Download - Ensayo de Starobinski
Día sagrado y día profano*
Jean Starobinski
La jornada y la escansión de lo sagrado
El día es una de las experiencias fundamentales de nuestra existencia natural, en la vasta
extensión de las zonas templadas de la tierra. El ciclo visible del sol, la alternancia de la
vigilia y el sueño garantizan un lazo entre la vida del cuerpo y la gran regularidad que les
asigna a la luz y a las tinieblas su sucesión. Sólo una abstracción simplificadora nos permite
considerar el tiempo vivido como un flujo homogéneo. Nuestra existencia, en su propia
sustancia y en su entorno mayor, está dominada por el ritmo de los días y las noches. Nuestra
misma experiencia de la realidad de los objetos está vinculada a ello. El universo de las cosas
es tributario de la luz del día que lo revela; se difumina, se vuelve incierto cuando cae la
noche, que lo sustituye por los temores y los sueños. La evidencia que se ofrece bajo la
claridad del día no es del mismo orden que las apariciones que surgen contra un fondo de
tinieblas.
Por lo tanto, no resulta sorprendente que ese dato natural sea uno de los primeros que se les
ofrecen al asombro humano, a la formalización cultural, a la interpretación religiosa. El
hombre es el ser vivo que sabe que la serie de los días tendrá fin; se designa a sí mismo como
el efímero. Se interroga sobre el lugar donde ingresará cuando sus ojos ya no se abran a la
sucesión de los días y de las noches, según la ley que gobierna la tierra y sus paisajes usuales.
También se interroga sobre la manera en que comenzaron los días, las estaciones, las eras. Es
de lo que hablan las cosmogonías. En muchos textos sagrados, es la primera obra de la
divinidad: “Y hubo un día y hubo una noche.”
Probablemente no haya ninguna cultura, ninguna religión que no se distinga por un sistema
particular de señalamiento del tiempo. El año, las estaciones, el ciclo lunar, el día y sus partes
ofrecen hitos, más o menos precisamente medidos, que sirven de punto de anclaje para la
sacralización: fiestas, rituales, rezos, etc. Estudiar separadamente el día es precisamente
abstraerlo del contexto más vasto donde tal jornada particular adquiere su sentido en contraste
con los demás días del calendario. Sobre todo, es abstraerlo de un sistema donde el feriado se
opone al laborable o al ordinario… La cultura occidental está habituada a la oposición entre
la semana de seis días y el domingo. Pero en los tratados piadosos se recuerda que las horas
* Extraído de la compilación La conciencia de sí de la poesía, dirigida por Yves Bonnefoy, París, Seuil, 2008.
del día ordinario se refieren a ciertos acontecimientos de la historia santa más especialmente
conmemorados, con fecha fija o móvil, en el transcurso del año. El día ordinario puede
entonces ser considerado como un espejo del año entero. La campana matinal proclama, al
salir el sol, un emblema de Navidad.
En el Occidente cristiano, la oposición entre la jornada religiosa y la jornada profana es
antigua. No está totalmente ligada a la oposición entre vida clerical y vida laica, aun cuando el
clero, secular o regular, sea más particularmente responsable de las celebraciones prescriptas
para determinadas horas1. Basta con mencionar De vita solitaria de Petrarca, que comienza
con una larga comparación entre la jornada del occupatus y la del solitarius. El occupatus es
el habitante de las ciudades, que busca por todos los medios placeres y riquezas. A lo largo de
las horas, comete todos los pecados capitales. El solitarius, en una campiña apacible, emplea
serenamente su jornada en la plegaria, la poesía, las distracciones frugales. Dicho texto es
revelador; no solamente pone en evidencia una forma literaria codificada, aplicable también a
la comunicación autobiográfica: la descripción del status vitae, del tipo de vida que se lleva;
sino que además nos hace comprender que “el orden del día” religioso, puntuado por las
“horas canónicas”, adquirió un valor paradigmático en la cultura medieval. Dicho paradigma
conoció una larga supervivencia en la literatura europea. Aunque los historiadores en general
hayan descuidado indagar las mutaciones del “sentimiento religioso”, es allí donde el ámbito
de la oposición entre lo profano y lo sagrado se nos muestra con una claridad singular.
En el siglo XIX, y hasta nuestros días, no faltan los textos donde se manifiesta un eco
persistente, y a veces una nostalgia confesa, de la antigua escansión religiosa de la jornada.
Nostalgia tanto más intensa en la medida en que se ve confrontada a la temporalidad
indiferente y desordenada de la civilización contemporánea. Sin duda habría que distinguir, en
algo que se experimenta de manera frecuentemente confusa, el lamento por un tipo de
existencia regulada según los grandes ritmos naturales y el recuerdo del carácter sagrado que
las religiones otorgaron a esos ritmos. En Baudelaire, poeta de la ciudad, seguramente no es el
viejo orden de la vida agreste lo que será objeto de la nostalgia. Sólo la sacralidad perdida se
guarda en la memoria.
Baudelaire y Prudencio
1 Se puede consultar el excelente artículo “Jornada cristiana” de Émile Bertaud y André Rayez, en el Diccionario de espiritualidad, t. VIII, 2, París, Beauchesne, 1974, col. 1443-1469. La importancia de Ambrosio fue considerable para la fijación del ritual. Los himnos de Ambrosio no deben ser olvidados, aun cuando en las páginas que siguen se centre la atención exclusivamente en Prudencio.
Para Baudelaire, como para tantos de sus contemporáneos, la antigua organización
religiosa de la duración cotidiana, el ritual que la escande siguen estando lo suficientemente
presentes como para constituir un recurso en las situaciones de desasosiego. Hasta en la
derivación del medio literario, Baudelaire ha probado su perfecta familiaridad con el latín del
breviario (por ejemplo, en Francisca meae laudes2) y con los autores, paganos o cristianos, de
los siglos latinos tardíos. (¿Qué libros le quedaron de la biblioteca de su padre, que había sido
cura?) Es porque siguió estando profundamente imbuido de tradición religiosa que pudo
realizar en tantas ocasiones la inversión satánica y proclamar su simpatía por los renegados y
los blasfemos.
En lo que respecta al orden del día, me detiene un primer indicio: son las notas referidas a
la higiene en los diarios íntimos, donde Baudelaire intenta definir una regla de vida y unos
medios de defensa eficaces para responder a la amenaza de desorganización que siente en su
cuerpo y en su mente. Las prescripciones que intenta imponerse son las mismas que regían la
existencia monástica. Establecen rituales matinales y verpertinos. Baudelaire, que en un
poema de “Spleen e Ideal” se había atribuido la figura del “mal monje”, del “monje vago”3, se
propone como remedios el trabajo y la plegaria. Ora et labora. Se le ocurre incluso agregar –
dandysmo obliga– el arreglo personal: “Una sabiduría abreviada. Peinado, rezo, trabajo.”4
Ciertamente, el trabajo del que habla Baudelaire sólo tiene una remota analogía con el
“trabajo manual” al que se dedicaban los monjes, según las antiguas reglas (Reglas del Señor,
Reglas de San Benito, etc.), para concentrar su mente y para sustraerse a los maleficios del
Tentador. Baudelaire tiene razones más triviales para ponerse a trabajar: saldar sus deudas,
asegurar la subsistencia de Jeanne.
Para conjurar las noches atroces, los despertares difíciles, cree que el auxilio llegará si
enmarca cada jornada de trabajo mediante un acto de plegaria. ¡Y que esas sean en adelante
“las reglas eternas de [su] vida”!
Elevar todas las mañanas mi plegaria a Dios, fuente de toda fuerza y de toda justicia
[…]5
2 Charles Baudelaire, Oeuvres complètes, 2 vol. (en adelante O. C.), ed. Claude Pichois, París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1975-1976, t. I, p. 61.3 O. C., I, p. 15. [El poema se titula precisamente “El mal monje”.]4 O. C., I, p. 671.5 O. C., I, p. 673. La anotación agrega: “Trabajar todo el día” […] “hacer todas las noches una nueva plegaria […]”
En otra nota, a la plegaria vespertina, de acuerdo con una función que la liturgia a menudo
le ha conferido, se le asigna como meta garantizar una protección contra las angustias
nocturnas y los sueños aterradores, cuya repetición era agotadora para Baudelaire. La nota que
sigue expresa una esperanza:
El hombre que ha hecho su plegaria de la tarde es un capitán que pone centinelas. Puede
dormir.6
Baudelaire recupera el método obsidional y la imagen del combate defensivo contra el
demonio que en la Edad Media, y especialmente en la práctica cisterciense, habían suscitado
el agrupamiento casi militar de la comunidad monástica en cada una de las horas canónicas.
La figura del centinela es precisamente la que encontramos en el himno Te lucis de las
completas del domingo:
Te lucis ante terminum
rerum Creator, poscimus,
ut pro tua clementia
sis praesul et custodia.
Procul recedant somnia
et noctium phantasmata
hostemque nostrum comprime,
ne polluantur corpora.
“A ti, antes de que se acabe la luz, a ti, Creador de todas las cosas, te rogamos; por
clemencia, concédenos tu protección y tu guarda. Que se desvanezcan, muy lejos, los
sueños y los fantasmas nocturnos. Y rechaza a nuestro enemigo, impide que nuestros
cuerpos sean mancillados.”
Las patéticas resoluciones que Baudelaire anota en sus cuadernos, y que no será capaz de
seguir, muestran hasta qué punto el recuerdo de la “jornada del cristiano” ha seguido vivo en
la mente del poeta, y cuánta atracción pudo ejercer la idea de una regla impuesta a las
6 O. C., I; p. 672.
actividades cotidianas sobre un hombre que sentía que su tiempo se disipaba en la acedia y la
procrastinación.
Los “Cuadros parisinos” en Las flores del mal son la parte del libro que más claramente
tiene la marca de la estética de la modernidad, tal como Baudelaire la formulara en su gran
ensayo sobre Constantin Guys, El pintor de la vida moderna. Excepto en el poema liminar,
“Paisaje”, Baudelaire no le dedicó un texto al desarrollo de una jornada completa. Pero a
menudo evocó los momentos cruciales del día. La mañana en “El cisne”, en “Los siete viejos”
y sobre todo en “Crepúsculo de la mañana”. El mediodía en “El sol”. La tarde en “Crepúsculo
de la tarde”7. La noche en “El juego” y en “Sueño parisino”. En otras secciones de Las flores,
poemas como “Alba espiritual”, “Armonía de la tarde”, “El final del día” indican también
claramente, por sus mismos títulos, la intención de darle expresión poética a uno de esos
momentos en que debe cruzarse, bajo la luz que surge o ante el día que se va, un pasaje
peligroso. No se ha advertido suficientemente que en esos admirables poemas –expresión de
una nueva “conciencia lírica” frente a la ciudad moderna– las reminiscencias de la jornada
religiosa constituían el contrapunto casi constante, o más bien el bajo armónico, sobre el cual
se desplegaban las imágenes de un presente de una radical y brutal novedad.
Baudelaire nunca nombró a Prudencio, el poeta latino cristiano del siglo IV. Su
Psychomachia –amplia alegoría del conflicto interior entre las pasiones, las virtudes y los
vicios– sirvió de ejemplo durante siglos, hasta Baudelaire. Por cierto, este último tenía
muchas razones para haber olvidado la fuente de un procedimiento que empleó tantas veces;
en el uso que hace de la personificación, hubiese podido valerse igualmente de otros
precedentes, empezando por Virgilio, al que también había podido recurrir el mismo
Prudencio.
Lo que conviene considerar es el Libro de horas (Cathemerinon liber). Esa recopilación,
donde el metro a menudo se emparenta con el de Horacio, estaba destinado –según los
historiadores– a los letrados antes que a la comunidad de los fieles. Los seis primeros de esos
doce poemas escanden la jornada. Su esquema no se puede superponer con exactitud al de las
horas canónicas tradicionales. Los dos primeros celebran las horas de la mañana: I. “Himno al
canto del gallo”, II. “Himno a la mañana”. Los dos himnos siguientes están destinados a ser
cantados antes y después del almuerzo. Los dos últimos son: V. “Para la hora en que se
enciende la lámpara”, VI. “Himno antes de dormir”. Aunque Prudencio no sea un autor
eclesiástico, algunas de sus estrofas fueron incluidas en el breviario. 7 Al que se añade, en El spleen de París, un “Crepúsculo de la tarde” en prosa. [Hemos traducido literalmente los títulos de “Crepúsculo de la tarde” y “Crepúsculo de la mañana”, para conservar su oposición simétrica; en otros contextos podrían traducirse por “El anochecer” y “El amanecer” (T.)]
En los poemas de la mañana de Prudencio, se proclama una certidumbre: Dios y Cristo han
triunfado. Se anuncian mediante toda una red de símbolos, que se organizan en torno a
imágenes de las luz, del canto del gallo que disipa las tinieblas y las brumas. Tales símbolos
son acompañados por las imágenes casi estereotipadas de las actividades de las primeras horas
del día… Ahora bien, al leer el “Crepúsculo de la mañana”, nos sorprenden un grupo de
imágenes que Baudelaire pareciera haber tomado de Prudencio, como si hubiese deseado
modificarlas e incluso pervertir su valor mediante nuevos efectos de contexto, de sintaxis y de
puesta en escena:
El clarín ya sonaba en patios de cuarteles
y el viento matinal soplaba los faroles.
Baudelaire recurre al imperfecto que tiñe su poema entero y le da el aspecto de una
narración de un momento pasado, lo que vuelve más impresionante el brusco surgimiento, en
los versos 9-11, de un presente frágil y una atmósfera percibida con agudeza, detrás de los
cuales no entrevemos ningún antecedente clásico o religioso; allí se anuncia algo sagrado
radicalmente nuevo:
Como un rostro llorando que las brisas enjugan,
el aire está lleno del temblor de cosas que se van,
y el hombre está cansado de escribir y la mujer de amar8.
Los poemas matinales de Prudencio se desarrollan en un presente intemporal, basado en la
reminiscencia de pasajes de la Escritura cuyo equivalente simbólico es el amanecer. Dos
estrofas del Himno II, sin embargo, adquieren el aspecto de un cuadro de la ciudad al
despertar. Y allí oímos resonar lo que en Baudelaire se convertirá en “el clarín”:
Haec hora cunctis utilis,
qua quisque, quod studet, gerat:
miles, togatus, navita,
hunc triste raptat classicum,
mercator hinc ac rusticus
avara suspirant lucra […]
8 O. C., I, p. 103.
“Esta es la hora útil para todos, cuando cada uno cumple los deberes de su condición:
soldado o civil, marinero, obrero, labrador o mercader. Uno es arrastrado por la gloria
del foro; otro por la trompeta siniestra; el comerciante y el campesino suspiran tras
ávidas ganancias.”9
Prudencio enumera las actividades, las profesiones, no para ofrecer una descripción de la
animación general, sino para oponer la sencillez cristiana a la vana agitación de los profanos:
“Pero nosotros ignoramos el beneficio y la usura, y todo el arte de la elocuencia, nuestra
fuerza no está en el arte de la guerra; sólo te reconocemos a ti, oh Cristo.”10 Entre los signos
de la mañana evocados por el poeta latino, Baudelaire sólo conserva el llamado sonoro de la
trompeta: lo aisló para acentuar su fuerza expresiva, lo relacionó con su sitio urbano, “el patio
de los cuarteles”. Para él no se trata de una reminiscencia literaria, sino de una experiencia
vivida: durante su infancia, ligada a la carrera del general Aupick, muchas veces oyó sonar la
diana matinal. Y podríamos sostener que lo que perduró en su memoria es el ritual y el orden
del día militares, y no el texto de Prudencio. ¿Sería fortuito el encuentro entre los dos
poemas? No por ello sería menor el alcance revelador de esos ecos verbales. Hay mucho que
aprender sobre lo que ha persistido y lo que ha cambiado. Y una de las cosas que cambiaron
es que el poeta no se vanagloria, como lo hacía el cristiano del Cathemerinon, de una fuerza
superior a la de las armas. Denuncia más bien su propia debilidad, está “cansado de escribir”.
Cuando escucha la diana matinal, esa percepción auditiva no es más que un dato en bruto, un
acontecimiento sensorial entre otros; el poeta se limita a recoger ese signo, seguramente sin
alegría, de una “disciplina” que no le concierne. No puede buscar refugio en ninguna promesa
universal de salvación; no se apresta a pasar el día siguiendo una ley que se opondría a la ley
del mundo y le garantizaría la eternidad como herencia. Algo –esa señal militar del día que
comienza– ha persistido de una antigua imagen poético-religiosa. Con lo cual se ilustra y se
confirma la famosa definición baudelaireana de la modernidad: “La modernidad es lo
transitorio, lo fugaz, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo
inmutable.”11 Lo comprobaremos aún mejor leyendo más adelante en el “Crepúsculo de la
mañana”:
9 Prudencio, Cathemerinon liber (Libro de horas), texto establecido y traducido por M. Lavarenne, París, Les Belles Lettres, 1943, p. 9. 10 Ibid.11 O. C., II, p. 695.
Era la hora en que el enjambre de sueños molestos
retuerce en sus almohadas a los adolescentes;
cuando el ojo sangriento que palpita y se mueve
de la lámpara le hace una mancha roja al día;
cuando el alma debajo del cuerpo pesado y áspero
imita los combates entre el día y la lámpara.12
El primer verso del Himno de Prudencio –Ad Galli cantum– también evocaba los sueños
nocturnos, pero era para celebrar su desaparición, mientras que en los versos de un dualismo
exasperado que acabamos de releer, Baudelaire describe su perversa persistencia:
Ferunt vagantes daemonas,
laetos tenebris noctium,
gallo canente exterritos
sparsim timere et cedere.
[…]
Sat convolutis artubus
sensum profunda oblivio
pressit, gravavit, obruit
vanis vagantem somniis.
“Se dice que los demonios vagabundos, felices en las tinieblas de la noche, con el canto
del gallo se asustan, se dispersan y huyen […] Por bastante tiempo, mientras nuestros
miembros estaban recogidos, un olvido profundo oprimía, entorpecía, agobiaba nuestra
mente, vagando a merced de vanos sueños.”13
La imagen del enjambre, la de los miembros doblados ya están claramente inscriptas en el
texto latino. El mal está ligado a la torsión. En la plegaria de la tarde (Himno IV), donde
Prudencio rechaza lo que Baudalaire llama “los sueños molestos”, el demonio es dueño de
prestigios (praestigiator), aparece como reptil (tortuosus serpens): “¡Lejos, bien lejos de
nosotros los monstruos de esos sueños vagabundos! ¡Vete, demonio mago, con tu engaño
obstinado! Demonio, oh serpiente tortuosa, tú que agitas los corazones apacibles, aléjate
12 O. C., I, p. 103.13 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 5.
[…]”14 Cuando la noche baudelaireana cubre la capital, en “Crepúsculo de la tarde”, ninguna
profilaxis religiosa ha expulsado a los demonios; andan errando, como lo teme Prudencio, e
invaden el espacio:
Sin embargo demonios malsanos en la atmósfera
se despiertan pesados como gente de negocios,
y golpean volando aleros y postigos.15
Al amanecer, no habrán dejado una presa escogida –“los adolescentes”. El crepúsculo
matinal de Baudelaire es por lo tanto lo contrario de la teofanía triunfal cantada en los dos
primeros himnos de Prudencio. “La aurora que tirita con ropa rosa y verde”16, en su
conmovedora belleza, no anuncia más que el advenimiento del trabajo –de esa “hora útil” que,
según Prudencio, es el camino que olvida la salvación. “Hora utilis”. Baudelaire, a través de
una figura alegórica, recurrió precisamente a la imagen de los utensilios, los útiles:
Y el oscuro París, frotándose los ojos,
agarraba sus útiles, anciano laborioso.17
En “Alba espiritual” (poema XLVI de Las flores del mal), Baudelaire ciertamente recuerda
el motivo de la teofanía de la aurora, pero sólo para reemplazar heréticamente el surgimiento
del Dios por el del claro “recuerdo”, el “fantasma” solar de la mujer amada, “querida Diosa,
Ser lúcido y puro”18.
Cuando Baudelaire evoca los “faroles” o “los combates entre la lámpara y el día”, la
referencia “realista” es a primera vista indiscutible. Pero aun así, el lector del Cathemerinon
sabe que la lámpara tiene un lugar fundamental en esa poesía religiosa.
La lámpara es el fuego que se enciende para iluminar la vivienda. Es por lo tanto uno de
los primeros objetos de que se rodea la existencia humana, cuando construye sus refugios
elementales. El Himno V de Prudencio, Ad incensum lucernae, da cuenta perfectamente de
que se le atribuye un valor sagrado, que por sí misma es el foco de una irradiación sagrada. El
fuego que encendemos al anochecer toma el relevo de la luz diurna, simboliza a Cristo
14 Ibid., p. 37, versos 137-145.15 O. C., I, p. 94. 16 O. C., I, p. 104.17 Ibid. [En este caso, outils debería traducirse por “herramientas”, pero preferimos mantener la literalidad por razones rítmicas y etimológicas.]18 O. C., I, p. 46.
presente dentro de la misma noche; la lámpara es comparada con la columna luminosa que
guiaba a los judíos al salir de Egipto; dentro de la casa, a través del vidrio transparente,
representa al cielo entero. “Algo digno de serte ofrecido, oh Padre, por tu rebaño, al comienzo
de la noche que hace caer el rocío: la luz, el más preciado de los bienes que nos das; la luz,
gracias a la cual percibimos todos tus otros dones” (versos 149-153)19. Prendida por manos
piadosas, la lámpara es continuación del día. En el dualismo sencillo de Prudencio, una vez
más es la prueba de un Bien que hace retroceder al Mal. Consciente o inconscientemente,
Baudelaire conserva ese antiguo símbolo, aunque para invertirlo. En “Crepúsculo de la tarde”,
lo que “se enciende en las calles” es “la Prostitución” (verso 15)20. En “Crepúsculo de la
mañana”, la lámpara ya no es el sustituto de la luz del día, sino su adversario, en una
oposición de tipo pictórica, donde el “rojo” de la lámpara no es simplemente un color
contrastante, sino un valor inquietante. Y si en una comparación que sucede a dicha imagen,
“el alma” debe ser considerada el homólogo de la lámpara, será entonces al “cuerpo pesado y
áspero” al que se le atribuya, momentáneamente, la analogía del “día” –analogía reforzada por
efecto de la rima*. La resurrección matinal del cuerpo está gravada de desgracia y de
infelicidad. Y el alma, en el combate que le corresponde, no ve que se le prometa victoria
alguna. Lo sagrado de épocas anteriores parece haberse perpetuado en el sentido del mal y del
pecado, que obsesiona al poeta. Más evidentes son pues las figuras de la derrota, el dolor, la
muerte:
Aquí y allá las casas empezaban a humear.
Las mujeres de placer, con los párpados lívidos,
la boca abierta, dormían su sueño estúpido;
las pobres arrastraban senos flacos y fríos,
soplaban sus braseros y soplaban sus dedos.
Era la hora en que con el frío y la mugre
se agravan los dolores de las parturientas.
Como un llanto cortado por una sangre espesa
el canto lejano del gallo rompía el aire brumoso;
un mar de nieblas bañaba los edificios,
y los agonizantes dentro de los hospicios
daban su último aliento en espamos desiguales.19 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 30-31. 20 O. C., I, p. 95. * En el original, lourd (“pesado”) y jour (“día”), que están en finales de verso, riman y forman un pareado.
Volvían los libertinos, quebrados por sus trabajos.21
En muchos aspectos, este admirable “cuadro” es incomparable. No obstante, algunos de
sus componentes admiten que de nuevo se los confronte con las estrofas de Prudencio, aunque
éstas parezcan pertenecer a otro mundo, donde predominan la abstracción, el esquematismo,
la referencia escritural, el impulso de la oración y de la súplica. En las tinieblas exteriores de
la noche, Prudencio ve que se extiende el espacio del pecado; dicho espacio está habitado por
tipos o por entidades, designadas por un singular genérico: fur, el ladrón; fraus, el fraude;
adulter, el hombre adúltero; libido, el desenfreno; nugator, el libertino. Baudelaire, aunque se
sienta tentado por el tipo y por la alegoría, dirige su pensamiento hacia la singularidad, hacia
los seres vivos que constituyen la población de ciertos barrios de París. Pero es forzoso
constatar también que, aun cuando se pretenda enfrentado a la diversidad viviente, el poeta
evoca conjuntos genéricos, en plural, a medio camino entre la figura arquetípica y lo que
hubiera sido la realidad irreemplazable de una existencia única. Sus plurales definen
categorías: las “mujeres de placer”, las “pobres”, las “parturientas”, los “agonizantes”, los
“libertinos”. Su tipología es más rica que la de Prudencio, pero sigue siendo una tipología, y
sus elementos comunes resultan evidentes, y numerosos. En este caso, no consiste solamente
en la enumeración de las variedades del pecado; Baudelaire acumula todos los aspectos de la
Caída y de la finitud: el pecado, la miseria, el dolor, la muerte. Esas potencias siniestras
ocupan la escena matinal del cuadro parisino, mientras que Prudencio proclama la superación
del reino nocturno del pecado: las estrofas 4 y 8 del Himno II atestiguan la desaparición de
todas las maldades que habían podido beneficiarse por la protección de las tinieblas. En los
versos 89-92, la imagen de los miembros quebrados del libertino es recuperada y contrastada
en analogía con el combate entre Jacob y el ángel, que le da la victoria a Dios:
Erit tamen beatior,
intemperans membrum cui
luctando claudum et tabium
dies oborta invenerit.
“Pero será más feliz aquel cuyos miembros lujuriosos se hallaran, al nacer el día,
quebrados, extenuados por la lucha.”22
21 O. C., I, p. 103-104.22 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 11.
La derrota de Jacob era la contrapartida de una victoria divina. La derrota inscripta en el
cuadro parisino, en cambio, no implica ninguna contrapartida. Es simple degradación.
Ninguno de los apaciguamientos que pedía, que anunciaba incluso la plegaria prudenciana, y
cuya expectativa comenzaba formulando el “Crepúsculo de la tarde” baudelaireano, se ha
producido. En el Hymnus ante somnum (Himno IV), leemos:
Flexit labor diei
redit et quietis hora
blandus sopor vicissim
fessos relaxat artus.
Mens aestuans procellis
curisque sauciata
totis bibit medullis
obliviale proclum.
Serpit per omne corpus
Lethea vis, nec ullum
miseris doloris aegri
patitur manere sensu.
Lex haec data est caducis
Deo iubente membris,
ut temperet laborem
medicabilis voluptas.
“El trabajo del día termina, llega la hora del descanso, un blando sueño va a relajar los
miembros agotados. El alma, agitada por las tormentas, lastimada por las
preocupaciones, bebe toda la copa del brebaje del olvido. En todo el cuerpo se
introduce la potencia del Leteo, que les impide a los desdichados seguir sintiendo el
aguijón del dolor. Por voluntad de Dios, nuestros miembros mortales pueden obtener
apaciguamiento mediante un placer que pone remedio a su cansancio.”23
23 Ibid., p. 32-33.
Prudencio despliega la imagen tranquilizadora del sueño que alivia los cansancios y los
dolores del día. Esa imagen es un lugar común, cuyo primer inventor ciertamente no es
Prudencio, aunque lo expresa con una real intensidad poética. En “Crepúsculo de la tarde”,
Baudelaire comienza con el mismo sentimiento de alivio prometido, pero singularizando, de
manera antitética, al “sabio” y al “obrero”:
Es la noche que alivia
a mentes devoradas por un dolor salvaje,
al sabio tenaz cuya frente se entorpece
y al obrero doblado que se acuesta en su cama.24
Pero el sueño y la noche no tendrán una potencia apaciguadora sino para aquellos que
tienen derecho a decir, al final del día: “¡Hemos trabajado!” Como hemos visto, la noche
baudelaireana no tarde en llenarse de demonios, prostitutas, ladrones. El dolor y la muerte
prevalecen. La imagen de los moribundos en el hospital –edificio “moderno”, construido por
la ciencia y por la filantropía del siglo XIX– muestra la ausencia o la ineficacia de las antiguas
plegarias protectoras:
Es la hora en que se agravan los dolores de los enfermos.
La Noche oscura los agarra del cuello; terminan
su destino y van hacia el pozo común;
el hospital se colma de suspiros […]25
¡Cuánta diferencia entre la noche protegida del poeta latino cristiano y la noche no
protegida que reina en la metrópolis moderna! En Baudelaire, la enfermedad y la muerte
desconocen la frontera entre la noche y el día. A los muertos de la noche les siguen los
“agonizantes” de la mañana (verso 22).
El canto del gallo, en “Crepúsculo de la mañana”, tiene el mismo valor de realidad
percibida que el clarín militar. El “barrio” parisino, tan apreciado por Baudelaire, todavía
conservaba un aspecto semi-rural, y los gallos vivos no eran raros en las plazas de mercado.
No obstante, me parece poco verosímil que el gallo aparezca en el crepúsculo matinal de
24 O. C., I, p. 94. 25 O. C., I, p. 95.
Baudelaire con el solo fin de aportar un nuevo toque de pintoresquismo musical. Trasciende
ese efecto reactualizando de manera irónica y cruel un motivo de la antigua liturgia. En
efecto, en toda la simbólica cristiana, el despuntar del día está signado por el canto del gallo y
por la referencia a la negación de Pedro. ¿Acaso Baudelaire lo recuerda conscientemente? No
importa. Basta con que su texto, evidentemente, lo ofrezca como materia de comparación.
En Prudencio, el canto del gallo traza con vivacidad un umbral. Su estallido es por así decir
consustancial con la luz. Es el signo viviente del despertar. De modo que Prudencio, en su
primer Himno, propone de inmediato la analogía con la venida de Cristo, excitator mentium
(verso 3), “despertador de almas”26. El gallo matinal es la alegoría de un acontecimiento
sagrado. Por el contrario, el canto del gallo parisino no es en absoluto portador de luz, lo que
desgarra es un “aire brumoso”. Y desgarrar, en el contexto baudelaireano, implica agresión,
dolor, conflicto; no queda nada de la gloria luminosa de un umbral cruzado victoriosamente.
Comparado con un “llanto cortado por una sangre espesa”, el canto del gallo se relaciona con
el “último aliento” lanzado por los “agonizantes”. Lejos de señalar una brecha decisiva entre
el reino tenebroso del mal y el luminoso del bien, garantiza la transición o, mejor dicho, el
desborde del sufrimiento nocturno en el de un nuevo día. El “llanto”, la queja, han sustituido
al canto de triunfo. Y si la “sangre espesa” puede hacer pensar por un instante en el sacrificio,
se trata de un sacrificio sin una verdadera virtud sagrada, sin promesa de salvación. Ya no
estamos sino frente a una contingencia abandonada a sí misma como el clarín –nada más que
ingredientes variadamente dosificados de una atmósfera profana y polifónica, percibida por
una conciencia hiperestésica. En la alegoría final del poema, se despierta un “oscuro París”.
Las tinieblas de la noche no han sido rechazadas, subsisten en la gran vida colectiva urbana en
la primera hora de su actividad –y tal vez por el resto del día. Tras haberse perdido el poder de
los centinelas sagrados que expulsaban las tinieblas y a sus demonios, éstos se trasvasan y se
vierten sobre todo el espacio diurno. Pero si la jornada de la gran ciudad baudelaireana está a
tal punto poblada de brumas, de sueños, de tinieblas, muy probablemente sea porque el poeta
no ha perdido completamente la memoria del ritual cuya función era fortificar el
emplazamiento humano, proteger al pueblo fiel contra los asaltos de las tinieblas exteriores.
Lo cierto es que los crepúsculos cuyos “cuadros” pinta siguen siendo, en el modo de la
oposición y de la inversión, tributarios de las antiguas horas canónicas y de su función de
exorcismo –en adelante sin eficacia.
26 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 4.
“Paisaje”, el poema liminar y programático de los “Cuadros parisinos”, bajo la mirada del
poeta acodado en la ventana de su “mansarda”, despliega el ciclo del día y el de las
estaciones. En la ciudad moderna, tal como se extiende frente a él, campanarios y chimeneas,
imágenes emblemáticas del antiguo orden del día religioso y de la nueva actividad industrial,
de la eternidad y de lo cotidiano productivo, se yuxtaponen de manera deliberada y
significativa:
Miraré el taller que canta y que conversa:
los caños, las campanas, mástiles de ciudad,
y los cielos abiertos que hacen pensar en la eternidad.
Al espectáculo de la mañana le responde el de la noche, donde las imágenes cargadas de
memoria sagrada (la estrella, el azul, la lámpara) son obnubiladas, veladas por los “ríos de
carbón” que ascienden de la capital. El contraste no podría ser más notorio entre los humos
negros de la civilización moderna y los “himnos solemnes” pregonados por los campanarios.
Pero en ese mundo conflictivo, donde la realidad del trabajo profano compite con la
regulación sagrada de la existencia, hasta suprimirla, el poeta no ha expulsado la memoria de
lo sagrado. Se compara con los “astrólogos”, es decir, sabios de otra época, que mantenían un
comercio sospechoso con los signos de lo alto. Su proyecto proclamado es el de una
anacoresis; su deseo es construir, por sí solo, la celda de la existencia monacal:
Y cuando llegue el invierno de nieve monótona,
cerraré todos los postigos y persianas
para armar en la noche mis palacios de magia.27
La regla de esa vida eremita es la del sueño creador, y lo sagrado que la justifica ya no
pertenece a la religión, sino al arte, donde el poeta hace prevalecer su “voluntad”, que en la
dimensión imaginaria no deja de rivalizar con la voluntad divina, tal como describe su labor el
Génesis. El artista que extrae “un sol” de su “corazón” renueva el fiat cosmogónico.
La forma del día en el siglo XX:
persistencia y renovación
27 O. C., I, p. 82.
Sin duda que era inevitable encontrar, al estudiar las transformaciones culturales de la
organización del día, el fenómeno que caracterizó la respuesta de un gran número de
pensamientos frente al dominio de la ciencia y la industria sobre el mundo, y por ende sobre
las representaciones del mundo: la remisión a la estética, al arte, de los valores sagrados
anteriormente ligados al culto religioso y a las prácticas de obediencia. Y sin duda que no
sería difícil mostrar que, desde la revolución copernicana, la salida del sol, la caída de la
noche adquirieron un sentido relativo y mecánico, que cuanto menos debilitaba las grandes
interpretaciones simbólicas de los momentos del día.
Conocemos el uso que la literatura moderna hizo de la “forma del día”. El marco temporal
(“el espacio de un transcurso del sol”) que la poética aristotélica veía prevalecer en la
tragedia, y que la época clásica francesa convirtió en una prescripción, es un dato
estructurante al que los novelistas del siglo XX recurrieron con insistencia. Entre las obras
más notables, bastará mencionar: Ulises, de James Joyce, La Sra. Dalloway, de Virginia
Woolf, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, Un día de Iván Denissovitch, de Alexandre
Soljenitsyne. Habría que agregar una cantidad considerable de films. Lo importante no es
realizar una lista exhaustiva, sino constatar que la forma del día, por razones que no todas
obedecen a la memoria cultural, se presta a un retorno de lo sagrado, a menudo de manera
inesperada.
Seguramente habrá que atribuírselo en parte, sobre todo en los poetas, a la fidelidad o a la
nostalgia que los ligan con la tradición religiosa. W. H. Auden escribió unas Horae canonicae
(The Shield of Achilles, 1955), con más audacia y menos candor de como lo hiciera Marie
Noël en Francia. Pero resulta más sorprendente ver que escritores cuyas obras sólo tienen una
relación lejana con el universo tradicional de lo sagrado se interesan en la forma literaria del
día, y debido a ello se relacionan nuevamente, aunque sólo sea de manera intelectual, con el
orden religioso que escandía el tiempo de la comunidad, imponiéndoles sus ejercicios a
quienes cumplían los deberes de una vocación. En un Cuaderno de 1943, retomando una vieja
idea suya, Paul Valéry escribió:
¿Por qué una “novela” no podría ser el diario de una jornada de alguien?
Sería ese encadenamiento incoherente y sin embargo encadenamiento de sustituciones
de momentos y fases bien diferentes lo que constituye –aunque para una determinada
mirada, de cuando en cuando– una jornada nuestra –que habría que estudiar primero
abstractamente.28
En una página de 1936, Valéry había evocado las invenciones de la Iglesia, aunque para
tomarlas en cuenta a los fines de una disciplina del espíritu independiente de toda ortodoxia:
Honores de la Iglesia
Sus invenciones admirables –(en principio) y de valor universal en cuanto a la
formación de los espíritus. Hay que hacer todo un estudio “psicológico” de sus
invenciones.
Creó ejercicios –un horario mental.
El breviario es una idea admirable.
La “meditación” a una hora fija.
La jornada bien dividida. La noche no abandonada.
Entendió el valor del amanecer.29
De hecho, el proyecto inicial de La joven Parca se había formulado como una
“psicofisiología a lo largo de un día” (1913). Y hasta el final de su vida, Valéry trabajó en los
veinticuatro poemas en prosa de Alfabeto, cuya secuencia debía corresponder a la de las horas
de una jornada completa. Es una jornada totalmente profana, pero que concluye con un éxtasis
interrogativo, donde la pregunta dirigida hacia la posibilidad de algo sagrado choca con su
negación:
Cenit
en el seno de la honda noche.
El agua profunda del mundo a esta hora es tan tranquila, el agua de las cosas en el
Espíritu tan transparente como espacio tiempo puro, no alterado, que se debería percibir
a Aquel que sueña todo esto.
Pero no hay nada sino lo que es y nada más, nada sino lo que es y fluye
uniformemente30
28 Paul Valéry, Cahiers, ed. por Judith Robinson, 2 vol., París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1973. 29 Cahiers, t. I, p. 369.
Tan pronto como se evoca el testimonio de un poeta, hay otros nombres que acuden a la
memoria: Claudel, Saint-John Perse, Breton, Bonnefoy, Jaccottet, Butor –para no mencionar
más que el ámbito francés. Y si ellos también recurren a la “forma del día”, por supuesto que
no es para responder a las mismas preocupaciones que Valéry. No obstante, creo que es
posible discernir, de manera muy general, un dato común que se relaciona con la forma del
día y que se refiere a la oposición de lo sagrado y lo profano.
El tiempo diurno y lo sagrado están en una estrecha relación de materia y forma. Si lo
sagrado y lo profano constituyen, como afirman los antropólogos, una estructura contrastiva,
¿qué mejor representación simbólica se podría imaginar, si no el día de conmemoración o de
fiesta, que se aísla dentro de la serie de los días? ¿A menos que sea el instante, que irrumpe en
la serie de las horas? Se ha sostenido que el surgimiento, la súbita iluminación son la primera
manifestación de lo sagrado, que luego requiere ser fijado en la inscripción, la estatua, la
regla, etc. El hilo del tiempo cotidiano teje ampliamente la trama de luz y sombra que espera
ser recortada en horas, las cuales son, en las personificaciones tardías de la Antigüedad, otras
tantas apariciones femeninas sucesivas. Esa trama es también el fondo sobre el cual puede
bordarse, en su resplandor o en su punta angustiada, un instante de más alta verdad. Si
actualmente la tarea que se le asigna a la poesía fuera recoger ese instante de verdad, prestarle
una voz, la poesía entonces tendría la función, en un mundo profano, de ser la guardiana de lo
sagrado.
Traducción de Silvio Mattoni
30 Alfabeto, París, Blaizot, 1976 (sin números de página). Letra Z [Zénith es la primera palabra del poema en francés].