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EL CAZADOR HAILIBU
(Cuento mongol)
Tiempo atrás vivió un hombre llamado Hailibu, como se ocupaba de la caza todos lo conocían
como “el cazador Hailibu”. Como siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás, nunca disfrutaba
solo de las cosas que cazaba sino que las repartía, por lo cual se había ganado el respeto de todo
el mundo.
Un día que fue a cazar a la profundidad de la montaña, divisó entre la espesura del bosque una
serpiente blanca que dormía enrollada bajo un árbol. El hombre dio un rodeo, pisando suavemente
para no despertarla. De súbito bajó del cielo una grulla gris que atrapó a la serpiente con sus garras
y volvió a emprender vuelo. La serpiente se despertó sobresaltada gritando: ¡socorro!, ¡socorro!
Hailibu aprontó su arco y su flecha y le apuntó a la grulla que iba subiendo hacia la cima de la
montaña. El ave perdió a la serpiente y huyó.
- Pobre pequeñita, ve rápido a buscar a tus padres. – Le dijo el cazador al reptil. Este asintió
con la cabeza, expresó las gracias y se perdió entre los arbustos mientras Hailibu recogía su arco y
las flechas para retornar también al
hogar.
Al día siguiente, cuando Hailibu
pasaba justamente por el mismo sitio
de la víspera varias serpientes que
rodeaban a la blanca salieron a
recibirlo. Asombrado, estaba pensando
en dar un rodeo cuando la serpiente
blanca le habló:
- ¿Cómo está, mi salvador? Tal
vez no me conozca, yo soy la hija del
rey dragón. Ayer usted me salvó la
vida y hoy mis padres me han
ordenado que venga especialmente a
recibirle para acompañarle a mi casa,
donde le darán las gracias en persona.
Cuando llegue allá – continuó – no acepte nada de lo que le ofrezcan mis padres, pero pida la piedra
de jade que lleva mi padre en la boca. Si Ud. se pone esa piedra en la boca podrá entender todos
los idiomas de los animales que hay en el mundo. Sin embargo, lo que usted escuche no podrá
comentárselo a nadie más. Si lo hiciera, se convertiría en una piedra.
Hailibu asintió, siguiendo a la serpiente hasta la profundidad del valle donde el frío iba
creciendo a cada paso. Cuando llegaron a la puerta de un depósito la serpiente dijo:
- Mis padres no pueden invitarlo a pasar a la casa, lo recibirán aquí.
Y justo cuando estaba explicando esto el viejo dragón apareció y le dijo muy respetuosamente:
- Usted ha salvado a mi querida hija y yo se lo agradezco sinceramente. En este depósito se
guardan muchos tesoros, usted puede tomar lo que desee sin ningún cumplido. – Y dicho esto abrió
la puerta instando a Hailibu para que entrara; el cazador notó que estaba repleto de tesoros. Una
vez que terminaron de ver este lugar, el viejo dragón acompañó a Hailibu a visitar otro, y así
recorrieron ciento ocho; a pesar de ello, Hailibu no se decidió por cosa alguna.
- Buen hombre, ¿ninguno de estos tesoros te place? – preguntó el viejo dragón con un poco
de embarazo.
- A pesar de que son muy buenos sólo se pueden utilizar como hermosos adornos pero no
tienen utilidad para mí que soy un cazador. Si el rey dragón desea realmente dejarme algo como
recuerdo le ruego que me entregue ese jade que tiene en su boca.
El rey dragón se quedó absorto un momento; no le quedaba más remedio que escupir, con
mucho dolor, la piedra que tenía en su boca y dársela a Hailibu.
Después de que el cazador se despidió saliendo con la piedra en su poder la serpiente blanca
lo siguió y le recomendó repetidas veces:
- Con esta piedra podrá enterarse de todo. Pero no puede decirle a nadie ni palabra de lo que
sepa. Si lo hace se encontrará en peligro. Por nada del mundo se olvide de ello.
Desde entonces Hailibu lograba cazar muy fácilmente. Podía entender el lenguaje de las aves
y las bestias y de este modo saber qué animales había al otro lado de la gran montaña. Así pasaron
muchos años hasta que un día que llegó cazar al lugar escuchó que unos pájaros decían:
- Vayamos pronto a otro sitio. Mañana se va a derrumbar la montaña y el agua correrá a
torrentes inundándolo todo. ¡Quién sabe cuántos animales morirán!
Hailibu se quedó muy preocupado; sin ánimo ya para cazar regresó de inmediato y le anunció
a todos:
- ¡Mudémonos a otro sitio! En este lugar ya no se puede vivir más. ¡Quien no lo crea después
no tendrá tiempo para arrepentirse!
Los demás se quedaron muy extrañados. Algunos creían que aquello era imposible, otros,
que Hailibu se había vuelto loco. En resumen, nadie le creía.
- ¿Acaso esperan a que yo muera para creerme? – preguntó Hailibu llorando de los nervios.
- Tú nunca nos has mentido – opinaron unos ancianos – y eso lo sabemos todos. Pero ahora
dices que aquí ya no se puede vivir más. ¿En qué te basas? Te rogamos que hables claro.
Hailibu pensó: “Se aproxima la catástrofe, ¿cómo puedo pensar en mí mismo y permitir que
todos los otros sufran la desgracia? Prefiero sacrificarme para salvar a los demás.”
Relató pues cómo había obtenido la piedra de jade, de qué modo la utilizaba para cazar, la forma
en que se había enterado de la catástrofe que iba a sobrevenir por boca de los pájaros y por último
el porqué no podía contarles a los demás lo que escuchaba de los animales: se convertiría en piedra
muerta. Al tiempo que hablaba Hailibu se iba transformando y poco a poco se fue haciendo piedra.
Tan pronto la gente vio aquello se apresuró a mudarse, con mucho dolor, llevándose a sus animales.
Entonces las nubes formaron un espeso manto y comenzó a caer una torrencial lluvia. En la
madrugada siguiente se escuchó en medio de los truenos un estruendo que hizo temblar la tierra y
la montaña se derrumbó mientras el agua fluía a borbotones.
- ¡Si Hailibu no se hubiera sacrificado por nosotros ya habríamos muerto ahogados! – exclamó
el pueblo emocionado.
Más tarde, buscaron la piedra en que se había convertido Hailibu y la colocaron en la cima de
la montaña, para que los hijos y los nietos y los nietos de los nietos recordaran al héroe Hailibu que
ofrendó su vida por todos. Y dicen que hoy en día existe un lugar que se llama “La piedra Hailibu”.
EL INGENIOSO ZORRO ROJO
(Cuento de la nacionalidad mongola)
Hace tantísimo tiempo había un niño muy pobre llamado Baoluoledai, que sin familia ni tener
en quien apoyarse vivía en una choza, cazando liebres y pájaros para poder comer.
Cierto día, cuando los cazadores estaban haciendo una batida se toparon con un zorro rojo.
El animal se encontraba cercado sin tener por donde escapar cuando se encontró con Baoluoledai.
- Hermanito, sálvame – le rogó –. Si me salvas la vida prometo ayudarte.
El joven sintió lástima del zorro y lo escondió entre un montón de hierba. En ese momento
llegaron los cazadores y le preguntaron:
- Eh, muchacho, ¿has visto a un zorro rojo?
- Soy un muchacho pobre que no tiene más que esta miserable choza – contestó –. Aquí no
hay lugar donde pueda haberse ocultado, hace rato que se escapó hacia el norte.
Los cazadores se encaminaron en seguida hacia esa dirección, de forma que el joven pudo
salvar al zorro rojo.
Un día después, el animal volvió y le dijo a Baoluoledai:
- Hermanito, tú eres mi salvador, ¿qué te parece si consigo que la princesa, hija del rey
Huermusute, sea tu esposa?
- ¡Cómo es posible! – contestó – ¿Cómo va a atreverse un pobre como yo a pretender ser el
cónyuge de la princesa?
Al otro día el zorro rojo fue al cielo y le dijo al soberano Huemusute:
- Su Alteza, présteme su báscula, por favor. Quiero medir las riquezas del rico Baoluoledai.
El rey se quedó muy asombrado en su fuero interno puesto que nunca había oído hablar de
que hubiera en la tierra un potentado con tal nombre. Con la intención de conocerlo, no dijo ni pío,
entregándole la báscula al zorro rojo.
Una vez que este consiguió el instrumento lo llevó a un sitio rocoso y con mucha arena, lo
restregó y chocó contra unas y otras hasta que estuvo a punto de romperse. Siete días después
volvió al palacio del rey a devolverle la báscula. Pero antes de partir le había ordenado al joven
pobre que vendiera todo lo que tenía en su casa a cambio de cinco onzas de plata. Este, que no
lograba comprender la intención del animal, se sintió un poco fastidiado y le reprochó:
- ¡Ay! ¡Y tú todavía dices que me quieres
ayudar! ¡Has hecho que venda lo poco que tenía, ya
no me queda ni una olla donde cocinar el arroz!
- Vamos, vamos, no te preocupes, hermanito
Baoluoledai, espera un poco y ya verás – le contestó
el astuto zorr.
Así, éste llegó hasta el rey con cinco onzas de
plata.
- Gran Rey, he empleado siete días en pesar
todas las riquezas del adinerado Baoluoledai que
vive en la tierra. Hoy he venido a devolverle su
báscula. Le suplico que reciba este
pequeño presente de cinco onzas de plata.
El rey tomó en sus manos la balanza, observó
que estaba tan pulida que faltaba poco para que se
quebrara y reflexionó: ¡Ese Baoluoledai tiene en
verdad muchas riquezas! El zorro adivinó sus
pensamientos y se apresuró a expresarle:
- Gran rey Huermusute, permítame actuar
como casamentero, ¿aceptaría concederle al rico
Baoluoledai la mano de la princesa?
¿Cómo no se iba a alegrar el monarca de encontrar tan buen partido para su hija? Sin
embargo, todavía le quedaba alguna duda y repuso:
- No te apresures tanto. Tráeme a ese joven para conocerlo y luego veremos.
El zorro estaba contentísimo y regresó de inmediato.
¿Cómo se iba a imaginar lo que sucedería al llegar? El muchacho apenas lo escuchó comenzó
a negar con la cabeza al tiempo que exclamaba:
- ¡Imposible! ¡Imposible! Si el rey se llega a enterar de lo pobre que soy se enojará muchísimo
y quién sabe si podremos conservar la vida.
- No te aflijas por eso, tú ven conmigo y nada más.
Y dicho y hecho el zorro llevó al muchacho hasta la presencia del soberano. Pero cuando ya
estaban a punto de llegar, el zorro hizo intencionadamente que el muchacho se cayera en un
estanque de barro cercano al palacio y luego corrió a toda velocidad mientras gritaba:
- ¡Malas nuevas! ¡Malas nuevas! Rey Huermusute, el camino a su palacio es en verdad muy
escabroso, ¡por su culpa el futuro príncipe se cayó en el estanque! Mande pronto un buen caballo y
alguna ropa buena para que se mude antes de verlo a usted, de lo contrario su yerno se enfadará.
Sobresaltado ante tales palabras, el rey ordenó enseguida a alguien que trajera ropas y
caballos; luego ordenó al zorro que se los alcanzara al pretendiente de su hija. Cuando Baoluoledai
se estaba cambiando de ropa el zorro le aconsejó una y otra vez:
- Hermanito Baoluoledai, cuando llegues al palacio del gran rey debes recordar bien tres
cosas. Primero, después de que amarres el caballo en el poste por nada del mundo des vuelta la
cabeza para mirar al animal. Segundo, después de que entres en la habitación, por nada del mundo
debes mirarte la ropa. Tercero, cuando estés comiendo, por nada del mundo debes hacer ruido al
masticar.
Pero ¡quién iba a imaginar que nada más llegar, nuestro héroe se olvidó por completo de las
advertencias que le hiciera el zorro! Volvió la cabeza para mirar al caballo. Se miró la ropa al entrar
en el palacio e hizo mucho ruido al masticar. De esa forma el gran rey entró en sospechas, llamó al
zorro rojo a un lado y le dijo:
- ¡Este Baoluoledai es seguramente un pobretón! Mira, parece que nunca ha montado en un
caballo tan bueno, que nunca se ha vestido con ropas de calidad y que jamás ha probado platos tan
exquisitos.
El zorro, que era muy despierto, salvó la situación replicando:
- Ja, ja, ¡Usted se ha equivocado! Justamente porque el caballo y la ropa que usted le envió
no son tan buenos como los que él posee se detuvo a mirarlos y sólo porque la comida que le han
servido deja bastante que desear, él, desacostumbrado, hizo ruido al masticarla.
Con la explicación del zorro el rey pensó que Baoluoledai era una persona verdaderamente
excepcional y lo aceptó como parte de la familia en el mismo momento.
Pero entonces el joven se intranquilizó aún más y le dijo al zorro:
- ¡La cosa va mal, la cosa va mal! Ahora que el rey me ha dado a su hija, si se entera de la
verdad, ¿seguiremos vivos?
- No temas, deja que yo arregle todo. – Y el zorro se fue en el acto, antes que nadie.
Iba el hábil animal marchando por la pradera cuando se encontró con una manada de camellos.
Preguntó:
- ¡Eh! Tú, pastor, ¡de quién son todos estos camellos?
- ¡Ay! ¿Quién puede tener todos estos animales? Unicamente el monstruo de quince cabezas.
- Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a la tierra. Si le dices que estos camellos
son del monstruo de quince cabezas te matará; en cambio, si decís que son propiedad del rico
Baoluoledai te garantizo que no te pasará nada.
- Lo recordaré, gracias por su atención.
El zorro siguió caminando y caminando hasta que se topó con una tropa de caballos.
- ¡Eh! ¿De quién son todos estos caballos? – le preguntó al arriero.
- ¿Quién crees tú que pueda tener tantas bestias? Son todos del monstruo de quince cabezas.
- Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a la tierra. Si le dices que los animales son
del monstruo de quince cabezas te matará. En cambio, si le dices que pertenecen al rico Baoluoledai
no te sucederá nada.
- Lo recordaré, gracias por tu preocupación.
Marcha que te marcha el zorro se dio de narices con otra tropa de ganado y le preguntó al
cuidador:
- ¡Eh! ¿De quién son todas estas vacas?
- ¿De quién van a ser sino del monstruo de quince cabezas?
- Escucha algo: el gran rey Huermusute ha descendido a la tierra. Si le dices que estas vacas
son del monstruo te matará, en cambio no te sucederá nada si le respondes que pertenecen al rico
Baoluoledai.
- Lo recordaré, gracias por tu amabilidad.
El zorro siguió anda que te anda hasta que se le cruzó en el camino un rebaño de ovejas.
- ¡Eh! ¿De quién es este rebaño? – le preguntó al pastor.
- ¡Ay! ¿Quién va a tener tantas ovejas sino el monstruo de quince cabezas?
- Oyeme, el gran rey bajará a la tierra. Si le dices que este rebaño es del monstruo de quince
cabezas te matará. En cambio nada te pasará si le explicas que son del rico Baoluoledai.
- Lo tendré en cuenta, gracias por avisarme.
El zorro siguió y siguió hasta llegar al palacio del monstruo de quince cabezas y se encontró
con el dueño, quien le demandó:
- Astuto zorro, ¿a qué has venido? ¿Acaso a engañarme?
- ¡Rápido! ¡Rápido! – replicó el zorro. – El gran rey Huermusute bajará a la tierra. ¡Escóndete
pronto bajo una gran piedra del establo, pues si te ve va a ultimarte!
El monstruo de quince cabezas se quedó estupefacto al escuchar aquello y corrió a esconderse
donde le indicaban.
Luego el zorro se dirigió a la demás gente del palacio:
- ¡Todos ustedes deben tener cuidado! Si el rey Huermusute les pregunta, digan que son los
sirvientes del rico Baoluoledai. Si se llega a enterar que son del personal del monstruo de quince
cabezas seguramente morirán.
Los del palacio también se asustaron muchísimo y no hubo uno que se negara a obedecer al
zorro.
El rey Huermusute bajó en persona a entregar la princesa a Baoluoledai. Por el camino se
encontró con grandes manadas y rebaños de camellos, ovejas, caballos y vacas. A todos los pastores
les preguntó de quién eran aquellas bestias y le contestaron que pertenecían al rico Baoluoledai. Al
final, llegó al palacio del monstruo de quince cabezas, lanzó una mirada y sólo pudo observar lujo
y riqueza por doquier. Contento, sin poder controlar su entusiasmo, exclamó:
- ¡Mi yerno Baoluoledai es realmente un potentado extraordinario!
- ¡Cómo no! – interpuso el zorro – Sin embargo, el destino indica que su yerno debería ser
más rico aún. El lama adivino ha manifestado que bajo una gran piedra del establo se encuentra un
malvado. Es él quien impide que Baoluoledai no viva mejor. Gran rey Huermusute, ¡destruya pronto
a ese maldito!
El rey se enfureció al oír aquellas palabras del astuto zorro rojo, lazó rayos y truenos e hizo
añicos la gran piedra, terminando así con el monstruo de quince cabezas. No mucho más tarde,
Baoluoledai era el yerno del gran rey y
vivió contento y feliz con la princesa en el
expalacio del monstruo.