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Músicos del Caribe
El Grupode los
Sí AlineadosDAVID SOSA DELGADO
Nosotros los del Caribe tenemos cosasque no porque sean nuestras son más sabrosas,queremos sólo invitarte a que tú las pruebes […]de Cuba, de Venezuela, de Panamá;de aquí de Santo Domingo, de Puerto Rico,de Nicaragua,son de Colombia, de México,de Guadalupe,son de Jamaica, las traigo yo…
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Qué mejor manera de introducir este ensayo que
con el anterior tema, ya antológico, y que lleva
la audacia musical hasta límites insospechados, muy
experimental en el arreglo, de Juan Formell y su or-
questa cubana Los Van Van.
¿Qué son esas cosas –o sería mejor referirse a in-
gredientes– que hacen de la música caribeña un río
caudaloso con afluentes al que vienen a beber de las
más apartadas orillas? ¿Qué son, que la hacen pare-
cer tan exótica y erótica a oídos y cuerpos tan dispa-
res como los de los europeos y los japoneses? Sí, por-
que, por ejemplo, el escritor canario J.J. Armas Marcelo
ya había advertido que “por ahí le entra el agua al coco
a la costumbre de vivir y de beber, por la fantasía, por
la imaginación, que es por donde Paquito de Rivera,
Celia Cruz, Albita Rodríguez y Lucrecia, más la sopra-
no Brenda Feliciano, nos van a arrebatar hasta el Cari-
be imaginario en el Riviera de Madrid con su música
la próxima semana”.1 Es decir, la de junio. Pero igual
podría ser ésta en otro lado del mundo, en Japón, si la
Orquesta de la Luz se decide a volver a aparecer en
los escenarios, no para representar algún acto del mi-
lenario kabuki japonés, sino para tocar ¡salsa caribeña!
Pero antes tendríamos que ponernos de acuerdo
en qué es la música del Caribe. Si es la que se ha
hecho y se sigue haciendo estrictamente en los territo-
rios bañados o salpicados o circundados por el
mar Caribe, también llamado de las Anti-
llas –situado entre las
islas de este nombre y la
América Central y del Sur
(Cuba, Jamaica, Santo Do-
mingo, Puerto Rico, Panamá,
etc.)– o la que se hace (¡y se
sigue haciendo!) en los territo-
rios descendientes de los indí-
genas caribes (Venezuela y las
Guayanas, hasta el Amazonas y
aun más al sur). En este artículo
se propone el molde de la música
hecha en las islas antillanas y en las zonas con
costas del continente que miran cara a cara a “nues-
tro Mediterráneo”.
Eso sin olvidar aquella música que ha traspasado
fronteras geográficas y se ha instalado con toda la fuer-
za de los ancestros en territorios como New Orleans,
la península yucateca, Brasil, la Nueva York que vio
“nacer” a la salsa e, inclusive, en territorios imagina-
dos de Norteamérica, pero muy caribeños, como el
mítico condado de Yoknapatawpha de William
Faulkner, lo que el musicólogo Helio Orovio define
como un “Caribe extendido”. (Y se incluyen, pues no
hay que olvidar que escritores como Gabriel García
Márquez y Carlos Fuentes han detectado en las histo-
rias de Faulkner una geografía muy cercana a ese
Caribe nuestro de filibusteros, lamentos de esclavos,
percusión, atmósferas abrasantes y abrasivas, ron, caña,
azúcar, celos y traiciones…)
Esa es la tesis que se tratará aquí sin ningún embo-
zo. Y también la de la decisiva influencia negra, heren-
cia de los regímenes esclavistas comunes a todas es-
tas regiones. Pasando al vuelo por la certeza histórica
de haber compartido metrópolis como España, Ingla-
terra, Francia y Holanda, en muy pocos casos puede
decirse que lo que ha marcado como sello distintivo a
la música hecha en el Caribe –desde la rumba y el
son cubanos, pasando por el merengue dominicano y
la méringue de Haití, hasta el reggae jamaiquino– haya
sido la armonía y la poética de dichas metrópolis, sino
más bien el cepo de los esclavos, su manera de percu-
tir, sus cantos litúrgicos y todo el imaginario
que se empeñaron en no
dejar morir a pesar de ha-
ber sido trasplantados bru-
talmente de sus territorios.
En su libro, en proceso de
edición, La música en el Cari-be: factor de unión y desarro-llo, el investigador Cristóbal J.
Sosa López señala: “Este fac-
tor negro de la cultura cuba-
na es el mismo que aúna en nues-
tros días una cultura caribeña y que sir-
ve de base para nuevos y más profundos
acercamientos. Negros africanos fueron in-
sertados por la fuerza en el sur de los Esta-
dos Unidos, Santo Domingo, Haití, Puerto
1 J.J. Armas Marcelo,“La costumbre de vi-vir”, en ABC Cultural,Madrid, junio de 2001.
Nunca me acerqué a tipero sabía que andabas en las hebras de la brisa,en el eco del caracol y en el ala de la mariposa.Un tambor llamando a la danzaY una flauta despertando a las serpientes.Eras menos que una adolescenteAnsiosa de un golfo propio.¿Cómo hallarte tan niña en un sueño sin velas?
JUAN ZAPATA OLIVELLA, En azul transparente
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Rico, Venezuela y Colombia, por citar algunos de los
más importantes. También las islas anglófonas y
francófonas de hoy están pobladas por descendientes
de los negros esclavos originarios. Hay, pues, una base
común en cuanto a cultura musical”.
Ya es hora de decir que, para las zonas objeto de
estudio, estamos hablando de una música generada en
sitios donde confluyeron tres culturas básicas: la
indocaribeña, la hispánica y la de origen africano. Siguien-
do al musicólogo Argeliers León, “la configuración geo-
gráfico-económica que en cada momento adquirían esas
zonas permite hoy distinguir una etapa inicial de mero
asentamiento de una música ibérica, que se trasladaba y
reproducía desde una peculiar cultura que aquí se hacía
de dominación, pero que no pudo –no tenía por qué–
desprenderse de sus raíces populares tradicionales que
traía de Europa, y en estas tierras entremezclaba sus pro-
pias diversidades. Aquí se encontró con otra cultura do-
minada: la que traía el africano que el régimen esclavista
que se creó para la América insertó, a veces en una es-
trecha conexión de interdependencia, entre la población
colonizadora que se levantaba en el Caribe, con una par-
ticular estratificación social”.2
Nos guiaremos por tres patrones fundamentales,
aunque no únicos, de migración forzosa de negros al
Caribe:
a) Fanti-Ashanti, para la América de habla ingle-
sa y holandesa;
b) Ewe-Fon, en la parte francesa del continente
americano;
c) Yoruba, Carabalí y Congo, en la América de
habla hispano-lusitana.
Por lo cual emerge un axioma obvio, según el cual
“habría que partir, claro está, de la música litúrgica
africana, de los viejos ritmos percutidos a veces sola-
mente con las manos y el golpear sobre muslos y ca-
deras […]. De tambores sacros, de fundamento parten
muchos de los ritmos de la música popular cubana de
nuestros días y también se nutren muchos de los rit-
mos caribeños actuales”.3
2 Helio Orovio, Músicapor el Caribe. Santiagode Cuba: EditorialOriente, 1994.
3 Cristóbal J. SosaLópez, La música en elCaribe: factor de unióny desarrollo. La Haba-na (en proceso de edi-ción).
”Al oír una banda de porros característica con los instrumentos básicos–el bombardino, el trombón, la trompeta y el clarinete– estás oyendo
la banda típica de New Orleans en los entierros por sus calles tocando esos bluesdesgarradores, y muchos fraseos del porro son estrictamente de rag time ”.
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Lo anterior no significa que olvidemos de qué ma-
nera se fueron amalgamando en el Caribe instrumen-
tos pulsados como la guitarra usada para interpretar
canciones y boleros; la clave cubana, instrumento úni-
co en la región, fundamental en el son; las décimas
campesinas, en el caso de Cuba, también con la guita-
rra y el tres; la transformación del porro colombiano
en un sonido más para bandas, en una época en que
no había en el país muchos instrumentos de cobre,
algo que Colombia le adeuda a los músicos negros
norteamericanos. Anota el músico e investigador co-
lombiano Yesid Durán: “Al oír una banda de porros
característica con los instrumentos básicos –el
bombardino, el trombón, la trompeta y el clarinete–
estás oyendo la banda típica de New Orleans en los
entierros por sus calles tocando esos blues desgarra-
dores, y muchos fraseos del porro son estrictamente
de rag time. Al porro también se le introdujo el trom-
bón militar, que antes no lo tenía; de ahí vino todo lo
que sería después el fandango”.
Sea éste el momento, para no perderle el hilo a
Ariadna, de recordar que los negros norteamericanos
también nos deben otras cosas a nosotros, los del Ca-
ribe. Por ejemplo, nos deben una mezcla rítmica con
una historia que empieza en 1947 con Mario Bauzá,
Frank Grillo ‘Machito’, Luciano ‘Chano’ Pozo y el nor-
teamericano Dizzie Gillespie; todos ellos precursores
del tipo de música conocida en aquel momento como
afrocuban, una mezcla de son y jazz que después,
mucho después, le daría paso a lo que hoy conoce-
mos como latin jazz…
Otros aliños, otros ámbitos
La música que nos ocupa pasa por la bomba y la
plena de Puerto Rico, el merengue dominicano, el
biguine martiniqueño, el calypso oriundo de las islas
anglófonas del Caribe, el reggae jamaiquino, la gaita
zuliana, la cumbia, el porro y el vallenato colombia-
nos, el tamborito panameño, el palo de mayo en Nica-
ragua, el son, la guaracha, la rumba y el guaguancó
de Cuba, el bolero en todas sus variantes latinoameri-
canas, entre otros. Ritmos que, por cierto, muchos
puristas aseguran que están en bancarrota –poco
menos que el crack total–. Y se lamentan porque, di-
cen ellos, para escuchar buena música autóctona de
Puerto Rico no vale la pena encender la radio, sino
intrincarse en algún callejoncito del viejo San Juan, a
ver si en algún bar un turista gringo pasado de copas
está conminando –como Humphrey Bogart en Casa-blanca al pianista– con un “Tócala de nuevo, Sam”. O
porque en la República Dominicana el merengue des-
pués de Wilfrido Vargas y Juan Luis Guerra es una
misma letanía, es decir, el des-merengue. Y porque en
Jamaica lo único rescatable, para algunos, es The
Wailers, el grupo que siempre acompañaba a Bob
Marley. Lo que, en sentido estricto, tiene algo de fun-
damento, pero sólo algo.
Aunque no sea todo lo conocida que uno quisie-
ra, la música caribeña vive, vibra. Ya no está Bob Marley,
es verdad, pero hay un tipo fabuloso, natural de
Kingston, cuna del reggae, llamado Don Carlos & Gold
que toca un reggae fidelísimo a su herencia africana,
sin olvidar el compromiso social en las letras. De Haití
nos llega la música popular de Beethova Obas, influi-
da por la canción francesa, el jazz y canciones tradi-
cionales haitianas…
Si se menciona a Colombia, a muchos les duele
esa decadencia que ha atenazado al porro desde hace
muchos años, y no por falta de intérpretes (la culpa es
de las casas disqueras), pues está un señor llamado
Juancho Torres que tiene una big band con la que to-
davía toca el porro ‘paletiao’ y el porro sabanero
con muy buenas orquestaciones. “Si no existie-
ran ciertos festivales folclóricos en este país y
músicos aislados que quieren que el folclor
no muera, géneros como el pasillo
y el bambuco serían piezas de mu-
seo”, afirma Yesid Durán.
En el caso de Colombia, muchos
no entienden por qué, después
de un conocido auge
de su música desde
la década de los cua-
renta, no sólo en su te-
rritorio, también en toda
el área del Caribe; de ha-
ber contado con un músico ex-
cepcional como Lucho Bermúdez
Instrumentos musicales del Códex Florentino(Libro VII. Instrumentos Miscoacalli , lám. 70).
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que paseó con vestido de gala un género ‘madre’ de
la música colombiana –el porro– con formato de bigband, sólida instrumentación (si no pudo ser más in-
ternacional fue porque su contemporáneo, el “chapa-
rrito con cara de foca”, Dámaso Pérez Prado, con su
manera de componer y de armonizar el mambo opacó
su popularidad); de un José Barros, un Pacho Galán,
un Edmundo Arias, todos enmarcados en similares te-
máticas narrativas y descriptivas, en lo armónico y en
lo poético, se aprecia un descenso (¿o es un receso?)
en el sitial que ocupaba en esas décadas, y de esto
tiene mucha culpa, hay que decirlo, el poco interés
de la industria disquera por lo autóctono, la música
sin ataduras de ‘payola’ e intereses mezquinos que los
que han trabajado en radio conocen de sobra.
¿Qué pasó con los géneros de exportación de la
música colombiana? ¿Qué con la reina cumbia, de la
cual unos afirman que tiene raíces más indígenas y
otros que africanas? Se sigue haciendo, pero pocos
se enteran. ¿Cómo va a dirimirse el pleito de la deca-
dencia del vallenato? Del cual muchos dicen que per-
dió su encanto con una música muy simple, muy tri-
vial, con letras cursis y pedestres que ya saturan. Com-
posiciones con células repetitivas que no han querido
progresar. Un vallenato que, según algunos críticos,
sólo llegó hasta Alejo Durán. Lo paradójico es que haya
tenido que llegar un muchacho nacido y criado en
Santa Marta, Carlos Vives, con buen oído y buena voz,
para fungir de juez en esa pelea. Él se atrevió a meter-
se con vallenatos clásicos y convino con sus músicos
de La Provincia que no estaba nada mal introducir un
poco de reggae a esos vallenatos que tocó sin malfor-
mar nada, se trataba de adaptar la sonoridad a los nue-
vos tiempos. ¡Y los hizo evolucionar! (No a los nuevos
tiempos, sino a los vallenatos).
Otro de los que todavía cree en la música
del Caribe colombiano es Joe
Arroyo, un hombre que, aje-
no a modas, propende por
el folclor. El único artista in-
vitado al I Festival de Músi-
ca Latinoamericana y del
Caribe –único en su tipo–
que se hizo en Caracas (Vene-
zuela) a principios de la pasada década, si se ha man-
tenido, es por ser auténtico en lo que hace. Y autócto-
no. Tiene varios ritmos en su repertorio, toca algo que
él ha llamado “son Caribe”, y también ha musicalizado
muchos cantos africanos anónimos del folclor colom-
biano. Es un músico serio que hace mucho trabajo de
campo, graba cánticos poco conocidos y los moldea
después.
A pesar de los altibajos y de que, éstos sí, se han
doblegado por completo al mercado, no podría dejar
de mencionarse la música de los grupos Niche y
Guayacán, responsables de que la ‘salsa colombiana’
también haya caído en el plato caribeño.
Influencias y confluencias
En el Caribe no se ha perdido el compás. En esta
jubilosa porción nuestra de mundo, el trasiego de
músicos, música e ideas sigue como en la época de la
Colonia. El puerto de La Habana, que era uno de los
bastiones en tiempos de la Colonia española, el de
Veracruz, el de Cartagena de Indias, siempre testigos
del entra y sale de ritmos y mercancías, testigos de
todo el quehacer musical del Caribe, han mantenido
su condición. El ajiaco no ha parado de cocinarse; lo
que ocurre es que cada grupo geográfico le añade su
pimienta, su comino; le cambia el condimento, pero la
esencia sigue siendo la misma.
Algo para celebrar, y por lo que podríamos agru-
parnos en una suerte de Países Sí Alineados por la
Música, son las influencias, células rítmicas, ritmos en-
teros que viajan sin necesidad de visa y se insertan
por derecho propio en la música de tal o cual territo-
rio vecino. Ejemplos hay muchos. Liuba María Hevia,
una intérprete de música campesina cubana, carga
ahora en el repertorio vallenatos después de sus visi-
tas a Colombia; el grupo Manguaré, que toca el
son puro como nadie, no ha estado aleja-
do de las tendencias de la música
caribeña, y en la actualidad sus músi-
cos tocan danzones clásicos con partes
de rap incorporadas que usan para ha-
cer la historia de cómo surgió el danzón;
el jazz norteamericano, ya se ha dicho y
ni los más conservadores lo pueden negar,
En el Caribe no se ha perdido el compás.En esta jubilosa porción nuestra de mundo, el trasiego de músicos,
música e ideas sigue como en la época de la Colonia.
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ha influido mucho en la música cubana. El movimiento
del filin, por ejemplo, ha bebido, bebe y seguirá be-
biendo de la armonía de la música norteamericana; y
es curioso que en Curaçao una orquesta llamada La
Perfecta toque temas tan cercanos al son, y que su mú-
sica suene tan parecida (hay compases casi iguales) a
la de Willie Chirino, con su salpicón, ¿por qué no?, de
rock and roll. Si comparamos las células rítmicas de la bomba
de Puerto Rico (alguna clásica de Lavoe) con un pa-
seo vallenato (“Oye bonita, cuando me estás miran-
do…”), vemos que tienen más de una coincidencia. Si
seguimos con los ejemplos no acabamos… Pero no
pueden dejar de mencionarse dos últimos, recientes:
uno, el fenómeno de la champeta colombiana, que se
amalgamó en su variante sincrética en San Basilio de
Palenque, ahora extendida al ámbito cartagenero, pri-
mero marginal, considerada vulgar, y ahora el ritmo
de moda en todo el país, y el otro, el de la ‘timba’ cu-
bana, que enloquece más que a nadie a las mujeres
(cosa curiosa, pues sus letras se caracterizan por una
misoginia exacerbada).
La champeta tiene algo de reggae, una célula rít-
mica que también tiene el calypso. Tiene mucho de
soca también; la temática es muy ligera, las letras
inmediatistas, cotidianas; casi una prolongación del
sentido mismo de la música en los años de la esclavi-
tud: lamentos que pueden bailarse. Letras para mu-
chos chabacanas (no para ellos, que sólo reflejan un
entorno), que denuncian su origen marginal, pero que
desde hace poco más de dos años la bailan las niñas
lindas y bien criadas en sitios exclusivos de Santa Mar-
ta, Barranquilla, Cartagena y… ¡Bogotá!
Siguiendo a Yesid Durán, “la champeta es de los
pocos paréntesis musicales que ha tenido Colombia.
De por sí que el Palenque cartagenero es una zona
BOUILLANTE, COSTA DE GUADALUPE.Ruta colombina realizada por Mauricio Obregón
y Samuel E. Morison en 1963.Foto tomada del libro The Caribbean as Columbus saw it.
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que siempre ha estado aislada; son muy particulares
en sus expresiones musicales y por ahí entra la
champeta, originaria de la parte francesa de África.
La mayoría que ha llegado viene cantada en francés.
Como estos ritmos llegaron a Palenque, casi se podría
hablar de una cuna cartagenera, de barriada, margi-
nal y agresiva, y para no pocos oídos y ojos, resulta
vulgar”.
En el caso de la champeta cubana, el origen mar-
ginal y las letras agresivas también son un punto en
común, sólo que en ella la procedencia es otra: de la
misma Cuba. La timba, así llamaban los cubanos de
otra época a la guayaba en La Habana. Pero también
timba aquí viene de timbal. Se trata de mezclar la rum-
ba (“Vamos a formar una timba en casa de fulano”) con
el son, pero de una manera más agresiva. Todavía no
se puede decir que haya una partitura definida como
timba. Es una música donde tienen mucha importan-
cia las grandes secciones de metales y los músicos que
se lucen haciendo pasajes virtuosos. Todo esto con
letras hirientes con las mujeres, que incitan mucho más
a la gente a bailar.
Epílogo con salsa
Si se ha olvidado por un momento esta especia
(no especie, dada su etimología culinaria, y aquí he
escrito auxiliándome de términos culinarios) que no
es una definición sino un punto de partida, no un gé-
nero en sí misma sino un manto bajo el que se cobija
más de un género musical del Caribe, no es por mala
fe, créanme; lo que ocurre es que su solo nombre, u
olorcito, enciende la polémica. ¿Por qué decirle salsa,
se preguntan algunos, si se puede decir son, guara-
cha, rumba o bomba o son palenquero o lo que sea?
Investigadores eufóricos como Sergio Santana ase-
guran que la salsa es una “contribución moderna anti-
llana a la cultura mundial” y que con ella “se logra el
júbilo del caribeño”. Según Leonardo Padura, “con in-
dependencia de los orígenes musicales de la salsa, lo
cierto es que la nueva estética vino a llenar un vacío
¿Por qué decirle salsa, se preguntan algunos,si se puede decir son, guaracha, rumba o bomba o son palenquero o lo que sea?
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cultural para toda la música bailable del Caribe y bue-
na parte de América Latina […]. Iba a proponer y, final-
mente, a establecer, un nuevo modelo: el salsero, un
artista que, con orígenes similares o no a los de sus
antecesores, sí propondría algo que les faltó a aque-
llos: un proyecto. Un proyecto consciente. Salsa y con-
ciencia”.
Pero, en cambio, para músicos como Mario Bauzá,
“¿la salsa? No, chico, eso no es serio. ¿Quién dijo que
la salsa existe? A ver, ¿enséñame un papel con música
salsa, anda? ¿Pero quién dijo que la salsa existe? Mira,
pregúntale eso mismo a Tito Puente, que él sabe bien
de dónde salió todo eso, y te va a decir lo mismo, que
la única salsa que él conoce es la de los espaguetis…”4
Con la apreciación de Bauzá coincidieron también
en todos estos años muchos músicos cubanos residen-
tes en la isla. Es una de las pocas cosas en que logra-
ron juntar las banderas. Por eso no deja de causar ex-
trañeza que ellos, los cubanos que se la pasaron des-
conociendo a músicos que no los desconocían a ellos,
representantes de un movimiento que, quiéranlo o no,
se instaló en el desarraigo de muchos caribeños dise-
minados fundamentalmente por Estados Unidos, y que
prefieren hasta el sol de hoy seguir inútilmente acha-
cando el problema del ostracismo musical del que
hasta ahora empiezan a salir ¡al bloqueo norteameri-
cano, por Dios!, ahora prefieran ir los sába-
dos, con dólares o sin ellos, a un
lugar llamado El Palacio de la Sal-
sa, que causa furor a la en-
trada y orgasmos musi-
cales en las pistas.
Como ha dicho el mú-
sico José Luis Cortés, di-
rector de una agrupación muy popular no sólo en La
Habana, en toda Cuba: N.G. La Banda, “la salsa ahora
no está en apogeo en América Latina, pero en Cuba
sí, en un gran momento”.
¿Qué otro ingrediente añadirle a este gran ajiaco
caribeño, aderezado con sincretismos de tipo colonial,
cultural y religioso? ¿Seguiremos celebrando e
intercambiando estas influencias unos con otros; ejer-
citando como hasta ahora estas múltiples admiracio-
nes? Tenemos un siglo más para saberlo, que es lo
mismo que decir, toda una vida.
BIBLIOGRAFÍAAA.VV.: Cuba canta y baila, vol. 1: 1898-1925. (Discografía de la
música cubana). San Juan: 1994.CARPENTIER, Alejo: La música en Cuba. México: Fondo de Cultura
Económica, 1946.DÍAZ AYALA, Cristóbal: Música cubana del areito a la Nueva Trova.
San Juan: Ediciones Cubanacán, 1981.ÉVORA, Tony: Orígenes de la música cubana. Madrid: Alianza Edi-
torial, 1997.PADURA FUENTES, Leonardo: Los rostros de la salsa. Ediciones
Unión. La Habana, 1997.SOSA LÓPEZ, Cristóbal: La música en el Caribe: factor de unión y
desarrollo. La Habana, en proceso de edición.Entrevista del autor con los músicos Yesid Durán y Andrés Pedroso,
director de Manguaré.
DAVID SOSA DELGADO,investigador de música cubana y caribeña.
Redactor cultural de El Espectador.
4 Mamá, yo quiero saber… Entrevistas a músicos
cubanos. La Habana:Editorial Letras cubanas,1999, pág. 7- 20.
MONTSERRAT.Ruta colombina realizada por Mauricio Obregón
y Samuel E. Morison en 1963.Foto tomada del libro The Caribbean as Columbus saw it.
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