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Blancanieves.
Érase una vez una reina que estaba cosiendo junto a su ventana,
y en un descuido, se pinchó el dedo, y vio cómo su sangre caía
sobre la nieve, lo que la hizo desear tener una hija que fuera
tan blanca como la nieve y sus labios tan rojos como la sangre.
Lamentablemente, su deseo no se cumplió y su hija resultó ser
todo lo contrario a lo que ella siempre había deseado. El hecho
de no haber logrado lo que deseaba, hizo que se convirtiera en
una mujer muy mala… una bruja; tanto que una vez, demasiado
desesperada por haber tenido una hija tan horrible; hablaba
con el rey, y su conversación fue de la siguiente manera:
—Creo que mientras ella sea pequeña, no tenemos más opción que
cuidarla, no podemos abandonarla —empezó diciendo la reina—
aunque quisiera hacerlo...
—No puedo creer que pienses eso de tu propia hija... —contestó
el rey; como siempre muy alarmado de que su esposa tuviera esos
pensamientos respecto a Blancanieves.
—No me importa que pienses así, sabes cuál era mi deseo: tener
una hija tan blanca como la nieve...
—Y con los labios tan rojos como la sangre... —completó el rey;
desanimado, ya que sabía que nada iba a cambiar la forma de
pensar de su mujer.
—Así es, y esa niña es todo lo contrario.
— ¿Y qué es lo que piensas hacer? —preguntó él, aún más
preocupado que antes, si es que eso era posible.
—Cuando cumpla 18, en lugar de seguir con la tradición de
presentarla ante el pueblo como la princesa, haremos que se la
lleven del castillo... tan lejos que ya nunca más pueda volver.
— ¿Haremos? Tu harás eso, yo no —contestó el hombre, para luego
marcharse. Mientras que a la reina, seguía sin importarle lo
que él pensaba y estaba dispuesta a seguir con el plan que
había formulado.
Los años pasaban y el sentimiento que la reina sentía hacia su
hija, jamás cambió; ni siquiera la cuidaba, nunca jugó con ella
y siempre la dejaba de lado cuando la pequeña lo único que
deseaba era poder hacer a su madre sonreír, aunque fuera solo
una vez, y estar con ella; ser ambas felices; pero jamás lo
logró, ni siquiera el día que cumplió los dieciocho años.
Aunque, ese día, algo cambió, y fue la primera vez que su mamá
le habló en muchísimo tiempo...
—Hija... —empezó la mujer.
— ¿Madre? ¿Qué necesitas? ¿Hay algo que pueda hacer por ti? —
preguntó con una sonrisa en el rostro al escuchar por primera
vez esa voz, dirigiéndose a ella.
—En realidad sí, hija, antes de que sea tú presentación quería
pedirte que me acompañaras al bosque por unas moras silvestres
—mintió la reina con facilidad, había una sonrisa en su rostro;
fingida, claro. Pero Blancanieves le había creído.
La chica, muy emocionada, fue en busca de un suéter para ella
y uno para su madre para que ambas pudieran salir y enfrentarse
al frio que había esa mañana. Empezaron a caminar y poco a
poco, la conversación entre ellas se hizo muy fácil. Tanto que
la reina comenzaba a sentir arrepentimiento por el plan que
había formulado hace tantísimos años. Pero en cuanto la observó
de nuevo, el deseo de continuar con el, volvió a crecer.
En cuanto hubieron llegado a un claro en el bosque, donde
crecían miles de moras silvestres, ambas se detuvieron y
empezaron con su cosecha. Al momento en el que la reina se dio
cuenta de que el sol empezaba a ocultarse, supo que el plan
debía comenzar.
—Hija, creo que ya es demasiado tarde para que sigamos acá —le
dijo y la joven estuvo de acuerdo con ella. Empezaron a caminar
de vuelta al castillo, y la reina, al observar un tronco en el
camino vio la perfecta oportunidad.
Todo pasó muy rápido y en un instante la mujer estaba tirada
en el piso, llorando y fingiendo estar herida.
—Blancanieves, me he lastimado, ¡ve a pedir ayuda! ¡Corre! ¡Y
apresúrate, por favor! —gritaba la reina y no dejaba a la chica
acercarse a ella para que se diera cuenta de que todo era
falso.
La joven hizo como se le había solicitado, empezó a correr,
por unos diez minutos, y al observar una pequeña cabaña, con
las luces encendidas, se detuvo para acercarse a ella y
solicitar ayuda a quien viviera allí. Después de haber tocado
a la puerta un par de veces, esta se abrió, pero... no había
nadie allí...
—Aquí abajo, niña —le dijeron, y en cuanto ella bajó la mirada
se dio cuenta de que habían siete pequeños hombrecitos,
quienes, no le llegaban más que a la rodilla.
Ella, les pidió ayuda, explicándoles lo que había sucedido y
ellos, después de haberse colocado rápidamente los sombreros y
unos pequeños suetercitos, se apresuraron a salir detrás de la
joven, a quién, encontraron muy bella.
Pero, en cuanto llegaron al lugar al que ella les indicó, no
había rastro de la mujer, sino que solamente unas moras
silvestres esparcidas por todo el lugar. Ella la había
abandonado.
Efectivamente, así era, un par de minutos después de que
Blancanieves había ido a buscar ayuda para su madre, ella se
había levantado y corrido hacia el castillo lo más rápido que
podía, su plan había funcionado a la perfección y ahora,
mientras hablaba con el rey, había una verdadera y maléfica
sonrisa en su rostro. Había dejado abandonada a su hija en el
bosque.
Por días, Blancanieves estuvo intentando volver al castillo.
Tenía que, de una u otra manera. Pero todos sus intentos habían
resultado fallidos. Fuera como fuera y caminara hacia donde
caminara, unos minutos después se volvía a encontrar de vuela
en la casa de sus nuevos amigos.
Un día, hablando con uno de sus amigos, se dio cuenta de que
lo mejor era, quedarse allí, con ellos. Todos le habían tomado
cariño de inmediato, al igual que ella a los hombrecitos.
—Blancanieves, hermosa Blancanieves, lo mejor es que te quedes
acá, todos los días te cansas de tanto caminar para encontrar
una manera de volver; pero tal parece que el destino no te lo
permitirá —le había dicho su amigo. Y la joven sabía que él
tenía toda la razón, sin embargo, al haberse quedado ella muy
triste después de su conversación. El enanito prometió
presentarle a un amigo suyo… un príncipe.
Un par de días después, para sorprenderla, los siete enanitos
llevaban al príncipe oculto en una pequeña caja. ¿Caja? Sí,
una caja.
— ¿Para mí? —pregunto Blancanieves, al ver lo que ellos le
llevaban.
—Así es —contestaron todos ellos al unísono y la observaron
mientras abría el objeto.
— ¿Es un sapo? —preguntó ella sorprendida, la sonrisa no dejaba
su rostro.
—Es el príncipe... —contestaron ellos, nuevamente, en coro.
— ¿El príncipe? —preguntó ella y todos se lo confirmaron.
Blancanieves les agradeció por el regalo y los despidió,
dándoles un beso en la mejilla, porque ellos debían ir a
trabajar.
En cuanto se hubo quedado sola con el príncipe, empezó a cantar
mientras limpiaba la pequeña choza. Al haber terminado el
último verso de su canción, se dio cuenta de que el sapo,
estaba cerca de ella, observándola, como si estuviera esperando
a que cantara la siguiente canción.
— ¿Será posible? —pensó ella y se acercó al pequeño, tomándolo
en su mano y acercándolo a ella— ¿será posible que seas un
príncipe? —el sapo, entendiendo a lo que ella estaba diciendo,
asintió una vez— bueno, será mejor que me arriesgue a quedarme
con la duda, ¿no? —volvió a preguntar y el príncipe volvió a
asentir.
Muy despacio, la princesa acercó sus labios al sapo y dejo un
pequeño beso. Y todo sucedió en segundos, un príncipe estaba
parado justo frente a ella. Y al verlo, se abalanzó en sus
brazos y lo abrazó.
Recién volvían los enanitos del trabajo, cuando los observaron
abrazarse; todos igualmente sorprendidos al notar que la joven
había logrado acabar con el hechizo...
Poco tiempo después, una boda fue llevada a cabo en el bosque.
La bella princesa y su príncipe, vivieron felices por siempre.
FIN.