ESTUDIOS CELADEL 3
FUNDAMENTOS DE LA
DIRECCIÓN ESTRATÉGICA
PÚBLICA
ALFONSO YERGA COBOS
Fundamentos de la Dirección Estratégica Pública
Alfonso Yerga Cobos
Estudios CELADEL
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FUNDAMENTOS DE LA DIRECCIÓN
ESTRATÉGICA PÚBLICA
ALFONSO YERGA COBOS
El autor es funcionario de carrera de la Administración Local española.
También es profesor del Área de Ciencia Política y de la Administración en la
Universidad “Pablo de Olavide” de Sevilla. Ha desempeñado
profesionalmente puestos de responsabilidad pública relacionados con la
planificación estratégica y los gobiernos locales, entre ellos el de Director
General de Administración Local en la Junta de Andalucía.
En el marco de la centralidad que tiene el Estado en la sociedad actual - centralidad que se
traduce en la extensión e importancia de los servicios que presta a la ciudadanía y en el
volumen de los recursos presupuestarios y humanos dedicados a dicha provisión- el trabajo
pone su atención en un componente clave para lograr efectividad y eficacia pública: la
dirección estratégica pública.
El texto presenta y analiza los conceptos teóricos, los procesos y los instrumentos prácticos
que permiten concretar la actitud proactiva que fundamenta la dirección estratégica en el
sector público: anticipar y provocar el cambio para generar valor y aumentar la legitimidad
de las políticas públicas.
© CELADEL, 2013
Serie Estudios, Nº 3, Marzo de 2013
Córdoba, Argentina
www.celadel.org
Fundamentos de la Dirección Estratégica Pública
Alfonso Yerga Cobos
Estudios CELADEL
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INTRODUCCIÓN
Si ponemos en la perspectiva de los últimos cien años los temas que tienen
que ver con lo público podríamos dibujar un mapa con diferentes realidades
–desde el actual ciclo de crisis económica que viven muchas economías y que
afecta al peso de sus Administraciones públicas en el gasto nacional hasta el
papel que han venido jugando esas organizaciones en los procesos de
desarrollo humano, pasando por la diversa teorización acerca de conceptos
como buen gobierno o gestión pública- pero con un eje común: lo público ha
ido adquiriendo una magnitud y un espacio simbólico impensables cuando
comienza a desarrollarse el ciclo de democratización histórica en el siglo
XIX.
Esa centralidad, que va a ir ligada al crecimiento de los servicios que ofrece
el Estado a la ciudadanía, se materializa en los recursos, tanto
presupuestarios como humanos, dedicados a dicha provisión. Con desigual
intensidad – mientras en unos países se consolidaba, caso del Norte de
Europa, en otros se sigue estando pendiente de un mínimo de
institucionalización que evite Estados fallidos- el servicio público adquiere
una dimensión –manifestada a través del número de operaciones que
evidencian la transacción entre el proveedor público y la ciudadanía
receptora- que remite a la complejidad organizativa –entendiendo por tal
formas institucionales bajo las que se presta el servicio, especialización
profesional requerida, tipología de organización interna, fórmulas de
financiación de los servicios que se ofertan, relaciones
intergubernamentales, etc.-.
Como un elemento vertebral de esa complejidad surge la importancia de la
estrategia a seguir, con una clara mezcla entre política –en el sentido de las
políticas públicas que se despliegan para atender a las necesidades de la
ciudadanía e impulsar el desarrollo social de la comunidad de que se trate -
y técnica gerencial.
Una mirada a las reflexiones de los primeros teóricos de la moderna
Administración pública, en el tránsito del siglo XIX al XX, nos revelaría una
incipiente preocupación por la manera en que debía conducirse la provisión
de servicios públicos; algo que, con el tiempo, iría adquiriendo una
trascendencia que se ligaría a la transformación del Estado –caso de las
diversas propuestas que ampara la expresión “nueva gestión pública"- y que
en el momento presente está naturalmente instalada en la teoría de la
Ciencia de la Administración, por un lado, y en el lenguaje cotidiano de los
servidores públicos, por otro.
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Cómo ser más efectivos y eficientes se ha convertido en un lema y en un
objetivo, no por más reiterados conseguidos, que remite al ciclo de
operaciones que va desde el diseño de una política pública hasta su
evaluación y, en su caso, retroalimentación. Y en ese recorrido hemos vivido
la sistematización de conceptos que tratan de precisar esa eficacia y esa
eficiencia, o sus respectivas ausencias. Es el caso de la dirección estratégica
pública, que debe asumir ese cambio histórico de pasar del discurso de “así
lo deberíamos hacer” a la actitud de “así lo vamos a hacer”. Esa es la
intención de las páginas que siguen, la de argumentar afirmaciones básicas
en torno a la importancia de la dirección estratégica en el ámbito de lo
público, su orientación y los instrumentos para materializarla.
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¿DE QUÉ TRATA LA DIRECCIÓN ESTRATÉGICA PÚBLICA?
Conceptos como “prospectiva”, “matrices para el análisis interno y externo”,
“red de actores sociales”, “indicadores de impacto”, “cuadro de mando” y
muchos otros han llegado a formar parte del día a día de la vida de las
organizaciones públicas. En no pocos casos más en el discurso que en la
acción; pero, de uno u otro modo, como elementos que se relacionan con lo
que la dirección de una organización pública debe manejar como lenguaje.
Es difícil sustraerse al proceso evolutivo que han vivido todas las
organizaciones en general, tanto por la historia universal de la gestión como
por los sucesivos contextos socioeconómicos recorridos. Nadie discutiría que
la importancia adquirida por las tecnologías de la información y de la
comunicación tiene que ver con nuevas formas de relacionarse personal y
profesionalmente; como nadie pondría en cuestión que procesos
sociodemográficos han ido cambiando la relación de la mujer con el mercado
de trabajo o que la mundialización de la economía ha ido mutando el papel
del Estado nación. Y lo más importante es que esos procesos han generado, a
su vez, una serie de consecuencias que pueden sintetizarse en la palabra
“cambio”. Algo de lo que no se han librado las organizaciones públicas y que
les ha obligado a acompasar su ritmo al de la sociedad que está viviendo, y
retroalimentando, nuevas mutaciones.
Desde la década de los setenta del siglo pasado, la producción de servicios
públicos por parte del Estado está afectada por su sostenibilidad financiera,
argumentándose que tal cosa ocurre por el número creciente de personas
que dependen de él. Al respecto se apuntan las respuestas más diversas: el
envejecimiento de la población, los desafíos de la globalización vía un
capitalismo financiero que sobrepasa el poder de los Estados nación, el
escaso rendimiento de los mercados de trabajo, donde aumentan el
desempleo y la exclusión, etc. Lo evidente es que la naturaleza del sector
público radica en la producción de bienestar y, por esa vía, legitimación de
un sistema democrático al generar valor público, por lo que se reclama una
permanente adaptación o un comportamiento diferente por parte del Estado
a desafíos presentes y cambiantes. Frente a una visión jerárquica y
unidireccional que hace depender el desempeño de las organizaciones
públicas del nivel de gobierno que las crea, se ha ido abriendo al general
reconocimiento la idea de lo relacional como mejor explicación del contexto
en el que se mueven y que llega a determinar sus actuaciones en un
comportamiento de interrelaciones entre el entorno, con sus actores y
tendencias, y la propia organización pública (Ver figura 1).
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FACTORES
TECNOLÓGICOSPotencial de innovación
Sistema de patentes
Política tecnológica
Métodos de producción y
gestión
…
FACTORES
ECONÓMICOSCrecimiento de la
economía
Nivel de empleo
Política monetaria y fiscal
Mercado de capitales
…
FACTORES
POLÍTICOSSistema de partidos
Acción sindical
Estabilidad política
Convenios
supranacionales
…
FACTORES
SOCIALESCrecimiento de la
población
Grado de formación
Valores sociales vigentes
…
ORGANIZACIÓN
PÚBLICA
Figura 1: El entorno de una organización pública.
La manera en que las organizaciones públicas han afrontado el desafío
sistémico que supone su entorno, mediato e inmediato, va desde posiciones
que buscan la mayor eficiencia dentro de los procesos existentes hasta la
apuesta por planteamientos estratégicos que conllevan iniciativas de cambio
y mejora. Sea de un modo u otro, la evidencia nos muestra cómo en el
ámbito de lo público se ha instalado una cultura que refleja que las actitudes
pasivas –no hacer nada ante los procesos de cambio- tiene más costes que
beneficios. Y esta sencilla idea –intentar anticiparse, intentar facilitar el
cambio- está en la base de la importancia de la estrategia. Apostar por
actitudes proactivas –es decir, provocar el cambio para generar valor y
mejorar la legitimidad- requiere más que buena intención ya que obliga a
comunicar un relato – ¿cuál es el horizonte que quiero alcanzar?-, a disponer
de instrumentos de análisis -¿qué herramientas emplearé para estimar los
posibles escenarios? o ¿con qué actores contaré para ello?- y, sobre todo, a
poner en marcha un plan de acción -¿cuál será mi calendario de cambio? o
¿cuáles serán los hitos que darán cuenta de mis avances?-. Para que tal
apuesta sea posible se requiere asumir un compromiso –querer hacer bien
las cosas en un entorno cambiante- que debe traducirse en lo siguiente:
Tener una visión global de los procesos sociales –aunque institucionalmente
sea reducido el ámbito de actuación de nuestra organización pública- porque
son diversos y complejos los factores a considerar –de orden demográfico,
sociológico, tecnológico, económico, etc.-.
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Trabajar con variables, sean cuantificables o no, porque tratar de cambiar la
realidad nos obliga a descomponerla, por un lado, y traducirla, en la medida
de lo posible, en magnitudes medibles o estimables.
Establecer relaciones entre los diferentes elementos en que hemos
desagregado la realidad ya que interactúan y funcionan de manera
dinámica.
Explicar el futuro como una construcción que se está realizando a partir del
presente, por lo que nuestras decisiones actuales determinan nuestros
escenarios futuros.
Utilizar metodologías, más o menos complejas, que nos ayuden a minimizar
incertidumbres, a definir interrelaciones, a establecer escenarios, y que
aporten racionalidad, aunque sea limitada, a nuestro relato.
La explicación a ese compromiso, personal y organizativo, viene dada, una
vez más, por la evidencia en la dirección de organizaciones públicas: para
tomar decisiones se necesita escrutar el entorno, planificar, asignar
recursos, coordinar operaciones,... Lo cual no afirma que tengamos una
estrategia, pero probablemente si no la tenemos más nos alejaremos del
éxito, entendiendo por tal la creación de valor público, es decir satisfacción
de los usuarios finales por el servicio o bien recibidos y respaldo a la
legitimidad del sistema político que lo propicia. Con esa premisa, un mapa
conceptual que sintetice todo lo anterior y que sirva como punto de partida a
lo que vamos a tratar, sería el siguiente (Ver figura 2):
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Fortalezas y debilidades
Análisis
estratégico
Oportunidades y amenazas del
entorno global e inmediato
Objetivos iniciales
Seguimiento Implantación
Plan de acción
• Metas
• Líneas estratégicas
• Proyectos
• Recursos
Figura 2: El proceso estratégico.
Procedamos, pues, a explicarlo antes incluso de definir qué entendemos por
estrategia. Cuando hablamos de análisis estratégico nos estamos refiriendo
a identificar la posición estratégica de las organizaciones en función de su
entorno, recursos, competencias y expectativas e influencias de los grupos de
interés. Pretendemos así obtener una imagen de cuáles son los
condicionantes del estado presente y futuro de la organización y cuál es su
capacidad de respuesta, en términos del conjunto de habilidades, en el
desarrollo de su actividad. El análisis estratégico debería guiar la actuación
de los responsables públicos en un ciclo de tiempo, coincidente al menos con
el mandato institucional, fijando unos objetivos de logro social según los
principios y valores que les orienten (habitualmente aquellos que
propiciaron la obtención del respaldo ciudadano para gobernar).
Con esa finalidad, el diagnóstico interno de la organización pública debe
poner de relieve sus fortalezas y debilidades por medio de herramientas de
autoanálisis y comparación. Y, por su parte, el diagnóstico externo, que
facilita la identificación de amenazas y oportunidades del medio y los
problemas a afrontar, analiza el entorno general - es decir, las contingencias
políticas, económicas, sociales y tecnológicas- a fin de observar las
tendencias y ponderar su incidencia, lo que facilita información necesaria
para construir posibles escenarios.
Ambas vertientes del análisis permitirán construir una matriz –sea DAFO o
cualquier otra de similar propósito- que ponga de relieve las prioridades de
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la organización a fin de mejorar la toma de decisiones sobre la misión que
tiene asignada al reducir, con la información proporcionada, la
incertidumbre. El sentido último del análisis estratégico es permitir que los
responsables públicos puedan concretar sus pretensiones para el mandato
institucional en unos objetivos que les sirvan de guía para el despliegue de
sus actuaciones. Pero detrás de esa afirmación puede haber todo un proceso
de participación y/o presión en que expectativas sociales, intereses grupales,
posiciones partidarias, posibilidades presupuestarias,… van a terminar
dando forma a lo que el responsable público cree que operativa y
administrativamente es posible formular y poner en marcha. De ahí que,
atendiendo a ese proceso, el responsable público despliega una serie de
estrategias: unas genéricas (que pretenden satisfacer las expectativas de los
usuarios y generar mayor bienestar social, normalmente consolidando o
dando continuidad a programas e iniciativas que ya cuentan con historia en
la relación entre organización pública y ciudadanía) y otras de crecimiento e
innovación (intentando crear nuevas capacidades para la atención
ciudadana o desarrollando nuevos servicios al añadir características o
funciones; extender el número de ellos; desarrollar otros nuevos apoyándose
en el desarrollo de otros conocimientos y tecnologías; dirigirse a nuevos
segmentos de la población; centralizar o fusionar servicios con el propósito
de lograr economías de escala o reducir gastos operativos).
En la formulación, implantación y control de la estrategia no hay reglas
universales ni recetario alguno que permitan garantizar el éxito. Debemos
considerar la estrategia como una orientación global hacia el largo plazo
(siendo realistas, lo habitual será el contexto del ciclo electoral pero, si
entráramos en el análisis de casos nos encontraríamos con horizontes que
llegan a ser generacionales), con la que estamos decidiendo qué hacer, lo que
implica identificar las oportunidades y sus riesgos, determinar los recursos
disponibles, concretar los valores y aspiraciones políticas y reconocer
nuestra responsabilidad con la ciudadanía y nuestros usuarios. Tal cosa nos
obliga a describir los principales componentes (alcance, recursos,
competencias distintivas, ventajas competitivas que promuevan y sinergias),
especificar cómo conducen a los objetivos y concretar los procesos, con sus
correspondientes recursos, que los faciliten. Es lo que le da la apariencia
técnica, en el sentido de la terminología gerencial, al proceso de elaboración
estratégica y que debe concretarse en su conveniencia (valoración del grado
en que la estrategia propuesta se adecua a la situación identificada en el
análisis estratégico y cómo esta sostendrá o mejorará la posición de la
organización), factibilidad (posibilidad de logro en términos de recursos) y
aceptabilidad (criterio asociado a las expectativas de la ciudadanía y los
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diferentes intereses grupales). Tal apariencia técnica (Ver figura 3) es la
antesala de las actuaciones que materializan todo lo formulado y
consensuado hasta el momento, y que toman forma en un plan de acción en
el que se plasma qué se va a hacer, en qué momento se va a realizar, quién
lo va a hacer y con qué recursos se procederá para conseguir los objetivos.
En consecuencia, toda acción debe responder a un objetivo, estar bien
formulada –en el qué y en el cómo hacerla- y ligada a alguien que la debe
ejecutar. Y como toda acción puede afectar al diseño organizativo y a la
planificación de recursos, se deben arbitrar los procesos a través de los
cuales se mida el avance, porque su control está ligado a la efectiva
consecución de los objetivos.
De ahí que el seguimiento de las acciones sea la forma en la que
monitorizamos y controlamos la estrategia iniciada, y el procedimiento a
través del cual podemos determinar posibles desviaciones, lo que, a su vez,
nos obliga a diseñar la forma de detectar con la máxima anticipación la
posibilidad de tal desviación y cómo actuar de manera preventiva. Se trata
de asegurar que todas las ideas y compromisos que se reflejaron en nuestro
proceso estratégico se materialicen; para ello, recurrimos a un sistema de
seguimiento con herramientas como las que se agrupan en torno al concepto
sistemas de control interno - la identificación de centros de costes, por
ejemplo-, los indicadores de medición de los resultados, la evaluación del
impacto de los mismos, el diseño de sistemas de información específicos, etc.
De manera general, puede decirse que la estrategia que se adopte en los
servicios públicos será exitosa si simultáneamente se orienta a la respuesta
a necesidades particulares, se apoya en las acciones correspondientes y se
logra la armonía entre las funciones, procesos y subsistemas implicados.
Cualquiera de ellas requiere planes, presupuestos y sistemas de dirección,
de una cultura organizativa orientada al trinomio objetivos-resultados-
impactos, y de una dirección de personas que sea positiva.
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Objetivo central
Línea estratégica 1
Programa 1
Programa …j
Medida 1
Medida …j
Proyectos
Línea estratégica 2
Programa 2
Programa …j
Medida 2
Medida …j
Proyectos
Línea estratégica …n
Programa …n
Programa …j
Medida …n
Medida …j
Proyectos
RECURSOS
CALENDARIO
RESPONSABLE
Figura 3: Formalización de la estrategia en un plan de acción.
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¿A QUÉ LLAMAMOS ESTRATEGIA?
Pocas palabras han tenido una más rápida difusión por la literatura y el
lenguaje de la gestión que el vocablo estrategia y su uso para asociarlo a
términos como dirección, planificación u organización. Este término acuñado
e inicialmente usado para el arte de la guerra se abrió paso progresivamente
en el campo de la administración de organizaciones hasta devenir en una
forma de entender la dirección y una metodología de análisis y planificación
de las acciones a desarrollar. La estrategia remite a preguntas básicas -¿qué
tipo de organización somos?, ¿qué hacemos?, ¿qué tipo de organización
queremos ser?,…- que prologan la formulación de un plan de acción que, en
una situación ideal, estaría ligado, casi de manera natural, a la cultura de la
organización, sus modos de hacer y los perfiles de sus recursos humanos.
La estrategia configura una estructura de cuatro partes en la que, primero,
están los objetivos a alcanzar; en segundo lugar están las iniciativas para la
obtención de aquéllos y que señalan los caminos en los que los recursos
serán utilizados; en tercer lugar, las formas en que los recursos son
realmente usados, y, por último, en cuarto lugar, están los recursos como
tales, los medios a nuestra disposición. De ahí que definamos la estrategia
como el modelo que integra los principales objetivos, políticas y sucesión de
acciones de una organización en un todo coherente. Lo cual implica, en todo
caso, un compromiso con el pensamiento estratégico, por un lado, y con la
acción, por otro: es decir, allí donde su utilidad no se ve, bien por las
características de los liderazgos personales y/o por las buropatologías que
pueden caracterizar a una organización pública, el elemento sustancial de la
estrategia –una acción coherente con las líneas estratégicas- estará ausente.
De ahí que tal compromiso comporte una permanente movilización, tanto
personal como organizativa. En ese sentido, hay que señalar cómo muchas
estrategias –formalizadas o no en documentos de guía para la organización-
tienen un anclaje en el pasado: comportamientos que tuvieron éxito en pe-
ríodos pretéritos son considerados con frecuencia la receta mágica para
resolver los problemas del futuro, algo que la realidad se encarga de
invalidar. Esta situación afecta de manera singular a las organizaciones
públicas en las que la evolución entre pasado, presente y futuro tiende a ser
imperceptible y donde los miembros de la organización internalizan
comportamientos que han sido recompensados y reforzados en el pasado y
que actúan como fundamentos para la planificación del futuro.
La voluntad de hacer las cosas bien conlleva el desafío de cómo ubicar la
estrategia –para ser precisos, el proceso estratégico- en la vida de las
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organizaciones públicas y cómo la inscribimos en la actividad directiva de la
misma. Un balance de la variedad de instrumentos de planificación con que
conviven las organizaciones (Ver cuadro 1) obliga a buscar un elemento
diferenciador para la estrategia. Y sin duda, ese elemento es el análisis de
escenarios, porque la estrategia exige a una organización precisar lo que
quiere ser y hacer en el medio y largo plazo, lo cual le obliga a interrogarse
acerca de esos hitos. Desde un punto de vista académico, los escenarios son
instrumentos para ordenar las percepciones acerca de los entornos futuros
alternativos que pueden afectar a una organización. O expresado en
términos más vulgares, los escenarios son una herramienta para ayudarnos
a mirar con perspectiva en un mundo de gran incertidumbre: ¿qué puede
ocurrir en tal momento con tal tema?, ¿cómo evolucionará tal asunto?, ¿cómo
se comportarán tales actores?,... son preguntas que nos obligan a imaginar –
más correctamente, a estimar- posibles escenarios. Estos no son predicciones
del porvenir, sino instrumentos que ofrecen historias consistentes sobre
posibles futuros.
Cuadro 1. Tipos de planes
Según los aspectos que desarrollen y cuáles sean sus objetivos, la proliferación de tipos de
planificación es evidente llegando a solaparse las denominaciones de los mismos. Una
ordenación tipológica puede ser la siguiente:
1. Planes estratégicos: su ámbito de aplicación es el conjunto de la organización y su función
consiste en regir la obtención, uso y disposición de los medios necesarios para alcanzar los
objetivos generales de la misma. En términos de calendario, se enfocan al medio o largo
plazo.
2. Planes tácticos: están referidos al desarrollo de una estrategia en un periodo de tiempo
determinado, siempre inferior al de los planes estratégicos.
3. Planes funcionales: son aquellos que se elaboran en las áreas responsables de las
funciones más importantes de la organización (por ejemplo, en el área de gestión de
recursos humanos).
4. Planes operativos: se trata de planes referidos a actuaciones muy concretas para
desarrollar operaciones específicas.
Pero también son instrumentos de planificación los siguientes:
5. Programas: son planes que determinan cuál es la secuencia de acciones que se van a
emprender para satisfacer un objetivo concreto.
6. Proyectos: se realizan para actividades complejas que tienen un fin en sí mismas y
afectan a diversas áreas funcionales de la organización.
7. Presupuestos: se trata de planes referidos a la definición de los recursos económicos y
financieros en un período y modo en que aquellos son asignados.
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Y si a todos ellos les aplicamos un criterio de calendarización, es decir de plazos, podríamos
distinguirlos del siguiente modo:
• Los planes a largo plazo, que son aquellos en los que se ha señalado que el objetivo se
alcanzará más allá de los tres años (ejemplo, plan estratégico).
• Los planes a medio plazo, que son aquellos en los que el objetivo señalado se alcanzará
entre uno y tres años (ejemplo, plan táctico).
• Los planes a corto plazo, que son aquellos en los que se ha marcado un objetivo que
deberá cumplirse como máximo en un año (ejemplo, plan operativo).
El diseño de escenarios se basa en los siguientes elementos caracterizadores:
Orientación hacia el largo plazo: muchas actuaciones públicas apuntan al
corto plazo porque deben responder a contingencias inmediatas,
convirtiendo lo urgente en lo importante. Por el contrario, el diseño de esce-
narios obliga a esbozar una visión de futuro a largo plazo, considerando por
tal un horizonte temporal que, en la teoría, suele sobrepasar los cinco años.
Análisis de diferentes variables: frente a la práctica de examinar una a una
las incertidumbres –social, tecnológica, etc.- con las que convivimos con la
idea de facilitar la cuantificación de sus impactos, el diseño de escenarios
explora el impacto conjunto que producen sobre una realidad organizativa
determinada atendiendo a que se desenvuelven simultáneamente en el
tiempo.
Amplitud de su alcance temático: que se deduce de lo anterior, ya que debe
cubrir una serie de ámbitos con un alcance relativamente amplio en los que
opera la organización –entorno político, evolución demográfica,…- y que
requieren de enfoques en los que se compartan bases de conocimiento y
habilidades variadas.
Método interactivo: el diseño de escenarios comporta la involucración activa
y conjunta de diferentes tipos de expertos (académicos, políticos, actores
sociales, etc.), con el fin de compartir los conocimientos y experiencias que
poseen para facilitar el contraste de ideas y el abordaje de la complejidad de
los temas a considerar.
Creación de redes: con frecuencia, el diseño de escenarios consigue
institucionalizarse, especialmente en el ámbito de las políticas públicas
consolidadas, con lo cual se crean redes y canales de comunicación entre los
diferentes actores participantes con el objetivo de mantener el proceso de
previsión a lo largo del tiempo, evitando que sea el fruto de un esfuerzo
puntual y aislado.
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Generación de consenso: trata de alcanzar convergencia en los puntos de
vista y acuerdos sobre los escenarios, lo cual no supone la aniquilación de las
opiniones divergentes, sino su integración en los futuros escenificados.
Si bien los beneficios del diseño de escenarios son evidentes – crea opciones
donde el futuro es confuso, estructura el volumen de datos existentes en un
número limitado de ámbitos temáticos, facilita la expresión de diferentes
visiones sobre el porvenir, asegura que la organización esté alineada con su
entorno, genera mecanismos de alerta,...- hay que reconocer las limitaciones
del mismo: no proporciona un rápido arreglo a los problemas inmediatos
cuando la urgencia marca las agendas políticas, ya que busca la resolución
de situaciones a largo plazo; no puede lograr consensos entre diversos
actores o visiones cuando hay profundos desacuerdos entre las partes; no
resulta apropiado para obtener respuestas precisas y cuantitativas, por la
propia naturaleza de lo incierto; tiene serias dificultades para anticipar el
comportamiento que observarán los diversos actores cuando un escenario se
desenvuelva de manera efectiva, etc. Pero, aceptando esas limitaciones,
mediante su focalización en los principales motores del cambio y la
simplificación deliberada de los resultados, los escenarios otorgan a los
actores una visión sobre las fuerzas que contribuirán a configurar y
construir el futuro.
Sintetizando, definimos el diseño de escenarios como un proceso sistemático
para esbozar el futuro a largo plazo de una organización mediante la
realización de un ejercicio de reflexión estratégica con un grupo de
expertos1. La creciente complejidad de la sociedad contemporánea ha
propiciado el interés hacia los estudios sobre el futuro, estimulando la
exploración de nuevas herramientas y métodos que ofrezcan respuestas a
las dispares necesidades de los analistas a la hora de formular previsiones.
Concretamente, desde mediados del siglo XX comenzó a desarrollarse el
estudio del futuro, situándose en primer lugar el énfasis en el ámbito
tecnológico, posteriormente en la previsión sociológica para, finalmente,
situarse en la previsión global, es decir en la integración de las diferentes
tendencias –sociedad, economía, tecnología, valores, …- de manera
transversal, dándose lugar a la aparición del término prospectiva y a la
generalización de su uso con la finalidad de reducir la incertidumbre
generada por el entorno socioeconómico y, a la vez, poder movilizar las
energías personales y grupales que se aglutinan cuando se ponen en marcha
grandes iniciativas. Pero uno de los principales problemas con que nos
1 Quiero subrayar que utilizo la expresión “experto” en sentido amplio, no referido exclusivamente al ámbito académico o profesional, por lo que, por ejemplo, una asociación vecinal puede, perfectamente, ser considerada como experta en un proceso estratégico.
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topamos cuando manejamos estudios del futuro es que carecen de una
terminología universalmente aceptada. Ante estas carencias, se suelen
establecer cuatro tipos básicos de situaciones de partida que pueden darse a
la hora de abordar un ejercicio de previsión de escenarios (Ver figura 4).
Situación de certeza: se produce cuando poseemos información acerca de los
acontecimientos que tendrán lugar en el futuro con un nivel de confianza
absoluta o casi absoluta. Los juicios emitidos en estas situaciones se
denominan predicciones, que constituyen afirmaciones de carácter absoluto
que describen cómo será el futuro. Las situaciones de certeza a la hora de
prever el futuro son propias de la física, por ejemplo.
Situación de riesgo: se materializa cuando disponemos de información sobre
los acontecimientos de futuro con una apreciación probabilística sobre su
ocurrencia, pero con un nivel de confianza relativamente alto. Los juicios
emitidos en estas situaciones se denominan previsiones. Un ejemplo de
situación de riesgo corresponde a las previsiones que realizan los
economistas sobre el comportamiento a corto plazo del desempleo laboral,
por ejemplo.
Situación de incertidumbre: tiene lugar cuando conocemos los
acontecimientos que pueden producirse en cada alternativa de decisión, pero
desconocemos su probabilidad de ocurrencia. Los juicios emitidos en esta
situación se denominan pronósticos. Un ejemplo de ello puede ser la
formulación de los posibles impactos socioeconómicos de nuevas tecnologías.
Situación de ignorancia: ocurre cuando se desconocen los acontecimientos
que pueden producirse en un determinado horizonte temporal debido a que
el nivel de fiabilidad de la información utilizada es bajo o a que los
acontecimientos no pueden ser definidos con precisión. Los juicios emitidos
en estas situaciones se denominan anticipaciones. Las situaciones de
ignorancia suelen producirse cuando se aborda el futuro de fenómenos muy
complejos a medio y largo plazo, como es el caso de los comportamientos
socioculturales.
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Acontecimientos conocidos
con fiabilidad absoluta de
ocurrencia
Acontecimientos conocidos
con probabilidad de ocurrencia
también conocida
Acontecimientos conocidos
con probabilidad de ocurrencia
desconocida
Acontecimientos desconocidos
Situación de
certeza
Situación de
riesgo
Situación de
incertidumbre
Situación de
ignorancia
Predicciones
Previsiones
Pronósticos
Anticipaciones
Figura 4: Situaciones de partida para prever el futuro.
Tales situaciones van a determinar tipo de herramientas que vayamos a
utilizar para cualquier ejercicio de previsión. En términos generales, la
elección de un método de previsión2 depende de un gran número de factores:
el objetivo de la misma, el contexto en el que se va a desarrollar, las
variables objeto de la previsión, la existencia y fiabilidad de los datos de
partida, el grado de exactitud deseado, el horizonte temporal, la complejidad
de la técnica, el coste de su realización, el tiempo disponible para el análisis
o los recursos accesibles para su realización. La consideración de todos estos
factores resulta siempre aconsejable para elegir el método de previsión, pero
también puede resultar excesivamente laborioso. De manera simplificada, a
fin elegir el método de previsión más adecuado a nuestras necesidades,
conviene tener en cuenta:
Que el coste de la previsión es función, fundamentalmente, de la exactitud y
de su alcance. Cuanto más exacto es el método, más costoso en términos
económicos resulta y más sofisticado suele ser; sin embargo, proporciona
mayor fiabilidad en sus resultados, lo que conduce a decisiones más
adecuadas y menos gravosas para la organización de que se trate.
2 La variedad de herramientas a utilizar en un proceso estratégico –y las correspondientes tomas de decisiones que comporta- es amplia (matrices de impacto cruzado, método DELPHI, árboles decisionales, mapas mentales, análisis morfológico, simulaciones,…) en función del objetivo buscado (definir un problema, comunicar, describir un contexto, identificar actores e influencias,...) y de la etapa del mismo en que nos encontremos.
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Que, como regla general, deberá escogerse el método que mayor
productividad obtenga de los datos existentes. En otras palabras, es
preferible uno de aceptable exactitud para un caso concreto que otro más
complejo que exija una información no disponible o muy costosa de obtener.
En general, no existen métodos exclusivos para determinados problemas
previsionales ni cabe confiar en que mejorará nuestro análisis estratégico
porque utilicemos una técnica más complicada o sofisticada. Así, puede
darse el caso de que una técnica de previsión sea desestimada inicialmente
porque su coste sea aparentemente elevado y, sin embargo, un análisis de la
rentabilidad de la misma podría llevar a su aceptación si tuviéramos en
cuenta, por ejemplo, los diferentes problemas de previsión que nos
permitiría abordar, la consiguiente frecuencia de utilización que podríamos
hacer de él e, incluso, su aportación a la mejora del proceso de toma de
decisiones que lleva a cabo la organización pública.
Pero, junto a la necesidad de relativizar el método de previsión a emplear,
hay que contemplar que la dirección estratégica requiere de otros elementos
para su despliegue, destacando prioritariamente la actitud estratégica. Esta
supone una disposición de cambio ante la gestión pública para posibilitar la
rápida adaptación de la Administración a un entorno cada vez más
turbulento, enfatizando que el centro de atención de la dirección debe
desplazarse desde el ámbito interno y su eficiencia hasta la relación
Administración-sociedad-eficacia. Implica, en consecuencia, compactar el
concepto dirección estratégica en torno a dos elementos –el de los métodos,
es decir el de las técnicas, y el de la actitud-. Si bien se subraya que el centro
de la dirección estratégica es la eficacia, conviene matizar que, en el sector
público, supone centrar la atención en lograr el cumplimiento de los
objetivos estratégicos con eficiencia y eficacia ya que ambas variables no
deben verse como excluyentes sino complementarias en la satisfacción de las
necesidades del público objetivo a quien está dirigida la actividad de la
misma. Lo cual implica, como elementos actitudinales, los siguientes:
Adaptabilidad a la interacción de las fuerzas que juegan en el entorno. Ello
implica asumir una actitud específica ante cada fenómeno que enfrenta la
organización a fin de posibilitar el cumplimiento de las metas.
Implicación para lograr el convencimiento de todos los miembros de la
organización en torno a que la efectividad del desempeño futuro de la misma
depende del empleo adecuado de la estrategia y el rechazo de la pasividad
ante el día a día y sus cambios.
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Proactividad para adelantarse a los fenómenos que pueden impactar en la
organización –no dejándose sorprender por las contingencias con que el
entorno interactúa con ella- con la flexibilidad que permite introducir
cambios que fortalezcan la implementación y adaptación de las estrategias.
Integración de las variables intangibles (psicosociales, culturales,…) y las
técnico-económicas que pueden influir tanto positiva como negativamente en
el proceso estratégico.
Capacidad crítica para evitar la inercia y la rutina y buscar nuevas
soluciones, lo cual implica no aplicar la dirección estratégica como si fuese
un recetario.
En consecuencia, la estrategia se convierte en una herramienta de la
dirección de organizaciones públicas desde el punto y hora en que asumimos
que queremos alcanzar un determinado horizonte porque así cumplimos
mejor –en términos de valor público- la misión que tenemos encomendada y
para ello recurrimos, en primer lugar, a desplegar un proceso estratégico –
es decir, a establecer unos objetivos, utilizar unas herramientas y provocar
un proceso de participación- y, en segundo lugar, y sobre todo, a
materializarlo en el plan de acción que se convertirá en nuestra guía de
dirección.
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DIRECCIÓN ESTRATÉGICA Y POLÍTICAS PÚBLICAS
Si señalaba anteriormente que el elemento diferenciador de la estrategia es
el análisis de escenarios, ahora toca subrayar que el ámbito natural de
aplicación de la dirección estratégica pública es el de las políticas que
despliegan el Gobierno y la Administración. Estas son intervenciones que
afectan a las oportunidades vitales de la ciudadanía y a la mejora de su
calidad de vida y de su bienestar personal, afectando, directa o
indirectamente, tanto al individuo como al conjunto social. Decimos que las
políticas públicas son generalmente de carácter redistributivo ya que
comportan transferencias y equilibrios de recursos y capacidades entre unos
ciudadanos y otros, por lo que tales decisiones y actuaciones remiten a una
concepción de la política como acción: lo que de verdad se hace y no lo que se
pretende hacer. En este planteamiento hay tres cuestiones básicas: ¿qué
están haciendo las organizaciones públicas al respecto?, ¿por qué lo están
haciendo? y ¿qué consecuencias tienen esas actuaciones? Así, cuando
hablamos de política pública nos referimos a procesos, decisiones y
resultados más los conflictos de intereses que se van a dar en cada momento
del ciclo que va desde su origen hasta su implementación. De ahí que las
políticas públicas reclaman de dirección estratégica al comportar cinco
características: reflejar procesos estratégicos y puesta en práctica de
decisiones; desplegarse en organizaciones públicas; afectar a varias
entidades porque van a intercambiar recursos y a converger en las fases del
proceso de elaboración; conllevar interrelaciones entre las organizaciones
públicas y grupos organizados que representan intereses; implicar una
voluntad de futuro vía recomendaciones y mejoras por venir.
Pero si técnicamente la estrategia, en general, está ligada al propósito de
promover el cambio hacia un horizonte deseado, cuando nos referimos, en
particular, a la dirección estratégica pública no puede separarse del
compromiso de generación de valor público. Es decir, a su relación de
servicio hacia la ciudadanía que es la que se deduce de las misiones que
tienen asignadas las organizaciones públicas. De ahí que convenga recordar
el fundamento político –en el sentido más amplio del término- de tal
afirmación y que sirve de base para dar entidad a las políticas públicas y a
su buena dirección. Se alude con frecuencia a una conferencia pronunciada
por Thomas Marshall en la Universidad de Cambridge en 1949 como hito en
la articulación del moderno concepto de ciudadanía y, en particular, el que
atañe a su dimensión social. Existía en el pensador británico una
preocupación por teorizar la evolución de la ciudadanía en las sociedades
capitalistas como una marcha hacia la igualdad social, y distinguía tres
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ciclos históricos con sus correspondientes factores constitutivos: uno primero
caracterizado por un factor “civil”, integrado por las capacidades de ejercicio
de las libertades individuales fundamentales relativas a la vida y al
desarrollo integral de las personas, de expresión y pensamiento, y a las más
tangibles de propiedad, contractuales y de sometimiento a los tribunales de
justicia. Otro segundo caracterizado por un factor “político”, compuesto por
los recursos de participación en la organización política de la comunidad y
que remiten a la capacidad de elección y a los mecanismos de representación
democrática en la legitimación de la autoridad y el poder político y que
dotan al individuo de su estatus político como ciudadano elector y elegible. Y
uno tercero caracterizado por un factor “social” garantizador de las
aspiraciones a una vida digna y al bienestar social de los individuos, con
acceso al trabajo remunerado y a la previsión social en situaciones de riesgo,
configurando un estadio en el que se habrían conseguido unos estándares
vitales básicos legitimados por el conjunto de la ciudadanía.
Esos tres ciclos del concepto moderno de ciudadanía correspondieron, según
Marshall, a los diversos períodos de constitucionalización de los derechos
civiles (siglo XVIII, con la superación de la organización estamental del
Antiguo Régimen), políticos (siglo XIX, con la institucionalización del
liberalismo democrático y la representación electoral), y sociales (siglo XX,
con la consolidación de los Estados del Bienestar en las democracias
industriales). A resultas de lo recorrido en el ámbito de las ideas y, sobre
todo, en el de las instituciones, el Estado actual aparece como un conjunto
de organizaciones proveedoras de políticas públicas dirigidas a la mejora de
las condiciones de vida, a facilitar la integración de grupos sociales,
nivelando, aunque no homogeneizando, sus recursos materiales. La igualdad
de derechos ciudadanos, y en especial de aquellos que atañen directamente
al bienestar básico de las personas, ha hecho soportables las desigualdades
de riqueza generadas por el sistema económico y ha atenuado los conflictos
sociales que intrínsecamente conlleva. De ahí que la relación entre dirección
estratégica y políticas públicas se encuentre ligada a realidades específicas
del sector público como son la gestión de conflictos - donde el Estado tiene la
responsabilidad de facilitar la solución de las disputas y la negociación de
intereses entre distintos grupos sociales- o los fallos del mercado - donde el
Estado tiene la responsabilidad de afrontar problemas de sobreexplotación
de bienes públicos, las externalidades negativas o las asimetrías en la
información-.
En una definición ya clásica, Dye señalaba que “es política pública todo
aquello que los gobiernos deciden hacer o no hacer”. Esto comporta un
conjunto de acciones, procesos, interacciones e intercambios entre actores
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gubernamentales, sociales o partidos políticos y no sólo el resultado de la
decisión gubernamental. Por tanto, la acción pública no es sólo una
asignación presupuestaria o un proceso legislativo, sino todos esos aspectos
junto a otros: procedimiento administrativo, legislación, organización de la
Administración, grupos de presión,… Es decir, las diferentes variables que
pueden influir en el qué y el cómo de esa acción pública y que definen los
diversos elementos constitutivos de una política pública: la solución de un
problema social reconocido políticamente como público, la existencia de
población-objetivo en el origen de un problema público, la toma de decisiones
y el despliegue de actividades que adquieren forma de programa de
intervención, el papel de los actores públicos como integrantes del sistema
político-administrativo, etc.
De ahí que la dirección estratégica, en lo que a políticas públicas se refiere,
se relaciona con los siguientes conceptos:
Agenda de la organización pública: que se compone de una serie de temas en
los que se materializa la acción pública. Y sugiere preguntas del siguiente
tipo: ¿cómo y por qué un tema es abordado por las instituciones públicas?,
¿por qué otros temas no?, ¿por qué en unos países sí y en otros no?, ¿cuánto
influye la presión de las organizaciones políticas y sociales o de los medios
de comunicación?
Formulación de la política pública: que remite a la definición del problema y
la propuesta de soluciones posibles y factibles; pero también debe
contemplar la capacidad de los actores afectados para incidir en cómo se
define el problema y qué soluciones se adoptan.
Adopción de decisiones: es el resultado final del proceso decisorio, y que
guarda relación con preguntas del tipo ¿quién y cómo se toman las
decisiones?, ¿los políticos o los funcionarios?, ¿qué criterios se escogen?
(económicos: la alternativa menos costosa; éticos: según valores; partidarios:
en función del rendimiento electoral, la popularidad o la proximidad
electoral; técnicos: lo que recomienden las operaciones necesarias; etc.).
Implementación: es la aplicación o implantación de las políticas, y que
enlaza con la pregunta ¿qué ocurre cuando la política se pone en marcha?
Los protagonistas son la Administración y otros actores participantes en la
ejecución (empresas concesionarias, organizaciones no gubernamentales,
vecinos movilizados en oposición a la decisión, etc.). Por tanto, no es simple
ejecución administrativa ya que el conflicto de intereses reclama
negociaciones y búsqueda de consensos.
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Evaluación: consiste en el análisis de resultados e impactos de la política
pública, y guarda relación con preguntas tales como ¿qué tipo de
consecuencias o efectos ha tenido la política?, ¿cómo estimar su éxito o su
fracaso?, ¿pueden medirse los resultados y grado de cumplimiento de los
objetivos?, ¿o los impactos, es decir las consecuencias esperadas o
inesperadas?
El diseño de una política pública comporta la adopción de un amplio
conjunto de decisiones que se enmarca en un proceso estratégico, es decir
implica un proceso decisional y una voluntad de acción que puede consistir
en hacer o no hacer, pero que en el caso de hacer remite a que queremos que
la situación actual cambie hacia otra situación que consideramos, si no
ideal, mejor. Esta voluntad de acción debe ser generada en el marco
normativo –formal e informal- de los procedimientos, instituciones y
organizaciones públicas y debe comportar la adopción de estrategias de
actuación en las cuales esas organizaciones desempeñan un papel clave.
Aunque cada proceso de elaboración y desarrollo de una política se
explicaría más por la específica combinación de actores, estrategias,
interacciones que cada intervención pública acostumbra a generar que por la
estructura institucional en la que se desarrolla, lo cierto es que dicho
proceso comprende una sucesión de fases (formulación, implantación,
evaluación, como ejemplo) que describe una política pública y que hace
referencia a cada uno de los distintos estados sucesivos por lo que transcurre
a modo de una secuencia lógica (Ver figura 5).
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Definición del problema
Identificación de posibles
soluciones
Análisis de opciones
Decisión de la política pública
Implementación
Evaluación
Figura 5: El ciclo secuencial de las políticas públicas
En la realidad esas fases tienden a desdibujarse, superponerse y
entremezclarse, porque la acción pública no es una simple suma de etapas.
Pero, como esquema general –a complementar con la información del cuadro
2- utilizaremos dicho ciclo secuencial:
Definición del problema: en la medida en que los poderes públicos tienen su
razón de ser en el seno de una sociedad perciben los problemas que aquejan
a su funcionamiento. Pero estos problemas suelen nacer y desarrollarse al
margen de esos poderes públicos y no es posible afirmar que se trate de
problemas objetivos –dado que no todos percibimos la realidad desde la
misma perspectiva; lo cual, obviamente, no invalida que sean problemas
reales- por lo que a la hora de plantearse una determinada política pública
es necesario construir una visión de ellos que posibilite definir una solución,
lo cual constituirá su fin último. Esto comporta que el problema será
abordado en función de cómo sea percibido o cómo se construya –quién lo
define, quiénes son los interesados, cómo es su proceso de difusión,..- y de
ahí que no hablemos de objetividad del mismo. En definitiva, lo que se
persigue en esta fase es definir el problema acotándolo y previendo qué
acciones hay que poner en marcha para que pueda ser incorporado a la
agenda institucional a fin de que sea convertido en acción pública. Y esto
comporta que el problema sea susceptible de ser considerado como un tema
que interese -u obligue a interesarse- a las instituciones, por lo que se
requiere la presencia de alguno de estos elementos: que tenga
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características propias que permitan diferenciarlo de otro problema más
general; que vaya adquiriendo una creciente importancia conforme se
incrementa su notoriedad social; que afecte a valores sociales y dé lugar a la
atención de sectores relevantes de la sociedad; que presente claras
posibilidades de que, de no intervenirse, pueda agravarse en el futuro, etc.
Con todo, la presencia de alguno de estos elementos no garantiza que el
problema vaya a convertirse en prioridad pública, porque para ello es
necesario que adquiera una determinada dimensión, es decir, que se
incorpore a la agenda política, lo cual requiere la agregación de intereses de
los diferentes grupos implicados, así como que alguien asuma su
representación y sea capaz de darle una organización a esa energía social.
Así, quien presente mejores relatos –lo cual incluye el análisis de la
situación y el diagnóstico para su solución- es quien puede acaparar las
agendas de gobierno, pues es más fácil formular una política si el
diagnóstico funciona como elemento precipitante de una posible solución.
Identificación de posibles soluciones: implica obtener información acerca del
tema que se presenta como un problema a resolver, por un lado, y la
simulación de soluciones, por otro. Lo primero es necesario a fin de
satisfacer varios propósitos: evaluar la naturaleza y la extensión del
problema que se está tratando de definir a través de las características
particulares de la situación concreta y conocer las intervenciones públicas
que algunas personas han pensado que funcionarían bien en situaciones
aparentemente similares a la que abordamos. Nos debe servir para analizar
y anticipar los cambios que se pueden producir en todos aquellos elementos
relevantes para la futura evolución del problema: cambios políticos, sociales
y económicos. Conocidos éstos, hay que formular los objetivos, determinar
qué es lo que se pretende obtener con la acción de los poderes públicos, con
qué recursos contamos, cuáles necesitaríamos y cuál es el marco temporal
previsto para la consecución del objetivo. Por su parte, la simulación de
soluciones trata de establecer los escenarios en los que nos moveremos y
mediante los cuales se diseñará la política más acorde. Dadas las
contingencias con las que se desarrollará nuestro proceso difícilmente será
la solución ideal, pero sí debe ser la que busque resolver el problema con la
participación de todos los actores involucrados en dicha acción. Lo razonable
es realizarlo una vez que se han establecido los objetivos –resolver la
necesidad específica y posibilitar la ampliación de la participación
ciudadana, como ejemplos-. La construcción de alternativas se configura
como un conjunto de posibles soluciones al problema, con el fin de elegir la
opción más eficiente –es decir, la que mejor se acompase con los objetivos
marcados- y que deberá posibilitar la elaboración de un plan de acción
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concreto. La selección de alternativas requiere considerar los recursos
disponibles y el coste de utilización de los mismos, determinar cuáles van a
ser los indicadores de rendimiento para poder verificar si se ha conseguido o
no el objetivo propuesto, tener en cuenta cuál es la relación que tiene la
alternativa seleccionada con la organización responsable de llevarla a cabo y
en qué entorno organizacional se va a realizar.
Análisis de opciones: su razón de ser es actuar como filtro para las
propuestas de alternativas que hayamos realizado. Lo más usual es que,
formuladas las alternativas, se opte por tener en cuenta el análisis coste-
beneficio a fin de minimizar el coste presupuestario de la acción pública;
pero, prioritariamente, lo que hay que tener en mente es que los problemas
sociales no pueden ser abordados bajo esta lógica ya que en él intervienen
conceptos como la legalidad - una política viable no debe violar los derechos
constitucionales, por ejemplo- o la aceptabilidad política - una política viable
debe ser una política aceptable por quienes están involucrados en el
problema, por ejemplo- o la población objetivo –una política viable debe
tener en cuenta qué cobertura de personas podrá alcanzar la política
implementada-. En este punto es cuando se valoran, por una parte, las
fuerzas de los diferentes actores involucrados, ya que mientras para unos
puede ser una buena alternativa, para otros no, y ello determinará las
acciones a seguir; la consistencia interna de la política, por otra, ya que una
intervención pública debe ser lo suficientemente sólida para que, aunque el
proceso de implementación no sea fácil, sus resultados sean satisfactorios;
además, la confrontación de costes para buscar el mínimo presupuestario
aceptable en cada una de las alternativas evaluadas-, etc. Como apéndice de
esta fase, debemos contemplar la proyección de los resultados, que supone
tratar de imaginar especialmente –y esto obliga a contar con información
cuantitativa y cualitativa- todas las potenciales contrariedades posibles en
la implementación de la política: más personas que vayan a necesitar apoyo,
la eventualidad de una situación de menores recursos presupuestarios, los
problemas de género,... ya que, cuantos más escenarios elaboremos, cabe
estimar que mejor serán los resultados esperados.
Decisión de la política pública: se trata de señalar la alternativa más acorde
al problema que queremos abordar y culmina las etapas anteriores;
comporta comunicar lo que se va a hacer. Esto último es un aspecto delicado
y crucial ya que hay una serie de cuestiones a tener en cuenta: pensar en
una comunicación clara y sencilla, con un relato que tenga en cuenta los
intereses y capacidades de los receptores, proyectando los resultados
esperados y señalando porqué es la mejor alternativa de política pública y
porqué debe ser implementada. En definitiva, viene a subrayar la
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importancia del discurso argumentativo hacia la sociedad a fin de explicar
las razones de la acción pública.
Implementación: la podemos definir como la aplicación de un programa de
acción a un problema planteado. Es, por un lado, un ejercicio de despliegue
de la toma de decisión que se ha realizado y, por otro, la continuación del
proceso de relación con los diferentes actores que tienen que ver con el
objetivo y el éxito del programa. Ahora bien, un diseño bien hecho no
necesariamente lleva a una puesta en práctica sin incidencias ya que la
variabilidad en el ámbito de la acción pública es irremediable al tener
escenarios, actores, intereses diversos...con ciclos y lógicas diferenciadas y
que llevan a que la implementación pueda desajustarse respecto al diseño de
partida.
Evaluación: es una fase de la política pública que se basa en la idea de que
podemos saber el número de actuaciones públicas pero tal contabilidad no
nos proporciona información concluyente acerca de cuáles han sido los
resultados de la misma. Es decir, evaluar supone conocer el valor real de los
servicios prestados o los bienes públicos entregados. Es un proceso de
recopilación y análisis sistemático de información que nos permite emitir
juicios sobre el valor del programa evaluado atendiendo, más allá del simple
cálculo de la eficacia, al impacto producido. Comporta un análisis para
conocer, explicar y valorar, mediante la aplicación de un método sistemático,
el nivel de logros alcanzado por las políticas públicas -entendiendo por tal
sus resultados y sus impactos-, de modo que, además, podamos aportar
elementos al proceso de toma de decisiones para mejorar los efectos de la
actividad evaluada. Se trata, por ejemplo, de relacionar los beneficios
logrados con los costes de la política y de ver si los mismos resultados
podrían haberse conseguido con menores costes empleando otras
alternativas. Desde una perspectiva directiva, esta fase suele ir acompañada
de una subfase en la que toca decidir acerca de la continuidad de la
política3. En este sentido conviene recordar que es poco frecuente que se
ponga fin a las políticas públicas, aunque éstas puedan ser reconsideradas,
procediéndose a su reformulación, o reemplazadas por otras. Lo que sí es
más frecuente es que los programas adoptados para llevarlas a cabo sufran
recortes o supresiones si se constata su falta de eficacia o de eficiencia. De
los factores que dificultan la supresión de políticas públicas hay que señalar
cómo la idea de fracaso es difícilmente asumible por los agentes implicados
en su diseño e implementación, tal como ocurre con el coste político que
puede comportar proceder a la supresión de la política pública. Pero también
3 Sea a través de su redefinición, de su sucesión vía otra política o, simplemente, de su terminación.
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hay variables que pueden favorecer esa terminación como es el caso de un
cambio de Gobierno, ya que las prioridades pueden ser diferentes o pueden
producirse nuevas contingencias que afecten positivamente a la continuidad
de las políticas públicas.
Cuadro 2: Preguntas a responder en políticas públicas
FASES DEL PROCESO DE LA POLÍTICA
PÚBLICA
PREGUNTAS PARA LA DIRECCIÓN
ESTRATÉGICA DE LA MISMA
1. Definición del problema ¿Cuál es el problema?
¿Cuáles son sus dimensiones?
¿Cuáles son las causas del problema?
¿A quién afecta y en qué medida?
¿Cómo evolucionará el problema si no
actuamos sobre él?
2. La formulación de las alternativas de solución
al problema
¿Cuál es nuestro plan para atajar el
problema?
¿Cuáles deben ser nuestros objetivos y
prioridades?
¿Qué alternativas existen para alcanzar
esas metas?
¿Qué riesgos, beneficios y costes
acompañan a cada alternativa?
¿Qué alternativa produce los mejores
resultados con los menores efectos
negativos?
3. La elección de una alternativa ¿Es viable técnicamente la alternativa
seleccionada?
¿Es viable políticamente la alternativa
seleccionada?
4. La implantación de la alternativa elegida ¿Quién es el responsable de la
implantación?
¿Qué medios se usan para asegurar que la
política se lleva a cabo de acuerdo al plan
previsto?
5. La evaluación de los resultados obtenidos ¿Podemos asegurar que hemos alcanzado
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los objetivos?
¿Qué criterios hay que tener en cuenta
para juzgar los resultados de la política?
¿Hay que continuar o terminar la política?
¿Podemos decir que la política ha sido
justa?
(Fuente: adaptación a partir de Grove Starling (1988): Strategies for Policymaking.
Chicago, The Dorsey Press).
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REFLEXIÓN FINAL
Hablar de dirección estratégica pública implica responder a tres cuestiones
básicas. Por un lado a un qué -¿qué se pretende conseguir o cuál es la meta
que se busca?; por otro, a un cómo -¿cuáles serán los medios y acciones que
permitirán alcanzar tal meta?-; y finalmente, a un cuándo -¿en qué
momento se llevarán a cabo las acciones?-. Esa es la teoría en la que
debemos apoyarnos. Pero en el ámbito de la dirección estratégica pública
llama la atención la disparidad entre lo mucho que se ha escrito utilizando
miméticamente lo elaborado para el sector privado.
Es cierto que hay herramientas y metodologías que nacieron en el sector
privado y que son perfectamente aplicables en el ámbito de las
organizaciones públicas; pero, igualmente, hay procesos –todos los que
tienen que ver con actores y sus opciones de participación- que son distintos
y que, sin embargo, son determinantes para generar valor al propio proceso
decisorio. Creo que queda camino por recorrer en lo que a estudios teóricos
basados en evidencia se trata en cuanto a este tema. Especialmente para
generar confianza y prescripción para quienes consideramos que lo público
también puede ser eficaz y eficiente como elementos adjetivos de lo que
realmente es importante: generar valor público.
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LECTURAS COMPLEMENTARIAS
Quim Brugué y Joan Subirats (1996): Lecturas de Gestión Pública. Madrid,
Instituto Nacional de Administración Pública.
AA.VV. (2002): Nuevas claves para la dirección estratégica. Barcelona,
Editorial Ariel.
Josep María Pascual i Esteve (2002): La gestión estratégica de las ciudades.
Un instrumento para gobernar las ciudades en la era info-global. Sevilla,
Dirección General de Administración Local (Consejería de Gobernación de la
Junta de Andalucía).
Mireia Grau y Araceli Mateos (2002): Análisis de políticas públicas en
España: enfoques y casos. Valencia, Tirant Lo Blanch.
Tony Bovaird y Elke Löffer (Ed.) (2003): Public management and
governance. London – New York, Routledge.
David Avellano Gault (2004): Gestión estratégica para el sector público. Del
pensamiento estratégico al cambio organizacional. México D.F., Fondo de
Cultura Económica.
Santiago Garrido Buj (2006): Dirección estratégica. Madrid, McGraw-Hill.
Wayne Parsons (2007): Políticas públicas: una introducción a la teoría y a la
práctica del análisis de políticas públicas. México, FLACSO.
Joan Subirats y otros (2008): Análisis y gestión de políticas públicas.
Barcelona, Editorial Ariel.
Rafael Alberto Pérez y Sandra Massoni (2009): Hacia una teoría general de
la estrategia. Barcelona, Editorial Ariel.