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EL GRAN INCENDIO DE LONDRES
Sección de Libros
Ediciones Camaleón
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Condensado del libro de David Weiss.
Un incendio destruyó casi por completo la ciudad de Londres en 1666,
en lo que fue sin duda el peor desastre que hubiera sufrido ciudad
europea alguna desde el incendio de Roma. Después de estudiar diarios personales, periódicos y cartas, David Weiss reconstruye en estas
páginas los terribles sucesos de aquellos días trágicos y describe el
prodigioso renacimiento de Londres y su transformación en la capital
inglesa de nuestra época.
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UN VIENTO huracanado procedente del nordeste azotaba a la ciudad
de Londres desde las primeras horas de la mañana. Las ventanas se
sacudían, rechinaban los letreros de las tabernas al mecerse en sus bisagras, y en su casa de Seething Lane, Samuel Pepys y Elizabeth, su
esposa, dormían aún. Jane, su doncella, que se ocupaba en la
preparación de las comidas del día, se asomó a la ventana para respirar un poco de aire y observó entonces que se alzaban a lo lejos grandes
llamaradas. Asustada, corrió hasta la habitación de sus señores
exclamando:
— ¡Hay un incendio en la ciudad!
Mientras la ciudad arde, la vetusta catedral de San Pablo se dibuja contra las llamas, que abrasan ya al Puente de Londres.
La gente corre hacia el río para salvarse. (Imagen del London Fire Brigade Museum/Camera Press)
Pepys se echó encima una bata y se precipitó hacia el cuarto de Jane.
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En efecto, grandes llamas color de naranja se levantaban más allá de
Mark Lane, hacia el oeste de la calle en que vivían los Pepys. Al mirarlas
con atención, sin embargo, Pepys no se alarmó. Se contaban por docenas los incendios que ocurrían en Londres todos los años, pero era
raro que acabaran por completo con más de unas pocas casas. Aquel
incendio no parecía diferente de otros que había visto antes, y ardía a unos 400 metros de allí.
Pepys volvió a meterse en la cama. Como secretario de actas de la Junta
Naval y encargado de los suministros de la Armada, tenía cosas mucho
más importantes en que pensar aquel domingo, 2 de septiembre de 1666. Hacía 18 meses que Inglaterra estaba en guerra con Holanda, y a
aquella misma hora la flota inglesa esperaba a que el viento amainase
para reanudar la batalla que sostenía contra las naves holandesas.
Pepys se levantó a las 7 de la mañana. Después de vestirse, se acordó del incendio y fue a mirar de nuevo por la ventana. Si acaso, las llamas
aparecían entonces más lejanas todavía. Pero Jane regresó al poco
tiempo con noticias sumamente alarmantes.
— ¡El incendio ha destruido ya más de 300 casas! —declaró.
¡Trescientas casas! Pepys tomó su rizada peluca y su gorro de piel de
castor. Comprendía que era necesario ver más de cerca aquel incendio,
y sabía de un punto incomparable para ello. Se despidió apresuradamente de su mujer, salió de casa y se dirigió de prisa,
desafiando el viento matinal, hacia la Torre de Londres. Allí subió con
ligereza las gradas de piedra hasta una altura desde la que podía dominar el panorama de la ciudad.
Pepys había visto a Londres muchas veces desde aquel punto
sobresaliente, y el espectáculo de la urbe jamás había dejado de causarle
impresión. Al pie del Puente de Londres, los barcos mercantes se alineaban a lo largo del Támesis; sus cargamentos se hacinaban a gran
altura en los muelles; de un lado a otro del río se extendía, sobre 19
arcos de piedra, la famosa estructura, cuya estrecha vía se hallaba
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atestada de tiendas y casas de varios pisos. Y alejada del río se tendía la
ciudad de Londres propiamente dicha, una metrópoli del siglo XVII con
cerca de medio millón de ingleses, que vivían y trabajaban en aquella ciudad, apretadamente construida detrás de medievales murallas, y,
más lejos, en los suburbios. La vista de Londres nunca dejaba de
emocionar a Pepys, con su confusión de gabletes, las aguzadas torres de más de un centenar de iglesias parroquiales, y con la ya vetusta pero
siempre impresionante catedral de San Pablo, que desde Ludgate Hill
dominaba la población.
Pero en esta ocasión, mientras el viento resoplaba alrededor de su cabeza, Pepys vio que una vasta zona próxima al Puente de Londres
estaba en llamas. En la calle Támesis, que corría paralela al río, el fuego
alcanzaba ya los muelles y almacenes. El Puente estaba ardiendo en ambos extremos, y a la vista misma de Pepys una de las casas en llamas
se desplomó y cayó al agua.
Pepys descendió rápidamente las escaleras hasta llegar a las
habitaciones de Sir John Robinson, teniente de la Torre, quien estaba ya al tanto de la mayoría de los detalles del incendio. Había empezado
como a las 2 de la mañana, le dijo Robinson, en Pudding Lane, en la
residencia de Thomas Farynor, repostero del Rey. Se había hecho venir sin tardanza a Sir Thomas Bludworth, lord alcalde de Londres. Alguien
le había preguntado si no sería necesario derribar las casas vecinas a la
del repostero para dejar así un claro como barrera contra el fuego. Bludworth contestó negativamente y se marchó a su casa. Desde
entonces el incendio se había extendido rápidamente.
Pepys se encaminó con ligereza hacia el Támesis y allí tomó a un
barquero para que lo llevase, a fuerza de remo, hasta cerca del fuego. A medida que la barca se aproximaba al Puente de Londres, Pepys cobró
ánimos momentáneamente. Visto de cerca, el Puente no era totalmente
pasto de las llamas. Sin embargo, luego que la embarcación alcanzó la otra orilla, Pepys quedó consternado. Toda esta ribera del río, hasta
Coldharbour, estaba ardiendo. Densas columnas de humo se elevaban
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de varios muelles. Una bodega atestada de sebo y maderas hizo
explosión con estruendo, y las llamas se elevaron hasta el cielo.
Durante más de una hora Pepys permaneció en la barca, observando el incendio, y lo que veía lo llenaba de terror. En un momento dado, la
fuerza del viento le bañó la cara de espuma, y entonces comprendió la
causa de la violencia de las llamas. El viento avivaba el fuego entre las casas de madera, que el verano más seco registrado en muchos años
había convertido en yesca.
No obstante, aunque parezca increíble, la gente que estaba en la orilla
no parecía comprender el peligro. Muchas personas se resistían a abandonar su casa hasta que las llamas llegaban a sus puertas.
Entonces, en frenética precipitación, y cargando sus pertenencias,
corrían hacia las escaleras más cercanas que bajaban al río, y trataban
de contratar alguna lancha. Hasta las palomas se mostraban poco dispuestas a marcharse, según observó Pepys. Revoloteando en torno
de balcones y ventanas, algunas permanecían allí hasta que el fuego les
quemaba las alas, con lo que las aves se desplomaban a tierra.
Lo peor de todo era que nadie parecía ocuparse en combatir el incendio.
Pepys sabía perfectamente que la urbe no contaba con un cuerpo oficial
de bomberos, pero los concejales y agentes de policía ya podían haber
organizado algún medio de luchar contra él. La gente misma, por otra parte, podía haber tratado de apagar las llamas con ayuda de los cubos
de cuero para agua que, destinados para tales casos, había en algunos
de los templos y edificios públicos.
Detrás de la calle Támesis, en una zona donde no ardía ninguna casa,
se alzaba la iglesia de St. Lawrence Poultney. De repente, la torre del
templo estalló en llamas, como si le hubieran prendido fuego desde el
interior. Minutos después el plomo derretido corría por los costados de la aguja hasta que esta se desplomó, y al caer las campanas dejaron oír
un último y espantoso tañido.
Para entonces Pepys decidió que ya había visto bastante. Tocó con su
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bastón en el hombro del remero y señaló río arriba.
— ¡Al palacio de Whitehall! —ordenó, resuelto a entrevistarse con el
Rey.
Samuel Pepys, que vivía en Londres, anotó sus impresiones
directas del incendio en su famoso diario.(Retrato: Mansell
Collection)
RUMORES Y REALES ÓRDENES
EN WHITEHALL, centenares de
leales súbditos del rey Carlos II de Inglaterra aguardaban en la
larga Galería de Piedra la
oportunidad de ver a su soberano. De pronto se abrieron
las cortinas de las habitaciones
reales, y el monarca, hombre de
elevada estatura, apareció seguido de sus ministros de
Estado y del duque de York, hermano del Rey. El soberano
avanzó con viveza por la galería,
murmurando de cuando en cuando: "Dios os bendiga".
Carlos II se dirigió a la Capilla
Real, donde se retiró a una
cámara privada para esperar allí a que dieran principio los
servicios religiosos.
Al poco tiempo se presentó uno
de los ayudas de cámara y murmuró unas palabras al oído
de Lord Arlington, el principal
secretario de Estado. Lord Arlington se volvió hacia el Rey.
—Pepys, de la Jata Naval, espera
a la puerta, Majestad —dijo—, y
trae noticias del incendio.
Ya con anterioridad se había informado al Rey acerca del
fuego, pero ni él ni la corte
sospechaban que hubiera alcanzado proporciones
ingobernables. Pepys entró
inmediatamente. Tras de hacer una reverencia, dio comienzo a
su informe, con voz a la que la
agitación prestaba un tono.
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Explicó que el viento estaba llevando las llamas hacia el oeste a lo largo
de las orillas del río y hasta el interior de la ciudad, y dijo lo mucho que
el fuego se había extendido en menos de una hora.
— ¡Vuestra Majestad —advirtió—, soy de opinión de que, a menos que
ordenéis la demolición de algunas casas, nada podrá salvar a la ciudad!
El Rey le escuchaba con creciente preocupación, pues comprendía muy
bien lo grave que podía ser un gran incendio. Londres estaba atestado de millares de construcciones de madera; la décima parte de la
población de Inglaterra vivía en lo que era el centro comercial de la
ciudad o en sus alrededores, y en aquella pequeña zona se atesoraba gran parte de la riqueza de la nación. Carlos II se volvió hacia sus
ministros y comenzó a dictar sus órdenes con rapidez. Los correos
deberían transmitirle informes constantes acerca de los progresos de la
conflagración. Deberían traerse a Londres todos los garfios contra incendio que había en Westminster, y cuerpos de trabajadores y
caballos tendrían que comenzar a derribar las casas con ayuda de
cuerdas, cadenas y garfios. En seguida el soberano hizo seña a Pepys de que se acercara.
—Tomad un coche y dirigíos al centro tan de prisa como podáis —le
ordenó—. Buscad al señor alcalde y decidle que no respete casa alguna,
sino que deberá derribar todas las que sea necesario.
Pepys abandonaba ya la habitación, cuando el duque de York le gritó:
— ¡Decidle al señor alcalde que si necesita soldados, podrá contar con
ellos!
Pepys salió apresuradamente. Pidió un carruaje y ordenó al cochero:
— ¡A la catedral de San Pablo, y a toda prisa! ¡Asunto del Rey!
El carruaje salió del palacio de Whitehall por la puerta de Holbein y siguió hacia el centro de la ciudad por la avenida Strand. Las llamas
llegaban ya a los patios y a los caminos procedentes de la calle Támesis.
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Para entonces toda Londres estaba ya consciente del peligro. La
mayoría de las iglesias habían celebrado los servicios habituales por la mañana, y los feligreses no habían caído en la cuenta de lo que ocurría.
Ahora, sin embargo, las campanas de los templos repicaban a la inversa,
en la tradicional señal acostumbrada en caso de incendio, y la gente corría de calle en calle gritando:
— ¡Fuego! ¡Fuego!
Pepys llegó a San Pablo poco antes de mediodía. Cuando descendía del
carruaje, el humo hacía irrespirable el aire, y a lo lejos se oían los gritos
de espanto de las mujeres y el crepitar de las llamas. Al dirigirse hacia el oeste, Pepys se cruzó con muchas familias que pasaban arrastrando
muebles y otros bienes para ponerlos a salvo en la Catedral. Poco
después, en la calle Cannon, cerca de Eastcheap, Pepys encontró a Sir Thomas Bludworth.
El lord alcalde se hallaba de pie en mitad de la calle, con aire exhausto;
atado a su cuello, ondeaba un pañuelo. Luego que Pepys le transmitió
la orden del Rey, Bludworth exclamó:
— ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? ¡Estoy extenuado! La gente no me hace
ningún caso. He estado mandando derribar casas, pero el fuego nos da
alcance con mayor rapidez de lo que podemos trabajar.
Para Pepys, el alcalde hablaba como "una mujer a punto de sufrir un desfallecimiento". Bludworth declaró que no necesitaba soldados. Lo
que le hacía falta, dijo a Pepys, era descansar porque se había pasado
en vela la mayor parte de la noche. Y luego de decir esto, se fue de nuevo a su casa.
Pepys volvió a pie hasta Seething Lane, donde encontró que habían
llegado algunos amigos suyos, quienes llevaban noticias frescas del
incendio. Para entonces el sistema de introducción de aguas del Támesis se había interrumpido. Las llamas que ardían sobre el Puente
de Londres habían quemado las ruedas de las norias que sacaban el
agua por los arcaduces de madera, en una amplia zona cercana al río.
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Por añadidura, corrían por la ciudad toda clase de rumores. Durante
toda la mañana, Farynor, el repostero, había estado diciendo a cuantos
querían oírle que había revisado sus hornos a medianoche y el hogar había quedado completamente apagado. En opinión de muchas
personas, eso significaba que alguien había provocado el incendio en
Pudding Lane. ¿No se trataría acaso de una conspiración de los holandeses, se preguntaba la gente? ¿O andarían los franceses metidos
en ello, o quizá los papistas ingleses?
"Todos se esforzaban en sacar sus pertenencias... para llevarlas hasta un lugar seguro". (Pepys)
"UNA LLAMARADA ESPANTOSA Y MALEVOLA"
ENTRE TANTO, en el palacio de Whitehall, el Rey no había permanecido ocioso. Carlos II ya había ordenado a la Real Guardia, que
vestía la tradicional guerrera roja, que patrullase el centro de la ciudad
y tratara de calmar al pueblo; asimismo, un destacamento de los
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marineros del soberano trabajaba activamente, valiéndose de escaleras,
piquetas y garfios. Con todo, los informes que le traían sus correos no
eran nada tranquilizadores. A las 2:30 de la tarde el monarca decidió trasladarse él mismo al centro comercial de la capital.
El Rey subió a bordo de la real barca con su hermano el duque de York
y, al tomar asiento bajo el baldaquín, ordenó al capitán que remara Támesis abajo. Al llegar a un recodo del río, desde el cual pudo ver el
Puente de Londres, el soberano se sintió desolado. Las noticias que
había recibido acerca del incendio, con todo y ser tan malas, no lo
habían preparado para el espectáculo que contemplaba. Hacia el oeste, hasta donde se alzaba la Steelyard, la ribera del Támesis presentaba,
bajo un cielo cubierto de humo negro, el aspecto de una sólida masa de
fuego.
Por mera casualidad, Pepys se encontraba cerca de allí, a bordo de un bote que había alquilado poco después del almuerzo. El soberano lo vio
y lo invitó a pasar a bordo de la real barca, que atracó luego en el
embarcadero de Queenhithe. Tanto el Rey como Pepys habían abrigado la esperanza de que las llamas se hubieran podido contener más allá del
puente, en Vintry, en el punto en que se alzaba una taberna ribereña
llamada "Las Tres Grullas", y, puente abajo, en el muelle de Botolph. Una vez más Pepys insistió en que se derribaran otras casas, pero
pronto se vio que la velocidad con que avanzaba el fuego lo impedía
muchas veces. Por tanto, sólo un milagro podría detener el incendio.
Ya avanzada la tarde, y atraído por el impresionante espectáculo que ofrecía el río, Pepys volvió a hacer un recorrido en una embarcación,
esta vez en compañía de su mujer y de varios amigos. Para entonces, sin
embargo, el río mismo resultaba peligroso: el humo y la lluvia de chispas obligaron a Pepys y a sus acompañantes a regresar a tierra.
Pepys y Elizabeth se quedaron en una taberna, mientras la "más
espantosa y malévola llamarada, de color de sangre", que entonces ya describía un arco de fuego de 800 metros de largo, cubría las orillas del
río. Un segundo arco de llamas se extendía hasta 400 metros hacia el
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norte y penetraba en el centro de la ciudad. A la vista de aquello y al oír
el estruendo de las maderas que caían, Pepys lloró.
Elizabeth y Pepys regresaron a casa por la noche y hallaron a algunos
de sus vecinos ocupados en empacar sus pertenencias, convencidos de que el incendio avanzaba hacia Seething Lane. Ante esto,
profundamente alarmado, Pepys despertó a las doncellas y, a la luz de
la Luna, todos se dedicaron a arrojar al jardín colchones, camas, alfombras y cuadros, con el propósito de llevarse todo eso de allí. Pepys
metió su dinero en varios cofres de hierro que colocó en el sótano, y
trasladó a las oficinas de la Armada los libros y cuentas que llevaba como secretario de la Junta Naval. Por último, una vez que toda la gente
de la casa se hubo retirado a descansar, Pepys encendió una bujía, se
sentó a su mesa, y se puso a escribir en su diario la relación de los sucesos de aquel histórico día.
HEROES Y RUFIANES
EL LUNES amaneció luminoso y despejado, pero un fuerte viento
soplaba todavía hacia el oeste. En Whitehall, Carlos II se levantó temprano. Había dormido mal. Durante toda la noche se había
observado en el cielo un terrible resplandor rojo, y a veces, dominando
el ruido del viento, el soberano había oído los lejanos gritos del pueblo
de Londres, que luchaba para contener la conflagración.
El primer correo llegado aquella mañana informó que la zona de
Steelyard, de una hectárea de extensión, a orillas del río, era ya un
humeante montón de ruinas, como lo era también la taberna de Las Tres Grullas, en Vintry. La taberna de La Cabeza del Jabalí, en otro
tiempo muy frecuentada por Shakespeare, y la Oficina de Correos
también habían sido arrasadas por el fuego. Sería imposible determinar
cuántas viviendas habían quedado destruidas, y en todas partes las autoridades se mostraban abatidas.
Al conocer estas noticias, Carlos II hizo venir a sus ministros y les
anunció que la Corona tomaba desde aquel momento el mando de la
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situación. De ahí en adelante, él, el Rey, asumiría la dirección de la
defensa del centro de la ciudad contra el fuego, como suprema
autoridad en aquella hora desastrosa.
Primeramente, a fin de atender a las necesidades inmediatas, mandó
instalar puestos contra incendio alrededor del semicírculo que
formaban las incontenibles llamas. Estos puestos eran ocho en total, y cada uno estaba atendido por un grupo de 10C paisanos y 30 soldados
de infantería. Se abasteció de provisiones a todos los puestos para
sostén de sus encargados, y a todos los que trabajasen durante la noche
se les prometió una recompensa.
Después de esto, se asignó a los consejeros privados y a los nobles la
vigilancia de los puestos contra el fuego. Consejeros y nobles deberían
informar directamente, desde el cuartel general de la plaza Ely, en
Holborn, al soberano y al duque de York, a quien el Rey puso a la cabeza de todas las operaciones. Por último, se llamó inmediatamente a la
milicia auxiliar: en verdad, Londres tenía necesidad de cuantas tropas
pudiera reunir.
Hacia media mañana, Carlos II salió del palacio de Whitehall y se
embarcó de nuevo para dirigirse al muelle de Queenhithe. Ya el fuego
se acercaba a aquella zona, y cuando el Rey echó pie a tierra, recibió
inmediatamente nuevos informes acerca del desastre.
El soberano, empezando a andar con rapidez, se dio prisa en llegar al
sitio en que los demoledores, en carrera contra el tiempo, derribaban
tiendas y habitaciones. Los trabajadores recibieron al Rey con vítores, y durante más de media hora Carlos II permaneció allí, estimulándolos
en sus esfuerzos, hasta que terminaron de derribar todos los edificios.
Pero poco después de que el monarca abandonó el lugar, las llamas
llegaron hasta el claro, salvaron el hueco y, alcanzando 20 puertas más allá, continuaron avanzando hacia el río.
Millares de londinenses atestaban para entonces las calles, tratando de
huir del centro de la ciudad hacia los espacios abiertos, como
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Moorfields, que les brindaban la única esperanza de refugio. No existía
ya ninguna oportunidad de encontrar abrigo en las iglesias de la zona
invadida por el fuego, pues a menudo el calor era tan intenso que incluso las piedras mismas aparecían rojas, y las paredes, si acaso se
sostenían aún en pie, se habían convertido en blancos cascos
calcinados.
Todos los que buscaban escapar convergían en las puertas de la City (el
centro financiero y comercial). Las carretas se disputaban un sitio con
los más elegantes carruajes; los cocheros maldecían; gritaban mujeres
y niños. Se requerían horas para atravesar las estrechas y retorcidas callejuelas, y muchos caminos resultaban intransitables, obstruidos por
las carretas que habían volcado. Aumentaban la congestión los obreros
y carreteros de los suburbios que pretendían entrar en Londres. Apiñándose frente a las puertas del centro de la ciudad, daban voces
como si fueran gritones de profesión: 10, 20, hasta 30 libras pedían por
transportar al campo los bienes de los fugitivos. Hacia el centro se encaminaban también ladrones y saqueadores. Eludían a las patrullas
del Rey y entraban a saco en las residencias abandonadas, donde
robaban objetos de plata, muebles y cuadros, todo lo cual apilaban en carretillas para llevárselo.
Sin embargo, había muchas personas que se esforzaban en salvar a
Londres. Algunos hombres organizaron sus propios grupos de
bomberos voluntarios. John Dolben, el deán de Westminster, condujo a los alumnos de la escuela de Westminster a través del centro hasta St.
Dunstan-in-the-East, donde durante horas enteras los estudiantes, con
ayuda de baldes, estuvieron arrojando agua sobre la iglesia y las casas inmediatas a ella. Cuando las llamas avanzaron calle arriba, el templo
de St. Dunstan, con su elevada aguja revestida de plomo, se libró del
fuego.
Durante varias horas un grupo de bomberos había estado demoliendo las casas que se alzaban cerca del Leadenhall, vasto edificio que hacía
las veces de mercado, granero, arsenal y cuartel general de la famosa
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East India Company (Compañía de las Indias Orientales). De pronto un
concejal arrojó un montón de monedas entre los hombres, que ya se
mostraban agotados: aunque se encontraban a punto de abandonar la empresa, recogieron las monedas y, reanimados, dieron fin a su tarea.
De este modo, Leadenhall sufrió escasos daños.
"Anduve por la City, y las calles estaban abarrotadas de gente, caballos y carretas cargadas con sus pertenencias,
poco menos que atropellándose unos a otros". (Pepys) (Imagen: Collection Mansell)
"LONDRES YA NO EXISTE"
EL SOL había desaparecido casi por completo tras de una inmensa
cortina de humo. Cuando al fin logró salir, mostraba el color de la
sangre, y aun desde muchos kilómetros de distancia los viajeros observaron que los rayos del astro parecían danzar con una tenue luz
rojiza.
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El Rey y el duque de York recorrían el centro de la ciudad, pasando
revista a los puestos contra incendio, que ya entonces se hallaban
reforzados por buen número de milicianos. Las patrullas vigilaban, atentas a cualquier indicio de pánico o de saqueo, o de algún ataque a
extranjeros... pues para entonces muchos londinenses estaban
convencidos de que el desastre era obra de una conjuración extranjera.
Vagaban por las calles muchedumbres enfurecidas armadas de pértigas
y espadas, en busca de sospechosos. Una turba asaltó el taller de un
pintor francés y lo hizo pedazos. En Westminster fue atacado un
panadero holandés. Por fortuna, en esto llegó al galope el duque de York, quien, para salvar la vida al panadero, ordenó que lo llevaran a la
puerta de Westminster y lo encerrasen en prisión. Las turbas, en un
acceso de histerismo, acometían incluso a sus propios compatriotas. En Moorfields, una viuda inglesa recibió una tremenda paliza por ocultar
en su delantal lo que parecían ser unas bolas incendiarias hechas de
algodón... hasta que sus atacantes descubrieron que se trataba de unos polluelos.
Cayó la noche, pero no con ello oscureció. En el campo de Moorfields y
más allá, hacia el norte, en el de Finsbury, millares de personas
acampaban al aire libre. Algunas trataban de dormir, mientras que otras, confusas y fatigadas, volvían la mirada hacia Londres, y el
pensamiento al hogar que jamás volverían a ver.
Hacia las 9 de la noche el fuego que ardía a lo largo del Támesis llegó
hasta el castillo de Baynard, fortaleza de grises torres que había dominado la sección media del Támesis durante más de 200 años. En
breve, las llamas devoraban todo el frente del castillo, y otras escapaban
por las ventanas, produciendo en las aguas fantásticos reflejos.
Allí estaba, contemplando el cuadro, el escritor John Evelyn, comisionado del Rey para atender a los marinos y soldados heridos, y a
los prisioneros de guerra. Evelyn había llegado allí desde su casa en
Deptford, y mientras estaba en Bankside, en el lado del río opuesto al
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que las llamas consumían, el aire era tan caliente que Evelyn
difícilmente podía respirar.
El incendio iluminaba una distancia de 60 kilómetros por lo menos, y a los ojos de Evelyn Londres ofrecía el aspecto del remate de un horno
encendido.
Paralizado de horror veía cómo las llamas pasaban de una casa a otra.
A sus oídos llegaban los lamentos de hombres y mujeres, así como el estruendo sordo, constante, que hacían las viviendas e iglesias al
desplomarse.
Evelyn, como Pepys, que era su amigo y su colega en la Real Sociedad,
llevaba un diario. Al regresar esa misma noche a su casa, consternado por lo que había visto, difícilmente logró ordenar sus pensamientos
cuando tomaba la pluma.
"Londres existía, pero ya no existe", escribió. "¡Ay, el triste y calamitoso
espectáculo!... ¡Dios no permita que mis ojos vuelvan a contemplar otro semejante!"
Adaptado de un grabado de Hollar, en el Museo Británico, Colección Mansell
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1. Seething Lane
2. Calle Támesis
3. Pudding Lane 4. Coldharbour
5. St. Lawrence Poultney
6. Merchant Taylors 7. Calle Cannon
8. Steelyard
9. Embarcadero de Queenhithe
10. "Las Tres Grullas"
11. Taberna de la Cabeza de
Jabalí
12. St. Dunstan-in-the-East 13. Leadenhall
14. Calle Lombad
15. Cornhill 16. Castillo de Baynard
17. Muelle de Bridewell
18. Guildhall 19. Calle Fleet y 20. Templ
EL INCENDIO DE SAN PABLO
LLEGADO el martes, la mitad de la ciudad estaba en ruinas y el viento
soplaba casi con la fuerza de un huracán. El aire arrastraba brasas
ardientes; las cenizas y el hollín cubrían los techos, y en la distante población de Kensington giraban en el aire chispas y jirones de lino. "Se
diría que había llegado el Día del Juicio Final", escribió alguien.
Ya entonces hileras completas de edificios se derrumbaban al unísono.
El reverendo Thomas Vincent vio cómo las casas "caían de un extremo a otro de la calle con enorme estrépito, dejando sus cimientos abiertos
a la vista del cielo". Las carretas escaseaban a tal punto que la gente
ofrecía pagar hasta 40 o 50 libras para que les ayudaran a mudar sus pertenencias. Un carretero ganó hasta 400 libras en un solo viaje.
La corriente de refugiados continuaba fluyendo y los caminos estaban
congestionados. Cientos de personas se desplomaban a la vera de los
senderos, agobiadas por el humo y la fatiga. En el centro de la capital aumentó el pánico cuando la Armada comenzó a derribar edificios con
pólvora. Cada explosión provocaba entonces una nueva ola de rumores:
una flota holandesa avanzaba ya por el Támesis; un ejército francés
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compuesto de 50.000 hombres marchaba hacia el corazón de la ciudad.
El Rey y el duque de York, aunque apenas habían dormido durante las
dos noches anteriores, no desatendían sus deberes y, a caballo, iban de puesto en puesto en su recorrido de la zona. El monarca se había echado
al hombro una bolsa llena con 100 guineas de oro, y cuando frenaba su
cabalgadura para dar alguna orden, distribuía aquellas monedas entre los sudorosos trabajadores. Pero mayor efecto que el oro producía el
ejemplo mismo del soberano.
En cierto punto, haciendo caso omiso del peligro que encerraban los
maderos que caían continuamente, Carlos II se apeó del caballo y él mismo puso manos a la obra. Metido en el barro hasta los tobillos, el
rostro ennegrecido por la mugre y con los puños de encaje chorreando
lodo, tomó una pala y ayudó a los obreros, y luego se unió a las filas de
los que pasaban los baldes de cuero llenos de agua. También su hermano, "rodeado de fuego", hizo su parte y dio su ayuda a los cuerpos
de bomberos voluntarios que combatían el fuego cerca del muelle de
Bridewell.
Después de mediodía llegaron refuerzos de tropas y marinos, pero sus
esfuerzos resultaron inútiles, ya que el viento avivaba las llamas más y
más a cada minuto. El Guildhall, sede del gobierno de Londres, era ya
una ruina, y resplandeció durante varias horas como una pavesa ardiendo; "era un palacio de oro", comentaría un observador.
Solamente dos zonas dentro de los muros del centro de Londres
permanecían intactas: una que se extendía del norte al sudeste, y la otra hacia el oeste, alrededor de la catedral de San Pablo.
Durante toda la tarde, uno por uno, los edificios que se alzaban al pie
de San Pablo fueron alcanzados por las llamas, entre ellos el Royal
College of Physicians (Real Colegio de Médicos), en Amen Corner. Sin embargo, como si así lo hubiera dispuesto la Divina Providencia, la
enorme mole y la gran torre de San Pablo se erguían incólumes por
encima del humo. Los libreros y la Sociedad de Papeleros trasladaron sus volúmenes al interior de la catedral. En la cripta, bajo el nivel del
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suelo, se hallaba situada la iglesia propia de papeleros y libreros: la de
St. Faith, o de la Santa Fe. Le servía de techo el piso de San Pablo, y se
habría pensado que no existía lugar más seguro para resguardar los libros de la Sociedad.
Al caer la noche, como a las 8 de aquel martes, un librero de nombre
Martin se encontraba en el cementerio de la catedral, cuando de pronto abrió los ojos con espanto. Un tizón ardiendo, llevado por el viento,
acababa de caer sobre el techo de San Pablo. El techo de la catedral era
de plomo y se extendía poco más de dos hectáreas, pero la pavesa cayó
casualmente sobre una tabla que cubría un hueco abierto en la plancha de metal. La tabla se incendió y las llamas se extendieron hasta los
andamios de unos trabajadores que por aquellos días habían estado
haciendo reparaciones en el templo. Los andamios se alzaban alrededor de la torre, y en pocos minutos las llamas se extendían por todas partes.
Los maderos que sostenían el techo se incendiaron; el plomo se
comenzó a derretir y a caer a lo largo de las paredes. Las vigas principiaron a desplomarse en la nave y el coro; capiteles y frisos
atravesaron el piso que servía de techo a la cripta de St. Faith, donde los
libros de la Sociedad se inflamaron para convertir el lugar en un infierno.
A medida que el calor aumentaba, grandes esquirlas de piedra se
desprendían de los muros, y varias losas de mampostería, algunas de
las cuales pesaban hasta 45 kilos, se hacían pedazos y salían disparadas del templo como otras tantas balas de cañón. El plomo derretido corría
sobre tumbas rotas y sobre las efigies caídas en el suelo, y formaba una
corriente que, escapando de la catedral, se desparramó colina abajo, hasta que las aceras adquirieron un ardiente resplandor de color rojo
encendido.
Una gran multitud se había congregado a distancia segura, a un
centenar de metros de allí. De repente llegaron el Rey y su hermano a todo galope. Ante sus propios ojos, enormes trozos de los muros
laterales de San Pablo se estremecieron y acabaron cediendo, y así
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dejaron al descubierto el interior en llamas. El autor John Evelyn fue
testigo de aquel voraz incendio, y más tarde escribiría: "Nada sino el
omnipotente poder de Dios pudo haberlo contenido, pues fueron vanos los esfuerzos de los hombres".
Y entonces, a las 11 de aquella noche, cuando el fuego estaba en su
apogeo, el viento comenzó a amainar.
"¡VIVIRÉ Y MORIRÉ A VUESTRO LADO!"
SE CONSIGUIO contener las llamas en la calle Fleet, justamente a 30 casas antes de su extremo, y el resto de la noche se empleó en sostener
un desesperado combate para no dejar pasar el fuego de las zonas que
ardían aún. Hacia la tarde del día siguiente el aire se hallaba en completa calma, el humo se levantaba en línea vertical y estable sobre
la entonces silenciosa ciudad, y, como lo hizo notar Evelyn, el que el
viento hubiera aflojado "cuando ya casi todo estaba perdido", infundió en todos "un nuevo espíritu". El gran incendio de Londres había llegado
a su fin.
Samuel Pepys apenas podía dar crédito a ello. Durante los dos últimos
días se había sentido apremiado, ocupado en trasladar a Deptford cuanto tenía en su casa, inquieto por la seguridad de esta, de la oficina
de la Junta Naval y de sus propios fondos en oro. En la madrugada del
miércoles, cuando Seething Lane se vio súbitamente amenazada, Pepys resolvió escapar del peligro. Con ayuda de Elizabeth y de un escribiente
de la Junta Naval, mudó el oro a Woolwich, río abajo, y lo encerró bajo
llave en los reales astilleros. Cuando regresó a Seething Lane, esperaba resignado hallar su casa en ruinas. En vez de ello, al ir por la calle de
Great Tower descubrió que a la entrada de su calle algunos obreros del
astillero naval habían abierto un cortafuego. Así, pues, su casa estaba incólume, como lo estaba también la oficina de la Junta Naval.
Pepys subió hasta el pináculo de la torre de la cercana iglesia de
Allhallows Barking, desde donde sus ojos contemplaron un "panorama
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de la más triste desolación". Ante él se extendían ennegrecidas
hectáreas de ruinas humeantes, y aquí y allá los calcinados esqueletos
de varios templos, residencias y edificios públicos se alzaban como otros tantos trozos de madera a flote sobre un mar de hollín. Poco
después Pepys y Evelyn se abrieron paso cuidadosamente por las
ardorosas calles hasta llegar a Moorfields. Los “desdichados" acampados allí habían comenzado a levantar chozas y
abrigos improvisados. Hasta algunas familias opulentas, observó
Evelyn, no poseían ahora otra cosa que las ropas que vestían y se
hallaban reducidas a "la pobreza y miseria" más extremas.
Como el fuego ya se había apagado, el Rey dedicó su atención a aquellos
millares de personas que se hallaban sin hogar, y emitió dos proclamas.
Ordenó que de los condados vecinos se enviaran provisiones,
especialmente pan, para distribuirlas diariamente en Bishopsgate, Tower Hill, Smithfield, y en los centros que se extendían más al norte.
Las iglesias, las escuelas y otros lugares públicos de las cercanías
recibieron órdenes de guardar las posesiones de los londinenses, y las poblaciones de provincia de que albergaran a los refugiados y les
permitieran ejercer sus respectivos oficios.
El jueves el monarca en persona se trasladó a caballo al campamento de
Moorfields para hablar a sus súbditos. Apenas se presentó, la multitud acudió a su encuentro, y ya se iniciaba una aclamación general cuando
el soberano hizo un ademán para imponer silencio. A horcajadas sobre
su caballo, y mientras las ruinas de la capital humeaban aún a espaldas suyas, el Rey paseó la mirada por el mar de rostros vueltos hacia él, y
acto seguido tomó la palabra. Anunció primero que devolvía el gobierno
de Londres a las autoridades de la ciudad. Luego hizo una descripción de sus planes para auxiliar a los damnificados y de las medidas que ya
había adoptado. Por último, se refirió al punto que bien sabía que
alentaba en todos los ánimos, a los rumores acerca de conjuraciones extranjeras:
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"Os aseguro", comenzó a decir, mientras sus oyentes se acercaban en
apretadas filas, “que este incendio ha sido ordenado por Dios y no es
resultado de ningún plan humano. No ha existido conspiración". Instó a los presentes a guardar calma, y luego concluyó, lleno de
confianza: "Poseo la fuerza necesaria para defenderos contra cualquier
enemigo, y os aseguro que yo, vuestro soberano, habré de vivir, por la gracia de Dios, a vuestro lado, y a vuestro lado habré de morir".
Y sin más, entre una explosión de aclamaciones, el Rey dio vuelta a su
caballo y al galope emprendió el regreso a Whitehall.
"Su Majestad había continuado haciendo rondas por
la ciudad, en todas las partes donde el peligro y los
daños eran mayores". (London Gazette) (Imagen: Colección Mansell)
PLAN MAESTRO
LAS PALABRAS del monarca
devolvieron al pueblo la esperanza, pero a pesar de ello
poco era lo que la gente podía
hacer en los días que siguieron, a no ser vagar entre las ruinas
como "hombres en un desierto
espantoso", contemplando la desolación reinante. En
resumen, cinco sextas partes de
la ciudad que quedaba intramuros habían sido
arrasadas: un total de 150
hectáreas. Extramuros el fuego
había consumido otras 25 hectáreas. Las llamas se habían
extendido a lo largo de 400
caminos y calles, y habían destruido no menos de 13.200
viviendas. Aunque parezca
asombroso, solo seis muertes se atribuyeron al desastre, que el
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historiador inglés Thomas Macaulay calificó de "incendio como no se
había visto en Europa desde la conflagración de Roma, en tiempos de
Nerón".
El centro de Londres comenzó a reanimarse lentamente. Entre las ruinas se alzaron chozas y cobertizos de cerveceros, y reaparecieron las
vendedoras de libros ofreciendo ejemplares de la London Gazette, que
ya había instalado sus prensas en un cementerio. La gente empezaba a regresar a la ciudad y, mientras despejaban sótanos y erigían cobertizos,
hablaban de reconstruir la urbe. Y así, el 13 de septiembre, poco más de
una semana después del incendio, un propietario muy activo inició la reconstrucción de su casa.
Al conocer la noticia, el Rey convocó a una reunión del Consejo Privado.
Había que poner fin, inmediatamente, a semejante actitud, declaró. Si
cada uno de los londinenses daba en reconstruir su casa donde le pareciera y en la forma que se le antojara, la nueva ciudad resultaría tan
desordenada como la antigua y se perdería defintivamente la
oportunidad de levantar una capital moderna.
El soberano había examinado ya diversos proyectos para la edificación de una nueva Londres. Uno de estos proyectos era obra de John Evelyn,
y otro de Christopher Wren, joven arquitecto cuya capacidad aún no se
había puesto a prueba y a quien hacía poco se había asignado un cargo en la comisión que debería estudiar el estado de la catedral de San
Pablo. Wren y Evelyn imaginaban una urbe esplendorosa, pero sus
ideas eran demasiado suntuosas para que se las tuviera por prácticas. Fue Carlos II quien a la postre trazó los lineamentos de la
reconstrucción, los dio a conocer por real proclama el mismo día 13 de
septiembre, y cinco días más tarde reunió al Parlamento para que formulara la necesaria legislación.
"Dios sea loado por permitir que nos reunamos en este recinto", declaró
al dirigirse a los presentes. "Poco tiempo ha transcurrido desde que casi
nada faltó para que desesperásemos de contar con este lugar para nuestras asambleas".
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Se nombró entonces una comisión que se encargaría de trazar detalladamente un proyecto para la reedificación de Londres, y
posteriormente la Cámara de los Comunes votó la resolución de expresar
su gratitud al soberano por los grandes esfuerzos que hizo durante la lucha contra el incendio.
En el curso del otoño y hasta ya entrado el invierno la comisión se reunió
a discutir la cuestión. Se emprendió un estudio topográfico de la zona,
pero pasaron semanas antes de que se lograra algún progreso, pues primero fue necesario despejar el terreno, y en algunos puntos los
escombros medían más de un metro de altura.
El tiempo resultaba vital. Si se tardaba en proporcionarle albergue, el
pueblo, pensaba el Rey, emigraría a alguna otra parte. Londres era el puerto principal y la ciudad más grande de Inglaterra, y aportaba a la
hacienda pública la mayor parte de los impuestos; si su población y su
comercio disminuyeran, la baja afectaría a la economía general de la nación. Hacia noviembre se juzgó evidente que habría que abandonar
los planes para edificar una ciudad modelo. Sería necesario reconstruir
a Londres según su antiguo plan.
Resuelto este punto, Carlos II y los funcionarios de la urbe comprendieron que, a pesar de todo, aún sería posible edificar una
capital mejor que la anterior, si bien haría falta trazar un programa
integral a fin de adaptar las mejoras a los viejos moldes. Los consejeros del monarca se pusieron de nuevo al trabajo. En interminable serie de
reuniones, que se prolongaron día y noche, dieron forma a un plan
maestro gracias al cual Londres no sólo sería reconstruida, sino que en verdad volvería a nacer, "más grande y más hermosa" que nunca.
Las calles de Londres deberían tener una anchura determinada y
absoluta uniformidad en la fachada de sus casas. No se permitiría el uso
de aleros. Se fijaron tres tipos de casas para las que dieran frente a la calle, y todas tendrían que edificarse de piedra o de ladrillo: en las vías
principales se levantarían construcciones de cuatro pisos, de tres pisos
las que se hallaran en "calles y caminos notables"; sólo en las calles
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accesorias se construirían casas de dos pisos. Las mansiones de los hombres de negocios, aunque no tuvieran fachada a la calle, no podrían
ser de más de cuatro pisos. Las autoridades de la ciudad estarían
facultadas para pavimentar las calles y fijar impuestos para ello; designar comisionados de albañales para garantizar la eficacia de los
servicios de sanidad; y desterrar de cualquier vía importante los "oficios
peligrosos u ofensivos".
Se estableció un Tribunal de Incendios especial, con objeto de "evitar dificultades y disputas entre caseros e inquilinos de las viviendas
destruidas en la reciente y terrible conflagración". Las nuevas leyes
reglamentaban lo relativo a los materiales de construcción, y a las personas que habitaban en los suburbios se les alentó a "cavar y levantar
el suelo para fabricar ladrillos". Asimismo, se invitó a carpinteros,
ensambladores, albañiles, yeseros y otros artesanos para que acudieran a Londres, con autorización para trabajar allí sin restricción alguna
durante un período de siete años.
A continuación de largos debates y del estudio de diversas enmiendas,
ambas Cámaras del Parlamento aprobaron el programa de reconstrucción, al cual se otorgó el real asentimiento el 8 de febrero de
1667.
"RESURGIRÉ"
POR LA primavera, cuando la nieve que cubría el suelo se comenzaba a
derretir, los topógrafos trazaron los primeros solares y las primeras
calles. En seguida aparecían los trabajadores. Llegaban a las ruinas carretas cargadas de ladrillos, maderas y baldosines, y al poco tiempo ya
se oía por todo Londres el golpear de los martillos. La reconstrucción de
la ciudad constituye una empresa gigantesca y sin paralelo, que se había de prolongar durante varios decenios. Ochenta y cuatro de las iglesias de
la capital habían sido destruidas por el fuego, y se decidió reedificar 51
de ellas. En todas; el arquitecto era Christopher Wren, y su obra sigue
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siendo uno de los grandes triunfos del arte y la tenacidad en la historia de Inglaterra.
La obra maestra de Wren fue la catedral de San Pablo, que reconstruyó
con un interior exquisitamente proporcionado, un peristilo de 32
columnas y una cúpula, de estilo barroco, coronada por una linterna, el orbe y la cruz. En cierta ocasión, cuando se demolían las calcinadas
paredes de la catedral, Wren mandó construir una plataforma desde la
cual determinó la posición de la nueva cúpula que proyectaba. Un día indicó a un obrero que le subiera una piedra con la cual señalar el punto
que había elegido.
El trabajador recogió el primer fragmento que halló más a la mano entre
los escombros. Provenía este de una vieja lápida funeraria, y en ella aparecía tallada una sola palabra: Resurgam, es decir,"Resurgiré".
La cúpula se terminó en 1710; Christopher Wren tenía entonces 80 años
de edad.
Carlos II no vivió lo suficiente para admirar aquella obra gloriosa. El soberano falleció en la real alcoba la madrugada del 6 de febrero de 1685.
Para esos días, sin embargo, cerca de 20 años después del gran incendio,
su concepción de una nueva y esplendorosa capital era ya una realidad.
La ciudad misma de Londres había dejado de ser un atestado hacinamiento de tugurios, casas de vecindad y barrios miserables
desordenadamente construidos. Entonces millares de pulcras casas de
ladrillo rojo, edificadas de acuerdo con las especificaciones señaladas, se alineaban a lo largo de calles recién pavimentadas. Las esquinas eran ya
más anchas, se habían eliminado los recodos, y se nivelaron las
pendientes. Por primera vez en muchos siglos, los transeúntes no tenían
que temer choques contra pilares o salidizos.
La capital se libró de la peste que durante varios siglos había atacado a
sus habitantes. Hasta entonces un niño no podía contar con llegar a la
edad adulta sin haberse visto acometido, una vez al menos, por aquella
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terrible enfermedad. Pero ahora se podía decir que Londres era "la ciudad más saludable" del mundo... Ya no había canalones ni gárgolas
que salpicasen de agua la cara de los viandantes, ni ríos de basuras que
corrieran por mitad de las calles. Hasta el aire mismo de la urbe era limpio y agradable... gracias a que las calles eran más anchas y las casas
se levantaban más apartadas unas de otras.
La vetusta catedral de San Pablo, de cuyo rosetón más oriental sale llamas. (Imagen del Radio Times Hulton Picture Library)
Así también Londres había eliminado en buena parte los riesgos de incendio. Jamás volvió a sufrir un desastre como la conflagración de
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1666. Casi todos, de los millares de edificios reconstruidos, estaban hechos de piedra o de ladrillo. En las cañerías se habían insertado tomas de agua para caso de incendio, y los edificios públicos estaban provistos de mejores recursos para combatir el fuego. No menos significativa que la reconstrucción material de Londres era la mudanza operada en el sistema de gobierno. La ciudad había designado un solo cuerpo de comisionados que se responsabilizaran de las funciones urbanas, como la eliminación de las aguas residuales, la pavimentación y limpieza de las calles, la división en zonas, y de cobrar los impuestos. Con todos estos cambios los londineses se sintieron invadidos por un orgullo que pocos habían experimentado jamás. Ahora el pueblo de la capital inglesa se ufanaba de ella: ya no era una mera comarca o un simple distrito. El Gran Incendio había destruido una capital medieval. Gracias al genio y a la dirección de Carlos II, había dado origen a la ciudad más moderna del mundo.
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