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IMÁGENES EN LA TRAMA DE LA HISTORIA
POR JAVIER TRÍMBOLI*
* E N L A A C T U A L I D A D S E D E S E M P E Ñ A C O M O A S E S O R H I S T O R I O -
G R Á F I C O D E C A N A L 7 , L A T E L E V I S I Ó N P Ú B L I C A . C O M O T A L ,
P A R T I C I P Ó E N L A S P E L Í C U L A S R E V O L U C I Ó N Y B E L G R A N O , A S Í
C O M O E N L A R E A L I Z A C I Ó N D E L O S D O C U M E N T A L E S H U E L L A S D E
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C I E N T O S C U A T R O . P O R E L C A M I N O D E B I A L E T M A S S É ( B U E N O S
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AGN
Monumento al Ejército de los Andes. Cerro de la Gloria, Mendoza. El monumen-to, obra del escultor Juan Manuel Ferrari, fue inaugurado en 1914.
“Una imagen vale más que mil palabras.” ¿Seguro? Una foto, esta
foto que ustedes pueden ver en la pantalla, ¿logra mostrar mucho
más que lo que pueden mostrar las palabras? O, incluso, ¿alcanza a
explicarse por sí sola? Alejándonos un poco más del dicho: las imá-
genes, ¿logran recoger, sin que las palabras intervengan, parte im-
portante del sentido de lo que retratan? John Berger, uno de los
principales estudiosos contemporáneos de la fotografía y la pintura
(y también un muy buen escritor), se hace preguntas parecidas a es-
tas. Y, en un tramo de la respuesta que va ensayando, nos señala
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que las únicas fotos que preservan su sentido, son aquellas destina-
das a un uso privado, fundamentalmente, las fotos familiares. Por-
que al verlas, si no solos, con la ayuda de un hermano podemos re-
conocer con relativa facilidad el rostro de otro familiar e incluso, el
lugar y a propósito de qué ocasión se consideró que valía la pena
tomarlas. ¿Y si son más viejas? Quizás ya la facilidad no sea tanta,
pero si damos con el adulto adecuado, con el “narrador”, con un da-
to que nos revele, como la punta del ovillo, podemos descifrar las
huellas que la foto nos acerca. De este modo, la memoria rescata a
esa imagen del sinsentido que la envolvería sin su socorro. La me-
moria y sus tentáculos.
EL ÁLBUM DE LA FAMILIA ARGENTINA Por ejemplo, y variando un poco, solo un poco, la definición: segu-
ramente quienes sean de Mendoza, o quizás también los de Cuyo,
no demoren mucho en darse cuenta de que la foto que encabeza
este texto es el Monumento del Ejército de los Andes, en el Cerro
de la Gloria, de la ciudad de Mendoza. Ellos podrían pensar que pa-
ra esta imagen las palabras huelgan, están de más. Aunque mucho
tiempo haya pasado desde que se la tomó, aunque las fotos que
hoy se hacen, que hacemos, muy raras veces sean en blanco y ne-
gro. Así las cosas, para mendocinos y cuyanos no hacen falta pala-
bras para entender de qué trata esta foto, se las arreglan sin epígra-
fe. La foto les entrega por sí misma el núcleo de información con
que carga, sin ayudas exteriores.
En una de esas ya lo advirtieron: cuando decía que estaba variando
un poco la definición, me refería a que es usual suponer que una
comunidad social y política puede ser pensada y representada como
una familia. La familia mendocina, entonces, distingue esta foto con
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relativa facilidad, como los entrerrianos reconocen de la misma ma-
nera el Palacio San José y los porteños la Catedral o la Pirámide de
Mayo. Me permito agregar la sospecha de que con un lugar como el
Cabildo pasa otra cosa. Es muy probable que no importe en qué lo-
calidad de la Argentina vivan y estudien, para que puedan respon-
der qué construcción es esa que tienen fotografiada. Aun cuando
sea vieja.
AGN
El Cabildo entre 1842 y 1850, según el epígrafe, la imagen más antigua de este edificio. Se trata de un daguerrotipo de C. Fredricks, de 1852, en los días de la secesión de Buenos Aires de la Confederación. (Fuente: La Fotografía en la Historia Argentina. Buenos Aires, Clarín AGEA, 2005).
Los nostálgicos de los tiempos nacionales, cuando muy pocos duda-
ban (o al menos se atrevían a hacerlo en voz alta) de que la única
familia que entre nosotros existía era la de los argentinos –atrás,
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bastante atrás, tenía que quedar la de mendocinos, porteños o en-
trerrianos–, añoran el momento en que todos reconocíamos el Ce-
rro de la Gloria y su gran Monumento o, aunque no estén en esta
colección de fotos, el monumento a Güemes en la ciudad de Salta y
el de la Bandera en Rosario. Como la familia argentina predominaba
y se sentaba usualmente alrededor de la mesa, imágenes como es-
tas eran compartidas por todos. Manuales escolares, láminas, es-
tampillas, distintos dispositivos intervenían para apuntalar una me-
moria nacional.
No hay motivo en especial para disgustarnos con los nostálgicos y el
motivo de su añoranza, pero es muy dudoso (si no sencillamente
improbable) que alguna vez haya existido esa familia argentina, es-
trechamente unida en el presente y consustanciada por igual con
imágenes del pasado. Sin ir más lejos, quien esto escribe hizo su es-
cuela primaria y los primeros años de la secundaria antes de la Gue-
rra de Malvinas, de 1982, cuando se suponía que esa familia argen-
tina gozaba de inmejorable salud, o al menos, existía. Bueno, en
esos años, ante una foto como esta hubiera permanecido en silen-
cio, sin nada que decir. Quizás sospechaba que algo tenía que ver
con lo que las autoridades de esas instituciones educativas llamaban
“patria”, con demasiado embeleso y gesto solemne: tal como esta-
ban las cosas entonces y aunque mucho no las entendiera, sabía
que así definida la patria mucho no me interesaba. Pero el problema
es más grave. Que no se malentienda, no en un sentido pesaroso,
que nos lleve a la tristeza, sino por su importancia. Sabemos cómo
son las familias: ante todo, que nunca estuvieron tan armaditas có-
mo se las evoca, que tienen, tuvieron y tendrán sus idas y vueltas,
sus peleas y secretos. Es más, no solo ahora escasean los adultos
con la disposición para introducirnos con sus relatos por los vericue-
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tos de nuestros antepasados. Y, además y fundamentalmente: si te-
nemos suerte, tal vez con su ayuda podamos reconocer los rostros
de la foto familiar, quizás entender el motivo que la mereció, pero
lo que muy probablemente se nos siga escapando es el estado de
ánimo, los sentimientos que embargaban a los fotografiados.
De vuelta en nuestra foto. Señala Berger que la cámara fotográfica
“separa una serie de apariencias de la inevitable sucesión de apa-
riencias posteriores. Y las mantiene intactas”. Toma un instante, una
instantánea, de la vida de ese cuerpo y lo congela, con la pretensión
de que sobreviva hasta llegar a nosotros tal como fue registrado en
ese preciso momento. Por supuesto, al tratarse de un monumento,
esta regla (que es general) se acentúa, porque está en el fundamen-
to mismo de esas construcciones eternizarse, ser inmunes al tiempo
y a la historia. Hacia 1909, el mismo año en que se sancionó la ley
que impulsó la construcción definitiva de esta obra que corona el
Cerro de la Gloria, un joven llamado Ricardo Rojas, oriundo de San-
tiago del Estero y perteneciente a una familia distinguida, escribe un
libro bien interesante llamado La Restauración Nacionalista. Había
pasado una temporada en Europa, enviado por el Consejo Nacional
de Educación, con el objetivo de estudiar los sistemas de educati-
vos, sobre todo en lo que hace a la enseñanza de la Historia. Lo que
confirma en su libro es que la hora es de nacionalismos, es decir,
después del proliferar de memorias (y enseñanzas) universales o eu-
ropeístas, los Estados se habían dispuesto a apuntalar relatos que
fortalecieran la identidad nacional por encima de cualquier otra.
Acompañandola expansión imperialista desplegada desde Europa y
como antesala de lo que cinco años más tarde sería la Gran Guerra
o Primera Guerra Mundial.
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LA PEDAGOGÍA DEL CIVISMO NACIONALISTA En el último capítulo de su libro, “Bases para un Renacimiento na-
cionalista”, una de las preocupaciones principales de Ricardo Rojas
es la de las estatuas. “Hay una Pedagogía de las estatuas: su peda-
gogía es de civismo, de estética y de historia.” Se le ocurre que es
imposible enseñar y aprender nuestra historia sin imágenes que,
distribuidas y emplazadas en el espacio público, condensen los ins-
tantes más destacados de ese pasado. A la par que propone que se
erijan estatuas y monumentos que recuerden a nuestros próceres,
la emprende contra aquellas que recuerdan a personalidades ex-
tranjeras. Estamos en la Argentina que, años después, el historiador
José Luis Romero llamaría “aluvial”, marcada por el arribo sin pausa
de trabajadores inmigrantes, que llegan desde las regiones más po-
bres de Europa. A ellos, Ricardo Rojas, como otros hombres de Es-
tado, los quiere incluir en una nueva memoria nacional. Una estatua
en particular lo inquieta y la toma como contraejemplo: se trata de
la del revolucionario republicano italiano Giuseppe Mazzini.
“Mazzini en cambio, como pensador, no alcanza proporciones uni-
versales”, escribe Rojas. “Nada le debe como hombre nuestra nacio-
nalidad. Es el teorizador de una época, y ni él ni Garibaldi pueden,
como símbolos, oponérsele al otro [se refiere a Dante]. La estatua de
un extranjero, además, no puede seguir a las puertas mismas de
Buenos Aires; e impónese trasladarla.” ¿A dónde llevarla? Una posi-
bilidad en danza era al barrio de La Boca, de mucha presencia inmi-
grante italiana, pero Rojas rápidamente manifiesta su oposición a
ese proyecto que significaría “consagrar oficialmente esa población
como un pedazo de Italia”. Sin dudas, en su lugar, recibiendo e im-
pactando a esas multitudes que bajan de los barcos para instalarse,
al menos por una temporada, en la Argentina, debería estar la esta-
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tua de Juan de Garay, el fundador de Buenos Aires, o la de “don Ma-
riano Moreno, el fundador de la democracia”.
AGN
Estatua de Giuseppe Mazzini, en el Paseo de Julio, actual Avenida Leandro N. Alem. Se trata de lo que hoy es Plaza Roma. El monumento fue emplazado allí en 1875.
Más allá de su crítica, la estatua de Mazzini permaneció ubicada en
una plaza contigua al puerto, a una cuadra de Leandro N. Alem –por
entonces, Paseo de Julio– y Corrientes. Si en este tema Rojas no fue
tomado en cuenta, lo cierto es que el Monumento al Ejército de los
Andes se realizó en un clima de ideas e inquietudes entre las mino-
rías gobernantes que había quedado muy bien registrado en su libro
La Restauración Nacionalista. El clima que rodeará la celebración
del Centenario que mucho más que festejar a una revolución, la de
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mayo de 1810, quiso ser de reencuentro con la esencia de una na-
cionalidad.
“Una estatua que se alza tiene todos los caracteres de una resurrec-
ción, y no resucitan sino los dioses”, continúa Rojas. “Ha de ser bella,
para tener el prestigio del arte; ha de ser justa, para tener el presti-
gio de la gloria: la gloria y la belleza han de prestarle el soplo de la
inmortalidad.” Por lo tanto, a la cuestión del tema nacional se le
suma esta afirmación estética y también, ¿qué duda cabe?, religio-
sa: una y otras en la búsqueda de instalarse en las memorias y su-
perar las contingencias del tiempo. Plantado el Monumento al Ejér-
cito de los Andes en la cima de un cerro, nos obliga a mirarlo siem-
pre desde abajo, siempre con el cielo de fondo. La foto con que con-
tamos pronuncia un poco más este ángulo y, ante todo, lo que nos
transmite es grandeza. Grandeza de la empresa del cruce de los An-
des, con el ejército en lo más alto, y grandeza del monumento que
los recuerda. Busquemos un poco más la palabra que corresponde a
lo que persigue producir el conjunto escultórico. Virtud, ideal, ele-
vación. Y esta foto le es muy fiel a esta búsqueda. La Libertad es una
figura alegórica, alada. El monumento y lo que evoca: más cerca de
la inmutabilidad del cielo, y de Dios, que de la transitoriedad de la
tierra, de los hombres y mujeres de carne y hueso.
Propongo entonces asaltar esta imagen desde la historia, al menos
desde otro instante de ella, uno muy preciso, en el que lució muy
distinto. Se trata del día en que fue inaugurado, el 12 de febrero de
1914, a 97 años de la batalla de Chacabuco, en la que el ejército de
San Martín, después de cruzar los Andes, derrotó a las tropas realis-
tas que respondían a España, haciendo posible la independencia de
Chile. Resonaban aun los ecos de las celebraciones de 1910 cuatro
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años atrás, cuando la invitada principal, paradójicamente, había sido
una representante de la Corona de España contra la que San Martín
y los suyos habían luchado, la infanta Isabel. Podemos presumir que
ese día de febrero de 1914 el calor era agobiante y, dada la relevan-
cia del acontecimiento, fue feriado en Mendoza. “Jamás Mendoza
ha presenciado aglomeraciones tales”, así nos dice la crónica del
diario Los Andes del día posterior. Y también nos informa que solo
quienes cuentan con “invitación oficial y carruaje” pueden ingresar
hasta su base para presenciar de cerca la inauguración, lo que lleva
a que la población humilde que se acerca hasta el cerro se vea obli-
gada a dar una serie de rodeos y contentarse con ocupar sus lade-
ras. Componen así una imagen extraña, que se lee de arriba abajo,
como el monumento. ¿Y qué duda cabe de que quienes cuentan
con invitación oficial y pueden acercarse hasta allí en carruaje son
miembros de las familias más poderosas de la provincia? Así la mul-
titud, que fue estimada en más de 20.000 personas, se ubica por
debajo de esa minoría, escenificando también, de manera acciden-
tal –aunque no tanto–, la estratificación social vigente en una Ar-
gentina que aun no conocía la democracia ni las políticas sociales
del Estado.
En contraste, entonces, con esta foto del Monumento al Ejército de
los Andes, que por algún tiempo fue reconocida por una parte de la
sociedad, al menos en su motivo, conviene situar esta otra imagen
hecha tan solo de palabras. En contra de la pulcritud y la inmutabili-
dad del monumento, es una imagen desprolija y ligada, en la bús-
queda de precisión, a un contexto en particular. Porque este mo-
numento vive tanto en una imagen como en otra, es una y otra. Pe-
ro algo más nos cuenta la crónica. Que dos “máquinas” sobrevola-
ron la ceremonia y hasta nos dice los nombres de quienes las pilo-
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tearon, Teodoro Fels y Mario Casale. Y que llevan en el vuelo a un
acompañante que toma fotos del monumento, de la ceremonia y de
la multitud. Pero no contamos con estas fotografías que quizás se
aproximan bastante a lo que intentamos reconstruir con palabras.
Quizás las atesora algún familiar del fotógrafo que las tomó o de es-
tos aviadores. Lo cierto es que no hubo memoria pública, apuntala-
da por el Estado, que se ocupara por hacerla suya y cuidarla, segu-
ramente porque no correspondía a la memoria nacional que se pre-
tendía forjar. O, de otra manera, porque era en exceso reveladora
de un orden social en el que la distinción entre privilegiados y pos-
tergados era flagrante. Los problemas de la familia.
Antes de avanzar con la última fotografía en la que propondré dete-
nernos, señalo que la estatua de Mazzini que bastante enojo le pro-
dujo a Ricardo Rojas, también supo de situaciones de multitudes, y
no solo de multitudes episódicas que transitaban por la zona al des-
embarcar. Porque la plaza en la que estaba situada, bajo su presen-
cia, era una de las preferidas por el movimiento obrero de la época,
para celebrar sus grandes asambleas y concentraciones, principal-
mente por el muy poderoso grupo que respondía al anarquismo. Es
decir, eran multitudes que ya no representaban, alrededor de un
monumento y en la aceptación de su lugar de dominados, una es-
tructura social dual e injusta, si no, por el contrario, la lucha por su
emancipación. De hecho, ese mismo año de 1909, la movilización
obrera del 1.º de Mayo tenía planeado desembocar en esa plaza,
frente a esa estatua, cosa que habría sucedido de no ser por la bru-
tal represión que interrumpió su marcha y dejó un tendal de muer-
tos. A la cabeza de la represión estuvo el jefe de la policía, Ramón L.
Falcón. Entre los manifestantes andaba un joven que había llegado
de Europa oriental, Simón Radowitzky. En ambas fotografías, la del
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Cerro de la Gloria y la de Mazzini, una misma operación impera: sus-
traer de ellas a las multitudes que las rodearon. A lo sumo encon-
tramos individuos, lo que les da un aire metafísico, como en los
cuadros de De Chirico.
UNA IMAGEN ENTRE LA VENERACIÓN Y EL OLVIDO Mientras que la alianza entre fotografía y monumentos, puesta a
funcionar en la coyuntura del Centenario, aísla la imagen del curso
de la historia, de su barro podríamos decir, y busca eternizarla –
idéntica a sí misma, insuperable–, hay otro uso de la fotografía que
pretende resguardar aquello que la misma historia en su devenir es-
tá pronta a derrumbar. Son varias las fotos de esta colección que
parecen estar animadas por esta voluntad. Pero detengámonos en
esta en particular.
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AGN
La antigua casa de Rosas, en Palermo, fotografiada por Christiano Junior en 1876, cuando funcionaba como Colegio Militar.
No es arriesgado decir que, desde que esa construcción fue levan-
tada –casona la llamaron y la obra se realizó entre 1838 y 1848–, no
había habitante oriundo de Buenos Aires, tampoco muchos de las
provincias, que no supiera de qué se trataba. Fueran miembros de
las clases elevadas o de las postergadas. La odiaran a la casona o, al
revés, sintieran por ella un enorme respeto más bien silencioso. Sí,
una construcción y luego una imagen pueden ser odiadas o venera-
das. Durante algunos años, no muchos pero muy intensos por cier-
to, había sido el centro del poder político. Sin dudas, la llegada ma-
siva de inmigrantes (que tanto se aceleró desde los alrededores de
1880) con otras memorias, modificó este reconocimiento unánime,
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aunque este nunca llegó a perderse del todo. Lejos de eso. Hoy, casi
está demás decirlo, sin un epígrafe sería muy difícil descifrar de qué
trata esta imagen.
Lo cierto es que la noche del 2 de febrero de 1899 fue demolida. Al-
gunos registros sugieren que acordes de música festivos acompaña-
ron la explosión de dinamita que la echó por tierra. No, no fue un
atentado terrorista, sino el producto de una decisión del intendente
de Buenos Aires, Adolfo Bullrich. Es que esa era la residencia em-
blemática de Rosas, la de San Benito de Palermo. Y Rosas, en la mi-
rada de las elites liberales y a la vez conservadoras, que gobernaban
la Argentina hacia aquel entonces, era el representante por exce-
lencia de la barbarie, el tirano que había gobernado largos años
apoyándose en las clases populares, en la “plebe”. Tanto simboliza-
ba San Benito de Palermo, que el día después de la derrota de Rosas
en la batalla de Caseros en 1852, Sarmiento se siente definitivamen-
te vencedor cuando entra en la casona y redacta una carta cele-
brando la victoria desde el escritorio de su enemigo. ¿Qué hacer con
ese caserón? El mismo Sarmiento le buscó otras utilidades: así fue
sede del Colegio Militar y de la Escuela Naval, y en una carta escrita
unos años antes de morir aconsejaba que no se derrumbara “la
construcción bárbara del tirano, notable y digna de conservarse por
su originalidad arquitectónica, como por su importancia histórica”.
Hasta que, como dice Ricardo Rojas en su libro, fue “destruida por la
impaciencia progresista de quien no comprendió que hubiera sido
hasta un bello detalle decorativo entre la fronda oscura de Paler-
mo”. El diario La Prensa elogiaba que se hubiera elegido esa fecha
para la demolición, “de modo que el sol de Caseros –la batalla suce-
dida un 3 de febrero– no alumbre más ese vestigio de una época
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luctuosa y que fue morada del tirano”. También, para ahorrarle ese
espectáculo al nuevo siglo.
Quizás quien tomó esta foto se encontraba movido por el mismo
ánimo que llevó al escritor Fray Mocho a escribir –justo antes de la
demolición, enterado de ella y embargado por lo que significaba–
una nota en la revista Caras y Caretas en la que recogía los vestigios
que quedaban entre los contemporáneos de ese momento del pa-
sado. No lo podemos saber. Apenas llega esta foto hasta nuestras
manos y constatamos que, como dice Berger, “las fotos no narran
nada en sí mismas”. Para que el olvido sea mayor, incluso para que
la foto se pierda, inentendible, y para que nos perdamos en ella y
cansados la dejemos de lado, en el mismo sitio en el que estaba la
casona de Rosas, el 25 de mayo de 1900, apenas un año y unos me-
ses después, se inauguró la estatua a Sarmiento encargada al escul-
tor francés Auguste Rodin.
AGN
Monumento a Sarmiento, de Auguste Rodin, en Palermo.
Un nuevo símbolo sobre otro que se entierra pero, conviene agre-
gar, el flamante, supuestamente vencedor, también tiene sus plie-
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gues y no vive sin contradicción. Porque Sarmiento no quiso ese fi-
nal para la casona pero también porque la estatua que se le dedicó
causó cantidad de discusiones y discrepancias al interior de las elites
y de la opinión que lo homenajeaba. Además, hoy, en Buenos Aires,
aunque se encuentre en un lugar muy visitado de la ciudad, a me-
tros del zoológico, son pocos los que en ella reparan. Pero esta es
otra historia.
DE LO FAMILIAR A LO INQUIETANTE Por último, el Cabildo. Así como hay fotos que nos garantizan que
siempre lo reconoceremos, otras lo muestran con una torre muy
poco hispánica que lo vuelve extraño.
AGN
El Cabildo, después de las reformas de 1879, realizadas por Pedro Benoit.
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Esta colección, maravillosa incluso por su amplitud –me animo a de-
cir por su desorden que pretendemos surcar–, nos acerca también
la imagen del Cabildo de 1910, de ese Centenario tan aristocratizan-
te, al borde de las transformaciones políticas y sociales que trans-
formarían a la Argentina.
AGN
Avenida de Mayo, edificio de la Intendencia y el Cabildo sin torre, ca. 1910. En 1889 había comenzado la demolición de tres arcadas del edifi-cio del antiguo Cabildo y de la Casa de Policía (que se hallaba al lado), por las obras de la Avenida. En ese momento también se demolió la torre del Cabildo.
Y entonces lo extraño se vuelve inquietante. Escribe Rojas: “El Ca-
bildo de la Independencia queda ahí, trucidado en el flanco, espe-
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rando su definitiva destrucción”. Las imágenes y las palabras son
imprescindibles para recorrer el pasado de nuestra sociedad.