deseable que al verla acercarse, Hassan, de la emoción, perdió el
conocimiento.
Cuando volvió en sí, Aicha estaba inclinada sobre él, con el asombro dibujado en sus bellos rasgos.
− ¿Quién sois? –preguntó la joven−. ¿Qué hacéis vos en este lecho? ¿Y dónde está mi marido?
−Yo soy vuestro marido−respondió Hassan.
Como ella desconfiaba y él no quería asustarla confesándole la verdad, improvisó una fábula.
−El califa−dijo− nunca tuvo intención de uniros a un mozo de cuadra, y horriblemente feo por añadidura. Todo
esto no ha sido más que una broma destinada a divertir a la Corte a costa vuestra. En realidad, es a mí, feliz
mortal, a quien se le ha concedido el honor de poseeros. Si no fuera así, ¿creéis que la multitud, los guardias y
vuestro propio esposo me habrían dejado entrar en esta habitación?
Estas palabras, llenas de sensatez, terminaron de despejar las dudas de la princesa. Y, con una alegría que solo
podía igualarse a su alivio, dio tales pruebas de afecto al encantador marido que le habían destinado que la
noche entera apenas bastó para su amor.
Por desgracias, la felicidad es efímera, y aquella lo fue más que ninguna otra; pues al despuntar el alba, cuando
los esposos cayeron en un profundo sueño, el hada penetró en su habitación y, llevándose a Hassan tal y como
estaba, es decir, en camisa, lo depositó de nuevo en el cementerio de Basora.
¡Podéis imaginar el estupor del pobre joven cuando se despertó, lejos de su bien amada y sin su ropa!
«Así pues, he estado soñando−razonaba sin dejar de llorar−. Y durante mi sueño, unos ladrones me han
desnudado. ¡Ay, cruel fatalidad! ¿Por qué, después de haberme elevado hasta el paraíso, me dejas caer aún más
bajo que antes?»
Como no le quedaba ni un cequí para pagarse un asiento en la diligencia, bajó al puerto a mezclarse con la
multitud. Y al verlo, la gente decía « ¿Quién será ese loco que se pasea en camisa?» Y, creyéndolo borracho, se
reían de él.
Atenazado por el hambre, Hassan entró en una pastelería para mendigar un poco de alimento. Por fortuna, el
pastelero tenía buen corazón. Sintió lástima de él y, no contento con darle de comer, lo vistió. En señal de
gratitud el joven le contó sus desventuras, de tal modo que el pastelero, conmovido ante tantas desdichas, se
ofreció a adoptarlo.
−No tengo hijos−dijo−, ni nadie a quien dejar mi negocio. Si os conviene, os enseñaré mi oficio, y, a mi muerte,
heredaréis mis bienes.
Así fue como Hassan, después de haber sido el favorito del sultán, aprendió a hacer pasteles, y bien que se
alegraba de ello, dada su situación.
Pasaron muchos años. Al retirarse el pastelero de los negocios, su hijo adoptivo se hizo cargo de su comercio y
lo hizo prosperar. Muy pronto, su fama se extendió más allá de los mares, hasta los países vecinos.
Pero, en todo ese tiempo, ¿qué había sido de Aicha, privada de su esposo al alba de su noche de bodas?
Como no se había llevado su ropa, al principio pensó que Hassan estaba en el baño. Luego, después de un rato,
comenzó a alarmarse. Al ver que se refería a su marido como al más deseable de los hombres, todos, a su
alrededor, pensaron que el horror de haber tenido que compartir su lecho con el mozo de cuadra le había hecho
perder la razón. Solo a Amir se le ocurrió se le ocurrió registrar las ropas de aquel sorprendente yerno, feo de
día guapo de noche, y lo que encontró le causó una profunda impresión. Pues, al ver el cuaderno de su hermano,
se dio cuenta de que, por uno de esos caprichos del destino, el hombre al que amaba su hija era el mismo que él
le había destinado. De inmediato despachó un mensajero a Basora, y, una vez enterado de la desgracias de su
sobrino, decidió guardar en secreto aquel asunto hasta lograr encontrarlo. Después de haber llorado largo y
tendido, Aicha, que no estaba al tanto de las averiguaciones de su padre, terminó por convencerse de que su
aventura había sido obra de causas sobrenaturales. Creía que el Altísimo, conmovido por sus lágrimas, había
enviado a un ángel para socorrerla. Este, después de haber5se desembarazado del mozo de cuadra, había
ocupado su lugar, y, más tarde, una vez cumplida su misión, había regresado a su morada entre las nubes. Y
como durante aquella única noche de amor había sido fecundada, llevó aquel fruto en su vientre con verdadera
devoción. Nueve meses más tarde, dio a luz un hijo, y, recordando las extrañas circunstancias en que había sido
concebido, le puso por nombre Agib, que significa maravilloso. Cuando Agib cumplió siete años, Amir cansado
de esperar el regreso de su yerno con el que, después de los acontecimientos ya relatados, no había dejado de
soñar, decidió partir el mismo en su busca. Con la excusa de un viaje de placer, se presentó en Basora
acompañado de su familia.
Mientras sus parientes se dedicaban a sus asuntos, el pequeño Agib, junto con su niñera, se paseaba por las
calles de la ciudad. Y, por pura casualidad, sus pasos lo llevaron a la pastelería de Hassan, que se encontraba
tomando el fresco en el umbral de la tienda. Al ver al niño, Hassan se sintió presa de una extraña emoción. Sin
duda la voz de la sangre se hacía oír en su interior, pues aunque él ignoraba la existencia de aquel hijo,
experimentaba hacia el niño una atracción irresistible.
−entrad, joven señor−dijo−, Mis tartas de miel y agua de rosas acaban de salir del horno, ¡hacedme el honor de
probarlas!
− ¡Con mucho gusto! – exclamó Agib, que era muy goloso.
−El puesto del hijo de un príncipe no está en una pastelería− protestó la nodriza− ¡Vamos! ¡Dejas eso para los
niños del vulgo!
Pero de nada le sirvió protestar, amenazar y recordar al niño las reglas de comportamiento; el pequeño seguía en
su trece. ¿Qué le importaba comprometer su reputación entre los humildes? Tenía hambre y eso era lo único que
contaba, sobre todo teniendo en cuenta el suculento aroma que impregnaba la tienda. Tanto insistió que la
niñera terminó por ceder, a condición de que no le hablase a nadie de aquella debilidad; cosa que Agib,
temeroso de enfadar a su abuelo, prometió gustosamente.
−Disfrutad, joven señor−decía Hassan, apresuradamente a servirle− Estas tartas son las mejores que existen. La
receta era de mi madre.
Y Agib disfrutaba, y pedía más, y más aún, porque las tartas, efectivamente, eran las mejores del mundo.
Mientras tanto, Amir no había permanecido inactivo. Había ido a visitar a su cuñada, la viuda de Samir, que aún
vivía. Después de haberse presentado, y en nombre de sus lazos de parentesco, la había invitado a cenar. La
pobre mujer, que lloraba a la vez a su marido y a su hijo, se alegró tanto de descubrir a aquella nueva y
acogedora familia, que aceptó. De modo que, esa tarde, se encontró sentada a la mesa del visir de Egipto, en
compañía de su esposa y de su hija, sin saber que esta última era, además, su nuera y la madre de su nieto. Nieto
que por su parte, no se presentó a la mesa.
−Pero ¿dónde está Agib? – preguntó Amir a la niñera.
Esta adquirió una expresión culpable.
−Lo he acostado, señor.
− ¿A la hora de cenar?
−Sí, porque tenía fiebre.
Y era verdad: Agib había abusado tanto de los dulces de Hassan que padecía indigestión.
Acosada a preguntas, la niñera confesó lo ocurrido. Pero, para atenuar su responsabilidad, aseguró que el niño
solo había comido una tarta. Amir, al oírlo, dedujo que debía de estar envenenada.
− ¡Que me traigan a ese pastelero atado de pies y manos! −ordenó.
Así se hizo. Y cuando por fin tuvo delante, sin saber quién era, al hombre al que había buscado durante tantos
años, el visir le interrogó de la siguiente forma:
− ¿Por qué has querido envenenar mi nieto, miserable? ¡Responde si no quieres que te haga azotar hasta la
muerte!
Hassan se echó a sus pies, jurando ante Dios que no tenía nada que reprocharse.
−La calidad de las tartas está fuera de toda sospecha−dijo−. Ha sido la cantidad ingerida por el niño la que ha
provocado su malestar.
− ¡Mientes! –exclamó Amir−. ¡Si solo se ha comido una!
− ¡Ha engullido doce!
Semejante afirmación irritó al visir por lo que tenía de exagerado.
− ¿Doce tartas? ¿Te burlas de mí, pastelero? ¡Nadie es capaz de comerse doce tartas de una sentada!
−Si son de las mías, sí.
− ¿Y que tienen, pues, para ser tan excepcionales?
−Que son las mejores tartas de todo Oriente Medio.
−El visir, incrédulo, envió a buscar las tartas. Las probó, comprendió que se podían comer doce sin ningún
esfuerzo, e hizo que llevaran las sobrantes a la mesa.
Las tres mujeres estaban, precisamente, comenzando a tomar el postre.
− ¡Tartas de miel y agua de rosas! –aplaudió Aicha al verlas−. Son mis dulces favoritos.
−Los míos también− dijo la viuda−, pero solo me gustan las que yo misma preparo.
−Sin embargo, estas están deliciosas, ¿no es cierto madre?
−En efecto, nunca había probado nada tan rico.
−Querida cuñada−insistió Amir−, os aconsejo que probéis siquiera un bocado.
Ante tanta insistencia, la viuda, para no desairar a sus anfitriones, cedió. Y al primer bocado, cayó desmayada.
Entonces, Amir pensó de veras que las tartas estaban envenenadas, y que, para colmo de perversidad, solo lo
estaban algunas de ellas, lo que explicaba que ni a él, ni a su mujer ni a su hija, le hubiesen sentado mal. Pero
cuando se disponía a castigar al culpable, la viuda volvió en sí.
− ¡No hagáis nada! –gritó−. ¡Ha sido la emoción la que ha provocado mi desvanecimiento! Porque estas tartas
están hechas según mi receta, y esta, yo nunca se la he revelado a nadie, salvo…
Y buscó a su alrededor con la mirada perdida.
−...salvo a mi hijo Hassan.
Al oír esas palabras, el visir fue presa de una gran agitación.
−Traedme al pastelero− ordenó a sus esclavos.
Un doble gritó de alegría acogió a Hassan.
− ¡Mi hijo!
− ¡Mi marido!
Así fue como, gracias a una tarta de miel y agua de rosas, Alá puso fin a las desdichas de una familia que, en
adelante, no dejó de alabarlo, al igual que su descendencia, por los siglos de los siglos.
VII
El palacio sepultado
Un día, Nur al-Din Sacar, el mercader de higos, hizo un extraño descubrimiento. Se hallaba descansando bajo
su higuera, dos horas después de la salida del sol, cuando un ruido llamó su atención, y es que estaban labrando
el campo vecino.
¿Y qué hay de raro en labrar un campo?, diréis vosotros. Tenéis razón, pero aquel campo no era un campo
corriente. Pertenecía a un noble muy rico y, aunque era un campo muy fértil, por alguna razón inexplicable
llevaba abandonado muchos años.
− ¿Será que el propietario lo ha vendido por fin? – se preguntó Nur al-Din Sacar−. Y, si es así, ¿no debería ir a
saludar a mis nuevos vecinos para darles la bienvenida?
Lleno de intriga se dirigió hacia el seto que separaba las dos parcelas. Pero lo que vio por encima de aquel seto
lo dejó estupefacto.
En medio del campo había dos esclavos. Uno cavaba en el suelo, y el otro llevaba un bandeja llena de vituallas.
Cuando el hoyo fue lo bastante grande para permitir el paso de un hombre, el portador de la bandeja, después de
haberse vendado los ojos, se introdujo en él. Al cabo de un rato, que al mercader de higos le pareció bastante
largo, volvió a salir con la bandeja vacía. Después, el que había cavado rellenó de nuevo el hoyo y ambos se
fueron.
− ¡Sorprendente ocupación, esto de abrir el suelo para enterrar alimentos! – se dijo Nur al-Din Sacar−. Los
perros suele hacerlo, pero las personas no. ¿Qué clase de individuo tengo por vecino?
Sin embargo, como tenía que seguir recolectando higos para venderlos en el mercado, dejó esas cuestiones para
más tarde.
Al día siguiente, a l misma hora, la maniobra se repitió. Al otro, lo mismo; y así todos los días que vinieron
después. De modo que con el paso del tiempo, Nur al-Din Sacar vivía ya únicamente pendiente de aquel
momento, imaginando toda suerte de hipótesis, a cual más disparatada, para explicar lo que sucedía en el campo
vecino. Hasta que un día, se determinó a tomar una decisión: −Tengo que salir de dudas definitivamente− se
dijo−.
Así pues, una mañana, después de que los esclavos se marchasen, corrió a buscar su propia azada, saltó por
encima del seto, y se puso a cavar en el lugar donde se veía la tierra removida.
En seguida apareció una trampilla con una gran anilla soldada en el centro. Tiró de ella. La trampilla se abrió,
dejando al descubierto una escalera que se hundía profundamente en el suelo.
Ante semejante visión, Nur al-Din Sacar no pudo reprimir un escalofrío.
− ¿A dónde llevará esta escalera? – se preguntaba− ¿Al infierno? ¿Serán demonios los que viven allá abajo? ¿Y
será para alimentarlos para lo que acude cada día el esclavo con los ojos vendados, cargado de manjares
humeantes?
Como su curiosidad era más fuerte que su miedo, comenzó a bajar. Al final de la escalera halló una puerta y, al
abrirla, descubrió una amplia estancia ricamente dorada e iluminada por antorchas. Después de atravesarla,
encontró otra, y luego, una tercera, y cada una de estas estancias era aún más suntuosa que la anterior.
Esta debe de ser la morada de algún hada que huye de la claridad del día−se dijo−. He oído decir que estas
criaturas tienen la piel tan fina que un rayo de sol basta para quemarlas, y que solo salen de noche, porque por el
contrario, la luz de la luna embellece su tez.
Si Nur al-Din Sacar hubiese tenido una pizca de sentido común, se habría vuelto por donde había venido, pues
la malicia de las hadas es de todos conocida. Además, lo que menos les gusta es que las molesten en sus
ocupaciones, y se vengan cruelmente de los intrusos. Pero, como ya hemos dicho, el mercader de higos era
curioso, y cuanto más se internaba en la vivienda subterránea, más intriga sentía, hasta el punto de que antes se
hubiera dejado cortar en pedacitos que renunciar a seguir indagando.
Llegó por in a un patio donde había toda clase de vegetales capaces de sobrevivir sin luz. Había allí musgos,
líquenes, y una inmensa variedad de setas que Nur al-Din Sacar jamás había visto antes y cuya existencia ni
siquiera sospechaba. En el centro de aquellos macizos del color del crepúsculo se hallaba una fuente, junto a la
cual estaba sentado un joven, sobresaltado, se volvió y palideció.
− ¡Partid! –gritó a su visitante−, ¡Partid, si en algo apreciáis vuestra vida!
−No antes de que me hayáis dicho quién sois y qué hacéis aquí.
El joven exhaló un hondo suspiro.
−Acepto, con la condición de que me prometáis huir en cuanto haya concluido mi relato.
El mercader accedió, tanta era su prisa por conocer el misterio del palacio sepultado.
El joven rogó al mercader que tomase asiento a su lado y dio comienzo a su historia en estos términos:
−Soy hijo de un poderoso rey. Como mis padres, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograban tener
descendencia, mi padre, que temía morir sin heredero, recurrió a un mago.
Este no le decepcionó, pues nueve meses más tarde mi madre me trajo al mundo. Mi nacimiento fue celebrado
con grandes festejos. Fuegos artificiales, banquetes, cantos y bailes se sucedieron en la Corte durante siete veces
siete lunas. Fue entonces cuando la desgracia se abatió sobre mí, ya que, en la última hora de la última noche,
una hechicera, enemiga declarada del mago, interrumpió la fiesta e, inclinándose sobre mi cuna, pronunció la
siguiente maldición: −El día de su vigésimo cumpleaños, este niño verá un tercer ojo brotar de su carne. Y
cualquiera que mire ese ojo morirá. Así lo he decidido, por los demonios, los djinns y los espíritus malignos que
pueblan los abismos.
No es difícil imaginar la desesperación de mi padre. Después de haber consultado a todos los sabios, doctores y
magos que puedan hallarse en los reinos de Oriente sin que ninguno le revelase el modo de eludir tan horrible
destino, decidió hacer construir este palacio. Me trajeron aquí el día que cumplí veinte años, para que viviera
apartado de todas las miradas hasta que la muerte cierre mi ojo funesto.
−Pero− interrumpió Nur al-Din Sacar−, no veo ese ojo. ¿Dónde está?
−En mi espalda.
−Entonces, basta con que os mantengáis cubierto con vuestras ropas para que el ojo permanezca escondido. ¡No
había necesidad de enterraros vivo!
−Por desgracia, ese ojo ejerce una irresistible atracción. Nadie puede resistirse al deseo de verlo. Por eso, amigo
mío, os ruego por lo más querido que tengáis en este mundo que os vayáis de aquí en seguida y para siempre.
El príncipe fue tan persuasivo que Nur al-Din Sacar cedió. Pero, a la noche siguiente, los recuerdos del palacio
prodigioso y de su joven ocupante lo mantuvieron despierto hasta muy tarde, de tal modo que a la salida del sol
no pudo evitar volver allí de nuevo.
El príncipe, aunque asustado por su presencia, lo recibió sin desagrado, ya que sufría mucho debido a su
soledad. Estuvieron charlando un rato, y luego ordenó a su visitante que se fuera.
Al día siguiente, Nur al-Din Sacar regresó cargado de higos fresco. Al otro día trajo un pastel preparado por su
mujer. Así, cada mañana, con un pretexto cualquiera, hacía una visita al recluso.
Muy pronto, por la fuerza de la costumbre, ambos olvidaron su desconfianza. − El hechizo no parece ejercer su
influencia sobre este mercader. ¿Será que el cielo con el fin de dulcificar mi triste destino, me ofrece a través de
su persona un compañero en mi exilio? – pensaba con alegría el príncipe y bendecía a Alá por su clemencia.
Por su parte, Nur al-Din Sacar se había aficionado mucho al lujo de aquella principesca morada. − ¿Qué
necesidad tengo de mi campo y mi casucha? – se decía− ¿Para qué destrozarme los riñones podando mis
árboles, cortando mis frutos y cargando mis cestos bajo el sol ardiente?¡Soy bien estúpido por empeñarme en
seguir ganando con el sudor de mi frente lo que aquí me ofrece a manos llenas, sin exigirme a cambio más
esfuerzo que el de mantener una agradable conversación!
Así, descuidando su negocio, terminó por pasar días enteros junto a su nuevo amigo que no se quejaba por ello.
Pero una tarde en que habían bebido más de lo habitual, el príncipe se quedó dormido antes de que Nur al-Din
Sacar se fuera. Este, con sus facultades debilitadas por el exceso de vino, quiso aprovechar la ocasión para ver
aquel ojo tan celosamente escondido.
Imaginemos− comenzó a pensar−, que todo esto no es más que un cuento inventado por algún ambicioso para
apartar al príncipe del trono. Si yo, un pobre mercader, descubro la estratagema y hago fracasar la conspiración,
me estarán tan agradecidos que tendré un puesto en la Corte. Quizá incluso me nombren ministro, ¿quién sabe?
El ojo estaba allí, justo en el medio mirándolo fijamente.
Por un instante, Nur al-Din Sacar temió que de la pupila de aquel ojo saliera un rayo mortal y caer fulminado
allí mismo, o ser atravesado por una flecha de parte a parte. Pero no ocurrió nada de eso. El ojo se contentó con
mirarlo, sin manifestar la más mínima hostilidad. Luego, poco a poco, se oscureció hasta parecerse al agua
sombría de un pozo, y en su superficie empezaron a aparecer imágenes. Estas imágenes eran todas de paz y
sosiego. El mercader de higos reconoció en ellas una escena que se repetía a diario: él mismo charlando con el
príncipe al lado de la fuente. Como si el ojo, habiendo captado sus conversaciones, fuese capaz de reproducirlas
fielmente.
Nur al-Din Sacar, fascinado por aquel más que prodigioso espectáculo, no podía apartar de allí la vista, hasta
que, de pronto, un detalle llamó su atención.
−Ahí llevo puesto el turbante nuevo que el príncipe me ha regalado hoy mismo. Esto que veo, por lo tanto, no
ha sucedido en un pasado lejano, sino hace apenas una hora.
Esta sospecha se confirmó cuando, a continuación, se vio a sí mismo tal y como estaba en ese momento,
examinando la espalda del príncipe.
−Y ahora, ¿Qué va a pasar? – se preguntó−. El reflejo mágico tendrá que detenerse, ya que ha alcanzado el
momento presente.
Sin embargo, el reflejo mágico no se detuvo y, sobrepasando el presente, le mostró el futuro. Nur al-Din Sacar
vio con toda nitidez al príncipe despertarse, sorprender su indiscreción y luego, furioso, apoderarse de un
cuchillo para atravesarle el costado.
− ¡Pobre de mí! –exclamó helado de espanto−. ¡Estoy perdido!
Movido por un reflejo, más que por un razonamiento, cogió de pronto un cuchillo para cortar el cuello al
príncipe antes de ser asesinado por él.
El príncipe. Se despertó bruscamente y logró esquivar la hoja mortal por los pelos. Comprendiendo que era su
vida lo que estaba en juego, se puso en pie de un salto, tomó un segundo cuchillo y, como era muy hábil en el
manejo de las armas, asestó un golpe mortal a su agresor.
El mercader expiró antes de haber tenido tiempo de explicar su ataque; de modo que, hasta el fin de su larga
existencia, el príncipe, en la soledad de su palacio sepultado, no dejó de preguntarse: − ¿Por qué mi único
amigo, a pesar de que nunca se había producido entre nosotros el menor desacuerdo, quiso atentar contra mi
vida?
Murió con más de cien años de edad y sin haber hallado jamás una respuesta a su pregunta.
VIII
El marido, la mujer y el periquito.
Hace mucho tiempo, en un país de oriente, había un mercader de tejidos llamado Chafar. Obligado por su
profesión a efectuar largos viajes, padecía horriblemente a causa de los celos, ya que su esposa era tan bella que
toda la ciudad lo envidiaba por ello.
Aunque no tenía nada concreto que reprochar a su esposa−quien, en su presencia, se mostraba siempre tierna y
solícita−, el mercader sospechaba que, cuando él no estaba, recibía visitas. Las criadas de la dama, al ser
interrogadas corroboraban siempre en la fidelidad de la esposa, pero, como Chafar pensaba que la naturaleza
femenina era bastante dada al disimulo, tales afirmaciones no terminaban de tranquilizarlo. Por eso, cada vez
que tenía que partir experimentaba mayor inquietud que la anterior.
Un día, sintiendo que no podía aguantar más, se fue a buscar a un viejo mago que tenía fama de buen consejero,
a fin de exponerle su preocupación.
− ¡Tengo justamente lo que os hace falta, amigo mío! – declaró el mago tendiéndose un periquito de vivos
colores.
− ¿Y cómo este pájaro, estúpido como ninguno, va a ayudarme a resolver el asunto que me preocupa? – se
extrañó Chafar.
−Puede hacerlo−repuso el mago−, porque posee el don de la palabra.
Chafar observó que eso era, justamente, lo propio de aquellos animales.
−Por supuesto− admitió el mago−, pero sus semejantes se contentan con repetir las palabras que les enseñan,
mientras que este, en cambio, habla como vos y como yo. Ayer mismo estuvimos discutiendo los dos de
filosofía…
− ¿Y qué puede hacer un periquito que discute de filosofía contra los engaños de una mujer? – replicó el
mercader.
−Regaládselo a vuestra esposa para que le haga compañía durante vuestra ausencia. A ella le encantará, y lo
tendrá siempre a su lado, de modo que será testigo de cada uno de sus actos y de sus gestos. A partir de allí, a
vuestro regreso, no tendréis más que interrogar al periquito acerca de lo que ha visto. Y podéis estar seguro de
que no os ocultará nada, pues, a diferencia de los hombres, los animales no tienen doblez23
,
23
Astucia o malicia en la manera de obrar, dando a entender lo contrario de lo que siente.
Satisfecho de poder introducir a una espía en su casa, Chafar le llevó el regalo a su mujer y luego partió en buen
ánimo.
A su regreso, pasados muchos meses, lo más urgente para él era interrogar al periquito. Este dijo que, en su
ausencia, la dama se lo había pasado muy bien y lo describió con todo detalle sus devaneos24
. Tras estas
revelaciones, Chafar quiso castigar a su mujer, pero ella desmintió punto por punto cada una de las acusaciones,
apelando, para confirmar sus palabras, al testimonio de sus criadas. Y la respuesta de estas fue unánime: el
periquito había mentido.
− ¿No es un ultraje para una esposa virtuosa el que se la condene haciendo caso de lo que dice un animal? –
decían unas.
−Concediendo tanto a este pájaro sin cerebro, nuestro amo demuestra ser tan estúpido como él−añadían otras.
Finalmente, fuese cual fuese su opinión más íntima, el mercader fingió ceder a aquellos razonamientos. Abrazó
a su mujer, le pidió perdón y juró que, en adelante, tendría una confianza ciega en ella. Y, a la semana siguiente,
antes de ausentarse durante veinte y cuatro horas, recomendó al periquito:
Observa todo, y dame una buena cuenta de lo que veas.
Apenas hubo partido el marido, la dama, que, efectivamente, le era infiel, no quiso perder el tiempo. Y, para no
ser denunciada por el periquito, recurrió a un ardid. Mientras ella se divertía, ordenó a una de sus criadas que
regara la jaula, a otra, que agitase una chapa de forma intermitente, y a una tercera, que encendiese y apagase
las velas a intervalos regulares, con el fin de simular una violenta tormenta.
Al día siguiente, cuando el mercader quiso enterarse de lo que había pasado, el periquito le respondió:
− ¡Ay!, mi amo, los relámpagos, los truenos y la lluvia me ensordecieron de tal manera que no pude oír nada.
Sin embargo, Chafar que había dormido al raso, sabía que la noche había sido apacible. Dedujo, por tanto, que
tenía que habérsela con un mentiroso, tal y como le había dicho su mujer. A partir de entonces, decidió creer
cuanta esta le dijera y se deshizo del espía emplumado devolviéndoselo a su propietario.
La dama, encantada con su triunfo, pudo continuar impunemente con sus devaneos, tanto más cuanto que su
marido, después de aquella lección no volvió jamás a sospechar de ella. Gracias a eso, ambos estuvieron, a
partir de entonces, el alma tranquila, y vivieron felices hasta el fin de sus días.
24
Devaneo, es decir, distracción o pasatiempo vano o reprensible; se dice también del amorío pasajero.
IX
El hombre que metió a su mujer en un frasco
Érase una vez un pobre pescador que pasaba grandes apuros para alimentar a su familia con el producto de su
pesca. Para colmo de males, el cielo le había castigado con una mujer tan gruñona que, de la mañana a la noche
(y a veces, incluso, de la noche a la mañana), le dejaba sordo con sus gritos, protestas y recriminaciones.
Un día, mientras, cansado de su cruel existencia, suspiraba echando sus redes al agua, de repente, vio que había
capturado un pequeño pez de oro. Al verlo brillar al sol del amanecer, el pescador creyó, en un principio, que se
trataba de una moneda, y bendijo a Alá por su buena fortuna. Imaginaos, pues, su decepción cuando, al llevarlo
a la orilla, comprobó que esa moneda tenía forma de sardina, y que agitaba la cola y las aletas. En seguida
estalló en lamentaciones.
− ¡Ay, pobre de mí! −gemía−. ¿Qué dirá mi mujer cuando le lleve esta basura, que ni siquiera se puede comer?
Entonces, oyó una voz suplicante:
− ¡Devuélveme al agua, buen hombre, por piedad!
Sorprendido, el pescador miró a su alrededor, pero se encontraba solo frente al mar inmenso.
− ¿Estoy soñando? −exclamó−. ¡Estoy oyendo hablar y, sin embargo, aquí no veo a nadie!
−No, no estás soñando−repuso la voz−. Soy el pez de oro que acabas de capturar.
El asombro del pescador fue ilimitado.
− ¡Un pez que habla, no puede ser!
−Es que no soy un pez corriente, sino el hijo del genio de los mares. Si me liberas, te concederé tres deseos.
Aunque desbordado por los acontecimientos, el pescador aceptó. Cogió el pececito y lo echó de nuevo al agua
diciendo:
−Este es mi primer deseo: no quiero volver a oír gritar jamás a mi mujer.
−Que se cumpla tu voluntad. Vete hacia esas rocas que ves allá, aparta las algas que las cubren y encontrarás un
frasco de vidrio finamente tallado. Cógelo, dáselo a tu mujer y, cuando ella levante la tapa, pronuncia estas
palabras: «Abulfauraís, señor de los océanos, acude en mi ayuda». Al instante, tu mujer se volverá diminuta.
Métela en el frasco, vuelve a taparlo y no volverás jamás a oír sus gritos.
Y, diciendo esto, el pececito de oro se sumergió bajo las olas.
Todo sucedió como el pez había pronosticado. El pescador volvió a su casa, entregó el frasco a su mujer, y, en
cuanto ella lo abrió, exclamó: −Abulfauraís, señor de los océanos, acude en mi ayuda.
Al instante, la mujer se redujo hasta llegar a tener el tamaño de un ratón. Entonces, con un rápido ademán, el
pescador se apoderó de ella, la metió en el frasco y volvió a colocar la tapa.
A partir de entonces pudo gozar de un delicioso silencio. Y él que, de ordinario, llevaba la espalda encorvada,
comenzó a andar con la cabeza alta.
En el frasco, depositado sobre la chimenea, podía contemplar a su mujer cuando quería lo que no dejaba de ser
agradable, pues era muy bella.
− ¡Ay! −repetía−. ¡Cómo me gustas, así! ¡Ojalá el cielo dispusiera, para mantener la paz de los hogares, que las
mujeres como tú se volviesen así de pequeñitas y que sus gritos, como los tuyos, no pudieran oírse! ¡El mundo
se parecería al paraíso de Alá!
Esta felicidad habría podido durar hasta el fin de sus días si su mujer, cansada de desgañitarse en vano, no se
hubiera echado a llorar.
Vertió tantas lágrimas que, al cabo de un día, el agua le llegaba a los pies, al día siguiente hasta los tobillos, y al
tercer día hasta las rodillas.
− ¡Deja de llorar o te ahogarás! –decía el pescador con gran inquietud.
Pero, entregada por completo a su desesperación, ella no oía nada, de modo que el agua seguía subiendo
inexorablemente.
Al cabo de una semana, el agua le llegaba a las axilas. Entonces al pescador le entró miedo y quiso abrir el
frasco para vaciarlo. Pero, por muchos esfuerzos que hizo, no consiguió levantar la tapa.
El nivel del agua seguía subiendo. Pronto llegó hasta el cuello de la mujer, y no tardó en alcanzar su barbilla.
Presa del pánico, el pescador corrió hacia la playa y llamó al pez de oro.
Este apareció de inmediato.
− ¿Qué quieres, pescador?
−Hijo del genio de los mares, quisiera formular mi segundo deseo.
− ¿Y cuál es?
−Que mi mujer crezca.
−Que se cumpla tu voluntad. Vuelve a casa, coloca el frasco sobre la mesa y pronuncia estas palabras:
«Abulfauraís, señor de los océanos, acude en mi ayuda». Al instante tu deseo se hará realidad.
El pescador se apresuró a obedecer, pues el agua cubría ya la boca de la pequeña mujer, que estaba a punto de
expirar.
En cuanto hubo pronunciado la fórmula mágica, la mujer comenzó a crecer. Bajo la presión de su cuerpo, el
frasco estalló. La mujer siguió creciendo y alcanzó enseguida el tamaño de un perro; luego el de un niño, luego
el de un adulto, y así continuó…
− ¡Detente! gritaba su marido aterrado−. ¡Vas a darte contra el techo!
Pronto su cabeza perforó el tejado de la casa y sus hombros rompieron las paredes. U ella, de pie, entre los
escombros, continuaba creciendo.
Cuando sus cabellos se perdieron entre las nubes, el hechizo se detuvo por fin.
− ¡Ay mujer mía, qué desgracia! – gritaba su marido levantando la cabeza hacia el cielo−. ¿Cómo voy a
alimentarte ahora que te has convertido en una giganta? ¡Todos los peces del mundo no bastarán para saciar tu
apetito! ¡Como he sido castigado por apiadarme de ti! ¡Por qué no habré dejado que te ahogaras en tus lágrimas!
Pero su castigo fue todavía mayor cuando su mujer abrió la boca: su voz se asemejaba ahora al estallido de una
tormenta. Y, como durante su estancia en el frasco había acumulado, lógicamente, numerosas quejas en su
contra, no es difícil adivinar el torrente de reproches que se abatió sobre nuestro hombre.
Tapándose los oídos, el desgraciado pescador corrió de nuevo a la playa.
−Hijo del genio de los mares− gritó a pleno pulmón−, quisiera formular mi tercer deseo.
El pececito apareció al instante.
− ¿Y de qué se trata? –preguntó.
−Quiero que todo vuelva a ser como antes, porque estoy cansado de estos hechizos y de sus funestas
consecuencias.
Y así fue. La mujer del pescador recuperó su tamaño normal y reanudó, como en el pasado, sus quejas y
regañinas. Pero a su marido ya no le importaba; estos inconvenientes le parecían poca cosa al lado de los
peligros por los que acababa de pasar.
Y si hay alguna moraleja que sacar de esta historia, podría ser esta: conformémonos con nuestra surte, porque,
intentando mejorarla, a veces termina uno peor de lo que estaba.
X
El califa y el asno
A la orilla del mar de Omán25
se extendía, en otro tiempo, un pequeño califato cuyo soberano era célebre por su
estupidez. El caso no es raro, me diréis. Numerosos gobernantes se ven aquejados del mismo defecto, y las
coronas han ceñido, desde que el mundo es mundo, más cabezas huecas que espíritus brillantes. Pero, para
colmo de males, Abu-Solal (este era el nombre del califa) no se contentaba con dar muestras de gran estupidez,
sino que además era cruel y belicoso, oprimía a su pueblo, buscaba pelea con sus vecinos y recurría al acero de
su verdugo más de lo razonable.
Así, había obligado, por ejemplo, a los pescadores, que eran la mayor parte de sus súbditos, a echar las redes
hacia el cielo con el fin de capturar las estrellas y aumentar su hacienda. También había establecido un impuesto
sobre la risa, considerándola como un lujo. Asimismo, había obligado a sus súbditos a estornudar cuando él
estaba resfriado, a rascarse cuando le picaba y a bostezar cuando tenía sueño. Sus prisiones rebosaban de
infelices detenidos por haberse rebelado contra tales edictos26
…o simplemente por no haber podido cumplirlos.
Un día en que Abu-Solal se encontraba tomando el fresco en sus jardines, de pronto tuvo sed. Daba la
casualidad de que no lejos de allí manaba una fuente. Así, pues, se dirigió a ella, y se encontró de pronto cara a
cara con un asno que había tenido la misma idea que él. Cuando el animal estiró el cuello hacia el agua para
refrescarse, el califa se dirigió a él en estos términos:
− ¡Apártate de ahí, miserable borrico! Y no mojes tu hocico impuro en esta pila cuyas aguas me están
destinadas
−¡Hiii!¡Hooo! –repuso el asno con indiferencia.
− ¡Silencio! En mi presencia, todo ser viviente se calla y se inclina hasta dar con la frente en el suelo.
El asno no solo no se inclinó, sino que hizo ademán de beber, lo que desató la ira del califa. ¡Por primera vez
desde el comienzo de su reinado, alguien se atrevía a llevarle la contraria!
Atrapándolo por la cola, Abu-Solal, que, evidentemente, ignoraba la tozudez de estos animales, quiso obligarlo
a obedecer. Pero cuanto más tiraba hacia su lado, más tiraba el asno hacia el suyo., de modo que ni avanzaban
ni retrocedían, pues ambos tenían la misma fuerza. Este juego podría haberse prolongado durante horas si un
djinn bromista no hubiese acertado a pasar por allí. Al ver la escena, el djinn se echó a reír a carcajadas y
exclamó:
25
Parte septentrional del mar de Arabia, situada entre la costa del sultanato de Omán y el litoral iranopaquistaní. 2626
Un edicto es un mandato, un decreto publicado con autoridad del príncipe o del magistrado.
−Voy a darle una lección a este califa tan imbécil.
A un gesto suyo, Abu-Solal tomó la apariencia del asno y el asno la de Abu-Solal. ¡Juzgad vosotros mismos la
estupefacción de este último cuando se vio a cuatro patas con un impertinente aferrado a su parte trasera!
− ¿Quieres soltarme de un vez, bribón? –exclamó sin volverse siquiera, lo que se tradujo en un sonoro rebuzno.
El asno, muy sorprendido de caminar sobre dos piernas y llevar un suntuoso vestido, obedeció al momento, de
manera que el rey, arrastrado por su propio impulso, se dio de bruces con la pila.
Ya empezaba a levantarse, bastante contusionado, cuando vio de pronto su propio reflejo en la fuente.
Convencido de que el asno se le había adelantado, se precipitó al agua para atraparlo. El ruido del chapuzón
alertó al jardinero propietario del animal, quien, al ver la escena desde lejos, interpretó mal lo que estaba
pasando.
«Mi asno no solo está contaminando la fuente del califa−se dijo con espanto− si no que, para colmo, lo ha
salpicado al caerse dentro. ¡Semejante afrenta seguro que no queda sin castigo! ¡Entregará al verdugo a este
desvergonzado, y no tardará en hacernos correr la misma suerte a mí y a toda mi familia!».
− ¡Perdón, príncipe de los Creyentes! –exclamó arrojándose a los pies de aquel al que tomaba por califa−. Este
borrico va a pagar su crimen de lesa majestad,27
os doy mi palabra. Pero, por piedad, no me castiguéis…
El asno, asombrado de que su amo estuviese de rodillas ante él en lugar de sobre sus espaldas, no dijo ni
palabra. Muy contento de salir de aquella situación tan bien parado, el jardinero agarró al califa por el cuello, lo
sacó del agua y le dio una tunda de padre y muy señor mío. ¡Es fácil imaginar la indignación de Abu-Solal,
vapuleado de aquel modo por uno de sus sirvientes!
− ¡Guardias! −chillaba−. ¡Detened a este tunante, y que sea ejecutado de inmediato! ¡Que le cuelguen por los
pies, que lo corten en pedacitos, que lo destripen, que lo descuarticen! ¡Que sufra mil muertes por haber osado
levantarme la mano!
Pero, en la lengua del asno, esas palabras se traducían en rebuznos y coces, de manera que cuanto más chillaba,
más golpes recibía del jardinero.
El castigo no se dio por finalizado hasta que el califa, molido, hecho papilla y con el lomo destrozado, se
resignó a callarse. Después cojeando, dócil y humilde, siguió a su amo hasta los establos, donde le esperaba una
escasa ración de pienso.
27
El cometido contra la vida del soberano o sus familiares.
Mientras tanto, como había sonado la campana de la cena, el asno se dirigió al palacio, ya que tenía mucha
hambre. Sin embargo, una vez sentado a la mesa, hizo ascos a los delicados manjares que le sirvieron y exigió
pienso.
A pesar de su asombro, el cocinero se apresuró a satisfacer sus deseos, de modo que, aquella noche, toda la
Corte comió lo mismo. Los ministros se desgastaron tanto la lengua que se vieron obligados a guardar silencio
durante ocho días, y sus damas tuvieron que quedarse en sus respectivos aposentos al día siguiente, de lo que les
dolía la tripa.
Cuando llegó la noche, el falso califa se negó a acostarse en su cama y mandó traer un camastro de paja que la
sultana, para su desgracia, tuvo que compartir; lo que le irritó la piel hasta tal punto que al amanecer se fue del
palacio para no volver jamás. Más tarde se supo que había encontrado refugio en casa de un noble del país
vecino, hombre sabio y cortés que la convirtió en su favorita y la agracio con numerosa descendencia.
En cuanto al asno, no se comportó, en el trono, ni mejor ni peor que su predecesor: Las leyes que promulgó
fueron igual de estúpidas, sus decretos, igual de insensatos…Excepto uno de ellos: a partir de aquella fecha,
todo amo que pegase a su asno sería condenado a muerte. ¡Cosa que dejó al califa sumamente satisfecho, ya lo
creo!
XI
El cofre volador
A lo largo de toda una vida de trabajo, un mercader de Surat28
había acumulado grandes riquezas. Riquezas que,
a su muerte, como ocurre con frecuencia, su hijo único, Malek, se apresuró a dilapidar en fiestas, banquetes y
diversiones. La mesa de aquel joven, famoso en todo noroeste de la India, acogía a todo el mundo, sin distinción
de raza ni de color. En ella podían degustarse los manjares más raros y los vinos más finos, además de disfrutar
de la compañía de las mujeres más bellas y conocer a los más diversos personajes. Así, una noche, casualmente,
se encontraba sentado a aquella mesa un extranjero a punto de partir hacia la isla de Serendib29
. Durante la cena,
la conversación giró en torno a los viajes, cuyos encantos defendían algunos de los comensales, mientras otros
destacaban sus peligros.
−Si se pudiera cruzar la Tierra de extremo a extremo sin arriesgar sea tener malos encuentros− concluyó Malek
de buen humor− lo haría ahora mismo.
Estas palabras provocaron la hilaridad general, menos en el extranjero, que declaró gravemente:
−Eso es posible, señor, sin ánimo de ofenderos.
Las rizas redoblaron, pues esta afirmación tenía todo el aire de ser una broma. El extranjero no insistió, pero,
después de la cena, se llevó a su anfitrión aparte.
−Quisiera mostraros un objeto de mi invención− dijo.
Intrigado, Malek lo siguió hasta el caravasar donde se alojaba
−Aquí está− afirmó el extranjero señalando un cofre de madera de ejecución bastante corriente.
−Este es vuestro equipaje, supongo− repuso Malek.
−En absoluto; es mi medio de transporte.
Y explicó que aquel cofre podía volar, precisando que tal capacidad no se debía a ningún tipo de magia, sino a
un mecanismo que él había inventado.
28
Ciudad de la india. 29
Nombre dado por los árabes y los persas a Sri Lanka (Ceilán).
Ante la incredulidad de Malek, el extranjero se ofreció a hacerle una demostración. Transportaron el cofre hasta
un campo vecino. Allí, lejos de las miradas de los curiosos, el extranjero se introdujo en él, accionó una palanca
que se encontraba en el interior y se elevó por los aires.
Juzgad vosotros mismos el asombro de Malek ante semejante prodigio.
Después de realizar un breve periplo por el cielo nocturno, el cofre aterrizó a sus pies.
− ¿Me creéis ahora? – preguntó el extranjero−. ¿Acaso no es esta máquina el medio más seguro de viajar sin
riesgos?
Asintiendo, Malek expresó su deseo de hacer él mismo una prueba, lo que se le concedió de inmediato. El
extranjero le explicó cómo debía proceder para dirigir el aparato, provisto de un gran número de resortes y
engranajes. Enseguida se elevó por los aires, y le tomó tanto gusto que, una vez de regreso en el suelo, rogó:
−Vendedme esta máquina, extranjero. Vuestro precio será el mío.
La transacción se efectuó rápidamente. Y, al día siguiente, Malek, a quien esta compra había terminado de
arruinar, hizo su equipaje sin ninguna pesadumbre para ir en busca de aventuras por las rutas celestes.
Al término de un vuelo de dos días y tres noches, durante el cual, desiertos, montañas y océanos se habían
sucedido ante su vista, descubrió una gran ciudad blanca donde decidió hacer escala. Se posó en un bosque
vecino y, después de ocultar el cofre entre la vegetación, prosiguió su camino a pie.
Como ignoraba donde se hallaba, preguntó al primer viandante con el que se cruzó: − ¿Cómo se llama esta
ciudad, amigo mío?
−Gazna30
.
− ¿Y quién vive en ese palacio que se ve allá, brillando bajo los rayos del sol?
−Allí vive la princesa Chirina, hija del rey Bahamán. Como los oráculos predijeron que sería seducida por un
hombre de baja condición, su padre hizo construir ese monumento de mármol, guardado día y noche por
soldados armados. El rey espera de este modo evitar el cumplimiento de la profecía. La princesa vive en lo alto
de la torre, en un aposento al que su padre tiene acceso mediante una llave. ¡Para llegar hasta ella, el temido
seductor debería poseer alas o colarse bajo las puertas como el aire!
Provisto de tan valiosas revelaciones, Malek llegó enseguida a las puertas de Gazna. Cenó en una posada, y se
disponía a regresar a su cofre para proseguir el viaje, cuando se fijó en un retrato de mujer ante el cual ardían
varias velas perfumadas.
30
Ciudad de Afganistán.
Impresionado por la belleza de aquel rostro, preguntó al posadero:
− ¿Quién es ese maravilloso ser? ¿Una diosa local?
−Desde luego que no, señor. Es tan humana como vos y como yo, ya que se trata de la princesa Chirina.
Aquella noche, Malek no pudo conciliar el sueño, pues el recuerdo de aquellos rasgos, perfectos entre todos, lo
perseguía.
− ¡Si el pintor no ha embellecido intencionalmente a la modelo, me casaré con ella!
Y, para asegurarse de lograr su propósito enseguida, montó en su cofre y lo puso en marcha.
Llegar a la torre por vía aérea fue para él un juego de niños. Se posó en una cornisa ante los mismísimos
guardias, que tenían por misión vigilar los accesos del palacio, pero no sus tejados; y después, aprovechando la
oscuridad, penetró en la habitación de la princesa a través de la ventana abierta.
Lo que vio le dejó sin aliento. Sobre un lecho de brocado reposaba una criatura mil veces más bella que el
retrato que tanto lo había conmovido. En su pensamiento, la comparó con una rosa dormida sobre un lecho de
musgo, y, cayendo de rodillas, tomó su mano y la besó con intensa emoción.
El movimiento que hizo despertó a Chirina, que se asustó mucho de hallar a un hombre en su cuarto, y quiso
gritar, pero, presa de una súbita inspiración, él se adelantó diciendo:
−No tengáis miedo, señora, pues yo soy el profeta Mahoma. El altísimo, apiadándose de vos, me ha enviado en
vuestra ayuda. Si os convertís en mi esposa antes que el seductor anunciado por los oráculos, habréis vencido a
la maldición.
−Pero− objetó Chirina, que no salía de su asombro−, ¿Mahoma no es un venerable anciano de barba blanca?
−Así es, pero, como no quería imponeros la triste compañía de un viejo, he preferido tomar la apariencia de un
hombre en la flor de la edad. ¿Os desagrada? Una palabra vuestra será suficiente para poner fin a esta
metamorfosis31
.
Sin embargo, a pesar de su extrañeza, la princesa no era del todo insensible al agradable aspecto de su visitante.
− ¡Ni se os ocurra! − exclamó−. Y os ruego que no veáis en mis objeciones otra cosa que el más respetuoso
asombro.
Inmediatamente, lo invitó a tomar asiento y llamó a sus doncellas para que trajesen bebidas y dulces al eminente
prometido.
31
Transformación de algo en otra cosa.
Después de pasar una agradable noche en compañía de Chirina, y descubrir que la belleza era solo uno de sus
muchos atractivos, Malek se fue más enamorado que nunca. Gastó el poco dinero que le quedaba en diversas
compras, de modo que a la noche siguiente pudo presentarse ante la princesa ataviado con suntuosas galas,
perfumado y cubierto de joyas.
Ella le esperaba con impaciencia y había hecho preparar, a modo de recepción, un banquete digno de un
monarca.
Así transcurrió una semana, entre todo tipo de placeres. Cada noche, los dos amantes, después de haber cenado
entre los cantos y las danzas de las esclavas, daban libre curso a su afecto. En esos instantes divinos, el canto del
ruiseñor cesaba para escuchar sus suspiros, y, de la princesa, transfigurada de felicidad. Después, con las
primeras luces del alba, desprendiéndose de los brazos de su amada, Malek se eclipsaba hasta el crepúsculo
siguiente.
Y llegó el día en el que el rey, acompañado de sus oficiales, debía visitar a su hija. ¡Cuál no sería su sorpresa al
encontrarla vestida como una joven desposada!
− ¿Qué significa esto? – exclamó, presa de las más viva inquietud.
−Significa− repuso Chirina− que el profeta es vuestro yerno.
Al oír estas palabras, el rey cayó en el más profundo abatimiento.
−Que la vergüenza caiga sobre mí, la maldición se ha cumplido−gimió−. ¡De nada sirve luchar contra los
designios del cielo!
Pero la princesa imploró tanto y fue tan persuasiva que terminó por convencerlo de que, antes de dejarse llevar
por la desesperación, conociese al elegido de su corazón.
−Así podréis comprobar vos mismo su esencia divina− aseguró.
− ¡Ojalá fuera cierto lo que me decís, hija mía! – suspiró Bahamán. Pues si así fuese, haría erigir una mezquita
de oro como muestra de agradecimiento a Alá, por sus favores. En cambio, si, como supongo, se trata de un
impostor, ¡le daré muerte con mis propias manos!
Esperó la caída de la tarde con resignación. Pero dio la casualidad de que se estaba preparando una tormenta, y
que la misma, estalló a la puesta del sol, de modo que las sombras nocturnas llegaron acompañadas de
relámpagos y truenos. El rey, inquieto, creyó ver en aquel estallido de los elementos un efecto de la cólera
celeste.
Como para confirmar sus dudas, un rayo se abatió sobre el palacio en el preciso instante en que Malek se
posaba en él. Así pues, el joven, hizo su aparición rodeado de fuegos celestes y de un infernal estruendo.
Bahamán, sobrecogido de miedo y de respeto, cayó de rodillas ante él.
− ¡Oh, gran profeta! − exclamó−; ¿Qué he hecho yo para merecer el honor de ser vuestro suegro?
Malek, a quien la presencia del rey había desconcertado al principio, se alegró de su buena disposición.
−Soberano de los Creyentes− replicó alzándolo del suelo−, si hay en todo oriente un monarca digno de tal
honor, sois sin duda vos, pues vuestra piedad solo puede igualarse a la profundidad de vuestra virtud, y ahora
abrazad a vuestro yerno.
El rey, loco de agradecimiento, se apresuró a hacerlo.
Esa noche, las libaciones32
se prolongaron hasta muy tarde. Y cuando Bahamán se retiró, y dejó solos a los
prometidos, nada ni nadie podrían haberle hecho dudar de su buena fortuna.
Sin embargo, en su entorno, no todos se habían dejado engañar. El gran visir manifestó sus reservas en cuanto a
la veracidad del asunto, no daba el menor crédito al autoproclamado profeta, y se propuso desenmascararlo.
Pero, para su desgracia, pocas horas más tardes, inesperadamente, tuvo una caída con su caballo, lo que fue
interpretado por todos como un castigo divino.
A partir de entonces, nadie se atrevió a poner en duda la identidad de Malek, y todos se prepararon, en medio
del entusiasmo general, para celebras las bodas de la princesa y del Profeta.
La ceremonia estuvo acompañada de festejos de un lujo inaudito. Y la historia podría haber terminado así, sí el
soberano de un estado vecino no hubiera elegido precisamente aquel momento para enviar un embajador a
Gazna a solicitar la mano de la princesa Chirina.
Cuando aquel embajador se enteró, por boca del mismo Bahamán, de que su hija acababa de casarse con el
Profeta, creyó que se estaban burlando de él; y no fue el único. En respuesta a lo que consideraba una
vergonzosa afrenta, el soberano rechazado reunió enseguida a sus tropas para invadir Gazna.
Bahamán, que era un hombre pacífico, tenía un ejército inferior en número y peor entrenado que el de su
irascible vecino. Sabiéndose abocado a una derrota segura, corrió a implorar la ayuda a su yerno.
−No temáis− dijo este−; el cielo sabrá reconocer a los suyos.
3232
La libación es una antigua ceremonia religiosa que consistía en derramar vino u otro licor en honor a los dioses.
A la noche siguiente, mientras su esposa dormía, se fue a sobrevolar las posiciones del enemigo, que había
acampado en las inmediaciones de la ciudad. Las tiendas de los generales eran fáciles de reconocer por las
banderas que las coronaban, y porque formaban un círculo en torno a la tienda, tejida enteramente en oro, donde
se alojaba el rey.
Esta disposición convenía a los planes de Malek. Encima de una montaña cercana, llenó su cofre de rocas y
luego, aprovechando las sombras nocturnas, vertió su cargamento sobre el palacio de tela. ¡No es difícil
imaginar el pánico de los asaltantes, sorprendidos en pleno sueño por una lluvia de piedras!
− ¡Sálvese quien pueda! – gritaron corriendo en todas direcciones−. ¡Hemos desafiado a Mahoma y ahora va a
exterminarnos!
Su terror fue tan grande que antes de entrar en combate el ejército se replegó desordenadamente, abandonando
en el camino un motín considerable. A partir de entonces, victorioso sin haber combatido, el pueblo de Gazna
no encontraba palabras para cantar la gloria de su protector.
Embriagado por los millares de homenajes que le tributaban, a Malek le pareció buena idea incrementar su ya
inmenso prestigio mediante un nuevo milagro. Habiendo oído decir, que en el reino de China, iluminaban el
cielo mediante lo que llamaban «Fuegos artificiales», se dirigió allí en secreto, después de haber informado en
secreto a su esposa que, el Altísimo le llamaba a su lado por algunos días. Una vez hubo adquirido allí todo lo
necesario, hizo anunciar por toda la ciudad que la décimo tercera noche de la décimo tercera luna, los astros del
firmamento acudirían a saludarlo.
Como es lógico, esa noche la población entera tenía los ojos clavados en la bóveda celeste.
No resultaron decepcionados. A las doce en punto, la oscuridad se llenó de una miríada33
. La demostración duró
casi una hora, al término de la cual él «Profeta», que, como de costumbre, había escondido su cofre en una
cornisa, volvió a su palacio coronado de gloria.
Hasta el alba, los murmullos de la multitud que canteaba sus alabanzas resonaron en los oídos de Malek.
Cuando de repente…
− ¡Mirad!
Luego el grito fue amplificándose, hasta semejarse al rugido del mar. Miles de manos se tendían hacia el cielo.
− ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Un haz de llamas corona el palacio!
33
Cantidad indefinidamente grande de estrellas de todos los colores…, que no eran, en realidad, más que pólvora inflamada y lanzada por Malek a las nubes.
− ¡Es otro milagro de Alá!
Malek, sorprendido, y deseoso de averiguar de qué se trataba, se apresuró a bajar a la calle. Allí, un
estremecimiento de horror recorrió su espina dorsal, porque lo que el pueblo de Gazna tomaba por un nuevo
milagro, no era otro cosa que su cofre terminado de arder. Un brasa había debido de caer sobre él durante los
fuegos artificiales, y luego se había extendido hasta reducirlo a cenizas.
Entonces Malek, privado de la máquina que había hecho su fortuna, huyó como un ladrón, todavía debe de estar
corriendo, sin duda.
En cuanto a Chirina, después de haber llorado largamente la pérdida de su esposo, hizo erigir en su honor un
templo magnífico donde, hasta su muerte, que le sobrevino a una edad avanzada, mantuvo viva la llama de la
serenidad, en memoria de él.
XII
La princesa con ojos de gacela
Hace mucho tiempo, en la ciudad de Asuán34
, vivía un mulero llamado Rachad. Todo el mundo le creía idiota,
y, en realidad lo era, pues, contrariamente a lo que les sucedía a sus vecinos, a él no le importaban nada la gloria
ni las riquezas. «Bendito sea Alá por haber puesto los astros en el cielo, agua fresca en mi cántaro y tanta
dulzura en los ojos de mis mulas. ¿Qué más necesito para ser feliz?», repetía siempre.
Un día, mientras sus animales pastaban a la orilla del Nilo, Rachad oyó un débil gemido que parecía salir de
entre las cañas. Intrigado, fue a ver de dónde salía, y descubrió una gacela medio enterrada en el limo de la
ribera, que, al verlo, trato en vano de enderezarse y salir huyendo, echándose a llorar como una mujer.
−Dejadme señor, −suplicó−. Un cazador me ha herido, y me sangra el costado. ¡Seáis quien seáis, partid y
dejadme morir en paz!
El mulero, como idiota que era, no se extrañó de oír hablar a una gacela, pero sí se apiadó de su sufrimiento.
Arrodillándose junto a ella, palpó su herida. Esta no revestía ninguna gravedad, ya que la flecha apenas había
rozado la piel, sin penetrar profundamente.
−No tengas miedo−dijo−, voy a llevarte a mi casa para curarte. El ungüento que uso para vendar a mis mulas
aliviará tu dolor.
Así lo hizo, y muy pronto la gacela se curó.
−Vuelve con los tuyos− dijo entonces el mulero−, porque los hombres no tienen piedad con los animales
salvajes. Así lo ha querido Alá, que puso la flecha en la aljaba del cazador y el cuchillo en la tabla del carnicero,
pero que también creó desierto, donde el animal es el rey.
Al oír estas palabras, la gacela no pudo contener las lágrimas.
−No me eches, mulero −suplicó−. He perdido el gusto por la libertad y no quiero vivir siempre acosada y
perseguida. Cásate conmigo, te lo ruego. ¿A qué cazador, a qué carnicero tendría que temer si fuera tu esposa?
Estas palabras dejaron al mulero lleno de asombro. ¿Acaso se había oído alguna vez que un ser humano se
uniese a una gacela?
Sin embargo, como idiota que era, se dijo: «Si Alá no hubiese querido que tal cosa se produjese, no habría
puesto en mi camino a este animal. ¿Quién soy yo para oponerme a su santa voluntad?».
34
Ciudad del sur de Egipto, situada en el margen oriental del río Nilo, actualmente célebre por la gran presa allí construida.
También se dijo «Todas las muchachas a las que he pedido en matrimonio se han burlado de mí. Y, mira por
dónde, me llega esta compañera como caída del cielo. ¡Sería pecado rechazarla!».
Así pues, aceptó.
Y en el mismo instante, ¡oh, prodigio!, la gacela se transformó en una mujer, ¡y qué mujer! Una cabellera de
ébano, un cutis perlado, unos labios semejantes a pétalos de rosa¸ su vestido era tan fino que parecía tejido con
velos de bruma, y tantos diamantes la adornaban que toda ella brillaba como una miríada de estrellas.
− ¡Puede imaginarse sin dificultad el arrobamiento35
del pobre mulero! en seguida cayó de rodillas para dar las
gracias a Alá. Y ojalá no lo hubiera hecho: cuando levantó la cabeza, su prometida había desaparecido.
Su desconsuelo fue inmenso. No podía comer ni beber.
« ¿Qué me importan ahora los astros del firmamento, el frescor del agua y la dulce mirada de mis mulas? Mi
amada se ha ido, y con ella toda mi alegría. ¡Ay! ¿Por qué Alá puso tanto amor en mi corazón para luego
arrebatarme el objeto de mi afecto?», suspiraba.
Como idiota que era, el mulero se dijo que tal forma de obrar era indigna del Altísimo. Este, seguramente, le
estaba sometiendo a una prueba para probar su constancia.
«Encontraré a mi prometida. Aunque deba dedicar a ello el resto de mis días, e incluso toda la eternidad»,
decidió.
Con ese propósito, ensilló su mejor mula y se fue a correr mundo.
Después de siete veces siete días de viaje, llegó a una ciudad donde todos los habitantes estaban de luto. Como
tenía mucha hambre, entró en una posada.
Al ver a los clientes derramando torrentes de lágrimas, quiso saber la causa de su aflicción.
−Lloramos por el destino de un desgraciado joven al que van a ejecutar hoy mismo− respondieron.
− ¿Y quién es ese joven? ¿Un ladrón? ¿Un asesino? ¿Un bandido de los que asaltan los caminos?
−No, un príncipe.
− ¿Y qué crimen ha cometido?
−El de desear a la princesa Zumurrud, hija de nuestro sultán.
35
Acción de arrobar, es decir, embelesar o suspender, arrebatar, cautivar los sentidos.
Y el posadero explicó que esta princesa rechazaba todas las proposiciones de matrimonio, pero que su belleza
era tal, que acudían pretendientes de los cuatro puntos cardinales a pedir su mano, jóvenes nobles, ricos y de
apuesta figura.
−Con el fin de desanimar a esos impertinentes, la princesa ha ideado una odiosa estratagema: les plantea una
pregunta, siempre la misma, y si no encuentran la respuesta les entrega a su verdugo para que les corte la
cabeza.
− ¿Y si uno de ellos da con la respuesta?
−Ha jurado casarse con él. Pero eso, sin duda, no ocurrirá jamás, porque es una mujer muy lista: hasta a los más
célebres sabios los deja sin palabras.
− ¿Y eso no ahuyenta a tan temerarios candidatos?
−Desde luego que no: son, por el contrario, tan numerosos que en el tajo36
se ha formado un mar de sangre.
Cientos de jóvenes han perecido ya en la flor de la edad, sacrificados a los caprichos de ese corazón despiadado,
y sin cesar llegan otros nuevos. Por eso nosotros, los habitantes de esta ciudad maldita, rezamos a Alá para que
nos envíe a alguien que, domando a la princesa, ponga fin a esta carnicería.
La conversación se prolongó hasta la tarde, cuando llegó la hora del suplicio. Una rugiente multitud se había
congregado en la gran plaza donde se había erigido el cadalso37
, y resonó un toque de trompeta.
−Ahí están el sultán, su hija y el gran visir− anunció el posadero al oído de Rachad.
La Corte, que se componía, además, de gran número de personajes de alto linaje, tomó asiento en una tribuna
revestida de terciopelo púrpura. Después, Zumurrud levantó la mano.
− ¡Qué se cumpla la sentencia! – ordenó.
Al oír su voz, Rachad se estremeció, pues era, para él, una voz familiar: la de su gacela. Entonces saltó sobre el
patíbulo para detener la mano del verdugo, declarando a la vez con voz clara y firme:
− ¡Me opongo a esta ejecución!
− ¿Y por qué razón? – preguntó el sultán.
−Cuando ese príncipe solicitó la mano de vuestra hija, ella ya estaba prometida. Su petición, por tanto, es nula y
sin valor.
36
Trozo de madera grueso y pesado sobre el cual se cortaba la cabeza a los condenados. 37
Tablado que se levanta para la ejecución de la pena de muerte.
Un rumor de asombro acogió estas palabras.
− ¿estás loco, mulero? – exclamó el rey−. ¡Mi hija nunca ha estado prometida!
−Sí lo está, y conmigo, lo juro por mi alma. Si no me creéis, preguntádselo a ella.
Zumurrud, al ser interrogada, comenzó por negarlo todo categóricamente. Pero como el mulero seguía en sus
trece, el sultán, intrigado, le exigió que se explicara, y este lo hizo al instante, para gran confusión de la
princesa.
Esta se vio obligada a confesar la verdad: convertida en gacela por un poderoso mago cuyas proposiciones
había rechazado, se había visto obligada a aceptar aquellas nupcias (aún peor, a provocarlas), porque su
metamorfosis debía prolongarse hasta que alguien aceptase desposarla bajo aquella forma.
−Pero una promesa obtenida en tales condiciones carece de valor−añadió−. Yo, que no quiero ni a un príncipe,
¿Qué tengo que ver con un mulero, y para colmo idiota?
−Que soy tu marido−respondió Rachad con sencillez.
La multitud, que comenzaba a entrever el final de sus tribulaciones, aplaudió a rabiar.
− ¡Qué presuntuoso! – grito el sultán, que no deseaban tener a un mulero como yerno−. ¡Deja inmediatamente
de molestarnos o te costará caro!
Las ovaciones se transformaron en abucheos.
− ¡No me iré de aquí si no es con el anillo en el dedo y en compañía de mi esposa! – insistió Rachad.
Y el pueblo rompió de nuevo a aplaudir.
El sultán, temiendo un levantamiento, consultó al gran visir, y este decretó: −Que la princesa actúe con este
pretendiente como con todos los demás. Si este hombre acierta con la respuesta, obtendrá lo que reclama. En
caso contrario, asistiremos a dos ejecuciones.
La princesa, que no dudaba de su victoria, acepto. Después, volviéndose hacia el mulero, le preguntó con
arrogancia:
− ¿Cuál es el defecto de la perfección?
Un murmullo de horror recorrió la multitud, porque esa era la terrible pregunta que había enviado a tantos
jóvenes a la muerte. Sin embargo, para sorpresa de todos, el mulero no dudó ni un segundo.
−Una pequeña cicatriz en la cadera izquierda−replicó.
La princesa se puso pálida como la cera.
− ¿Cómo lo has adivinado?−balbució.
−Está claro como el cristal: cuando te encontré a la orilla del Nilo, estabas herida en la cadera izquierda. Esta
herida, al curar, dejó una marca en forma de media luna. ¡Cómo no voy a saberlo, si fui yo quien te curó! Y esa
marca es el único defecto en la perfección de tu cuerpo.
Ante tanta seguridad, el sultán tuvo que ceder.
−Siendo así, mulero, ven a buscar el premio de tu sagacidad− dijo a regañadientes.
Entre los gritos de alegría de la gente, Rachad avanzó hacia su prometida. Sin embargo, cuando quiso tomarla
de la mano, ella le lanzó tal mirada de odio que el mulero retrocedió un paso diciendo:
−He cambiado de opinión, ya no te quiero. La que yo amaba tenía ojos de gacela, pero los tuyos son más
pérfidos que los de la serpiente. Y, volviéndole la espalda, se fue.
En aquel momento, al haberse roto el compromiso que había logrado deshacer el hechizo, la princesa se
convirtió de nuevo en gacela.
− ¡Vuelve, mulero, no me abandones! –suplicaba el animal−. Mira, mi mirada ha recuperado su dulzura. ¡Seré
para ti la mejor y la más sumisa de las esposas, te lo juro!
Pero el mulero se hizo el sordo, porque aunque idiota, sabía bien que las gacelas, aun pudiendo ser menos
crueles que algunas mujeres, también podían ser mentirosas.
XIV
La torre de las mil tristezas
Un día, hace de esto muchos cientos de lunas, la tercera esposa del califa Harúm al –Rasid dio a luz una
princesa que recibió el nombre de Maimara. La niña, por desgracia, era de una fealdad poco corriente, y, al
crecer, este defecto no hizo más que acentuarse. Su padre, consternado, solicitó el consejo de los mejores
médicos de Oriente. Unos aplicaron a la pequeña ungüentos que le inflamaron la piel; otros, lociones y
cataplasmas que se la resecaron; y otros, por último, le recetaron tisanas que le enturbiaron el cutis, le
deslustraron los cabellos y le pusieron la lengua amarilla. En resumen, sus remedios no solo resultaron
inútiles, sino que la afearon aún más…, si es que tal caso era posible.
Ante la ineficacia de todos los remedios terrestres, el califa recurrió al cielo. Recaudó un impuesto
especial para construir una mezquita con el fin de atraer las bendiciones de Alá, y decretó un ayuno
ilimitado. Tanto de día como de noche se elevaban plegarias al Altísimo. Se quemó incienso, se hizo
penitencia, se sacrificó corderos recién nacidos, pero todo fue en vano: el estado de la princesa no mejoraba,
sino todo lo contrario.
Cuando cumplió quince años, su desgracia había alcanzado tales extremos que, a pesar del velo que
llevaba, nadie podía mirarla sin estremecerse.
Hasta que cierto día, una anciana se presentó ante el califa.
-Soberano de las creyentes –dijo-, los ecos de tu infortunio han llegado hasta mí. Poseo algunos dones
heredados de mi madre, que era un hada. He pensado que quizá pueda ayudarte.
Con el corazón lleno de esperanza, Harúm al-Rasid llevó a su visitante a los aposentos de su hija.
Después de haberla examinado largamente, la anciana suspiró.
-Por desgracia, el mal es mayor de lo que yo pensaba. No está en mí poder cambiar tu rostro, mi pobre
pequeña, salvo cuando las lágrimas lo inunden. Entonces y solo entonces tus deformidades desaparecerán y
tus facciones se volverán agradables. Pero cuando se sequen tus lágrimas, recobrarás tu apariencia habitual.
Al oír estas palabras, la princesa estalló en sollozos. Al instante, se le redujo la nariz, sus labios se
afinaron y sus ojos se orlaron de largas pestañas. Unas mejillas delicadas, una bonita barbilla redondeada y
una frente lisa y levemente curvada reemplazaron sus espantosos rasgos. En una palabra, mostró, ante los
ojos deslumbrados de su padre, el encantador espectáculo de una belleza perfecta.
La mirada de su padre era tan elocuente que Maimara, sin perder un instante, reclamó un espejo. Al ver
en él su encantadora imagen, sintió tanta alegría que dejó de llorar. Inmediatamente, tal y como había
pronosticado la anciana, se volvió fea de nuevo. La tristeza que se apoderó de ella hizo que estallará en
llanto, y como por arte de magia, de nuevo se volvió hermosa; lo cual la alegró, volviéndola fea, y así una y
otra vez.
Con el fin de proteger a Maimara de cuantos la rodeaban y se burlaban, Harúm al-Rasid hizo que la
encerraran en una alta torre sin puertas ni ventanas, con la única compañía de una sirvienta ciega. Pasaron
los años y ninguna visita fue a ver a las reclusas, cuyos alimentos eran depositados cada tarde en una cesta
que ellas, desde su retiro, izaban mediante una polea. Así todos se olvidaron de su existencia a excepción
del esclavo negro encargado de llevarles las provisiones.
Mientras la princesa permanecía en lo alto de la torre, lloraba sin consuelo por su triste desventura y en
consecuencia, siempre estaba bella. Estos rumores llegaron hasta los oídos de Omar, el príncipe de
Samarcanda quién decidió liberar a la cautiva y convertirla en su esposa. Con este propósito, ideó in astuto
plan: esperó al día siguiente y cuando se puso el sol, lanzó el mismo grito que le había oído al esclavo. De
inmediato vio cómo descendía la cesta. Se introdujo en ella, se cubrió con la tapa y fue izado a la cima de la
torre sin que la sirvienta que tiraba la cuerda, se diese cuenta del engaño.
Al verlo Maimara se llevó una gran sorpresa, y Omar, al ver su belleza quedó maravillado y se apresuró
a declararle su amor, y al ver que Alá le había cumplido el deseo que tanto había pedido, la pobre se
transfiguró de felicidad… y se volvió más fea que nunca. El príncipe horrorizado retrocedió, tropezó, cayó
al vacío y se partió el cráneo.
A partir de aquel día la princesa se puso de luto. Llorar a aquel novio perdido se convirtió en su única
ocupación. Como nada podía ya consolarla, su padre le permitió que volviese a la Corte. Y mientras ella
desahogaba su pesar a todas horas, en todas partes y en cualquier circunstancia, todos la envidiaban por poseer a
pesar de su mala suerte, las tres cosas a las que siempre aspira el ser humano: la belleza, el amor y la libertad.