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Introducción
El registro histórico de la iglesia de Cristo, a lo largo de los dos mil años desde
su fundación en el Pentecostés, da testimonio de cómo hombres respetables que bajo
circunstancias normales serían catalogados como grandes héroes defensores de la fe y la
verdad, llegaron a producir mucho daño al organismo que pretendían defender por la
interpretación y aplicación de algunas secciones de la Escritura mal entendidos e
interpretados. Parte de este daño ha sido provocado por actitudes e interpretaciones
legalistas de la Escritura por parte de diversos cristianos.
Asimismo los anales de la historia de la iglesia demuestran fehacientemente que
en diferentes épocas de su desarrollo, el cuerpo de Cristo ha caído en una religiosidad fría
y vacía producto de un entendimiento erróneo de lo que la vida cristiana en realidad se
trata. En muchos de estos casos la iglesia ha recuperado el enfoque correcto a través de
diferentes avivamientos y reformas históricas impulsadas por el Señor, siendo la más
trascendente de todas la Reforma Protestante de Lutero.
Sin embargo, a medida que la historia de la iglesia se sigue escribiendo, los
antiguos errores históricos resurgen en formas y maneras distintas a las originales, unas
sutiles, otras no tanto. La observación religiosa vacía de la vida cristiana ha sido uno de
los más sutiles y recurrentes desafíos a los que diferentes generaciones de cristianos se
han tenido que enfrentar. En la actualidad la iglesia cristiana en México parece estar
enfrentando este desafío de manera generalizada. Muchos grupos denominacionales y no
denominacionales están luchando con la tendencia de implementar formas que les ayuden
a determinar lo que una vida verdaderamente cristiana debe manifestar externamente,
ignorando parcial o integralmente la importancia de las actitudes e intenciones del
corazón.
Es por esto que la iglesia universal, y más específicamente la iglesia mexicana,
debe volver a la fuente de toda información espiritual válida para poder identificar el
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problema y así atacarlo desde el punto más eficaz posible; la fuente es la Escritura, y más
específicamente revelación de Dios a través de la vida y las palabras de Cristo como han
quedado registradas en los evangelios inspirados. El ejemplo de Cristo cobra relevancia,
en primer lugar porque él es Dios y porque como Dios ha dejado en la Escritura
principios elementales pertinentes al tema de la religiosidad vacía fundada en una
interpretación legalista de la Escritura. En segundo lugar porque Él se enfrentó de
primera mano a la influencia y los estragos causados por una cultura religiosa vacía que
imponía cargas pesadas sobre las personas, ¿Cómo enfrentó Jesucristo este desafío?
¿Cuáles fueron sus argumentos para corregir lo torcido? ¿Qué relación existía entre la
influencia religiosa de su cultura y su visión de las Escrituras y la vida verdaderamente
piadosa?
Si la iglesia contemporánea verdaderamente desea vivir una vida cristiana
trascendente, una vida realmente piadosa ante los ojos de Dios, ella debe primero
recuperar la visión original que el Señor Jesucristo tuvo al respecto, y en el ejemplo de la
cultura de Su tiempo aprender de los errores cometidos previamente por aquellos que se
opusieron a la propuesta de Jesucristo.
Objetivos
Todo estudio serio que pretenda analizar de manera específica parte de las obras y
palabras de Jesús debe incluir también una definición propia de la persona de Cristo. Esta
definición se determinará a partir de dos fuentes principales: Cristo mismo, y los autores
de las epístolas del Nuevo Testamento. Dicha definición establecerá la base para el resto
de la disertación.
Además, para abordar este importante tema es imperativo primeramente acudir a
las fuentes escriturales e históricas que ayuden a determinar las condiciones culturales y
las tendencias teológicas judías que propiciaron el surgimiento y la perpetuación de un
sistema religioso vacío y legalista como el que era propio de los tiempos de Jesús.
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Es también necesario hacer un análisis de la relación que hubo entre Cristo y las
Escrituras, su interpretación de ellas y cómo Él, como la Palabra de Dios hecha carne,
amplió y perfeccionó la revelación del Antiguo Testamento.
Finalmente se analizará un episodio en el conflicto de interpretación entre
Jesucristo y los fariseos, defensores y propagadores del sistema religioso vacío de los
tiempos de Jesús, para establecer la forma básica en que los fariseos se equivocaban en su
forma de interpretar la vida piadosa y la diferencia con el punto de vista de Jesucristo.
Justificación
Alguien ha dicho acertadamente que aquél que no aprende de los errores del pasado,
aquél que no asimila las lecciones de la historia, está irremediablemente condenado a
repetir las mismas pifias. Esta es una evaluación peligrosamente real de la historia del
cristianismo. Al igual que con ciertos grupos sectarios en los tiempos de Jesús la iglesia
contemporánea parece no poder determinar una diferencia clara entre actos religiosos
meramente externos y la vida cristiana piadosa que verdaderamente agrada a Dios. Por
esto es mucho más importante aún detectar bíblica e históricamente los errores que los
antiguos cometieron al respecto y aprender de ellos para no repetir sus crasos errores.
Tesis central
Al igual que la religión judía, el cristianismo en muchos casos se ha convertido en un
simple intercambio de obligaciones entre Dios y su pueblo: el pueblo obedece para que
así sea merecedor de las recompensas que Dios le ofrece, ya sea prosperidad, salud o el
mismo cielo. De esta perspectiva se deriva la interpretación legalista de las Escrituras, la
cual es uno de los factores principales que está robando a muchos cristianos el gozo de
experimentar la fe viva, la vida abundante diaria que Cristo quiere impartir al cristiano
verdadero.
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La Cristología como punto de partida
A lo largo de los años la persona de Jesucristo ha sido objeto de un buen número de
estudios, investigaciones y mucha controversia. De hecho es muy posible que la figura de
Jesús sea la que más polémica ha desatado en los dos mil años después de su llegada. En
años recientes, una de las controversias que más ha llamado la atención en cuanto a la
persona de Cristo fue la producida por el documental The Search for Jesus, televisado en
horario estelar por la cadena estadounidense ABC en junio del año dos mil. Peter
Jennings, periodista experimentado e investigador principal del documental, aseveró que
dicho trabajo periodístico presentaba la investigación más imparcial y precisa acerca de la
persona de Cristo. Tras dos horas de “evidencia” Jennings llegó a la conclusión de que las
palabras y obras de Jesucristo no fueron sino el invento de sus seguidores, que Jesús fue
el hijo ilegítimo de un soldado romano, y que tras ser crucificado su cadáver fue
devorado por los perros. En breve, el documental de Jennings pretende hacer de la
persona de Jesucristo el fraude intelectual más grande de la historia.
Existen puntos de vista menos radicales que el propuesto por el documental de la
ABC, pero que igualmente socavan de una u otra manera la obra y las enseñanzas de
Jesucristo. Algunas de estas opiniones incluso provienen de entre las filas de los teólogos
protestantes. Hannah (1982:127) señala,
Para algunos teólogos (protestantes) contemporáneos, Cristo es simplemente una
persona intoxicada por Dios, y por lo tanto un ideal elevado de esperanza
temporal y escatológica; Él es un ejemplo de esperanza para la desesperada
humanidad. Para otros, Él es la proyección de la confrontación interna del
inquisidor con un desmitologizado, y por lo tanto personalizado, mensaje del
testimonio de la iglesia.
Entre este grupo de teólogos protestantes sobresalen los nombres de Rudolf
Bultman, Karl Barth, y Oscar Cullman, quienes por “desmitologizar” quieren dar a
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entender la eliminación de cualquier rastro de sobrenaturalidad en la persona de Jesús (es
decir, sus milagros y naturaleza sobrenaturales) si se quiere que la persona y el mensaje
de Cristo tengan significado alguno y trascendencia para el ser humano común. Puntos de
vista adicionales fueron presentados por Schleiermacher (la unicidad de Cristo se debió
únicamente a su sentido de propósito divino), Ritchl (la unicidad de Cristo estuvo en su
idealismo vocacional del reino) y la teología de proceso (la unicidad de Cristo se debió
únicamente su sentido de auto-entendimiento). (Hanna, 1982:141)
Por otro lado, para aquellos dentro del terreno del agnosticismo y las varias
manifestaciones de la filosofía oriental, Jesucristo fue solamente un buen hombre que
habitó sobre la tierra e hizo el bien a los demás, o bien un “maestro ascendido” que ayudó
a las personas de su tiempo a ponerse en contacto con su consciencia cósmica, y aun
existen otros quienes aseguran que Jesucristo no existió en el tiempo y el espacio, sino
que simplemente fue un ideal moral conjeturado y embellecido por genios religiosos
como Pablo de Tarso y otros más.
C.S. Lewis, uno de los más grandes pensadores cristianos de los últimos siglos,
acertadamente redujo el debate acerca de la persona de Cristo a tan sólo tres posibles
respuestas: o bien Jesucristo era un lunático, o un mentiroso, o lo que él dijo ser, Dios
mismo. Lewis no podía concebir cómo una persona que honestamente evaluara la
evidencia bíblica e histórica acerca de Jesús llegara a la necia conclusión de que Cristo
había sido simplemente un buen maestro de moral. ¿Cómo pudo Jesús haber sido
solamente un buen maestro de moral cuando él aseveró ser Dios? Si ese fuera el caso,
Cristo entonces habría mentido acerca de su verdadera identidad y eso difícilmente lo
calificaría como un “buen maestro de moral”. La única otra opción acerca de la persona
de Cristo, según Lewis, es que Jesús estuviera sinceramente engañado acerca de su
persona, es decir, que creyó ser algo que no era y actuó de acuerdo a su percepción
errónea de sí mismo. Si la segunda opción es la correcta entonces la conclusión lógica
sería que Jesucristo padeció de un severo caso de esquizofrenia; Jesús habría sido un
demente. Lewis sopesó la evidencia y llegó a la conclusión de que Jesús, además de ser
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un hombre, era el Mesías de los judíos, y también era Dios, exactamente lo que Él afirmó
ser.
Las opiniones de personajes como Jennings, Barth, Bultmann y Lewis,
representan solamente un pequeño porcentaje del debate total en torno a Jesucristo. La
dimensión que tal controversia ha cobrado desde hace muchos años es muestra de la
relevancia que Jesús tiene para las vidas de las personas, ya que si Cristo es Dios, como
Él lo dijo, entonces sus palabras y obras cobran relevancia eterna para la vida del ser
humano.
La identidad de Cristo es igualmente importante para el argumento total de la
presente tesis, ya que si Cristo fue un simple hombre, su utilización, interpretación y
enseñanza del Antiguo Testamento no será más relevante que la de cualquier otra
persona. Por el contrario si Jesús, además de ser hombre también es Dios, su utilización,
interpretación y enseñanza del Antiguo Testamento se vuelve autoritativa, la última
palabra, y se convierte en el modelo a imitar por aquél que se hace llamar cristiano. Con
base en lo que se ha dicho es imperativo establecer un análisis adecuado sobre la persona
de Cristo (la cristología correcta) desde el mismo inicio.
A pesar de que el Antiguo Testamento contiene una parte importante de la
revelación cristológica; en esta disertación, con el afán de ser lo más concisa posible y
tomando en cuenta el progreso de la revelación, se analizan solamente los pasajes
cristológicos más sobresalientes del Nuevo Testamento, en donde se pueden seguir dos
líneas de evidencia principales para determinar la cristología correcta; una de ellas tiene
que ver con las aseveraciones que el mismo Jesucristo hizo acerca de su persona,
mientras que la otra línea tiene que ver con las aseveraciones de los autores del Nuevo
Testamento con respecto a la persona de Cristo.
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El testimonio de Jesús acerca de su persona
Existe un buen número de situaciones registradas en los evangelios que demuestran que
el mismo Señor Jesucristo no jugó con ambigüedades cuando se trató de revelar su
identidad a sus contemporáneos.
Uno de estos ejemplos se encuentra en evangelio de Juan, en el capítulo diez. Es
aquí donde el Señor Jesucristo se identifica a sí mismo, durante una de las fiestas judías
en Jerusalén, como el buen pastor que da su vida por las ovejas. Fue este gran discurso de
Jesucristo el que provocó una división de opiniones entre los judíos con respecto a su
verdadera identidad, ¿Era aquél carpintero de Nazaret el Mesías tan esperado?, se
preguntaban. Los judíos se propusieron averiguarlo e instaron a Jesús directamente: “Si tú
eres el Cristo, dínoslo abiertamente”. Jesucristo apeló a sus obras diciendo que ellas
daban testimonio de Él, él era el Mesías, pero además añadió: “Yo y el Padre uno
somos”. Los judíos comprendieron muy bien el significado de las palabras de Jesucristo y
acto seguido tomaron piedras para matarle. Cuando el Señor preguntó que por cuál de sus
obras le querían matar, los judíos respondieron que lo ejecutarían no por sus obras, sino
por blasfemia, porque, dijeron: “tú siendo hombre, te haces Dios” (Jn. 10:33). Jesucristo
se equiparó con el Padre y los judíos sabían muy bien que aquello era decir que él era
Dios mismo. Jesucristo aseveró ser Dios.
En otra ocasión Jesús predicaba en una casa en Capernaum cuando le fue
presentado un paralítico (Mr. 2:1-12). Entre la multitud que atestaba la casa se
encontraban algunos escribas, los “expertos” intérpretes de las Escrituras. En presencia de
aquellos escribas Jesús pudo haber simplemente declarado algunas palabras para sanar al
paralítico, pero en vez de ello le declaró sus pecados perdonados. Los escribas
inmediatamente reaccionaron en sus mentes acusando a Jesús de blasfemo puesto que,
razonaron correctamente, sólo Dios puede perdonar pecados. Jesús dijo a aquellos
escribas que la sanidad que iba a ejecutar a continuación tenía el expreso propósito de
demostrarles que él tenía la autoridad para perdonar pecados, es decir, que en efecto Él
era Dios, e inmediatamente dio la orden al paralítico de que anduviera y éste, después de
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recoger su lecho, se levantó y caminó. Efectivamente, Cristo tenía la autoridad para
perdonar pecados, Él es Dios, y los escribas ahora también lo sabían.
Tiempo después, cerca ya del fin de su ministerio terrenal, Jesucristo fue
recibido en la ciudad de Jerusalén como un héroe, y más que eso, fue recibido por las
multitudes como el Hijo de David. Mateo en su capítulo veintiuno registra este evento
popularmente conocido como la “entrada triunfal”. Es significativo el hecho de que la
multitud reconociera a Jesús como un profeta (Mt. 21:11), además de reconocerle como
el “Hijo de David”, título que, por cierto, representaba todas las esperanzas del reino
Davídico tan esperado por los judíos y por lo cual seguramente también clamaban “salva
ahora” (hosanna). Bajo este contexto es que Jesús entra en el templo, expulsa a los
comerciantes, y sana a varios discapacitados. Mateo escribe que mientras esto sucedía,
ciertos muchachos continuaban aclamando a Jesús en el templo diciendo “¡Hosanna al
Hijo de David!”. Las maravillas que Jesús hacía, aunadas a las aclamaciones de los
muchachos, indignaron a los principales sacerdotes y a los escribas presentes en el
templo. Pero la pregunta que estos hombres le hicieron a Jesús revela que fueron las
alabanzas de los muchachos las que más indignación les causó en realidad. Indignados
cuestionaron a Jesús: “¿Oyes lo que estos dicen?”. Seguramente estos líderes religiosos
esperaban que Jesucristo, como el buen rabí que era, impidiera que los muchachos
continuaran con su “blasfemia”, pero para la mayor indignación de estos hombres, Jesús
no sólo respondió que sí escuchaba lo que aquellos jóvenes clamaban, sino que además
citó el Salmo 8:2 para justificar la adoración de ellos y mostrar aceptación de su parte.
Jesucristo aceptó la adoración de las personas porque él era algo más que un hombre, Él
era Dios mismo.
Jesucristo también sostuvo su deidad aún cuando ello le acarreó la condena de su
muerte. En las últimas horas de su ministerio terrenal, de pie en su juicio frente a los
líderes de Israel, Jesucristo fue cuestionado, “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”
(Mr. 14:62). Jesús fue directo y respondió con un categórico “Yo soy”. El hombre Jesús
acababa de responder afirmativamente a una pregunta que había sido formulada
expresamente para averiguar si se atrevería a identificarse como Dios mismo. La
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respuesta del Sumo Sacerdote fue extrema, él rasgó sus vestiduras. H. B. Swete, citado
por McDowell (1982:93), dice:
La ley prohibía que el Sumo Sacerdote rasgara sus vestiduras en los conflictos
privados (Lev. 10:6, 21:10), pero cuando actuaba en calidad de juez, la costumbre
requería que expresara de este modo su horror por causa de cualquier blasfemia
que se pronunciara en su presencia.
El Sumo Sacerdote había rasgado sus vestiduras a la respuesta de Jesús, la
“blasfemia” del Nazareno había sido escuchada por todos los demás líderes, Jesús estaba
ahora en el punto sin retorno, Jesucristo había afirmado ser Dios, y con estas palabras el
hijo del carpintero firmó su sentencia de muerte. A Jesús le costó la vida decir la verdad,
a Jesús le costó la vida sostener su deidad, decir que Él era Dios.
Se podrían señalar muchos otros ejemplos de los evangelios en los que Jesús
aseveró ser Dios (y no solamente con palabras), pero los ejemplos citados son suficientes
para establecer la certidumbre con la que el Señor manifestó su deidad. Sí, Él era un
hombre; sí, Él era un buen rabí; sí, Él era el hijo de un carpintero Nazareno, pero sus
contemporáneos también le escucharon decir de manera inequívoca que Él era, y es, Dios
mismo, y sus enseñanzas, junto con sus maravillosas obras, dieron testimonio de ello. El
apóstol Pedro señaló esto mismo en su sermón del Pentecostés cuando dijo que Jesús fue
un: “varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que
Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis” (Hechos 2:22;
cursivas mías).
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El testimonio de los autores del Nuevo Testamento acerca de Jesús
Uno de los autores del Nuevo Testamento que presenta a la persona de Cristo de
manera más clara es el apóstol Juan. Bajo inspiración del Espíritu Santo el discípulo
amado fue tajante al escribir en su evangelio que el Verbo, Jesucristo, era Dios desde el
principio (Jn. 1:1), y que fue en el mensaje de Juan el Bautista que los seres humanos
comenzaron a escuchar el anuncio más impactante de todos: aquél Verbo venía a este
mundo. Y finalmente el Verbo llegó; fue hecho carne y habitó entre los mortales (Jn.
1:14). Aquel Verbo que era desde el principio, que era el creador, que era Dios, ahora era
también un hombre, Jesucristo es el logos-sarx. Esta realidad del Verbo hecho carne fue
una doctrina principal en la teología de Juan. Unos cuantos años después de haber escrito
su evangelio, el apóstol del amor escribió su primera epístola universal. En ella Juan
declara que todo aquel espíritu que no confiese que Jesucristo, el Verbo, se había
encarnado, era el espíritu del anticristo (1 Jn. 4:3), y que aquél que confiese que Jesús es
el Hijo de Dios, un título que denotaba igualdad e identidad de naturaleza con Dios
(Ryrie, 1979:58-59), tiene garantizada la permanencia de Dios en él. Así que de la
teología de Juan se concluye con certeza que Jesús es el Verbo que estaba con y era Dios
desde el principio, y que este Verbo se hizo hombre.
El apóstol Pablo a su vez también habla de la encarnación del Verbo. En su
epístola a los Filipenses Pablo les ruega a los creyentes de Filipos que haya en ellos el
mismo sentir que hubo en Jesucristo, uno de humildad. ¿Cómo manifestó Jesucristo este
sentir de humildad según Pablo? Al tomar forma de siervo, semejante a los hombres.
Jesucristo no estimó ser igual a Dios sino que se hizo hombre y finalmente se humilló
hasta la muerte en la cruz (Fil. 2:5-8). La acción de Cristo al hacerse hombre, era el
ejemplo de humildad que los filipenses debían seguir. Si para hacerse hombre Cristo,
siendo Dios, había renunciado temporalmente a ciertas prerrogativas que como Dios
tenía, ¿No debían los filipenses estimarse los unos a los otros como superiores a sí
mismos? Pablo utilizó este argumento para exhortar a los filipenses a ser humildes pero al
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mismo tiempo contribuyó directamente a la enseñanza de la cristología correcta: Jesús es
hombre pero antes de serlo también es Dios.
Pero por si las teologías de Juan y de Pablo no fuesen suficientes para definir la
cristología correcta, también se presenta la teología del libro de Hebreos. Es desde el
mismo inicio de su obra que el autor de Hebreos establece la relevancia de la persona de
Cristo. En el versículo tres de Hebreos capítulo uno el autor dice que Jesucristo es el
resplandor y la imagen misma de la sustancia de Dios (“la expresión exacta de su
naturaleza”; LBLA), y un poco más adelante cita los Salmos 45 (1:8) y 102 (1:10)
respectivamente para declarar que el Hijo, Jesucristo, es Dios reinante y el creador de los
cielos y la tierra. Pero además de afirmar la deidad de Jesucristo el autor de Hebreos
también presenta la humanidad del mismo. Haciendo uso del Salmo 8 como base
escritural, el autor explica que Jesucristo fue hecho poco menor que los ángeles, es decir,
que Cristo fue hecho hombre (2:9). Esta verdad es confirmada aún más poco después en
el capítulo dos cuando el autor asegura que Cristo participó de carne y sangre, es decir, se
hizo humano, para anular mediante su muerte el poder del diablo y librar así a sus
hermanos, humanos todos igual que Él(v. 14,17). Fue en su humanidad que Cristo sufrió,
al igual que cualquier otro ser humano, la tentación (2:18) pero, a diferencia del resto de
los mortales, Jesucristo jamás pecó (4:15).
Al igual que con las aseveraciones de Jesús acerca de su deidad, las
aseveraciones de los autores del Nuevo Testamento acerca de la persona de Jesucristo son
muchas, pero las partes mencionadas son suficientes para establecer con certidumbre la
identidad de Jesucristo. Tras el análisis de las cosas que Jesús y los autores del Nuevo
Testamento dijeron acerca del Mesías se puede concluir con toda certeza que Jesucristo
es Dios y es hombre, y que durante su permanencia en la tierra como el Dios-hombre fue
tentado pero jamás pecó, él es perfecto. Es con esta definición de la persona de Cristo en
mente que el resto de esta disertación abordará la revelación e interpretación que
Jesucristo le dio a la Escritura durante su ministerio en la tierra.
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Factores histórico-teológicos fundamentales en la interpretación judía de la
Escritura en el tiempo de Jesús
Los relatos de los evangelios no dejan espacio a la duda en lo que respecta al
impacto que el ministerio del Señor Jesús tuvo en Palestina. En una u otra forma
Jesucristo dejó una huella muy profunda en las vidas de sus contemporáneos, siendo tal
vez las más evidentes las sanidades efectuadas en aquellos que, sin ninguna otra
esperanza, acudieron a Jesús para ser restaurados de enfermedades y discapacidades
físicas que de otra forma habrían sido irremediables y que, por lo tanto, los habrían
condenado a una vida de segregación y sufrimiento definitivo. Sin embargo las sanidades
milagrosas de Jesucristo no fueron el sine qua non de su ministerio en la tierra, aunque
éstas sí jugaron un papel importante en él, pero en las mismas palabras de Jesús, era
“necesario que… anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto he sido
enviado” (Lucas 4:43). En efecto, la predicación del evangelio del reino de Dios ocupó el
lugar principal en la agenda Mesiánica. Dicha proclamación del evangelio estuvo
englobada en todos y cada uno de los dichos, palabras, declaraciones, y enseñanzas del
Señor Jesucristo, y son éstas las que aún en la actualidad siguen dejando una huella
imborrable en las vidas y corazones de seres humanos de todos los rincones del planeta.
Al igual que con Su persona, las palabras pronunciadas por Jesucristo fueron
escandalosas para muchos de sus contemporáneos, especialmente para los líderes
religiosos. Ya se ha mencionado, por ejemplo, la agresiva reacción de los compatriotas de
Jesús ante su declaración de unidad con el Padre, o de la intolerancia de los escribas ante
la declaración del perdón de los pecados del paralítico. A los ojos y oídos de muchos de
los judíos de su tiempo la enseñanza de Jesucristo fue tan radicalmente diferente a lo que
estaban acostumbrados que éstos a su vez reaccionaron y etiquetaron a Jesús de
“blasfemo”, “pecador”, “samaritano”, e inclusive “endemoniado”.
Efectivamente, las enseñanzas de Jesús discrepaban enormemente con aquellas
promovidas por los fariseos, los escribas, y los saduceos, los tres grupos religiosos judíos
más prominentes de principios de la era común. De estos tres grupos, dos de ellos, los
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fariseos y los escribas, se caracterizaban por su manifestación de una pasión, de un celo
ardiente por mantenerse fieles a las Escrituras judías, particularmente por su enfoque en
la Ley Mosaica. El Señor Jesucristo también demostró una pasión por las mismas
Escrituras, pero era en la interpretación y aplicación de ellas que el conflicto con los
religiosos de su tiempo fue inevitable. Es obvio entonces que estos dos enfoques
diferentes acerca de un mismo conjunto de Escrituras debían tener principios y elementos
fundamentales divergentes. El contenido histórico y teológico de los evangelios arroja
una buena cantidad de luz en lo que respecta al punto de vista y la interpretación que
Jesucristo dio a las Escrituras, y, en el conflicto con los sectarios judíos, los biógrafos
inspirados de Cristo registraron también los rasgos más sobresalientes en el uso e
interpretación de las Escrituras por parte de los opositores de Jesús.
Sin embargo, es evidente que los evangelistas, debido a su enfoque
cristocéntrico y seguramente tomando en cuenta el nivel de familiaridad que los lectores
originales de sus obras inspiradas tenían acerca de estos grupos, no se preocuparon por
dar un relato detallado con respecto al origen y el trasfondo histórico-teológico de los
escribas y fariseos. En contraste, para propósitos del argumento de esta disertación, es
imperativo tomar el espacio necesario para exponer de manera detallada los factores
históricos que enmarcaron el surgimiento de diversos movimientos dentro de la religión
judía, sus posturas con respecto a las Escrituras hebreas, y sus consecuentes
interpretaciones de ella. Será bajo la comprensión de estos factores que la manera en que
Jesús reveló e interpretó la Escritura cobrará mayor sentido y se podrán alcanzar
conclusiones y principios relevantes para hoy.
El primer factor a considerar para una mejor comprensión de la cultura religiosa
judía del tiempo de Jesús es el de la identidad de Israel como el pueblo escogido por
Dios. La particularidad de los hebreos como pueblo consistía en que Dios se había
revelado a ellos de una manera real, visible; no había sido una revelación imaginada o
inventada por algún sacerdote, Israel había tenido el privilegio de ser testigo ocular de la
gloria y el poder de Yaweh en el desierto. Ellos, como ninguna otra nación, habían
recibido la Ley del Señor a través de Moisés y solemnemente se comprometieron a
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guardarla entrando en un pacto nacional sellado al pie del monte de Dios. Siglos más
tarde los hebreos disfrutarían de una época gloriosa bajo los reinados de David y
Salomón, cuyo punto culminante fue la edificación del templo en Jerusalén, la casa de
Dios, el lugar donde la gloria y presencia de Yaweh descansaba y se manifestaba.
Pero a pesar de los privilegios que como nación tenía, Israel no fue consistente
en su fidelidad al Señor, no mantuvo la parte del pacto que le correspondía, Israel fracasó
en su papel de pueblo escogido. El declive moral del pueblo se agudizó con los años,
Israel se dividió en dos y finalmente Yaweh ejecutó su juicio, primero sobre el reino del
norte, Israel, y más tarde sobre el reino del sur, Judá. En ambos casos el castigo fue
similar: el exilio asirio para Israel y el exilio babilónico para Judá. Pero aunado al exilio,
Judá sufrió la destrucción de Jerusalén, la ciudad del Rey, y la destrucción del templo a
manos de los babilonios. Aquél fue el desastre nacional más grande y doloroso para el
pueblo de Dios. Para el regreso del exilio, setenta años después, los judíos ya no eran los
mismos. Bright (1966:456) apunta elocuentemente que previo al exilio,
…Israel había permanecido hasta el fin como una identidad definida, con
fronteras geográficas e instituciones nacionales: “Israel” era la comunidad visible
de los ciudadanos que fueron fieles al Dios nacional, participaron en su culto y
esperaron en sus promesas. La caída de Jerusalén, que acabó con la nación y sus
instituciones, significó el fin de todo esto.
Y después del exilio (1966:455-456),
La comunidad de la restauración…se enfrentó con el problema, mucho más grave
que el de una mera supervivencia física, (se encontró con el problema) de
encontrar alguna forma externa con la cual subsistir, una definición de sí misma
que pudiera salvaguardar su identidad como pueblo…Israel, que no equivalía ya a
una designación geográfica o nacional, carecía de una identidad precisa.
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En efecto, los eventos acaecidos poco antes, durante y después del exilio habían
afectado muy profundamente a la nación judía, habían socavado su misma identidad.
Estando bajo estas desafortunadas condiciones Israel necesitaba urgentemente de un
componente de su historia antigua que pudiera darles esperanza de recuperar algún día su
identidad pre-exílica; aquel componente llegó, paradójicamente, desde Babilonia y fue
llevado de regreso a Israel por el sacerdote Esdras, bajo la orden expresa de Artajerjes de
impartirlo al resto del pueblo (Esdras 7:25-26). Aquel componente era la Ley Mosaica.
El sacerdote Esdras marcó de manera definitiva la vida de la comunidad post-
exílica. Él poseía un corazón especialmente apasionado por la Ley de Yaweh (Esdras
7:10), pasión que se reflejaba en su conocimiento, obediencia e impartición de ella. La
obra de Esdras en su relación con la Escritura es tan trascendente que los especialistas
contemporáneos generalmente están de acuerdo en que aquél (ca. 450 a.c.) fue el punto
inicial de la disciplina de la interpretación y por lo tanto de la ciencia hermenéutica
bíblica (Pentecost, 1984:13). Esdras leyó la Ley ante todos aquellos que pudieran
entenderla (Esdras 8:2) y en conjunto con un grupo de levitas “ponían el sentido de modo
que entendiesen la lectura”, la “hacían entender al pueblo” (Neh. 8:8-9).
El ya citado Bright observa que el interés judío por el conocimiento y
entendimiento de la Ley1 en el periodo post-exílico se acrecentó debido a que el pueblo
estaba consciente de que había sido castigado con el exilio como consecuencia de su
desobediencia a la Ley de Yaweh, tal y como los profetas lo habían pronunciado (Bright,
1966:458). La Ley entonces fue el elemento que los judíos pensaron les ayudaría a evitar
otro episodio similar y a recuperar su identidad, y en consecuencia la abrazaron con total
abandono. La Ley se volvió la religión de los judíos y sólo fue cuestión de tiempo antes
de que el estricto apego externo a tal se convirtiera en sinónimo de piedad, virtud y por
supuesto de identidad nacional.
Este enfoque, a su debido tiempo, llevó al pueblo judío a olvidarse de la obra
original de Esdras por ponerle sentido a la Ley; se olvidaron del espíritu de ella y se
1 Este mismo interés produjo la necesidad de lugares especiales donde se pudiera aprender el contenido de la Ley. La sinagoga fue la respuesta a dicha necesidad.
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concentraron específicamente en la letra de la tal, el centro exclusivo de su enfoque fue el
elemento legal del Pentateuco. Hirsch (1915:2704-2705) señala:
El motivo fundamental para este entusiasmo por la Ley estaba en la creencia de la
retribución Divina en el sentido judicial más estricto. La idea profética del Pacto
que Dios había hecho con su pueblo elegido fue interpretada exclusivamente en el
sentido judicial. El Pacto fue un contrato a través del cual ambas partes estaban
mutuamente obligadas; el pueblo estaba obligado a observar la Ley Divina literal
y conscientemente, y, a cambio de esto, Dios estaba obligado a entregar la
recompensa prometida en proporción a los servicios prestados. Esto aplicaba al
pueblo como un todo así como también al individuo. Los servicios y las
recompensas debían siempre ir de la mano.
Y así, la religión fue reducida a un simple formalismo legal, teniendo como
consecuencia que la Ley fuera interpretada en conformidad a esta particular postura. La
Ley tomó el lugar central en la vida judía a tal grado que algunos llegaron a considerarla
como una entidad absoluta y existente desde la eternidad. La consecuencia lógica de esto
fueron algunas enseñanzas con tonos incluso fantásticos, tales como que los ángeles
celebraban el sábado, o que la Ley levítica de la purificación había funcionado en el caso
de Eva, o incluso que la fiesta de las semanas había sido celebrada por el mismo Noé.
Vale la pena citar nuevamente a Bright (1966:471) quien apunta que,
La Ley había cesado de ser la definición de la respuesta debida a los actos graciosos
de Dios y se había convertido en el medio por el que los hombres podían alcanzar el
favor divino y hacerse dignos de las promesas…Cada judío sentía la obligación de
guardar la alianza mediante su personal lealtad a la Ley. Pero también se derivó una
fuerte acentuación de la obligación del hombre con una inevitable debilitación de la
gracia divina. Aunque esta gracia divina nunca fue olvidada, y se apeló
constantemente a su misericordia, en la práctica la religión era una cuestión de
17
cumplimiento de los requisitos de la Ley. Esto significaba que el Judaísmo estaba
peculiarmente propenso al peligro del legalismo, es decir, de convertirse en una
religión en la que la situación del hombre ante Dios estuviera del todo determinada
por sus obras. Aunque no es probable que ningún judío sensato blasonara de haber
guardado la Ley a la perfección…se creía que la justificación por medio de la Ley
era una meta por la que había que esforzarse y era accesible…También surgió la
creencia de que las buenas obras aumentaban el crédito ante Dios y constituían un
tesoro de méritos.
En resumen, la identidad de los judíos post-exílicos como nación descansaba
sobre la Ley y, debido a la experiencia de juicio sobre el pueblo por sus pecados, la
observación estricta de ella cobró suma importancia causando eventualmente que el
aspecto judicial de la Ley Mosaica se convirtiera en el factor determinante para establecer
la fidelidad, la identidad y finalmente la vida verdaderamente piadosa de un judío. Se
hizo a un lado el esfuerzo por entender la Ley para simplemente seguirla al pie de la letra,
ya que sólo así se podía obligar a Dios a cumplir la parte del Pacto que a Él le
correspondía, sólo así se podía garantizar la bendición total del individuo.
Toda esta perspectiva religiosa se desarrolló y evolucionó a lo largo de
cuatrocientos años, desde los tiempos del escriba Esdras hasta la aparición del Mesías
Jesucristo. Esta filosofía judía de la religión fue la que propició el surgimiento de grupos
como los escribas y los fariseos. Fue en ese periodo de cuatro siglos que la religión judía
adoptó la forma final que los evangelistas reseñan en sus escritos y en la cual Jesucristo
irrumpió.
18
Los vástagos de la cultura religiosa judía post-exílica
Los escribas y fariseos del tiempo de Jesús eran los orgullosos herederos
históricos de esta filosofía religiosa judía. Los escribas eran considerados como los
únicos y verdaderos herederos de la tradición de Esdras, eran hombres que supuestamente
se dedicaban a hacer entender la Ley de Dios. Desde este punto de vista y gracias a su
asociación con el nombre y el oficio de Esdras, los también llamados “Intérpretes de la
Ley” llegaron a convertirse en el grupo social más importante en todo Israel, más
importante aún que los mismos sacerdotes, ya que si la Ley no podía ser “interpretada” de
nada serviría el servicio sacerdotal; el exilio y sus consecuencias serían experimentadas
una vez más.
Por otro lado, los fariseos fueron el grupo religioso heredero de la tradición de
los Hasidim (“los santos”) quienes surgieron durante la época gobernante de la dinastía
Asmonea y de cuyas filas surgieron además los Esenios. Los Hasidim apoyaron a Judas
Macabeo en su lucha revolucionara contra las fuerzas paganas invasoras, esto es, hasta
que Judas se vio involucrado en ciertos conflictos de intereses con Roma. Los Hasidim
consideraron las acciones de Judas como alta traición, le dieron la espalda a la dinastía
Asmonea, y mudaron su nombre a Perusim, “separatistas”; fue así como nació el
fariseísmo. El grupo predominó a lo largo de muchos años pero los registros históricos
recuentan que para la época de Jesús, los fariseos, aunque todavía gozaban de cierto
poder político y mucha influencia en el Sanedrín y sobre el resto del pueblo, vivían a la
sombra de otros grupos religiosos simpatizantes del domino romano. Los fariseos fueron
los que añadieron a la Ley un buen número de tradiciones, las cuales, aseveraban, habían
sido dadas por Moisés a los ancianos y estos a su vez la habían transmitido de forma oral
a través de los tiempos. La Mishna declaraba: “Moisés recibió la ley (oral) en Sinaí, la
entregó a Josué, Josué la entregó a los ancianos, los ancianos a los profetas y los profetas
a los hombres de la gran sinagoga”. Pero el gran defecto del fariseísmo, como
elocuentemente lo afirma Thomson, estuvo en la creencia de que el pecado era algo
puramente externo; un acto era correcto o incorrecto dependiendo si existía o no una
19
condición externa presente (1915:2365). Cate (1989:253) resume la característica
religiosa de los fariseos en los tiempos de Jesús,
Los fariseos se habían convertido en el partido dominante del día…Ellos eran
meticulosos en guardar la ley, pero se habían absorbido tanto en guardarla que la
fe viva de sus padres se había extinguido. Ellos habían perdido el espíritu del
gozo y de la emoción. Su religión se había hecho una carga.
Los escribas y los fariseos fueron producto de sus tiempos, el complicado
periodo para la nación judía de los cuatrocientos años entre Malaquías y Mateo. Fueron
grupos que no necesariamente habían surgido como movimientos malos, de hecho ambos
nacieron como ideas buenas, justificables y muy necesarias (los escribas herederos de la
tradición de Esdras, con la intención original de hacer entender la Escritura a los demás, y
los fariseos, surgidos de la intención de mantener la pureza religiosa del pueblo judío,
apartado del sincretismo pagano), pero que con el paso del tiempo adoptaron conceptos
erróneos acerca de la Ley de Moisés, que a su vez fueron el producto de una búsqueda de
identidad tras el exilio babilónico.
El Señor Jesucristo apareció en escena teniendo este marco religioso como
contexto histórico. La manera en que él vio, citó e interpretó las Escrituras del Antiguo
Testamento fue radicalmente diferente a todo lo que hasta ese tiempo se había ofrecido
por grupos como los escribas y los fariseos. Se pueden señalar algunas características
sobresalientes en el enfoque y la manera en que Cristo se diferenció de la interpretación
de sus tiempos. Pero antes de ello se debe abordar el tema de la apreciación de Cristo en
cuanto a las Escrituras del Antiguo Testamento.
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Las Escrituras en la apreciación de Cristo
Jesús creció, se fortaleció y llenó de sabiduría (Lc. 2:40) dentro una cultura que tenía una
alta estima por los escritos del Antiguo Testamento, estima que era inculcada en los
judíos desde una etapa muy temprana en su crecimiento, cuando eran introducidos en la
escuela de la sinagoga a los cinco o seis años de edad; en verdad, como dice el erudito
judío Klausner (McDowell, 1982:130), “Jesús fue el judío más judío entre los judíos; aún
más judío que Hillel”; esto fue verdad especialmente en lo concerniente a su educación
religiosa. En lo que respecta a su ambiente familiar se puede deducir de los registros de
los evangelios que tanto María como José fueron personas piadosas, teniendo el mismo
aprecio y respeto por las Escrituras, y que además eran seguramente conscientes de la
responsabilidad que como padres tenían con respecto al niño Jesús y lo educaron en
conformidad a ello.
El resultado de todo este contexto educativo religioso quedó manifestado en la
actitud de Cristo hacia las Escrituras, que era la misma que cualquier otro judío de su
tiempo tenía, Él las consideraba completamente autoritativas, “Porque de cierto os digo
que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que
todo se haya cumplido” (Mat. 5:18), e históricamente fidedignas, como las ilustraciones
hechas por Jesús de personajes como Noé (Mt. 24-37-38; Lc. 17:26-27), Lot (Lc. 17:28),
Jonás (Lc. 11:29-32) e Isaías (Mt. 15:7) lo confirman.
Pero, a diferencia del resto de sus contemporáneos, Jesucristo también consideró
que la revelación del Antiguo Testamento era incompleta, como dice Broadus, “La
revelación dada por medio de Moisés y los profetas, aunque adaptada perfectamente para
(los) fines (de Jesús), en varios respectos era rudimentaria, y ahora el Hijo de Dios (He.
1:2) desarrollaría todo el sistema en uno perfecto” (Dana, 1946:47). Las palabras de Dana
(1946:47-48) en este sentido son inmejorables:
La ilustración clásica de eso se encuentra en Mat. 5:21 sig. Aquí Jesús cita seis de
las leyes mosaicas, las dictadas contra el homicidio y el adulterio, y las que
21
regulaban el divorcio, los juramentos, el talión, y las relaciones sociales, y en
cada caso señala un principio más vital que trasciende la regla mosaica. No
declara abolido el mandamiento del Antiguo Testamento, pero indica su
cumplimiento más alto en una aplicación más espiritual. Es decir, él no condena
al Antiguo Testamento como erróneo en estos puntos, pero lo suplementa como
inadecuado. En el caso del divorcio, él señala la deficiencia de la ley mosaica,
pero se apresura a explicar la causa que hizo inevitable esta deficiencia: la dureza
de los corazones del pueblo. Su actitud hacia el Templo era muy distinto a lo
prescrito en la legislación de Moisés. Vio el oficio del Templo llegado a su fin,
porque decía de su propio ministerio: “uno mayor que el templo está aquí” (Mat.
12:6), y con calma predijo su destrucción (Lc. 21:6). Uno de los aspectos más
revolucionarios de su enseñanza era la manera como él descartó tácita y
explícitamente el sistema levítico entero. Estaba llanamente consciente de ofrecer
algo mejor, destinado a suplantar a los ritos de sacrificios y las regulaciones
ceremoniales del código mosaico. Así que mientras Jesús aceptó plenamente la
autoridad divina del Antiguo Testamento, al mismo tiempo lo reconoció
inadecuado tanto religiosa como éticamente.
Esta perspectiva de Cristo en sí misma habría sido razón suficiente para que sus
contemporáneos lo quisieran crucificar sin la necesidad de que Él tuviera que aseverar ser
Dios. Es razonable ver cómo una persona que se hiciera llamar judía, con todo su
trasfondo religioso basado en la Ley, perdería los estribos por esta actitud de Jesucristo
hacia las Escrituras. Jesucristo estaba socavando las mismas instituciones que le daban
identidad y significado a los judíos y seguramente no habría judío al cual le pareciera
atractivo padecer lo mismo que la nación había sufrido con el exilio babilónico.
Sin embargo Jesucristo no estuvo interesado meramente en darle un “tiro de
gracia” a la decadente religión Judía, Él cumplió la Ley y respaldó su origen y autoridad,
además de que entendía la importancia de Israel en el plan Divino, pero aparte de ello
Jesús también estaba proponiendo que Su persona y ministerio constituían no solamente
22
una mejor revelación de los propósitos de Dios para ellos, sino el cumplimiento mismo de
aquellas Escrituras (Luc. 4:16-21). En pocas palabras, Jesús no pretendió provocar una
crisis sin sentido sino que presentó una mejor manera de entender y aplicar la Ley. Era
precisamente a partir de esta perspectiva que Jesús se consideraba a sí mismo como la
autoridad final en los asuntos de la verdadera fe judía. Cristo nunca se retractó de sus
enseñanzas, nunca dio indicios de equivocación, jamás pidió perdón por su punto de vista
e interpretación de las Escrituras; Jesús es Dios y como tal, su vida y todos los ámbitos de
su ministerio, incluyendo su relación con la Escritura, estuvieron perfectamente libre de
errores y completamente respaldados por su autoridad. Jesucristo ofreció la alternativa
correcta al sistema legalista que había opacado la fe original judía, Él replanteó lo que un
verdadero israelita era y ofreció el ejemplo y las enseñanzas necesarias para que los
judíos lo entendieran así. Muchos compatriotas de Jesús respondieron positivamente a
este mensaje de Jesús, ellos se sintieron atraídos hacia su mensaje básicamente porque
reconocieron la cualidad elemental que diferenciaba la enseñanza del joven carpintero de
Nazaret de la de los fariseos, “la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba
como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mt. 7:28-29) y declaraban que
“Verdaderamente éste es el profeta” (Jn. 7:40), y que “Jamás hombre alguno ha hablado
como este hombre” (Jn. 7:46).
Así pues, Jesús tenía un punto de vista muy balanceado entre lo que eran las
Escrituras y lo que Él era; sí, la Ley y los Profetas eran la revelación de la voluntad Dios
para su pueblo, pero Jesús también expresó su autoridad para llevar dicha revelación más
allá, Él era la revelación más exacta y perfecta del Padre y Su voluntad para los judíos.
23
La interpretación de las Escrituras por Jesús en contraste con la
interpretación legalista de su tiempo
Es interesante notar que los evangelios revelan que los opositores religiosos de Jesucristo
(escribas, fariseos, saduceos) mantuvieron una presión constante sobre Él a lo largo de su
ministerio. Los escritores sagrados dejaron un buen número de estos enfrentamientos
registrados en sus evangelios, señalando la presencia de representantes de algunas de
estas sectas en casi todos los lugares a los que Jesús iba. Así, algunos escribas
presenciaron la sanidad del paralítico (Mt. 9:3), los fariseos iban con él por los campos
cuando los discípulos tuvieron hambre y comieron las espigas (Mt. 12:1-2), y en muchas
ocasiones más, tanto escribas como fariseos le tentaron con preguntas engañosas para ver
si Jesús se equivocaba en algo y así desacreditarlo. En todos estos enfrentamientos
Jesucristo salió avante sin sufrir daño alguno en su carácter, autoridad o mensaje.
Como ya se ha demostrado, el pensamiento teológico dominante de la cultura
judía del tiempo de Jesús fue el producto de condiciones históricas especiales derivadas
del fracaso original del pueblo en cumplir con la parte del Pacto que le correspondía, y de
su consecuente castigo: el exilio babilónico. En un sincero interés por tratar a toda costa
de evitar los errores pasados de los padres (He. 1:1), los judíos cayeron en otro extremo,
el de hacer a un lado la fe viva de los antiguos y condicionar las promesas de Dios al más
estricto y en ocasiones completamente absurdo énfasis en el aspecto judicial de la Ley. El
Señor Jesús, siendo Él mismo un judío en toda la extensión de la palabra, fue en contra de
esta corriente y denunció las fallas fundamentales de este punto de vista, además de hacer
un llamado a sus contemporáneos a volver a “ponerle sentido” a la lectura de la Ley.
El ejemplo más sobresaliente de esto es presentado en Mateo capítulo doce.
Jesús y sus discípulos continuaban con su ministerio itinerante y mientras pasaban por un
sembradío, los discípulos sintieron hambre. Acto seguido los hambrientos seguidores de
Cristo comenzaron a comer las espigas que arrancaban con sus manos lo cual
inmediatamente provocó el reproche de los fariseos a Jesús: “tus discípulos hacen lo que
no es lícito hacer en el día de reposo” (Mt. 12:2). La acción en sí misma estaba
24
contemplada en la Ley como algo correcto (“cuando entres en la mies de tu prójimo,
podrás arrancar espigas con tu mano”, Dt. 23:25), pero lo que disgustaba a los fariseos
era que lo hicieran en el sagrado día de reposo. Jesucristo respondió a sus opositores con
la misma Escritura y la punzante pregunta retórica, “¿No habéis leído…?” (“Nunca
leísteis…?” Mr. 2:25; “¿Ni aún esto habéis leído?” Lc. 6:3). No debe caber duda de que
estos fariseos, tan conocedores de la Escritura, en efecto habían leído lo que Jesucristo
iba a citar. El ejemplo que Jesucristo cita es el de David tomando y comiendo los panes
de la proposición (1 S. 21:1-6), panes reservados única y exclusivamente para el consumo
de los sacerdotes (Éxodo 29:32-33). David y los que le acompañaban consumieron de
aquel pan bajo condiciones difíciles (“tuvo necesidad y sintió hambre” Mr. 2:25-26), y la
Escritura en ningún momento condenó tal acción. Lo que estos fariseos ignoraban no era
la historia misma de David y los panes de la proposición, el problema era que ellos no
habían comprendido las implicaciones de que David comiera algo que por Ley no le era
permitido comer; David, en el más estricto sentido de la Ley, había cometido un acto
ilegal.
Además del ejemplo de David, Jesucristo cita otra “infracción” que los fariseos
no habían considerado en la Ley. Tal era el caso de los sacerdotes “profanando” el día de
reposo en el Templo. La Ley ordenaba que nadie hiciera ningún tipo de trabajo en aquél
día, pero irónicamente el día de reposo era el día en que los sacerdotes más trabajo tenían
ofreciendo sacrificios (Números 28:9). El Señor Jesucristo presenta este caso a los
fariseos nuevamente formulándoles la pregunta retórica “¿No habéis leído…?” Justo
como con el ejemplo de David, los fariseos obviamente conocían de esta situación (que
curiosamente había quedado registrado en la Ley misma), pero igualmente ignoraban las
implicaciones del caso. El punto que Jesucristo quería que los fariseos entendieran era
que a pesar de que los sacerdotes trabajaban en un día en el que el trabajo estaba
estrictamente prohibido (así como también David había comido el pan prohibido), ellos
no eran tenidos por culpables.
En defensa de sus discípulos Jesucristo cuestionó a los fariseos en cuanto a estos
ejemplos de infractores y sus “infracciones”; ellos no eran condenados por Dios, ¿Cómo
25
podía ser aquello? ¿La Ley era quebrantada y no había condenación? Jesús responde a
esto aludiendo a la ignorancia de los fariseos, Él les dice: “Y si supieseis qué significa:
Misericordia quiero, y no sacrificio, no condenaríais a los inocentes” (Mt. 12:7). Los
fariseos conocían muy bien la letra de la Ley, pero no entendían, no comprendían el
sentido, el significado y el propósito de las tales. En este caso específico Jesucristo señaló
a los fariseos dos elementos importantes a considerar en el asunto de la interpretación de
la Ley.
El primero de estos era que Dios exige misericordia antes que los sacrificios
(Oseas 6:6). Los fariseos se habían olvidado de los aspectos más importantes de la Ley: la
misericordia, la justicia y la fe (Mt. 23:23). Al tratar de observar al pie de la letra el
mandamiento del día de reposo prescrito por la Ley los fariseos se habían olvidado de
tener compasión por estos hombres, seguidores de Jesús, quienes tenían el estómago
vacío al igual que David lo había tenido un milenio atrás cuando había ingerido el pan
prohibido. Este era un caso excelente para ilustrar que Dios exige misericordia antes que
un acto religioso meramente externo, como lo eran los sacrificios, o en el caso específico
de los fariseos, la observación estricta del día de reposo.
El segundo punto que Jesús quería que sus opositores consideraran era que el día
de reposo había sido establecido para el hombre y no viceversa (Mr. 2:27). La obsesión
de los fariseos por la Ley los había llevado a considerar el sábado como un fin en sí
mismo, y no el medio para un fin. Que el sábado hubiese sido establecido para el hombre
representaba que aquel día debía servir al hombre y no el hombre al día. Henry
(1999:1217) comenta:
El sábado es una institución sagrada y divina, pero ha de observarse como un
beneficio y un privilegio, no como una carga insoportable. Dios nunca se propuso
que fuera una imposición y tampoco nosotros debemos tomarlo así ni imponerlo a
otros. El ser humano fue hecho para Dios, para Su honor y servicio, no para el
sábado. Por eso, quiso que el sábado fuera para el hombre, para su beneficio y
descanso…El sábado fue hecho día de descanso, a fin de que pudiésemos
26
dedicarnos a una obra santa, obra de alabanza y de acción de gracias, de
comunión más íntima con Dios.
Y añade Edersheim (1981:165),
En realidad, la razón por la cual David estaba libre de culpa al comer los panes de
la proposición era la misma que hacía legal el trabajo sabatino de los sacerdotes.
La ley del sábado no era meramente de descanso, sino de descanso para
adoración.
El dilema en que los fariseos habían sido colocados por Jesús se derivaba de la
manera legalista en que ellos interpretaban las Escrituras. Esta forma de interpretación,
aunado a la dureza de sus corazones, había cerrado sus entendimientos a la realidad de la
misericordia que ellos debían manifestar a sus prójimos que estuvieran en una situación
de necesidad. El registro de Mateo no dice si los fariseos hicieron un intento por
responder al cuestionamiento de Jesús pero se podría inferir, en base a la naturaleza
misma del dilema interpretativo, que los fariseos simplemente callaron humillados. Para
dar por concluida la controversia de forma definitiva, Jesucristo añadió las tajantes y
completamente autoritativas palabras: “El Hijo del Hombre es Señor del día de reposo”
(Mt. 12:8). Los ejemplos que Jesús había citado en defensa de sus discípulos eran
suficientes para arruinar el argumento fariseo, pero su identidad como el Señor del día de
reposo le daba el privilegio de decir la última palabra en lo que a ello se refería.
La interpretación que Jesús hizo de las Escrituras revolucionó la perspectiva
corriente de su tiempo, Él volvió a la fuente y presentó una mejor manera de vivir una
vida religiosa que verdaderamente agradara al Padre; había una mejor opción que la
observación rigorista de la Ley sagrada, la opción era vivir en justicia, misericordia y fe
(Mt. 23:23) como respuesta a la gracia de Dios, algo que el legalismo farisaico jamás
podría lograr. Dana (1946:52) resume bien la interpretación de las Escrituras por parte de
Cristo:
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Jesús rehusó tener el Antiguo Testamento como un código de leyes inalterables,
pero en cambio vio en él una revelación de principios éticos y religiosos
fundamentales que podrían adaptarse a condiciones variadas. Contrario a las
opiniones aceptadas de su tiempo, él consideró el elemento moral del Antiguo
Testamento muy superior al ceremonial. Para Jesús, el Antiguo Testamento era
un gran tesoro de verdad espiritual, necesaria y eficaz en la experiencia religiosa
de los hombres.
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Conclusión
Después de dos mil años de la encarnación de Jesucristo y más de tres mil de la
impartición de la Ley en Sinaí, el pueblo de Dios sigue enfrentándose al peligro de la
interpretación legalista de las Escrituras y su respectivo uso para perpetuar una visión
defectuosa de la dinámica de la vida cristiana, aquella que pretende limitarla a un simple
intercambio de cumplimiento de obligaciones entre el Rey y sus súbditos. Muchos
cristianos leen los relatos de los evangelios y condenan a los fariseos por haber sido tan
críticos e intransigentes con las enseñanzas de Jesús sin darse cuenta de que en efecto
ellos mismos se encuentran en una condición de interpretación legalista similar a la
manifestada por los escribas y fariseos de los tiempos del Mesías. Parte del problema
radica en que para muchos cristianos el concepto de “legalismo” representa simplemente
el establecimiento de reglas o normas en las iglesias sean estas derivadas o no derivadas
de claros principios bíblicos, pero también es cierto que muchas iglesias de diversas
tradiciones cristianas (desde las más conservadoras hasta las más contemporáneas) se han
enfocado más en legislar de manera estricta varios aspectos de la vida cristiana, que en
realidad enfocarse en lo verdaderamente importante de ella: la misericordia, la justicia y
la fe. Existe la tendencia, al igual que en la religión judía de los tiempos de Jesús, a
considerar a un creyente como más o menos espiritual o valioso dependiendo de la
manera en que cumpla con ciertas reglas o preceptos auto-impuestos o establecidos por la
misma cultura cristiana. Así, por ejemplo, existe alguien que considera que mientras más
temprano se llegue a la celebración de un servicio dominical más espiritual es o más
bendecido será por Dios o, en el ejemplo más extremo de la teología de la prosperidad,
que mientras más dinero se ofrende mas obligación se impondrá a Dios de prosperar a
una persona; mientras que por otro lado alguien más piensa que si una persona no alaba o
adora de una u otra manera (por ejemplo con danza, tomando la frase “alabadle con el
candor de la danza” del Salmo 150 como un mandamiento) está en realidad manifestando
una vida cristiana defectuosa o un corazón apartado de Dios. Estos cristianos olvidan que
Dios desea la manifestación de la misericordia en la vida del creyente antes que los actos
29
religiosos meramente externos (Oseas 6:6), y que él rechaza los actos aparentemente
piadosos que tienen fines egoístas.
Sobresale también el hecho de que las intenciones del corazón de muchos
creyentes al enfocarse exclusivamente en el aspecto legislativo de la Escritura tienen
propósitos originalmente nobles (así como los legalistas del tiempo de Jesús tenían la
noble intención de evitar fallarle a Dios y el consecuente exilio) y muchos otros no
tendrán problemas en vivir bajo ellos, pero eventual e inevitablemente este legalismo
terminará por manifestarse en palabras y hechos, y por afectar las vidas de otros creyentes
llegando incluso hasta dañarlas de modo casi irreparable. Al igual que la religión judía, el
cristianismo en muchos casos se ha convertido en un simple intercambio de obligaciones
entre Dios y su pueblo: el pueblo obedece para que así sea merecedor de las recompensas
que Dios le ofrece, ya sea prosperidad, salud o el mismo cielo. De esta perspectiva se
deriva la interpretación legalista de las Escrituras, la cual es uno de los factores
principales que está robando a muchos cristianos el gozo de experimentar la fe viva, la
vida abundante diaria que Cristo quiere impartir al cristiano verdadero.
Es por lo tanto necesario que la iglesia de Cristo busque cultivar entre sus
miembros un sincero amor y respeto por Dios y su Palabra que se traduzca en un interés
por encontrar en la Escritura los principios eternos que coadyuven en el cumplimiento de
los dos mandamientos supremos en los cuales se puede resumir la Ley: Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y amarás a tu
prójimo como a ti mismo. El cumplimiento de este mandamiento sólo puede ser el
resultado de un corazón correcto, transformado por Cristo, y no del estricto apego a una
serie de mandamientos externos.
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