En este paquete, encontrarás seis cuentos cortos de varios autores de España y de
América Latina.
Parte I – lecturas
Van a traer el siguiente trabajo a clase el primer día BLANCO en septiembre.
Todos tienen que leer Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos
por Juan José Arreola y escribir un resumen de 7-10 oraciones en español.
Todos tienen que leer Árbol de oro por Ana María Matute y escribir un
resumen de 7-10 oraciones en español.
Todos tienen que leer Úselo y tírelo por Eduardo Galeano y escribir un
resumen de de 7-10 oraciones en español.
Para los de NM (SL) – Uds. tienen que escoger uno de los otros tres cuentos
de Juan Rulfo y de Gabriel García Márquez y escribir un resumen de de 7-10
oraciones en español.
Para los de NS (HL) – Uds. tienen que escoger dos de los tres cuentos de
Juan Rulfo y de Gabriel García Márquez y escribir un resumen de de 7-10
oraciones en español.
Parte II – correspondencia
Todos tienen que mandarme un correo electrónico de 1-2 párrafo en español
de sus veranos. Necesito recibir el email antes del primer día
de clase.
Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos Juan José Arreola
Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a
extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento,
augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos
cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo
repetirlas.)
Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos.
Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia
a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen
una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.
Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted
mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura.
Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y
aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las
palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están
hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo
ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón,
guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.
Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted
había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo
único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con
ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante
muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser
parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y
seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya
muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me
hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se
los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones
mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.
Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece
censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis
zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la
primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si
no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.
Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas
conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo
resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón.
Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con
inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con
toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto
indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora...
Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá
que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento
poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son
como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas.
Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste
para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar.
A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no
intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo
sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para
infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted
aprendió con alegría en un día de juventud... Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos,
tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.
Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para
obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas
leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos
infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y
llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos
una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de
gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.
FIN
1004 palabras http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/arreola/carta.htm
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El árbol de oro
Ana María Matute
Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi salud no
andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los
suelos embarrados y no se veía rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al
abuelo asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de
cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las afueras del pueblo.
La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter más bien áspero y grandes juanetes
en los pies, que la obligaban a andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela,
con la lluvia rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de la
tormenta persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo
especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado
Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos
los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don
que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni
gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba, que
conseguía cautivar a quien le escuchase. … [L]a señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas
deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados.
Quizá lo que más se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada llave de la torrecita ...
en cuyo interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía
a dejarlos, al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en
realidad por qué. Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la
hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de la escuela, pidió
encargarse de la tarea …, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y
acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo
mucho las manos, como tenía por costumbre. La maestra dudó un poco, y al fin dijo:
—Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita.
A la salida de la escuela le pregunté:
—¿Qué le has dicho a la maestra?
Ivo me miró de través y vi relampaguear sus ojos azules.
—Le hablé del árbol de oro.
Sentí una gran curiosidad.
—¿Qué árbol?
Hacía frío y el camino estaba húmedo, con grandes charcos que brillaban al sol pálido de la
tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.
—Si no se lo cuentas a nadie...
—Te lo juro, que a nadie se lo diré.
Entonces Ivo me explicó:
—Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco, hojas... ¿sabes? Las
hojas no se caen nunca. En verano, en invierno, siempre. Resplandece mucho; tanto, que
tengo que cerrar los ojos para que no me duelan.
—¡Qué embustero eres! —dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me miró con desprecio.
—No te lo creas —contestó—. Me es completamente igual que te lo creas o no... ¡Nadie
entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita
Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo
viva, nadie podrá entrar allí y ver mi árbol!
Lo dijo de tal forma que no pude evitar el preguntarle:
—¿Y cómo lo ves...?
—¡Ah, no es fácil —dijo, con aire misterioso—. Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija
exacta.
—¿Rendija?...
—Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la derecha: me agacho y me
paso horas y horas... ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate que si algún pájaro se le
pone encima también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama, ¿me
volvería acaso de oro también?
No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de tal
forma que me desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba al
cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba:
—¿Lo has visto?
—Sí —me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna novedad:
—Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano lo menos, y con los
pétalos alargados. Me parece que esa flor es parecida al arzadú.
—¡La flor del frío! —decía yo, con asombro—. ¡Pero el arzadú es encarnado!
—Muy bien —asentía él, con gesto de paciencia—. Pero en mi árbol es oro puro.
—Además, el arzadú crece al borde de los caminos... y no es un árbol.
No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.
Ocurrió entonces algo que secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero así era:
Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la
disfrutó Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el primer día, y le dije:
—¿Has visto un árbol de oro?
—¿Qué andas graznando? —me contestó de malos modos, porque no era simpático, y
menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me hizo caso.
Unos días después, me dijo:
—Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el recreo. Nadie te verá...
Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de emoción
cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en
la oscuridad. Me agaché y miré.
Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca tierra de la
llanura alargándose hacia el cielo.
Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La tierra desnuda y yerma, y nada
más que la tierra. Tuve una gran decepción y la seguridad de que me habían estafado. No
sabía cómo ni de qué manera, pero me habían estafado.
Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves regresé a la ciudad.
Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio —era ya
tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la
carrera terrible y sosegada de la llanura— vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa,
entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro:
encendido y brillante todo él, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé:
“Es un árbol de oro”. Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro
negro... Mientras la enderezaba, leí:
IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD.
Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy grande alegría.
1172 palabras
http://www.letropolis.com.ar/2007/04/matute.arbol.htm
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ÚSELO Y TÍRELO (por Eduardo Galeano)
“…la única manera para que la historia no se repita es manteniéndola viva”.
“La realidad es cuando se parece a lo que vemos y ella es cuando la realidad delira y se
expresa en sueños y pesadillas. Y seguiré enamorado y escribiendo sobre ella mientras me
sienta vivo”
La sociedad de consumo ofrece fugacidades. Cosas, personas; las cosas fabricadas para durar,
mueren al nacer, y hay cada vez más personas arrojadas a la basura desde que se asoman a la
vida. Los niños abandonados en las calles de Colombia, que antes se llamaban gamines y ahora
se llaman desechables, y están marcados para morir. Los numerosos nadies, los fuera de lugar,
son “económicamente inviables”, según el lenguaje técnico. La ley del mercado los expulsa por
superabundancia de mano de obra barata. El Norte del mundo genera basuras en cantidades
asombrosas. El Sur del mundo genera marginados. ¿Qué destino tienen los sobrantes humanos?.
El sistema los invita a desaparecer; les dice: “Ustedes no existen”.
¿Qué hace el Norte del mundo con sus inmensidades de basura venenosa para la naturaleza y la
gente? Las envía a los grandes espacios del Sur y del Este, de la mano de sus banqueros, que
exigen libertad para la basura a cambio de sus créditos, y de la mano de sus Gobiernos, que
ofrecen sobornos.
Los 24 países desarrollados que forman la Organización para la Cooperación en el Desarrollo
Económico del Tercer Mundo producen el 98% de los desechos venenosos de todo el planeta.
Ellos cooperan con el desarrollo regalando al Tercer Mundo su mierda radioactiva y la otra
basura tóxica que no saben dónde meter. Prohíben la importación de sustancias contaminantes,
pero las derraman generosamente sobre los países pobres. Hacen con la basura lo mismo que con
los pesticidas y abonos químicos prohibidos en casa: los exportan al Sur bajo otros nombres.
En el reino de lo efímero, todo se convierte inmediatamente en chatarra para que bien se
multipliquen la demanda, las deudas y las ganancias, las cosas se agotan en un santiamén, como
las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los ídolos que la
publicidad lanza al mercado.
El Sur, basurero del Norte, hace todo lo posible por convertirse en su caricatura. Pero la sociedad
de consumo -dime cuánto consumes y te diré cuánto vales- invita a una fiesta prohibida para el
80% de la humanidad. Las fulgurantes burbujas se estrellan contra los altos muros de la realidad.
La poca naturaleza que le queda al mundo, maltrecha y al borde del agotamiento, no podría
sustentar el delirio del supermercado universal, y al fin y al cabo, la gran mayoría de la gente
consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar el equilibrio de la economía
mundial mediante sus brazos baratos y sus productos a precio de ganga. En un mundo unificado
por el dinero, la modernización expulsa mucha más gente que la que integra.
Para una innumerable cantidad de niños y jóvenes latinoamericanos, la invitación al consumo es
una invitación al delito. La televisión te hace agua la boca y la policía te echa de la mesa. El
sistema niega lo que ofrece; y no hay valium que pueda dormir esa ansiedad ni prozac capaz de
apagar ese tormento. La lucha social aparece en las páginas políticas y sindicales.
El mundo de fin de siglo viaja con más náufragos que navegantes, y los técnicos denuncian los
“excedentes de población” en el Sur, donde las masas ignorantes no saben hacer otra cosa que
violar el sexto mandamiento día y noche. ¿”Excedentes de población” en Brasil, donde hay 17
habitantes por kilómetro cuadrado, o en Colombia, donde hay 29? Holanda tiene 400 habitantes
por kilómetro cuadrado y ningún holandés se muere de hambre; pero en Brasil y en Colombia,
un puñado de voraces se queda con todos los panes y peces.
Cada vez son más los niños marginados que, según sospechan ciertos expertos, “nacen con
tendencia al crimen y la prostitución”. Ellos integran el sector más peligroso de los “excedentes
de población”. El niño como amenaza pública, la conducta antisocial del menor en América, es
el tema recurrente de los Congresos Panamericanos del Niño desde 1993.
A principios de siglo, el científico inglés Cyril Burt propuso eliminar a los pobres muy pobres
“impidiendo la propagación de su especie”. Al fin de siglo el Pentágono anuncia la renovación
de sus arsenales, adaptados a las guerras del futuro, que tendrán por objetivo los motines
callejeros y los saqueos; y en algunas ciudades latinoamericanas, como Santiago de Chile, ya hay
cámaras de televisión vigilando las calles.
El sistema está en guerra con los pobres que fabrica, y a los pobres más pobres los trata como si
fueran basura tóxica. Pero el Sur no puede exportar al Norte estos residuos peligrosos, que se
multiplican cada día. No hay manera de “impedir la propagación de su especie”, aunque según al
arzobispo de San Pablo, cinco niños caen asesinados cada día en las calles de las ciudades
brasileñas, y, según la organización Justicia y Paz, son niños buena parte de los 40 desechables
que cada mes caen asesinados en las calles de las ciudades colombianas.
Tampoco se puede mantenerlos escondidos, aunque los desechables no existen en la realidad
oficial: la población marginal que más ha crecido en Buenos Aires se llama Ciudad Oculta y se
llaman ciudades perdidas los barrios de lata y cartón que brotan en los barrancos y basurales de
los suburbios de la ciudad de México.
No hace mucho, los desechables colombianos emergieron de debajo de las piedras y se juntaron
para gritar. La manifestación estalló cuando se supo que los escuadrones parapoliciales, “los
grupos de limpieza social”, mataban indigentes para venderlos a los estudiantes que aprenden
anatomía en la Universidad Libre de Barranquilla.
Y entonces Buenaventura Vidal, contador de cuentos, les contó la verdadera historia de la
Creación. Ante los vomitados del sistema, Buenaventura contó que a Dios le sobraban pedacitos
de todo lo que creaba. Mientras nacían de su mano el sol y la luna, el tiempo, el mundo, los
mares y las selvas, Dios iba arrojando al abismo los desechos que le sobraban, pero Dios,
distraído, se había olvidado de la mujer y del hombre, que esperaban allá en el fondo del abismo,
queriendo existir. Y ante los hijos de la basura, Buenaventura contó que la mujer y el hombre no
habían tenido más remedio que hacerse a sí mismos, y se habían creado con aquellas sobras de
Dios. Y por eso nosotros, nacidos de la basura, tenemos todos algo de día y algo de noche, y
somos un poco tierra y un poco agua y un poco viento.
1116 palabras http://www.juliaardon.com/2006/03/uselo-y-tirelo-por-eduardo-galeano/
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No oyes ladrar a los perros
Juan Rulfo
—TÚ QUE VAS allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna
luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose
a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una
sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera,
fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba
detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la
carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después
no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían
ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y
porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que
traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él
apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré
mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora
ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que
les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre,
reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por
qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí
hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré
tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en
sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la
cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque
usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí,
donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy
haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo
más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco,
volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que
le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos
pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted.
Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted
tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los
riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los
caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre
Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala
suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba,
porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de
haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por
oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te
bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua,
porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca
pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu
madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías
a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras
matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza;
allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero
nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le
hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con
sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido
decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión
de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último
esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo,
flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su
cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
1317 palabras
http://www.literatura.us/rulfo/perros.html
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Es que somos muy pobres
Juan Rulfo
AQUÍ TODO VA de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado,
cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover
como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba
asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos
tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos
los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía
del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que
la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy
dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en
seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que
se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí
el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido
lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se
olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco
a poco por la calle real [...]
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que
cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el
puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos
subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto
al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y
como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca,
donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue
donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana
Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca
y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando
sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan
atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás
por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral
porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien
quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al
sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de
regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y
dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios
sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también
al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo
que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él, estaba y que allí dio una
voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el
río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar
leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río
abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora
que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había
conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el
fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras
dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa
y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron
les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron
pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche.
Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo
esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con
un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más
tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla
o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a
resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su
vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda
casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar
difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse
con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le
haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está
tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo,
cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron
criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie.
Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel
mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde
estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se
acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí,
la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos
que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para
llamar la atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal;
como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí
a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar.
Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su
boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y
sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de
allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin
parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
1477 palabras – adaptación
http://www.literatura.us/rulfo/somos.html
Resumen: _____________________________________________________________________
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Gabriel García Márquez
LA SIESTA DEL MARTES
EL TREN SALIÓ del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones
de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la
brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho
camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al
otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con
ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas
blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y
todavía no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la
locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar
los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un
ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de
la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado
vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño,
blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna
vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con
ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la
gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación
sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones,
la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin
curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera
pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se
quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores
muertas.
Cuando volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dio un pedazo de
queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material
plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de
hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una
multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante.
Al otro lado del pueblo en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos—dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el
tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se
puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
—Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del
cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el
tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los
anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te
estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco,
mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer
enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la
imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La
niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la
ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren
acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los
almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en calor. La mujer e y la
niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban
a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los
almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no
volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo
permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la
oficina del telégrafo al lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el
modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas
bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros
recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena
calle.
Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el
pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la
uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se
sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes
con un pañuelo.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol. La mujer movió la
cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un
cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que
le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
—Que tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
—Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo
tono—. Yo soy su madre.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de
escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único barón.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió
las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
—Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie
de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar.
La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él
me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba tres días en la cama postrado por
los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es—confirmó la mujer—. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a
los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien
mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños.
Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Suavemente volvió a
cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa
de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
—Qué fue? —preguntó el.
—La gente se ha dado cuenta —murmuró su hermana.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través
de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la
puerta. La niña siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y
les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
1562 palabras
http://www.literatura.us/garciamarquez/siesta.html
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