EMPRESARIADO, IGLESIA Y AHORRO POPULAR: UNA
HISTORIA APRESURADA DE LAS CAJAS DE AHORRO Y
MONTES DE PIEDAD DE CASTILLA Y LEÓN, 1841-2008
Javier Moreno Lázaro
Universidad de Valladolid
INTRODUCCIÓN
En Castilla y León se fundaron desde 1839 hasta 1990 un total de 17 Cajas de
Ahorros, un número muy próximo al de bancos “convencionales” creados en las nueve
provincias desde 1856 en adelante. Pues bien, mientras que en 2007 persistían 6 cajas,
resultado de operaciones de fusión o absorción de 14 de ellas, sólo quedaba un testigo
del tan reiterado como fallido intento de formar una banca regional: El Banco de
Castilla, integrado en el Popular. Mientras que la Historia Económica de La Meseta está
plagada de sonoras quiebras de sus bancos y de escándalos financieros mayúsculos
(sobre todo en Valladolid), sólo dos cajas de las nacidas desde 1878 (la de Valladolid y
Palencia, ambas recatadas por Caja Salamanca) desaparecieron por problemas de
solvencia.
Atendiendo a las reflexiones de Comín, su elevado grado de supervivencia
justifica el estudio que aquí presento. Pero hoy otros muchos elementos de interés. La
posición que hoy ocupan las Cajas en el ranking español está muy por encima del que le
correspondería atendiendo al escuálido PIB de la región. Dos de ellas, Caja Duero y
Caja España han conseguido implantación nacional e, incluso, han traspasado las
fronteras del país. Las Cajas castellanas y leonesas figuran entre las más saneadas y
eficientes. A pesar de su elevado número, fueron pioneras en encarar procesos de fusión
y en superar los límites provinciales. Prueba de su competitividad, la cuota de que
disfrutan en la captación de depósitos y en el mercado del crédito supera sensiblemente
a la media nacional.
El estudio de las Cajas ha de contribuir a desvelar las relaciones entre sistema
financiero y atraso en una economía, hasta la década de 1960, de base agraria. Las
Cajas son las empresas más longevas de la región. El establecimiento de unas
entidades, gestionadas por profesionales casi desde sus inicios, que manejaban un
volumen de recursos muy elevado e empleaban instrumentos contables relativamente
sofisticados a buen seguro contribuyó a la modernización institucional de una
economía, como la castellana y leonesa, ayuna de grandes empresarios.
Pero hay un último aspecto que le otorga un enorme interés al estudio de estas
instituciones sobre el que quiero llamar la atención. La historia de las Cajas de Castilla
y León evidencia con mayor nitidez que en cualquier otra parte del país las diferentes
concepciones del ahorro popular de la Iglesia y de la emergente burguesía liberal. Para
los primeros las Cajas fueron un instrumento más de su labor benéfica y de
proselitismo, cuando no de control social. Entre tanto, las Sociedades Económicas de
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Amigos del País concibieron a las Cajas de la Meseta como un medio para difundir la
cultura burguesa del ahorro, la frugalidad y el trabajo.
En este trabajo narro, muy someramente, la historia de estas entidades
sirviéndome de fuentes primarias, en tanto que las monografías publicadas hasta la
fecha sobre el particular (casi todas ellas divulgativas) tienen una base cuantitativa
bastante débil y prestan una atención prioritaria a la obra social, en detrimento de la
actividad financiera (con la única excepción de la de Ávila).
He amparado este relato en unos indicadores económico-financieros muy
simples que aspiran a ofrecer una visión de conjunto de las instituciones vinculadas al
ahorro familiar en la región.
LOS AMAGOS (1841-1875)
Los primeros intentos de creación de Cajas (en concreto, en la ciudad de León),
se remontan a 1835, inmediatamente después de la publicación de la Real Orden de
abril de ese año. Pero hubo de esperar a la promulgación en 1839 del nuevo exhorto
legal a la constitución de estas entidades a que germinasen las primeras iniciativas en La
Meseta.
En casi todas las capitales hubo intentos, más o menos serios, de formar estas
instituciones; pero sólo en tres llegaron a buen fin, no por casualidad, las ciudades de
mayor dinamismo industrial: Valladolid, Burgos y Palencia. De hecho, el nacimiento de
las Cajas en Castilla constituye ha de ser relacionado con el intento de despegue
industrial de la región, tan fallido como el de dotarse de este tipo de instituciones.
Las tres siguieron el modelo de la de Santander, en rigor, la primera Caja
originada en la labor filantrópica de la burguesía harinera castellana. Todas ellas fueron
promovidas por las Sociedades Económicas de Amigos del País y Ayuntamientos, con
el objetivo de ampliar la labor benéfica que ya ejercían y fomentar la cultura del ahorro.
Pero la singularidad de las Cajas castellanas es que tuvieron pretensiones que
rebasaban las meramente benéficas. En los primeros proyectos de constitución de la
burgalesa se habla expresamente de “un banco” y del empleo de los depósitos,
garantizados por las fortunas de la ciudad, en el crédito a las casas de comercio locales.
El caso de Palencia es todavía más atípico. Su impulsor, el naviero y harinero Francisco
de Orense, marqués de Albaida, seguramente el empresario castellano más visionario
del momento, quién llegó a ocupar la presidencia de las Cortes de la I República,
concibió a esta Caja como un intermediario financiero moderno. A su proyecto se
unieron los mayores armadores y harineros de la región, casi todos ellos, pertenecientes
al círculo de María Cristina: Ojero, Pombo y Lecanda, entre otros.
Obviamente, tales pretensiones quedaron en papel mojado. La de Burgos acabó
convertida en un apéndice benéfico de poca monta de la Sociedad de Auxilios Mutuos
de Artesanos, mientras que la de Valladolid, ante de la indiferencia del patriciado local,
con miras financieras más amplias, acabó gestionada por pequeños comerciantes y
profesionales, y no industriales, como en Palencia y Burgos, quienes asumieron la
responsabilidad de crear y gestionar el establecimiento.
Estas instituciones se ganaron en sus primeros el favor de artesanos y
menestrales urbanos, sin conseguir ninguna implantación entre los jornaleros y en el
medio rural, allí donde la usura que ambicionaban combatir estaba más extendida. Es
más, la crisis de 1847 obstaculizó aún más su desarrollo. La Caja de Palencia no
sobrevivió al cambio de coyuntura. Las imposiciones de la de Burgos cayeron en sólo
un año en un 40%.
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Cuadro 1. CAJAS DE AHORROS CREADAS EN CASTILLA Y LEÓN, 1841-1990
DENOMINACIÓN SEDE PROMOTORES
AÑO
INICIO*
AÑO DE
CESE
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valladolid Valladolid Sociedad Económica 1841 1878
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Palencia Palencia Sociedad Económica 1845 1847
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Burgos Burgos Círculo de Artesanos 1845 1878
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Segovia Segovia Grupo de notables 1877 En activo
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Ávila Ávila Asociación Misericordia 1878 1985
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Salamanca Salamanca Grupo de notables 1881 1991
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Palencia Palencia Ayuntamiento 1881 1990
Caja de Ahorros del Círculo de Obreros Burgos Círculo de Obreros 1883 1887
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valladolid Valladolid Ayuntamiento 1885 1936
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de León León Sociedad Económica de 1900 1990
Caja de Ahorros del Círculo Católico Burgos Círculo Católico 1909 En activo
Caja de Ahorros y Préstamos de Soria Soria Sociedad Económica 1912 1991
Caja de Ahorros y Préstamos de Palencia Palencia Federación Católica 1913-1947 1984
Caja de Ahorros Popular de Valladolid Valladolid Federación Católica 1916-1942 1990
Caja Central de Ahorros y Préstamos de Ávila Ávila Federación Católica 1918-1947 1985
Caja de Ahorros Municipal de Burgos Burgos Ayuntamiento 1926 En activo
Caja de Ahorros Provincial de Valladolid Valladolid Diputación 1940 1990
Caja de Ahorros Provincial de Zamora Zamora Diputación 1965 1990
Caja Ávila Ávila Fusión 1985 En activo
Caja España León Fusión 1990 En activo
Caja Duero Salamanca Fusión 1991 En activo
(*): Año de conversión de cooperativas de crédito a cajas de ahorro.
Con la promulgación de la Ley de 29 de junio de 1953, que ratificaba el carácter
exclusivamente benéfico de las Cajas, el empresariado castellano y leonés perdió el, ya
de suyo, menguado interés por estas instituciones. De hecho, el proyecto de crear una en
Burgos, no fraguó. Es más, la subordinación de los recursos de las Cajas a las
necesidades de financiación del sector público, a través de la Caja General de
Depósitos, ocasionó la cancelación de las cuentas.
La promulgación en 1856 de las Leyes de Bancos de Emisión y de Sociedades
de Crédito condenaron a las Cajas a la más absoluta marginalidad en el mercado
regional de capitales. Su fortalecimiento podría obstaculizar la captación de impositores
y de subscritores de acciones y obligaciones de los tres bancos de emisión creados en la
región (los de Valladolid, Burgos y Palencia) y de las seis sociedades de crédito (en
Palencia, Valladolid y León).
Su modestia puso a salvo a las Cajas de Ahorros de Valladolid y de Burgos del
vendaval financiero que llevó a la quiebra a estas nuevas entidades. Al cabo, la Ley de
1853 les resguardó de la crisis, ya que no pudieron suscribir los títulos emitidos por las
sociedades de crédito para financiar las obras del ferrocarril de Alar ni cualquier otro
activo financiero privado. Pero el sosiego duró poco. El crecimiento de los préstamos
fallidos ocasionado por la crisis de 1868 ocasionó el pánico entre los pequeños
ahorradores vallisoletanos, que se apresuraron a retirar sus depósitos. Algo similar debió
de suceder en Burgos. Los responsables de las Cajas de Ahorros de ambas ciudades se
dedicaron, desde entonces, a formalizar su liquidación. En la práctica, cuando en 1874
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fue sancionado el monopolio de emisión del Banco de España no operaba en Castilla y
León ninguna entidad financiera de estas características.
IMPULSO Y CRISIS FINISECULARES, 1876-1999
Con la recuperación de la actividad económica en Castilla y León estimulada
con la recuperación de harinas con destino a la Península y a la isla de Cuba, tras la
corrección por Canovas en 1875 del sesgo (tímidamente) librecambista del Sexenio y el
fin de la Guerra de los Diez Años, el empresariado castellano y leonés encaró, de nuevo,
la necesidad de modernizar el mercado regional de capitales. Pero tras la crisis de 1864
la idea de crear nuevos bancos quedó desechada. Había que dar una segunda
oportunidad a las Cajas de Ahorros. La promulgación de la Ley de 1880 respaldó
institucionalmente esta iniciativa.
Grupos de notables (en conversaciones de rebotica, al decir de los propios
responsables de las Cajas) promovieron la fundación de las de Segovia, Salamanca,
Valladolid y Palencia, con mayor o menor implicación de las autoridades locales. Se
trataban de liberales sagastinos y republicanos que manifestaban su fobia expresa a los
caciques locales (aunque alguno se les coló) ocupados en el comercio, la fabricación de
harinas, el Ejército y a la administración de Justicia. La de Salamanca, la más ambiciosa
de todas ellas, nació por impulso, entre otros, de un puñado de profesores universitarios.
El objetivo de las nuevas instituciones se desmarcó de los fines benéficos de las
anteriores para perseguir prioritariamente la defensa financiera del pequeño y mediano
propietario rural y la lucha contra la usura. Nacieron, pues, estas instituciones del
descontento entre las clases medias urbanas por el extraordinario aumento de los
desahucios entre 1868 y 1875 debido a la imposibilidad de los labradores castellanos de
satisfacer intereses de hasta un 60% a los prestamistas rurales. Así pues, los clientes
potenciales de las nuevas instituciones no serían ya (al memos exclusivamente) los
jornaleros y menestrales urbanos, sino los titulares de explotaciones agrarias.
Mientras en las mencionadas Cajas sus promotores adoptaron la lucha contra la
“negra usura”, las de Ávila y Burgos, fundadas al calor de instituciones eclesiásticas,
conservaron el fin benéfico más tradicional de atención a los menesterosos. De hecho, la
de Salamanca aspiraba a extenderse al territorio abulense, donde ocuparse de un crédito
rural desatendido por la Caja vernácula.
En cualquier caso, el voluntarismo inicial tuvo unos resultados materiales poco
tangibles. Las aportaciones de capital efectivas distaron de las apalabradas por unos y
otros. Las Cajas iniciaron sus operaciones en locales minúsculos cedidos por algún
patricio benefactor con un solo oficial a su cargo. Algunas de ellas, únicamente abrían
sus puertas los domingos. Las operaciones que realizaban se reducían a la admisión de
depósitos (no superiores a las 25 pesetas) y a la cesión de préstamos pignoraticios para
no competir con las casas de banca locales, algunos de cuyos propietarios figuraban
entre sus fundadores, que respaldaban financiera y organizativamente a las Cajas. Las
capitales castellanas se inundaron de pasquines (al parecer, editados por los usureros)
que se mofaban de estas instituciones y recordaban lo sucedido con las creadas
anteriormente. Los caciques aprovecharon la tribuna de la prensa local para
desacreditarlas aún más.
En cualesquiera otras circunstancias económicas, habida cuenta de su fragilidad,
las Cajas seguramente habrían tenido una vida tan efímera como la de sus predecesoras.
De hecho, la de Burgos apenas sobrevivió cuatro años. Pero las Cajas nacieron en los
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comienzos de la crisis agraria finisecular, cuando las necesidades de crédito de los
titulares de explotaciones de la región eran particularmente apremiantes.
Los propios promotores se sorprendieron del éxito de su iniciativa. En pocos
años, el número de libretas se contaba por centenares, un tercio de las cuales registraba
operaciones semanalmente, lo que obligó a aumentar las plantillas y las sedes de las
jóvenes Cajas. Otro tanto sucedió con las operaciones de préstamo. Los Montes
literalmente no daban abasto. Los datos glosados en los gráficos 1 y 2 aspiran a medir
este repentino éxito de las Cajas. El volumen de depósitos captado superaba
ampliamente el preciso para sostener a los Montes, por lo que sus responsables
recabaron la autorización gubernamental para suscribir deuda pública y títulos de renta
variable. Los de la Caja de Salamanca celebraban la ruina de algún cacique rural,
mientras ellos coadyuvaban a la salud financiera del pequeño propietario charro.
Gráfico 1. DEPOSITOS MEDIOS EN LA CAJA Y JORNAL EN
PALENCIA EN TÉRMINOS REALES, 1882-1970
(en números índices base media 1900-09 y medias móviles )
0
50
100
150
200
250
300
350
1882
1887
1892
1897
1902
1907
1912
1917
1922
1927
1932
1937
1942
1947
1952
1957
1962
1967
DEPÓSITOS
SALARIOS
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Gráfico 2. PRÉSTAMOS CONCEDIDOS POR EL MONTE DE
PIEDAD DE SEGOVIA EN TÉRMINOS REALES, 1878-1968 (en
números índices base media 1900-09 y medias móviles trienales)
0
20
40
60
80
100
120
140
160
180
200
1878
1884
1890
1896
1902
1908
1914
1920
1926
1932
1938
1944
1950
1956
1962
1968
PRESTAMOS
La euforia duró poco. Las Cajas vivieron en el verano de 1891 por primera vez
los efectos de una crisis financiera. Los beneficios de la de Palencia se dividieron por 12
en relación con el ejercicio anterior.Tal fue la retirada de depósitos en agosto de ese año
que las casas de banca tuvieron que acudir en su auxilio para evitar la quiebra. La
situación empeoró desde entonces (gráficos 1 y 2) por culpa de la agudización del
declive finisecular del agro castellano y leonés. La caída moderada de las rentas
agrarias convenía a los intereses de las Cajas porque obligaba a propietarios y jornaleros
a endeudarse; pero superado cierto umbral, caían los depósitos a consecuencia del
descenso del excedente de explotación y los créditos, en tanto que los menesterosos
carecían ya de bienes que depositar en los Montes. Tal cosa sucedió a lo largo de la
década de 1890, sobre todo durante la Guerra de Cuba. La despoblación rural a causa de
la emigración a América hizo el resto.
REGENERACIÓN ECONÓMICA Y REACCIÓN ECLESIÁSTICA
(1900-1919)
Las directivos tomaron buena nota de lo sucedido en los años finiseculares. Los
estatutos fueron reformados para incluir nuevas garantías a los depósitos y los
instrumentos contables y estadísticos modernizados. Las Cajas pasaron de ser unos
meros apéndices filantrópicos de las casas de banca, para convertirse en auténticas
empresas plenamente autónomas, comprometidas, más que nunca tras El Desastre, con
la mejora de las condiciones materiales del propietario castellano y leonés.
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En 1900 nacía en León de la mano de su Sociedad Económica de Amigos del
País, de manera prácticamente simultánea a la del Banco Castellano en Valladolid, la
Caja de Ahorros y Monte de Piedad de esa provincia.
Se trata la Caja de León, dirigida por el jurista y banquero Ramón Pallarés, de
una institución pionera. Esta entidad abrió. Ella fue la primera en abrir las primeras
sucursales más allá de la capital (un total de siete en vísperas del estallido de la I Guerra
Mundial); en ofrecer créditos hipotecarios; en suscribir préstamos colectivos con
pequeños empresarios agrarios para mejorar sus explotaciones o adquirir las tierras al
propietario; en prestar fondos a una entidad local; en distribuir huchas en alquiler (en
1907); y en construir viviendas (en 1911) con cargo a la que fue, en cuanto, tal la
primera Obra Social de una Caja de la región.
La Caja de León, hija de la voluntad regeneracionista, se convirtió en pocos
años en la más potente de la región junto con la de Salamanca. El resto siguieron su
ejemplo. Incluso nació en 1912 una nueva entidad que adoptó su perfil: la Caja de
Ahorros y Préstamos de Soria, a instancias de la Sociedad Numantina de Amigos del
País. La nueva entidad se desligó por completo de las servidumbres benéficas heredadas
del pasado. Era la única de la región que no atendía un Monte.
El compromiso de los Amigos del País sorianos y leoneses puede ofrecer una
imagen distorsionada de la intervención de la sociedad civil de la región en el fomento
del ahorro popular y en la movilización de sus recursos financieros. Y ello porque, en
realidad, la Iglesia ganó peso en ambas tareas desde los primeros años de siglo.
Merced a la labor del jesuita Sisinio Nevares y del banquero y harinero Antonio
Monedero (heredero de la bastísima fortuna del vizconde de Villandrando), ambos
palentinos, desde la crisis de subsistencias de 1904 se extendieron por toda la región
cajas rurales cooperativas vinculadas a los Sindicatos Católicos del Campo. Si su
funcionamiento e instrumentos de capitalización poco tenían que ver con los de las
Cajas, menos en común tenían sus fines. Mientras que las segundas perseguían el
saneamiento financiero de los propietarios y su emancipación de las redes clientelares
rurales, las cajas rurales ejercían una labor de proselitismo religioso y de control social
con el propósito de devolver la quietud al agitado campo castellano.
A pesar de sus miras más cortas desde el punto de vista empresarial, las
cooperativas de créditos obstaculizaron el crecimiento de las Cajas. Tanto fue así que en
el Congreso de la Federación Agraria de Castilla La Vieja celebrado en 1906, el
diputado Gumersindo de Azcárate tuvo que salir en defensa de las Cajas, como mejor
instrumento de capitalización del agro regional.
Las Cajas de León y de Soria consiguieron frenar el avance eclesiástico
permitiendo a los Sindicatos del Campo la apertura de cuentas, en unas condiciones
financieras muy ventajosas. Pero en el resto de las provincias su progresión fue
imparable. Sisinio Nevares creó en 1906 una Caja Rural en su pueblo natal, Carrión de
los Condes. De ahí saltó a la capital en 1913, para constituir la Caja de la Federación
Católica Agraria de Palencia, dirigida, hasta bien avanzado el franquismo por su
familia. En 1916 el propio Nevares apadrinaba la formación de una nueva cooperativa
de filiación católica en Valladolid. Transcurridos dos años nació una entidad hermana
en la ciudad de Ávila.
Las relaciones entre Cajas de Ahorros y Cooperativas de Crédito allí donde
coexistieron fueron tormentosas. En Palencia, la sede social de ambas estaba a sólo 12
metros la una de la otra. Hasta la desaparición de la católica en 1984, las peleas entre
sus empleados en plena calle mayor capitalina estuvieron a la orden del día. La rivalidad
en la ciudad de Valladolid fue todavía mayor. A consecuencia de esta intensificación de
la competencia, los resultados de las Cajas de Ahorro de la región, aunque bastante
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lisonjeros, se moderaron, debido al deterioro del margen de intermediación (gráficos 3
y 4).
Gráfico 3. RENTABILIDAD ECONÓMICA DE LAS CAJAS
DE CASTILLA Y LEÓN, 1900-2006
(en porcentaje sobre el activo y medias móviles trienales)
0
0,5
1
1,5
2
2,5
1900
1907
1914
1921
1928
1935
1942
1949
1956
1963
1970
1977
1984
1991
1998
2005
Rentabilidad
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Gráfico 4. MARGEN DE INTERMEDIACIÓN DE LAS CAJAS
DE AHORROS DE CASTILLA Y LEÓN, 1900-2006 (en
porcentajes sobre el pasivo y medias móviles trienales)
0
1
2
3
4
5
6
1901
1907
1913
1919
1925
1931
1937
1943
1949
1955
1961
1967
1973
1979
1985
1991
1997
2003
Margen
Inicialmente, la Iglesia se limitó a promover la creación de cooperativas rurales
de crédito a escala muy local. Pero la disposición aprobada por el Gobierno en 1909 en
virtud de la cual las Cajas de Ahorros podían colaborar con el Instituto Nacional de
Previsión para la prestación de pensiones de vejez (una vez más, la Caja de León fue la
primera en hacerlo) forzó el nacimiento de la primera de ellas de naturaleza confesional:
la del Círculo Católico de Burgos. Fue, en muchos aspectos, una caja modélica, en parte
gracias a la pericia de su consiliario, el jesuita vasco José María Salaverri. Se trataba de
una Caja gremial que exclusivamente prestaba sus servicios a los afiliados al Círculo
Católico de la ciudad. A pesar de ello, desde el primero momento pudo rendir unos
beneficios bastante estimables y sostener a la Cooperativa Benéfica Constructora,
todavía hoy en activo.
La caja burgalesa nació en un entorno bastante hostil, en plena resaca de la crisis
financiera de 1907. La solvencia de las Cajas de Ahorros castellanas y leonesas
menguó, al igual que su eficiencia, medida en términos de sus gatos corrientes con
respecto al margen ordinario (gráficos 5 y 6). Estas entidades sufrieron el contagio de
las dificultades financieras por las que atravesaban las republicas Hispanoamericanas,
debido a la caída de las remesas de emigrantes que, aunque atendidas por las casas de
bancas, repercutió en un descenso de las imposiciones. La depreciación de los valores
públicos en la Bolsa en los primeros años de la década de 1910 deterioró
extraordinariamente su solvencia, hasta el extremo de requerir auxilios ajenos, como el
prestado por el Vizconde de Eza a la de Soria o el de los propios Ayuntamientos,
mediante préstamos concedidos ¡por los Pósitos!
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Gráfico 5. SOLVENCIA DE LAS CAJAS DE AHORRO DE
CASTILLA Y LEÓN, 1900-2006
(en porcentajes y medias móviles trienales)
2
3
4
5
6
7
8
9
1901
1907
1913
1919
1925
1931
1937
1943
1949
1955
1961
1967
1973
1979
1985
1991
1997
2003
UMBRAL
SOLVENCIA
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Gráfico 6 . EFICIENCIA DE LAS CAJAS DE AHORROS DE
CASTILLA Y LEÓN, 1900-2006
(en porcentajes y medias móviles trienales)
0
100
200
300
400
500
600
700
1901
1907
1913
1919
1925
1931
1937
1943
1949
1955
1961
1967
1973
1979
1985
1991
1997
2003
EFICIENCIA
El estallido de la I Guerra Mundial tuvo, al cabo, resultados providenciales para
las Cajas. En esos años se dieron unos cambios en la distribución de la renta
extraordinariamente favorables para sus intereses: El incremento de los resultados de
explotación de las explotaciones agrarias, merced a la apreciación del grano, lo que
redundaba en un incremento de las imposiciones; y la caída de los salarios reales, en el
de los préstamos pignoraticios. En efecto, los depósitos se incrementaron (gráfico 1),
fruto también de las campañas desarrolladas por sus gestores para arrebatar clientes a
las casas de banca, donde los depósitos corrientes no eran remunerados, y a las
oscilaciones de los valores bursátiles, que llevaron a los ahorradores a mantener
inmovilizados sus ahorros en cuentas de bancos y Cajas. El gráfico 2 da cuenta de la
revitalización de la actividad de los Montes durante el conflicto.
Las Cajas adquirieron su mayoría de edad en estos benéficos años. Flamantes
edificios modernistas albergaron sus nuevos domicilios sociales. La de Soria abría en
1917 su sucursal en El Burgo de Osma, mientras que la de Salamanca ponía en marcha
la Sociedad Cooperativa de la Vivienda. Esta Caja fue la primera en adoptar el sistema
alemán en la llevanza de las libretas, actualizadas cuando el impositor lo requería.
Todas ellas emplearon sus pasivos en la suscripción de acciones de compañías
ferroviarias, navieras y eléctricas, entonces las más rentables, lo que redundó en una
mejora notable de su solvencia (gráfico 5).
COMPETENCIA Y CONSOLIDACIÓN (1920-1935)
Las Cajas de Ahorros de Castilla y León no pudieron sustraerse a las dificultades
por las que atravesó la economía regional tan pronto como dejaron de sentirse los
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efectos del conflictos. Si acaso, la vuelta a la normalidad fue más dura para ellas. Sirva
un testimonio para corroborarlo. En dos ocasiones sendas Cajas fueron víctimas de
rumores infundados de quiebra inminente, con la masiva retirada de fondos que
ocasionaron: la de Salamanca en 1921 y la del Círculo Católico en 1926. Hasta el
propio prelado burgalés, en un comunicado tan exótico como inusual, tuvo que salir en
defensa de la solvencia de su Caja.
Los gráficos 3, 4 y 5 dan cuenta de las dificultades sufridas por las Cajas de la
región, particularmente en la primera mitad de la década. Al margen de las oscilaciones
de las cosechas, la depreciación de los valores y la intensificación de la competencia
fueron los responsables.
La caída de los valores bursátiles, causada por la crisis de sobreproducción
postbélica que aquejó a las empresas industriales y por la angustiosa situación de las
ferroviarias, se tradujo en una merma de la solvencia de las Cajas y en un notable
descenso de los márgenes de intermediación. Los problemas financieros del sector
público tampoco ayudaron mucho. La conversión forzosa dispuesta en 1928 de deuda
perpetua en amortizable provocó un auténtico seísmo en el activo de las Cajas,
particularmente en la de Palencia, obligadas a cumplir con la “patriótica” labor de
auxiliar a las arcas públicas, heridas durante la Guerra de Marruecos.
Todavía más dañina fue la competencia de los bancos, autorizados entre 1921 y
1926 a operar en el mercado del ahorro popular admitiendo pequeños depósitos y
cediendo préstamos de menor cuantía. De hecho las Cajas sufrieron la deserción de sus
mejores gerentes (caso de Mirat en Salamanca), contratados por los nuevos bancos,
cuando no fueron promovidos por ellos mismos. La agresiva estrategia comercial de
estas entidades obligó a cambiar una y otra vez los tipos de interés de depósito a las
Cajas de Salamanca, Segovia y Burgos creando una enorme confusión entre sus
impositores. Pero fue en Valladolid donde la competencia tuvo consecuencias más
nefastas para su Caja, precisamente por la fortaleza de los bancos en la capital
financiera de la región. En 1925 la Caja de Ahorros de Valladolid estaba al borde de la
quiebra.
A fin de contener la caída de los beneficios ocasionada por la de los márgenes de
intermediación, las Cajas tuvieron que esforzarse por captar nuevos depósitos y ganar
más cuota en el mercado rural. En esta labor se toparon, en especial la de León, con la
beligerancia de dos instituciones sorprendentemente hermanadas en su desdén a las
Cajas, consideradas como un instrumento burgués: La Iglesia y los sindicatos
socialistas.
Los responsables de la Caja de Salamanca prefirieron explorar nuevos
territorios, en concreto, los de la provincia de Zamora, la única de la región donde no
operaba una Caja. Persuadidos por las élites locales y, todavía más, por la merma de sus
beneficios abrieron en 1925 una sucursal en Zamora, donde a la entidad no le haría
sombra ningún banco. La iniciativa tiene una enorme importancia, en tanto que la Caja
de Ahorros de Salamanca, que desde su fundación aspiró a tener implantación regional,
fue una de las primeras entre las españolas en franquear las fronteras de su provincia.
Mientras el empresariado y la Iglesia zamoranas fueron incapaces de articular
una iniciativa propia, en Burgos nació una nueva Caja en 1926, bajo tutela municipal,
en plena crisis financiera. Su objetivo era prestar los servicios financieros que la del
Círculo Católico sólo facilitaba a sus empleados al conjunto de la población burgalesa y
extender su cobertura al conjunto de la provincia. Las dos Cajas ejemplifican como
pocas esas diferencias entre administración laica y confesional de las entidades de
ahorro. La Caja Municipal de Burgos desplegó una eficaz política de captación de
depósitos, facilitó créditos atendiendo las garantías patrimoniales (y no morales) del
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prestatario (y desde luego sin escuchar la opinión de los impositores, como sucedía en la
rival) y persiguió desde el primer momento la máxima solvencia a fin de asegurar la
mayor retribución de las cuentas. Los resultados de su política no pudieron ser mejores.
En 1936 su activo ascendía a 145 millones de pesetas. El de la Caja de Círculo Católico
no llegaba a los 25.
A pesar de las adversas circunstancias coyunturales, las Cajas perseveraron en su
labor de modernización de los instrumentos financieros del sector agraria. La de León
lanzó al mercado una nueva modalidad de crédito muy común en América, pero poco
practicada en España: el préstamo sin desplazamiento de prenda (o de avío), en el que la
cosecha futura servía como garantía. Todavía mayor dimensión tuvo la iniciativa de las
Cajas, muy acorde con el corporativismo primorriverista, de facilitar una “solución
armónica y no violenta”, en palabras de los gerentes de la de Soria, al problema de la
propiedad de la tierra mediante la cesión de créditos para su compra. Gracias a ello,
decenas de dehesas salmantinas propias de la nobleza pasaron a manos de los vecinos.
Por su parte, la de León contribuyó con sus préstamos a redimir los foros y censos sobre
montes y pastizales, problema que trajo de cabeza al Gobierno hasta 1926.
Las Cajas respaldaron también al Ejecutivo en su intento de fomentar el turismo.
Las de Salamanca, León y la del Círculo Católico construyeron a su costa hoteles de
lujo en las mencionadas capitales. Fue este el primer negocio no financiero acometido
por las Cajas.
La aprobación de Decreto-Ley de noviembre de 1929 vino a aliviar las penurias
financieras de las Cajas castellanas y leonesas, asociadas desde hacía algún tiempo en
una federación regional, poco activa, que incluía también a las de Santander y Logroño.
Cierto es que la mencionada disposición consagrada la subordinación de los recursos de
las Cajas a la financiación del déficit público lo que, después de lo sucedido con la
deuda en 1929 no dejaba de ser inquietante; pero a cambio facilitó la incursión de las
Cajas en el crédito hipotecario (la de Segovia comenzó a prestarlo desde entonces) y,
sobre todo, facilitó su capitalización.
En efecto, la nueva normativa permitió computar como pérdidas la depreciación
en la Bolsa de los títulos de renta variable suscritos por las Cajas y como reservas su
apreciación, lo que aumentaba considerablemente el margen de empleo de sus
beneficios, sea en obras sociales o en la remuneración de sus depósitos.
Esta inyección (ficticia) de liquidez a las Cajas fue un auténtico regalo a sus
responsables que ni siquiera la promulgación de la República empañó. De hecho, sólo
en Segovia algunos impositores cancelaron en mayo de 1931 sus cuentas, alarmados por
la incertidumbre política. El grueso de los ahorradores castellanos se atuvo al viejo
principio de no hacer mudanza en tiempos de cambio.
Las Cajas obtuvieron unos resultados excepcionales a comienzos de la década de
1930 gracias a esta reglamentación y al incremento de los salarios reales y, por tanto,
del ahorro (gráficos 1, 2, 4, 5 y 6). Cierto es que el aumento del nivel de vida redundó
en una minoración de la actividad de los Montes (gráfico 1); pero, a cambio, esa mejora
de los ingresos llevó a muchas familias modestas a comprar su propia vivienda con un
préstamo hipotecario que, ahora sí, podían facilitar todas las Cajas. Ni siquiera la
disolución de la Compañía de Jesús causó mayor trastorno en la Caja de Círculo
Católico, vinculada a ella.
La coyuntura económica para las Cajas en ese año (gráficos del 1 al 8), después
de varios ejercicios ajenas a las contingencias que sufría el mercado mundial de
capitales tras octubre de 1929. La caída de los salarios provocó la de los depósitos
(gráfico 1), en tanto que los márgenes de intermediación sufrieron el desplome en bolsa
de los valores en cartera de las Cajas. Las cosas mejoraron en 1935, pero no lo bastante
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para provocar la quiebra de la de Valladolid, de cuyos activos se hizo cargo en 1936 la
de Salamanca, en vísperas del estallido de la Guerra Civil la Caja con mayor
implantación territorial de España.
TIEMPOS DE MISERIA Y SERVILISMO, 1936-1961
La Intendencia del “bando nacional”, capaz, en aplicación de los viejos Planes
de Movilización, de construir una industrial militar sobre el destartalado y raquítico
tejido fabril de la región, no pasó por altos sus posibilidades en la financiación del
conflicto. Y las Cajas de Ahorros fueron el mejor instrumento para ello. Al cabo, Franco
las tenía bien cerca. No en balde, su Gobierno se instaló en un edificio propiedad de la
Caja del Círculo Católico.
No estoy en condiciones de cuantificar el volumen de recursos captados a las
Cajas; pero sí de describir algunas operaciones que detallan (muy crípticamente, en
algunos casos) sus contabilidades. Las Cajas en zona nacional fueron obligadas a
suscribir mancomunadamente sucesivos empréstitos emitidos por el Gobierno de
Burgos. Asimismo, a través de “suscripciones patrióticas” recabó de las cajas numerario
para la compra de aviones (que llevarían el nombre de la provincia en cuestión),
convoyes empleados en el asedio a Madrid, y ayuda a “poblaciones liberadas” y a los
combatientes. Pero sobre todo la Intendencia se nutrió de las Obras Sociales. De ellas
fueron libradas cuantiosas partidas con fines bélicos, algunas a favor del Ministerio de
Exteriores (¿?). Pero la ayuda de las Cajas no se quedó ahí. Las dos de Burgos se
ocuparon del resello de los billetes republicanos (conviene recordar que en esa ciudad se
emitió el nacional) y de la gestión del oro donado o apropiado. Entre tanto, la
cancelación de las cuentas (precisamente incitada por esta rapacidad de la Intendencia)
fue la norma.
Inmediatamente después del estallido del conflicto, todos los gestores de las
Cajas fueron sometidos a un severo escrutinio político de los que muchos salieron mal
parados, sobre todo los de las ligadas a Sociedades Económicas. Concluida ya la guerra,
los órganos de dirección fueron cambiados por completo y reformados los estatutos.
Sindicatos Verticales, Mutualidades de Seguros, poderes públicos y jerarquías
eclesiásticas se adueñaron de las Cajas, incluidas aquéllas como la de Segovia y
Salamanca que nacieron de iniciativa de la sociedad civil. De hecho, las cooperativas de
crédito de la Federación Católica Agraria de Valladolid y Ávila se transformaron en
Cajas de Ahorros en los años inmediatamente posteriores a la Guerra. La distinción
entre unas y otras había perdido buena parte de su sentido. Sólo la de Palencia no pudo
hacerlo hasta 1961, a consecuencia de las presiones de su vecina y enemiga ante la
CECA.
En realidad, las Cajas no recuperaron plenamente su actividad hasta 1942 en que
fue aprobada la Ley de Desbloqueo Bancario. Poco antes y en 1940 nació una nueva
Caja en Valladolid bajo iniciativa de la Diputación que pretendía librarse de esa
subordinación financiera a Salamanca. No pudo ver la luz en peor momento. Durante
los años de la Autarquía las Cajas atravesaron por una situación tal que su supervivencia
resulta casi milagrosa, tal y como se desprende de la consulta del gráfico 2.
Este declive obedeció, en un primer término, a la caída de los depósitos
ocasionada por la dramática minoración de los salarios reales. La consideración del
gráfico 1 sugiere, al tiempo, que los obtención de recursos por parte de las unidades
domésticas en el mercado negro mitigó este descenso. De lo contrario no se explica el
comportamiento de las unas magnitudes cuya evolución hasta 1942 es asombrosamente
pareja.
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En segundo lugar, la política de dinero barato impuesta por el régimen a través
del descenso en 1939 de los tipos y su posterior congelación amordazó a los ingresos de
las Cajas que percibían, en la práctica, intereses negativos, atendiendo a las carestías
que sufría el país. Pero, es más, las Cajas fueron involucradas a la fuerza en la
reconstrucción de áreas devastadas durante la Guerra, la edificación de vivienda obrera
y, sobre todo, la financiación de empresas agrarias (como entidades colaboradoras del
Banco de Crédito Agrícola) mediante las cesión de créditos a un tipo de interés
anormalmente bajo. De hecho, y durante los primeros años de la década de 1940 la
diferencia entre intereses pagados y percibidos tuvo para Cajas como la de Segovia
signo negativo. Las Cajas pudieron salvar inicialmente los muebles merced a los
rendimientos de los valores suscritos en los años de la República, aunque no pudieron
contender el deterioro de los márgenes de intermediación durante mucho tiempo.
Las Cajas de la región perdieron su autonomía en 1947 en la gestión de la obra
social, obligadas, por dejación de sus responsabilidades del Estado, a invertir una parte
de sus utilidades en vivienda, sanidad y educación. Estas entidades se embarcaron en la
construcción de escuelas, granjas de experimentación agraria, sanatorios, grupos
residenciales, espacios deportivos, colonias infantiles y un sinfín de complejos
culturales de ocio costeados con los intereses negativos con que los que era premiado el
ahorro, sujeto a una sutil y eficaz imposición. La distracción de recursos alcanzó tal
magnitud que algunas cajas ligadas a la Iglesia ocultaron a las autoridades parte de sus
beneficios para poder mantener su labor de benéfica en otras áreas.
Tales inversiones, presentadas con una grandilocuencia desmedida en unas
memorias que guardaban silencio sobre la pobreza de sus resultados financieros,
sirvieron, al menos, para mejorar la solvencia de las Cajas (gráfico 5), en tanto que
computadas como recursos propios. Con todo, es menester referir el esfuerzo de los
gestores (en especial de los de la Caja de León) por nutrir sus fondos de reservas, a
pesar de su escasa autonomía en la aplicación de los beneficios de que gozaban.
Camuflado por la pomposidad de las Obras Sociales las Cajas, vivieron pues un
auténtico calvario financiero en la década de 1940 que puso a prueba la habilidad de sus
gestores.
Las cosas parecieron cambiar con el cambio de década, al amparo de la
recuperación de la economía regional (gráfico 3). Fue sólo un espejismo. La de 1950
uno fue una década bisagra para las Cajas, sino más bien de atornillamiento. En
cumplimiento de decreto de 1951 fueron obligadas a emplear un 60% de sus depósitos
en la suscrición de deuda pública, en detrimento de otros títulos más rentables. Es más,
tuvieron que contribuir al sostenimiento del tejido industrial autárquico con inversiones
tan pintorescas como la que obligó a las Cajas de Salamanca, Valladolid y Segovia a
financiar la modernización tecnológica ¡de las fábricas de achicoria! A pesar de los
esfuerzos de la CECA por conservar su autonomía e identidad las Cajas se hundieron en
ese papel propagandístico y servil que eligió para ellas el régimen.
En vísperas de la aprobación del Plan de Estabilización la situación de las Cajas
era crítica. Habían perdido por completo su solvencia (gráfico 5), sufrían un severo
incremento de sus costes (gráfico 6) y una merma persistente de su rentabilidad (gráfico
3). Más los redactores de este plan de ajuste, no sólo pasaron por alto tales
contingencias, sino que les sometieron a nuevas obligaciones inversoras
extraordinariamente lesivas. En concreto, las Cajas tuvieron que cumplir con unos
coeficientes de inversión obligatoria incrementados mediante la suscripción de títulos
emitidos por el INI. El único consuelo que encontraron sus responsables es que, como
mal menor, pudieron ayudar a la financiación de las empresas públicas radicadas en sus
provincias.
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EL CAMINO HACIA LA ORTODOXIA FINANCIERA (1962-1982)
La pesadilla autárquica acabó para las Cajas con la aprobación de la Ley de
Bases de abril de 1962 y el decreto de marzo de 1964 que contemplaron su equiparación
a los bancos en la fijación de los tipos de interés y reducción de los coeficientes de
inversión obligatoria. Todos los indicadores empleados evidencian el alcance la ese
recuperación de en los años del Desarrollismo de las Cajas, mucho más saneadas,
eficientes y, sobre todo, rentables (gráficos del 3 al 6). La creación de una nueva Caja,
la de Zamora en 1965, constituye (ahora sí) un prueba palpable de la recuperación.
El milagro obró merced, en un primer término, a la recuperación de los salarios
(gráfico 1) y, con ella, del ahorro que registró en Castilla y León incrementos
interanuales en términos reales de hasta el 10%. Las Cajas aventajaron a los bancos en
la captación del ahorro rural, tras la liberalización de la apertura de sucursales dispuesta
en el IV Plan de Desarrollo redactado en 1968. La utilidad de esas oficinas habilitadas
en diminutos locales de pueblos recónditos de Castilla, atendidas por un oficial un par
de días por semana, es difícil de exagerar. Ahora sí, el padrinazgo del párroco y de los
prohombres locales (incluidas en las directivas de las sucursales) tuvo su utilidad. Para
muchos habitantes de La Meseta este fue su primer contacto físico con el mercado
formal de capitales.
También ganaron la batalla a los bancos en unos ámbitos urbanos en plena
(aunque moderado) crecimiento demográfica. No se trata sólo de que las Cajas fuesen
más cercanas a las clases medias y bajas, que lo eran. También hicieron valer su
veteranía. Las Cajas de Ahorro estaban allí desde hacía lustros; los bancos eran unos
advenedizos que sólo consiguieron alguna implantación si pudieron hacerse con
algún banco local. También pugnaron (caso de Caja Palencia) con éxito por el mercado
que representaban las familias de los emigrados a Europa, a través de ventajas
financieras y premios. Incluso lanzaron exploraron nuevas modalidades de ahorros,
como la cuentas “ahorro vivienda” y “ahorro bursátil” ofrecidas en 1966 por la Caja de
Ahorros de Salamanca, una vez más, y junto con la de León, pioneras.
Las Cajas fueron las grandes beneficiarias de la expansión del negocio
hipotecario que siguió al boom demográfico. A diferencia de lo sucedido en las grandes
ciudades, las viviendas de protección oficial fueron levantadas por promotores locales,
muy bien relacionados con las Cajas, cuando no miembros de sus juntas directivas. Las
entidades de ahorro hicieron valer estas relaciones personales en préstamos hipotecarios
de pequeña cuantía, a menudo formalizados sobre vivienda hecha, lo que, al tiempo,
sirvió para captar nuevos depositantes.
Nacieron también nuevas modalidades de crédito, algunas con un regusto añejo,
como las facilitadas a las cooperativas agroganaderas, y otras más modernas, como los
préstamos facilitados a los trabajadores de empresas públicas para adquirir acciones.
Las inversiones de las Obras Sociales adquirieron una dimensión de mayor
proyección económica y menos propagandística. Al tiempo, se involucraron (por una
vez voluntariamente) en la financiación de los Polos de Desarrollo de Burgos y
Valladolid, en el Plan Tierra de Campos y en los Patronatos de Promoción Industrial.
Incluso la Caja Municipal de Burgos se hizo cargo de la línea de autobuses de la ciudad.
En 1966 las Cajas iniciaron su mecanización e informatización. Flamantes
centros de computación fueron inaugurados en las capitales de provincia. Las tarjetas
6.000 y los cajeros no tardarían en llegar.
Las perversas consecuencias de las políticas de stop and go de finales de los 60
en los ingresos de las unidades domésticas, primero, y la crisis de la década de 1970
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después frenaron eran expansión de las cajas castellanas y leonesas. El Decreto Fuentes
Quintana de 1977, que contempló la eliminación, en la práctica, de las distinciones entre
bancos y cajas en el desarrollo de sus negocios, así como la reducción de los
coeficientes de inversión obligatoria, acudió en su auxilio. La negociación de efectos,
un servicio que podían prestar, a diferencia de los bancos, en todo el territorio regional,
supuso para las Cajas una actividad extraordinariamente lucrativa. A los ingresos que
originó esta actividad obedeció, en buena medida, el incremento de los márgenes de
intermediación y de la rentabilidad económica experimentados en los primeros años de
la década de 1980.
CONCENTRACIÓN Y EXTENSIÓN TERRITORIAL, 1984-2008
La euforia duró poco en las Cajas de Ahorros de Castilla y León. Con la
liberalización progresiva de la apertura de sucursales, tanto para cajas como para
bancos, y de los tipos de interés se desató una “lucha por el pasivo” materializada en
una caída de los márgenes de intermediación (gráfico 4) que las entidades más
pequeñas, resentidas por el deterioro de la actividad económica desde 1979, no pudieron
soportar.
La primera víctima de tal situación fue la Caja de Ahorros y Préstamos de
Palencia, absorbida por la de Salamanca en 1984. Sólo un año más tarde, las enormes
dificultades de la Caja Central de Ahorros obligó a la fusión de las dos cajas abulenses.
La penetración de la Caixa y de Caja Madrid en el mercado regional, al amparo
de la liberalización plena de la apertura de sucursales en todo el país, precipitó unos
movimientos hacía la fusión de las cajas muy bien vistos desde la recién constituida
Junta de Castilla y León. Obviamente, la batuta la llevaron las dos cajas, desde siempre,
más potentes: las de Salamanca y León.
En 1988 se iniciaron las primeras conversaciones encaminadas hacia su fusión
entre las dos cajas de Valladolid, León, Palencia, Zamora y Ávila. Las negociaciones
cristalizaron en la formación de Caja España en 1990, de la que finalmente se descolgó
la de Ávila. El domicilio social quedó establecido en León, en atención al mayor
volumen de sus activos. La nueva caja absorbió pocos meses después de su fundación a
la vieja Caja Rural de Carrión de los Condes fundada en 1906 por Sisinio Nevares.
En 1988 Caja Salamanca se hizo con las Cajas Rurales de Ávila y Ciudad
Rodrigo y, en 1999, con las de Cáceres y Arenas de San Pedro. En 1999 era acordaba la
fusión entre las Cajas de Ahorros de Salamanca y Soria en una nueva entidad con la
denominación de Caja Duero.
Ambas operaciones encontraron una fuerte contestación ente los políticos locales
(en particular del CDS y el PP) quienes argumentaban (no sin razón) que enmascaraban
una absorción por parte de Caja León y Caja Salamanca enmascarada en un cambio de
razón social.
Tanto Caja España como Caja Duero emprendieron su extensión al conjunto del
país inmediatamente después de la crisis financiera de 1993. Caja España, cuya
denominación (muy criticada en su día) desvela su vocación nacional lo hizo mediante
la compra en 1994 del Banco de Fomento. Caja Duero prefirió consolidar su posición en
Extremadura (y en Portugal, donde opera desde 1991) hasta que dio el gran salto en
2000 tras adquirir las sucursales de Crédit Lyonnais. Para entonces una y otra atendían
oficinas en todas las provincias del país.
Entre tanto, las cuatro cajas restantes (las dos de Burgos, Segovia y Ávila) se
mantuvieron al margen de esta pugna garantizando su competitividad mediante una
mejora de su solvencia con resultados más que halagüeños: en 2007 las dos cajas
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burgalesas eran las más saneadas de España y figuraban entre las más eficientes. Es
más, la Caja Municipal de Burgos emprendió una silenciosa y eficaz expansión en las
provincias vecinas de Valladolid y Palencia, de manera que en ese año sus activos
representaban la mitad de los de Caja España.
La autoridades regionales parecían conformarse con estas fusiones, a pesar de
que Castilla y León era, a comienzos del nuevo siglo, una de las regiones de España con
un menor grado de concentración de entidades de ahorro. Las Cajas gozaban de una
excelente posición en el mercado(un 61% de cuota en el mercado de depósitos en 2000)
y cualquier tentativa de fusión tendría un enorme coste político, azuzado por el
regionalismo leonés, debido a la elección del domicilio social. La Junta prefirió dejar
las cosas como estaban. Eso sí, a fin de solventar los inconvenientes de este
fraccionamiento en la financiación de las empresas regionales promovió la creación de
Madrigal, una empresa de participaciones industriales participadas por todas las Cajas.
Sin embargo, la Junta no pudo eludir la cuestión de la fusión por mucho tiempo.
Desde 2006 volvió a hablarse de ella, debido a la caída de la rentabilidad de las cajas
ocasionado por la encarnizada lucha en los segmentos del crédito hipotecario y el
ahorro, avivada por Caja Madrid y la Caixa que habían ganado peso en el mercado
regional tras la compra conjunta de oficinas de pequeñas cajas rurales. Al tiempo, la
fallida compra de la cadena de supermercados Caprabo, una inversión estratégica para
la Junta, reveló la escasa operatividad de Madrigal. El anuncio en 2007 por parte de
Ebro-Puleva de su rama azucara (con una fuerte implantación en la región) precipitó las
cosas: Era preciso avanzar en la concentración.
Junta y entidades de ahorro se inclinaron por una solución intermedia en el carto
plazo que se asemejase a la vasca: una fusión capitaneada por Caja Burgos de las cajas
más pequeñas, salvo de la del Círculo Católico, debido a las problemas de distinción
entre activos de la Caja y los de la Iglesia. Sólo a medio plazo se abordaría una
operación que involucrase a las dos grandes. Entre tanto, la Junta se conformó con la
revitalización de Madrigal y el compromiso de las Cajas de operar conjuntamente en el
exterior.
En el verano de 2008 se daba casi por segura la fusión de la Caja Municipal de
Burgos y las de Ávila y Segovia. Sin embargo, la agudización de la crisis financiera
llevó a la Junta a reconsiderar la fusión plena de las seis entidades, una operación
desdeñada por muchos con argumentos provincianos y extraeconómicos que, se lleve a
cabo o no, responde a una consideración errónea de las Cajas de Ahorros por los
poderes públicos: las de una especie de bancos centrales de las comunidades autónomas
y no entidades financieras cuyo objeto no es la maximización del beneficio, sino la de
las garantías y retribución de los depósitos. La consideración estricta de su objeto social
en la elección de compañeros de fusión conduciría a operaciones que tuviesen en cuenta
el tamaño y la complementariedad de las entidades, y no su partida de nacimiento.