ESPIONAJE A LA -
ESPANOLA
Una divagación con la contribución especial e involuntaria de M. Vázquez Montalbán.
«Jobo Le Carré»
Después de la lectura de La chica del Tambor de Le Carré, me planteé el por qué de una cierta sensación de inverosimilitud que me había producido la
obra. La atribuí a una odiosa comparación nostálgica y conservadora entre el mundo de Smiley y esta nueva propuesta de territorio de ficción, llena de espías palestinos y judíos. Las novelas de género tienden a estabilizar la expectativa del lector y a convertir al receptor en un despótico niño mimado que exige no ser sorprendido por el menú. Pero una vez hecha la autocrítica y sin descartar la causa de una disposición lectora viciada, sospeché que no toda la culpa era mía y que tal vez Le Carré había sido víctima de la soberbia de novelar sin el respaldo de una mitología establecida. Cuando apareció El espía que volvió del frío, Le Carré proponía una convención novelesca acreditada por una mitología popular, suficientemente educada por la cultura de la guerra fría. Cientos y cientos de películas, telefilms y novelas de serie habían codificado la imaginería y la lógica del espionaje convencional en la situación de lucha de clases internacional. Sobre este background, la propuesta poética de Le Carré se construyó con una gran seguridad, no sólo la que le aportaba su condición de ex chupatintas del Intelligence Service, sino también la que le suministraban la memoria y las vivencias históricas de sus contemporáneos. En cambio en La chica del tambor aborda un espionaje de nuevo tipo, sin back ground, algo así como un salto desde Frank Sinatra a un recital de rock durp. En términos españoles del espionaje de Smiley al de los palestinos y judíos de La chica del tambor, hay la misma distancia que entre Bonet de San Pedro y Las Vulpes.
Hoy por hoy, la guerra fría sigue dando el carnet de identidad a lo que en política internacional y, por lo tanto en espionaje y en literatura de espías, es verosímil o no lo es. Espías y espionaje se adaptan al servicio de la historia y hay una diferencia cualitativa radical entre el espionaje anterior y posterior a la revolución soviética de 1917. Octubre permite la encarnación de un Estado, con toda la aparatosidad que ello implica, que representa la antítesis al capitalismo hegemónico. La lucha de clases dejaba de ser una cuestión de policía nacional o internacional y pasaba a ser una cuestión de política de Estado. Las Direc-
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ciones Generales de Seguridad cedían el protagonismo a los Estados Mayores y los confidentes a los servicios de información.
La Unión Soviética no defraudó al personal y ha aportado a la Historia Contemporánea una rutilante constelación de espías por ideas, tan romántica como aquellas constelaciones de espías por amor que se extinguió, como el Imperio AustroHúngaro, después de la guerra del 14. La tosquedad evidente en las maneras de la burocracia política soviética de la segunda y tercera generación, desdice la delicadeza y complejidad cultural de los mejores espías soviéticos de este siglo. No es casualidad que hombres como Sorge o Philby, reúnan los componentes de refinada culturalidad y de adhesión ideológica inquebrantable como corresponde a fanáticos de primera hora. Martín J ay ha encontrado el nombre de Sorge en las listas de los primeros seguidores de los debates de la Escuela de Francfort, en aquella primera etapa en que la Escuela reflexionaba preferentemente sobre la metodología del conocimiento social. Antes de convertirse en el espía más sugestivo de este siglo, Sorge trató de contribuir al esfuerzo de Horkheimer y sus muchachos por construir una Teoría Crítica. El capitalismo no puede ofrecer un ejemplo equivalente.
¿ Y qué decir de Philby? Reclutado para el comunismo en la Universidad inglesa de entreguerras, Philby mantuvo su clandestinidad durante más de dos décadas y fue capaz de actuar como corresponsal durante la guerra civil española enviando a su periódico crónicas favorables al general Franco. De la grandeza de Philby da idea el hecho de haber posado para dos grandes escritores de la literatura de espías, Graham Greene y J ohn le Carré y de haber causado una impresión excelente en su propio hijo, a pesar de haberle abandon<!do cuando huyó a la Unión Soviética. Diez años después de este abandono, interrogado el joven Philby sobre qué le parecía su padre, contestó: «Mi padre fue un espía cojonudo» (sic). Compárese este éxito profesional y patriarcal con la chapuza cometida por un escritor soviético que eligió la libertad y durante todo el año que precedió a su huida a Occidente se dedicó a abofetear a su hijo para que después no le añorara.
También merece especial consideración el llamado coronel Abel, responsable de la red de espionaje en los Estados Unidos, posteriormente canjeado por un espía aviador que ni siquiera sabía volar, el piloto Powers protagonista del affaire del U 2. Abel no sólo mantuvo una red en Estados Unidos en los peores tiempos de la guerra fría, sino que indirectamente fue responsable de una de las primeras quiebras de la credibilidad de la democracia americana: el juicio de los Rossemberg, víctimas propiciatorias de la caza de brujas anticomunista y el encarcelamiento de Alger Hiss, subsecretario de Estado de la Administración Roosevelt, acusado de ser compañero de viaje del comunismo.
Y es inevitable hacer una referencia al búcaro de espías homosexuales y comunistas ingleses contemporáneos de Philby, reclutados en la U niversidad inglesa de los años veinte y treinta y que llegaron en algunos casos a codearse con la Reina de Inglaterra. Burgess, McLean, Blunt tomaron
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partido en la lucha de clases internacional y aunque la contrapropaganda occidental haya tratado de relacionar su condición de espías con su vocación homosexual, sospecho que estamos ante una operación descalificadora similar a la del cáncer gay. Es evidente que muchos homosexuales han sido extorsionados para que practicaran el espionaje, en uno y otro bando. Pero Burgess, Me Lean y Blunt se hicieron espías por convicción ideológica y, en el caso de Me Lean, por pacifismo. Partiendo del presupuesto de que el capitalismo es agresivo, razonaba Me Lean, darle bazas estratégicas a la Unión Soviética es la única manera de disuadir la belicosidad capitalista.
Estas han sido las estrellas del espionaje que nos es contemporáneo. Forman parte de un sentido de la Historia explicable por la lucha final y a muerte entre capitalismo y comunismo, actuaron en unos tiempos en que la resolución de esta contradicción parecía inminente y pusieron en marcha aparatos de lucha informativa subterránea que con el tiempo se convertirían en burocracias de poder paralelo, con su propia lógica interna, no siempre conectada con la lógica de lo que ocurría en la superficie. El reciente caso del derribo del avión surcoreano puede ser un ejemplo de cómo esos poderes administrativos subterráneos pueden irrumpir en la superficie, sea por error, o sea con el propósito voluntario de advertir sobre su existencia y sus exigencias. Estas criaturas reales eran puntos de referencia, factores de comprobación y verosimilitud de la instrumentalización de la ficción. Sin ellos, ni las novelas de espías, ni las películas, ni los telefilms hubieran sido verosímiles. Aunque también haya que admitir que sin Graham Greene y Le Carré, personajes como Philby, Me Lean o Burgess no habrían conseguido connotaciones enriquecedoras, no hubiera sido tal como hoy son.
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Desvelar las intenciones y el poder del enemigo es el quid del espionaje, su razón de ser. Toda comunidad nacional tiene enemigos y necesita estar informada sobre las intenciones y capacidad agresora de esos enemigos. Pero una cosa es el drama menor de los espías españoles tratando de enterarse de los movimientos de la flota marroquí en busca de los barcos sardineros y otra muy diferente es la compleja trama de espionaje que envuelve los centros imperiales de Oriente y Occidente en la lucha por la hegemonía mundial. Podría deducirse que siempre fue el espionaje compañero del Imperio y a tenor de lo desvelado por Le Carré esta afirmación ha de matizarse y cotejarse con lo que entendemos por Imperio e imperialismo en la etapa actual. La piedad del lenguaje de los intelectuales funcionarios de los Organismos Internacionales ha creado eufemismos tales como Norte y Sur, Centro y Periferia para establecer un lenguaje neutral más allá o más acá de las malas lenguas agresivas del comunismo
o del capitalismo. Pero lo cierto es que dentro decada sistema, sea el capitalista o el comunista, haydesarrollos desiguales, potencias desiguales y porlo tanto relaciones de dependencia internas. Demás ricos a más pobres, se va del Centro a laPeriferia a través de un descenso gradual del protagonismo histórico. Los personajes de Le Carrépertenecen a los Servicios Secretos del ImperioBritánico, hegemónico hasta el final de la PrimeraGuerra Mundial y en sus idas y venidas se plasmaesa dependencia a la potencia hoy realmente hegemónica, al centro-centro del Imperio. Es unadependencia reconocida no sin reticencias, peroreconocida porque objetivamente es evidente quelos servicios secretos británicos luchan, como losnorteamericanos, por la supervivencia del sistemaque les hace posibles.
Escribía Adorno en su Teoría Estética: «El momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son aquellas en que sin reticencias y sin creerse que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo». Esta conclusión de Adorno que no es otra cosa que la afinación de una antigua sentencia del mismísimo Engels, sirve para dar último sentido a la obra de Le Carré. Aparentemente, Le Carré describe en todas sus dimensiones las vivencias de un servicio técnico subterráneo en defensa del sistema. En sus tramas nunca se levanta la tapa de alcantarillas que comunica el subsuelo con la ciudad iluminada donde se celebran Conferencias de Seguridad Europea, · Reuniones del Consejo de Seguridad o Encuentrosen la Cumbre. Pero las obras de Le Carré estáncargadas con el contenido histórico de nuestrotiempo, son la poética de la guerra fría, de latercera guerra mundial, de esa tercera guerra quequizá nunca se oficialice.
Sin duda Le Carré no se ha propuesto historificar, pero sus lectores no han tenido más remedio que hacerlo y en esa historificación de Smiley y su gente han empleado toda la sabiduría convencional al uso sobre el sentido político de lo contemporáneo: desde el tenebrismo de Carol Reed en «El tercer hombre» hasta la crisis de los misiles, pasando por la historia de Philby o el asesor espía y maricón de·· la reina de Inglaterra. Como casi todos los novelistas, Le Carré escribe sobre la condición humana impregnando de manchas corporales la frialdad de las normas y las cosas y para ello ha ido aumentando desde El Espía que volvió del frío hasta Smiley y su gente, la estatura de Smiley, un espía de mesa, incapaz de dar un grito o un puñetazo, pero muy capaz de telecondenar amuerte a un antagonista o a un compañero dejuego que se ha convertido en un obstáculo. LeCarré ha comunicado a sus contemporáneos quebajo la Historia aparente hay una subhistoria movida por los servicios secretos, en la que cada cualdesempeña su función según su real valor histórico y por eso en sus novelas hay esa irónicaconciencia de la obsolescencia de unos servicios
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secretos imperiales británicos al servicio de un imperio casi obsoleto.
Si comparamos la novelística de Le Carré con la de Graham Greene aplicada al espionaje, especialmente con El factor humano, comprobaremos las coincidencias enormes, pero también una discrepancia radical: para Le Carré la. novela y la historia son ante todo un desafío técnico inútil, son una pasión inútil y en cambio para Graham Greene son ante todo un desafio filosófico. Naturalmente, tanto Le Carré como Greene han pertenecido a los servicios secretos de su país, el primero durante el comienzo de la Guerra fría y el segundo durante los prolegómenos· de la segunda guerra mundial y durante la guerra misma. Conocen la mecánica del comportamiento de los espías de nómina y pertenecen a un país que ha sido protagonista privilegiado de la Historia y aún sigue siéndolo, aunque cada vez con más luces prestadas por el centro del imperio, por esos «primos» americanos a los que la gente de Smiley se refieren despectivamente.
Ese bagaje de realidad, técnico, administrativo, histórico, ayuda a la verosimilitud de las novelas de Le Carré o Greene, cuando se complementan con las capacidades receptivas de los lectores. Cuando Le Carré en La chica del Tambor escribe sobre servicios de espionaje que ha aprendido en los libros o en conversaciones, se arriesga a hablar de un país del que no ha comido su pan ni bebido su vino. Pero la imaginación literaria puede contrarrestar este conocimiento directo y la Historia de la Literatura está llena de excelentes novelas basadas en la información acumulada por sus autores y no en sus vivencias. En cambio, el requisito que todavía hoy no se sumple para hacer verosímil literariamente La chica del tambor es la disposición del lector a tomarse en consideración unos servicios secretos periféricos, que no protagonizan la historia fundamental del mundo, sino una guerra de trincheras capital pero sectorial, la que los dos bloques tienen establecida en Oriente Medio desde la Declaración Balfour de 1920.
No hay ni imaginería estable, ni memoria colectiva sobre el papel desempeñado por los servicios secretos sin duda más voluntariosos e ideologizados del presente: los que representan a palestinos y judíos, al mundo árabe antimperialista y al sionismo internacional. Así como una cierta inercia y cinismo de combatientes de trincheras en nómina y cargados de quinquenios, afecta a los servicios secretos de las grandes potencias, palestinos y sionistas luchan con el fanatismo de los idealistas, aquel fanatismo con el que iban a la hoguera los · espías comunistas de la primera hornada. Pero aún no hay una conciencia estable de ello y la sutil relación entre verosimilitud literaria y verosimilitud de la realidad no está establecida.
Hay que tener esta sutileza en cuenta a la hora de planteamos el por qué de la no existencia de una literatura de espionaje a la española, pregunta sin duda alguna prefabricada para el mercado de
las mercancías especulativas, una vez casi agotada la función de la pregunta sobre si es posible una novela policíaca en España o no. Me temo que muchos somos los que nos vamos a encontrar ante esta pregunta un día sí y otro también y os ofrezcan este discurso, como una modesta contribución
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para iluminar las respuestas posibles. Experimenté un síntoma de que la pregunta se avecinaba, en el transcurso de una entrevista radiofónica en la que, pese a mis repetidos rechazos, sin hacerme el menor caso, el locutor me presentó como especialista en literatura de espionaje y en cultivador del género. En vano yo insistí en rechazar la clasificación. El locutor me oponía una sonrisa melancólica y la tenacidad de sus adjetivos irreversibles y salí de Radio Nacional de España convencido de que el locutor o yo estábamos equivocados y que había muchas posibilidades de que el equivocado fuera yo.
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U na de las preguntas que más suelen hacerme es el por qué de un supuesto boom de la novela policíaca aquí y ahora, en España y en los años ochenta. Se simplifica la respuesta atribuyendo la causa a la democracia, así en abstracto, que permite reproducir la dialéctica guardias-ladrones con el realismo, la veracidad que merecen así los guardias como los ladrones. Pero la democracia, con ser mucho, no lo es todo y han sido necesarias una serie de transformaciones sociales y de la sensibilidad receptiva para que el relato policial fuera verosímil en España. Sólo una sociedad urbana, con la complejidad derivada de un capitalismo avanzado, la correspondencia entre moral convencional y moral del subsuelo con sus respectivas organizaciones de la verdad y la mentira puede hacer verosímil la temática de la llamada novela negra. Sólo la España casi plenamente neocapitalista que empieza a edificarse a partir del Plan de Estabilización de 1959 y que adquiere una fisonomía homologable con Occidente en la segunda parte de la década de los sesenta, podía ser terreno de cultivo para la poética de la novela negra. ,
Hay una correspondencia entre lo que el lector está dispuesto a creerse y sus vivencias sociales. No basta con el papel verificador que cumple la retórica específica de un género, por más perfecta que sea la capacidad de reproducirlo, tanto por parte del emisor como del receptor. En el discurso realista es imprescindible que la realidad social sea un respaldo de la realidad literaria, insisto, un respaldo, nunca una reproducción mecánica. Lo que es verosímil y lo que no lo es condiciona la constante elección del artista y cualquier lector asiduo de la novela española moderna, desde Clarín a Juan Benet, habrá comprobado la preponderancia incontestable del marco agrario o provinciano, porque ni en el escritor ni en el lector reside una tranquilizada conciencia de urbanismo, modernidad, contemporaneidad. No es casualidad que el considerado antecedente de la llamada novela policíaca española actual, García Pavón, se refugiara en su tiempo en la verosimilitud de Tomelloso y de un guardia municipal convertido en investigador privado. No hay que atribuirlo a un exilio interior, a una renuncia moral y política
voluntaria a abordar Madrid o Barcelona como territorios y la Brigada de Investigación Criminal como representante del Bien y la Verdad oficiales. Hay que atribuirlo sobre todo a una conciencia de inverosimilitud muy arraigada, en este caso en el escritor y en el lector. La más reciente novela española es en gran parte el resultado de la necesidad de sustituir una conciencia anquilosada de verosimilitud literaria, así en los temas como en el estilo, por otra más en consonancia con una nueva sensibilidad del sujeto creador bifronte: el que escribe y el que lee.
Para que la materia y la manera de la novela negra fueran verosímiles en España han tenido que darse unas circunstancias sociales y culturales proclives. Ha bastado un cierto grado de homologación neocapitalista, que será en breve plazo ultimado por los ministros económicos y militares del gobierno socialista. Pero para que la materia y la manera de la novela de espías fueran verosímiles en España, una de dos, o el país tendría que ser auténtico coprotagonista de la lucha de clases a nivel internacional o protagonizar un causus belli regional, hoy por hoy motivable por asuntos tan poco literarios como la batalla del tomate con Francia o la de la sardina con Portugal y Marruecos.
Ya es sintomático que la existencia de grupos terroristas como el Grapo o ET A no haya propiciado una literatura ad hoc, basada incluso en la especulación sobre las conexiones entre estos grupos y los servicios secretos extranjeros. La no utilización de estos temas, salvo para fines de literatura moralizante y benéfica, se debería en parte a una elemental prudencia de supervivientes por parte de los potenciales autores, pero también, y no en parte menor, a la sospecha de que tanto el Grapo o ET A son más hijos de un iberismo empecinado y testicular que de una maquiavélica jugada sobre tapetes florentinos internacionales.
Los países que no coprotagonizan la Historia en sus primeros papeles también disponen de servicios secretos, pero al igual que sus ejércitos, esos servicios secretos cumplen una función más interior que exterior. El ejército en la mayor parte de países menores cumple una función de policía interior última, de poder disuasorio final para que no se altere el estatus interno dé la nación. E igual función cumplen los servicios secretos, aplicados a acumular información sobre protagonistas indígenas por si algún día puede ser utilizada en bien del Estado. Dudo que los servicios secretos españoles, por ejemplo, puedan obtener una información superior en interés a la de desvelar el misterio de la fuente suministradora de puros al señor Peces Barba o qué hay de verdad en las relaciones entre Isabel Preysler y el ministro Boyer o qué droga utiliza Alfonso Guerra para trabajar veintiseis horas al día. De ahí que los espías hispánicos sean sorprendidos por las alcantarillas de Madrid, pinchando teléfonos o escarbando en las basuras,
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porque la realidad histórica del país no da para más. Y hay que convenir que ninguno de estos temas da para una novela. Es posible que algún novelista barroco liberase la masa verbal que lleva dentro a partir de uno de estos temas menores, pero sería para asfixiarlo, para manifestar su desprecio por el tema y por los lectores temáticos. Sería pues una pirueta intelectual.
La inverosimilitud del espionaje español no es un mal o un bien condicionado por la relativamente nueva situación democrática. Viene de lejos. Ni siquiera el franquismo en sus primeros tiempos, cuando quería ser un régimen milenario y restaurar el Imperio, dispuso de un servicio de espionaje presentable y mínimamente competitivo.
En cierta ocasión y ante los micrófonos de una emisora española de difusión estatal, el señor Alcázar de Velasco, que pasa por ser un espía de nómina de la época franquista, contó uno de sus trabajos de espionaje. Se le encargó que siguiera a Fraga Iribarne, por entonces Director del Instituto de Cultura Hispánica, a lo largo y ancho del continente americano durante una gira oficial. Los países como el nuestro tienen que terminar así, practicando un espionaje autofágico, del mismo modo que la burguesía española más reciente ha hechos sus mejores negocios vendiéndose el suelo que pisa. El espionaje franquista se pasó los años cuarenta y cincuenta tratando de enterarse sobre la capacidad de recuperación o de incordio de los republicanos exilados, especialmente en América Latina, Francia e Inglaterra. Era pues un espionaje interior, prolongación de la guerra civil por otros procedimientos. Los países menores contribuyen a la lucha de clases internacional procurando que la lucha de clases no altere sus estatutos dentro de las coordenadas nacionales y eso es todo. Una posible literatura de espías seguiría siendo una literatura de policías y confidentes.
Es posible que si en el futuro España se integrara plenamente y para siempre en la Alianza Atlántica, un replanteamiento estratégico de la península ibérica que implicara su rearme sofisticado, despertaría una mayor atención por parte del bloque comunista y por lo tanto la necesidad de desarrollar un servicio de contraespionaje adecuado. También la inculcación de una sicología de auténtico centinela de occidente en el seno de la conciencia del pueblo español ayudaría a cambiar el talante del receptor y a hacer posible esas nuevas condiciones de verosimilitud que propiciara una novela de espionaje a la española. Hoy por hoy la necesidad de ser centinela de Occidente o de Oriente no forma parte de la conciencia civil española y sólo afecta a pequeños sectores de implicados por sus propios intereses materiales o ideológicos. Si la voluntad alineadora se impone es indudable que ayudará a crear las condiciones que hagan posible ese nuevo género literario o cinematográfico.
Tal como están las cosas, un empeño creativo
en esa dirección tendría que asumir lo cutre de la situación real y empleo la palabra cutre en la doble acepción que le da la Real Academia de la Lengua, como sinónimo de tacaño y de miserable. Hoy día los servicios de información operantes en España se dedican sobre todo a vigilar a los propios españoles, no porque se sospeche o no su
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dependencia de potencias extranjeras, sino porque se sospeche de su voluntad de dar al traste con el estatus político actual o para acumular información personal que permita controlar o telecontrolar a personas importantes en todos los planos de la realidad del país.
No hay pruebas sobre lo que voy a decir, pero sería posible la aparición a corto o medio plazo de un espionaje intrautonómico suscitado por el centro del Estado hacia las periferias autonómicas y viceversa, complementado por un espionaje de autonomía hacia otra autonomía, para comprobar hasta qué punto se respetan las reglas del juego en el proceso de construcción del llamado Estado de las Autonomías. Es posible que por debajo de las policías autonómicas algún día se teja una malla de servicios de espionaje y contraespionaje autonómicos destinada a imitar las conductas lógicas de los servicios equivalentes entre las naciones de verdad. Nadie negará dramatismo al tema de las aguas del Ebro por ejemplo y a la necesidad por parte de la Comunidad Autonómica de Aragón o de la Generalitat de Catalunya de saber a ciencia cierta si hay un reparto equilibrado de los litros de agua o si se practican apropiaciones indebidas y nocturnas. No sería vana locura el constituir un servicio de espionaje murciano para tener controlado el mecanismo del trasvase del Tajo al Segura. Puede ser fascinante el empleo de este tipo de mecanismos de saber para llevar un control sobre trazados de infraestructura comunicacional que potencien más y mejor a determinadas zonas del Estado en detrimento de otras. Fatalmente, estos servicios de espionaje autonómicos tendrán al principio una gran vehemencia derivada de la pasión ideológica y patriótica que les moverá, para tender con el tiempo a ser un subfuncionariado subterráneo, perezoso y rutinario. Del mismo modo que la paz mundial depende en gran parte hoy de la rutina y pereza disuasoria de los servicios secretos de las grandes potencias, en el futuro la garantía de la Unidad definitiva y vitalicia de España tal vez descanse en ese esfuerzo oscuro, perezoso, inerte, disuasorio de los espías autonómicos.
No puedo ir más lejos en esta propuesta, por razones obvias. Y comprenderán que la noticia de la puesta en marcha de estos servicios no aparecerá en ningún boletín oficial, ni siquiera en las páginas de los periódicos mejor enterados. Pero no se me ocurre otra progresión lógica para un espionaje verosímil en España. Creo haber agotado todas las posibilidades de espionaje a la española y por lo tanto ahí dejo un inventario temático para los escritores y demás vividores y vivificadores de la ficción que se animen. También asumo el mérito que tiene mi propuesta en la contribución a la lucha contra el paro, en la creación de esos ochocientos mil puestos de trabajo, unos cuantos de los cuales podían ir a cuenta del espionaje autonó-mico. e