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LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS
VOL. IV
EL ÚLTIMO GIGOLÓ
Jean-Louis Dubut de Laforest
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Título original.- Le Dernière Gigolo
París. Editorial Fayard. Paris 1899
Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra
Mayo 2014.
Portada: J.A.D. Ingres, Torso masculino, 1800.
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Portada original
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ADVERTENCIA
A mis lectores
Damas y caballeros,
Tenía intención, menos generosa que lúdica, de relacionar
los nombres de los moralistas más serios en el prólogo de esta
alegre novela: El Último Gigoló, libro IV de los ÚLTIMOS
ESCÁNDALOS DE PARIS.
Pero no tengo ninguna razón personal para juzgar a esos
buenos o malos apóstoles; y, recordando que uno de ellos – el
más célebre – ha impulsado la votación de la gran ley del
perdón y el olvido para el error inicial, pongo freno a mi deseo
de bromear.
Me parece más digno, queridos lectores, que seáis voso-
tros los que decidáis entre los viejos moralistas y el satírico aún
joven.
Esos caballeros y yo observamos la vida humana bajo as-
pectos absolutamente diferentes: los legisladores sueñan con
ocultar las heridas sociales, y yo, cirujano de costumbres, creo
ponerlas al descubierto gracias al escalpelo – la pluma – y con-
denarlas al fuego rojo del castigo: la enfermedad, el dolor, la
muerte… y el ridículo.
A la humanidad– anciana mujer, anciana coqueta, vieja
harpía – le gusta ser halagada. Ahora bien, yo prosigo mi tarea,
no ignorando que la sátira debe pretender menos recompensas
académicas y oficiales que las alabanzas y las bendiciones. ¡No
importa! La materia prima de una obra es la verdad tanto en el
Bien como en el Mal, es desbrozar el Árbol del la Ciencia.
Y es por lo que, abordando hacia el fin de este libro, los
ciclos de los infiernos parisinos a los que he dado vocablos
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fuertes y diáfanos, e incluso vulgares, para hacerme compren-
der bien y golpear alto y con vigor hasta en las masas contami-
nadas, estaré muy complacido de que los moralistas me sigan y
se arriesguen – literatura – en los viajes que acabo de realizar
con mis colegas y médicos, y bajo la protección de los inspecto-
res principales de la Sûreté que el Sr. Prefecto de la policía ha
tenido a bien poner a nuestra disposición.
En estas largas y penosas travesías, hemos tenido oportu-
nidad de ver el inaudito espectáculo de todos los desenfrenos,
de todas las miserias, de todas las energías, de todas las abne-
gaciones, de todos los heroísmos, y, dramatizándolos, tengo
plena conciencia de haber realizado una obra de salubridad
social.
Damas y caballeros, voy a entrar en el infierno – no con
miel y rosas – sino con una fusta que los moralistas podrán oír
chasquear y verán golpear si, en nuestra compañía, aceptan
descender entre los condenados en vida.
D.L.
Paris, Noviembre de 1898.
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I
¡ BRAVO GIGOLÓ ¡
La luna de miel no había hecho disminuir a lord Reginald
Fenwick su acostumbrada intemperancia, y esa noche peroraba,
ebrio de ginebra y champán.
Estaba a bordo del Brighton, su yate de vapor. Con su es-
posa Cloé de Haut-Brion y a su amigo La Plaçade, realizaba un
interesante crucero a lo largo de las costas de Italia y Sicilia.
En ese espléndido día de enero de 1894, el barco surcaba
las aguas transparentes del Mediterráneo, y bajo el cielo azul,
cribado de estrellas, el joven lord Fenwick, la ex gran casquiva-
na y el vizconde Arthur de La Plaçade, llamado Espejo, acaba-
ban de cenar y encendían, ella un cigarrillo y los hombres dos
gruesos habanos.
De vez en cuando, un destello de calor abrazaba el hori-
zonte, descubría los acantilados de la Corniche, sobre un fondo
púrpura y oro, y la brisa, que soplaba desde tierra, aportaba las
deliciosas fragancias de la costa vecina.
En torno a los excursionistas, todo revelaba el goce de la
naturaleza, y las «luces de posición» situadas a babor y estribor
del yate, coloreaban las olas de rojo y verde, mientras las lámpa-
ras eléctricas, distribuidas por cubierta, expandían su manto
blanco y azul, uniéndose a los astros para iluminar esa encanta-
dora noche.
Reginald se inclinó para servirse un cóctel de ginebra y
whisky; dulcemente, Cloé le detuvo:
–¡Vamos, basta ya por esta noche, amigo mío!
–¡Jamás!
–¡Os pondréis enfermo!
–¡Jamás!
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Llenó y vació un gran vaso, y, mirando a su esposa, dijo
con la boca pastosa:
–¡Debéis saber, milady, que en Inglaterra se tiene libertad
y las órdenes no nos convienen!
–No os estoy dando una orden, Reginald, sino que os di-
rigía un ruego…
–Los ruegos son tristes y la tristeza conduce al suici-
dio…Observad a nuestro amigo Arthur… ¿Acaso está triste?...
¿Acaso no ha sido la alegría de nuestro viaje?... ¡Sin Arthur y, a
pesar de vuestra amistad y dulzura, habría visto negro, muy ne-
gro, y sin embargo veo rosa, muy rosa!...
El novio de la Sra. de Sainte-Radegonde envío una sonrisa
a Fenwick, luego sus ojos brillaron mirando a Cloé, quién volvió
la cabeza.
¡Dios! ¡Cómo había cambiado, pero de qué manera aún
era apuesto el asesino de Gabrielle Bouvreuil y de la Sra. Eléo-
nore Le Goëz! Se había afeitado su barba de oro y conservaba
únicamente un sedoso bigote de un rubio menos intenso; parecía
más gordo; su rostro se había vuelto rosa; sus ojos brillaban de
voluptuosidades más dulces, y, alguna vez, la mirada azul se
hundía en languideces: otro ser germinaba bajo la envoltura del
gran rubio, un ser menos viril, casi afeminado, con actitudes de
señorita: Reginald lo quería así, y Arthur obedecía a Reginald.
Y la vestimenta masculina acababa de sufrir una metamor-
fosis extraordinaria: Espejo llevaba una indumentaria de joven
engominado, cuellos muy amplios, corbatas de matices suaves,
un brazalete en el puño izquierdo y unas sortijas en todos los
dedos– sortijas de mujer.
El Brighton se acercaba a las costas de Francia, y semejan-
tes a estrellas rojas, se veían las mil luces de Marsella.
Reginald dijo a su esposa tras haber encendido un nuevo
cigarro:
–Mi querida Cloé, en media hora estaremos en Francia;
mañana por la noche tomaremos posesión de nuestro palacete en
París… Así pues, ha llegado el momento de tener una conversa-
ción definitiva…
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–Os escucho, Reginald – dijo la sobrina del barón Géraud,
sorprendida.
El joven lord continuó:
–Sí, a fin de evitar preguntas, reproches, desconfianzas
siempre desagradables en una pareja– las personas como noso-
tros estamos hechas para entendernos–, desearía discutir con
vos, milady, el programa de nuestra existencia conyugal…
El Sr. de La Plaçade se alejaba; Fenwick le interpeló:
–¿Adónde diablos vas, Arthur?
–Iba a popa a mirar el mar; tú tienes que habar con milady,
y temía ser indiscreto…
–¿Indiscreto, tú?... ¡Vamos, hombre!... ¡En absoluto, ami-
go mío!… ¡todo lo contrario!
El gran rubio regresó a su lugar, y lord Fenwick se volvió
hacia Cloé para preguntar:
–¿Querida, por qué os habéis casado conmigo?...
–Pero… Reginald… – balbuceó la ex gran casquivana, en
el culmen de la estupefacción.
Fenwick engulló de un trago una copa de champán:
–Os habéis casado por dos razones, aparte del amor, pues
– y no insisto – no podíais amar al hombre… del abrigo; vos os
habéis casado conmigo en primer lugar porque el viejo Le Goëz,
arruinado, era incapaz de sufragar vuestras fantasías y vuestro
tren de vida de gran casquivana; luego, y sobre todo, porque,
hija de alta nobleza, no teníais bastante con el oficio de cortesa-
na y desearías – ¡y lo apruebo! – remontar en la escala en la que
habíais descendido injustamente en Francia, remontarla, a defec-
to de un aristócrata de vuestro país y mejor que en vuestros sue-
ños, con un par de Inglaterra… ¿Es cierto?
–¡Estas palabras, señor – dijo la ex novia del conde de Es-
bly, – no me las diríais antes de beber!
–¡Mi lenguaje es muy correcto y nuestro amigo, el mar-
qués Achille de Artaban, uno de los árbitros caballerescos de la
lealtad, así lo declararía!... Pero, responded… ¿Sí o no, es cier-
to?
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–¡Aun cuando eso fuese cierto, señor, resulta inconvenien-
te y ridículo plantearme semejantes cuestiones ante un tercero!
El vizconde se levantaba; lord Reginald Fenwick, por se-
gunda vez, se opuso a la retirada del compañero de ruta:
–¡Quédate, Arthur… lo deseo!
–¿Pero no ves que sobro… que molesto?
–¡No!… ¡Eres un hermano, y, entre milady y yo, tú serás
el juez!
El Sr. de La Plaçade se tranquilizó, y el joven lord, aunque
muy borracho, desplegó una maravillosa facilidad de locución:
–Yo, Cloé, os he esposado, porque me gusta distinguirme
de los demás hombres; pero, mi excentricidad nacional se une a
sentimientos generosos, y me ha gustado entregaros, y mejora-
do, vuestra nueva situación aristocrática… La cosa está hecha…
Estoy contento… No me arrepiento en absoluto… únicamente…
–¿Únicamente?
–Exijo, desde nuestro regreso a París, ser libre en el ma-
trimonio, como lo era de soltero; por mi parte, estoy dispuesto a
concederos entera libertad: mi palacete es muy grande; tendréis
vuestros aposentos en el ala derecha, y yo viviré en el ala iz-
quierda… O lo contrario si queréis… La antesala y los salones
de recepciones serán comunes, así como el comedor… En cuan-
to al dinero, lo gastaréis en vestidos, en paseos y fantasía, lo que
os plazca, y en ese terreno no tendréis que echar de menos a
Jacques Le Goëz que os escatimaba, según creo, los billetes…
¿Estáis de acuerdo, señora?
–¡Sí, señor! –declaró fríamente la ex gran casquivana.
–¿Está claro?
–¡Muy claro!
Tres silbidos brevemente espaciados, rasgaron el silencio
de la noche, y la hélice del yate, detenida, hizo brotar alrededor
de ella un hervidero de espuma blanca; el barco ralentizó su
marcha y no avanzó más que a vela.
Entonces, al ruido del cabestran, maniobrado por cinco
hombres de la tripulación, al soplido estridente del vapor que
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salía por las chimeneas de la máquina, lord Reginald Fenwick
señaló con un gesto gracioso al vizconde de La Plaçade:
–¡Un buen muchacho, milady!... No lo conocéis, y deseo
que modifiquéis vuestros modales a su respecto… Durante todo
nuestro viaje os habéis mostrado hacia él injusta, sarcástica, in-
cluso diría que cruel, y me gustaría un poco más de dulzura…
Lady Fenwick tuvo una extraña sonrisa, respondiendo a su
marido:
–¡Vos habéis sido amable por los dos, milord!
–¡No he cumplido más que con mi deber, señora! Hemos
arrancado al querido Arthur de sus placeres, de sus trabajos para
tenerlo con nosotros… ¡Se ha sacrificado y debemos estarle
agradecidos!
Aturdida y humillada, bajó los ojos. Reginald se llevó al
vizconde por el puente y se pasearon del brazo al claro de luna,
y a la luz de los fanales eléctricos, gesticulando, riendo, hablán-
dose rostro contra rostro, en una intimidad que la gran casquiva-
na encontró singular y más que fraternal.
Se entraba en el puerto de Marsella, y tras la visita de la
Aduana y la de la cuarentena, el Brighgton llegó a puerto, y, de
inmediato, se lanzó la escala.
Los tres viajeros subieron a un landau que los esperaba y
los condujo al hotel Metrópolis, en la avenida de la Fraternidad.
Reginald quiso cenar y celebrar su feliz regreso a tierra
francesa bebiendo champán; el vizconde Arthur le siguió las
bromas, y, hacia la media noche, los camareros del hotel se vie-
ron obligados a transportar a Fenwick a su habitación, donde La
Plaçade se encargó de meterlo en la cama.
Sola, en una amplia habitación, la sobrina del barón
Géraud dio rienda suelta a sus lágrimas retenidas mucho tiempo;
y, habiendo lavado su rostro y el inútil tesoro de amor, se puso
un camisón y se sentó en un sofá, sombría y soñadora.
Por la mañana temprano abandonarían Marsella y una
nueva vida iba a comenzar para la heredara de los Haut-Brion: la
ex virgen del arroyo entraría en París como una gran dama, pa-
resa de Inglaterra, en ese París donde, días atrás aún, brillaba
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entre las casquivanas. Mientras tanto, ¿qué había ocurrido en su
ausencia? Ni una carta le había llegado, aunque la buena Annet-
te Loizet y el príncipe Dimitri Vorontzow hubiesen prometido
enviarle noticias. ¿Cómo hubiesen podido llegarle las cartas en
ese crucero, máxime cuando las breves paradas en los puertos de
Sicilia y de Italia, incluso en la última escala, no estaba com-
prendida en el programa, y desde dónde el inglés telegrafió al
Sr. de Artaban su inminente llegada a Marsella?
Asomada a la ventana abierta, miraba la ciudad luminosa,
y como ignoraba el acto de salvamento de Nikador, la idea de
Olga, su hermana tan miserablemente desaparecida en el incen-
dio del Conejo Coronado, y de la que ni siquiera se encontraros
sus despojos mortales, la obsesionaba en su soledad.
De rodillas oró, y de nuevo, para vencer su desesperación,
contempló el decorado: allá, a la izquierda, un monumento de
estilo romano-bizantino, Notre-Dame-de-la-Garde, sobre una
colina, marcaba en el cielo muy claro su silueta negra, mientras
que, como en una apoteosis, la estatua dorada de la Virgen que
la corona, brillaba bajo los blancos rayos de la luna; a la dere-
cha, el faro arrojaba sobre el mar sus luces alternas iluminando a
su vez las construcciones blancas del Faro, el antiguo palacio
imperial y las empalizadas del fuerte Saint-Nicolas. A continua-
ción, la viajera se divirtió observando los trasatlánticos en el
puerto viejo, el balanceo regular de los mástiles, auténtico bos-
que despojado de ramas, inclinando sus troncos bajo la brisa;
aquí y allá, con capuchas y con la carabina a la espalda, unos
aduaneros se paseaban en las sombras; por instantes, un grupo
de marinos borrachos se regocijaba a bordo; una patrulla de la
gendarmería marítima hacía sonar sus pasos sobre el pavimento,
y subían de esos seres y cosas, voces confusas, chirridos de nav-
íos salidos de sus amarras, choques de pesadas cadenas, prolon-
gados silbidos de vapor, repentinas llamadas y agudas sirenas.
Llamaron a la puerta, y Cloé interrumpió el encanto de sus
visones reales.
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Al principio, lady Fenwick creyó que algún viajero se
equivocaba, pero de inmediato pensó que lord Reginald, sin du-
da indispuesto, la hacía llamar y ella corrió a abrir.
El Sr. de La Plaçade surgió frente a ella:
–¡Una palabra, una sola palabra, te lo ruego, Cloé!
Y, sin esperar la autorización de la recién casada, empujó
la puerta entreabierta y la cerró tras de sí, con infinita elegancia,
después de haber llevado a su víctima al medio de la habitación.
–¿Qué queréis de mí? – exclamó indignada la esposa de
Reginald.
Espejo tendía sus brazos:
–¡Oh, mi Cloé! ¡Si supieses cuánto deseaba el momento de
estar a solas contigo!... Por fin voy a poder decir lo que durante
el viaje me ha sido imposible hacerte escuchar sobre ese yate en
el que, entre el va y viene de tu marido y de la tripulación, mis
palabras hubiesen podido ser sorprendidas… Ahora bien, soy,
como bien sabes, un hombre galante y no quería comprometer-
te… ¡Querida, te amo, te sigo amando como siempre!
Ella replicó, desdeñosa:
–Sí, claro, eso debe ser… Soy rica… muy rica… ahora, y
veis en lady Fenwick una nueva presa, una segunda Eléonore Le
Goëz!
–¡Oh! ¡Cloé! ¡Cloé!
–¡Pues bien, os confundís, señor, y lady Fenwick, más al-
tiva y valiente que la Señorita de Haut-Brion sabrá resistir a un
La Plaçade!
–¡A mis ojos y a mi alma, tú eres y siempre serás Cloé…
Cloé, la del castillo de Esbly!
–¡Después de vuestra mentiras y vuestra cobardía, deber-
íais enrojecer evocando ese nombre!
–Entonces… Lilas…sí… ¡La Lilas a la que bauticé po-
seyéndola virgen, e iniciado en los misterios del amor!
–¡Y que vendisteis al mejor postor!
Él se acercaba; ella lo rechazaba:
–¡Salid, miserable!
–¡No! Tú me has pertenecido y me pertenecerás aún!
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–¡Jamás!
–Quiero que seas mía esta misma noche…¡Lo deseo!
Y, con la mirada encendida:
–No me obligues a emplear los medios de tu tío, el barón
Géraud… El viejo tuvo miedo, pero yo… ¡yo consumaré la vio-
lación!
–¡Me llamo lady Fenwick… Nada tengo que temer de vos
y, si es necesario, haré justicia!
–Tus miradas desmienten tus palabras… Veo… leo en tus
ojos que todavía me amas…
–¡Innoble imbécil!
–¡Eh! Claro que sé muy bien que te llamas lady Fenwick,
pero tu nueva y gran situación, lejos de disuadirme, me anima y
me exalta... ¿Acaso no has escuchado al borracho de tu marido
decir que pretendía quedar libre y que te concedía entera liber-
tad?
–¡No abusaré de su confianza!
–¡Pero él no se contendrá en tener amantes!.... Mi Cloé, si
me he hecho amigo de Reginald, era para acercarme a mi inmor-
tal amor... ¡Te amo! ¡Te adoro! Y si quieres – ¡y querrás! – po-
dremos llevar los tres una hermosa vida… en familia… ¡Qué
adorable y divina existencia!
Él la había cogido con una mano, y, con la otra, le levan-
taba las faldas; ella luchaba, valiente, defendía sus labios de la
boca del hombre y su sexo de los dedos profanadores… De un
golpe, él la arrojó sobre un diván, dispuesto a violarla…
Entonces, lady Fenwick emitió un gran grito – el grito de
su carne revuelta – y como en su bestial deseo, el novio de la
Sra. de Sainte-Radegonde había olvidado pasar el cerrojo, un
hombre, en frac negro, entró.
Era el marqués Achille de Artaban, llegado esa noche, y
cuya habitación era contigua a la de lady Fenwick.
Con sus brazos hercúleos, el Ultimo Gigoló golpeó y tiró
al rufián, lo volvió a levantar y lo arrojó fuera de la habitación.
Sobre el rellano saludó a la esposa de Reginald, cerró la puerta y
dijo al miserable que se levantaba:
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–¡Nos batiremos hoy, señor, y vos elegiréis las armas! Pe-
ro, alejaos inmediatamente, sin una palabra, sin un gesto, o bien
aprieto vuestra garganta hasta que seáis hombre muerto.
Y la Plaçade, tras haberse retirado ante esas palabras, el
Sr. de Artaban regresó a su habitación.
Marsella se despertaba en el esplendor de un cielo oriental
y para gloria de la Canebière. Sobre el viejo puerto, hombres,
mujeres, niños de todas las edades y de todas las naciones, corr-
ían, se cruzaban, chocaban, cantando, vociferando, apostrofán-
dose, con grandes gestos, en italiano, en inglés, en patois pro-
venzal; un olor de marisco y ajo, toda una bullabesa, saturaba la
brisa; unos vapores cargaban o descargaban, montañas de mer-
cancías se alienaban a lo largo de la avenida, toneles de vino, de
cerveza o de alcohol, jarras de aceite, sacos de trigo, legumbres
venidas de África; las mil chimeneas humeaban ardientes, y,
sobre el Mediterráneo de un lapislázuli, unas velas se desplega-
ban al viento, rojas, blancas, grises y esos mástiles de navíos que
por la noche parecían a Cloé un bosque despojado de sus ramas,
se engalanaban con banderolas multicolores y parecían un jardín
encantado al aire libre.
El Sr. de La Plaçade acaba de enviar a sus testigos – dos
aventureros de Marsella – al marqués de Artaban; los de este los
constituían un periodista y un miembro del gran círculo, y, entre
los adversarios, fue acordado que el motivo del duelo permane-
cería ignorado. Se había invocado una disputa en París, en el
teatro de las Fantasías, y, durante la jornada, a espaldas de lord y
de lady Fenwick, dos balas habían sido intercambiadas sin resul-
tado.
Fenwick se enteró del duelo por los periódicos, y aceptó la
explicación que le dio La Plaçade, a instancias del Sr. de Arta-
ban.
Aunque muy enamorado de Cloé, el Último Gigoló tuvo el
escrúpulo – después de su caballeresca defensa – de cancelar sus
respetos a los recién casados y se dirigió a Niza, con la esperan-
za de ser pronto amado por sí mismo.
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Entre los dos recién casados, el rufián en levita regresaba a
París, en un vagón-cama, como había venido, pero, con los bigo-
tes bajos, pues si por azar, y, tal vez, a falta de una buena arma,
la pistola de Artaban no había acertado, sus riñones aún perma-
necían doloridos por el correctivo manual de la víspera.
Durante todo el viaje, lady Fenwick mantuvo una actitud
silenciosa, y los dos hombres comieron, bebieron y fumaron
enormemente.
A medida que se avanzaba, el cielo se volvía menos azul,
la temperatura menos cálida, y, por la mañana, llegando a la
estación de Lyon, los tres viajeros encontraban París helada y
cubierta de nieve.
La Plaçade regresó a su apartamento de la calle de Atenas,
y los Fenwick se dirigieron a su nuevo hogar.
Sobre la entrada principal de un magnífico palacete de los
Campos Elíseos, un ejército de sirvientes, haciendo pasillo, es-
peraba a los amos; un mayordomo inglés, con la cara empolva-
da, vestido de negro y corbata blanca, dio la señal de las alegr-
ías, y todos los criados gritaron:
–¡Hip! ¡hip! ¡hurra por lord Fenwick, Hurrah por lady!
II
MANTENEDORES Y PUTEROS
El Cosmopolitan Club, antaño sito en la calle Castiglione,
abría ahora sus treinta ventanas en el primer y segundo piso de
un suntuoso inmueble que daba al bulevar de los Italianos, casi
enfrente al antiguo apartamento de soltero del conde Lionel de
Esbly.
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Ese círculo era una mezcla entre los garitos vulgares y las
asociaciones artísticas o mundanas del Epatant y del Volney,
que dominan el Jockey, la Union, la Rue Royale y l’Agricole, y
los miembros de los grandes círculos, el príncipe Dimitri Wo-
rontzow, el duque Savinien de Louqsor, el marqués Achille de
Artaban, lord Reginald Fenwick, y senadores, diputados, oficia-
les y escritores y artistas iban allí a jugar al lado de los Perrotin,
los Goëz, los La Plaçade, los Neuenschwander, los Gédéon y los
La Templerie.
Allí también se encontraba el barón Géraud, cuando sus
guardianes le permitían salir.
Un presidente, dos vicepresidentes, un secretario, un teso-
rero y doce miembros del Consejo, administraban la buena mar-
cha de las comidas y el lujo del decorado se elevaba a más de un
millón ochocientos mil francos, sobre los cuales, una vez dedu-
cidos todos los gastos, quedaba un millón a compartir entre los
accionistas.
Ujieres con cadenas de plata, maîtres de hotel en frac y
corbata blanca, criados en culote verde y medias de seda, pe-
queños zapadores en librea marrón daban al inmueble un aspec-
to de grandeza, y la vasta escalera de mármol, y los alfombras
de rojo terciopelo, y el inmenso hall, repleto de obras artísticas,
y el bar, y el calorífero, y los ventiladores, y los salones de lec-
tura y reposo, y los divanes, y los sofás y el comedor, y la bi-
blioteca, y el teléfono, y los baños, y las instalaciones de pelu-
quería, y la sala de armas revelaban un auténtico bienestar.
La gran sala de juegos, con sus tres mesas para el bacarrá
y el salón llamado El Apartado, pero donde se jugaba igualmen-
te el drapeu, el poker y la boillote, estaba aislado de las otras
estancias, y, había allí, en el giro de la escalera, en el entresuelo,
un «Salón de los Extranjeros» donde los miembros recibían a los
visitantes y sobre dodo a las damas; en la planta baja, un vestí-
bulo; detrás de la doble y alta puerta vitral de color se mantenía
un ujier, ante una mesa, dispuesto a tomar el cornete acústico,
un muchacho siempre en movimiento, a la partida o a la llegada
de los coches.
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Ahora bien, esa tarde, hacia las cinco, el notario Edgard
Bazinet de la calle Royale, subió la monumental escalera del
Cosmopolitan Club, penetró en la antesala, y los criados se apre-
suraron a su alrededor, tomándole su sombrero, su bastón y su
abrigo.
Alto y fuerte, de unos cincuenta años, vestido de negro,
portando la roseta de la Legión de honor, con rostro plano y
afeitado, una nariz muy larga, ojos azules, claros y dulces, su
cabellera canosa y con sus grandes patillas blancas, ese hombre
se parecía a una enorme oveja merina.
Preguntó:
–¿Ha comenzado la partida?
–Todavía no, señor.– respondió un criado.
Y el Sr. Bazinet, muy alerta para su edad, se dirigió hacia
el salón de lectura.
Allí, alrededor de la mesa de los periódicos, se encontra-
ban fumando y charlando con animación, La Templerie, director
de las Fantasías Parisinas; Etienne Delarue, un mozo de veinti-
cinco años, lugarteniente de zapadores a pie, un poco incómodo
en su traje civil; Henri Nérac, joven poeta esteta de cabellos os-
curos y grande ojos negros llenos de llamaradas meridionales;
Jacob Neuenschwander, el usurero de los mundanas, actrices y
casquivanas, y, de pie, ante la chimenea, muy elegante en un
smoking con forro de sede que le ceñía el talle, el marqués Achi-
lle de Artaban, recién llegado de Niza.
Al la entrada del notario, la conversación cesó y se produ-
jeron saludos y apretones de manos.
El oficial ministerial, instalado en un sofá, con un binócu-
lo de oro sobre su nariz, se hundió en la lectura de un periódico.
–Así pues, mi querido de Artaban, – dijo el director del
teatro – es una regla absoluta… ¿Jamás un luís a las damas?
–¡Ni un franco!
–¿No es broma?
–¡Palabra de honor! ¡Y espero continuar mucho tiempo
todavía con esa costumbre!
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–¡Oh! ¡oh! – dijo lleno de dudas el banquero Neuensch-
wander, –¿y dentro de diez años?...
–Será lo mismo; tengo teorías amorosas adaptables a todas
las edades…
–¿Nos las podéis revelar, marqués? – interrogó el joven
oficial de zapadores.
–¡Desde luego! ¡Son muy sencillas!: primero, en mi opi-
nión el amor no es amor si no es desinteresado... Solamente con
la idea de dar dinero a una mujer… me vengo abajo… y, en la
batalla, estaría anulado…. ¿Entendéis?
–¡Muy bien! – dijo riendo el moreno esteta, – pero debéis
encontrar a menudo resistencias…
El marqués Achille se levantó:
–Querido señor, tengo cuarenta años cumplidos… No soy
tan fatuo para creerme un Apolo o un Adonis, y, sin embargo,
jamás encontré una mujer que me rechazase… Se trata de saber
y tomar…
–Bueno, marques, ¿el método?
–¡Uno se hace necesario!… ¡Eso es todo!
Neuenschwander sonrió:
–¡Habláis de enigmas! Un día daréis con una señorita mo-
derna, como he conocido a muchos, incluso a demasiados, y sin
lugar a dudas os arruinará.
–¡Jamás! Y no sería por avaricia… ¡no!.... Todo el mundo
sabe que las cuarenta mil libras de renta del marqués de Artaban
se le van cada año de las manos con una facilidad extraordinaria
y que su capital incluso sufre notables brechas… pero en los
demás placeres… bibelots o viajes… Vos lo sabéis mejor que
nadie, mi bravo Neuenschwander, que venís tan a menudo en mi
ayuda…. Pero, regresando a mis amores, y testimoniar aún la
infalibilidad de mis sistema, esta noche me acuesto, como lo he
hecho a menudo, con la mujer más venal, la más cara, las más
avara de todas las bellezas de Paris, y voy a poner los cuernos a
un caballero cuyo nombre ignoro, pero que mantiene a la señori-
ta con una media de setenta a ochenta mil francos anuales.
–¿Una actriz? – preguntó La Templerie, interesado.
22
–Sí, una actriz.
–¿De mi teatro?
–¡Me pedís demasiada información!
El director de las Fantasías Parisinas se echó a reír:
–¡Apuesto veinticinco luises a que la conozco!
–¡Jugáis con ventaja! ¡Vos conocéis a todas las mujeres!
–¿Blanche Latour, eh?
–¡Blanche Latour! – repitieron juntos Étienne Delarue, el
lugarteniente de zapadores y el poeta Henri Nérac, el primero
muy pálido y nervioso, el otro rojo de cólera.
–¡Blanche Latour! – murmuró por su parte, y sin perder
nada de su grave actitud, el notario de la calle Royal, observan-
do por encima de su periódico al aristócrata.
Y los tres, oficial, esteta y notario, esperaron ansiosos la
respuesta del marqués Achille de Artaban.
El Último Gigoló se adelantó hacia la Templerie y le dio
una palmada amistosa en el hombro:
–Bien, sí, lo habéis adivinado… es Blanche Latour, vues-
tra pensionista de las Fantasis Parisinas… ¿Consideráis que ten-
go merito?
–¡Oh! sí! Pues ella, como dice La Plaçade, es un pequeño
Harpagón1!
Un empleado de la sala de juegos atravesaba el salón de
lectura, anunciando:
–¡Caballeros, hay diez luises en la banca!
Achille lo detuvo:
–¿Vos sois nuevo?
–Sí, señor marqués.– declaró humildemente el individuo.
Soy muchacho de llamada desde hace ocho días, gracias a la
recomendación del señor barón Géraud y del Señor Perrotin.
–¿Cómo os llamáis?
–Ambroise.
1 Harpagón es el protagonista de la obra El Avaro de Molière. (N. del
T.)
23
Y Ambroise Naumier, llamado el Cebolla, siempre pálido,
vestido de negro, con un amplio pantalón de grandes bolsillos
donde tintineaban monedas para el cambio, continúo por las
otras salas:
–¡Caballeros, hay diez luises en la banca!
Unos miembros interrumpían su sueño, dejaban los perió-
dicos o sus escrituras, se precipitaban hacia el bacarrá, y la gar-
ganta de Ambroise seguía emitiendo:
–¡Caballeros, hay diez luises en la banca!
Ingresando en el Cosmopolitan Club, el liberado de la
Central tenía un deseo de fortuna que esperaba realizar con
préstamos usureros y misteriosos en ese círculo, donde, por or-
den de la Prefectura, la caja ya no funcionaba; por otra parte, él
estudiaba ciertas combinaciones.
–¿Es que no vais a jugar una partidita? – dijo al aristócrata
el director de las Fantasías Parisinas.
El Sr. de Artaban respondió:
–¡Mas tarde!... ¡Primero, las mujeres!... Antes de cenar
debo enviar una entrada de Ópera a la Sra. de Lavarennes, la
esposa del subprefecto de Senlis, un ramo a Mathilde Romain, y
unas flores a la duquesa de Louqsor y a la baronesa de Mirandol,
una caja de bombones a esa rubita de Jeanne… ¡No hay un mi-
nuto que perder! ¡Hasta luego, Caballeros!
EL aristócrata tendió la mano a Nérac y a Delarue, que le
respondieron con un apretón bastante flojo, pero no se percató
de la cara ofuscada del oficial ministerial.
Neuenschwander, le retuvo en el umbral de la puerta:
–¡Querido marqués, acabáis de meter la pata, y una mete-
dura de pata… nada ordinaria!
–¿Meter la pata?... ¿Yo?
–¡Eh! sí, ¡habéis destrozado el corazón de ese pobre nota-
rio!
–¿Por qué?
–¡Él es quién mantiene, de forma anónima pero muy seria,
a Blanche Latour!
24
–¡Diablos!... Entonces, ¿por qué ese bruto de Le Temple-
rie ha pronunciado el nombre de su pensionista?
–Por la sencilla razón que ignora, como todo el mundo por
otra parte, las relaciones de Blanche y del notario Bazinet… Del
mismo modo que nuestro viejo amigo Le Goëz se jactaba de su
relación con Lilas, ¡el notario se esfuerza en ocultar sus amores
con la diva!... En la calle de la Boëtie, los criados de la señorita
Latour no conocen al señor Bazinet más que bajo su nombre:
Edgard… pero eso no es todo…
–¿Qué hay aún?
–Vuestra declaración os ha granjeado dos enemigos en
Étienne Delarue y Henri Nérac…
–¿Cómo? ¿Ellos también están con Latour? – se sorpren-
dió el aristócrata – ¿Todo el Cosmopolitan acaso?
–Sí, ellos están con Latour, pero modestamente… ¡según
sus medios! No son más que unos puteros…
–¿Y el notario Bazinet, es el mantenedor formal?
–Muy serio, bajo el nombre de Edgard…
–Pues bien, el mantenedor y los puteros se equivocan
guardándome rencor: ¡yo tomaré un trozo de su Blanche Latour,
el mejor, pero no me la comeré toda!
Tras la partida del marqués de Artaban, el director de las
Fantasías Parisinas, observó, lírico:
¡Como me divierto yo
Con el Último Gigoló!
–Un bonito oficio el que ejerce – dijo rabioso el poeta es-
teta – ¡Acostarse con las mujeres sin pagarles, es la vía natural
para acabar mantenido por ellas!
–¡Es asqueroso! – añadió el oficial de zapadores, no me-
nos vejado que el poeta – ¡Y para colmo de males, el marqués
tiene el cinismo de vanagloriarse de ello!
Repantigando sobre su sofá, el notario Edgard Bazinet,
tranquilo en apariencia, con la mirada vaga, acariciaba sus gran-
des patillas blancas.
25
La Templerie dijo:
–Caballeros, exageráis… El gigolismo no es una industria
inmunda, ni siquiera un oficio vulgar, ¡es arte! Achille de Arta-
ban jamás da un centavo a las mujeres, y sin embargo, ¡Dios
sabe que obtiene sus favores! Antes, cuando le preguntabais
como un hombre debía comportarse para no encontrarse con
mujeres crueles, os ha respondido: «¡Uno se hace necesario!»
En eso radica su secreto, ¡el secreto de los gigolós! Caballeros,
el gigoló, y dejo al margen la raza inferior de los enamorados
que no pagan a sus bellas porque no tienen dinero, y, en su alma
y conciencia quisieran ser mantenedores o puteros, el gigoló, el
auténtico gigoló no ama a una mujer; ama a todas las mujeres
siempre que sean bonitas; no les paga en metálico… no, es un
principio, pero las rodea de homenajes y cuidados; les ofrece
una entrada a un estreno de circo o teatros, les envía flores de
Niza, las lleva a la confitería y les paga pasteles y vino dulce
español; las acompaña a la costurera o a la modista, a las Expo-
siciones de pintura, de cocina, de horticultura, a las ventas de
caridad, llevándoles su sombrilla, su abanico, su abrigo, incluso
su perrito. Siempre amable, siempre animoso, siempre galante,
acepta las faenas más enojosas. Prodiga a los ídolos sus consejos
en sus más delicados asuntos; las informa de los secretos de la
monta, del tenis, del futbol, de la bicicleta y del automovilismo.
¡Ni un solo invitado está a la altura del gigoló para dirigir un
cotillón y organizar una zarabanda! El gigoló conoce los gustos,
las manías, los vicios de sus amantes pasajeras: las estudia, las
analiza, las halaga; ¡las satisface!... Sabe descubrir las flores, los
perfumes, los caramelos favoritos de esas damas, y, en caso de
necesidad, él las induce a realizar hallazgos: fue él quién inventó
el lagarto vivo retenido en la blusa por una cadenita de oro, y la
pequeña tortuga, cuyo caparazón adornado de rubís y de esme-
raldas, está engastado en un brazalete de esmalte… El gigoló es
alegre, espontáneo, nunca banal, y aunque es amigo de todas las
damas, establece distinciones entre una marquesa, una actriz,
una casquivana y una lavandera: todas son mujeres, todas tienen
derecho a un mismo respeto y a un similar amor, ¡pero cada una
26
pide un trato especial! Feliz, el gigoló envejece con sabia lenti-
tud: A los cuarenta años, a los cincuenta, todavía brilla en el
cielo de la galantería parisina, y cuando a sus cualidades morales
tan apreciadas por el bellos sexo, une un amable físico y un títu-
lo de marqués, –tal es el caso de nuestro amigo de Artaban–,
todas las mujeres son suyas… ¡No hay más que agacharse para
cogerlas!… ¡Ellas lo piden, ellas lo quieren!
Y el director de las Fantasías Parisinas terminó en estos
términos la apología de Artaban:
–¡No confundir al Último Gigoló con un chulo!
Etienne Delarue y Henri Nérac masticaban sus cigarros, y
se dirigieron a la sala de juegos; el notario Bazinet empujó su
periódico y, dispuesto a seguirlos, preguntó a Victor La Temple-
rie con voz demasiado prudente para ser natural:
–¿Vos creéis que el Sr. de Artaban no se vanagloria de su
relación con vuestra pensionistas?
–¿Con Blanche Latour? ¡Desde luego que no! Pero, ¿qué
es lo que eso puede importaros, querido notario?
El notario adoptó un aire despreocupado:
–¿A mí? ¡Oh! ¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Y entró en la sala, ya llena, donde acababan de precederlo
el oficial y el poeta, y donde el Sr. Jacques Le Goëz estaba en la
mesa de juego.
Sentado en su sofá, Jacob Neuenschwander reía a mandí-
bula batiente:
–¡Esta sí que es buena!... ¡En la calle de la Boëtie, van a
acontecer historias muy divertidas!
–¿En honor a quién, Jacob? – preguntó Victor.
–¿Os habéis dado cuenta de la cara de los tres tipos que
acaban de irse?
–No, ¿por qué?
–Esos tres, junto con de Artaban, forman la escala propor-
cional de los enamorados: ¡Mantenedor, puteros y gigoló! Ahora
bien, el mantenedor, el hombre serio, aquél que suelta la pasta a
las grandes lánguidas y que los criados llaman «Señor», es el
notario Edgar Bazinet…
27
–No es posible…
–¡Así es! Los puteros, según el vocablo original, creado y
puesto en circulación en el bulevar por vos mismos, La Temple-
rie, son esos dos pobres diablos de Delarue y de Nérac que se
desangran por dar a la diva, uno ciento cincuenta y el otro dos-
cientos francos, al mes... Y no son los únicos; hay todavía otros
puteros que colaboran con los mismos precios en el manteni-
miento de Blanche Latour…
–¡Nada menos que cuatro! – exclamó el promotor del
Triunfo de Venus; ¡mi pensionista, va bien!
–¡Blanche es una mujer práctica, y no ignora que los pe-
queños riachuelos humanos forman los grandes ríos… de di-
amantes!
–¡Oh! ¡todo el mundo la conoce bajo ese aspecto!
–En cuanto al Gigoló, el marqués Achille de Artaban, el
capricho efímero de Blanche, se acuesta gratis con ella, pero le
envía ramos de diez luises y la invita a cenas de quince. ¡Muy
selecto! ¡Pero para la hucha, eso no cuenta!
Victor miró bien de frente al joven banquero judío:
–¡Sapristi! Mi querido Jacob, ¿de dónde obtenéis todos
esos detalles?
–Después de haber sido el amante de Blanche, me he con-
vertido en su amigo y agente de negocios… Le coloco su buena
pasta; mantengo sus libros contables, pero no existe entre noso-
tros la más mínima relación amorosa…
–¿Cómo?... ¿Nunca?
–¡Jamás! – dijo alegremente el usurero de esas damiselas–
¡El mantenedor no quiere, el putero no se digna, el gigoló no
puede!
De vez en cuando, un tumulto procedía de la gran sala de
juegos, un ruido de sillas moviéndose, de llamadas de nombres:
el príncipe Dimitri Vorontzow y Jacques Le Goëz jugaban en las
mesas del bacarrá y en concreto en la llamada «La Escuela de
los Puentes». Un crupier ululaba:
–Caballeros, hagan sus apuestas…
–¡Tres luises! – dijo con voz tímida Henri Nérac.
28
–¡Cuatro! – añadió el lugarteniente Delarue.
–¡He aquí a los puteros que se embalan! – dijo sardónico
Jacob Neuenschwander – ¡Probablemente la diva los ha amena-
zado con no recibirlos si llegan con las manos vacías!
–¡Pobres puteros! – suspiró cómicamente el director de las
Fantasías Parisinas.
La banca de «La Escuela de las Puentes» había sido adju-
dicada por seis luises a Nérac, y más allá, entre una amalgama
de levitas negras y esmóquines, el príncipe ruso y el banquero
francés apostaban quinientos y mil luises.
Le Goëz, muy rojo, llegaba al salón de lectura, estrechan-
do entre sus brazos y contra su pecho, una bolsa repleta de fi-
chas de marfil, de fichas rojas y blancas, de luises de oro y de
billetes de banco.
Se sentó ante una mesa y desplegó sus riquezas para con-
tarlas. Victor La Templerie y Jacob Neuenschwander le felicita-
ron por su buena racha y se dirigieron a la sala de juegos donde
apostaron contra el atamán de los Cosacos.
El banquero Jacques Le Goëz que, desde su ruptura con
Cloé de Haut-Brion se había «rehecho» de sus audaces especu-
laciones, ordenaba su tesoro mediante pequeños montones regu-
lares, cuando una mano se posó familiarmente sobre su hombro.
Jacques reconoció al vizconde de La Plaçade que le sonre-
ía; vivamente recogió los billetes, el oro, las fichas y las metió
en su bolsillo.
Arthur se echó a reír:
–¡Oh! no tengáis miedo, hombre… ¡No tengo ninguna in-
tención de sablearos!... ¡Os he visto y he venido a saludar a mi
amigo!
–¿Cenáis en el círculo, conmigo?
–No, gracias, le Goëz… Ceno en casa de lady Fenwick…
Vamos a evocar nuestro admirable crucero por el Mediterrá-
neo…
El rostro de Le Goëz se ensombreció:
–¡No me habléis nunca más de Lilas!... ¡Está más muerta
para mí que la pobre Eléonore!
29
Y, exhalando un profundo suspiro:
–He aquí una que se puede jactar en el otro mundo de
haberme causado bastantes problemas, y de causármelos todavía
hoy.
–¿Todavía hoy? – Interrogó el bello Arthur, con una cierta
inquietud – ¡Creía el caso cerrado!
–Para el juez de instrucción Crudière, tal vez… no sé nada
o más bien, dudo… pero el otro día, recibí la visita de un caba-
llero que me propuso investigar, mediante previo pago, al famo-
so rubio, el asesino de mi esposa…
–¿Y vos aceptasteis?
–¡Claro… era mi deber!
–¡Algún miserable timador que os quiere sacar dinero!
¡Desconfiad, Le Goëz, desconfiad!
–¡Oh! ¡No arriesgo nada! Salvo un ligero anticipo, no de-
bo pagar excepto que la investigación tenga éxito…
–¿Dónde vive ese individuo?
–Este es su nombre y su dirección.
Jacques extrajo de su cartera una tarjeta de visita y la en-
tregó al vizconde de la Plaçade:
–¡Tomad!
El rufián en levita tomó la tarjeta y leyó:
THÉODORE DARDANNE
Antiguo Inspector Principal al Servicio de la Sûreté.
INVESTIGACIONES INTIMAS
MISIONES
Por las mañanas, de 8 a 11 horas.
7 bis, calle Montorgueil, Paris.
Arthur parecía muy turbado; iba a responder y aconsejar a
Jacques que enviase a paseo al policía con sus «Misiones», pero
30
un criado de antesala entró en el salón de lectura y dijo a La Pla-
çade:
–Señor vizconde, en el Salón de los Extranjeros hay dos
caballeros que desean…
–¿Os han dado sus nombres o entregado sus tarjetas?
–No, señor vizconde.
–Habéis cometido un error no exigiendo las tarjetas o los
nombres…
–El señor vizconde me disculpará… Soy nuevo… Ignora-
ba…
–¡Está bien! Ya bajo…
Y dijo al banquero del bulevar Saint-Germain, que a
ningún precio quería abandonar desde que acababa de conocer la
intervención del policía Dardanne:
–¿Venís, Le Goëz?... Voy a excusarme mediante un tele-
grama con los Fenwick, y os invito a cenar al Egipcio… Ense-
guida me desharé de esos importunos…
–Os sigo, vizconde… Dadme unos minutos para intercam-
biar mis fichas…
En el momento en el que Le Goëz entraba en la sala de
juegos, un estallido de voces brotó en la Escuela de los Puentes:
todos los jugadores, sentados o de pie, con la mirada inflamada,
amenazaban a Henri Nérac:
–¡Habéis cambiado el corte!
–¡Sí, habéis puesto las cartas unas sobre torras!...
–¡Lo he visto perfectamente!
–¡Yo también!
–¡En la otra banca ha hecho lo mismo ese pajarraco!... ¡No
es de extrañar que gane!...
–¡Sí, pero que entregue el dinero!
Blanco como un muerto, el joven poeta esteta se defendía:
–¡No soy un ladrón! ¡Me he podido equivocar, pero no he
destruido voluntariamente el corte!
–¡El dinero! ¡el dinero! ¡Qué se le registre!
31
Muy serio, en su chaleco marrón florido de amarillo con la
cinta y la medalla militar, uno de los comisarios de juegos inter-
vino:
–¡Calma, caballeros!... ¡Os lo ruego, calma!... ¡Todo se va
a explicar!...
Se discutió sobre el robo o el error.
El Sr. de La Plaçade y el Sr. Le Goëz vieron el fin de esta
escena que se terminó mediante la expulsión de Nérac.
En el giro de la escalera de mármol, en el umbral del
Salón de los Extranjeros, el vizconde y su compañero se encon-
traron en presencia de dos hombres, aburridos de esperar; y,
lleno de angustia, el chulo en levita distinguió las figuras de
Ernest Lassagne llamado el Rizos y de Charles Romanel llama-
do Llega al Pie.
Vivamente, Arthur dijo a Jacques:
–Id delante, Le Goëz… ¡Me reúno con vos en el Egipcio!
Los dos visitantes juzgaban la ocasión demasiado buena
para no aprovecharla.
Con voz ronca, el Rizos dijo:
–¡Oh! ¡podemos charlar muy bien de nuestro negocio de-
lante del Sr. Le Goëz!... ¡No hay secretos!
El asesino estaba verde; el marido de la difunta Eléonore
interpeló a los dos hombres:
–¿Cómo, caballeros? ¿Me conocéis?
–El señor vizconde acaba de pronunciar vuestro nombre –
dijo Romanel; – y, además, hemos tenido en una ocasión la
oportunidad de presentarnos por negocios en vuestro banco del
bulevar Saint-Germain.
–E incluso – añadió Lassagne – hemos tenido el honor de
encontrarnos allí con el Sr. de La Plaçade... ¿Os acordáis, señor
vizconde?
Arthur balbuceó:
–Sí… sí… en efecto… creo… me parece…
El Rizos le envió una mirada de desdén, y dirigiéndose al
otro personaje:
32
–Debo deciros Sr. Le Goëz, que mi colega y yo somos
marchantes de curiosidades: veníamos a proponer una ocasión al
Sr. de la Plaçade… ¡Oh! el señor vizconde es un aficionado y
nos disculpará por haber venido a importunarlo en el círculo…
Tal visita no forma parte de nuestras costumbres… Pero ¿qué
queréis? Tenemos comprador para esta noche, a buen precio, y
como el Sr. vizconde de la Plaçade es uno de nuestros mejores
clientes, queríamos darle preferencia respecto de dos objetos que
él desea… desde hace mucho tiempo…
Y, al aristócrata:
–¡Y bien, señor vizconde, vos decidís finalmente si nos
compráis nuestro puñal artístico… y nuestra raro autógrafo!...
¿Queréis verlos aún?... Los llevo conmigo…
–¡No… no… no hace falta! – dijo La Plaçade, con voz ca-
si ininteligible – Pasad por mi casa, mañana temprano en la calle
de Atenas…
Llega al Pie dijo:
–¡Oh! ¡no os esforcéis en darnos placer, señor vizconde!...
Si no queréis nuestras curiosidades, estoy seguro de que al Sr.
Le Goëz le interesará, sobre todo si añadimos un certificado de
origen!... ¡Nadie puede equivocarse!... Somos personas hones-
tas… ¿No es así, Lassagne?...
–¡Con seguridad! – declaró el Rizos – ¡No engañaríamos a
un pobre gorrión!... ¡Entonces, hasta mañana, señor vizconde!
–Sí, por la mañana, entre las nueve y las once…
Jacques le Goëz se alejaba para estrechar la mano a uno de
sus colegas del Círculo que bajaba de un coche.
Lassagne murmuró al oído de la Plaçade:
–¿Sabéis?... ¡hace bastante tiempo que esto colea!... ¡No se
ha acabado!... Mañana por la mañana, veinte mil francos por las
pruebas de vuestro crimen!... sin eso, en nombre de Dios… ¡se
armará una buena!
Y como el banquero del bulevar Saint-Germain regresaba,
Ernest Lassagne y Charles Romanel se inclinaron profundamen-
te ante los dos miembros del Cosmopolitan Club.
33
Sobre el bulevar de los italianos, Le Goëz dijo al vizcon-
de:
–Busco en mi memoria y no recuerdo el rostro de esos ca-
balleros…
–¡Bah! ¡Habéis tenido tantos clientes de todo tipo!
Ambroise, el empleado de los juegos, se reunió con sus
colegas:
–El vizconde pagará, pero no debéis venir aquí. Podríais
perjudicarme.
El Rizos y Llega al Pie se divertían:
–¡Este viejo Cebolla!
–¡El bueno del Cebolla!
Romanel propuso:
–¿Vienes a tomar un vaso?
Pero el empleado de los juegos murmuró:
–¡Me necesitan arriba!
Y prometió a los visitantes reunirse con ellos la primera
noche que tuviera libre, en el Hotel del Conejo Coronado, in-
mueble restaurado después del incendio, o en el Café de la Es-
peranza o en la Cervecería del Bol de Oro.
Mientras se desarrollaban estos incidentes en el Cosmopo-
litan Club, la Srta. Latour charlaba, en su recibidor japonés, con
un joven de dieciocho años, el número tres de sus puteros.
Se llamaba Jules Valadier y ejercía la profesión de segun-
do vendedor en un gran almacén de ropa interior de la calle Cua-
tro de Setiembre.
Era un muchacho tímido y dulce, de ojos azules y tez ro-
sada; la diva lo había deslumbrado un día en el que compraba
encajes, y desde ese día, el joven enamorado ahorraba incluso
sobre su alimentación para obtener los doscientos francos men-
suales exigidos por su devoradora amante.
Blanche Latour, en un camisón de satén amarillo estampa-
do con grandes flores, haciendo juego con los jarrones japoneses
del recibidor, aún no peinada, con los pies desnudos en unas
babuchas de terciopelo negro, estaba tumbada sobre dun diván
de bambú dorado.
34
De rodillas, cerca de ella, el putero cubría de besos la ma-
no repleta de sortijas que la diva le abandonaba, y Blanche, con
la mirada vaga, permanecía indiferente a las protestas amorosas
del pobre Jules; ella pensaba que pronto otro de sus puteros, el
pequeño Albert Monjot, pasante en casa del notario Bazinet, iba
a llegar al salir del estudio.
La diva retiró su mano del abrazo de Valadier y dijo, gen-
tilmente:
–¡Vamos! Bebé, ¡tienes que irte!
–¿Ya? – suspiró el dependiente de encajes.
–Sabes que todos los días, a las seis, antes de dirigirme al
teatro, recibo a mi maestro de música…
Muy dócil, el putero se había levantado:
–Dime, Blanche, ¿cuándo me concederás una buena no-
che, una noche entera?
–Si eres prudente, la semana próxima…
Y suspirando:
–¡No soy libre, mi Jules! ¡Ah! ¡si fuese libre, ya verías!....
¡Libre y rica!... Nos iríamos ambos a unas tierras lejanas, como
dice el poeta del Triunfo de Venus, ¡y nos amaríamos sin aban-
donarnos nunca!
Luego, con voz doliente, como si experimentase una tris-
teza por algo inevitable:
–Hoy es día 15, bebé… ¿Has pensado en mí?
–Desde luego, Blanche… He aquí los doscientos francos
envueltos en tres metros de «sedas» que me permitirás ofrecer-
te…
Ella tomó de las manos del enamorado un ligero paquete
envuelto en papel de seda, y tras haber verificado el metálico y
las telas:
–¡Eres un cielo, Jules!... ¡Vamos, querido, da un besito a
tu Blanchette, y vete!
El putero salía por una puerta que se abría a la gran escale-
ra; la diva lo llamó:
–¡No! ¡No! ¡Por ahí, no! Ese es el camino de «mi se-
ñor»… Tú, el amado, por la escalera de servicio!
35
Valadier gruñó:
–¡Tu señor! ¡Tu señor!... ¡Ah! ¡Me gustaría mandarlo al
diablo!
–¿Acaso estás en disposición de darme ochenta mil fran-
cos al año?
–¡Por desgracia, no!
–¡Entonces cállate y permanece a la altura! ¡Tienes el rol
que te corresponde!...
Él se alejó, y la cabeza rubia de Jenny, la camarista, apare-
ció entre las hojas entreabiertas de una puerta:
–¿El Sr. Valadier ha partido, señora?
–Sí, hija mía.
–¿Puede entrar el Sr. Albert Monjot?
–¡Naturalmente!
Entonces, Monjot, uno de los pasantes del notario Bazinet,
hizo irrupción en el recibidor.
Ese putero notarial no se parecía en nada al tímido em-
pleado de ropa interior. Pequeño, moreno y rizado, vestido a la
última moda, el pasante tenía una audacia inimaginable y quería
rentabilizar bien su dinero.
Entre dos besos, él observó:
–Señorita Latour, ¿sabes que podría decir como Luis XIV:
¿He tenido que esperar?
–Estaba con mi maestro de música…
–¿En serio?
–¿Lo dudas?
–¡Oh! no, ¡en absoluto! Sé que aparte del Señor Bazinet, al
que respeto y tolero, no me tienes más que a mí… y… tu me
amas, ¿verdad?... Amas mucho a tu pequeño Monjot que escribe
piezas de teatro, bajo el seudónimo de «El Pasante» – tu peque-
ño Monjot que se convertirá en un gran autor dramático…
–¡Eres tonto!
–Tú me amas… Demuéstralo… dilo…. ¿quieres?
El avanzaba con los brazos tendidos, la boca en forma de
corazón; ella le rechazó:
–¡Nada de tonterías, Albert!
36
–¡Te apuesto cien centavos que esperas a mi querido y
honrado patrón, el Sr. Bazinet, el importante, el positivo, el ma-
jestuoso maestro Bazinet!
Bruscamente, Blanche Latour le puso una mano en los la-
bios:
–¡No pronuncies ese nombre aquí, donde todo el mundo
debe ignorarlo!
–Y yo lo ignoraría como los demás si no hubiese pillado al
notario!... Buena idea que ha tenido el patrón de enviarme a tu
casa, hace dos meses, para hacerte firmar una acta! ¡Oh, impru-
dente oficial ministerial!
Más serio, extrajo de su bolsillo una cartera de filigrana
plateada brillante de monedas de oro a través de las mallas:
–Hoy, 15; ¡ciento cincuenta francos!... ¡Albert Monjot,
siempre exacto, siempre correcto!...
–¡Deja eso sobre la chimenea!
–¿No lo cuentas?
–No, tengo confianza.
El pasante lanzó hábilmente la bolsa en un joyero, y preci-
pitándose hacia la diva:
–¡Por esas buenas palabras, te como!… ¡Sí, te devoro!...
Ya la tomaba entre sus brazos, y labios contra labios, la
inclinabas mitad risueña, mitad resistente, sobre el diván, cuan-
do sonó el timbre en la antesala.
Blanche, que quería alejar al enamorado, gritó, fingindo
estar aterrorizada:
–¡Es el Señor Bazinet! ¡He reconocido su forma de llamar
al timbre!
Monjot ejecutó un salto hacia atrás:
–¡El patrón! ¡Diablos!
–¡Lárgate, mi pequeño Albert, lárgate!...
–¿Por dónde?
Con gesto gracioso, la pensionista de Victor La Templerie
le mostró la puerta por la cual, un instante antes, Jules acababa
de desaparecer:
–¡Salida de los artistas!
37
Albert tomó su sombrero y murmuró:
–¡Hasta mañana, Blanchette!
Pero no fue Edgard Bazinet quien apareció, sino Henri
Nérac, el poeta esteta, con el rostro deshecho, los brazos temblo-
rosos, los ojos llenos de lágrimas:
–¡Ah! Blanche! ¡Oh, mi adorada! – gimió – ¡Oh, mi ído-
lo!... ¡Soy muy desdichado! ¡Acaba de acontecerme una aventu-
ra espantosa!... ¡Me han expulsado como una escoria, como un
ladrón, del Cosmopolitan Club!
–¿Y por qué? – preguntó con voz tranquila, la diva, cuya
alma, como se ha visto en otras circunstancias, no se enternecía
más que débilmente con las desgracias del prójimo.
–¿No me regañarás?... ¿No me echarás?...
–¡No, pero habla! ¡Me intrigas!
Entonces, entre sollozos, el putero contó que, siempre de-
seoso de entregar a Blanche los cien francos mensuales y no
habiendo recibido más la ayuda de su familia, había arriesgado
sus seis últimos luises ahorrados… Estaba en racha, y en su ale-
gre emoción, cambió el corte de la baraja…
Se le había insultado, casi golpeado y expulsado como un
perro.
Y, trágico, añadió:
–¡Blanche, si tú no quieres recibirme más, vendré a desce-
rrajarme el cráneo ante tu puerta!
–¡Eso no estaría bien! – estalló la actriz de las Fantasías
Parisinas – No me gustan las dramas… Y si debes matarte, ve a
un hotel o a los baños, pero no en mi casa, o en mi puerta, en mi
casa no quiero, ¿entiendes Henri? ¡No quiero!
En su dolor, el poeta esteta no observó lo que había allí de
egoísmo y de crueldad por parte de la Srta. Latour, y farfulló:
–No tengo dinero hoy 15. En el Circulo me han registrado,
me han quitado todo, pero tendré la pasta uno de estos días…
¿Me permites regresar, Blanche?
–Sí… cuando tengas la pequeña mensualidad… ¿Por qué
has venido? …¡Hoy no es tu día!...
Nérac se lamentaba:
38
–¡Soy tan desgraciado! Ah! Blanche, ¡déjame convertirme
en glorioso y rico! Espera a que mis versos triunfen en la Come-
dia Française o en otra parte… ¡Verás como te cubriré de oro!
–¡Cuento con ella, mi perro azul!... ¡Mientras espero,
lárgate!
Ella lo empujaba hacia la puerta y le murmuraba aún:
–¡Dime que me quieres!... ¡que me perdonas!
–Está claro. ¡Te perdono!... Pero nada de bromas… con
tus tontas ideas de suicidio… aquí… en mi casa…
Y el lírico putero se fue de casa de la diva, un poco conso-
lado de su desaventura del Círculo.
Ahora bien, Blanche Latour no había acabado esa noche
con sus enamorados; algunos instantes después de la marcha del
poeta, Etienne Delarue, lugarteniente de zapadores, del que no
era el «día», llegó para hacer una escena, a propósito de las re-
velaciones del marqués de Artaban. El joven oficial quería sacar
todo a la luz, destrozar todo, y, antes de provocar al aristócrata,
venía a pedir una explicación a su amante. La Srta. Latour, con
su picardía habitual, no tuvo escrúpulos en disculparse con una
mentira; amenazó a Etienne con echarlo si levantaba el menor
escándalo, y lo puso en la puerta tras haber recibido de él sus
doscientos francos mensuales.
La Srta. Latour, desde que el cuarto putero se hubo aleja-
do, fue a buscar en un pequeño secreter, japonés como el resto
del mobiliario, un cuaderno de cuero de Rusia, con cierre de oro,
lo abrió por la columna de las recetas y escribió:
15 de enero de 1894
De J.V. 200 francos
De A.M. 150
De H.N. (memoria)
De E.D. 200 francos
De M. Edgard 7000 francos
39
Total 7550 fran-
cos.
Una vez puestos sus libros en regla, la actriz pasó a su
habitación para acostarse y se hizo desvestir por Jenny. Era bue-
no para los puteros como Jules, Albert, Henri y Etienne (incluso
para el Último Gigoló que no detestaba el desaliño) un camisón
de satén rosa, las babuchas de terciopelo negro y la cabellera
tormentosa, pero para el Sr. Edgard, presidente del Colegio de
Notarios, administrador de la Caja de Ahorros, teniente de alcal-
de de su distrito, y oficial de la Legión de honor, hacía falta más
decoro, y el Sr. Edgard, exacto como un reloj iba a venir a cenar.
A las siete en punto, la puerta del gran salón, donde hacía
algunos minutos que esperaba Blanche, se abrió de par en par y
el mayordomo del palacete anunció:
–¡El Señor Edgard!
El notario fue a besar la mano de la actriz, y, al anuncio de
«La Señora está servida!» él le ofreció el brazo y ambos entra-
ron en el comedor.
Durante la comida, todo transcurrió con una corrección
absoluta. Pero, una vez los cafés y los licores servidos, mayor-
domo y criados se alejaron, y la Srta. Latour exclamó, alegre:
–Ahora, dejemos la etiqueta, ¿de acuerdo, mi gran perillo?
De ordinario, era la hora en la que el burgués se desprend-
ía del serio oficial ministerial y se revestía con la piel del ena-
morado; Bazinet se volvía divertido y se complacía con las his-
torias divertidas de su amante; él las saboreaba como una am-
brosía; se bababa con ellas y relamía exaltado con la idea que
tenía para el solo, a esa mujer que, en un momento, iba a desen-
cadenar en las Fantasías Parisinas, los deseos de un millar de
hombres!
Pero, esa noche, Edgard, muy serio, atacó:
–¿Conoces al marqués de Artaban?
Blanche le miró, pero nada en la fisonomía del oficial mi-
nisterial indicaba la tempestad, y ella respondió con una sonrisa:
40
–Todas las mujeres del teatro, un poco célebres, conocen
más o menos al Último Gigoló!
–¿Sabes lo que dijo, ante mí, en el Círculo, ese caballero?
–¿Cómo quieres que lo sepa?
–Dijo que tú eras su amante… que se acostaba contigo
cuando quería… y que se acotaría esta misma noche.
–¿Y tú te lo has tragado, Edgard, sin rechistar?
–Mi situación de hombre casado, de padre de familia, y mi
situación profesional, así como mi roseta de la Legión de honor
me prohibían la menor alusión a nuestros amores… ¡Hervía pero
me he tenido que contener!
La diva estalló en risas:
–Tu situación de hombre casado, de padre de familia, es
respetable, pero tu dignidad profesional y tu roseta de La Legión
de honor, ¡ah! mi gran cordero blanco, me diviertes, y yo daría
una imagen para que tu clientela de la aristocracia se escondiese
en un pequeño rincón, y que pudiesen admirarte en nuestras no-
ches de juerga!
–¡Blanche!–gruñó el notario.
Ella reía más con más ganas y continuaba:
–¡Me imagino desde aquí tu expresión, en el salón de lec-
tura!.... ¿Escuchar decir a la cara que uno es un cornudo y no
poder responder?... ¡Eso sí que es divertido!
–Entonces, ¿es cierto? – tronó el oficial ministerial.
–¿Cierto, lo qué?
–Que te acuestas con ese… de Artaban?
–¡Claro que no, bebé, es falso!... ¡Es una mentira! El
Último Gigoló presume y toma sus deseos por realidades!
–¿No me engañas?
–¡Bah!
–¡Bah, no es una respuesta, Señorita!
–¡Bah! ¡Bah! ¡Bah!
–¡Si me entero de la menor de las cosas en relación con
vos, os abandono!
Blanche le dijo en sus narices:
41
–Yo no soy culpable, y si me abandonáis, diré al Último
Gigoló, que lo repetirá entre vuestras clientas, marquesas y du-
quesas, la manera en la que bailamos juntos la danza del vientre!
¡Eso es todo!
–¡Callaos, Señorita! – articuló, lleno de dignidad, el nota-
rio de la calle Royale.
–Y si no me creen, – añadió la diva de las Fantasías Pari-
sinas,– mostraré tu fotografía…. de Adán… conmigo… sobre
tus rodillas, de Eva... ¡Esas máquinas hablan!
Ella se levantó; él preguntó:
–¿Y bien? ¿Marchas? ¿Adónde vas?
–Con todas tus tonterías, harás que llegue tarde a mi tea-
tro!.... No hay nada cierto en tus historias del Último Gigoló!
¡Nada! ¡Nada!... De Artaban ha tenido la piel!... ¡Seguirá te-
niendo la piel! ¡la piel! ¡la piel!...
Y saltando al cuello del notario:
–Vamos, tontito, ¿una risita? ¡Solo te amo a ti!
Esa misma noche, se realizaba la novecientos representa-
ción del Triunfo de Venus, en el teatro de las Fantasías Parisinas.
El estreno había tenido lugar el 20 de mayo de 1891, y, sin
contar el mes de vacaciones, habrían llegado más allá del millar.
Todo el personal, hombre y damas en trajes nuevos, estaba
al completo con Blanche Latour, la Cría-Reseda, Mathilde Ro-
main, Célestin Buvard, los demás actores y actrices de la pieza,
las coristas, los vendedores, periodistas, autores, puteros y man-
tenedores de varias de esas señoritas; al entreacto del “Tres”, los
corchos saltaron, el champán salió de las botellas para ser verti-
do en los cascos de oro, y Victor La Templerie, subido sobre
una de las banquetas de terciopelo rojo, en una apoteosis de glo-
bos eléctricos, levantó su copa hacia sus valientes artistas que
ninguno había faltado a su deber, desde los tiempos ya lejanos
del estreno, y a los autores geniales de la obra maestra, ¡hoy
nueve veces centenaria!
De repente, se elvó un clamor, y la alegría se volvió deli-
rio; Jeanne gritaba:
–¡El Último Gigoló! ¡Aquí llega el Último Gigoló!...
42
El marqués Achille de Artaban acababa de entrar; avanza-
ba en frac negro florido con una camelia rosa, corbata y guantes
blancos, la mirada voluptuosa y la sonrisa en los labios.
Iba seguido de un criado, vestido de verde, cinturón de
cuero, tocado con un sombrero, cargado de paquetes y flores.
Todas las actrices rodearon al caballero, gesticulando y
piando:
–¡Marqués, mis caramelos!
–¡Aquí están, divina mía!
–¡Marqués, mis rosas de Niza!
–¡Toma, querida!
–¡Achille, mi amuleto!
–¡No lo he olvidado, encanto!
–¡Achille, mis violetas de Parma!
–¡Aquí las tienes, adorable pelirroja!
–¡Mis orquídeas!... ¡Mis bombones! ¡Mi novela cómica!
¡Mi brazalete!... ¡Mis guantes!... ¡Mi cerdito de oro!... ¡Mi caja
de lilas!... ¡Mis mandarinas!... ¡Mis frutas escarchadas!... ¡Mi
tarjeta de baile!... ¡Mi tortuga esmaltada!...
–¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!
Risueño, tomaba sucesivamente los objetos de los brazos
del criado y los distribuía con un elogio y una caricia para cada
una.
La Cría-Reseda le enviaba miradas, con una idea de amor
que ella no sabía incestuosa.
–¡Señor Último Gigoló, me gustaría ser tu gigoleta!
Él ponía los pies en la tierra a su hija ignorada:
–¡Se prudente! ¡Tu director te mira!
–Me importa un pimiento ese pez.
Sin embargo, el Último Gigoló quería a la Srta. Latour; y,
a la salida de las Fantasías Parisinas, la llevó en un coche del
círculo, hacia su apartamento, aún vestida con su traje de Cupi-
do y envuelta en cálidas pieles.
Por la mañana, el Sr. de La Plaçade recibió en su casa de
la calle de Atenas, la visita del Rizos y de Llega al Pie; gracias a
43
lord Fenwick, les entregó una buena suma, y los malhechores le
prometieron, aparte de discreción sobre el asesinato de la Sra.
Le Goëz, una ayuda leal en sus nuevas empresas.
III
LA AGENCIA DE LA CALLE MONTORGUEIL
El antiguo inspector principal de la Sûreté, Théodore Dar-
danne, abandonaba todos los días, muy temprano, su apartamen-
to de la calle Boursault y se dirigía a la agencia de investigación
que dirigía en la calle Montorgueil, cerca de los Halles-
Centrales.
Ahora bien, esa mañana, como de costumbre, penetró en
su despacho y, tras haber despachado una voluminosa corres-
pondencia, abrió la puerta que daba a una gran estamcoa y
llamó:
–¡Grelu!
El hombre interpelado, uno de los funcionarios de la agen-
cia, acudió a recibir las órdenes del amo.
Era un joven de veintiocho a treinta años, robusto y sólido,
con el rostro afeitado, al estilo de los actores, la fisonomía son-
riente, el cabello oscuro muy duro, cortado en brocha, y la ex-
presión variable de sus ojos revelaba el instinto de un policía de
buena escuela.
Se plantó ante Théodore y esperó a que el jefe lo interro-
gase, pero, el antiguo inspector, hundido en la lectura de una
carta, parecía ignorar la presencia del subalterno.
–¡Hum! – dijo Grelu, para llamar la atención de Dardanne.
Théodore, sentado en su escritorio, miró al empleado:
–¿Tal vez quieras un ascenso, Anastase Grelu?
–¡Caramba!.... jefe…
–¿Y probablemente, una gratificación?
–Que sería muy bienvenida –murmuró el joven – La vida
es cara en París, y los menores placeres requieren grandes dis-
pendios.
44
–¡Grelu, abusa menos de las mujeres – observó Théodore,
y equilibrarás deudas y gastos! En cuanto a tus sueños, hablare-
mos de ello más tarde… De momento, escúchame…
–Soy todo oídos, Señor Dardanne.
–¿Te has puesto en contacto, como te lo había pedido, con
Patrice Combescot y Arsène Roumy, encargados por la Prefec-
tura de investigar al conde Lionel de Esbly?
–¡Sí, patrón, los he encontrado en las carreras a ambos!
¡Los he engañado! ¡Lo cierto es que no son listos!... ¡Unos flo-
jos!
–¿Tú crees? – dijo con irónica sonrisa el antiguo inspector
principal.
–¡Estoy seguro de ello!
–Y esos flojos, ¿qué te han revelado?
–Que el conde Lionel, después de su evasión de la prisión
central de Poissy, se ha dirigido inmediatamente al castillo de
Esbly, junto a su madre, y que, de allí, partió para embarcarse en
el Havre y llegó a Noruega donde ejerce, en Chrisitiania, su pro-
fesión de médico.
–¿Así, tranquilamente?
–¡Por lo que parece, sí!
–Sin que se haya pensado en solicitar la extradición, pues
tenemos tratado de extradición con Noruega…
–Esos caballeros han sido mudos al respecto…
–¿Y entonces ya no se ocupan de investigar al conde?
–¡Jefe, sabéis tan bien como yo, que un auténtico policía
siempre investiga!
Théodore se levantó, y golpeando amistosamente en el
hombre de Anastase:
–¡Mi pobre Grelu, a pesar de tu finura, has topado con dos
zorros astutos y has sido tú el engañado!
–¿Yo, Señor?
–¡Sí, muchacho! ¡Mira, escucha!
El antiguo inspector de la Sûreté tomó la carta que antes
examinaba en presencia de su funcionario y leyó en voz alta:
45
«Querido y antiguo colega,
«En la próxima ocasión, que desees sacar información al
bonachón de Patrice Combescot y al ingenuo Arsène Roumy,
sería bueno utilizar a un individuo más experimentado que el
señor Anastase Grelu.
«Con otros colaría, pues reconcemos las cualidades de ese
joven, pero con viejos zorros, tales como nosotros, jamás.
«¿Qué diablos de interés podéis tener al ocuparos del con-
de de Esbly?.... ¿Acaso por casualidad, marcháis en el mismo
sentido que la Fiscalía?... Si es así, más valdría entendernos.
Venid una de estas noches al Café del Comercio, que, lamenta-
blemente ya no frecuentáis desde que dejasteis el Cuerpo. Estar-
íamos encantados de estrecharos la mano.»
Dardanne añadió:
–Está firmado por Patrice Combescot y Arsène Roumy.
Y volviéndose hacia su empelado:
–¿Estás ahí, Grelu?
–Estoy jefe… Reconozco mis errores y la superioridad de
esos caballeros… Sin embargo yo estaba admirablemente camu-
flado…
–¡Uno nunca está bien camuflado, cuando se le reconoce!
–¿Me permitís una reflexión, Señor Dardanne?
–¡Adelante!
–Me parece que para ser hombres superiores, los Sres.
Combescot y Roumy no han sido hábiles al escribiros.
–¿Crees eso?
–¡Claro! ¡Os ayudan en vuestra investigación!....
–¡Eres tú quién los ha despertado, Grelu! Gracias a tus
torpezas no ignoran, que me ocupo del asunto de Esbly, pero no
saben que qué sentido, ni a título de qué, y como no han descu-
bierto aún el refugio del evadido, esperan verme cometer un
error… ¡Felizmente, soy menos joven que Grelu y no me pi-
llarán mis antiguos compañeros de la Prefectura!
46
Pero al ver que el ayudante estaba desolado por su error, él
lo tranquilizó amablemente:
–¡Vamos, Grelu, vamos, Anastase, consuélate, muchacho!
Los mejores capitanes han perdido batallas… Yo te he juzgado
en otros empresas y eres, entre los jóvenes, uno de los mejo-
res…. Los señores Combescot y Roumy acaban de ganar una
batalla… Nosotros ganaremos otras… ¡y la guerra!... Hablemos
de otras cosas… ¿Has pasado por el bulevar Saint-Germain?
–Sí, jefe.
–¿Y qué tal el señor Le Goëz?
–El Sr. Le Goëz está muy ocupado… No vendrá, pero ha
encargado a alguien que lo reemplace…
–¡Bueno!... ¡Ya veremos!
Sonó el timbre de la puerta de entrada, y, de inmediato, un
individuo mitad criado mitad empleado que se mantenía en la
antesala, anunció al jefe que un caballero deseaba hablarle.
Grelu regresó a su despacho y el director de la agencia or-
denó introducir al visitante.
El Sr. Edgard Bazinet avanzaba, vestido de marrón, tocado
con un sombrero de fieltro gris, y sin la menor huella de la rose-
ta de la Legión de honor en el ojal de su abrigo.
El notario parecía intimidado, y, bajo la mirada variable y
escrutadora del ex policía, se turbó todavía más:
–Caballero, – dijo – he sabido que aceptáis misiones y os
ocupáis de investigaciones en interés de las familias, y… y…
y… vengo…
Dardanne, inclinado, mostró un asiento:
–¡Siempre a vuestro servicio, señor… ¿señor?
–Señor Edgard.
Y el visitante, sentado en un sofá:
–Cuando digo «misiones» o «investigaciones», empleo
expresiones generales pues, en esencia, se trata de una vigilan-
cia.
–¿Conyugal?
–No… extra conyugal.
47
–¡Esa es una de las ramas de mi negocio! – dijo Théodore,
con su más graciosa sonrisa… ¿El señor es hombre de ley…
abogado… o notario?
El Sr. Edgard se sobresaltó:
–¿Notario, señor?... ¿Por qué?
–Porque acabáis de emplear un término ignorado fuera de
los gabinetes y los estudios…
El mantenedor de Blanche Latour había preparado todo un
plan a fin de ocultar su identidad, pero se rindió ante ese diablo
de hombre que utilizaba para sus conjeturas, un simple término
leguleyo, y dijo francamente:
–Bien, sí, caballero, soy oficial ministerial.
Théodore, sin demasiada ironía, le respondió:
–Os agradezco esta prueba de confianza, señor Bazinet.
–¡Pero… bueno! ¡Me conocéis! – gruñó el visitante.
–Sí, tengo ese honor, y saludo en vos a uno de los notarios
más inteligentes, trabajadores y honrados de París… ¡Querido
maestro, podéis confiar en mí! ¡Todo lo que se escriba, todo lo
que se diga, todo lo que pase en la agencia de la calle Montor-
gueil es tan secreto como las minutas de vuestro ilustre estudio
de la calle Royale!
Casado, padre de familia y hombre honesto, el Sr. Edgard
intentaba enmascarar sus amoríos adúlteros:
–No vengo a vos por mi propia cuenta… sino… a ruego
de un amigo… de un cliente…
–¿He creído escuchar que se trataba de una vigilancia?
–Sí, eso es, de una vigilancia.
–Un marido que tiene dudas sobre la fidelidad de su espo-
sa y desearía, antes de tomar medidas, certeza, ¿no es asi?
–El amigo… el cliente que me envía es… ¿cómo diría? El
protector de una de las más bonitas mujeres de París… de una
actriz… de una diva…
–¿Y teme ser? – dijo, riendo el ex policía.
–¡No del todo!... pero en fin, vos ya sabéis… para estar
seguro… en sus relaciones íntimas…
48
–Él quiere hacer… seguir a la señorita… ¡Nada más senci-
llo!... Nosotros aquí somos muy expeditivos en estos casos ga-
lantes, y, en veinticuatro horas, vuestro amigo sabrá a qué ate-
nerse…
–No va a escamotear en el precio…
–En mi agencia, maestro, los precios se establecen con
proporcionalidad, no según las horas de seguimiento, sino según
el interés que puede tener el cliente en la revelación de su asun-
to. Un marido contra su esposa legítima o viceversa: diez mil
francos; – enamorados del uno u otro sexo, en una unión libre
consagrada desde tiempo atrás, es decir, un antiguo concubinato,
seis mil; enamorados recientes o pasajeros, siempre del uno u
otro sexo, cuatro mil por la vigilancia, y este es el caso actual,
¿no es así, maestro?
–Sí, señor.
–La mitad, el día de las órdenes, y, ad libitum, una gratifi-
cación para mis hombres.
–Nada más justo; voy a entregaros el dinero…
Dardanne tuvo unas palabras amables:
–¡Oh! ¡no es por vos, maestro, por lo que comenté esta
última clausula!... Haré pasar a alguien por su estudio, uno de
estos días…
El notario se sobresaltó:
–¡No! ¡No! ¡Nada de eso!... Mi cajero y mis pasantes de-
ben ignorar esta gestión, y prefiero arreglar la mitad de inmedia-
to…
–¡Cómo quiera!
El Sr. Edgard Bazinet depositó dos mil francos, y, además,
diez luises para los ayudantes; Théodore, que acababa de con-
signar la suma en un libro contable, tomó una hoja de papel tim-
brada con el nombre de su agencia, y preguntó:
–¿Cuál es el nombre de la persona en cuestión, maestro?
–Blanche Latour.
–¿Artista lírica en las Fantasías Parisinas… Domicilio, ca-
lle de la Boëtie?
–¡Ah! ¿Cómo sabéis?...
49
–¡Sé la dirección de todas las bellas actrices de Paris!
Ahora, querido maestro, tendría la amabilidad de decirme si
vuestro cliente solo tienen vagos indicios, un simple presenti-
miento de… su desdicha, o si sus sospechas tienen una forma
precisa… si recaen sobre un amante determinado.
–¿Por qué?
–Porque con el nombre de la infiel y del amante, nuestra
vigilancia, al verse limitada a dos individuos, el control es mu-
cho más fácil y el resultado mucho más rápido… a menudo in-
mediato…
–¡Por desgracia, – suspiró el notario – mi amigo casi tiene
una certeza!
–¿Y cómo se llama el beneficiario usurpador de esa cuasi
certeza?
–El marqués Achille de Artaban…
Dardanne estalló:
–¡Nuestro Último Gigoló! ¡Caray!... ¡Me temo lo peor!...
¡Un Picaflor!... ¡Con fortuna, con titulo, un apuesto gentleman
con el que enloquecen todas las mujeres! ¿Queréis que le dé un
consejo de amigo, de auténtico amigo, a vuestro cliente?
–Sí, señor Dardanne… Dígame el consejo… Se lo trans-
mitiré…
–En el caso en el que nuestras dolorosas investigaciones
desemboquen en la certeza de que la Señorita Latour lo engañe
con el Sr. Achille, ¡vuestro cliente debe tener mucho cuidado en
provocar al Último Gigoló!... Quizá no tendría la suerte de que-
dar tan indemne como un tal La Plaçade… ¡El Sr. Achille es un
primer espada, y, a cincuenta pasos, abate a su rival a la orden
de disparo!
Olvidando su rol de intermediario, el oficial ministerial
declaró:
–Si mi honor conyugal estuviese en juego me jugaría la
vida, pero por una amante a la que pago con creces, ¡me bastaría
ceder la plaza y cerrar mi cartera!
–Así pues, el cliente… el amigo…
–Pues bien, señor, el cliente… el amigo… ¡soy yo!
50
El director de la Agencia afirmó:
–Os doy mi palabra de honor, maestro Bazinet, que no
tendréis que lamentar vuestra confesión… Por lo demás, desde
el comienzo de nuestra entrevista, sabía a que atenerme. ¡No se
engaña fácilmente a Dardanne!... ¿En qué lugar y a qué hora del
día habrá que enviaros o llevaros el informe? Lo haré personal-
mente.
–Mañana por la noche asisto al baile de disfraces que dan
lord y lady Fenwick, en su palacete de los Campos Elíseos, y
probablemente pasaré allí una gran parte de la noche…
–Pues bien, querido maestro, si hay novedades os haré lle-
gar el resultado de mis gestiones mañana por la noche, ¡durante
la velada de lord y lady Fenwick!
Y, a un movimiento del notario, dijo:
–¡Oh, Señor Bazinet, nada de agencias! Como se dice en
los periódicos… ¡Vos recibiréis mi comunicación por vía di-
plomática… y diabólica!
Théodore recondujo al visitante al rellano del segundo pi-
so, y con amplio gesto le mostró una placa de esmalte fijada a la
puerta y grabada en letras de oro con esta leyenda: «Celeridad y
discreción».
–¡Dardanne, – concluyó – jamás ha faltado a su divisa!...
¡Id en paz, maestro!
El ex policía observó, durante un instante, el pensativo
descenso de Edgard, y, como para regresar a su despacho, atra-
vesaba la gran habitación donde sus cuatro empleados trabaja-
ban en los documentos y registros, dijo:
–¡Grelu, tráeme el fichero!…
Anastase siguió al jefe y depositó sobre la mesa una caja
rectangular de madera, dividida en secciones, que contenía nu-
merosas fichas del tamaño de cartas de un juego de naipes.
Una vez solo, el ex inspector principal examinó la ficha
relativa a la diva de las Fantasías Parisinas.
«LATOUR (Blanche), artista lírica, veintitrés años. Hija
de una vendedera en las cuatro estaciones y de padre desconoci-
51
do. Nacida en París, calle Mouffetard. Desde su adolescencia ha
llevado una vida de desvergüenza y prostitución clandestina.
Corrompida en la Villette por un aprendiz de carnicero, entró en
el concierto de los Ternes, y luego en el de la Pépinières, hasta
la noche en la que el Sr. Victor la Templerie la observó, hacien-
do de ella su amante y la aceptó en su teatro de las Fantasías
Parisinas.
Sucesivamente mantenida por un diputado, un oficial de
marina, un rico inglés, lord Reginald Fenwick, después de haber
tenido relaciones amorosas gratuitas con un cierto vizconde de
La Plaçade y haberse entregado al Sr. Jacob Neuenschwander,
hoy es la amante de un tal «Señor Edgard», cuya honorable per-
sonalidad está rodeada de misterio. Ese «Señor Edgard» no le
niega nada, y ella le engaña con cuatro jóvenes a los que sablea
sin vergüenza. Rubia, bonita y muy voluptuosa, es investigada,
desde su éxito en el rol de Cupido (Triunfo de Venus), y, avara,
no le basta la gruesa suma del «Señor Edgard» ni las aportacio-
nes de los jóvenes, y, para enriquecerse acepta «horas» en casa
de la Sra. de Sainte-Radegonde.»
Puesto al día por esas revelaciones sobre la diva y empu-
jado por sus instintos profesionales, Dardanne quiso conocer la
moralidad de los principales amante de la Srta. Latour, de la que
acababa de leer los nombres en el dossier secreto de la artista de
las Fantasías Parisinas. Ya estaba – se ha visto – muy bien in-
formado acerca del «Señor Edgard», el notario de la calle Royal,
y quitó de la caja las fichas siguientes:
«LA TEMPLERIE (Victor), nacido en 1856, en Amiens,
de padres ricos. Buen alumno en el colegio de Amiens, estudian-
te de derecho en Paris, soldado en el 25 regimiento de infantería.
Bruscamente, se convierte en actor, se arruina en el juego, y,
gracias al dinero proporcionado por sus amantes, y especialmen-
te por la Sra. de Sainte-Radegonde, obtiene la dirección de las
Fantasías Parisinas. A punto de arruinarse, El Triunfo de Venus
lo ha sacado a flote. Moralidad más que dudosa. Pasa por explo-
tar a las mujeres de su establecimiento.»
52
«NEUENSCHWANDER (Jacob), de religión judía. Dice
ser alsaciano, pero es natural de Stettin (Pomerania). Al princi-
pio, mercader de gafas en el teatro del Ambigu-Cómico; luego,
prestamista en los Halles-Centrales; finalmente, banquero, calle
de cuatro de setiembre. Domicilio particular: calle del Bel-
Respiro. Ha sido condenado dos veces por usura y una vez por
préstamo sobre prenda, en 1877, 1879, 1881. Guapo muchacho,
moreno, alto, amable. Mantenerse con él a la defensiva, pues
tiene protectores en las alturas.»
«FENWICK (Lord Reginald) de Londres. Millonario. Se
ha casado recientemente con la Srta. Cloé de Haut-Brion, más
conocida en el mundo de las casquivanas bajo el sobrenombre
de «Lilas». Ese joven y rubio inglés tiene hábitos de intempe-
rancia y libertinaje. Se dice de él que es sodomita.»
«LA PLAÇADE (Vizconde Arhtur de ), conocido como
«el Bello Arthur» en el mundo de los vividores y «Espejo» en el
de las putas del Café Egipcio, el Bol de Oro, y otras casas de
tolerancia. De muy buena familia normanda y nobleza indiscuti-
ble. Tiene un hermano coronel de dragones en Lunéville. Hom-
bre sin prejuicios. Ni sentido moral. Secuestró a la Srta. de
Haut-Brion, le prometió matrimonio, hizo de ella su amante, y a
continuación la entregó al banquero Jacques Le Goëz, cuando él
mismo era el amante de la Sra. Eléonere Le Goëz, cuyo asesino
todavía no se ha descubierto. Es novio de la Sainte-Radegonde.
Capaz de todo, incluso de un crimen, para mantener su tren de
vida e ideas de lujo. Alto, rubio y tan peligroso como apuesto,
alegre y amable. Vive de las mujeres, y tal vez de un hombre
desde su relación intima y sospechosa con lord Reginald Fen-
wick.»
Tras haber leído esos informes sobre el vizconde, el ex po-
licía se puso muy serio, y murmuró:
53
–¡Alto!... ¡rubio!... ¡Vive de las mujeres!… ¡Secuestró a la
Srta. de Haut-Brion!… ¡Capaz de todo, incluso de un crimen!...
¡Me gustaría conocer a ese aristócrata!
Mientras volvía a introducir las fichas en sus comparti-
mentos, Anastase Grelu entró:
–Jefe, ¿deseáis recibir al Señor vizconde Arthur de La Pla-
çade?
Théodore no podía creer en la repentina realización de su
deseo:
–¿La Plaçade?... ¿Has dicho el vizconde Arthur de La Pla-
çade?
–Sí, jefe.
–¿Si quiero recibirlo?... ¡Oh! ¡por supuesto, no deseo otra
cosa!
Ahora, el asesino de Gabrielle y de Eléonore, y Dardanne
el investigador, se encontraban frente a frente.
El ex policía indicó un sillón al bello Arthur y permaneció
en la sombra, mientras que el rostro del otro aparecía a plena
luz: así hacen los médicos con sus clientes.
–Señor vizconde, estoy a vuestras órdenes – dijo el jefe de
la agencia – ¿Qué puedo hacer por vos?
La Plaçade quedó un instante sin responder; los ojos de
color variable del interrogador brillaban hacia él y le turbaban.
Por fin, se decidió:
–Vengo de parte del Sr. Jacques Le Goëz…
–En efecto, uno de mis ayudantes, enviado por mí al bule-
var Saint-Germain, acaba de comunicarme que el Sr. Le Goëz se
haría reemplazar por uno de sus amigos al no poder comparecer
en mi despacho…
–Ese amigo soy yo.
–¿Sabéis de qué se trata?
–Vos le habéis propuesto ocuparos de ciertas investigacio-
nes…
Se detuvo ante las inquietantes miradas de Théodore, pero
un gesto gracioso del director de la Agencia le dio confianza
para continuar:
54
–…. Ciertas investigaciones que tienen por objetivo en-
contrar a los asesinos, aún en el anonimato, de su esposa…
Théodore sonrió:
–Yo no he dicho los asesinos… sino el asesino… pues el
crimen lo ha cometido un solo individuo.
–¡Es posible! – dijo la Plaçade con tono despreocupado –
¿Y cómo podéis saberlo?
–¿Qué el asesino estaba solo?... ¡Es el ABC de mi traba-
jo!... Por lo demás, el Sr. juez Crudière compartía esa opinión…
–¿Compartía?... ¿Ha cambiado de parecer?
Ni un movimiento de la fisonomía del bello Arthur esca-
paba a Dardanne, quién respondió, haciendo girar un cortaplu-
mas entre sus dedos:
–He hablado en pasado, porque el Señor Crudière ha ce-
rrado el asunto del bulevar Saint-Germain… Ahora bien, yo lo
he retomado… Es una de mis especialidades retomar casos
abandonados por la Justicia, y quisiera saber, Señor vizconde, lo
que el Sr. Le Goëz os ha encargado decirme.
–Más bien soy yo quién os pregunta lo que queréis saber
de él, pues fuisteis vos quien le habéis rogado que pasara por
vuestro despacho…
–¡Correcto, Señor vizconde!... Y bien que me felicito de
tener el honor de haberos conocido, aunque lamento que él os
haya enviado en su lugar…
–¿Por qué?
–Por que hubiese sabido antes la buena… o mala noticia…
–¡Ah! – dijo, intrigado, el futuro marido de la Sainte-
Radegonde – ¿Hay novedades?
El director de la Agencia respondió con una gran tranqui-
lidad:
–¡He encontrado al asesino!
El vizconde de La Plaçade tuvo que realizar un gran es-
fuerzo y hacer gala de un gran dominio de sí mismo para no
delatarse y emitió una única palabra:
–¡Bravo!
Dardanne, un poco desconcertado, añadió:
55
–¡Dejadme deciros como he llegado al descubrimiento del
culpable!
Arthur se levantaba, disimulando aún la turbación de su
alma:
–Qué importan los medios empleados si ha sido descubier-
to… si lo habéis hecho de... de… detener.
Esta frase dubitativa tuvo el poder de despertar de nuevo
las sospechas en el espíritu del observador, y Dardanne envolvió
al aristócrata con una mirada que lo heló hasta lo más profundo
de su ser:
–¿Detener?... Por desgracia, como los carabineros, ¡he lle-
gado demasiado tarde!
–¡Ah!
–¡El asesino ha muerto!
–¿Muerto?...¡muerto?... – interrogó suavemente La Plaça-
de.
–Dios mío, sí, muerto, muerto en el hospital, y perfecta-
mente reconocido por ser, o más bien haber sido, el rubio alto
buscado… y como no se detiene a un muerto…
–¿Vuestra misión ha terminado?
–¡Evidentemente!... ¿Es buena o mala noticia? ¡Eso de-
pende del modo de contemplar las cosas!... Pero, no hay nada
más que hacer que cerrar el caso como lo hizo, con muchas me-
nos buenas razones, ese excelente juez Crudière… De todos
modos es una lástimas, ¡un caso tan interesante!
Y, recordando sus estudios clásicos, bien llevados antes de
su entrada en la Prefectura, Théodore declamó suspirando:
–Desinit in piscem mulier formosa superne!
La Plaçade experimentó la impresión de un hombre que se
ahoga y al que una mano liberadora retira del abismo; le parecía
despertarse de una espantosa pesadilla. Y, liberado de sus angus-
tias, retomó todo su aplomo y anunció con fina ironía:
–Se sabe que soy un hombre hábil, Sr. Dardanne, pero el
más hábil puede llegar demasiado pronto o demasiado tarde…
¡Es una cuestión pendular, de reloj, de cuadrante y meridiano!
56
El ex policía se sintió vejado, y no queriendo permanecer
más tiempo con el bello Arthur, replicó:
–¡Espero demostraros un día mis conocimientos de la hora
y mi exactitud, Señor vizconde!
Y como la Plaçade interrogaba con la mirada una explica-
ción a esas palabras, Théodore adoptó su aire más humilde:
–¡Caramba! Señor vizconde… un aristócrata como vos,
con tanto mundo, tiene a menudo necesidad de informaciones
íntimas, y estaría muy honrado de poder serviros… ¿Pensaréis
en mí, verdad, señor vizconde?
El asesino de Eléonore hizo una vaga promesa y salió.
Un lujoso cupé lo esperaba a la puerta de la agencia. Pri-
mero se dirigió a casa de Le Goëz, al bulevar Saint-Germain, y,
luego, al palacete de lord Fenwick, donde iba a almorzar.
Arthur, con el cigarrillo entre los dientes, pensaba: «Qué
imbécil, ese Dardanne» En cuanto a él, nunca, después de tan
largo tiempo había sentido el estomago más libre y el corazón
más ligero. El futuro se le presentaba en maravillosos colores: A
partir de ahora, nada que temer en relación con el asesinato de
Le Goëz, gracias a la torpeza del policía y a la ingenuidad del
juez Crudière; ni más testigos ni enemigos: la Sra. Lagrange y
Olga, las únicas a temer, una loca y para siempre encerrada en
Sainte-Anne, la otra, muerta en el incendio del Conejo Corona-
do; los demás, el Rizos y Llega al Pie, pagados y dispuestos a
servirle! Con unas maquinaciones en perspectiva en el Circulo,
con Ambroise, y finalmente la fortuna del amigo Reginald a su
disposición, y Cloé, aún recalcitrante, pero de la que entrevía la
caída próxima y definitiva. Entre él y ella, ¡cuánto dinero!
¡cuántas voluptuosidades! ¡cuántas embriagueces!
¡Oh! si antes, subiendo al cupé en esa magnífica mañana
de febrero en la que el Paris soleado le parecía sonreír, el aristó-
crata hubiese levantado la cabeza y visto a Dardanne, asomado a
la ventana, si se hubiese percatado de las miradas incendiadas e
irónicas del jefe de la Agencia, cómo se desvanecería toda esa
alegría de vivir, ¡cómo hubiese temblado el rufián en levita!
57
¡Para Dardanne, el rubio alto era el vizconde! ¡El asesino
de Gabrielle Bouvreuil, también era el! ¡El Asesino de la Sra. Le
Goëz, era él!
Y al recuerdo del asunto de Esbly, el ex inspector princi-
pal de la Sûreté se preguntó si no estaba siguiendo una pista
falsa, inducido por la condesa Anne y Lionel, acusando al barón
Géraud y no a La Plaçade, de haber ordenado la farsa del atenta-
do a la Cría-Reseda en el apartamento del bulevar de los italia-
nos…
El vizconde frecuentaba el palacete de la calle de la Uni-
versidad, en la época del noviazgo del joven aristócrata con la
Srta. de Haut-Brion. En esos momentos ya debía amar a Cloé o,
al menos, desearla, lo había demostrado secuestrando a la joven
en el castillo de Senlis. ¡El interés de La Plaçade era impedir el
matrimonio! Entonces, ¿por qué acusar al viejo Tiburce cuya
vida pasaba por irreprochable antes que al bello Arthur capaz,
según las notas policiales, de todos los crímenes?
En esto, Dardanne se equivocaba; pero las deducciones
lógicas revelaban en él una poderosa capacidad de raciocinio en
el deseo de que se hiciese la luz.
Después de haber visto alejarse el cupé de La Plaçade, se
retiró de la ventana y regresó a su despacho donde llamó de in-
mediato a Grelu y a sus tres colegas para darles órdenes. Grelu
estaba encargado del «seguimiento» de Blanche Latour, e Hip-
polyte Lonoir, llamado Fiston, un antiguo agente de la Prefectu-
ra, grueso muchacho con el rostro alegre, debía vigilar al Último
Gigoló; los otros dos empleados recibieron diversas misiones, y
Théodore compartió con sus hombres los doscientos francos de
gratificación entregados por el notario Edgard Bazinet.
Grelu, Lonoir y sus colegas habían ido a almorzar y, hacia
el mediodía, el jefe se disponía a salir cuando la puerta se abrió
bruscamente. Un individuo envuelto en una gabardina con un
sombrero de fieltro sobre la cabeza de ala ancha, que velaba la
parte superior del rostro, se precipitó hacia Dardanne.
El antiguo inspector lo reconoció y emitió una exclama-
ción de sorpresa:
58
–¿Vos, en Paris, señor conde? ¡Qué imprudencia!
–Quería hablaros, Dardanne… ¡Es urgente!...
–Haríais mejor en escribirme… Me hubiese dirigido yo a
Chaville… Sabéis bien que noche y día estoy al servicio del
doctor Nikador…
–¡Os lo repito, amigo mío, es urgente! ¡La vida es insopor-
table! ¡Siempre con ansias! ¡Siempre un sin vivir!... ¡Aún si so-
lamente me afectase a mí! Pero mi madre, destrozada por el
miedo y las preocupaciones, está enferma; se debilita día a día, a
pesar de los cuidados de esa jovencita, de ese ángel que hemos
recogido en casa y que se asombra, en su ignorancia de las
horribles desgracias, de nuestras continuas alarmas!
Y, temblando:
–¡Dardanne, es necesario que antes de ocho días hayamos
desenmascarado al barón Géraud… o si no iré a su casa y sabré
arrancarle una confesión de su garganta!
–¡Eso es una locura! – murmuró el antiguo inspector prin-
cipal de la Sûreté.
–Me habéis manifestado pruebas fehacientes de la culpabi-
lidad de ese monstruo… Las sigo esperando…
–¡Es que la tarea resulta difícil con personas que no pue-
den hablar sin comprometerse a sí mismas!... Llegaremos a des-
enmascarar al hombre que hizo actuar a vuestro sirviente Am-
broise, a esa harpía abominable de Valerie Michon, y a Jeanne,
la pequeña florista… pero hace falta paciencia, Señor de Esbly,
mucha paciencia… Yo no pierdo tiempo…
Luego, deseoso de hacer inmediatamente entrar en el espí-
ritu del aristócrata la duda que él mismo sentía a fin de escrutar
otras alternativas:
–¿Estáis seguro, señor conde, de que es el barón Géraud…
el instigador del crimen cuya injusta expiación habéis padecido?
–¡Ningún otro tendría interés en impedir mi matrimonio!
–¿Lo habéis pensado bien?
–¿Cómo vais a dudar ahora, Dardanne, después de que mi
madre y yo os hayamos contado el amor senil de Géraud por su
sobrina?
59
–He modificado mi punto de vista sobre una nueva vía de
investigación…
–¿Entonces, quién sería, según vos, el culpable?
–Un hombre que acaba de salir de aquí, ¡el vizconde Art-
hur de La Plaçade!
–¿Tenéis pruebas?
–No, pero las busco, y si las tuviese no lo habría dejado
partir… Razonemos… El vizconde Arthur de La Plaçade fre-
cuentaba los salones del barón Géraud, ¿no es así?
–Sí, era uno de los convidados que menos faltaban a sus
veladas y bailes.
–Pues bien, según toda probabilidad, amaba a la Señorita
de Haut-Brion… y él era amado por ella… La prueba: algunos
meses más tarde él iba a buscarla al castillo de Esbly, y ella,
olvidando vuestra desgracia, consintió en seguirle…
–¡Oh! ¡no! ¡no! ¡eso sería demasiado espantoso! – gimió
Lionel, al mismo tiempo que dos lágrimas perlaban sus párpados
hinchados y rojos. – ¡No! ¡no! ¡no!... ¡No es así!... ¡no es así!...
¡No es culpa de la Señorita de Haut-Brion!... ¡Imposible!... ¡No!
¡no!... ¡De ninguna manera!... ¡De ninguna manera!...
Dardanne le tomó la mano, y añadió con voz conmovida:
–Perdonadme por haceros sufrir de ese modo, señor conde,
pero la búsqueda de la verdad con frecuencia es brutal.
–¡Hablad! ¡Soy fuerte!
–Es posible suponer que si la Señorita de Haut-Brion ha
consentido tan fácilmente seguir a su seductor, es que existía
entre ambos una entente previa.
–¡Ah! ¡Es lógico… pero cruel, Dardanne! – suspiró Nika-
dor.
El director de la Agencia, inmerso en sus deducciones, no
comprendió todo lo que había de intensamente penoso en la res-
puesta de Lionel, e insistió:
–De ahí, a concluir que el vizconde de la Plaçade es el ins-
tigador del complto tramado contra vos, no hay más que un pa-
so, y, ese paso lo franqueo declarando que el bello Arthur de la
60
alta sociedad, o el Arthur llamado Espejo, en la baja galantería,
tiene unas costumbres, sino todo el potencial de un criminal!
–¿Y para vos, la Señorita de Haut-Brion sería su cómpli-
ce? ¡Oh¡ ¡no! ¡Una vez más, no Dardanne! ¡Os equivocáis! ¡No!
¡No! ¡Mil veces, no!
–No quiero llegar tan lejos – dijo el ex policía.
Pero, Lionel de Esbly ya no lo escuchaba y caminaba a
través de la habitación, agitado, desesperado:
–Esa idea me da nauseas, y tal vez sea justa… Sí,… sí…
¡tal vez! La Señorita de Haut-Biron siempre se negó a acusar a
su tío, pero tenía mucho afán en contarnos la escena de la viola-
ción, de mantenernos a mi madre y a mí en esa idea de que so-
lamente el barón tuviese interés en impedir nuestra boda. Nos
dejó sospechar de Géraud para desviar nuestras sospechas de La
Plaçade, ¡su amante! ¡Está claro! ¡Es diáfano! ¡Es lógico! Y,
cuando, últimamente, me escribió y vino a la calle Boursault, a
advertirme que ese canalla de Ambroise me había reconocido en
el Hotel del Conejo Coronado, ¡mentía!... ¡Nada había ocurrido!
¡Pero como mi presencia en Paris la inquietaba, y tenía miedo de
que todo saliese a la luz, forjó esa historia con la esperanza de
alejarme más aún!... ¡Oh! ¡Miserable!... ¡miserable!... ¡Oh!
¡Ramera! ¡Harpía!
Cayó sobre un sofá, y, sollozando con las manos en la ca-
ra:
–Él… él… La Plaçade, ese es su rol, su oficio, pero, ella…
¡Ah! ¡quisiera estrangularla, matarla, destruirla!...
Dardanne objetó:
–¡Es un error, señor conde, exaltándoos de este modo!
Puedo estar equivocado… No soy infalible… Para llegar a la
verdad hace falta una sangre fría que vos no tenéis, que en vues-
tra situación no podéis tener… Dejadme hacer a mí… ¡Un día
celebraremos la victoria!
Théodore dijo que había chocado con el mutismo absoluto
de la Michon y de Ambroise, pero que esperaba obligar a hablar
a la Cría-Reseda.
61
–Dardanne – dijo Lionel – quiero interrogar yo mismo a la
ex florista… Esa niña ha actuado obligada bajo amenazas…
Hoy, según parece, es libre y feliz, liberada de la nefasta in-
fluencia de los verdugos… Yo, la mayor de sus víctimas, voy a
apelar a su conciencia…
El ex policía inclinó la cabeza:
–Corréis un gran peligro, señor Lionel, con esa imprevista
confrontación, y sin embargo, solo los golpes de audacia son los
que tiene éxito.
–¡Entonces, venid! Me presentaré solo ante mi acusadora,
y vos me esperaréis en el coche que me ha traído hasta aquí…
Y los dos hombres se hicieron conducir a la calle de Hel-
der.
Hacía unos diez días que la Cría-Reseda había sido susti-
tuida temporalmente en los Folies Parisinas, y se encontraba con
Victor La Templerie en Montecarlo, merodeando alrededor de
las mesas de la ruleta y del treinta y cuarenta, y, naturalmente,
en la calle de Helder, Valerie Michon y Barnabé Suchet, llama-
do el Gran-Maca, disfrutaban a sus anchas.
Ahora bien, ese día, hacia la una, los innobles amantes,
después de un almuerzo pantagruélico, degustaban los alcoholes
y licores de la diva, cuando el timbre eléctrico sonó en la antesa-
la.
–¡Vaya! – gruñó el sepulturero – ¡parece que no se puede
descansar tranquilo!
–Tal vez sea esa zorra de Cría que regresa para sorpren-
dernos… ¡La muy arrastrada es capaz!
El timbre seguía sonando.
La harpía del pasaje Tivoli bebió un vaso de coñac y se le-
vantó:
–¡Voy a ver!... Tal vez sea el Cebolla, o el Rizos o Llega
al Pie… ¡Nada como esos cretinos para divertirse!
Arrastrando las zapatillas pasó a la antesala y abrió la
puerta, detrás de la cual se encontraba el conde Lionel de Esbly,
siempre embozado en su gabardina y tocado con el sombrero de
ala ancha.
62
A la vista de la Michon, el visitante retrocedió.
–¿Y bien, hombre – exclamó la Michon – acasi que os doy
miedo?
Él sabía que no podía obtener nada con Valerie presente,
pero había que responder, y Lionel se disculpó con voz cambia-
da a propósito:
–Os pido perdón, señora… Me he equivocado de piso…
Valerie Gruñó:
–¡Ta! ¡ta! ¡ta!... Ya me conozco el truco… Se llama a las
puertas y si nadie acude se abre con una palanca
Y, observándolo más atentamente:
–Me parece que os conozco… Sí, os he visto en alguna
parte…
–Cometéis un error, señora…
Ella cerró la puerta en las narices del conde, y mientras
Lionel iba a reunirse con Dardanne que lo esperaba en el coche,
y ponía al ex policía al corriente del incidente, la Michon re-
gresó al lado del sepulturero en el comedor.
–¿Y bien, quién era? – preguntó el Gran-Maca.
La Michon se rascaba la cabeza, probablemente para hacer
brotar un recuerdo:
–Déjame pensar, Maca… ¡Oh! por supuesto… sí, por su-
puesto… ¡he visto ya esa jeta!
–¿Qué jeta?
–La jeta del hombre… del hombre que acaba de llamar.
Y de pronto, dando un brinco:
–¡Santo Dios!... ¡Es él!... ¡Es el conde de Esbly!
–¿No lo había denunciado el Cebolla?
–¡Tendría que estar a la sombra!... ¡Seguro que la bruja de
la Cría, habrá impedido al Cebolla llevar la carta!... ¡Hace de él
lo que le da la gana, incluso desde que está de camarero en el
Cosmopolitan!
–¡Ah! ¡Ah, la muy puta!… Pero me pregunto lo que ha
venido a buscar aquí el antiguo amo de Ambroise.
–¡Caramba, está claro! ¡Venía a hablar con la Cría!... Es
una suerte que nuestro pequeño mal bicho esté de viaje!
63
–¡Menuda cara ha debido poner al verte!
–Eso creo. Ignoraba mi presencia en esta casa… La porte-
ra nunca lo comenta… Ella deja subir, y hete aquí… que se en-
cuentra con la pequeña Valerie Michon…
Bernabé, perplejo, declaró:
–¡Si el señor queda en libertad, podría delatarnos!
Se produjo un silencio durante el cual ambos miserables
parecieron reflexionar profundamente.
–¿Maca? – dijo la harpía.
–¿Qué, mi pollita?
–Lo que no ha hecho Ambroise, podríamos intentarlo no-
sotros.
–Yo no… ¡escribo demasiado mal y además lo escrito
queda! ¡Es preferible ir ambos como dos honrados burgueses a
advertir al comisario de policía…
Un gesto de disgusto plegó los labios de la Michon:
–¿El comisario de policía?... ¿El comisario de policía? No
es alguien a frecuentar…
–Habitualmente no, pero hoy es por un buen motivo…
Vanis a rendir un servicio a la sociedad…
–Y tal vez haya una recompensa a recibir… Siempre es
agradable conseguir unos cuantos francos... ¡Vamos allá, viejo
Maca!
La Michon se equivocaba. El comisario de policía del ba-
rrio, al que fueron ese mismo día, no les pagó más que con un
banal agradecimiento, pero, desde el día siguiente, por orden de
la Prefectura, los inspectores de la Sûreté, Patrice Combescot y
Arsène Toumy, emprendían la búsqueda de Lionel, a los que
Barnabé y Valerie no habían podido dar la dirección.
Había sido convenido entre el sepulturero y la hostelera
que la denuncia verbal permanecería ignorada por Jeanne, y la
Michon debió atarse la lengua con el deseo de hacer rabiar a la
ex mártir y hoy terrible ama.
Al día siguiente, por la noche, hacia las diez, la joven diva
de las Fantasías Parisinas, regresó de Montecarlo, muy elegante
con un rico vestido de viaje.
64
A continuación, preguntó:
–¿Ha venido alguien en mi ausencia?
–Sí, – respondió Valerie, – el Cebolla, dos o tres veces…
El recadero de Vestris para la factura…
–Eso es cosa de La Templerie… ¿Y qué más?
–¡Caramba! No sé… El carbonero, el sastre, el carnicero,
los proveedores ordinarios, y además, un montón de pequeños
puteros que no conozco…
Y, fingiendo acordarse:
–¡Ah! sí… Ha venido un caballero…
–¿Quién?
–Te apuesto lo que quieras que no te lo vas a creer
La Cría-Reseda, cambiaba su vestido de viaje por un ele-
gante camisón, dijo:
–Valerie, te he prohibido tutearme, y como no tengo in-
tención de divertirme con un juego de adivinanzas, te exijo que
hables.
Y, la harpía, recuperando la espantosa sonrisa que tenía
antaño, en la época en la que torturaba a la pequeña florista, di-
jo:
–¡Tu antiguo enamorado! ¡El conde Lionel de Esbly! ¡El
evadido de la Prisión Central!
Jeanne saltó sobre la Michon:
–¿Qué dices?
–Digo el conde de Esbly, pero estad tranquila, señorita…
no os molestará más… ¡A estas horas debe estar en su celda!...
–¿Lo has denunciado miserable? – gritó la diva, amenaza-
dora.
La Michon retrocedió, creyendo que Jeanne iba a golpear-
la, pero la viajera pospuso el castigo; se vistió aprisa, descendió
a la calle, subió en coche y gritó al cochero:
–¡Al palacete Fenwick, avenida de los Campos Elíseos!…
¡A galope!... ¡Veinte francos de propina!
La Cría-Reseda acaba de pensar en Cloé, en su deseo de
salvar a Lionel; y, sin preocuparse de la manera en que sería
65
recibida, atravesaba París con la alegría de una noble misión,
con las esperanza de remediar un poco su crimen lejano.
Un criado la esperaba ante el magnífico domicilio, ilumi-
nado por un baile.
–¿Adónde vais, señora? – preguntó el suizo, cortándole el
paso.
–A casa de lady Fenwick… ¡Es imprescindible que hable
con ella!
–¡Imposible, señora!... El disfraz y la máscara están exigi-
dos para el Baile… ¡órdenes formales!
Jeanne ofreció dinero; el suizo fue inexorable.
Entonces, la Cría-Reseda tuvo una idea para el cumpli-
miento de su buena acción; subió al coche y ordenó, doblando la
propina al cochero:
–¡A las Fantasías Parisinas!
IV
BAILE DE DISFRACES
¡Peculiar convivencia la de lord y lady Fenwick en su pa-
lacete de la avenida de los Campos Elíseos!
Al regreso de su luna de miel, el inglés había retomado su
vida de soltero, animado por La Plaçade que se había convertido
en su alter ego, el compañero constante de las íntimas y públicas
aventuras.
Los esposos acataban el pacto del Brighton: Cloé vivía
con sus sirvientes en el ala izquierda del palacete, y Reginald
66
ocupaba, con sus criados, el ala derecha en la que hizo amue-
blar, con gracia absolutamente femenina, un apartamento para
su inseparable amigo el bello Arthur.
Compartían el hall, el invernadero, los jardines y el gran
salón.
Sin embargo, el vizconde no abandonó su picadero de la
calle de Atenas, pero iba a pasar jornadas y noches enteras, lejos
de los teatros y los clubs, a ese buen-retiro, perfumado como el
recibidor de una amante.
Nada daba a entender, de puertas afuera, el acuerdo esta-
blecido entre el par de Inglaterra y la que fuera en su día la Gran
Casquivana. En público, Reginald se mostraba respetuoso y
amable con su esposa, y se ofrecían en el palacete cenas exce-
lentes y se celebraban fiestas maravillosas que Cloé presidía,
enjoyada y florida, cual hermosa mundana.
Pero si Reginald no amaba a la sobrina del barón Géraud,
y si la engañaba indignamente con actrices de las Fantasías Pari-
sinas, putas del Bol de Oro y pensionistas de la casa Martignac,
era, respecto de Cloé, un celoso terrible: el gentleman de más
allá del Canal de la Mancha, no quería que su nombre, ese nom-
bre que sin embargo arriesgaba en compañía del bello Arhtur,
sufriese el menor atentado por parte de su esposa.
El matrimonio no lo había cambiado y consideraba que
debía ocurrir otro tanto con la Gran Casquivana. Y, al respecto,
sobre todo cuando la ginebra, su bebida adorada, le calentaba la
cabeza, flagelaba a Cloé con sus injustas sospechas, amenazán-
dola con descerrajarle el cerebro al menor delito amoroso.
Lady Fenwick le dejaba vomitar insultos: ella se había re-
fugiado en el matrimonio como en un santuario; veía en ello una
rehabilitación, el olvido de sus inmerecidas vergüenzas, un re-
poso bienhechor, después de tantos días de pruebas y de angus-
tias. Preguntando a su conciencia se declaraba más desdichada
que culpable, y solo la fatalidad la había arrojado, virgen y
mártir, en los brazos de un rufián en levita. Tres nobles figuras
surgían de su pasado de horrores y de tinieblas: ¡Lionel!... ¡Ol-
ga!... ¡Annette!... ¿Lionel?... A pesar de las acusaciones del
67
aristócrata, Cloé se alegraba de haberle advertido contra su ex
criado Ambroise Naumier; lloraba a Olga, su hermana muerta
por ella, y se regocijaba viendo a menudo a Annette Loizet, esa
hija del pueblo, honorable, abnegada, valiente, ante quién la
descendiente de los Haut-Brion no tenía que enrojecer.
Gracias a su nueva posición social, lady Fenwick se volvía
a encontrar con viejos amigos, especialmente el subprefecto de
Senlis y la Sra. Isabelle de Lavarennes, y el Último Gigoló atraía
a los salones a notoriedades parisinas entre las que se encontra-
ban el duque y la duquesa de Louqsor y la baronesa Huguette de
Mirandol.
Sin llegar a ofender a Blanche Latour, Mathilde Romain,
Louise de Tibermont, Jacqueline des Glaïeuls y otras actrices o
semi mundanas que frecuentaron en su día a la Gran Casquiva-
na, Cloé les había hecho entender que, a partir de ahora, deber-
ían abstenerse y las galantes permanecían a distancia, no sin
desearles suerte a sus viejas amigas, pero no a costa de su dicha.
Sin embargo, la situación se volvía difícil: La Plaçade rei-
vindicaba sus derechos anteriores y el marqués de Artaban hacía
a lady Fenwick una corte inquietante: de todo ello resultaba para
los hombres, y después del duelo en Marsella, un estado de gue-
rra latente y, para la dama rubia, un perpetuo peligro.
Entre un marido borracho, libertino y celoso, un antiguo
amante, parásito y rufián, y el marqués Achille del que no podía
impedir admirar el buen carácter y el espíritu, la casquivana Li-
las no hubiese dudado un minuto, pero lady Cloé Fenwick ya no
era la casquivana Lilas, y el Último Gigoló, para su gran sorpre-
sa, se veía rechazado por una mujer.
En el ala derecha del palacete, en sus aposentos, lord Re-
ginald acababa de ponerse un traje de emperador romano de la
Decadencia, y a su lado, el vizconde de La Plaçade se pavonea-
ba disfrazado de palikari griego moderno.
Fenwick despidió a sus sirvientes y dijo a su amigo:
–Querido Arthur, ¿qué has hecho durante el día de ayer y
de hoy?
68
–He ido a casa de Le Goëz…
–¿No sería para pedirle dinero, eh?
–No… para unos negocios en perspectiva… Y, además, no
siempre puedo dirigirme a ti, milord.
Reginald se acercó a Arthur, lo tomó por las manos:
–¡Sí! ¡sí! ¡Siempre a mí!, ¿entiendes?... ¡siempre a mí!...
¿Acaso tienes un amigo más rico… y más íntimo?
–¡Oh! ¡No!
–Mañana, te firmaré un cheque…
–Gracias, Reginald… El cheque me será útil para pagar
mis deudas del Círculo y mi bonito disfraz de palikari griego…
El joven lord hizo una mueca:
–¿Llamas a eso un bonito disfraz? ¡Yo no!... Me gustaría
verte con otro… más sugestivo… más femenino… ¡más estéti-
co!
El bello Arthur rompió a reír.
–¿Por qué no? – dijo sorprendido el lord.
–¿Y mis bigotes, mi querido lord?
–Cortarás próximamente tus bigotes; ya has afeitado tu pe-
rilla… Hace tiempo que deseaba pedirte ese último sacrificio…
–Sí… próximamente… Pero, esta noche iré vestido de pa-
likari…
Un criado entró y dijo a Fenwick:
–Milady ruega a milord que se reúna con ella… Milady
desearía consultar con milord sobre su vestido.
–¡Pero, yo no entiendo absolutamente nada! ¡Qué pregunte
al árbitro de las elegancias parisinas, al Último Gigoló!
Y, desaparecido el servidor, Fenwick se volvió hacia el
amigo:
–¿Arthur, tú crees que el Último Gigoló es el amante de
mi esposa?
–Lo ignoro… Y además, ¿qué puede importarte eso, Regi-
nald?
–¡Me interesa mucho!
–Pero tú no amas a lady Fenwick, mi querido lord.
69
–Ella me es indiferente, es cierto, pero aún así no quiero
ser un cornudo.... ¿Cornudo? ¿Yo?, ¿un par de Inglaterra?... ¡Se
hablaría de Reginald en Londres, en París y por todas partes!
¡Oh! ya veo sardónicos a todos esos imbéciles desde aquí hasta
más allá del canal de la Mancha: «¡Eso es lo que es!... ¡Muy
bien!... ¡All right! ¡No debió casarse con una aristócrata degene-
rada en gran casquivana!...» Arthur, ¿el marqués de Artaban me
pone los cuernos, sí o no?
–¡Tal vez!
–Entonces, si los encuentro juntos…
Se interrumpió con un gesto de amenaza:
–Sube a la habitación de Cloé, Arthur, e infórmala sobre la
elegancia de su disfraz… ¡Confío plenamente en ti y en absoluto
en el Último Gigoló!
Luego, Reginald encendió un cigarrillo y ordenó a un
criado que le preparase una variedad de cócteles.
Jamás, desde la escena en el hotel en Marsella, lady Fen-
wick había admitido al vizconde en sus aposentos.
Ella lamentaba la creciente autoridad que día a día Arthur
tenía sobre su marido, y, con mucha frecuencia, había intentado
abrir los ojos de Reginald, pero este invocaba la calumnia, y la
ex casquivana debió limitarse a defender rigurosamente su puer-
ta del rufián en levita.
También La Plaçace fue dichoso al poder violar la dura
consigna por orden del marido.
En el ala izquierda del palacete, en su habitación, lady
Fenwick, ayudada por Annette, se vestía con un disfraz de reina
oriental en brocados de oro, con pedrerías deslumbrantes. Un
collar de esmeralda rodeaba su rubia y magnífica cabellera; y de
sus hombros desnudos, caía el pesado manto púrpura, emblema
de su dignidad real. Ni un falso pliegue, ni un error en el corte o
el ajuste en esa obra maestras arcaica salida de la casa Vestris.
La joven costurera se extasiaba indicando a la dama rubia
un espejo de cuerpo entero:
–Miraos, señora… ¡Estáis adorable!... ¡Ah! ¡Qué feliz idea
habéis tenido de adoptar este disfraz de reina de Saba!
70
–La idea no es mía; es de uno de mis amigos, de un hom-
bre de gusto… ¡el marqués Achille de Artaban!
–Entonces no me sorprende – dijo la Srta. Loizet, sin per-
catarse de la indelicadeza que cometía hacia la brillante munda-
na.
–¿Cómo, Annette, vos conocéis al marqués de Artaban?
–¿Si conozco al Último Gigoló? Creo que lo conozco
bien… ¡Pasa el día y la noche en la tienda! ¡Todo el mundo le
pregunta como a un oráculo de modas! ¡El propio jefe, Vestris,
nuestro Vestris, el gran modisto para damas, se inclina ante él y
lo admira!
Cloé quiso hacer charlar a la gentil obrera y dijo, riendo:
–No entiendo bien lo que va a hacer el marqués a casa de
Vestris… Él no se viste de mujer.
–¡No, desde luego! Pero, la señora duquesa Daysy de
Louqsor, la baronesa Huguette de Mirandol, las Señoritas Blan-
che Latour y Mathilde Romain de las Fantasías Parisinas, nos
encargan sus vestidos, y el Último Gigoló es quien decide los
terciopelos, las sedas, las lanas, los satenes…
Lady Fenwick no estaba enamorada del marqués de Arta-
ban y estaba decidida a resistir sus ataques galantes, pero, en su
intensa amistad por el caballeroso defensor, experimentó un
cierto desagrado escuchando las palabras de Annette, y le pare-
ció que todas esas mujeres, citadas por la muchacha como ami-
gas del aristócrata, le robaban el tesoro de su alma fraternal.
Alguien caminaba por la habitación contigua; Cloé dijo a
la obrera:
–Aquí está mi marido… Déjame, querida Annette…
–¿La señora no quiere que abroche la cremallera de la fal-
da?
–No… antes de bajar te haré llamar y terminaremos…
–Bien, señora. Voy a reunirme con papá… Está abajo, so-
bre su pescante, ante el palacete… Probablemente tendrá nece-
sidad de su coche… ¡Una velada como esta supone un buen ne-
gocio para los cocheros!
71
La joven obrera salió por la escalera de servicio, y la so-
brina del barón Géraud se dispuso a recibir al marido… De
pronto se encontró con el bello Arthur.
–¿No es a mí a quién esperáis? – ironizó el vizconde – Re-
ginald está bebiendo cócteles y me ha enviado en su lugar…
–¡Mi marido ignora el hombre que sois! – replicó indigna-
da lady Fenwick – y como tenéis el atrevimiento de continuar
vuestras persecuciones, me veré obligada a decírselo.
El rufián, en palikari ateniense, calzón corto, chaleco ajus-
tado, con pequeños pliegues, chaqueta bordada de oro con man-
gas abiertas, cinturón de cuero, babuchas y medias hasta las ro-
dillas, tenía en su mano su gorro rojo con pluma azul; fue a sen-
tarse en un sofá y dijo:
–¡Hacedlo, mi querida Señora, hacedlo!... Pero debo ad-
vertiros caritativamente que será en vano… ¡No os creerá!...
Y, con tono amable:
–¡Todas mis felicitaciones, mi pequeña Lilas! Estás adora-
ble con ese vestido de reina de Saba!... ¿Y quién es el Salomón
afortunado para esperar tu visita en Jerusalén, divina Balkis?
–¡Me irritáis, Señor! ¿Es mi marido quién os envía?... En-
tonces, ¿qué tenéis que decirme de su parte?
–Me parece que habéis sido vos quién llamasteis a lord
Fenwick.
–¡Sí, a él… pero no a vos, Señor!
–¡Oh! Señora, a él o a mí, ¡es exactamente lo mismo! Re-
ginald y Arthur son dos hermanos, ¡dos auténticos hermanos!
Y, caminando hacia su antigua amante:
–¡Hace ya mucho tiempo que esto dura, Cloé!... ¡Ya estoy
harto de tus desprecios y tus malas caras!... ¡Quiero acabar con
esto! Esta noche, después del baile de máscaras, me retiraré al
pequeño apartamento que el imbécil de tu marido ha puesto a mi
disposición… ¿Vendrás a reunirte conmigo?
Lady Fenwick ni siquiera se dignó a enfadarse; ella le
arrojó:
–¡Sois indigno, pero vuestra estupidez sobrepasa vuestra
ignominia!
72
–¡Eso no es una respuesta! ¿Vendrás, sí o no?...
–¡No!
–Si no vienes, mañana, lord Reginald Fenwick te echará
de su casa como a una apestada!
–Reginald no escuchará vuestras mentiras…
–¡Ten cuidado, Cloé!
–¡No me dais miedo!... ¡Solamente me asqueáis! ¡Retira-
os, Señor!
Arthur intentaba, mediante la intimidación, reconquistar a
su antigua amante, indiferente a sus encantos, y, solo, una cues-
tión de dinero exaltaba al miserable. ¡Quería convertirse en el
protegido de la mujer, como ya era el del marido!... Si fuese así,
¡qué alegría! ¡qué poder!... ¡Pero hete aquí que lady Fenwick se
resistía! ¡Quería vivir como una mujer decente, a pesar de las
infamias de su marido!... ¡Invocaba su virtud ultrajada!... ¿La
virtud de una Lilas?... ¡Qué ironía para un chulo! Pues bien, el
rufián la llevaría a su alcoba e incluso a su arroyo. ¡La echaría a
perder, puesto que desdeñaba al amo, y él reinaría cerca del ma-
rido en el palacete de los Campos Eliseos!
Y, de muy mal humor, el vizconde de La Plaçade fue a re-
unirse con el joven lord que lo esperaba bebiendo su cuarto
cóctel.
Ahora, los invitados llegaban en multitud, y brillantes
vehículos se sucedían en el patio de honor.
El marqués Achille de Artaban subía la escalinata de la en-
trada, y los ojos de las mujeres se encendían al paso del apuesto
aristócrata.
Había tenido la original idea de venir al baile de lord Fen-
wick disfrazado del rey de los Partos, su homónimo, del que
algunas veces, en broma, pretendía descender.
Tocado con un casco de oro, las piernas enfundadas en un
maillot gris, calzado con botas de cuero rojo, la cintura tomada
en una túnica de seda de una blancura deslumbrante y constela-
da de piedras preciosas, la espalda cubierta de un manto hecho
con la piel de un tigre, cinturón de plata, llevaba una corta espa-
73
da en una vaina de terciopelo purpura y un escudo sobre el que
estaba dibujado una cabeza de león con pupilas de carbunclo.
Aunque la máscara fuese obligada, el último Gigoló no
había querido someterse a esa formalidad, y, tras haber ignorado
al suizo que le dirigía observaciones, y atravesado la antesala
resplandeciente de globos eléctricos y poblada de lacayos en
librea naranja, se introdujo, a rostro descubierto, en la sala de las
Fiestas ya bulliciosa y alegre.
Esa sala, tan grande como la más amplia de las galerías del
Louvre o de Versalles, con sus oros, sus cristales, sus espejos,
sus millares de luces, sus plantas y sus flores naturales, trepando
por las paredes, serpenteando por el techo, a través de las lámpa-
ras, dibujando caprichosos meandros alrededor de las columnas
de mármol; y, entre todos esos oros, esas luces, esas flores, iban
y venían, gesticulando, sonriendo, numerosas flores humanas y
vivas – las mujeres lujosamente engalanadas.
Todo lo que el arte de la costura ha resucitado o imagina-
do de elegante, de voluptuoso, de excéntrico, se encontraba allí,
en casa de lord y lady Fenwick: escuderos, reinas de antaño;
damiselas de la edad media; arlequines, colombinas, los pierrots
se mezclaban con las divinidades infernales y las diosas del
Olimpo; mariposas de azul rozaban sus antenas de oro; brujas
frecuentando con vestales y, por parte de los hombres, unos pa-
lafreneros se mezclaban con sacerdotes de Venus, de Júpiter y
de Minerva; caballeros romanos, dioses, semi dioses, payasos,
cowboys y diablos.
Entre los diablos se distinguía a un grandullón, vestido
completamente de rojo, con un antifaz de terciopelo, la frente
con cuernos dorados y llevando un largo manto negro sobre el
que corrían llamas verdosas.
Silencioso y serio, circulaba entre los grupos, y observaba
a los invitados, sin dirigir la palabra a nadie.
De vez en cuando, el diablo se cruzaba con dos monjes,
enmascarados también, y que, una vez desparecido el primero,
charlaban, reían e intercambiaban misteriosas palabras.
74
En el momento en el que el marqués Achille entró en la
sala de las Fiestas, una orquesta invisible ejecutó una fantasía
wagneriana, pero los voces femeninas cuchicheaban entre el
estrépito de los cobres:
–¡Es él!
–¡El Último Gigoló!
–¡Siempre joven!
–¡Siempre guapo!
–¡Siempre seductor!
–¡Qué magnífico disfraz!
–¡Él! ¡Él! ¡No hay nadie como él!
–¡El Último…el Último… el Último Gigoló!
Y, siguiendo el ejemplo del rey de la moda que se adelan-
taba, con el rostro descubierto, muchas máscaras cayeron, mos-
trando rostros de parisinas bonitas y risueñas.
Encantadora en su vestido de reina de Saba, lady Fenwick
se mantenía sentada bajo una cúpula de ramas al lado de la du-
quesa Daisy de Louqsor, disfrazada de Elisabeth de Inglaterra, la
morena y gruesa Sra. Gédéon de Señora Récamier, dos jóvenes
doctoras llevando la coraza y el casco brillante de guerreras
amazonas; la subprefecta, Sra. Isabelle de Lavarennes, de Ofe-
lia, la baronesa Huguette de Mirandol, muy sugestiva bajo el
clásico vestido de Don Juan:, y, de pie, alrededor de las damas,
Arthur de La Plaçade, el palikari, otros jóvenes y lord Reginald
Fenwick, coronado de rosas y vestido con la toga escarlata de un
emperador romano de la Decadencia.
El príncipe Dimitri Vorontzow no estaba disfrazado; pero
un admirativo murmulló saludó su uniforme de atamán de los
Cosacos del Don: pantalón de piel blanca, botas de cuero ruso,
espuelas de oro, capa de satén rojo, gorro de astracán.
Ese gran señor fue a besar la mano de las damas, e incen-
diado por las mirada de la Sra. de Mirandol, deslizó a lady Fen-
wick:
–Querida, estoy locamente enamorado de la baronesa.
75
–Pues bien, príncipe, la baronesa está divorciada, es libre,
y será muy feliz, creo, de convertirse en la princesa Voront-
zow…
–¡Abogad por mí, lady!
–¡Con mucho gusto!
Voluptuosa, la Sra. Don Juan sonreía a una amiga, y esos
versos de uno de nuestros más ilustres poetas, miembros de la
Academia Francesa, acudían a la memoria del Último Gigoló:
Dos mujeres se amaban tiernamente.
Una era rubia y la otra morena;
Eso se arreglaba perfectamente!
MORALEJA.
El fin del mundo después de ellas.
Aquí y allá, erraban el doctor Hylas Gédéon, disfrazado de
médico de Molière; Victor La Templerie, de Enrique III; el nota-
rio Edgard Bazinet, el mantenedor de Blanche Latour, en dogo
veneciano, y los cuatro puteros de la devoradora, el lugartenien-
te Etienne Delarue, de Arlequín; Albert Monjot, autor dramáti-
co, de Polichinela; Jules Valadier, el empleado de la tienda de
ropa interior, en Pierrot, y el esteta Henri Nérac, en Arlesiano.
Pero todos los abanicos se agitaban por el último Gigoló, y
todas las sonrisas se dirigían hacia ese rey de la fiesta. Una
música lejana sonó, y los invitados se dirigieron hacia un salón
vecino, cuyas puertas, hasta ese momento cerradas, acababan de
abrirse, descubriendo la perspectiva de un pequeño teatro, enga-
lanado con follajes y flores, donde se iba a representar una pan-
tomima.
Lord Reginald ofreció su brazo a la duquesa de Louqsor, y
La Plaçade quiso ser el caballero de la reina de Saba, pero el
último Gigoló, que se había adelantado, arrastraba a lady Fen-
wick.
Arthur, vejado, se perdió en el tumulto, mientras la baro-
nesa de Mirandol se alejaba con el duque Savinien de Louqsor,
76
un gentleman de negros bigotes, vestido con un traje de grande
de España, copiado de un cuadro de Velázquez; la Sra. Isabelle
de Lavarennes debió conformarse con Jacob Neuenschwander
que se reía de sí mismo y de su oficio, bajo el traje del Schyllock
de Venecia.
El maruqés de Artaban encontró el medio de aislarse de
los demás personas con su compañera, y, deteniéndose dijo:
–¿Milady, un favor?
–¿Cuál, marqués? – dijo sonriendo la Gran Casquivana.
–Se me ha hablado de vuestro jardín de invierno, y se dice
que es una verdadera maravilla… ¿Me hacéis el honor de visi-
tarlo en vuestra compañía?
–Vos conocéis el jardín tan bien como yo, pues os he reci-
bido allí…
–Sí, a pleno día… pero no a la luz… ¡Oh!... ¡el verdor!...
¡las flores, bajo el incendio eléctrico!
–Se le hará iluminar otra vez expresamente para vos… pe-
ro esta noche… la pantomima nos espera… ¿Venís?
Él la retenía inmóvil, con los brazos estrechados bajo su
brazo:
–La pantomima… ¿Acaso os importa mucho la pantomi-
ma?
–¡Desde luego! Y además, se notaría mucho mi ausen-
cia…
–¡Oh! ¡si no es más que eso!
–¡Vamos, marqués, acompañadme a la sala del espectácu-
lo!
–Enseguida… Pero, antes, tengo un secreto que conta-
ros… y es necesario un bello marco para divulgarlo…
–¿Un marco?
–Sí… el jardín… en la luz…
–¿Volvéis con eso?
–No… voy allí con vos.
Cloé miró al último Gigoló, y, con tono severo que des-
mentían sus ojos llenos de amistosa franqueza:
77
–Señor marqués, varias veces ya habéis tratado de hablar-
me de amor y os he respondido: «Quiero mantenerme decen-
te»… ¡Es inútil insistir!... Sed mi amigo… mi gran amigo… mi
amigo, al igual que ese querido príncipe Vorontzow, ¿queréis?
–¡Eso será duro! –suspiró Achille.
La joven se echó a reír.
–Sí, comprendo… a causa de vuestra reputación.
–Se exagera, Señora.
Habían llegado, sin que Cloé se diese cuenta, al extremo
de una larga galería de vidrio al cabo de la cual se observaba,
como en una apoteosis, las frondosidades iluminadas del jardín.
Se hubiese dicho una ventana ampliamente abierta sobre un pai-
saje asiático: un camino arenado de oro y bordeado de camelias
y multicolores rododendros conducían a un tresbolillo de bana-
neros y palmeras gigantes, cuyas largas palmas se extendían
encima de un pequeño lago donde nadaban unos cisnes.
–¡He aquí el Edén! – anunció el adorado por las mujeres,
mostrando las riquezas orientales y tratando de llevar con él a su
compañera.
Pero, Cloé se desprendió, y, dispuesta a huir:
–Con un amigo… entro… ¡Si debo obedecer… a un ena-
morado, me marcho!... ¡Elegid!
–¡Oh! ¡con un amigo!... ¡puesto que no tengo elección!
–¿Me dais vuestra palabra de honor?
El marqués declaró, risueño:
–Por Artaban, rey de los Partos, mi antepasado, del que
llevo esta noche el traje y las armas, milady, os lo juro!
Y, lady Fenwick, divertida:
–Prefiero un juramento menos arcaico. ¿Vuestra palabra
de aristócrata, por ejemplo?
–Bien, os la doy… pero solamente… por esta noche, pues,
para mañana y los demás días y noches, tengo mis reservas.
–¡Eso me basta!
La dama rubia retomó, confiada, el brazo del marqués, y
mientras caminaban por el pequeño camino donde la luz, dul-
78
cemente tamizada por las hojas, expandía una claridad lunar,
confesó con franqueza:
–No podríais creer, Señor de Artaban, cuánto os aprecio,
cuánto os he agradecido vuestra caballerosa intervención en el
hotel Metrópolis, y qué buena y fiel amiga tendréis en mí si no
volvéis nunca a hablarme de amor…
Se encontraban solos en el jardín, desierto por la panto-
mima y las múltiples distracciones: el sonido de las orquestas les
llegaba, muy suave, y, sentados el uno al lado del otro, sobre un
banco de césped, entre las hojas, hablaban en voz baja, enerva-
dos de perfumes, con los ojos extasiados en un sueño.
Sin embargo, el último Gigoló mantenía su palabra, a pe-
sar de los voluptuosos ardores y el estremecimiento humano que
despertaba sus carnes… ¡Ni una palabra de amor! Achille contó
sus viajes a lejanos paises, sus cacerías, sus duelos, siempre exi-
tosos; prometió a Cloé una devoción sin límites; a su lado olvi-
dada a todos las otras mujeres, a todas las galantes; luego se hizo
el silencio, y la ex Gran Casquivana se volvió soñadora, aban-
donando su mano al último Gigoló, quién, a pesar de su honor,
menos fuerte que la naturaleza, la llevó a sus labios.
De repente, Cloé se levantó, e indicando la muralla de
hojas:
–¡Alguien estaba ahí!... ¡Se nos observaba!
–¡Pues bien, – sonrió Achille – el observador nada habrá
visto!
–¡Poco importa! ¡Quiero saber!
A riesgo de desgarrar sus guantes, apartó la mata de follaje
y vio, en la avenida, a un hombre en traje de palikari de Atenas,
que huía.
–¡El vizconde de La Plaçade! – murmuró ella con disgus-
to.
–¿Es que ahora se dedica a todo ese individuo? – gruño
Achille – Fallé con él en nuestro duelo en Marsella… y me
equivoque… ¿Por qué recibís a ese La Placade?
Inquieta, lady Fenwick dijo al aristócrata:
79
–¡Mi marido lo impone!... Querido señor de Artaban, re-
gresad solo a los salones… ¡No quiero que nos vean juntos!
El Último Gigoló quiso insistir, pero Cloé permaneció in-
flexible, y él se alejó.
Atravesando la gran sala, el Sr. de Artaban constató la
hora, las doce y media; recordó que había dado cita en su apar-
tamento a Blanche Latour, y se hizo conducir a la plaza de la
Trinidad, amable y alegre rey de los Partos.
Ni la pantomima, ni las diversas distracciones del baile de
disfraces había atraído a todo el público; y en el buffet, suntuo-
samente servido, y cuyas puertas abiertas daban a la galería de
las Fiestas, tres hombres charlaban bebiendo champán, el nota-
rio Edgard Bazinet el dogo de Venecia, Victor La Templerie el
Enrique III y Reginald el Emperador de la Decadencia, un poco
ebrio.
Una mano enguantada de rojo se posó sobre el hombro del
notario, y éste percibió al diablo escarlata de capa negra, con
cuernos dorados y antifaz de terciopelo rojo.
–¿Unas palabras, maestro Bazinet?– dijo el diablo.
–¡Hablad, Satán! – replicó, divertido, el mantenedor de
Blanche Latour.
–En tu interés, ven aparte, lejos de estos mortales, alegre
dogo.
El notario vaciló; La Templerie dijo:
–¡Id con el diablo, maestro Bazinet, puesto que el diablo
os llama!
Y, retirado con el dogo de Venecia, bajo el marco de una
puerta, Satán le dijo:
–¿Esperáis algo, Señor Bazinet?
–Sí… novedades…
–Os las traigo… de la calle Montorgueil…
–¡Ah! sois vos, señor, el director de la Agencia… ¿Son
buenas esas noticias?
–¡Pintan mal!
–Entonces, soy…
80
–¡Cornudo! Sí, señor, y si queréis convenceros de ello
haced vigilar esta noche el apartamento del Último Gigoló…
–El marqués de Artaban está aquí, en el baile… Acabo de
verle pasar no hace más de cinco minutos…
–Es cierto, pero ahora lo buscaríais en vano… Se ha ido a
reunir con vuestra amante…
E, inclinándose ante el notario:
–Hasta pronto, señor Bazinet… ¡A buen entendedor, sa-
lud!
Dejando al dogo aturdido, el diablo se eclipsó a través de
la multitud y fingió no observar a los dos monjes que, desde el
comienzo de la velada, no dejaban de escrutar a la multitud.
Bajo su máscara, murmuraba:
–¡Patrice Combescot!... ¡Arsène Roumy!... ¡Los muy idio-
tas creen que no los he descubierto! ¡Me vigilan!...a mí, al pro-
tector del conde de Esbly, y, como no tienen otras razones para
ejercer sus talentos, el conde está en peligro! ¡Abramos los ojos!
Lady Fenwick, persuadida de que La Plaçade había ido a
buscar a su marido para que la sorprendiese cara a cara con el
marqués de Artaban, permanecía, sola, en el jardín de invierno,
a fin de evitar un escándalo, pero como el joven lord no llegaba,
se encaminó hacia los salones.
Una mujer surgió de un macizo de flores y le cortó la ruta.
Era baja, envuelta en un vestido rosa, con capuchón echado
hacia atrás, el rostro cubierto con una máscara de satén negro
con flecos.
La desconocida dijo vivamente:
–Milady Fenwick, ¡es urgente que os hable!
Cloé imaginó una trampa tendida por el bello Arthur, y
respondió, desafiante:
–Señora, regresemos a los salones, y os escucharé…
–¡No, Señora! ¡No hay ni un minuto que perder! ¡El Sr.
conde de Esbly está a punto de ser detenido!... ¡Es necesario que
le advirtáis!
–¿Quién sois vos para venir a mí, tan conmovida y tan
bien informada de lo que va a acontecer?
81
El capuchón rosa unió las manos:
–Os lo ruego, Señora, ¡Salvadlo! ¡Salvad al conde de Es-
bly!
–Una vez más, ¿quién sois?
–¡Qué os importa! ¡Mi única idea es realizar una buena
acción!
–Pues bien, ¡hablad a rostro descubierto!
–¿Lo exigís, Señora?
–¡Solamente os escucharé a ese precio!
Entonces, el capuchón rojo retiró su antifaz de satén, y la-
dy Fenwick emitió un grito de sorpresa:
–¡Jeanne! ¡La florista!... ¡La Cría-Reseda!... ¿Y sois vos…
que venís a advertirme de un peligro que correría Lionel?... ¿No
venís más bien de parte de mis enemigos desconocidos, para
atraerme hacia alguna trampa?
La Cría-Reseda se rebeló, ofendida:
–¿Olvidáis, Señora, que, lejos de tener la intención de per-
judicaros… cuando se presentó la ocasión… yo os salvé la vi-
da?... Sin mí, estaríais muerta!
–Lo reconozco – dijo la ex virgen del arroyo,– y fuisteis
vos igualmente quien afirmó a Annette Loizet que el conde Lio-
nel no tenía nada que temer de su antiguo criado…
–¡Fui yo!– respondió Jeanne.
Y, más humilde:
–Señora, antaño causé una desgracia…. injustamente…
inconscientemente… y, hoy, mi mayor deseo es repararla…
–Ese mismo deseo nos lo habéis expuesto un día, en casa
de Annette, y luego os retractasteis ante el juez, y mentisteis en
el Juzgado.
–Por desgracia se me obligaba, se me torturaba, pero lle-
gará la hora donde todo se sepa... Mientras tanto, Señora, hay
que actuar, ¡hay que salvar al conde de Esbly!
–¿Estáis segura de que Lionel… el conde de Esbly… va a
ser detenido?
–¡Al menos sé que ha sido denunciado en la Comisaría!
–¿Por quién?
82
–¡No puedo decirlo!
Y viendo que lady Fenwick permanecía callada:
–¿No me creéis, Señora?
–Sí, sí, Jeanne, os creo, y pienso en la manera de poder
advertir al desdichado…
–Vos debéis tener, entre vuestros amigos o servidores,
personas completamente dignas de vuestra confianza…
Lady Fenwick pensó de inmediato en el príncipe Dimitri
Vorontzow y en el marqués Achille de Artaban:
–Sí, tengo verdaderos amigos, pero no irán solos… ¡Yo
los seguiré!... ¡Contestad aprisa!... ¿Dónde vive el conde de Es-
bly? ¿En la calle Boursault, en los Batignolles?
–No… no lo sé…
–¡Oh! ¡Dios mío! ¿Dónde, entonces?... ¿Cómo dar con él?
–Villa de los Amandiers, camino de Fosse-Repose, en
Chaville, cerca de Versalles! – dijo una voz, salida del follaje.
Y el diablo rojo se apareció ante las dos mujeres en la
avenida. Quitó su máscara y dijo, inclinándose:
–Théodore Dardanne, antiguo inspector principal de la
Sûreté y director de una Agencia, en la calle Montorgueil, ¡un
amigo que se haría matar por salvar al conde Lionel!
Esas palabras fueron articuladas con tal emoción que Cloé
no experimentó ninguna duda sobre su sinceridad.
La sobrina del barón Géraud preguntó:
–¡Aconsejadme, señor… ¿qué hacer?
–Dirigíos inmediatamente a Chaville y advertid al conde
que va a ser detenido… Yo, en vuestra ausencia, voy a tratar de
retener el mayor tiempo posible a los dos policías que están en-
cargados del arresto del Sr. Lionel… Apenas es la una de la ma-
drugada; tenéis todo el resto de la noche para actuar… Las de-
tenciones a domicilio – salvo en caso de flagrante delito – no
pueden hacerse más que a una hora legal, es decir no antes de
que salga el sol…
Miraba a lady Fenwick, con ojos llenos de respeto y ternu-
ra:
83
–¡Sobre todo, señora, id allí vos personalmente y hablad
con el conde!
–¿Por qué?
–Porque, antes de partir – pues, dígale que debe abandonar
Francia, – experimentará una gran alegría al ser salvado por
vos… por vos a quién él acusa equivocadamente, lo sé ahora, de
haber cooperado de una manera indirecta, en el innoble drama
del bulevar de los italianos…
–¿Yo?... ¿Yo?... ¿Me acusa? – gimió Cloé, aturdida.
Dardanne no le respondió y, volviéndose hacia la ex mártir
de Valerie:
–En cuanto a vos, Cría-Reseda, aceptad mi brazo; tenemos
que confabular juntos.
Mitad con buena voluntad, mitad a la fuerza, el ex policía,
que había vuelto a poner su antifaz rojo, arrastró a la diva de las
Fantasías Parisinas.
Bajo el golpe de una profunda emoción, la Reina de Saba
llegaba a la sala de las Fiestas donde se procedía a un sorteo en
una tómbola; buscó al príncipe Vorotnzow y al marqués de Ar-
taban.
Para no levantar sospechas, circuló entre los grupos, son-
riente, hablando de cosas diversas con varias personas, y expe-
rimentó la angustia de no encontrar ni a uno ni a otro de sus bra-
vos amigos.
–¿Habéis visto al príncipe Vorontzow?– dijo a una de los
servidores del hall.
–El Señor no ha hecho más que una corta aparición en el
baile, Señora, y ha partido en su coche.
Cloé no pudo evitar un gesto nervioso:
–¿Y el marqués de Artaban?
–El Señor marqués acaba de abandonar el palacete, hace
una media hora aproximadamente…
Una gran resolución animaba a la valiente rubia.
Hizo decir a su marido que, encontrándose ligeramente in-
dispuesta, le rogaba excusarla ante los invitados a la hora de la
partida, y subió a sus aposentos donde Annette Loizet la espera-
84
ba, dispuesta a reparar algún desaguisado que pudiese surgir en
los vestidos de las damas.
En algunos minutos, después de haber revelado sus pro-
yectos a la joven costurera y haberse quitado el vestido de la
Reina de Saba, se puso un vestido de satén negro por encima del
que se echó un abrigo de viaje.
Tocada con un sombrero oscuro, enguantada de gris,
llamó:
–¡Ven, ven, Annette! ¿Tu padre todavía está ahí con su
coche?
–Sí, señora, me espera a un centenar de pasos en la aveni-
da…
Lady Fenwick y Annette pasaron por una puerta de servi-
cio, atravesaron el jardín para evitar el patio de honor, deslum-
brante de iluminación, y llegaron a la avenida de los Campos
Elíseos.
La Srta. Loizet encontró enseguida el fiacre de su padre.
A la vista de Annette, el buen Dominique saltó de su pes-
cante, luego, reconociendo a Cloé, observó, inocente y respetuo-
so:
–Sabía bien que la señorita de Haut-Brion se convertiría
en una gran dama.. y…
Pero, Annette le cortó la palabra:
–Vas a llevarnos…
–¡Plaza de la Trinidad, segunda casa a la derecha, después
de la calle de la Calzada de Antin! – pronunció intensamente la
ex casquivana.
Y, agarrando el brazo de la joven obrera:
–¡Allí!.... ¡Allí!... ¡alguien!... Mirad…
–No veo nada, – dijo la hija de Dominique.
–¡He visto un hombre!... ¿Nos acechaba, tal vez?
–¡No, Señora! ¡Nadie!...
–Tenéis razón… ¡Estoy loca!... ¡Todo me espanta, y nece-
sito de tu energía y valentía!
85
Ahora bien, los ojos de lady Fenwick no la habían enga-
ñado… La Plaçade la seguía; la acechaba desde su entrevista
con el marqués Achille en el invernadero…
Y, desde que el coche de Dominique se alejó, el gran ru-
bio, a la luz de una farola de gas, escribió con un lápiz sobre un
trozo de papel extraído de su cartera:
«A Lord Reginald Fenwick:
«Señor, vuestra esposa se divierte en un picadero, en la
plaza de la Trinidad, con su enamorado, el marqués de Artaban;
¡su indisposición era una comedia!... Subid a su habitación; ¡la
encontraréis desierta!...
«¡Lord Reginald Fenwick, vigilad vuestro honor de aristó-
crata!»
«UNA AMIGA»
El vizconde, cuya escritura estaba hábilmente disimulada,
deslizó su carta en un sobre, puso la dirección y luego, abordan-
do a un cochero que daba los cien pasos ante su fiacre vacío:
–¿Amigo, quiere ganar un luís?
–Con placer, señor… Precisamente Cocotte está fresca…
Desde las ocho se repone…
–No se trata de vuestro coche… ¿Veis ese palacete?
–¿Ese donde se divierten?
–Sí… Tomad esta carta, y dádsela al primer criado que
encontréis, recomendándole que la entregue de inmediato a su
amo… Si se os pregunta quién os la ha dado, responderéis que
ha sido una dama…
–¡Comprendido! Pero, debéis permanecer aquí con Coco-
tte, hasta que regrese…
–Sí... ¡Id y daos prisa!
A su regreso, el conductor aseguró al bello Arthur que su
recado estaba hecho, y el vizconde se dirigió hacia el palacete;
pero, en lugar de entrar, dio la vuelta a la casa y fue a apostarse
86
cerca de una escalera que acedia al ala donde se encontraban los
aposentos de Reginald.
Unos ruidos de voces y pasos, aires de música llegaban
hasta él, escuchó el himno Good Save The Queen, y el rodar de
números coches anunciaron pronto que los invitados empezaban
a marchar.
Un reloj sonó en la noche, y Arthur vio aparecer a lord
Fenwick, envuelto en un mac-farlane, cubierto con un gorro
hongo; se adelantaba, ebrio y furioso, titubeando sobre sus pier-
nas, mascando un cigarro apagado.
El vizconde de La Plaçade le siguió, y, apresurando el pa-
so, tomó un atajo para encontrase frente a frente con Reginald,
cuando este último saliese del palacete.
Arthur fingió el más grande asombro:
–¡Reginald!... ¿Adónde diablos vas, mi buen lord, a esta
hora intempestiva?
El otro lo miró, luego mostrando un revólver que ocultaba
bajo su mac-farlane, farfulló con su voz de borracho:
–¡Arthur, mi querido amigo, voy a matar a mi esposa y al
Último Gigoló!
V
EL PICADERO
–¿Yaki?
–¿Señora?
–¡Para ser japonés eres muy competente!
–La Señora me halaga…
–No, Yaki, ¡entre un imbécil y tú el margen es grande!...
Pareces muy sagaz, y si todos los japoneses tienen tu inteligen-
cia, China tendría que preocuparse.
–Se trata de encontrarle el tranquillo, ¡eso es todo!
87
–¡Oh! ¡tú dominas el tranquillo!
–Uno es de buena escuela…
–¿La escuela del vicio?
–¡No… la de la voluptuosidad!
–¡Hablas tan bien como tu amo!.... Pero, con el brillo de
tus ojos, las lecciones te sobran y seguro que has debido dejar a
muchas mujeres desdichadas… allá… en tú país…
–¡Al contrario, muy felices!... Soy como el señor marqués.
¡No puedo ver sufrir a las mujeres!... La pequeña Ito, la morena
Novana, la tímida Io, y otras, saben algo de ello!
–Y desde que estás en París, ¿cómo te van los amores?
–¡Uno se las apaña!... Junto al Señor, siempre se pueden
recoger alguna migajas…y… yo las recojo.
–¡Viciosillo!
Tumbada sobre un diván bajo en el comedor del Último
Gigoló, la Srta. Blanche Latour fumaba un cigarrillo, mientras
que Yaki, el mayordomo del Sr. Achille de Artaban, disponía los
cubiertos.
El japonés tenía veintitrés años; bajo, bien proporcionado,
con su rostro amarillo, sus ojos circunflejos y las pupilas rasga-
das, su delgado bigote cayendo a ambos lados de una boca pe-
queña y redonda, sus dientes de lobezno, y su vestimenta nacio-
nal de la provincia de Tokio, parecía un bibelot desprendido de
la pared de esa sala donde todo era «de lo más puro Japón»,
desde los cortinajes con gigantescos crisantemos hasta la precio-
sa vajilla de Yedo que el exótico criado alineaba, con suma ve-
neración, sobre la mesa de laca roja.
Blanche miraba un reloj japonés de bronce, una maravilla
artística:
–¿Es que me va a hacer esperar mucho tiempo el Último
Gigoló?
–El señor marqués jamás hace esperar a las damas… ¡so-
bre todo cuando son bellas!
La diva de las Fantasías Parisinas pareció halagada, y, en-
tre dos caladas del cigarrillo, ronroneó:
–¿Entonces, me encuentras bella, Yaki?
88
–¡Adorable, señora!... ¡Exquisita!... ¡Divina!...
–¡Eres muy galante!
–Os lo he dicho y os lo repito: uno tiene buena escuela, ¡la
del señor marqués!
Respondiendo a Blanche Latour, el mayordomo continua-
ba con su cometido; iba y venía por el comedor, tomaba sobre
las estanterías de un aparador platos, delicadas porcelanas de
deslumbrantes colores, colocaba orquídeas en unos jarrones de
viejo bronce y sembraba sobre la mesa un camino de lilas, de
mimosas y de rosas.
–¡La una y cuarto! – gruñó la visitante – ¡Si dentro de cin-
co minutos Achille no está aquí, me retiro! ¡No se invita a una
artista a cenar cuando no se está seguro de ser puntual!
–El señor marqués ha ordenado la cena para la una y me-
dia,– observó respetuosamente el mayordomo, – y a la una y
media el señor llamará a la puerta…
–Voy a concederle los quince minutos… Mientras tanto,
tengo una idea para pasar el tiempo…. Es la segunda vez que
vengo a este apartamento… No conozco más que este comedor
y la habitación del marqués…. ¡Enséñame el resto de la vivien-
da!
El japonés emitió una amplia risa que vibró como un
chasquido de castañuelas:
-¡Oh! … ¡Bah!
–¿Cómo habéis dicho? – exclamó Blanche – ¿Te has per-
mitido decir: ¡Bah!?
–Pido perdón a la señora… Se me ha escapado… ¡Pero lo
que me pedís es imposible!
–¿Imposible?
–¡Sí, prohibido! El gran salón… el despacho… la sala de
baño… el fumadero… pase aún, pero la habitación de las reli-
quias… ¡Jamás, Señora, jamás!
–¿Qué es lo que hay de extraordinario en la habitación de
las reliquias? – preguntó intrigada la actriz de las Fantasías Pari-
sinas.
Yaki hizo oír de nuevo su extraña risa:
89
–Si os lo dijese, mi amo me enviaría de regreso a Tokio.
–¡Pues bien, tendrías los consuelos amorosos de las seño-
ritas Ito, Novana e Io!
–¡Antes sería empalado!
La Srta. Latour reflexionó:
–¿Empalado? ¡ah! sí, ya sé…
¡Un pequeño instrumento que se llama «el palo»,
Que comienza muy bien pero acaba siendo malo!
–¿Y por qué serías empalado si volvieseis a Japón, amigo
mío?
–Esa es una historia que el señor marqués os contará, si
quiere, Señora, – suspiró el mayordomo – En cuanto a mí, no
tendría valor. ¡Oh! ¡no!
Blanche, de pie, le ponía las dos manos sobre sus hom-
bros, y ronroneaba mimosa, con unas ganas terribles de penetrar
el misterio:
–¡Bello Yaki, vamos a ver la habitación de las reliquias!
Él se defendía, estremeciéndose al voluptuoso contacto:
–¡No me pidáis eso, Señora! ¡No me lo pidáis! ¡No puedo
conduciros allí!
–¿Incluso por un luís?
–¡No!
–¿Dos luises?
–¡Ni más!
–¿Y… si te besase?
–¡Ah! ¡Señora!... ¡Señora!...
Dos sonoros besos fueron depositados sobre el rostro ama-
rillo. Aturdido, el mayordomo balbuceó:
–¿Y si… os condujese a la habitación de las reliquias, me
prometéis no decir nada a mi amo… nada?
–¡Eres tonto!
–¡Entonces venid, Señora!
En el momento de seguirle, la actriz se detuvo, vacilante:
90
–¡Eh! ¡Nada de bromas!... ¿No será el despacho de Barba
Azul el que me vas a mostrar? ¿No encontraré un montón de
mujeres colgadas de clavos?
–¡No, lo que vais a ver es más divertido!
El japonés hizo atravesar a Blanche el gran salón, el dor-
mitorio, y llegaron ante una puerta oculta bajo una antigua tapi-
cería que representaba un dragón defendiendo el Jardín de las
Hespérides:
–¡Está ahí!
Yaki había levantado la pesada portezuela, y penetraba,
seguido de Blanche, en la misteriosa habitación que se iluminó
de inmediato con luz eléctrica.
La Srta. Latour tuvo un gesto de contrariedad; no veía na-
da anormal entre los canapés y los sofás recubiertos de ricas
telas, la mesa de ébano con esquinas de marfil, ni sobre la al-
fombra de terciopelo blanco con grandes flores, ni sobre la chi-
menea y las estanterías; pero lo que llamó su atención fue una
enorme biblioteca que tenía detrás de sus cristales unas cortinas
de satén viejo rosa que impedían a las miradas indiscretas pene-
trar en el interior del mueble.
La visitante comprendió que esa biblioteca gigante conten-
ía todo el misterio.
–¡La Señora ha adivinado! – dijo el exótico criado.
Y abrió el mueble.
Sobre todas las estanterías, centenares de zapatos femeni-
nos, simétricamente alineados. Los había de todas las variedades
y todas formas, de todos los colores; botas, botines, zapatos des-
cubiertos, escarpines de baile, pantuflas, zapatillas, babuchas en
cuero de Rusia, de piel de cabra, forrados de terciopelo, de
satén, con brocados de oro y plata, y lo que más interesó al Cu-
pido del Triunfo de Venus, fue que todos los calzados estaban
desparejados, no se veían más que los izquierdos; y, debajo de
cada uno de esas muestras de la zapatería cosmopolita, había
una etiqueta de esmalte con letras doradas, en la que se mencio-
naba una fecha, con una cifra correspondiente probablemente a
alguún repertorio amoroso.
91
–¿Así que, – preguntó la Señorita Latour, animada,– el
Último Gigoló colecciona los zapatos de sus amantes?
–Eso es, Señora… solamente los izquierdos…
–Yo he escuchado hablar de un marroquí muy rico, Mo-
hammed Abd-El-Meleck, que coleccionaba los cabellos de las
bellas…
–¡Era menos original!... El señor demuestra que es robusto
en amor y que, a menudo, «encuentra la horma de su zapato»...
¡Por desgracia, recuerdos póstumos!
–¿Cómo, póstumos?... ¿Es que todas esas damas… han
muerto?
–¡No… han sido abandonadas!... Cuando el señor pide la
pantufla o el zapato de una de sus amantes, se acabó… Puede
registrarse la desdichada… ¡Se inscribe en el gran libro!
–¡Qué gran libro!
–El Tablero de Amor.
–¿Vas a enseñármelo, mi pequeño japonés querido?
Las pupilas del hombre brillaron como brasas ardientes, en
sus párpados circunflejos:
–¿Me habéis llamado vuestro pequeño Japonés querido?
–¡Sí… y te besaré aún y mejor que antes si me exhibes el
Tablero de Amor!
Él vacilaba, a pesar de su deseo lujurioso:
–El señor marqués puede regresar de un momento a otro…
–Tenemos al menos unos buenos diez minutos…
–Es que…
–¿Quieres que te pague por adelantado? ¡Toma! ¡Toma!
Una vez más, ella lo besó, y se hubiese dicho que gozaba
con extremo placer; y él, subyugado, estremecido en todos sus
miembros, indicó un cofre con cierre de plata, situado sobre un
estante.
–Hay que conocer el truco para abrirlo – dijo él.
–¿Y tú lo conoces?
–¡Desde ayer, Señora!... ¡Ah! ¡hace mucho tiempo que
trabajo en ello! –confesó ingenuamente el mayordomo.
–¡Abre aprisa!
92
El hombre empujó un resorte oculto en uno de las moldu-
ras del pequeño mueble y el cofre se abrió, presentando en su
interior, cubierto de seda azul, un álbum de cuero rojo y cierre
de oro y varios paquetes de cartas atadas con cintas de diversos
colores.
La Srta. Latour estaba extasiada:
–¡Ah! ¡ah! El Último Gigoló conserva las cartas… ¡Es
bueno saberlo!
Tomó el álbum y leyó esas palabras en la cubierta:
«TABLERO DE AMOR
Del marqués A. de A…
Cifras que se asociaban a los días de la semana, establec-
ían el número de batallas amorosas del Último Gigoló: 1, 2, 3, 4;
algunas veces 5 o 6, y un viernes, 9.
Blanche, experta en amor, la Blanche del mantenedor y los
puteros, constató sin sorpresa que los días de mayor cifra tenían
los días siguientes más flojos, pero el 0 era raro y como trazado
con mano vacilante y avergonzada.
El criado vigilaba la puerta con el oído alerta, y la lectora
murmuraba, deslumbrada:
–¡Qué hombre, este Último Gigoló! ¡No se debería llamar
Achille, sino Hércules!
Y, después de los tableros lujuriosos, la diva de las Fantas-
ías Parisinas puedo leer una lista muy larga de nombres de muje-
res, la mayoría de las cuales desconocidas, y otras gozaban de
títulos universales: princesas, duquesas, marquesas, baronesas,
actrices, bailarines, casquivanas, pequeñas burguesas, floristas,
y, todos esos nombres, seguidos de una cruz y un número, co-
rrespondiente a los calzados desparejados de la biblioteca, pe-
cios de fugitivos y, algunas veces, ardientes amores.
La curiosa leyó enseguida las ideas del dueño del libro,
aquí y allá, desgranados a lo largo de los márgenes:
93
«–El chulo ejerce el más vil de los oficios; el Gigoló es un
artista del amor.»
«–Una gran casquivana me decía esta mañana: cuando yo
era joven, fresca y bonita, no encontraba cien centavos, y, hoy,
vieja y usada, tengo, a cinco luises, tantos mantenedores como
quiero.»
Yaki se acercó a la lectora:
–¡Rápido, Señora!.... ¡Dejad el libro!... ¡Aquí llega el Se-
ñor!... ¡He oído el coche detenerse en el patio!...
–¡Es una lástima! ¡Este libro es muy divertido!... ¡Caram-
ba! … ¡nueve!... un viernes de enero… ¡Me gustaría saber a que
botita se refiere ese nueve!… ¡Qué bravura!
Dejando el libro rojo en el cofre que quedó abierto, la Srta.
Latour extendió la mano para tomar uno de los paquetes de car-
tas.
El japonés le detuvo el brazo:
–¡Eso ni tocarlo, Señora!
Bruscamente, cerró el cofre; visitante y criado ganaron el
comedor donde Blanche retomó su lugar sobre el diván, y el
japonés su actividad doméstica.
La Srta. Latour admiraba al último Gigoló con su rico dis-
fraz, y quería que se sentase a la mesa como rey de los Partos,
pero el marqués se negó enérgicamente y pasó a su habitación.
Al cabo de unos minutos regresó vestido con un pantalón gris,
un chaleco y un frac negro, y corbata de color azul claro.
Jamás, incluso en reuniones más informales, Achile no se
olvidaba de su puesta en escena; era un príncipe en su casa, y
esa también era una de sus características especiales.
Los enamorados se instalaron inmediatamente; Yaki co-
locó los vinos sobre la mesa al alcance del amo y se retiró,
según la costumbre de la casa, cuando el marqués cenaba con
una mujer.
–¿Tienes hambre, mi Gigoló?
–No demasiada…
Ella ronroneó, riendo:
94
–¿Entonces hoy no es igual a ese viernes en el que te zam-
paste nueve gatos… quiero decir degustado nueve estofados de
conejo?
–¡Psh!... ¿Yo me comí nueve estofados de conejo, un vier-
nes? – dijo Achille que no pensaba en absoluto en su tablero de
amor… ¿Y dónde?... ¿Cuándo?
–¡Pensaba en Gargantúa! ¡Besa a tu Cupido, mi Achille!
El marqués se inclinó hacia la gran amorosa y le dio un
profundo y húmero beso en la oreja derecha.
Blanche se estremeció:
–¡Tienes un arte asombroso para besar, Gigoló! ¡Me dan
escalofríos por todo el cuerpo!... Eso me excita, me electriza,
pero en esta noche eso es una bagatela!... ¡Comamos!... ¡Beba-
mos! ¡Tomemos fuerzas, y estaremos a la altura!
El Sr. de Artaban le sirivió un trozo de paté trufado y una
copa espumosa.
Cupido, con la boca llena, dijo:
–¿Qué tal te ha ido en el baile?... ¿Te has divertido en casa
de mi ex amiga la bella Lilas?
–Como uno puede divertirse en ese tipo de saraos… ¡muy
moderadamente!
–¿Dime, Gigoló, le haces la corte a lady Fenwick?
–¡Desde luego que no!
–¡Hum!... ¡Vamos, confiesa, no soy celosa!
–Eso espero… Pero, entre nosotros, ¡Lilas es una tonta al
casarse con ese cerdo de Reginald! ¡Un verdadero saco de gine-
bra que un día se inflamará como una antorcha al encender un
cigarro!
La Srta. Latour engullía las bebidas y se atiborraba de vi-
tuallas, no percatándose de que el Último Gigoló, de ordinario
alegre y de buen apetito, apenas comía y permanecía pensativo:
el nombre de la ex Gran Casquivana, pronunciado por Blanche,
había evocado en Artaban su entrevista con Cloé en el jardín de
invierno, y el encantador de mujeres se alegraba de haberse
mostrado tan cabal y haber abandonado, en un tan buen momen-
95
to, un nuevo ídolo para venir a encontrarse con una galante ya
conocida, Blanche Latour.
La pensionista de Victor La Templerie abría ostras con sus
dedos cubiertos de sortijas:
–Dime pues, Gigoló, ¿cómo estaba disfrazada lady Fen-
wick?
–De reina de Saba.
–¡Muy apropiado!… ¿Y Reginald?
–De emperador romano de la Decadencia.
–¿ Y mi notario, mi señor y amo, Edgard Bazinet?
–No lo sé.
–Pues bien, yo sé como lo vestiremos, después... ¡De cor-
nudo! ¿verdad, Gigoló?
Blanche Latour encendía un cigarrillo cuando, en la habi-
tación vecina, estalló el ruido de una discusión.
Yaki gritaba:
–¡Os digo que el Señor marqués está costado!
–¿Y a mí qué me importa? – replicó, vibrante, una voz
femenina… ¡Déjame pasar, especie de chino!
–¡No soy chino, sino japonés!... ¡El señor marques no está
solo!
–¡Ah! no está solo?... Pues bien, ¡vamos a ver!
Se produjo una lucha y los enamorados oyeron un estrépi-
to de loza rota; la puerta se abrió, y Mathilde Romain, furiosa,
entró en el comedor.
De inmediato reconoció a Blanche, la compañera de tea-
tro, y su rabia aumentó.
Vociferó amenazadora:
–¡Ah! ¿Eres tú?... ¡Oh! ¡Sucia zorra!
La Srta. Latour se enfrentó ante el insulto:
–Si, soy yo… ¿Qué es lo que quieres?
–El Señor de Artaban me ha citado esta noche…
–¡No es cierto! ¡Es a mí a quién esperaba, y la prueba es
que estoy aquí y aquí me quedo!
La Venus del Triunfo se dirigió al hombre:
96
–¡Pero dile a esta arrastrada, que es a mí a quien espera-
bas! ¡No te quedes ahí como un pasmarote!...
El Sr. de Artaban sonreía, de pie, entre ambas mujeres,
dispuesto a intervenir si llegaban a despeinarse los moños.
–¡Sí, habla Gigoló! – respondió Blanche – Me ha llamado
arrastrada… Dile que si me arrastro, al menos es con hombres.
¡Eh, Romain vete a buscar a tus mantenedoras… a tu Señora
Perrotin y a tu baronesa… a tu Señora Don Juan!...
Mathilde se apoderó de un aguamanos de porcelana que
estaba en la mesa y lo arrojó a Blanche; la invitada esquivó el
objeto, y la rica vajilla fue a romperse contra la pared.
–¡Veinticinco luises perdidos!…¡No más destrozos!... ¡No
pasa nada! Pero ¡alto, Señoras, alto! –exclamó con severidad el
Último Gigoló.
Y expuso graciosamente su error:
–Os he convocado, en efecto, a ambas, esta noche, en lu-
gar de alternar según la costumbre… Pues bien, me quedo con
ambas… Así que nada de celos… Nos reconciliaremos sobre
tres almohadas de amor!
Yaki entraba, contrariado:
–¡Señor… Señor… vengo a advertir a la señorita Latour
que hay peligro para ella!
–¿Qué peligro? – dijo en un sobresalto el Cupido de las
Fantasías Parisinas.
–-Ante la puerta, hay un caballero que acecha…
–¿Cómo es ese caballero?
–De bastante edad, alto… aspecto muy respetable…
¡grandes patillas blancas!
–¡Es Edgard!... ¡Es mi notario!... ¡Estoy perdida!
–¿Has hablado con él? –preguntó el Último Gigoló, diri-
giéndose al criado.
–No, fue él quien me ha llamado desde su coche, en el
momento que me disponía a fumar un cigarrillo delante de la
puerta; me ha entregado dos luises de oro en la mano, ye ha pre-
guntado si la Señorita Latour estaba con el Señor marques…
Naturalmente, he tomado los dos luises y he respondido: ¡No!
97
–¿Y entonces? – continuó ansiosa, la pensionista de la
Templerie.
–¡Me ha dicho que mentía, que estaba seguro que vos es-
tabais con mi amo, y que encontraría el medio de sorprenderos!
Blanche se colgaba del marqués, y gemía, desesperada:
–Gigoló, indícame un truco para partir sin ser vista por mi
notario.
–¡No es fácil! La casa no tiene más que una salida.
–¡Sin embargo es necesario que antes de media hora, esté
en mi casa y que lo espere allí!... ¡De eso depende mi situa-
ción!... ¡Caramba! subestimé al Sr. Edgard… pero no puedo
desprenderme de su pensión de ochocientos mil francos.
En presencia del peligro que corría su compañera, Mathil-
de Romain, muy buena moza, olvidaba sus diferencias, feliz de
salvar a Blanche, y además estimaba que si encontraba el medio
de hacer evadir a su rival, ella se divertiría sola con el último
Gigoló, lo que la liberaría un poco, e incluso mucho, de los amo-
res de esas damas.
–Marqués, –dijo– debéis tener un baúl lo suficientemente
grande para contener a Blanche… Ella se tumbará allí dentro;
yo, yo representaré el rol de una dama de la casa que parte de
viaje… Se cargará el equipaje sobre un fiacre, y nos dirigiremos
a la calle Le Boëtie.
–¡Impracticable! – declaró Achille… – ¡Tendría tiempo de
ahogarse mil veces!... Y además, no tengo baúles…. ¡He aquí
una idea renovada, no de los Griegos, sino de la historia de la
Revolución Francesa!...
Y, al japonés:
–¿El notario te ha visto?
–Sí, señor marqués; le he hablado, durante más de cinco
minutos…
–Eso es bueno… Desvístete
Yaki se mostró pudibundo:
–¡Oh! señor marques,….¿delante de las damas? ¡Nunca!
–¡Maldita sea! Desnúdate y oculta tu pudor japonés detrás
del biombo japonés… Y tú, Blanche, quítate rápido el vestido…
98
–Sí, entiendo…
–Te vas a volver a vestir con el traje de este muchacho…
¡El notario te tomará por él y te marcharás, mientras que Mat-
hilde y yo nos asomaremos a la ventana para hacer levantar la
cabeza a Bazinet y reirnos!
Metamorfoseado en japonés, en japonés más gracioso y
bonito que el otro, la Srta. Latour iba a salir cuando un violento
timbrazo que sonó en la antesala la inmovilizó.
–¡Es él! ¡Es Bazinet! – dijo ella, temblando.
–¡Venga ya!... – dijo el marqués – ¡No se atrevería!
¡Tendría demasiado miedo de comprometerse!.. Además, si es el
notario, yo me encargo de recordarle que estoy en mi casa y que
mi domicilio no está abierto, por la noche, a los hombres!... ¡Ve
a abrir Yaki!
El japonés se alejó y el marqués mandó a Blanche a la
habitación contigua, quedándose con Mathilde.
Lady Fenwick entraba; el último Gigoló, radiante, corrió
hacia ella:
–¡Oh! ¡Señora! ¡Señora! ¡Vos, aquí! ¡Qué alegría!
–¡Blanche! – gritó Mathilde,– puedes venir… ¡No es tu
notario; es nuestra antigua amiga Lilas!
La Srta. Latour y la Srta. Romain se partían de risa:
–¡Esto cada vez está mejor, Último Gigoló!
–¡Tres mujeres, la misma noche!
–¡Viva el Último Gigoló!
–¡Viva Lilas!
Pero ante la actitud seria de la visitante, comprendieron su
error… ¿Qué venía entonces a hacer Lilas en casa de Achille?
Las galantes no tuvieron posibilidad de saberlo; a instan-
cias del marqués desparecieron, y el Sr. de Artaban permaneció
solo con la ex Gran Casquivana.
Cloé le dijo:
–Señor marqués de Artaban, necesito a un hombre decidi-
do, a un amigo devoto… ¿Queréis ser ese hombre?
Él arrojó sobre ella una mirada llena de hidalguía y fran-
queza:
99
–¡Hablad, Señora, estoy a vuestras órdenes, vos lo sabéis
bien!
–Un inocente, un proscrito… un hombre al que amé anta-
ño con un amor de virgen, y por el cual, aún ahora, daría mi
existencia sin esperar nada de él, y sin siquiera aceptar su amor
después de haberme insultado; ese hombre, el conde Lionel de
Esbly, ese mártir, va a ser detenido al amanecer… ¿Queréis
ayudarme a salvarlo?
–¡Estoy dispuesto, señora! ¿Qué debo hacer?
–Darle hospitalidad en un lugar seguro, hasta la hora cer-
cana en que su inocencia sea reconocida.
–¡Lo conduciré a mi propiedad del Vésinet, y sabré prote-
gerle y defenderle! Contad conmigo, Señora… confiad en mí
que…
Iba a añadir «…os adoro…»
–¡Ah! ¡señor marqués, no minusvaloréis vuestra buena y
leal acción con palabras que no podría escuchar!... Venid, ami-
go… Recogeremos al pasar al príncipe Dimitri Vorontzow, un
amigo devoto también... Lo he hecho avisar en el Gran Hotel…
El Último Gigoló se echó una capa sobre sus hombros, se
cubrió con un gorro de fieltro, y deslizó un revólver en su bolsi-
llo.
–¡Soy todo vuestro, Señora!
Descendieron.
Dos fiacres esperaban en la puerta de la casa, y, en uno de
ellos, Achille reconoció las patillas blancas del notario; Blanche
Latour había podido evadirse sin ser vista.
El otro coche era el de Dominique Loizet, un fiacre de dos
caballos, con el cual el cochero hacía el servicio en las estacio-
nes.
Annette se encontraba en el interior, y el aristócrata abrió
la puerta cuando de repente, un hombre surgió de la oscuridad y
empuñó un revólver contra lady Fenwick:
–¡Miserable! ¡Adúltera! ¡Malnacida… yo te extraje del
fango… ¡voy a matarte!
100
Audazmente, el Último Gigoló le agarró el brazo y el arma
cayó a tierra.
–¡El desgraciado está borracho! – murmuró, asqueada, la
ex Gran Casquivana.
Y como Reginald, más ebrio aun de furor que de ginebra y
champán, se preparaba a saltar, Cloé arrastró al marqués dentro
del coche y cerró vivamente la portezuela.
–¡En marcha, papá! – gritó Annette.
Dominique azuzó a sus caballos… Sonó un disparo, y una
bala fue a silbar, felizmente sin alcanzarlos, en los oídos de los
viajeros…
Reginald había recogido su arma y todavía disparaba sobre
el coche, ya lejano.
VI
EN CHAVILLE
¡Noche de placer! ¡Noche de angustias! ¡Noche de valor y
de honor!
Habían atravesado París, y sobre la carretera de Versalles,
dos buenos caballos de Dominique trasladaban a lady Cloé, a
Annette, al príncipe Vorontzow y al marqués de Artaban hacia
Chaville, en auxilio de uno de los mártires de la justicia france-
sa; y por esa encomiable empresa, el Último Gigoló no lamenta-
ba consignar un cero en su Libro de Amor.
Desde el incendio del Conejo Coronado, Olga Lagrange,
salvada de las llamas por el doctor Nikador, vivía en Chaville
junto a Lionel y a la Sra. de Esbly, en la propiedad de estos, si-
tuada en el lindero de los grandes bosques de Fosse-Repose.
Reinaba la calma y la dicha después de la lucha y la mise-
ria, y la jovencita, horriblemente sacudida por la catástrofe de la
que a punto estuvo de ser víctima, se dejaba llevar, inconsciente,
101
en esa nueva existencia, en ese sueño, bajo los ojos encantadores
de Nikador y las benevolentes miradas de la condesa Anne.
Pero, al cabo de algunas semanas, Olga, revivificada por el
aire puro del bosque, se fortaleció y se volvió más valiente;
comprendió que no podía permanecer por más tiempo a cargo de
sus benefactores, y confesó a la Sra. de Esbly su intención de
ganarse la vida trabajando; y para eso debía partir, regresar a ese
París donde su madre convalecía encerrada en un manicomio.
La condesa de Esbly se opuso con todas sus fuerzas a la
marcha de Olga, y al menos consiguió demorarla: se había pren-
dado de la Srta. Lagrange, cuyo nombre y verdadero origen
conocía, con un amor maternal, y, en medio de su pena y su due-
lo, la hermana de Cloé, de esa Cloé para siempre maldita, era
como un cálido y vivificante rayo de sol en la campiña invernal,
en esa casa aislada, triste, donde jamás entraba nadie, a excep-
ción de un único individuo.
Gentil y dulce, Olga no pudo resistirse a las súplicas de su
vieja amiga, y permaneció a su lado, ausentándose una vez por
semana, con el objeto de ir a visitar a su madre que, muy enfer-
ma después de la terrible escena en la casa de Olympe, en la
calle Notre-Dame-de-Lorette, comenzaba a recobrar la salud y la
razón.
Pero si Lionel y la Sra. de Esbly conocían la historia de su
protegida, Olga no sabía absolutamente nada de sus benefactores
y se entregaba a su respecto, y a su pesar, a largas y tortuosas
conjeturas… Un secreto, evidentemente, pesaba sobre la exis-
tencia de Lionel y de su madre, y ese secreto, tan bien guardado
por ellos, la hermana de Cloé intentaba descubrirlo…. ¿Por qué
estaba esa casa siempre cerrada?.... ¿Por qué el doctor Christian
Nikador, de Paris, se había convertido en Chaville, en el Sr.
Lionel Ebert? ¿Por qué solo salía a la caída del día para ir a ca-
minar por los bosques de Fosse-Repose y jamás por otra parte?...
¿Por qué esos terrores de la Sra. Ebert, todas las veces que lla-
maban a la puerta?... ¿Qué venía a hacer el único visitante, ese
hombre, unas veces vestido de obrero, otras de sacerdote o de
soldado, pero que ella reconocía siempre como el mismo? ¿Por
102
qué se encerraba secretamente, durante horas con los Ebert, y
los volvía tristes o animaba con grandes esperanzas?... ¿Por qué
el doctor Nikador o Ebert ya no ejercía la medicina?... ¿Por qué
sus ropas llevaban una corona condal, y, en fin, ¿por qué los
títulos y los nombres de «condesa Anne de Esbly, nacida de
Liancourt» y de «conde Lionel de Esbly» se encontraban sobre
objetos íntimos y libros?
¡Tantas preguntas, tantos misterios!
Nada venía a turbar la monotonía de las horas en la villa
de Chaville, entre los bosques deshojados, los jardines silencio-
sos y sus verdores muertos; por todo criado, una vieja sirvienta,
originaria del país y otra indígena, un jardinero a jornal; ni caba-
llos, ni coches, y, como guardián nocturno, Minos, el perro de
las montañas, traído del castillo del Oise.
La Sra. de Esbly y Olga ayudaban en los cuidados de la
casa; Lionel trabajaba en su habitación; por la noche se hacía la
lectura en el salón, raramente se escuchaba un poco de música.
Y, en esas dulces charlas, en ese reposo amistoso, a los
ojos de la madre y del hijo, ¡Olga Lagrange de Haut-Brion, era
Cloé virginal y resucitada!
Olga amaba a Lionel, como Lionel, desde hacía tiempo ya,
amaba a Olga, y eso supuso para ellos una nueva fuente de
lágrimas y sufrimientos, pues ambos comprendían que su amor
no tenía futuro; a la vista de Lionel, la joven se sonrojaba, tem-
blaba, tenía palpitaciones, en fin todos los signos de una juven-
tud en ebullición, y esos indicios no pasaron desapercibidos para
la Sra. de Esbly que, observándolos, auqne más distintos y viri-
les en Lionel, se lamentaba.
Ah! ¡Qué feliz hubiese sido la buena condesa de unir a
esos dos muchachos tan dignos el uno del otro!... ¿cómo le
hubiese gustado llamar hija a esa querida criatura de la que
apreciaba sus evangélicas virtudes, esa hermana de Cloé, de
rostro parecido al de la caída, y el alma tan diferente? Pero el
pasado se levantaba, formidable obstáculo, y el porvenir estaba
lleno de tinieblas…
103
–Sin embargo, –soñaba la Sra. de Esbly – gracias a Dios,
mi hijo no siempre será un proscrito; su inocencia será recono-
cida, y nada se opondrá a la unión de mis bien amados!
Fuerte en su creencia, no actuó, y los días se desgranaron,
sin anunciar ningún cambio en el trajín de los habitantes de la
villa; Dardanne, venía todas las semanas a Chaville, pero, si
tenía esperanzas en la detención de los organizadores de la
trampa en el apartamento de Esbly, jamás aportaba un resultado
definitivo.
Ahora bien, ese día, un poco antes de cenar, mientras la
Srta. Lagrange se ocupaba de un ligero trabajo de costura, la
condesa Anne subió a la habitación de Lionel y le sorprendió en
dolorosas ensoñaciones.
Ella le besó en los ojos:
–Pobre, pobre hijo mío, ¡cómo sufres!
–No más que otro día, madre.
–Tu visita de ayer al Sr. Dardanne debería tranquilizarte.
–¡Oh! Mi tristeza no procede de los peligros que me ace-
chan, sino…
–¿De tu corazón?
–Sí.
La condesa Anne se había sentado enfrente al evadido;
ella continúo:
–¿Lionel, amas a Olga?
–¡Así es! La amo con todas mis fuerzas… con todo lo que
vive en mí, después de tantas desilusiones!
–¿Has pensado adónde puede conducirte ese amor?
–Sí, madre, lo he pensado, pero por desgracia, si un hom-
bre gobierna a menudo su razón, no ordena siempre en su co-
razón!
–¿Le has dicho o le has dado a entender que la amas?
–¡No… jamás!
–Y sin embargo, Olga te ama también.
–Lo sé, y eso me apena.
–Ah! ¡Tendría que haberle permitido marchar, cuando
quería abandonarnos!
104
–¡Hubiese sido una mala acción, la primera de tu vida! La
desdichada niña no tiene amigos, ni protector!... La hemos reco-
gido; está en nuestra casa… ¡Es necesario que se quede!
–¡Para tu desgracia y la de ambos!
–¡Para la mía, tal vez!... Pero, soy robusto y estoy acos-
tumbrado a sufrir; en cuanto a Olga, le hablaré esta noche.
–¿Qué podrías decirle?
–¡La verdad!
–¿Esa verdad que hemos ocultado a la Srta. Lagrange de
Haut-Brion, como le hemos ocultado la existencia de su indigna
hermana? ¡Esa verdad es… peligrosa!
–Puedes estar tranquila, madre, no ensuciaré los oídos de
la virgen adorada con el relato de mi martirio… ¡Haré compren-
der a Olga que ella no debe amarme!
–Hace un instante decías que no se ordena siempre en el
corazón.
–¡Ante el peligro, la razón triunfa!... Olga, tanto como yo
ha conocido el sufrimiento… injusto¡será valiente! ¡Compren-
derá!
–¡Tal vez!... ¡Pero la vida en común se convertirá en un in-
fierno!
–¡No… porque partiré!
La Sra. de Esbly se levantó, vibrante:
–¡Jamás! ¡jamás! Ya te lo he dicho en la calle Boursault, el
día en el que estabas decidido a alejarte, que yo te seguiré en tu
exilio!
–Madre, te quedará una hija para consolarte, una hija a la
que amas, y que amarás todavía más porque yo la amo, y con la
que hablarás del ausente!
Y tomando las manos maternales entre las suyas y cu-
briéndolas de besos:
–Querida madre, seamos razonables. ¡Mi presencia aquí es
inútil y sospechosa!... ¡En cada momento, el rayo puede esta-
llar!... Tanto me he creído necesario en el cumplimiento de la
obra de justicia, franqueando todos los obstáculos, he luchado!...
Hoy, me siento impotente y marcho… En mi ausencia, Dardan-
105
ne actuará: es un hombre hábil, inteligente, abnegado, en el que
tengo toda confianza… No escatimará nada para conseguir
nuestro objetivo; lo conseguirá.. Descubrirá a los miserables
autores de nuestras miserias, y entonces, regresaré, libre, feliz…
Mañana todavía iré a Paris a ver a Dardanne, y, esta misma no-
che, hablaré con Olga…
Madre e hijo bajaron a reunirse con la Srta. Lagrange y la
condesa Anne le dijo:
–Y bien, hija mía, ¿te has recuperado de tus emociones?
–Sí, señora.
La mañana de ese día, regresando de Paris, donde había
ido a ver a su madre, Olga había sido seguida por dos hombres
que le preguntaron por la dirección del Sr. Ebert, y como sus
aspectos le parecían extraños, ella dio un rodeo para regresar a
la villa.
La Sra. de Esbly y Lionel la felicitaban por su discreción,
pero con un entusiasmo que le parecía extraño.
¡No! ¡no! A pesar del indescifrable enigma, esos dos gran-
des corazones no podían tener nada que reprocharse, y ella los
amaba con toda su ternura.
–Pronto – dijo Lionel – tu madre estará curada; irás a bus-
carla, y ella vivirá con mi madre y contigo, en este retiro.
Olga levantó hacia él una mirada inquieta:
–¿Y vos, Señor Lionel?
–Yo, estoy obligado a partir…
Ella emitió un «ah» de angustia.
Él dijo:
–Mi ausencia será de corta duración…
Y viéndola tan bonita, con sus rizos rubios y sus mejillas
sonrosadas, tan casta en el vestido de lana oscura, el ex doctor
Nikador sintió como unas lágrimas anegaban sus ojos.
Él siempre reencontraba a Cloé en Olga, más deseable,
como si la lejana virgen hubiese tenido el poder de embellecerse
e idealizarse, permaneciendo inmortal.
Esa noche los Ebert ofrecían el té a sus únicos vecinos, el
Sr. Léopold Delpuget y sus dos hijas.
106
Tras haber presentado su dimisión como cajero en el ban-
co de Le Goëz, Delpuget se había retirado a su humilde casa de
campo, y una gran amistad nació entre Olga y las pequeñas bur-
guesas.
Se encontraban en la misa los domingos; se saludaban por
encima de los muros de los jardines, charlaban, se prestaban
libros.
La Sra. de Esbly, siempre alerta sin embargo, no creyó de-
ber oponerse a esta relación que se hizo cada vez más íntima;
ella no quiso privar a Olga de la única distracción, en sus sole-
dad, y de las visitas a las que Lionel, encerrado en su biblioteca
o paseando por el bosque, no asistía demasiado.
Pulcramente afeitado, vestido con un frac negro, un poco
brillante por el uso, el ex cajero de Jacques Le Goëz se adelantó,
escoltado por sus hijas Fanny y Emma, una y otra rubias y gra-
ciosas, en dos vestidos de seda azul; y, tras los saludos de rigor y
los abrazos de las Srta. Lagrange y de sus amigas, cada uno
tomó asiento.
–¡Encantado!... ¡Realmente encantado, Señor Ebert, de
conoceros un poco mejor!
Lionel respondió que por su parte estaba feliz de vivir en
buena vecindad, y Delpuget continuó sin ninguna transición:
–Espero que pesquéis con caña, mi querido vecino.
El Sr. de Esbly no pudo impedir sonreír ante esta inespe-
rada interpelación:
–¡No señor, es un deporte que jamás he practicado!
–¡Es una lástima! ¡Nos habríamos encontrado en la
máquina de Marly!... ¡Un lugar soberbio!... ¡En ocasiones se
encuentran salmones!
–Lo lamento infinitamente, señor…
–¡Tal como me veis, soy un gran pescador ante el Eterno!
Y, volviéndose hacia sus hijas:
–¿No es así, Fanny?... ¿Verdad, Emma?
Las rubitas asintieron, y el hombre se extasió:
–¡Estos dos ángeles me quieren y yo las adoro! ¿Qué quie-
re usted?... Su mamá ha muerto, y me he convertido en el papá-
107
mamá… Fanny trabaja en el teléfono de Versalles, y Emma bus-
ca una plaza… Aceptaría una yo también, ahora que he dejado
la casa Le Goëz…
–¡Ah! ¿Eráis empleado del banco de Le Goez? – preguntó
inquieta, la Sra. de Esbly, ofreciendo una taza de té al viejo
charlatán.
–Por desgracia, sí señora, durante años he remado en esa
galera,… y remaría toda más si… pero… chsssst… ¡secreto
profesional!... ¡bah!... entre nosotros… ¡un dispensador… un
vividor, mi antiguo jefe!... Dilapidó el dinero… con… una seño-
rita… ¡la Señorita… Lilas!
–Basta, Señor… os lo ruego… –dijo la condesa.
Y le indicó a las jovencitas.
El hombre bebió un trago:
–Señora Ebert, no iré más allá… Pero lo que tiene de cu-
rioso, es que esa Lilas… es una señorita de la alta sociedad… la
hija del marqués de…. ¿Cómo diablos se llama? ¡Oh! ¡mi mala
memoria! ¿Dejadme pensar!...
La Sra. de Esbly se había levantado:
–Déjelo, Señor.
–Sí… Sí… Ya sé… ¡Señorita de Haut-Brion!
Olga se volvió pálida, y la dueña de la casa bajó la cabeza.
Fanny deslizaba al oído de su hermana:
–¡Creo que papá ha metido la pata!
–Sí – dijo Emma. – Nuestros vecinos parecen consterna-
dos…
La pequeña velada se terminaba sobre las once con una lo-
tería familiar.
El ex empleado de Le Goëz estrechó la mano de Lionel
antes de partir, y, a la claridad de la lámpara, observó atenta-
mente al aristócrata.
–Cuanto más os miro, Señor Ebert, más me parece haberos
ya visto en otra parte…
La Sra. de Esbly intervino:
–Mi hijo ha viajado mucho, señor, y es probablemente que
en el extranjero…
108
–¿En el extranjero?... Yo jamás he abandonado Francia…
Y, de repente:
–¡Ya lo sé… Es un parecido… pero es prodigioso!... No
os lo podríais imaginar, Señor Ebert, cuanto os parecéis a un
caballero… a un joven conde… el conde de Esbly… que antaño
venía, de vez en cuando, a ingresar o a retirar dinero en el ban-
co!
Finalmente salió acompañado de las dos jóvenes rubias,
orgulloso de su paternidad; y como un poco más tarde, la Srta.
Lagrange se disponía a seguir a la señora de Esbly a sus aposen-
to, el aristócrata le dijo con dulzura:
–Quieres quedarte, mi niña… Tengo algo serio que decir y
te ruego que me escuches…
–¿A mí, Sr. Lionel? – dijo la Srta. Lagrange, muy emocio-
nada.
–Sí, Olga, y debería haber tenido esta conversación hace
tiempo…. Siéntate y escúchame…
Ella obedeció y Lionel se mantuvo de pie cerca de su ado-
rada:
–¿Olga, vas a prometerme ser sincera, muy franca, y res-
ponderme como lo harías a tu madre?
–Os lo prometo, Señor Lionel – balbuceó ella, previendo
una catástrofe.
–¿Amiga mía, sufrís?... ¿Eres desdichada?
–¡Oh! ¡Señor Lionel!
–Me has prometido ser franca.
Ella permanecía helada, inerte; el conde continuó:
–¿Eres desgraciada, porque amas…. Y crees tu amor sin
esperanza?
–¡Es cierto!
Se produjo un profundo silencio, solemne.
–Y tienes razón, Olga, – dijo tristemente el aristócrata–
Hay que arrojar ese amor de tu corazón… ¡Aquél al que amas…
no puede… no debe ser tu marido!... Él tal vez sufra tanto como
tú… Pero será valiente… ¡Imítalo!
La Srta. Lagrange respondió, enérgica:
109
–¡Señor Lionel, mañana me despediré de la Señora vuestra
madre y abandonaré esta casa para siempre!
–¡No, Olga! Permanecerás aquí, pues tu benefactora, tu
amiga te necesitará para consolarla y apoyarla... Te lo he di-
cho… Me voy de viaje… y el motivo de mi ausencia es ajena a
nuestros propósitos…
–¡Obedeceré, Señor Lionel!
–¡Gracias!
Se saludaron, dominando sus lágrimas, decididos a parecer
valientes.
Pero, en su habitación, la Srta. Lagrange rompió a llorar…
¡Oh! No, no dejaría consumar el sacrificio... ¡Lionel quería ale-
jarse por culpa de ella y no por otra razón!... No iba a dejarlo
partir, y, en lugar de separar a los Ebert, debía irse ella, dejar la
casa bendita, ¡huir a un lugar donde sería imposible encontrarla!
Ella no lo ignoraba: era el frio, el hambre, todo el lúgubre corte-
jo de la miseria, la muerte, tal vez, en breve intervalo de tiempo,
pero su deber le parecía claro y cumpliría con su deber!
La segunda hija del marqués de Haut-Brion enjugó sus
lágrimas, se arrodilló ante un crucifijo con el que la condesa
Anne había decorado su habitación y se sumió en una larga ora-
ción; valiente, se levantó y escribió una carta que dejó a la vista
sobre un mueble, introdujo apresuradamente un poco de ropa en
un pequeño bolso de viaje, deslizó dos luises de oro y algunas
modestas joyas en sus bolsillos, se envolvió con su abrigo, y, en
el silencio de esa noche invernal, como una ladrona, temiendo
ser sorprendida, desertaba de la hospitalaria villa.
Pasando bajo las ventanas de Lionel, las vio iluminadas, y
desapareció mientras enviaba un beso que silbó en el aire, agudo
y triste como un grito de pájaro herido.
¡Los caballos de Dominique Loizet corrían por la ruta de
Chaville!
Lionel de Esbly no se había acostado, y, presa de vagos
temores, aún conmovido por su conversación con la hermana de
110
Cloé, acababa de tumbarse sobre un diván, y leía a la luz de una
lámpara.
Hacia las cinco, un crujido de la verja del jardín, que la
Srta. Olga había olvidado cerrar, lo sobresaltó; creyó soñar, pero
pronto resonaron sobre la arena ruidos de pasos ligeros y preci-
pitados.
Entonces, abrió bruscamente la ventana y pudo observar a
una mujer que corría por el jardín dirigiéndose hacia la casa,
mientas unas sombras se perfilaban sobre las altas murallas del
cierre.
–¿Quién está ahí? – gritó Lionel – más sorprendido que
asustado.
–¡Soy yo! ¡Cloé!… ¡Abrid!... ¡Abrid, Señor!... ¡Se trata de
vuestra libertad!
El conde de Esbly se imaginó ser juguete de una alucina-
ción, y sin embargo era Cloé, Cloé a la cual, pensaba, la traición
la había perdido y que a las cinco de la madrugada venía, a ries-
go de su nueva situación, a advertirle de un peligro amenazador.
Descendió con su lámpara en la mano e introdujo a la ma-
drugadora visitante en el recibidor de la planta baja.
Lady Fenwick declaró, ardiente, intensa, iluminada bajo su
cabellera dorada:
–¡Lionel! ¡Oh! ¡Lionel, huid! ¡La policía llega! ¡Se os va a
detener!
Él sonrió irónicamente:
–¿Me vigiláis… Habéis cambiado ahora de rol, Señora?
Ella permaneció insensible al insulto, soberbia de bravura
y como transfigurada:
–¡No me importa en este momento que os disculpéis por
vuestra terrible acusación!... ¡He venido yo misma a advertiros
para estar segura de que no me traicionasen!... Dos aristócratas,
dos fieles amigos están conmigo, el príncipe Vorontzow y el
marqués de Artaban… Les he hablado de vuestra causa, y el
marqués os dará hospitalidad en su casa, en el campo!... Pero, en
nombre del cielo, venid!... ¡venid!...
Lionel la miraba, y vio en su actitud que no lo engañaba:
111
–¡Creo en vos, Señora!... Dadme el tiempo de despedirme
de mi madre… y parto…
–¡Sí… sí… hacedlo rápido!
Iba a salir y la puerta se abrió. Apareció la Sra. de Esbly,
blanca como una muerta; y presta a arrojarse contra lady Fen-
wick, exclamó:
–¡Señora!... ¡Señora!... ¿es que siempre habéis de traer la
desgracia a nuestra casa?
Y, a su hijo:
–¡Olga ha partido, Lionel!... ¡Toma, esto es lo que acabo
de encontrar en su habitación!
Le tendió un papel al aristócrata, que leyó:
«Sr. Lionel, ¡quedaos!... Es vuestro deber. Yo me alejo pa-
ra siempre bendiciéndoos, a vos y a vuestra madre!
«OLGA»
Bajo el impacto de la dolorosa noticia, más violento tal
vez en presencia de la antigua adorada, el aristócrata olvidó todo
peligro y permaneció abatido; Cloé se acercó a la Sra. de Esbly,
y, con voz temblorosa:
–¿Habéis pronunciado el nombre de Olga, Señora?
La madre de Lionel pareció querer abrumar a la portadora
de desgracias con esta brusca revelación:
–Sí, Señorita… Olga Lagrange de Haut-Brion… ¡vuestra
hermana!
Un grito exhaló de los labios de lady Fenwick, un grito en
el que se mezclaba la sorpresa con una alegría delirante:
–¡Olga! ¡Olga! ¡Viva!
–¡Sí, viva, gracias a mi hijo que la salvó de un incendio!
Cloé dirigió al ex doctor Nikador una mirada cargada de
agradecimiento y solamente dijo:
–¡Oh! ¡Lionel!
Pero, él sollozaba:
–¡Olga! ¡Pobre niña! ¿Qué va a ser de ella?...
112
La repentina entrada del marqués de Artaban y del prínci-
pe Vorontwoz recordó a los de Esbly y a la visitante la situación
presente, y Lionel se arrojó en los brazos de la condesa:
–¡Madre!... ¡madre!... ¡Adiós!
La Sra. de Esbly comprendiendo el peligro que amenazaba
a su hijo y la salida tan audazmente ofertada por la noble dama y
los aristócratas, se prodigó en calurosos agradecimientos, y Lio-
nel unió su voz a las palabras de la dama.
–Señor, – dijo el marqués de Artaban a de Esbly, encon-
traréis en mi casa un cobijo fraternal…
–¡Y más tarde, en Rusia, en la mía! – añadió el príncipe
Vorontzow.
Y ambos, saludando a la condesa, acompañaron a Lionel
que se reunió con lady Fenwick en el coche.
Annette subió al lado de su padre sobre el pescante, y
Dominique lanzó sus caballos en dirección a Vésinet.
Al amanecer la policía invadió la villa de Chaville: los
agentes procedieron, a pesar de la Sra. de Esbly y la sirvienta, a
un minucioso registro.
Lionel, una vez más, estaba salvado, y los dos monjes del
baile, los dos inspectores principales, en sombrero hongo y frac
negro, departían de camino a Paris:
–¡Otra jugarreta de Dardanne! – exclamó Arsène Roumy –
un zorro astuto.
A lo que Patrice Combescot, un moreno bajo de mirada
maliciosa, respondió:
–¡Cuando uno deja el Cuerpo, solamente debería escribir
sus Memorias y no obstaculizar el trabajo de los camaradas en
ejercicio!
Al día siguiente de ese día, el conde Lionel de Esbly partía
para Rusia con los papeles de un secretario de Vorontozow, y se
alejaba feliz al saber que la Srta. Lagrange, extraviada en los
bosques de Chaville, había sido llevada a casa de su madre por
los Delpuget.
El príncipe Vorontzow y el marqués de Artaban dieron
explicaciones tan leales y precisas sobre las aventuras nocturnas,
113
que el inglés, reconociendo la inocencia de su esposa y la trai-
ción del vizconde de La Plaçade, echó a la calle al rufián en le-
vita.
VII
EL TEMPLO DE LOS AMORES
En chaqueta y pantalón de satén blanco, largas medias de
seda negra y elegantes sandalias, con su cabellera pelirroja cor-
tada y rizada como la de un muchacho, la mirada brillante bajo
la máscara, la mano derecha con un guante a lo Crispín y arma-
da de un florete, la baronesa Huguette de Mirandol, llamada
«Señora Don Juan», se dedicaba esa mañana al noble ejercicio
de la esgrima en la coqueta sala de su palacete del bulevar Ma-
lesherbes; y, ante ella, aparecía, en la pose viril de asalto con los
bigotes rubios, los hombros bien rectos, el cuerpo con aplomo,
la cabeza erguida y una sonrisa en los labios, el marqués Achille
de Artaban, el Último Gigoló.
Ambos tenían un gran aspecto, ella Minerva moderna y
graciosa, atacando sin cesar, él, incuestionablemente el más
fuerte, pero permaneciendo a la defensiva y parando, no sin difi-
cultad, los estoques rápidos de la baronesa; y eran estocadas,
fintas, oposiciones, paradas de primera, de segunda, de tercera,
de cuarta, de quinta, de sexta, de séptima y de octava, toda la
gama brillante y sonora.
La Sra. de Mirandol alcanzó en el vientre de su adversario.
–¡Demasiado bajo! – dijo Achille.
Ella le asestó un nuevo golpe bajo el pecho derecho.
Entonces, él dijo:
–¡Touché!
Y, quitando su máscara:
–¡En el terreno, señora, sería hombre muerto!
Huguette frunció las cejas, y replicó con el arma bajada y
el rostro libre:
114
–No, marqués…. En el terreno, vos os habríais defendido
mejor, y es gracias a vuestra galantería a lo que debo la victo-
ria…
–Baronesa, os aseguro…
–Bien, querido, – continuó ella un poco irónica – ¿es ver-
gonzoso para vos, el maestro de esgrima, ser vencido por una
mujer?
–¡Oh! baronesa, ¡vos no sois una mujer como las demás!
Los ojos de la Sra. Don Juan proyectaban sus múltiples e
intensos brillos sobre el Último Gigoló:
–¡Explicaos, os lo ruego!
–Creo que sois más que una mujer… Tenéis la virilidad
del hombre, siempre conservando la gracia de vuestro sexo, y
me hacéis pensar en un arcángel…
–Con vos nunca se sabe si habláis en serio o en broma.
–¡Pero, si estoy muy serio!... ¿Me concedéis la revancha?
–¡No! Voy a disfrutar de mis laureles…
Se desprendió de la máscara, del guante y del florete que
fue a colgar, con su utillaje personal en una de las panoplias de
la sala de armas, y mientras la baronesa dejaba su plastrón, él
despareció a una habitación contigua de dónde regresó en ele-
gante traje de paseo.
Envuelta de un vestido de franela azul, con el cuello esco-
tado, las mejillas encendidas, la cabeza altanera, peinado a lo
muchacho y mejillas sonrosadas, la Sra. Don Juan se mantenía
de pie ante uno de los espejos que decoraban las puertas de la
sala, y sonreía, voluptuosa:
El Sr. de Artaban le dijo:
–¡Sí… sí… sois muy bella!
–¿Vos creéis?
–¡Lo creo y lo admiro!
–¿Qué tipo de belleza?
–¡Hum!... Es difícil de precisar…
–¡Intentadlo!
–La belleza de una emperatriz romana, mezclada con la
del efebo… o del arcángel, como os decía antes, y… el encanto
115
menos angélico y también turbador que debían poseer las ilus-
tres habitantes de alguna isla del mar Egeo2.
–¿Qué isla? – dijo la baronesa.
–He olvidado su nombre… Soy un desastre con la geo-
grafía antigua, desde el colegio…
Huguette se tumbó sobre un diván:
–No os reconciliéis con la geografía antigua… ¡Sería muy
malsano para un aristócrata tan moderno como vos!... Pero,
puesto que me encontráis bella, ¿por qué no me hacéis más la
corte, vos que pasáis por embrujar a todas las mujeres?
–El príncipe Vorontzow es amigo mío… Él os adora y
quiere esposaros…
–¡Es cierto!... ¡Pobre príncipe! – suspiró la Señora de Mi-
randol.
Y, en voz alta:
–Pero mucho antes de la declaración del príncipe, vos ce-
sasteis en vuestras escaramuzas galantes… ¿Por qué, marqués?
–Tuve miedo, baronesa.
–¿Miedo?... ¡Un Artaban!... ¡Vamos, hombre!... ¡Vos cor-
tejasteis a mis amigas, la duquesa de Louqsor y lady Fenwick, y
os olvidasteis de la pobre Huguette!
–La Señora de Louqsor es una amiga de juventud; en
cuanto a lady Fenwick, permanece inabordable.
–¡Porque vos no sabéis abordarla!
–¡Tal vez!... En cualquier caso, he obtenido tanto de ella
como de vos, es decir: cero, en el tablero…
–El vizconde de La Plaçade ha sido más afortunado…
–¿Con vos?
–¡No… con lady Fenwick!
–¡Rumores!...
–He aquí una palabra que os honra, una auténtica palabra
de aristócrata, pues vos estáis tan informado, como yo, sobre las
2 Sin duda aluda a la isla de Lesbos, dada la naturaleza lésbica de la
baronesa de Mirandol. (N. del T.)
116
aventuras de la Señorita de Haut-Brion!... ¿Y la razón de vuestro
miedo en qué me concierne?
–Procede de vuestra fuerza con la espada… y de mi igno-
rancia en geografía antigua…
–¡Bromista!... ¡Ejerced primero sobre los viejos mapas!
–¡La palabra es dura!
–¡Y el diálogo acabaría por ser peligroso!... Os agradezco
vuestra benevolencia por la esgrima…. ¿Queréis verme disparar
a pistola?
–¿Todos los deportes?
–¡Todos los deportes, incluidos el boxeo y el bastón!... Pa-
sadme esa joya de revólver que está ahí, sobre esa mesa.
El último Gigoló presentó el arma a la baronesa, que se le-
vantó y dijo:
–Queréis tomar una de vuestras tarjetas de visita; soste-
nedla entre vuestro pulgar y vuestro índice, y poneos con el bra-
zo extendido ante esa plancha de hierro…
–¿Y?...
–Dispararé, a vuestra orden, a la tarjeta… Pero no tembl-
éis…
El Sr. de Artaban, como es sabido, era valiente; sin em-
bargo, vaciló, luego, decididamente, se colocó la tarjeta entre los
dedos, delante del blanco.
–¡Bien!... – exclamó la Sra. Don Juan – ¡Marqués, no os
mováis, y contad hasta tres!... En el momento que pronunciéis la
palabra: «tres», disparo…. ¿Está claro?
–Entendido, señora… ¿Estáis lista?
–¡Lista!
–¡Uno!... ¡Dos… ¡Tres!...
El disparo se produjo y la bala agujereo la tarjeta, sin que
el último Gigoló hubiese hecho un movimiento.
–¡Sois muy buena, Señora! – dijo Achille.
Ella respondió:
–¡Y vos, Señor, muy valiente!
Luego se divirtieron en lanzar al aire monedas de oro, que
alcanzaban al vuelo, tan certeros el uno como el otro.
117
Hacia las once, antes de irse, el aristócrata tomó la mano
de la Sra. de Mirandol para llevarla a sus labios; la baronesa se
desprendió instantáneamente como al contacto de una carne
aborrecida:
–No, no, marqués, un simple abrazo de buenos camaradas.
–¡Es cierto!... ¡Olvidaba!... – dijo sonriendo, Achille.
–¿Qué?
–Vuestra misantropía, querida señora.
Huguette no comprendió o no quiso comprender el espiri-
tual sarcasmo y llamó al timbre.
Se abrieron dos puertas, una frente a la otra, y en cada una
de esas puertas apareció una mujer, una negra.
Eras dos jóvenes y magníficas criaturas, altas y musculo-
sas, vestidas a la manera de las esclavas de Mauritania, con telas
de seda de colores vistosos, la cabeza cubierta con un turbante
multicolor, los brazos y las piernas desnudos, con unos anillos
enormes de oro en las orejas, y llevaban en su cintura unos pu-
ñales cuya empuñadura estaba engastada con piedras preciosas y
sobresalía de la vaina de terciopelo rojo.
Avanzaron hacia la Sra. Don Juan y esperaron inmóviles a
que su ama les dirigiese la palabra.
–Akmé, Aïssa, – dijo la baronesa de Mirandol, – ¡acom-
pañad al Señor marqués de Artaban!
Las dos mujeres negras se inclinaron.
–¿Vuestras sirvientas son mudas? – preguntó el Último
Gigoló…. Ni a la entrada ni a la salida se oye el timbre de sus
voces.
–¡Solamente hablan cuando lo ordeno! Son mis esclavas
sumisas y devotas, y, a una palabra mía, incendiarían una casa o
matarían a un hombre.
–¡Oh! ¡oh! baronesa, en febrero de 1894 y en París, ¡eso
tal vez sea ir un poco lejos!...
–¿Queréis la prueba?
Y, sin esperar la respuesta del marqués, ella se volvió
hacia las negras, e, indicándoles al Último Gigoló:
118
–Akmé, Aïssa, levantad vuestros puñales sobre este hom-
bre… A la de «tres», lo golpeareis!
De inmediato los ojos de las esclavas brillaron y sus ma-
nos blandieron los puñales extraídos de sus cinturas.
Esperaban; la Sra. de Mirandol ordenó que introdujeran
las armas en sus vainas, y, convencido, el Sr. de Artaban ob-
servó:
–Es asombroso, ¡palabra de honor!… ¡Uno se diría trans-
portada a lo más profundo de Mesopotamia!.... ¡Caramba baro-
nesa, vos podéis vanagloriaros de estar bien protegida! ¡Oh!
¡Qué bárbaro!.... ¡Las volveré a ver seguro, durante la noche en
mis sueños!
Y salió, risueño, escoltado por las negras.
La Sra. de Mirandol acababa de entrar en la sala de baño
donde encontró a Akmé y Aïssa: las dos esclavas la desnudaron,
la lavaron, la masajearon, la ducharon, la perfumaron; y, des-
pués de haber permanecido un largo rato sobre una camilla, la
baronesa, en camisón de franela, almorzó dos trufas a la madera
y una chuleta, regado con un Burdeos añejo, café frío y un vaso
de licor, y, durante su digestión, en su dormitorio, las sirvientas
la ayudaron a ponerse una extraña indumentaria: pantalón gris
sedoso y amplio, blusa de sea azul, ceñida a la cintura por un
cinturón de plata. Los pies desnudos en unas sandalias romanas,
posó sobre su salvaje cabellera un pequeño gorro de terciopelo
negro con cinta de oro, y, así engalanada, la Sra. Don Juan per-
mitía dudar de su sexo, y con su aspecto de efebo o de vestal
iba a sacrificar misteriosos amores.
Misteriosos, en efecto, a juzgar por la inmensa habitación
hacia la que se dirigía, tras haber descendido los veinte escalo-
nes de una escalera cubierta con una alfombra de Esmirna.
Eso no era ni un salón ni un recibidor, sino el templo ori-
ginal, bizarro, maravilloso de un sacerdotisa moderna de Lesbos,
muy parisina, que no se ha conformado con leer La Fille aux
yeux d’or, y se remonta a la fuente de la antigüedad para goce de
sus ojos, de su espíritu y de su carne, en definitiva para la con-
dena de su alma.
119
Alrededor de una pared completamente circular de paneles
cubiertos de terciopelo rojo bordado de seda del mismo color.
Arrojados sobre el tapiz oriental, cojines de todos los ta-
maños y formas hacían deslumbrar sus púrpuras y sus oros en
medio de pieles de leones y tigres, osos y cabras del Tibet. Es-
pejos, hábilmente dispuestos se escalonaban por todas partes,
hasta en el techo, que multiplicaban hasta el infinito los objetos
de la estancia, y la baronesa, acostada sobre uno de los divanes,
podía ver centenares, millares de baronesas, en todas las posi-
ciones, de espaldas, de frente, de perfil, de tres cuartos. Ni un
contacto con el exterior, la puerta de bronce cerrada. El santua-
rio estaba iluminado solamente por unas lámparas de oro col-
gando del techo rojo, y en esas lámparas, cuyas tulipas difundían
una claridad diáfana, se quemaban aceites perfumados y oloro-
sas esencias; aquí y allá, panoplias, estantes y vitrinas con fras-
cos de cristal artísticamente tallados, y sobre los que se podía
leer: Opio, cocaína, éter; pipas de coral y turquesas, desplegaban
sus tubos a los pies de los divanes en ligeras ondulaciones,
mientras que en las jardineras de Saxe, de Sevres, de Limoges y
los jarrones de Delft, había flores, cada mañana renovadas, que
mezclaban sus dulces perfumes con las fragancias embriagado-
ras de los quemadores.
Allá, sobre una tarima de terciopelo rojo, y bajo un dosel
de brocado y oro, aparecía majestuoso y florido como un altar,
el lecho en mármol blanco y filetes dorados, con sus preciosas
guarniciones, sus almohadas de Valenciennes y sus sábanas de
satén: la cama era colosal, en forma de rotonda, y más de veinte
mujeres habrían podido dormir allí e incluso retozar.
Y como para recordar las realidades de la vida en esa es-
tancia de ensueño, sobre una de las estanterías se veían vinos de
Francia, de España y de Italia, licores variados, sándwich, paste-
les, bombones, y numerosas viandas.
Cuando la Sra. Don Juan entró, la Venus de las Fantasías
Parisinas, Mathilde Romain, introducida por las negras, y que
esperaba en el santuario, fue a arrojarse a los brazos de la con-
quistadora:
120
–¡Oh! ¡Señora baronesa! ¡Señora Huguette!...
–No me llames así, gatita mía – dijo la Sra. de Mirandol –
Llámame Huguet… Sí, Huguet…
……………………………………………………………
……
Aquí, el autor se detiene, no queriendo pintar los cuadros
de lujuria, pues si el derecho del novelista no tiene límites en el
campo de las costumbres y el deshoje del Árbol de la Ciencia –
árbol del Bien y del Mal – su deber es evitar las descripciones y
análisis peligrosos para una obra divulgada entre un numeroso
público. El escritor – como es sabido – no pretende hacer amar
el vicio, sino flagelarlo e inspirar horror mediante sus conclu-
siones.
……………………………………………………………
……..
De pronto, la baronesa preguntó a la actriz
–¿De dónde vienes?
–De mi casa.
–¡Eso no es cierto!
–Pero… – balbuceó la diva del Triunfo de Venus.
–¡Te digo que no es cierto! Tus cabellos tienen ese olor a
almizcle, ese vulgar y horrible perfume de las que estaban im-
pregnadas nuestras primeras citas, ¡cuando salías de casa de la
italiana!
–¡Ya no veo a Coelsia!
–¿Lo juras?
–¡Sí, Huguet, os lo juro! ¡La Señora Perrotin solo es una
extraña para mí!
La Sra. Don Juan iba y venía, furiosa, por el templo, danto
patadas a los cojines que se encontraban a su paso; y, con los
ojos encendidos, la voz vibrante y el gesto imperioso, gruñó:
–Mathilde, si me traicionases… si has estado viéndote con
esa italiana, te mataría… ¡Os masacraría a ambas!... Devolverás
todo lo que te ha regalado, todo lo que ella te ha ofrecido, al
barón Géraud, ese desgraciado viejo; entregarás a la Sra. Perro-
121
tin sus joyas, el dinero, los vestidos… Mira, querida, soy lo bas-
tante rica para reemplazar todo eso y, en lugar de echarte el al-
mizcle, su abominable olor a ella, te embalsamarás de iris y ver-
bena, mis perfumes favoritos.
Y, mientras la Sra. Don Juan amenazaba aún a la visitante,
un timbre eléctrico sonó en un rincón del santuario.
Jamás ningún criado, a excepción de Akmé y de Aïssa, ba-
jaban a ese subsuelo del palacete, y cuando era necesario hablar
con la baronesa se comunicaban con ella con la ayuda de un
telefonillo interior.
Era el timbre de ese telefonillo el que sonaba.
La Sra. de Mirandol dudaba en acudir, pero, el timbre so-
naba vibrante y aplicó su oreja al receptor, a la vez que hablaba
hacia la placa magnética:
–¡Diga! ¡Diga!...
–La señora baronesa tiene una visita.
–¿Quién?
–El Sr. príncipe Dimitri Vorontzow y lady Fenwick…
–¡Está bien!... ¡Rogadle que esperen!...
Vació una bolsa llena de oro sobre las rodillas de Mathil-
de, soñolienta, y añadió un brazalete de piedras preciosas; subió
a sus aposentos, se vistió con indumentaria de mujer y fue a re-
unirse con sus visitantes en el gran salón.
Tras las corteses fórmulas de rigor, Cloé se expresó en es-
tos términos:
–Mi querida baronesa, he aquí el príncipe Vorontzow al
que sabéis valiente, audaz, temerario… Ha arriesgado veinte
veces su vida…
La Sra. Don Juan sonrío con amabilidad:
–Jamás he dudado de la valentía del príncipe Dimitri…
pero no veo… no del todo…
–¿Adónde quiero llegar?
–Efectivamente, mi querida lady…
El atamán, que se mantenía muy erguido sobre su sillón y
un poco turbado, hacía circular entre sus manos enguantadas de
gris perla, un sombrero de seda de ocho reflejos.
122
La sobrina del barón Géraud continuó:
–Pues bien, este aristócrata tan valeroso, no se ha atrevido
él solo a plantearos una simple pregunta, y me ha rogado a mí,
su amiga, la vuestra… acompañarle para darle ánimos…
–Entonces parece muy serio, príncipe – dijo Huguette – lo
que tenéis que preguntarme…
Cuando su corazón es joven, los hombres más audaces
muestran una timidez de niño, y, a la vista de su ídolo, Voront-
zow se intimidaba:
–Sí… muy seria… pero os ruego, baronesa, que me per-
mitáis conceder la palabra a lady Fenwick… Ella os dirá, mejor
de lo que yo sabría expresarlo, el objeto de mi deseo, ¡de mi
mayor ambición!
–Como vos no adivináis, Señora, – continúo la hija mayor
del marqués de Haut-Brion – el príncipe Vorontzow, seducido
por vuestra belleza, vuestro espíritu y vuestras virtudes, ¡solicita
el gran honor de ser vuestro marido!
Huguette envolvió a la joven rubia con una mirada indefi-
nible, y Cloé ya había visto brillar esa mirada enigmática en los
ojos de la Sra. de Mirandol, pero nunca tan ardiente, tan cargada
de efluvios, y esa mirada la impactaba, la quemaba, la fascinaba,
como antaño la del bello Arthur.
El príncipe se enardeció:
–¡Espero respetuosamente vuestra respuesta, Señora baro-
nesa!
Ella dijo, coqueta:
–Esta respuesta, príncipe, no puedo dárosla hoy mismo…
–¿Debo considerar la demora como una negativa?
–¡No!... ¡no!... ¡en absoluto!... pero necesito reflexionar…
–Nada es más natural, y me iré, muy dichoso y bendeciré
esta campaña inicial, si me permitís esperar.
–¡Claro que sí, príncipe… Esperad!
¿Matrimonio? La Sra. Don Juan lo consideraba odioso y
ridículo. Ya había tentado a la suerte una vez, y, al cabo de un
año, asqueada del contacto masculino, aceptó el divorcio como
una liberación. Sin embargo, el título de princesa y seis millones
123
de rublos la deslumbraban, y, en lugar de rehusar, solicitaba
reflexionar, entreviendo la posibilidad de ejercer, a pesar de la
unión con el ingenuo cosaco, sus amores lesbianos.
Vorontzow se levantaba:
–¿Dentro de cuántos días, señora baronesa, me autorizáis a
regresar para saber la respuesta?
–¡Oh! ¡Pronto, príncipe! Tal vez mañana… Mi respuesta
os será comunicada por mediación de nuestra graciosa interme-
diaria Lady Fenwick…
Él se despedía del ídolo, y, en el momento de salir, se in-
clinó hacia la esposa de Reginald:
–Os dejo, mi querida lady… ¡Ayudadme en mi causa!
El atamán no podía elegir un más leal y peligrosa abogada.
Sola con Cloé, la Sra. de Mirandol emitió un suspiro de
alegría:
–Mi querida lady, necesito hablaros… Venid… Acercaos
a mí… Más cerca.. Más todavía…
Había cogido el brazo de Cloé, y la visitante, por desgra-
cia, tan rápidamente caída bajo la ignominia de los hombres,
pero aún inocente en materia lesbiana, no sentía el peligro de los
ojos brillantes, de los labios ávidos y de las manos temblorosas
de amor.
La Sra. Don Juan se atrevió con frases extrañas.
Lady Fenwick se levantaba:
–¿Os habéis vuelto loca, señora?
Esas palabras tuvieron el poder de apaciguar a la reina de
Lesbos que, viendo la inutilidad actual de la tentativa, decició
atacar en una mejor ocasión y, para cambiar de tema, estalló a
reír:
–¡Me divertía! ¡Soy tan infantil!... ¡Una auténtica pensio-
nista de los Oiseaux!... Querida, me volveré seria… ¡Decid al
príncipe que espere!
Huguette, volviendo a bajar al lado de Mathilde, la en-
contró dispuesta a partir; Venus tenía en su brazo el brazalete
magnífico y una centena de luises tintineaban alegremente en su
pequeño bolso de cuero ruso.
124
–¿Adónde vas? – preguntó la baronesa.
–A las Fantasías, señora… Vuelvo a actuar dentro de cua-
tro horas.
–Deja tu teatro, y ven al Bois.
–¿Con vos?... ¡oh!...
–¡Sabes que estoy por encima de los prejuicios!
–Yo también, pero debo ir al teatro… La Cría-Reseda sus-
tituye a Blanche Latour en Cupido, y como se añaden al Triunfo
un montón de maquinas para las hermanas Arrisson, las bailari-
nas americanas, estoy obligada a asistir a los «retoques»…
–¡Bonita muchacha, Blanche Latour!... ¿No es la amante
del marqués de Artaban?
–¡Y de muchos otros hombres!
–¡Qué zorra!
–¿Vendréis esta noche al teatro, Huguet?
La Sra. don Juan mintió, presa de unos celos feroces:
–No, esta noche voy al baile.
–Hasta mañana, entonces.
–Sí, hasta mañana.
Se despidieron y la pensionista de La Templerie abandonó
el palacete del bulevar Malesherbes.
Al final de esa bella jornada, la baronesa se multiplicó: se
la vio en el Bois, manejando con mano experta un caballo, hasta
el momento reputado indomable, a continuación fue a una expo-
sición de pintura; llegó al Palacio de Hielo, y Dimitri Vorontzow
puedo admirar a la que ahora consideraba como su novia, evolu-
cionando sobre la pista en vestido ruso del Oural, y llevando el
pantalón ajustado, las botas plegadas y el gorro de astracán co-
ronado con un aguilucho.
Regresó en automóvil eléctrico, hábilmente conducido a
través de Paris.
Por la noche, la Sra. Don Juan se hizo servir la cena en el
suntuoso comedor del palacete, y, hacia las ocho, encantadora,
en indumentaria masculina, se fue a ocultar en un palco, en las
Fantasías Parisinas.
125
¿Quién era esa mujer, esa baronesa tan extraña, tan audaz
y depravada?
Originaria de la Habana, hija de un plantador, había sido
iniciada muy joven por una gobernanta en los sacrificios de
Lesbos; y, a la muerte de su padre, independiente y rica, los
practicaba con un terrible ardor.
Venida a Paris, casada con el barón de Mirandol, continuó
su vida de libertinaje, y el honorable aristócrata rompió la cade-
na sin escándalo.
Hoy, la joven y brillante divorciada se mantenía en forma,
a pesar de las lujurias, gracias a una rigurosa higiene y deportes
cotidianos.
De los salones más aristocráticos, descendía a los tugurios
más inmundos, en busca de pasajeras y antinaturales aventuras:
no se le conocía amante, y se hablaba de sus relaciones y dispu-
tas femeninas; se la temía, se celaban de ella; se contaban histo-
rias de lo más escandaloso, pero se la honraba e incluso se la
quería por su franqueza, su generosidad, su bravura, y si se criti-
caba a la Sra. Don Juan, se saludaba con respeto a la Señora
baronesa.
La sala de las Fantasías Parisinas donde se representaba el
eterno Triunfo de Venus, era muy bonita.
Desde el fondo de un palco enrejado, Huguette espiaba las
menores miradas, los menores gestos de Mathilde Romain, y
analizaba el juego fantástico de los demás actores de la obra.
Cansadas de repetir todas las noches, a las mismas horas,
después de más de dos años, las mismas palabras, las artistas se
«quemaban», según una expresión prestada del vocabulario de
las actrices, y, solamente permanecía interesante la amante del
director, la Cría-Reseda, sustituyendo a Blanche Latour en el
papel de Cupido.
La pequeña Jeanne era realmente bonita y deseable en
maillot rosa pajizo dorado, con las alas de color azul, y el
«tutú», que dejaba ver sus formas redondas: las coplas salían
armoniosas y ligeras de su boquita, y prendía un incendio entre
los viejos de la orquesta.
126
La Sra. Don Juan la observó a través de las verjas de su
palco, pero sin olvidar a Mathilde Romain. Sí, acecharía a Ve-
nus a la salida, dispuesta a abofetearla, si la engañaba con un
hombre y sobre todo con una mujer: pero, ¿qué le impedía invi-
tar al día siguiente a cenar a la magnífica Reseda?
Y expedita en sus amores, escribió en algunas líneas sobre
una tarjeta de baile, pidió un sobre a una acomodadora y le dijo:
–Entregad esto a la Señorita Jeanne Reseda, en su cameri-
no…
La mujer de las cintas rosas se levantaba, muy digna:
–¡Oh! Señor!... ¿Por quién me tomáis?.... ¡Soy una decente
madre de familia!
–¿Queréis un luís?... ¡Tomad!...
Dio una moneda de oro, y los escrúpulos de la mensajera
se desvanecieron:
–A vuestro servicio, mi joven Señor!... La Cría-Reseda
tendrá vuestra nota en cinco minutos, tan pronto se baje el telón.
–¡Bien! ¡Traedme la respuesta!
La obrera tomó la carta y salió, murmurando:
–¡Menudo bicho! ¡Tú eres una mujer disfrazada de hom-
bre!... No se la pegas a la tía Lacuisse!... ¡Oh! ¡Los vicios! ¡Los
vicios!... ¿Adónde iremos a parar, Dios mío! ¡Adónde iremos a
parar!... ¡Pobre Señor La Templerie! ¡Pobre Francia!
Y cuando el telón cayó en el penúltimo acto de la pieza, la
Sra. Lacuisse franqueó la puerta de hierro y subió por la escalera
de las artistas.
En su camerino, la Cría-Reseda se recomponía el maqui-
llaje charlando con Victor La Templerie y Arthur de La Plaçade,
que habían acudido para felicitarla por su éxito en el rol de Cu-
pido.
–Entonces, mi pequeño Víctor, ¿te parece que tengo talen-
to?
–¡Un talento a rabiar!
–¿Más que Blanche Latour?
127
–Blanche Latour no os llega a la suela – dijo el bello Art-
hur– Pero, a propósito, ¿sabéis con quién he tenido el honor de
encontrarme esta noche?
–¿Con Reginald Fenwick, tal vez? dijo Jeanne.., Os ha
castigado duramente el milord.
–¿Y quién os ha informado, Cría?
Jeanne se volvió furiosa, hacia el vizconde:
–Vos siempre me llamáis «Cría», y sabéis que no me gus-
ta… ¡Espejo!
–¡Bien enviado!– dijo riendo, el director.
–En los carteles se me lama «Reseda», y vos me llamareis
«Reseda».
–¡Si así lo queréis!
–¿Y cuál es la persona con la que os habéis encontrado, mi
vizconde?
–¡A la honorable Señora Valerie Michon!
–¡Oh! ¡esa zorra!… ¿En su hotel para mujeres?
–Sí.
–¡Frecuentáis bonitos lugares! ¡Muy propios!
–¿De todos modos, se os verá allí una de estas noches, eh?
–¡Yo, ya no como de ese pan, y si he franqueado la puerta
a la Michon con su chimpancé de sepulturero, no es para… tra-
bajar en su casa!
–Espero – observó filosóficamente La Templerie – que, en
ese género, no tabrajes en ninguna parte-
–¡No!... ¡Eso me asquea por adelantado!
Se golpeaba a la puerta.
–¿Quién es? – exclamó la diva.
–¡Yo… La Señora Lacuisse!...
–¡Entrad!
La acomodadora se introdujo en el camerino y no pudo re-
primir un movimiento de espanto percibiendo al director; temía
una sanción para haber abandonado su puesto, sin autorización.
–¿Qué desea señora Laccuise? – interrogó l.a Templerie.
Discreta mensajera de amor, la mujer de las cintas rosas
balbuceó:
128
–¡Oh!... nada… Pasaba por aquí… y… ya comprendéis…
señor director…
Víctor, Arthur y Jeanne estallaron en risas ante la cara
azorada de la obrera.
La Templerie preguntó:
–¿Una carta, verdad?
–No, señor director…
–Vos tenéis una carta para la Señorita Jeanne… La vedad,
u os echo fuera.
Ella imploraba a la diva auxilio con la mirada.
Jeanne dijo:
–Vamos, tía Lacuisse, dejaos de tantas historias… Si es
para mí… dádmelo… ¡Estos caballeros no os comerán!
–¡Oh! ¡no!. – suspiró La Plaçade.
Entonces la obrera extrajo de su blusa la carta de la Sra.
Don Juan y la entregó a Jeanne.
–¿Quién envía esto?
–Un hombre joven… ¡Oh! ¡Un divertido hombre joven!
Debo llevarle la respuesta al palco numero tres…
–Esperad, Señora Lacuisse.
Vivamente, Jeanne recorrió la carta y emitió una exclama-
ción de cólera:
–¡Oh! ¡la guarra! ¡A Lesbos! ¡A Lesbos, Madame Sapho!
¡A Lesbos!
–Estás puesta en mitología – se divertía el director.
–¡Caramba! ¡No se habla de otra cosa en la obra!
–¡Es lo que habrá excitado a la otra! – dijo sardónico el
bello Arthur.
–Tengo ganas de estrangularla después de la escena…
¡Veremos la cara que pondrá en su palco!
Y, observando que la obrera seguía allí:
–¡Ah! sí… ¿Esperáis la respuesta, tía Lacuisse? Pues bien,
id a decirle: «A la mierda», a esa zorra.
La mujer se alejó; la diva entregó el papel a La Plaçade
que leyó, divertido:
129
«Señorita,
«Estáis exquisita, ideal, en el rol de Cupido, y me gustaría
testimoniaros de viva voz, mi entusiasmo.
«Podéis tener absoluta confianza… Soy una mujer de
mundo, bajo un traje de hombre, y no tendréis que lamentar
escuchar lo que no puedo escribir, en la conmoción de mis dese-
os… ¿Dónde y cuándo?... Una palabra, os lo ruego.
Vuestra ardiente admiradora,
«HUGUET DON JUAN.»
Arthur metió la nota en su bolsillo.
–¡No debe haber abandonado aún el teatro! Hay que saber
el auténtico nombre de la corresponsal. Palco número tres.
¡Acudo presto!
Y desapareció.
–¿La carta?... ¿La carta? – reclamaba Jeanne.
Pero el vizconde ya estaba lejos y adelantó a la lenta La-
cuissse.
De pie, en la orquesta, cerca del palco, el rufián reconoció
en el joven hombre a la Sra. de Mirandol, y vio allí un próximo
y admirable chantaje.
La Sra. Lacuisse se conformó con decir a la baronesa:
–La señorita Jeanne no puede… Es la amante del director,
y eso le haría perder su situación…
El último acto tuvo lugar sin problemas; Mathilde Romain
iba a partir, pero como debía regresar directamente a su domici-
lio, no se dio prisa y escuchó unos chismorreos de las ayudantes.
Finalmente, Venus descendió en el momento en que los
últimos figurantes acababan de pasar delante del local del porte-
ro.
En el oscuro corredor que desembocaba en la plaza Gai-
llon, una mano la agarró y la detuvo.
–¡Huguette!... ¡Huguet! – dijo Mathilde, alegre.
130
–¡Ni Huguet, ni Huguette! – respondió duramente una voz
de mujer– Es Nona-Coelsia quien te vigila y a la que has de se-
guir!... ¡Vamos, ven!
Mathilde se resistía:
–¡Pero vos sabéis bien, señora, que toda relación entre no-
sotras deben acabar! ¡Dejadme!
–¡Es que no quiero! ¡No quiero sufrir más!... ¡Eres mía y
te quiero conmigo! – exclamó la italiana.
Venus temblaba; la Sra. Perrotin siempre le había dado
miedo, y, esa noche, una gran cólera y una gran pasión anima-
ban a la esposa del arquitecto.
–¡Sígueme! – ordenó la Señora Perrotin, cuyos ojos negros
brillaban en la oscuridad.
–¿Adónde queréis conducirme, Coelsia?
–A mi casa no, por supuesto… ¡Sabes que es imposible!...
Te llevo a cenar al Egipcio… Allí te explicaras, y si debemos
romper seguiremos siendo buenas amigas…
Había cambiado de tono, y su voz se había vuelto armo-
niosa; Mathilde Romain siguió a la italiana por la plaza Gaillon,
hasta un coche donde Nona-Coelsia la hizo subir a su lado, gri-
tando al cochero:
–¡Rápido… al Café Egipcio!
Entonces, en el mismo instante, un cupé que se encontraba
estacionado con las cortinas bajadas en la esquina de la calle de
la Michodière, se puso en marcha y mantuvo la misma velocidad
del fiacre que llevaba a la Sra. Perrotin y a la Venus de las Fan-
tasías Parisinas.
Nona-Coelsia y Mathilde, apeadas en la puerta del restau-
rante, evitaron la gran sala de la planta baja, brillantemente ilu-
minada y repleta de consumidores cenando a la salida de los
teatros; subieron la escalera de alfombra roja y mullida que las
llevaba al primer piso y solicitaron un reservado.
La amante del barón Géraud ordenó ostras, becada fría,
ensalada americana, helados, frutas y champán helado, y las dos
lesbianas, reconciliadas, se encerraron tras haber dado al cama-
rero de servicio la orden de no entrar excepto a sus llamadas.
131
Abajo, en la sala común, el príncipe Vorontzow y el mar-
qués de Artaban cenaban.
Después de la aventura de Chaville, su amistad se había
hecho más íntima, y esos dos bravos y apuestos aristócratas dis-
frutaban estando juntos e intercambiando observaciones.
El atamán comunicaba felices noticias respecto del Sr. de
Esbly y de lady Fenwick: el ex doctor Nikador, provisto de los
papales de un secretario, acababa de llegar a Rusia, a una pro-
piedad del príncipe, donde viviría hasta que Dardanne finalizase
sus gestiones, es decir hasta la revisión del proceso criminal; por
otra parte, lady Fenwick, desembarazada del vizconde de La
Plaçade, había encontrado en casa de la condesa de Esbly, a su
hermana Olga Lagrange, la segunda hija del marqués de Haut-
Brion, y se esperaba ver pronto, libre y curada, a la Sra. Lagran-
ge, todavía recluida en Sainte-Anna.
Luego, el aristócrata ruso evocó sus amores y dijo que, ese
mismo día, había ido en compañía de lady Fenwick, a solicitar la
mano de la baronesa de Mirandol.
–¿Y… ella ha aceptado? – preguntó, inquieto, el Último
Gigoló.
–La baronesa pide algunos días para reflexionar…
Muy serio, el marqués observó:
–¡Reflexionad… Reflexionad vos mismo, antes de come-
ter tal locura, mi querido príncipe!
–¿Reflexionar?... ¿Por qué?
Achille vacilaba:
–La Señora de Mirandol es una mujer… divorciada…
–¡Eh! ¡Eso no me importa! ¡No quiero saber la razón de su
divorcio!... ¡Estoy seguro por adelantado que todos los errores
han sido cometidos por su marido!...
El último Gigoló insistió:
–¡Es original… excéntrica en sus gustos y costumbres!
–¡Sí, pero tan buena, tan leal!
–¡Reflexionad, príncipe… reflexionad!
–¡La adoro y quiero hacer de ella la compañera de mi vi-
da!
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–¡Ah! ¡Príncipe! ¡Príncipe!
–¿Qué ocurre?
Y como el marqués se callaba, no atreviéndose a revelar
los desenfrenos de la baronesa, Vorontzow se exaltó:
–¿La diferencia de edad?... ¡Bah! ¡el amor rejuvenece!
Salieron tomados del brazo, dirigiéndose hacia el Cosmo-
politan Club.
En smoking, bajo un abrigo de pieles, con botas de charol,
guantes blancos, tocada de un sombrero de copa, la Sra. Don
Juan franqueaba la escalera del Café Egipcio.
En el primer piso, en el corredor de los reservados, muy
fría en apariencia, pero con el corazón latiendo, dijo a un chef
del hotel:
–¿Dónde están las dos damas que acaban de subir hace al-
gunos minutos?
–En el 14, señor.
–¡Abridme!
–Imposible.
–Me esperan.
–No se debe entrar excepto que llamen al timbre… Es la
orden que me han dado…
–Pues bien, yo, – dijo Huguette con el monóculo en el ojo,
y apenas pudiendo dominar su cólera – ¡os ordeno que abráis!
–No puedo, señor, haríais que me despidiesen…
–¡Os advierto que si no obedecéis inmediatamente, os pa-
teo el culo y hundo la puerta!
Quiso salvarse con una mentira:
–No tengo la llave…
–¡Yo la tengo aquí!
Y, extrayendo un billete de su bolsillo, lo ofreció al criado.
El camarero introdujo su llave maestra en la cerradura, y
la Sra. Don Juan se introdujo en el reservado, cerrando la puerta
tras ella.
Mathilde arrojó un grito de terror, y la Sra. Perrotin, ca-
minó altiva hacia la baronesa; ya, la diva de las Fantasías Parisi-
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nas se precipitaba entre sus dos benefactoras, y se colgaba de la
Sra. Don Juan:
–¡Os lo suplico, Huguette, no nos hagáis daño!….
¡Perdón!... ¡Perdón, señora baronesa!... ¡Perdón, Huguet!
La reina de Lesbos la alejó brutalmente:
–¡Atrás, puta!
Y, levantando la mano sobre su rival, la abofeteó con ga-
nas:
–¡Toma italiana, atrapa esa!
Pálida de rabia, la Sra. Perrotin había cogido un cuchillo;
pero Mathilde tuvo fuerzas para quitárselo.
Y, como se escuchaban ruidos de voces y pasos, y ninguna
de las lesbianas quería dar un espectáculo antes de retirarse, la
mujer del arquitecto depositó dos luises sobre la mesa para pa-
gar la cuenta y dijo:
–¡Nos volveremos a ver, señora!... Se dice que manejáis la
espada, pero yo también. Allá, en mí país, he hecho esgrima...
¡Mañana recibiréis la visita de dos de mis amigas!
–¡Las espero! – respondió desafiante, la Sra. Don Juan.
Y, muy dulce, a Mathilde:
–Te perdono…
Siempre alegre, siempre robusto, esa misma noche el últi-
mo Gigoló hacía los honores a Blanche Latour en su apartamen-
to; y, por la mañana, soñando con nuevos «calzados para su co-
lección», dijo:
–Querida, serías tan amable de regalarme uno de tus es-
carpines del Triunfo de Venus… ¿un zapato izquierdo?
Ella dijo, coqueta:
–¡No!... ¡no!... ¡Todavía no, mi Gigoló!... Tú eres el últi-
mo… ¡la perla!... ¡Nadie lo hace como tú!... Todavía no, mi Gi-
goló…
Brillante y seductor, el marqués habría podido abusar de
su belleza viril, de su espíritu y su gracia para actuar como los
La Plaçade, los Perrotin y los La Templerie; pero no entregaba
dinero a las bellas, no quería conseguirlo con las lujurias: le gus-
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taba apasionadamente su arte de gigoló, despreciaba el vil oficio
de chulo y declaraba que era más fácil hacerse querer por una
mujer que por un perro.
FIN