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EL ESPEJO AFRICANO
LILIANA BODOC
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Para Felipe y Martn, dos nios luminosos que
, a veces, son artistas del color y la forma. A veces, ngeles. A veces,
monjes rubios de un templo chino.
Para Patricia y el "Tucu", sus padres.
"Nada se sabe, todo se imagina.
Somos cuentos contando cuentos, nada" Ricardo Res
(heternimo de Fernando Pessoa).
Hay objetos que jams nos pertenecern del todo. No
importa que se trate de antiguas reliquias familiares, pasadas de mano en mano a travs de las generaciones. No importa si
los recibimos como regalo de cumpleaos o si pagamos por
ellos una buena cantidad de dinero Estos objetos guardan siempre un revs, una raz que se extiende hacia otras
realidades, un bolsillo secreto. Son objetos con rincones que
no podemos limpiar ni entender. Objetos que se marchan cuando dormimos y regresan al amanecer.
Los espejos, por ejemplo. No hay duda alguna de que los
espejos pertenecen a esta categora. Ms an Si tuvisemos que hacer una lista de objetos fantasmales, rebeldes, incontrolables, los espejos ocuparan el primer lugar.
Mucho se escribi sobre ellos. Poemas y cuentos, leyendas
y relatos de horror. Se ha dicho que son puertas hacia pases fantsticos. Se ha dicho que son capaces de responder, con
sinceridad, las oscuras preguntas de una madrastra. Espejito, espejito, quin es la ms hermosa?
Pero aun as, con tanta letra escrita, siempre habr nuevas
cosas que contar, porque en los espejos cabe el mundo entero.
Esta es la historia de un espejo en particular. Pequeo, casi
del tamao de la palma de una mano. Y enmarcado en bano. Un espejo que cruz el mar para ser parte de mltiples
historias, no todas buenas, no todas malas. Un pequeo espejo que enlaz los destinos de distintas
personas en distintos tiempos.
En el comienzo hay un atardecer rojo y polvoriento, atravesado por una manada de cebras. Un paisaje extendido
en su propia soledad que, aunque desde lejos puede parecer un dibujo, es de carne y hueso. De sed y msica.
Hay tambin un sonido que trae el viento.
Tam Tam, tam.
Tam Tam, tam.
Son tambores los que estn hablando, los que estn
llorando. Y por qu tambores?
Porque la historia de este pequeo espejo, enmarcado en bano lustroso, comienza en el frica.
1- ENTRE FRICA Y AMRICA DEL SUR. 1779 A 1791, APROXIMADAMENTE.
La costumbre de cargar cestos en la cabeza los mantena erguidos. Y con el pensamiento ms cerca del cielo que de los
pies.
Era una aldea con pocos habitantes, donde cada uno haca su parte del trabajo y tena su lugar en las danzas. Aquellas
personas conocan la diferencia entre un fuego sagrado y un
fuego familiar donde asar alimentos. Separaban sin dificultad las plantas benficas de las maliciosas; aceptaban las lluvias y
las sequas. Y cuando se tendan a descansar, eran capaces de reconocer cientos de formas en las nubes.
Imaoma era un joven cazador, tan diestro que la aldea
entera lo consideraba un elegido de los Antepasados. Atima era una hermosa muchacha, buena en el arte de teir
plumas y coser pieles.
Eran tiempos de cacera. El da haba amanecido con olor a madera. Y el ms anciano
de la aldea miraba a su alrededor con una sonrisa divertida, como si supiese que algo agradable estaba a punto de suceder.
Imaoma mir a la joven Atima por la maana. La mir con
fijeza y sigui andando. Imaoma mir a Atima por la tarde. Ella se cubri las mejillas
con las manos y puso su pie derecho sobre su pie izquierdo. Cuando cay la noche y la aldea entera se reuna alrededor
del fuego, Imaoma volvi a mirarla. Todo estaba dicho!
Tres miradas de un hombre a una mujer, en el curso de un da, eran invitacin a boda, siempre que las familias aceptaran.
Y las familias aceptaron, porque Imaoma y Atima eran los
dos ojos de un mismo pez, las dos laderas de una misma montaa. Y tendran una descendencia saludable.
Los festejos se realizaron poco tiempo despus. Hubo
carne y fruta para toda la gente de la aldea. Y para algunos parientes que llegaron de lejos.
Atima le dio a su esposo un brazalete de piel como regalo.
Imaoma le dio a su esposa un pequeo espejo enmarcado en bano, que l mismo haba tallado con paciencia.
Alzaron una choza en el sitio indicado por los mayores. Y la vida continu su curso al son de los tambores.
Tam Tam, tam. Tam Tam, tam.
Pero al ao siguiente, los tambores empezaron a anunciar desgracias. Primero unos, despus otros Todos los tambores resonaban con mensajes confusos. Como si no estuviesen seguros de sus visiones. O se apenaran de asustar a
los hombres con tan malas noticias.
El tiempo camin a su modo, ni rpido ni lento. Y pas otro ao.
Los tambores continuaban sonando roncos y tristes. Ellos saban, anunciaban, advertan que grandes males se avecinaban.
Tres aos y algunas lluvias haban pasado desde la boda de
Imaoma y Atima. Para entonces, los tambores repetan un solo mensaje: Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazn. Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazn.
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Atima se haba alejado de la aldea, buscando frutos
comestibles. Su pequea hija estaba junto a ella. La nia iba a
cumplir tres aos, y eso significaba que todava llevaba el nombre de sus padres. Cuando cumpliera doce aos, ella
misma elegira el nombre para el resto de su vida. Mientras
tanto, era Atima, por su madre. Y era Imaoma, por su padre. Es que la gente de aquellas aldeas les daban a los
nombres su justo tiempo y su verdadera importancia. Atima, la madre, y Atima Imaoma, la nia, juntaban frutos
y cantaban. Pero no estaban solas, ni a salvo Muy cerca de ellas, unos hombres de piel descolorida las
miraban desde la espesura, con ojos brillantes como monedas
de plata. Eran cazadores de hombres y preparaban las redes,
se humedecan los labios con la lengua, tensaban sus corazones. Los cazadores comenzaron a avanzar sin hacer ningn ruido.
Atima Imaoma preguntaba cantando. Atima, su madre, responda del mismo modo.
Los cazadores tenan rdenes precisas: aquella vez deban
ser nios. El mercado de esclavos los necesitaba, y pagaba por ellos buenas sumas de dinero. Adems, caban mayor
cantidad en un barco, requeran menos alimentos y
ocasionaban pocos problemas. Atima le dio a su pequea hija un fruto rojo y repleto de
jugo. Atima Imaoma lo mordi con gusto. Y el jugo dulce le ensuci la boca.
Los hombres de piel descolorida eran, igual que Imaoma,
grandes cazadores. Pero Imaoma cazaba con lanzas, y ellos con redes. Imaoma cazaba animales para que la aldea entera
tuviera alimento. En cambio, la red de los cazadores cay
sobre Atima Imaoma. Sobre su vida, sobre su boca sucia de
jugo rojo. La pequea crey que se trataba de una lluvia distinta a las
que conoca. Quiso extender los brazos hacia su madre, pero
las sogas la atraparon ms todava. Sus ojos negros caban perfectos, hmedos, en los agujeros de la red.
Atima, la madre, pele contra los cazadores tanto como pudo. Y grit con la fuerza de siete gargantas. Sin embargo,
era apenas una delgada mujer que nada poda contra un grupo
de hombres. Cuando acab de comprenderlo, Atima se desprendi de la cintura una bolsita de cuero, y se acerc a
uno de los cazadores, suplicando en su lengua.
Las splicas se comprenden en cualquier idioma. Y en casi todos los corazones pueden quedar ventanas abiertas.
El hombre que estaba al mando entendi lo que Atima deseaba. Tom la bolsita de cuero y comprob su contenido:
dentro de ella solo haba un pequeo espejo.
-Quieres drselo a tu nia? -pregunt. Atima lo mir esperanzada.
Entonces, el hombre meti sus grandes manos por la red y
colg el amuleto al cuello de Atima Imaoma. Y en ese gesto, agot su bondad.
Atima Imaoma se iba para siempre. El barco en el que la llevaron, con otros cientos de
esclavos, cruz el ancho mar hasta llegar a una tierra donde la
gente compraba gente.
-Vean la fuerza de este jovencito! Vean el porte! -Aqu, aqu! Los dientes de esta nia lo dicen todo!
Sana, fuerte, a buen precio! Los esposos Fontezo y Cabrera caminaban por las calles
del mercado de esclavos. Aquel da no tenan intenciones de comprar. Solamente
haban ido a curiosear y a comentar los ltimos sucesos.
Habr que decir que se trataba de gente importante para la cual la ciudad no tena secretos.
-Mire esa nia -la seora Fontezo y Cabrera detuvo a su
esposo tomndolo del brazo. Enseguida se acerc a una de las pequeas que estaban en venta y le sonri.
Atima Imaoma la mir con seriedad, aunque sin miedo ni enojo.
-No pretenda comprarla -se adelant su esposo-. No es
necesaria ahora. -Es verdad -admiti su esposa-. Pero mire sus ojos
-Mujer, he dicho que no nos hace falta.
La seora Fontezo y Cabrera tena una opinin distinta. Y la expres con entusiasmo.
-Claro que hace falta Esta nia debe tener la edad de nuestra Raquel. No cree usted que podra ser su doncella personal?
El seor Fontezo y Cabrera tuvo que aceptar que aquella
africanita tena algo especial.
-Qu llevs ah? -le pregunt, sealando la bolsita que colgaba de su cuello.
Atima Imaoma no entendi las palabras, pero entendi el gesto. Y enseguida, protegi con sus dos manos la herencia
de su madre sin saber que, de ese modo, se ganaba la
voluntad de su futuro amo. -Vaya con su carcter -dijo el seor Fontezo y Cabrera,
complacido con la bravura de la pequea, igual que se
complaca viendo cmo mostraban los dientes sus valiosos cachorros de caza.
Entonces, como el precio que pedan por ella le pareci razonable, decidi que la llevaran consigo.
Al momento de comprar un esclavo era necesario ponerle
un nombre, de modo que quedara asentado en las notas de propiedad.
-La llamaremos cmo la llamaremos? Entre todos los nios que estaban a la venta, aquella era la
nica que no profera sonido alguno. Entonces, el seor
Fontezo y Cabrera encontr el nombre que buscaba: -La llamaremos Silencio -dijo.
Bien podra decirse que Silencio fue afortunada. El matrimonio Fontezo y Cabrera tena una sola hija. Y
Silencio fue destinada a ser su doncella. Silencio fue tratada con benevolencia. Tena buena
comida, buena ropa y buen trato. Pasaba casi todo el tiempo
con Raquel. Reciba algunos de sus juguetes en desuso, comparta sus dulces. De vez en cuando, si a Raquel le dola
la panza o tena catarro, Silencio se acostaba sobre sus pies para mantener el calor de su amita enferma. Y eso era mucho
mejor que dormir en las barracas fras.
Raquel y Silencio crecieron juntas. Raquel aprenda las danzas de saln y luego se las enseaba
a Silencio. Silencio estaba obligada a ayudar en algunos quehaceres domsticos, y Raquel se aburra. Cuando Raquel
tuvo que aprender las labores, que correspondan a una nia educada, se empe en que Silencio aprendiera con ella. De
otro modo teja mal y bordaba peor.
-Ser mejor que Silencio est con ella -dijo su madre. Y el seor Fontezo y Cabrera acab por aceptar.
Raquel creci con alegra. Y Silencio agradeci la suerte que le haba tocado en casa de sus amos.
En la cocina, Silencio sola escuchar los relatos que las
cocineras negras hacan sobre tormentos y castigos que reciban los esclavos en otras casas. Lluvias de azotes si se les
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vea un mal gesto, cadenas si desobedecan o haraganeaban.
Muerte por sed si intentaban escaparse.
-Demos gracias por la bondad de nuestros amos -decan las negras ancianas.
Silencio daba gracias con ellas.
Pero Silencio tena una tristeza: su nombre. Por mucho que se esforzara, no lograba recordar el nombre que tena en su
tierra. Mientras ms intentaba recuperarlo, ms se alejaban los sonidos. Y una voz de mujer, llamndola, se mezclaba con
los trinos y los rugidos de una selva distante.
A veces, Raquel encontraba a Silencio mirndose en su
pequeo espejo, con los ojos perfectos, hmedos.
-Ests triste, Silencio? Penss en tu nombre? Si quers probamos a ver si te acords.
Entonces, comenzaba una lista: Mara, Mercedes, Pilar,
Ins, Antonia. -Esos no -deca Silencio.
-Aurora, Matilde, Jacinta -Esos tampoco.
Y el nombre africano se perda, retroceda a un sitio donde
la memoria ya no encuentra caminos de regreso.
Para su cumpleaos nmero doce, Raquel le pidi a su padre un regalo especial. La nia deseaba ensearle a Silencio
las letras y los nmeros.
-No tiene usted mejores cosas que hacer? -le pregunt el seor Fontezo y Cabrera a su hija.
-No me gusta bordar. Me gusta ser maestra.
-Conque le gusta ser maestra! Entonces puede ensearles a sus primos pequeos.
-Ellos solo vienen de vez en cuando. El seor Fontezo y Cabrera dio una profunda pitada a su
cigarro. Despus pronunci palabras llenas de humo.
-Entienda y recuerde que ellos no poseen un alma como la nuestra. Y por lo tanto, no poseen nuestras capacidades.
-Pero Silencio est siempre conmigo y es como si fuera un
poquito blanca. Aquella tarde, la mirada severa de su padre dio por
acabada la conversacin. Sin embargo, Raquel insisti al da siguiente. Y al siguiente.
En esta oportunidad, el seor Fontezo y Cabrera demoraba
en ceder al pedido de su hija. Saba que semejante cosa no sera bien vista por sus amigos. Es cierto que en tu casa los
esclavos aprenden a leer y escribir?, preguntaran. Un asunto inaceptable!, murmuraran a sus espaldas. Pero por otro lado
pensaba que, de seguir las cosas tal como iban, pronto se
vera obligado a negarle, y aun a quitarle, a su pequea
Raquel, las ventajas con las que haba crecido. Y el seor Fontezo y Cabrera haba aprendido que el lujo resulta natural
como el aire cuando se lo conoce desde la cuna!
Al fin, pudo ms este pensamiento. -Pongo una estricta condicin! -dijo el seor Fontezo y
Cabrera antes de darse por vencido-. Que esto sea un secreto.
Usted le dar esas clases en el granero, y no lo contar a sus amistades. Ni a sus primos.
Raquel y Silencio buscaron una madera bastante grande y lisa, que apoyaron contra una de las paredes del granero. All
escribiran las letras y los nmeros con pedazos de yeso.
Luego acomodaron unos fardos de heno como asientos. Y tuvieron su escuela.
Por su parte, el seor Fontezo y Cabrera se tranquiliz
imaginando que aquel juego aburrira muy pronto a su hija. Cunto se equivoc!
Los meses pasaron Y el granero donde Raquel le enseaba a Silencio las letras y los nmeros jams estuvo ocioso.
La vida transcurra con bien. O al menos, eso pareca.
A veces, Silencio sola tomar su espejo y, frente al cristal, intentaba recordar su nombre.
Josefina, Alma, Anita -Esos no.
Aurelia, Magdalena -Esos tampoco.
Era una siesta calurosa de diciembre en la ciudad rioplatense del ao 1791.
El seor Fontezo y Cabrera y su esposa mandaron llamar a
Raquel para hablar con ella sobre algo importante. Aquello no hubiese sido extrao. Era frecuente que, ante cualquier falta
de Raquel, sus padres se esforzaran en largas amonestaciones,
intercaladas con fbulas y versculos. Pero esa vez pareca diferente.
Raquel no imaginaba lo que estaba a punto de escuchar, porque nadie le haba advertido que la situacin econmica de
la familia era desesperada. Y que su padre enfrentaba el
fantasma de la ruina. -Ver usted, hija -dijo el seor Fontezo y Cabrera-, las
cosas por aqu no estn del todo bien La esposa del seor Fontezo y Cabrera no alzaba la vista
de su bordado. Sin cesar, daba puntadas verdes y puntadas
azules en los bordes de un mantel de hilo. -He intentado demorar esto -continu el padre-. Sin embargo,
ya no hay manera de retrasar algunas tristes decisiones. Son
decisiones que me pesan, crame. Me pesan mucho. Justo entonces, su esposa se pinch el dedo con la aguja.
Una puntada roja en el ramo de flores que bordaba. -Necesitamos reunir algn dinero, y para eso deberemos
desprendernos de ciertas cosas de valor. Alhajas de su madre,
los caballos de raza En el mantel de hilo, las flores se marchitaban apenas
bordadas. Quiz por eso, el seor Fontezo y Cabrera se dispuso a decir todo de una sola vez. Y con tono que no
dejara lugar a reclamos.
-y algunos de nuestros esclavos. Silencio es una de nuestras siervas domsticas de mayor valor. Joven, sana y de
buen carcter, de manera que Raquel haba entendido. -Podra vender una cocinera -comenz a decir Raquel-.
Siempre dice usted que son de las mejores y que sus amigos las envidian
-Compraron a Silencio para una hacienda en las provincias
del oeste. Y esta vez, no haba ms que decir.
Todos all saban lo que significaba el trabajo de los
esclavos en las haciendas: sol a pleno durante interminables jornadas, ltigo para los dbiles, noches dolorosas, picaduras
de insectos, agua con mal sabor. Y los tambores volvieron a llorar.
Tam Tam, tam. Tam Tam, tam. En aquella oportunidad, Raquel comprendi que de nada
valdra pedir ni encapricharse. Adems, las palabras de su
padre le traan otras preocupaciones. -Mi piano se quedar aqu?
-
-Por supuesto, Raquel. Tu piano se quedar.
El seor Fontezo y Cabrera dio por terminada la conversacin.
-Ve y dile a Silencio que junte las cosas que le pertenecen.
Maana vendrn a buscarla.
La seora Fontezo y Cabrera segua bordando flores muertas.
Muy pocas cosas tena Silencio. Y ni siquiera se las llevara todas.
Apenas arm un bulto de ropa. Despus tom su espejo. Y
se fue al granero donde aprenda letras y nmeros. Pasara all la ltima noche. Y all esperara a sus nuevos amos.
El granero estaba solitario. En el pizarrn, que se apoyaba
contra la pared, permaneca escrita una parte de la clase dedicada a la letra M.
Silencio sostuvo, frente a su rostro, el pequeo espejo enmarcado en bano. Entonces comenz a moverlo muy
despacio. De este modo poda ver, en el reflejo del cristal, el
sitio donde haba sido feliz: las altas ventanas, los techos de madera oscura, los fardos de heno, el piso de paja, un
recipiente de tinta olvidado.
El espejo le mostr tambin el pizarrn, con las palabras que ella misma haba escrito dos das antes: AMO A MI AMITA.
Pero el espejo, como sucede, mostraba el mundo dado
vuelta: ATIMA IM A OMA. Eso ley Silencio en el pequeo espejo enmarcado en
bano que su madre le haba dado antes de que se la llevaran
para siempre. ATIMA IM A OMA.
Tam Tam, tam.
Tam Tam, tam.
En el revs de las cosas, podran haber dicho los
tambores En el revs de las cosas suele estar la verdad. Al da siguiente a Raquel le cost trabajo entender por qu
Silencio no estaba llorando. -Porque tengo doce aos, y puedo elegir mi nombre.
-Ya lo hiciste? -pregunt Raquel.
La esclava asinti con la cabeza y con la sonrisa. -Qu nombre elegiste? Aurelia?
-No.
-Josefina, Alma, Anita? -No.
-Remedios, Magdalena?
-Tampoco. -Qu nombre elegiste? Esther?
-Ese tampoco
-Qu nombre elegiste? -Atima Imaoma.
Raquel no haba entendido. Y volvi a preguntar: -Qu dijiste?
-Atima Imaoma -respondi la esclava.
-Y cmo se te ocurri ese nombre? -No fui yo. Me lo dio el espejo.
Raquel movi la cabeza igual que, a veces, lo haca su
madre. -No hables as. Tus nuevos amos te van a azotar por andar
repitiendo hechiceras de negros. Me entendiste? Tam Tam, tam.
Tam Tam, tam.
Y los nuevos amos llegaron a media maana. Sin tiempo
para esperar largas despedidas y, mucho menos, llantos. Atima Imaoma y Raquel apenas pudieron darse el ltimo
abrazo. Fue entonces cuando Raquel dijo algo que an no poda
entender.
-Te voy a buscar. Prometo que, algn da, ir a buscarte. -Arre! -y el carro parti con rumbo a las provincias del
oeste. Raquel corri un poco por el camino, repitiendo un saludo
que solo ellas podan entender.
-Adis, Atima Imaoma Adis, respondieron los tambores.
Los objetos se mueven con las personas. Viajan, se
pierden, se venden, se compran. Cruzan el mar. O quedan olvidados, por mucho tiempo, en el fondo de un bal.
Con los espejos sucede lo mismo.
A un pequeo espejo enmarcado en bano le pueden suceder muchas cosas. Pudo, por qu no?, ser donado para la
causa del ejrcito libertador.
Se han donado para la sagrada causa de la libertad: 2
anillos de oro, 5 peinetones de carey, 17 caballos, 1 cuchillo con mango de plata, 11 ponchos, 9 mantas, 1 espejo
enmarcado en bano Qu hara con un espejo el general San Martn? Como
sea, algo extrao relacionado con el espejo ocurri aos
despus. Fue cuando el pequeo espejo enmarcado en bano volvi a cruzar el mar. Esta vez, hacia el continente europeo.
2- ESPAA, PROVINCIA DE VALENCIA, OCTUBRE DE 1818.
-Ni los ojos, Dorel! No lleves ni tus ojos ms all del umbral de la casa, porque nunca se sabe dnde se esconde lo
peor Y menos al atardecer!, que ya sabemos, Dorel, las calamidades que el atardecer esconde entre sus barbas rojas. Bien posible es que los moros ronden en busca de cabezas,
que luego ahuecan para utilizar como cacerolas. Ya te dije que ellos lo hacen, verdad?
- Pero -Dices pero? Qu pero vas a oponer a las
enseanzas de Mara Petra? Nada de peros, ni de peras ni de
Prez Recuerda que aqu los males son tan numerosos como las moscas. Y a propsito, te he dicho ya de una nueva mosca que clava aguijones en el rostro del que duerme? As
es. Y a la maana siguiente, despiertas con urticaria de color
azul, y pobre de ti si te la rascas! porque, entonces, el veneno de la mosca entra y va directo al corazn. Y en el propio y
mismsimo corazn de la vctima comienza a formarse,
cmo te dir?, un barrio, una provincia, un pas de moscas Dorel hizo un esfuerzo por tragar la comida que se llevaba
a la boca. Y asinti con la cabeza, como siempre lo haca. Mara Petra, la propietaria del negocio de antigedades
ms prspero de Valencia, tena poco, poqusimo cabello. Y
muchos, muchsimos fantasmas. Por esa causa, mantena cerradas las ventanas. Excepto, la
vidriera donde se amontonaban los objetos que Mara Petra
haba comprado por unos pocos centavos, y que luego venda con buenas ganancias.
La casa oscura de Mara Petra tena el olor triste de los
-
lugares donde nunca entra el sol. Y tena tambin su propia
msica hecha con el chirriar de las puertas, los crujidos del
piso de madera, y el borboteo de una olla donde herva eternamente algn t de yuyos.
Mara Petra sala de su casa solo una vez al mes. Caminaba
tres cuadras y media, suba nueve escalones y llamaba a la puerta de su ta. Permaneca una hora exacta de visita y
regresaba por el mismo camino. Aquella era la nica vez que Dorel quedaba al frente del negocio de antigedades. Y poda
perderse en sus propios sueos.
Era habitual, por ese entonces, la costumbre de criar un hurfano. Ofrecerle casa, comida, y algo parecido a un hogar,
a cambio de trabajo. Mara Petra acostumbraba a hablar del
asunto muy a menudo: -Cada vez que recuerdo cmo estabas cuando te saqu del
orfanato, Dorel Puro hueso y puro pensamiento! El pensar no es nada bueno, ya te lo he dicho, verdad?
-S, seora.
Pero aquel da, Mara Petra andaba con ganas de recordar. -Tenas seis aos y eras as de flaco, una ramita de tomillo.
Pero te traje aqu, y te aliment con caldo bien grasoso y pur
de coliflor. Te ense a lustrar los objetos de metal, a lavar almohadas de plumas Y otras cosas preciosas que un nio como t, tan sin gracia, nunca hubiese aprendido! Hoy ya eres un joven bien crecido, tienes diecisiete, verdad? Y eres muy
feliz. No es as, Dorel?
-As es, seora. Mara Petra apart el plato lleno de huesos que tena frente
a s, y cruz sobre la mesa sus brazos carnosos y blancos. Se senta contenta de ser tan buena persona.
-Si hasta te permito recibir, cada sbado, la visita de ese
maestrillo que viene con sus librotes a contarte que tal o cual ro nace en tal o cual parte. Y que tal o cual animal tiene tales
o cuales costumbres. Por mi parte, no puedo hallarle utilidad
alguna a esos saberes. Pero a ti te gusta eso, o no, Dorel? -S, seora! Eso s! -respondi el joven que, por primera
vez durante aquella conversacin, pareci sincero y entusiasmado.
Para Dorel, aquella vida era la nica posible. Sin embargo,
el joven tena un sueo poderoso. Y Mara Petra estaba a punto de mencionarlo.
-Te dir que no has sido tan malo Los hay peores que t, eso es cierto. Jvenes criados que hasta les roban a sus protectores. No eres tan malo, debo admitirlo. A no ser -Mara Petra tamborile con los dedos en la mesa-, a no ser por el famoso asunto de tocar el violn.
Dorel escuch. Y se mir las manos. Un violn haba
llegado una vez al negocio de antigedades. Entonces, con una gracia increble para alguien que jams lo haba hecho
antes, Dorel pas el arco sobre las cuerdas. Y ya no pudo
olvidar ese sonido. -La msica, Dorel, bien te lo he repetido, naci en el
casamiento de una bruja -Mara Petra habl con voz de contar leyendas-. Parecer ser que una bruja fue invitada al
casamiento de una de sus primas. Lleg, disfrut del
banquete. Pero cuando fue la hora de los obsequios, not que no tena nada que ofrecerle a la novia. Entonces, concibi la
idea de abrir su boca, deforme y dientuda, y tararear. As naci la msica, Dorel. Y bien hiciste en olvidarla!
Las venas de Dorel vibraron como cuerdas.
-Porque la olvidaste, verdad? -S, seora.
Pero la sangre de Dorel se mova como el mar. Mara Petra
se inclin hacia el rostro del joven. -Son lgrimas lo que veo en tus ojos?
-No, seora. No tengo motivos para llorar.
Pero el corazn de Dorel quera salir al galope.
-Lo mismo creo yo. No tienes ningn motivo para llorar, y
muchos motivos para considerarte dichoso. No es as? Dorel no respondi. No poda hacerlo.
-Responde, Dorel. No es as?
Dorel no respondi. No quera hacerlo. Pero Mara Petra segua preguntando:
-No es as, Dorel?, no es as? Agobiado, triste de repente, como si dentro de l se
hubiese puesto a llover, Dorel quiso responder. Y pudo:
-No, seora. No es as. El rostro de Mara Petra qued inmovilizado en un gesto
que expresaba asombro y horror. Pero Dorel haba comenzado
y ya no poda detenerse. Habl en voz muy baja, con la mirada puesta en una mancha de grasa que tena el mantel.
-No soy feliz, seora Mara Petra. Ni nunca lo ser si no me deja usted tocar el violn. El maestro dice que la msica es
buena para el alma. Y dice adems que no es posible que
ronden por aqu los moros, porque esa guerra acab hace tres siglos
Al fin entenda Mara Petra! Era ese maestro de mala muerte quien llenaba la cabeza del hurfano con horribles ideas. Pero ella era mujer de carcter, y saba muy bien lo que
deba hacer. -Nunca ms! -sentenci-. Y ponindose de pie comenz a
vociferar, mientras daba vueltas alrededor de la mesa-. No
volver a permitir que ese hombre te visite. Mi puerta -y Mara Petra remarc el mi- jams se abrir ni para l ni para sus libros. Se lo dir este mismo sbado, apenas asome por aqu su cara de mono sabio!
Por supuesto, Mara Petra cumpli su promesa.
El sbado por la tarde, el maestro lleg a visitar a Dorel. Llam a la puerta, y como siempre lo haca puesto que era un
hombre bien educado, se quit el sombrero y sonri al ver
aparecer a Mara Petra. -Tenga usted buenas tardes, seora.
Por toda respuesta, la propietaria del mayor anticuario de Valencia extendi el brazo:
-Fuera! Aljese usted de mi casa. Pensando que se trataba de una broma o de un
malentendido, el maestro ampli su sonrisa.
-No comprendo -dijo.
-Qu es lo que no comprende? -Mara Petra repiti con claridad-. Aljese usted de mi casa -y remarc el mi.
Como el maestro no tuvo mejor idea que insistir, Mara Petra se vio obligada a decirle, palabra por palabra, grito por
grito, todo lo que tena en contra de sus libros y de sus ideas,
de sus nmeros, de sus letras, de sus mapas y de sus palabras en latn. Ninguno de los argumentos que el maestro intent
oponer sirvieron de nada. Mara Petra, fuera de s, solo le
exiga que se marchara, que no regresara jams a torcer la cabeza del pobre hurfano y, sobre todo, que no volviera a
decir que la guerra contra los moros haba acabado haca tres siglos porque ella los escuchaba todas las noches, cuando les
sacaban filo a sus sables curvos.
Despus de un rato de intentar tranquilizar a la mujer, el maestro pareci darse por vencido. No perdi, sin embargo,
su caballerosidad. Y salud a Mara Petra llevndose la mano al sombrero.
Antes de marcharse, vio el rostro de su alumno por la
vidriera del negocio de antigedades. All, entre teteras de plata labrada, espadas y almohadones bordados, Dorel tena el
aspecto de un ngel de porcelana.
El maestro salud al nio con la mano en alto. Y pareci que sus ojos intentaron decirle algo. Algo como corre, Dorel, corre tan lejos como puedas.
-
Aquella misma semana tocaba la visita mensual de Mara
Petra a casa de su ta.
En esos das, desde el episodio con el maestro, apenas si haba abierto la boca, y solo para dar rdenes que Dorel
cumpli sin chistar.
Eran las dos de la tarde cuando Mara Petra apareci en el negocio con su vestido azul y su sombrero.
-Voy a salir -dijo. Y como si fuera necesario, aclar-. Visitar a mi ta.
-Claro, seora.
-Quedas a cargo, Dorel. Las campanillas de bronce sonaron alegres cuando Mara
Petra traspuso la puerta en direccin a la calle. Dorel suspir
todo el aire que tena amontonado en el pecho. Y aunque no sonri, al menos se sinti aliviado.
Sin embargo, no habra alcanzado Mara Petra la esquina, cuando un joven de cabello rojizo entr al negocio. Traa un
pequeo paquete en las manos. Pareca asustado o tmido.
-Me manda mi madre -dijo-. Ella desea vender esto. El recin llegado desenvolvi su tesoro. Se trataba de un
espejo enmarcado en bano, ms o menos del tamao de la
palma de una mano. Sin prestarle demasiada atencin, Dorel neg con la
cabeza. Pero el joven insisti. -Mira que este espejo vino desde Amrica. Lo trajo mi
padre. Mi padre es sargento, y hace poco que regres a causa
de una herida que recibi peleando contra el ejrcito del tal don San Martn. Sabes algo sobre eso?
Dorel saba porque el maestro le haba hablado sobre esas guerras, y le haba dicho que, aunque haba un ocano de por
medio, no les eran ajenas.
Mientras Dorel recordaba, el joven segua con lo suyo: -Si lo miras con detenimiento, vers que tiene bien tallada
la madera.
Dorel lo tom en sus manos. l ya saba reconocer objetos verdaderamente antiguos y diferenciarlos de baratijas y de
imitaciones. Dio vuelta el espejo y vio una marca hecha a punzn en la parte inferior.
-Aqu est daado -dijo Dorel, en su papel de comerciante.
-Por solo cuatro monedas te lo dejo -respondi el joven. Dorel comprendi que, daado o no, el objeto tena mucho
valor. Seguramente, a Mara Petra le complacera mucho una
buena compra. -Te doy tres monedas -ofreci Dorel.
-Es para medicinas -era evidente que el joven de cabello rojizo deca la verdad-. Necesitamos cuatro monedas para
poder comprarlas.
Dorel dud. Pero las palabras de Mara Petra repicaron en su cabeza: Nunca te conmuevas por la palidez, el hambre o la tragedia de los clientes porque entonces llevars mi negocio
a la ruina. -Tres monedas o nada -dijo Dorel.
-Est bien -acept el joven-. Algo es algo. Y ya veremos de encontrar la que nos falta.
Tom las tres monedas que Dorel sac de una lata. Salud
y se fue.
Dorel se dispuso a sacarle brillo a la nueva adquisicin para ensersela a Mara Petra cuando esta regresara de
visitar a su ta. Tom un pao y comenz su tarea. Primero la
parte posterior, para dejar lustroso el bano. Qu ser esta marca hecha a punzn sobre la madera?, se
pregunt el hurfano. Cuando la parte de atrs estuvo impecable, Dorel moj el
pao en alcohol para limpiar el cristal.
Entonces, el espejo le mostr su rostro casi gris de tanto encierro. Le mostr sus ojos casi viejos de no ver el mundo.
Dorel intent sonrer y not que su boca no recordaba cmo
hacerlo. Su corazn comenz a latir muy fuerte, igual que si tuviera un tambor en el pecho.
Tam Tam, tam.
Tam Tam, tam. Por qu no le haba dado al joven las cuatro monedas, si
el espejo se vendera en ms de diez? Tal vez, ya se pareca
demasiado a Mara Petra Mirndose bien, vea hasta los mismos rasgos en su rostro. Pero no quera, no quera
parecerse a ella. Quera parecerse a su madre. Dorel no la haba conocido, pero siempre la haba imaginado como una
dulce mujer que saba cantar. Su madre nunca se habra
aprovechado de un desesperado. Pero Mara Petra iba a ponerse contenta con una buena
compra. Pero el maestro siempre repeta que la estatura de un
hombre es la de su corazn.
Y su madre, qu dira su madre? Quizs an puedas alcanzarlo.
Dorel tom otra moneda de la lata.
Corre, Dorel, corre tan lejos como puedas! No salgas a la calle, Dorel, que los moros buscan cabezas! Dorel, esa guerra acab hace tres siglos. Dorel. Buscan cabezas, Dorel, hace tres siglos, que
buscan cabezas, que acab la guerra No salgas a la calle, Dorel. Qu dira tu madre? Corre, Dorel, corre tan lejos como
puedas! Hace tres siglos, buscan cabezas, la estatura de un
hombre es la de su corazn. Dorel tom el espejo para darse coraje. Avanz unos
pasos. Solamente abrira la puerta. Tal vez, el joven estaba
por all cerca, pidiendo la moneda que le faltaba.
Las campanillas que colgaban de la puerta volvieron a sonar. Dorel asom la cabeza y mir hacia ambos lados de la
calle. El joven que acababa de venderle el espejo de bano no
estaba a la vista. Dorel respir hondo. Podra atreverse a llegar a la esquina.
Le dara al joven la cuarta moneda para su medicina y regresara de inmediato. Volvi a respirar. La tarde ola fuerte.
Cerr la puerta a sus espaldas. Y empez a caminar.
En las historias el tiempo puede volver atrs y saltar hacia
delante, no tiene forma fija, ni trazo obligatorio. Alas, eso s tiene, para volar a su antojo por cualquier cielo. El cielo de
hoy, el de ayer, el cielo que an no comienza y el que nunca
terminar. Cuando Atima Imaoma tuvo doce aos, fue vendida por el
seor Fontezo y Cabrera. Y enviada a trabajar a una hacienda de la provincia de Mendoza.
A pesar de su triste situacin, la nia tuvo ingenio
suficiente para ocultar su espejo, de modo que nadie se lo quitara. Atima Imaoma lo mantuvo con ella, oculto y a salvo.
Aos despus, Atima Imaoma obtuvo permiso del amo
para casarse con un esclavo de la hacienda. Y en el ao 1802 naci una nia. Esta vez, sin importar
cmo los amos decidieran llamarla, Atima Imaoma susurr el nombre elegido a odos de la recin nacida.
-
Se trataba de un nombre que una las dos partes de su vida,
frica y Amrica, las dos orillas del mar.
Te llamaremos Atima Silencio dijo.
El carro de la peste, todo hecho de huesos humanos, lleg
a Mendoza. Y tom su gran carga de muertos. A veces, los esclavos de las haciendas eran arrojados en l
antes aun de que acabaran de morir.
En el carro de la peste se fue el padre de Atima Silencio. Poco despus, su esposa, Atima Imaoma, se fue tambin.
Atima Imaoma se march con la luz del da. Y algo dijo
sobre un barco que la esperaba en el puerto para llevarla de regreso a su tierra roja.
Desde entonces, Atima Silencio solo pens en escapar de
all.
3- UNA HACIENDA EN LA PROVINCIA DE MENDOZA, OCTUBRE DE 1816.
No se lo dijo a nadie, ni a la escudilla donde coma, ni a su sombra; porque Atima Silencio saba que los rumores de fuga
tenan sus propios pies. Y corran a casa de los amos.
Escaparse no era difcil en aquella vasta hacienda, con poca custodia. Lo difcil, lo imposible, le hubiesen dicho
algunos esclavos viejos, era evitar que los capturaran casi de inmediato. Era breve la libertad de los esclavos prfugos.
Adems, le hubiesen dicho los mayores, qu destino
poda aguardarle a quien se escapaba de su suerte? Dnde encontrara asilo? Fuera adonde fuera, sera devuelto al amo
para recibir castigos sin nombre.
Atima Silencio pas las noches con los ojos en el techo de paja del barracn donde dorma con las dems mujeres.
Pensaba que no quera enfermar all, como casi todas las esclavas, y morir en un camastro sin tener, siquiera, el
consuelo de los tambores.
Porque el amo los haba prohibido. Tam...
Tam, tam...
El ritmo seco y profundo ya no se escuchaba en la hacienda. Y con l se haba acabado la nica alegra de los esclavos.
Aquella noche, igual que las anteriores, Atima Silencio
puso sus ojos en el techo. Una fuerte tormenta azotaba. El viento arrastraba el paisaje: hojas, polvo y estrellas; todo se
iba con l. Un madero flojo, casi desgajado del techo, golpeaba contra
una de las paredes del barracn. Tam..., tam, tam... El sonido
se transform en una orden. "Vamos, Atima Silencio, abandona tu camastro y corre afuera. Hay caminos, hay
tambores para guiarte. Vamos... Este es el momento. Corre,
Atima, corre tan lejos como puedas!" Atima Silencio tom de debajo de su almohada de heno el
espejo que su madre le haba heredado. Y sali de all. Camin sin prisa, como si fuese de da y
tuviera que ir a limpiar los gallineros y las porquerizas. No
mir hacia atrs, ni pens hacia adelante. Solo avanzaba paso a paso, ignorante de su destino.
Los gritos estremecieron la madrugada lluviosa.
Fuga, fuga! Una partida de hombres con rifles sali a seguir el rastro
de la esclava. La lluvia, que an segua cayendo, les dificultaba el avance. La maana era oscura, oscuras sus
razones, oscura la piel de la prfuga que respiraba con
dificultad a causa del cansancio. Fuga, fuga!
Los hombres se separaron para cubrir todo el terreno. A
pesar de sus esfuerzos, Atima Silencio no haba conseguido alejarse demasiado durante la noche de tormenta, calzada con
sandalias de soga y cuero. Varias veces se haba cado. Siempre se haba levantado.
De pronto...: "te tenemos...!".
Atima Silencio gir hacia sus perseguidores. Pero era solo un espino que haba enganchado su ropa. Respir hondo, mir
el cielo. Y sigui avanzando.
Fuga, fuga...! El hijo mayor del amo iba con la partida. Le diverta cazar
esclavos igual que le diverta derribar pjaros. Era bueno, quizs el mejor en captar indicios y huellas que sealaban el
rumbo de los prfugos. Y se jactaba de ello. En esa ocasin
sera muy fcil puesto que se trataba de una jovencita que, sin duda, dejara evidencias por todo el camino.
Y el hijo mayor del amo de la hacienda no estaba equivocado. Un jirn de ropa blanca, enganchado en una planta
espinosa, era la seal que necesitaba.
Mejor sera no comunicrselo a nadie. Seguira solo y traera del pescuezo a la prfuga. Su padre le palmeara la
espalda orgulloso. Y su prometida se llenara de admiracin.
El atajo que Atima Silencio haba elegido la llev a la zona de quebradas rocosas. Quizs eran los tambores los que la
estaban guiando hacia la altura.
Tam..., tam, tam... Atima Silencio comenz a trepar
agarrndose de las salientes, con la esperanza de que la otra ladera la pusiera a salvo de sus cazadores. La quebrada era
alta y escarpada. Pero, igual que antes, ella no mir hacia atrs. Trep Atima Silencio, fuga, fuga!, trep forzando sus
piernas delgadas, tensando sus rodillas puntiagudas.
Ya casi llegaba a la cima. "Vamos, Atima Silencio. Hay caminos, hay tambores para guiarte. Vamos... Este es el
momento. Corre, Atima, corre tan lejos como puedas!"
Pero cuando la esclava alcanz la cima se qued paralizada: la ladera era, en verdad, una pared vertical,
imposible de descender. Ella no era pjaro para volar, ni culebra para arrastrarse. Era una esclava prfuga que, cuando
intent volver sobre su camino, vio a la muerte con sombrero
de paja, mirndola desde abajo. El hijo del amo la haba encontrado y sonrea. Tena
tiempo y posibilidad de pedir ayuda a los otros hombres. Pero
por qu hacerlo? Eso solo servira para compartir el mrito que le corresponda solamente a l.
Sus piernas eran fuertes, sus botas de cuero podan mucho ms que unas sandalias de cuerda, sus brazos estaban bien
alimentados; as que el hijo mayor del amo subi confiado,
mirando el terror de la esclava atrapada entre l y un precipicio. La lluvia torrencial haba reblandecido el terreno. Y sus
pies se apoyaron en la roca equivocada, suelta... Se desprendi una roca y arrastr otra roca, que arrastr otra
roca. Los pies del perseguidor quedaron sin apoyo. Y su peso
fue demasiado para las manos que intentaron sostenerse de una saliente escasa. El cuerpo del hijo mayor del amo dio
tumbos secos mientras caa.
La muerte haba perdido su sombrero de paja y su sonrisa. Ahora yaca boca arriba, con los ojos plidos.
Atima Silencio lo mir desde lo alto. Justo entonces el
-
cielo empezaba a abrirse. El sol estaba all. El hijo mayor del
amo pareca muerto.
Quiz, los tambores no se haban equivocado.
En poco tiempo las nubes se deshicieron.
El sol sali con fuerza. Despabil a los animales y sofoc a los hombres con los vapores hmedos que levant desde la
tierra.
Los perseguidores de Atima Silencio comenzaban a impacientarse. Se secaban el sudor, escupan y maldecan a la
esclava que los obligaba a demorar el descanso y la comida.
Ya lo pagara! Ya iba a pagarlo...! Uno de ellos, que iba rezagado, se detuvo a beber. Le
quedaba muy poca agua, de manera que se vio obligado a sacudir el odre sobre su boca abierta.
As estaba, de cara al cielo, cuando una luz llam su atencin.
All, miren all. Los dos hombres que lo acompaaban siguieron la
direccin del dedo extendido. Pero demoraron en advertir lo
que su compaero sealaba... Sin embargo, despus de un momento, una luz zigzague entre los rboles. Era indudable
que se trataba de seales humanas.
El que haba descubierto la seal de luz dispar al aire para
avisar, a quien pidiera ayuda, que ya iban en camino. Muchas cosas imaginaron y comentaron entre ellos
mientras se acercaban al lugar. Tal vez uno de esos
vendedores que llegaban de tanto en tanto, con su carreta cargada de mercancas, haba sufrido un accidente. Poda ser
un arriero mordido por una serpiente. O poda ser el
mismsimo doctor, que visitaba con frecuencia al amo para aliviarle sus dolores de huesos, el que necesitara ayuda...
Muchas cosas imaginaron. Pero no imaginaron lo que iban a encontrar.
De pie, en la cima de la quebrada, la esclava prfuga haca
seas de luz con un pequeo espejo apuntado en direccin al sol.
Cuando los hombres se disponan a subir por ella, Atima
Silencio les seal el cuerpo que yaca en el fondo del barranco. Y luego, como para ahorrarles el trabajo, baj por s
misma. Y se entreg.
Tres das despus, Atima Silencio fue llamada a la casa
principal. El amo la esperaba sentado en su silln, detrs de un gran
escritorio labrado, con las esquinas de bronce. Los tres hombres que la haban hallado estaban de pie, a sus espaldas.
El amo beba t porque tena tiempo.
Sos la que quiso burlarse de m afirm. El amo tena tiempo, por eso beba t a sorbos pequeos y
ruidosos. Sabes que tu vida y tu muerte caben en la palma de mi
mano? Sabes que dejar un prfugo sin castigo es el peor
error que un hacendado puede cometer? Pero salvaste la vida de mi hijo. El mdico dice que volver a ser el de antes. Y yo
digo que volver a ser el mejor cazador de esclavos prfugos.
El amo beba el tiempo como si se tratara de un t muy caliente.
Las mujeres son dbiles, siempre lo digo. La prometida
de mi hijo y mi esposa me han pedido por vos. Desean y
suplican que, en compensacin por lo que hiciste, te d la libertad que tanto quers. Y sabes qu har yo...? Les voy a
dar el gusto! Atima Silencio se tambale en su lugar. Las lgrimas que
haba retenido al borde de los ojos se derramaron.
Les dar el gusto, claro que s... Sos libre desde este mismo instante. Y hasta una carta te voy a dar para que nadie
te traiga de regreso. Pero, escucha bien esto, vas a volver pronto! Vas a volver suplicando! Cmo te imaginas la
libertad, desgraciada? Anda noms..., que ya te voy a ver con
la mano extendida. El amo beba t, el amo tena tiempo.
Atima Silencio abandon la habitacin caminando de
espaldas. Esa misma tarde, ella y su espejo salieron de la hacienda
hacia la libertad.
4- ESPAA, PROVINCIA DE VALENCIA, OCTUBRE DE l8l8.
El sol ocupaba todo el espacio. Y sin embargo, no haca
demasiado calor. Al principio, la luz fue dolorosa para los ojos
desacostumbrados de Dorel, que debi cubrirse y parpadear
antes de poder distinguir las formas. "Hasta la esquina", se dijo. Pero la esquina pareca tan
lejana como el horizonte. La esquina era un mundo
desconocido y lleno de todos los peligros que Mara Petra le haba enumerado sin cesar, durante aos. Los moros, las
moscas venenosas, los gitanos, la fiebre amarilla, la fiebre negra, los rayos que caen del cielo despejado, las grietas que
pueden abrirse, de pronto, bajo los pies de las personas, las
manadas de perros salvajes... Y otros muchos peligros horrendos que esperaban cerca, afilando los dientes.
El miedo le endureca las piernas. Le humedeca la nuca. Sin embargo, decidi avanzar hasta la esquina prxima.
Solamente unos pasos, apenas unos pasos y volvera de
inmediato a la seguridad del negocio de antigedades. De cualquier modo, no poda demorar demasiado porque
Mara Petra tena calculada la visita mensual a casa de su
ta. Y pasara lo que pasara, iba a regresar puntualmente. "Hasta la esquina", se anim Dorel a s mismo.
Si encontraba al joven de cabello rojizo que haba ido a
venderle el espejo, bien, le dara la cuarta moneda que antes le haba negado. Y si no lo encontraba..., mala suerte!
Entonces, olvidara el asunto.
Dorel dio un paso, corto y vacilante. Nada ocurri. Dorel dio otro paso, y tres, y otro, y cinco y seis, y otro y
otro, y nueve y diez, y otro...
Ya estaba a ms de diez pasos de la puerta de la casa de antigedades. Quiz con otros diez pasos podra alcanzar la
esquina. En eso estaba cuando, de pronto, un hombre vestido con
traje oscuro apareci en la calle, avanzando hacia l. Dorel
qued paralizado. Sera un moro?, seguramente no porque los moros tenan la piel negra. Tendra alguna fiebre que le
contagiara pasando a su lado...? Y si se trataba de un gitano? Entre tantos pensamientos, Dorel solo atin a apoyarse
contra el muro de piedra, con la cabeza metida entre sus brazos.
All estuvo inmvil, esperando que ocurriera lo inevitable. Los pasos del hombre sonaban cada vez ms cercanos. Ya
casi estaba all, un gitano?, un apestado por la fiebre
amarilla?, un rayo? Te sucede algo, muchacho? Puedo ayudarte?
-
La voz del hombre son cordial. Y cuando Dorel asom
sus ojos sobre los brazos, vio una sonrisa sin colmillos.
Quieres que te acompae a tu casa? continuaba diciendo el hombre de traje oscuro.
Dorel neg con la cabeza.
Buscas a alguien? La cabeza de Dorel dijo que s.
Ya quin buscas? A..., a..., a un joven de es..., de es... de esta altura que...,
que necesita una moneda.
Un joven de cabello rojizo? S, seor. De cabello rojizo. Pues creo haberlo visto en la plaza principal. Si corres lo
encontrars. El hombre se qued esperando a que Dorel partiera. Un
poco por eso y otro poco por el sol, Dorel comenz a correr. Lo hizo sin saber siquiera dnde quedaba la plaza, principal.
Corri sin ritmo ni fortaleza; pero corri.
Eh, muchacho! lo llam el hombre. Que tengas suerte!
Y suerte tuvo, porque la plaza apareci ante sus ojos.
En la plaza principal haba matas de flores coloridas. Dorel se qued boquiabierto ante ellas y pens en agacharse a
oleras. Pero cuidado!, all podra esconderse un nido de moscas venenosas.
De pronto, el corazn de Dorel volvi a acelerarse. Estaba
en la plaza principal, y no entenda cmo se haba atrevido a llegar tan lejos. Era mejor que regresara. Al fin, el joven que
le haba vendido el espejo no estaba a la vista. Al recordar el espejo, Dorel se llev la mano al bolsillo
donde lo haba guardado.
Eh...! llam una voz a sus espaldas. Dorel gir espantado. Una anciana de mantilla negra le
tenda la mano pidindole que la ayudara a cruzar un charco.
Darle la mano a un extrao? Mara Petra le hubiese vaticinado una muerte casi segura por contagio. Pero la
anciana estaba impaciente. Muvete que no tengo todo el tiempo del mundo. O
ser que no te ensearon a respetar a los mayores?
La mano de Dorel se extendi vacilante hacia la anciana, que se agarr con increble fuerza. Y cruz el charco con
poca dificultad.
Creo que deberas estar haciendo algo de provecho dijo la anciana, en lugar de estar haraganeando en la plaza.
Busco a alguien Dorel se sinti obligado a dar explicaciones.
No me digas! Y a quin buscas? A un joven de cabello rojizo que, segn creo, debe estar
pidiendo una moneda.
Tienes suerte... Acabo de verlo. El pobrecito est en el puente, pide que te pide para una medicina. Pero nadie le ha dado nada. Ni yo pude hacerlo porque soy demasiado pobre.
Si t tienes una moneda para darle, ve a buscarlo. Es que no puedo... comenz a decir Dorel. Aquella anciana no tena paciencia ni ganas de discutir.
No vengas con que no puedes. Claro que puedes porque tienes dos piernas. Ve al puente enseguida. No discutas con
alguien que podra ser tu abuela. Corre, corre...! Un poco por la determinacin de la anciana y otro poco
por el sol, Dorel tom rumbo al puente sin saber siquiera
dnde quedaba. Pero el puente apareci ante l. Era una arquitectura
sobria, que cruzaba sobre un ro angosto y poco caudaloso.
En aquel lugar, el mundo pareca un remolino. Dorel vea y escuchaba como se ve y se escucha en las
pesadillas: lejos y cerca. Las formas y los colores se le
echaban encima, y luego se alejaban como arrastrados por un
viento. Los ruidos de la ciudad atronaban en sus odos. Y
enseguida se desvanecan sin dejar eco. Dorel gir la cabeza hacia un lado y hacia otro. Tampoco
estaba all el joven de cabello rojizo.
A esas alturas, Dorel haba perdido el sentido del tiempo, de modo que ya no calculaba cuntos minutos tena para
llegar a casa antes de que lo hiciera Mara Petra. Pocos, muy pocos; eso era seguro. As que, cuanto antes iniciara el
regreso, sera mejor...
Buenos das! Una muchacha que tendra, ms o menos, su misma edad
lo saludaba. Y le sonrea. Llevaba colgada del brazo una
canasta cubierta con un mantel blanco. Vendo panecillos de ans, quieres comprar? Dorel record los cuadros al leo que haba en la casa de
antigedades y que l sola mirar largamente. Aquella
muchacha pareca salida de uno de ellos.
Si tienes una moneda, compra un panecillo insisti la muchacha de largo cabello ondulado. Estn recin horneados. Te gustarn.
Tengo una moneda, pero no puedo gastarla respondi Dorel.
Y por qu? la muchacha no dejaba de sonrer. Porque debo drsela a un joven de cabello rojizo que la
necesita para comprar...
...Una medicina! complet la vendedora de panecillos de ans.
Cmo lo sabes? Lo s porque acabo de verlo en el puerto. Casi lloraba el
pobre. Yo le di uno de mis panecillos para que, al menos, no
tuviera hambre. Es una suerte saber que t vas a darle esa moneda!
Dorel sonri tambin, por primera vez en ese da. Por
primera vez en mucho tiempo. Anda lo anim la joven. Y si quieres regresa otro
da para que conversemos. Estoy siempre aqu vendiendo panecillos.
Un poco por el sol, pero ms por la blanca sonrisa de la
vendedora, Dorel empez a andar. Sinti tras de s la mirada de la joven y eso lo oblig a caminar sin mostrar vacilaciones.
Ese viento que llegaba a su nariz, con olor a madera
hmeda y a pescado, deba venir del puerto. Pero podra llegar all, entregar la moneda y regresar a tiempo?
"Moros, gitanos, fiebre amarilla, rayos, perros salvajes... Posiblemente, la distancia que haba entre Dorel y la casa de
antigedades haca que la voz de Mara Petra se escuchara
con debilidad. Al fin, lleg al puerto. Aquello s que era un mundo entero.
Entero, desordenado, sucio, maravilloso.
Un mundo lleno de gente y de gritos, donde sera casi imposible encontrar al joven de cabello rojizo. Un barco se
alejaba. Y a Dorel se le llenaron los ojos de lgrimas. Alz la mano y salud. El barco hizo sonar la sirena. Y el pobre
Dorel, que apenas estaba conociendo el mundo, crey que el
barco le estaba respondiendo. Como sea, decidi que era momento de volver. Demasiada
suerte haba tenido hasta ese momento. Pero mejor no abusar de ella.
"La buena suerte es una pizca de pimienta. Te acercas a
ella para olera, estornudas y la haces volar lejos de ti", eso deca siempre Mara Petra.
Un montculo de piedras le dio una idea a Dorel, que ya se
senta capaz de sostenerse sobre sus piernas. Subira hasta all para ver si divisaba al joven.
Si lo haca, bien, lo llamara para darle su moneda. Pero si
-
no lo vea, entonces regresara de inmediato. Subi, mir
hacia aqu, mir hacia all. Y nada.
Era momento de volver. Mientras descenda, record el pequeo espejo. Con el
valioso objeto lograra reducir el castigo de Mara Petra. En
lugar de tres meses de trabajo doble y media racin de comida, seran dos meses y veinticinco das. Dorel tante su
bolsillo. El espejo segua a salvo. Dorel pens que tena sed. Y tom el camino de regreso.
Adnde vas, jovencito? Te atreves a pasar con tus ruidosos zapatos sin notar que aqu hay un poeta buscando versos.
Disculpe dijo Dorel, que conoca sobre los poetas gracias al maestro.
Es muy fcil pedir disculpas. Pero los inigualables versos que comenzaban a tomar forma en mi cabeza, esos ya
no estn... Tal vez regresen se atrevi a responder Dorel. Entonces, la ira del poeta fue tanta que se alz de la roca
en la que estaba sentado. Y tir sus papeles al viento. Jams...! grit. Los versos jams regresan! Son
como los ros. Has visto t un ro que regrese?
Dorel pens que haba muchas cosas que jams regresaban. Lo pens, pero no lo dijo en voz alta. Sin
embargo, algo debi pasar en su rostro que conmovi al poeta. Supongo que, al menos, habrs tenido un motivo
importante para molestarme con tu presencia.
Dorel se sinti feliz de tener una buena razn para dar. S, seor. Busco a un joven de cabello rojizo... En el monasterio lo interrumpi el poeta. All
estaba golpeando la puerta. Ahora mrchate. Y deja que mis
versos regresen.
Pero, seor. Usted acaba de decir que los versos no regresan...
Fueee... ra! Un poco por el alarido y un poco por el sol, Dorel se
march sin decir ninguna otra palabra.
El monasterio era una construccin de piedra, rodeada de grandes rboles.
No todas las puertas cerradas son iguales. Algunas hay que
imponen respeto; de modo que llevan a quedarse parado ante ellas con la mano extendida, sin atreverse a llamar. Ante esas
puertas el viajero se pregunta, repetidas veces, si el motivo
que lo llev hasta ellas vale tanto como para molestar a quienes estn detrs, ocupados en graves tareas.
Exactamente as estaba Dorel, cuando alguien le habl desde arriba de un rbol.
Qu buscas, hijo? Qu bien son aquella palabra en boca del monje delgado
y barbudo que ahora bajaba del rbol con increble agilidad.
Me gusta la sombra explic el monje. Y luego repiti su pregunta: Qu buscas?
En esa oportunidad, Dorel sac el espejo de su bolsillo. Y
se lo mostr al monje.
Un joven de cabello rojizo me vendi este espejo. Y yo le debo una moneda.
Se trata de un joven que necesitaba una medicina? S dijo Dorel. Ese mismo. Puedes estar tranquilo. El muchacho estuvo aqu. Le
dimos lo que necesitaba. Y algo ms. Por cierto, estaba muy agradecido hacia la persona que le haba comprado el espejo.
Y por lo que veo, esa persona eres t.
Yo soy, s Dorel no quera marcharse de aquel lugar sombreado y fresco.
El monje se qued mirndolo con atencin. Sac las
manos de las mangas de su tnica marrn y acarici la cabeza de Dorel.
Pareces sediento dijo. Es verdad. Vengo caminando de muy lejos. El monje sonri.
Quizs dijo. Porque lo lejos y lo cerca dependen del caminante.
Un rato despus, Dorel beba un tazn de leche fresca en
una sala del monasterio. Con una mano sostena la taza. Y con la otra, el espejo que un rato antes le haba mostrado al
monje. Cierto que tenas sed, Dorel dijo el monje barbudo
que, para ese momento, ya saba el nombre de su invitado.
S, seor, tena. El monje pareci tener una idea repentina.
Ir a prepararte una vianda con galletas y frutas, ya que dices que tu camino es tan largo. Mientras tanto, mira y
curiosea a tu gusto.
Dorel camin por la sala. No haba all demasiado para ver, excepto unos muebles enormes de madera gruesa y sobre
ellos algunos libros. Una bandeja de plata, un crucifijo,
papeles y tinta... De pronto, los ojos de Dorel se abrieron como frente al
mejor de los paisajes. Estaba sobre una repisa adosada al muro. Pareca
conocerlo y esperarlo.
Dorel dej el espejo que an sostena. Y tom el precioso objeto con cuidado, aunque sin temor. Lo apoy sobre su
hombro izquierdo... Rasg el aire.
Son un acorde de violn en el monasterio. Y para todos aquellos que lo escucharon fue evidente que la mano que lo
tocaba posea una virtud singular y asombrosa. Detrs de la puerta, el monje escuchaba con todo su
cuerpo, y asenta.
En el espejo colocado sobre la repisa se reflejaba el rostro resplandeciente de Dorel. El joven sonrea. Y eso es lo mismo
que decir que sonrea el espejo.
El pequeo espejo enmarcado en bano.
A fines de 1816, en Amrica del Sur, un ejrcito se preparaba para cruzar las montaas.
Atima Silencio camin por una ciudad convulsionada, que no tena tiempo ni odos para una pequea esclava liberta.
Pidi trabajo y no se lo dieron. Nadie quera cargar con
una esclava que ya haba probado la libertad. Era un riesgo demasiado alto. Y era, tambin, un mal ejemplo para los
esclavos propios.
Atima Silencio camin da y noche, obteniendo apenas, y a veces, una limosna que le permita alimentarse.
Tanto anduvo que, finalmente, el da y la noche fueron una misma cosa para ella.
Pero el hambre tiene sus habilidades. Y el olfato es una de
ellas. Atima Silencio sinti olor a carne asada. Y fue tras l...
5- PROVINCIAS UNIDAS DE SUDAMRICA, CAMPAMENTO MILITAR EN MENDOZA,
NOVIEMBRE DE l8l6.
Se ocult en la oscuridad que rodeaba a la hoguera. Su corazn deca una cosa y su estmago, otra.
Cerca, un hombre tocaba la guitarra. Y cantaba una copla sobre un hombre que cantaba una copla. Otros hombres iban
-
y venan, ocupados en quehaceres que Atima Silencio no
poda distinguir. De tanto en tanto, sonaba una voz o una
carcajada. A un costado de la hoguera, sobre un brasero de hierro, se
recocan restos de carne y grasa.
Atima Silencio deba decidir entre su hambre y su miedo. Y el hambre, claro, pudo ms.
La primera reaccin de los hombres, al verla aparecer, fue de absoluta indiferencia. Con tanta penumbra, creyeron que
se trataba de una de las pocas mujeres que ayudaban a diario
en los preparativos para la campaa. Las conocan a todas. Viudas, en su mayora. Decididas, escandalosas y
malhabladas como marineros de un barco carguero. Pero
pronto, uno de ellos observ la novedad. Y con un grito llam la atencin de sus compaeros.
Todos giraron a mirarla. Algunos pensaron que todava era una nia. Otros, en cambio, pensaron que ya haba dejado de
serlo.
Atima Silencio tena puestos los ojos en el brasero donde chirriaban los restos de asado.
Acrcate! Y ella avanz un poco. Si quers comer, tens que acercarte ms. No tengas miedo... Vamos, acrcate. Los trozos de carne se apretaron en la hoja de un cuchillo
pequeo y filoso. Toma! Atima Silencio comi con avidez. Si su madre hubiese
estado all, le habra dado un reto de esos que no terminaban
nunca. Pero su madre no estaba para retarla, ni para protegerla.
Uno de los ms jvenes se acerc a ella.
Cmo te llamas? De dnde vens? De seguro sos una esclava prfuga. Tens miedo? Se acerc un poco ms. Sos bonita, sabes? Tom coraje en la risa de sus compaeros. Qu es lo que llevas colgado en el cuello? Djame verlo...
Sin embargo, no alcanz a tocar el espejo cuando algo lo
detuvo en seco. Dos jinetes se aproximaban.
Aquellos hombres debieron reconocer alguna seal
porque, de inmediato, se levantaron. Acomodaron sus ropas y su aspecto.
Los recin llegados traan linternas de aceite, con las que
recorrieron el grupo, rostro por rostro. Quin es esta nia? el que pregunt tena autoridad
sobre todos ellos. Y sobre muchos otros. En verdad la madre de Atima Silencio no estaba all para
protegerla...?
Las explicaciones que recibi el jinete fueron entrecortadas. Y no dijeron mucho.
Llvenla con las mujeres. Ellas sabrn tratar a una nia asustada y hambrienta mucho mejor que nosotros. No lo creen as, soldados?
S, seor. As comenzaron para Atima Silencio los pocos das de
sosiego y alegra que aquel lugar poda darle.
Tuvo alimento y hasta alguna compaa. Las mujeres le dieron trabajos y conversacin. Pero nunca dejaron de
advertirle que, muy pronto, el ejrcito partira. Y cada quien seguira su propio rumbo.
Atima Silencio conoci el nombre y el rango del jinete que
la haba ayudado. Solamente dos veces volvi a verlo, y siempre de lejos.
Hubo, sin embargo, una tercera oportunidad que Atima
Silencio no dej pasar. Buenas tardes, seor. Fue duro el gesto del hombre que se vio obligado a
levantar la mirada de sus papeles. No reconoci a la joven que estaba, das atrs, junto a la hoguera. Y jams iba a reconocerla.
Qu buscas aqu? S que usted necesita muchas cosas para su ejrcito. Y
yo tengo...
No es mi tarea recaudar las donaciones. Afuera te van a indicar adonde llevarlas.
Una tos seca interrumpi la malhumorada respuesta.
Alce los brazos, seor dijo Atima Silencio. Alce los brazos y diga "Con Dios, con Dios se va la tos".
El hombre se sirvi agua de una jarra que haba a su lado. Bebi un sorbo. Y no pudo evitar sonrer.
Vamos a ver qu tens para donarle al ejrcito. El rostro de Atima Silencio era un carbn encendido. Este espejo, seor entonces, Atima Silencio atropello
las palabras, viene del frica, seor. La madre de mi madre se lo dio a mi madre y mi madre me dijo que su madre...
Despacio... que, con tantas madres, ya no comprendo lo que decs!
Despus, como si no estuviera interesado en la historia,
hombre cambi de tema.
Y para qu crees que podra servirnos un espejo? Atima Silencio respondi enseguida:
Para hacer seales de luces, seor. Yo las hice y con eso salv la vida del hijo de mi amo que, por eso, me dio la libertad.
Vaya. Pero, una vez ms, la conversacin de la joven no logr
captar la atencin del hombre que, con apariencia distrada, miraba el espejo que sostena en la mano.
Sabes lo que es un salvoconducto? pregunt de repente.
Atima Silencio neg con la cabeza.
En medio de una guerra, es necesario que los mensajeros que se trasladan de un sitio a otro lleven consigo
algo que los identifique... Una sea, algo que nos indique que
se trata de un amigo. Me entends? S, seor. Lo entiendo. Mira lo que vamos a hacer para darle a este espejo un
buen destino. El general Jos de San Martn tom un estilete. Y grab su
firma en la parte inferior del dorso del espejo. La madera de bano qued marcada para siempre.
Ya est! dijo. Ahora es un salvoconducto. Y tendr trabajo en esta guerra. Atima Silencio estaba feliz.
Gracias, seor. Te prometo que lo llevar uno de mis mejores mensajeros. Pocos das despus, las barracas se levantaron. Y los
hombres partieron. Cada quien tom su rumbo, como haban advertido las
mujeres.
Para Atima Silencio se haban terminado los das de sosiego y alegra que aquel lugar haba podido darle.
6- CHILE, CIUDAD DE TALCA, 18 DE MARZO DE l8l8.
-
Atardeca en la ciudad de Talca. Y en las afueras, el
ejrcito del general San Martn acampaba con la intencin de
pasar all la noche. Los soldados deban comer y descansar, para enfrentarse al enemigo al da siguiente.
Frente a una posta de la ciudad chilena, un viajero detuvo
su caballo. Le quedaba muy poco para llegar a su destino, pero el
caballo le peda agua y reposo para seguir andando. El viajero pens que la posta era un buen lugar y se detuvo.
El sitio estaba vaco, excepto por un reducido grupo de
realistas, sentados alrededor de una mesa. El hombre agach la cabeza y trat, de todas formas, de pasar desapercibido. Al
fin, era un paisano ms, que se detena por un plato de comida
caliente. El recin llegado pidi su cena, con pocas palabras. No se
quit el sombrero, ni gir a mirar a los realistas que, en su mesa, susurraban y rean.
Pero aunque aparentaba indiferencia, el paisano tena los
sentidos adiestrados de un mensajero: vista, olfato y odo. Advirti que dos de ellos tenan grado de sargento. Los otros
tres eran soldados. Se hizo levemente hacia atrs y, de a
pedazos, fue entendiendo el sentido de la conversacin: Es grande nuestro general Ordez... [...] ... dispersos o dormidos... [...]
Apuesta a que maana estaremos aqu mismo, celebrando. El paisano empezaba a comprender. Un ataque sorpresivo
se preparaba para esa noche contra el ejrcito de San Martn, que descansaba en Cancha Rayada.
Se llev la mano al pecho para tantear el espejo que lo
identificaba como mensajero. Deba apurarse para llegar a tiempo.
Llam al posadero. Pag la comida que ni siquiera haba
probado y se dispuso a partir. Sin embargo, antes de que pudiese abandonar el lugar, uno de los sargentos se dirigi a l.
Eh, t! Tan rico o tan bobo eres que pides comida y no la tocas?
Ni tan rico ni tan bobo. La comida es mala dijo el paisano. Y procur dar fin al asunto.
Nosotros podemos comer aqu, entonces t tambin puedes.
Si algo necesitaba el mensajero para asegurarse de que haba entendido bien la conversacin anterior, era observar lo
que cenaban los realistas: solamente una jarra con agua y unos tazones de caldo. Eso indicaba que aquella noche
necesitaban estar sobrios.
Quiz le moleste nuestra presencia terci el otro sargento.
Eso no respondi el paisano. Quien va a entrar a un campo de batalla tiene el nimo
alterado y la sangre ansiosa. Sabe que de cualquier modo,
matando o muriendo, estar obligado a tratar de cerca con la muerte. En cambio, no sabe si regresar. Y el miedo, a veces,
se coloca la mscara de la burla o de la prepotencia.
Acrcate y prueba un poco de caldo dijo el que haba hablado primero.
Prefiero retirarme. Pero yo prefiero que te acerques a tomar caldo, criollo
sucio! el realista golpe la mesa con furia. El mensajero tena un nico objetivo: salir de all y galopar
hasta el campamento para dar aviso al ejrcito libertador. Por
eso, no dud en quedar como cobarde ante los realistas y hacer en silencio lo que le ordenaban.
Si usted me lo pide. Antes de que pudiese cumplir la orden, cuando se inclin
para alzar el tazn, uno de los realistas vio el espejo colgado
de su cuello.
Miren al paisano llevando chucheras de mujeres! La carcajada de todos los otros acompa el comentario.
Tan buena cara te crees? El sargento realista sostena el espejo, obligando al paisano
a permanecer inmvil. Hasta que, de un tirn, cort el cordn
que lo sostena. Entonces lo dio vuelta para observarlo.
Entonces su rostro cambi, sbitamente.
Entonces, habl de otro modo. Conozco este trazo. Lo vi en el salvoconducto de unos
que traan correspondencia militar hacia Chile. Entre ellos haba un indiano que nos haca de informante.
El sargento realista se puso de pie. Detrs de l, lo hicieron
los dems. El mensajero intent desarmar la sospecha. No s si ser lo que usted dice. Pero gracias a esa rotura
me lo vendieron barato, y se lo llevo a mi esposa para que me perdone la demora en llegar.
Algunos realistas parecieron creerle. Pero no todos.
Tu esposa tendr que esperar un poco ms. Te vienes con nosotros al cuartel para que el general Ordez vea tu
espejito. A ver si dices la verdad...!
Le suplico, sargento. Un carajo! El sargento se qued con el espejo. Todo estaba dicho. Los realistas se apartaron hacia donde colgaban sus
casacas, sus gorras y hasta algunas de sus armas, para tomar
todo y marcharse con el prisionero. El mensajero del ejrcito libertador so que era posible...
Tena que aprovechar un descuido de los realistas para
escapar de all. La oscuridad de la noche que comenzaba iba a ayudarlo... Llegara hasta el caballo atado en un poste
cercano, montara y saldra al galope. Los realistas no iban a reaccionar a tiempo. Cuando salieran, l ya estara lejos, fuera
del alcance de sus balas.
Casi sin darse cuenta, el mensajero haca mientras soaba, soaba mientras haca.
Con un movimiento rpido y sorpresivo sali de la
posada... Oscureca. Corri hacia el caballo, desat el amarre y mont. Pero hasta all lleg su sueo.
Dos balazos entraron en su cuerpo. Y entonces, la noche y l fueron la misma cosa.
Aquella misma triste noche, un ataque sorpresivo sembr
pnico y sangre en Cancha Rayada.
Quin dice que los objetos no hablan? Lo hacen, pueden hacerlo a travs de sus mnimas grietas,
de los sitios donde estn desgastados. Hablan a travs de los
matices del color que, alguna vez, tuvieron. Cuentan sus historias como si fueran antiguos mapas que
los expertos deben descifrar. Esto es bien sabido por los arquelogos. Y por los poetas.
El pequeo espejo de bano lustroso, que haba nacido en
el frica como un regalo de boda que Imaoma hizo para Atima, tena mucho ms para contar.
7- PROVINCIA DE MENDOZA, AO 1821.
-
Despus de la partida del ejrcito libertador hacia Chile,
comenzaron para Atima Silencio aos difciles. Solo
consegua trabajos duros y temporarios, que le desgastaban la salud y no le dejaban a cambio mucho ms que comida y un
techo compartido.
Supo de la derrota en Cancha Rayada. Ms tarde, se alegr con las victorias. Pero las victorias de la libertad an le eran
ajenas. Y en nada aliviaban su situacin. Su ltimo trabajo haba sido descarnando cueros en una
curtiembre, durante la temporada, pero haba acabado
semanas atrs. Ahora, Atima Silencio deambulaba nuevamente por la ciudad, sin dinero ni refugio, bajo un cielo amenazante.
Era invierno. La vida empeoraba.
Anocheca. La vida empeoraba. Ladraban perros ajenos. Y el propio estmago era una
boca sollozante. Las casas iluminadas por lmparas de aceite, donde era
simple imaginar cacerolas llenas y mesas tendidas, estaban
tan cerca y tan lejos. Pero tan lejos... La vida empeoraba.
Atima Silencio golpeaba puertas. Peda comida a cambio
de trabajo. Las respuestas que reciba eran agrias y violentas. " Qu buscas a estas horas?" [...] " Nada, nada! No hay nada!" [...]
" Y que no te vea ms por ac! Entendiste?" Tam...
Tam, tam. Tam...
Tam, tam.
La esperanza lleg cuando el dueo de una casa importante sali hasta la verja. Y le habl con gentileza.
Ests buscando ayuda?
S, seor. Tengo hambre. Y puedo trabajar a cambio de comida.
El dueo de la casa entrecerr los ojos. Sos una esclava liberta, no es verdad? As es. El rostro del hombre se transform, aunque su modo sigui
siendo amable y elegante.
Entonces, vas a tener que arreglrtelas con tu libertad. Vos la quisiste! Ahora la tens. Esta es la libertad. Llnate la
panza con tu libertad, y abrgate con tu libertad.
Atima Silencio sigui caminando por la calle adoquinada. Una de sus lgrimas vivi un poco ms porque se enganch
en un pellejo de su boca reseca y lastimada.
Se detuvo ante otra casa importante. Quizs all necesitaran servidumbre. Muchas de sus ventanas estaban
iluminadas. Y Atima Silencio se atrevi a tocar la campanilla. Lo hizo, y junt sus manos para pedir suerte aquella vez.
La respuesta a su llamado avanz en cuatro patas, desde el
fondo del parque. Dos perros oscuros saltaron sobre la verja, con una
ferocidad que la oblig a retroceder. Enseguida, los perros de
las cercanas se sumaron. Y en pocos instantes, la calle se llen de ladridos roncos. Una silueta apareci en una ventana
de la planta superior. Estuvo all un momento. Y desapareci.
Atima Silencio llegaba al lmite de su fuerza. Y las
palabras que el amo de la hacienda le haba dicho el da que le dio la libertad, volvan sin cesar a su memoria: "Escucha bien
esto, vas a volver pronto! Vas a volver suplicando! Cmo te imaginas la libertad, desgraciada? Anda noms..., que ya te
voy a ver con la mano extendida".
El amo tena razn. La libertad era atroz, era amarga. "Por favor, Dios, quiero volver a la hacienda", pens
Atima Silencio.
Segn parece, hay dones para cada uno. Dicen que cada
persona tiene el suyo, aunque a veces no sea fcil reconocerlo. Hay casos de personas que no quieren, no saben o no
pueden advertir cul es la gracia, la virtud que traen consigo.
A veces, las descubren despus de dar rodeos y hacer intentos de todas clases. Otras veces, en cambio, el don se hace
evidente muy pronto. Dorel fue el tpico caso de alguien que no pareca
demasiado bendecido por la vida. Hurfano desde muy
pequeo, ni demasiado bello ni demasiado saludable, sin un
centavo en los bolsillos. Y, para peor, criado hasta los
diecisiete aos entre las paredes de un anticuario. Un joven solitario, que se asustaba hasta de las aves que se
posaban, durante las primaveras, en las ventanas altas de la
casona de Mara Petra. Pero, dicen tambin, que el destino tiene sus caminos para
el que se atreve a andarlos. Y andando, Dorel lleg a la esquina, a la plaza, al puente,
al puerto, al monasterio y al violn.
En pocos aos, su inusitada virtud y su ardiente trabajo dieron frutos.
8- ESPAA, UN TEATRO EN LA CIUDAD DE MADRID, AO 1822.
Una mujer se quitaba los guantes, ya sentada en una butaca de excelente ubicacin. Aquella era su ltima noche en
Madrid, y haba decidido asistir a un concierto que brindaba
una reconocida orquesta de la ciudad. La velada prometa, adems, la presentacin de un joven y muy virtuoso violinista.
La mujer vesta con cuidada elegancia. Lo nico que hubiese podido llamar la atencin en ella era su capa,
demasiado abrigada para la primavera espaola.
An quedaba mucha gente por entrar, buscar sus lugares y acomodarse en ellos. Mientras esperaba el inicio de la
funcin, la mujer tom los guantes que acababa de quitarse y comenz a jugar con ellos como si fuesen otras manos. Unas
manos queridas y lejanas.
Laureara, Ins, Anita. Esos no. Matilde, Remedios... Esos tampoco.
Cunto tiempo haba pasado desde entonces? Mucho, sin dudas. Era cuestin de hacer memoria. .. Algunos aos
despus de la partida de Atima Imaoma, sus padres encontraron
un buen candidato para ella. Nunca le faltaran esclavos ni pianos, le dijo su padre. Y en eso no se haba equivocado.
Pero cunto tiempo, exactamente? Cuntos aos? Debi haber sido en 1791 cuando su familia sufri aquel traspi y se
vio obligada a vender parte de sus bienes. Ella tena doce
aos... Y se cas al cumplir los diecinueve. Entonces, pasaron siete aos desde que Atima Imaoma fuera llevada a una
hacienda de la provincia de Mendoza, hasta el da de su boda. Luisa. No. Esperanza... Tampoco. Y ese extrao nombre que haba elegido! Sera cierto
que el espejo se lo haba dictado? Cuntos aos...? Siete.
-
Despus llegaron sus dos hijos varones, que crecieron tan
rpido como lamos.
Juana, Jesusa... No, tampoco. La mujer recordaba con nitidez que, en tiempos de la
Revolucin, ella haba aorado ms que nunca la felicidad de su niez. Quizs fue porque, a su alrededor, todo cambiaba. Y
los pianos y los esclavos eran recuerdos permanentes de su tristeza.
Una tarde de invierno enviud. Y nada cambi demasiado.
Ahora, ella una en el recuerdo su infancia y la Revolucin. Los dos momentos en que pudo escuchar el ruido
de su sangre, y el ruido de la sangre de los otros.
Cunto haca de eso? Los hijos, la viudez...
Sin embargo, algo ms tuvo que suceder para que ella se
decidiera a tomar el mando de su vida. Y fue una noche en que despert con poco aire. Se levant de la cama como pudo,
abri las ventanas. Y vio que el aire de afuera tampoco le
alcanzaba. Al fin haba llegado el tiempo en que iba a decidir por s
misma. Ni por sus padres, ni por su esposo, ni por sus hijos. Ni siquiera por el mdico que no le recomendaba, en su
estado de salud, un viaje tan largo.
Como si volviera a su infancia, como si volviera a los das de 1810, Raquel Fontezo y Cabrera quiso ser feliz.
Un solo de violn la devolvi a la realidad.
El concierto haba comenzado sin que ella lo notara. Raquel repar en la extraordinaria destreza del violinista.
Y repar en su aspecto de liebre asustada. El joven msico
tena, sin embargo, la inigualable belleza que toman las personas cuando estn apasionadas en algn quehacer.
En el pasado, ella hubiese podido amar a un joven como aquel, aunque l no hubiera podido darle pianos ni esclavos.
Cunto tiempo haba pasado...?
Josefina, Gracia, Rosaura... Esos no.
Beatriz... Ese tampoco. Cuando acab la funcin, el pblico aplaudi con un
fervor poco usual.
Sin embargo, la primera en hacerlo de pie fue una mujer que aparentaba unos cincuenta aos y vesta ropa elegante.
Los mejores comentarios se los llev el joven violinista. Tan joven! se escuchaba. Un verdadero talento deca la gente, mientras
abandonaba la sala.
Dorel estaba en su camarn, quitndose la ropa de escena.
A pesar de su nueva situacin, segua siendo un joven tmido,
que an mantena ciertas costumbres del miedo. Sobresaltarse, por ejemplo. Como lo hizo cuando oy dos
golpes en la puerta de su camarn. Antes de que pudiera responder, la antigua vendedora de
panecillos de ans, que ahora era su mejor amiga y su
asistente, abri la puerta y asom la cabeza: Alguien desea verte, Dorel y agreg. No pongas
esa cara de susto... Se trata de una seora que, segn creo, se
emocion mucho con tu violn y desea felicitarte. Puedo hacerla pasar?
Dorel sonri esperanzado. Qu otra seora poda ser la que insistiera en saludarlo? Seguro era ella, que se habra
enterado por algn cliente o por el peridico. O quiz se lo
haba dicho la ta en su visita mensual. Dorel se acomod el cabello. Y se prepar para abrazarla.
Con permiso. Pero la mujer que entr a su camarn no era Mara Petra. Pase, por favor dijo Dorel, sin poder disimular su
decepcin. Parece que esperaba a otra persona. Disculpe murmur Dorel, avergonzado. Se trata de su novia? la mujer hablaba con la
seguridad de una gran dama.
No, no. De su madre, entonces? Dorel demor un poco en responder.
Bueno, quizs es lo ms parecido a una madre que conoc. Ya veo... dijo la mujer. Y continu: Estar usted
cansado y yo no quiero importunarlo mucho. Solo quise
decirle que su violn tiene alma. Gracias, seora. Y algo ms, ya que es usted tan gentil Raquel sac un
pauelito de su bolso de mano, podra escribir su nombre aqu?
Por supuesto Dorel no estaba acostumbrado a semejantes pedidos y enrojeci. Permtame que busque
tinta y pluma.
Raquel hablaba y miraba con curiosidad a su alrededor.
Sabe...? Dentro de algn tiempo voy a emprender un largo viaje. Y estoy reuniendo algunas prendas preciosas que
llevar conmigo. Gracias, seora repeta Dorel, confundido por los
elogios. Es usted demasiado amable. No es amabilidad. Puede estar seguro de que es puro
agradecimiento. Le deca que su violn...
Pero, de pronto, la dama se interrumpi. Su rostro perdi
el color y cambi de aspecto. Comenz a caminar, sin decir palabra, baca una mesa donde Dorel haba depositado sus
pertenencias. Tom el espejo con temor, murmurando pensamientos:
No es posible, mi Dios, cmo podra...? Hizo un esfuerzo por reponerse y pregunt con claridad: Es suyo?
Era difcil decir, segn el tono de su voz, si estaba
asombrada, enojada, triste. O todo al mismo tiempo.
Por qu tiene usted el espejo de Atima Imaoma? De quin? Ahora s, Dorel no comprenda nada. La llambamos Silencio. Luego ella me dijo que su
nombre era Atima Imaoma Raquel volvi al primer asunto. Pero este es su espejo! Lo reconocera entre millones.
Compr este espejo a un joven de cabello rojizo. Es decir, no termin de comprarlo.
No puedo entenderlo... volvi a decir la dama para s. No puedo creerlo.
Una vez ms, como siempre le suceda, Dorel se sinti obligado a dar explicaciones. Como si fuese culpable de la
perturbacin de aquella seora y, quin sabe?, de todo lo
malo que suceda en el mundo. En verdad, aquel joven me dijo que el espejo vena de
Amrica. Y que su padre lo haba obtenido all. Tambin me dijo que...
Amrica interrumpi la seora Raquel. S, s. Amrica. Y quin me dijo usted que se lo vendi?
-
Dorel estaba transpirado de pies a cabeza. Tema que
aquella dama pensara que l era un ladrn o que haba
obtenido aquella pieza con malas artes. Quizs la seora imaginara que tena tratos con las ventas
de piratas.
Quizs crea que haba matado a algn viajero para quitarle sus pertenencias.
Quizs los moros an cortaban cabezas. Quizs doa Petra tena razn.
Agobiado por la vergenza, Dorel dio ms explicaciones
de las que le pedan. Y no pidi ninguna. Raquel escuch y entendi apenas el entrecortado relato. Pero en ningn momento
dej de ver una seal del destino en ese extraordinario hallazgo.
Igual que cualquier persona asustada por la falta de cario, Dorel haca todo lo posible por ganarse el afecto del prjimo.
Aunque el prjimo fuera casi un desconocido. Si es que este espejo tiene una duea, llveselo usted.
Ya hizo demasiado por m.
Raquel reaccion como acostumbraba hacerlo.
Debo decirle que me hara muy feliz recuperarlo. Pero puedo pagar lo que usted pida.
Claro que no. Pagu apenas tres monedas por l, y hoy ya no las necesito.
Insisto. Acptelo. Me har un favor dijo Dorel. Porque las personas que necesitan agradarle a todo el
mundo suelen exagerar.
Le aseguro que su desprendimiento no ser en vano respondi Raquel.
Y a pesar de que Dorel no comprendi a qu se refera,
sonri con verdadera gratitud. Con estos pequeos sacrificios, el joven msico esperaba
lograr que las moscas venenosas, los moros y los gitanos se alejaran de sus das. Y de sus noches.
9- UNA HACIENDA EN LA PROVINCIA DE MENDOZA, FINES DEL AO 1822.
El carruaje se detuvo ante la puerta de una casa blanca,
rodeada de macetones floridos. Los ventanales cubiertos con cortinas livianas, que se movan con el viento, daban impresin
de frescura y buen aroma en el interior.
Dos jovencitas, de entre catorce y dieciocho aos,
conversaban sentadas en las escalinatas del porche. A juzgar por sus ropas, eran parte de la familia que viva en aquella mansin.
Ninguna, sin embargo, se levant de su sitio, sino que
aguardaron a que la mujer llegara hasta ellas. Buenas tardes, seoritas dijo Raquel mientras se
acercaba.
No haba duda de que la recin llegada era una seora de
cierta clase, pero la fatiga del largo viaje desmereca bastante su aspecto.
Qu desea usted? pregunt la que pareca un poco mayor.
Vern... Busco a una antigua amiga que fue trada a esta hacienda hace..., hace ya muchos aos.
Como la nica respuesta que recibi Raquel fue un
encogimiento de hombros, se vio obligada a continuar.
Vengo de muy lejos, buscndola. Nadie le respondi.
Tengo algo que le pertenece y necesito drselo. La mayor frunci un poquito la nariz.
Su nombre es Atima Imaoma. Entonces, la menor se tap la boca para rer.
Por qu la risa, nia? la paciencia de Raquel, igual que su aspecto, estaba deteriorada por la fatiga del viaje. Es un nombre muy bello por cierto.
En esta oportunidad, las dos hermanas fruncieron la nariz en
un gesto idntico.
Raquel pens que la madre de aquellas dos jvenes
maleducadas deba fruncir su nariz del mismo modo. Y para abreviar el asunto, pregunt:
No hay en esta hacienda una esclava con ese nombre? Una esclava? Las seoritas de la casa parecieron ofendidas... Qu
podan saber ellas sobre los esclavos? Mucho menos, si no
trabajaban en quehaceres domsticos. Adems, ya quedaban muy
pocos... O no estaba al tanto aquella seora de las horribles
decisiones de la Asamblea que pretenda dejar sin esclavos a las haciendas?
Nosotras no sabemos de esa esclava que usted busca. Yo busco a una mujer respondi Raquel. Las seoritas no comprendieron del todo la correccin. Y
la mayor opt por lo ms sencillo.
Si quiere, vaya hasta los barracones de los esclavos. Y pregunte all.
Eso har dijo Raquel, han sido muy amables.
Camin hasta el carruaje que la esperaba. Subi y golpe la
puerta con rabia. Como para dejar claro que su ltimo comentario no haba sido sincero.
Dos hombres, tres mujeres y algunos nios trabajaban en los
alrededores de las barracas. Todos dejaron de hacerlo cuando
vieron acercarse un carruaje que no perteneca a la casa. Y todos se acercaron a la mujer vestida con ropa de viaje, que se qued
de pie cubrindose el sol con las manos.
Los hombres se quitaron sus sombreros de paja. Las mujeres se secaron las manos en sus delantales. Y los nios, ocultos tras
ellas, sonrieron.
Raquel les devolvi la sonrisa. Tom de su bolsita de mano
un puado de caramelos de caa que