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Edwin Cuperes Vélez
Antillas rebeldes
ContenidoIsleñismo..............................................................................................................................2Infanticidio de Cuba............................................................................................................7Santas Mirabales que están en los cielos...........................................................................10Rencores de Haití...............................................................................................................12Mundo Antillano................................................................................................................22Una nieta y tres abuelas.....................................................................................................24Teología de la aberración...................................................................................................26Café Puya...........................................................................................................................28Oda al baile de salsa..........................................................................................................31
1
Isleñismo
Adentro en la montaña,
arropada en cundeamores,
una barca vetusta por los siglos
en plétoras de luz sigue encallada.
En ella dos espíritus navegan
remando y remando entre los bejucales
que en serpentinos linces ha atrapado
una historia antigua,
cuando la simiente de otros pueblos,
exuberantes, heroicos, brutales,
germinando en las sierras tropicales
forjaron al boricua.
El navegante de vientos andaluces
es un cruzado de los reyes bravos.
La codicia lo lanzó a los mares
desde la grande España.
El otro tiene herida de arcabuces
y en su semblante de basalto empaña
la solitaria lágrima de esclavo
que esperará por Lares.
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Rizada ensoñación de vejigantes
detienen su llegada,
y el negro de cadenas ensartadas
declama con orgullo:
“Soy la semilla del Congo en su capullo
de gobelinos de rojos trajinados,
del baile de la bomba que al tambor reclama
con mágico deleite de elefantes,
mi piel es firmamento tan oscuro
como el lienzo de estrellas muy distantes.
¿Y qué traes tú, ingrato navegante,
que ensalce en esta patria su futuro?”
“Vine a usurpar las mieles de los ríos”,
dice el almirante,
“el café, la caña y el tabaco,
los talentos que Dios desde los cielos
obsequió a los hijos de esta tierra,
a la mujer taína en su belleza:
de todo lo que anhelo, todo es mío.”
3
Se desató la lucha sobre el arca
de forasteras razas:
la montuna energía del africano
y el español ufano
en comandar la cruz del evangelio.
El señorío del sable
minó la furia del tórrido guerrero
y el primitivo celta rasgó el velo
del templo de mi padre.
Era un esclavo de rédito cuantioso
tan dulce cargamento,
el abuelo del África lejana
que en las venas nos habla
en papiamento.
Del azabache oriundo ya no quedaba vida;
su último suspiro fue corneta
en la dureza de los caracoles
que repobló a Tibes y a Caguana
y proclamó un areito pendenciero
con sus guerreros de tribus africanas.
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Su alma está en la tierra borincana
junto a la del villano que le dio la muerte
y que murió en manos de Agueybana
por la blasfemia del mortal Salcedo.
Así es que viven los que llegaron lejos:
como guerra de sangre en nuestras venas,
en cirios de tumbas encendidas
por los hijos cobrizos del taíno,
por los libertos del mulato y negro,
y del blanco que nos dio a sus hijas
para forjar al buen puertorriqueño.
Pero quedan isleños,
habitantes de un mundo de codicia
de piratas, corsarios, bucaneros,
asomados en aguas navegables
de un inmóvil espejo.
Trafican oro blanco,
contrabandos de opio,
manjares de los Incas,
unas motas de amor para el que fue mandinga
y en ilusión demente rebuzna un falso alivio.
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Adentro en la montaña,
arropado en cundeamores
un taíno despierta en su cohoba
de esta visión extraña.
Es el dieciocho de noviembre
y los insularistas llegarán mañana.
6
Infanticidio de Cuba
Bautisterio de sangre de mi España
fueron las Antillas:
escolimadas islas,
legajos verdes en el desierto azul
de un mar que a los marinos pertenece.
La madre de Martí, la Cuba agreste,
fortificó temprano a sus mulatas
que el Imperio llamaba a sus laureles.
Carne y materia,
lujuria y tentación,
el beso no fue dulce a Poseidón
degustado con dinamita ardiente:
¡Revolución¡
Inmolación y juicio a mi pecado.
Yo quise producir con estas manos
un país soberano
librando al proletario
de las parisinas.
Las cornamentas del loco minotauro
alcanzaron a Marte;
sus celos, como el corso Bonaparte
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contra Josefina,
forjaron la doctrina
de Marilyn Monroe:
Happy Birthday Mister President!
Sus aviones y sus hélices
del águila terrible alzaron vuelo.
La niña Cuba, para impedir el duelo
tuvo su drama ético:
“Si hay ópera, hay canto,
mejor con los soviéticos
que al menos están lejos
y no joderán tanto”.
¡Pero sí que jodieron
desde Stalingrado!,
y después que se fueron
ya ni ruso hablamos.
Queda la caña, queda el café,
y los capitalistas esperan
que sin marxismo quedamos
si se nos muere Fidel.
De tanta pincelada surrealista
lo que queda de Cuba es su cubismo:
una oreja en la frente,
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la sonrisa en el pito,
y un cíclope en Florida
con un ojo de vidrio
que reza porque el Diablo les regrese
a aquel santo Batista.
9
Santas Mirabales que están en los cielos
Quisqueya de Mirabales,
Patria, Minerva y Teresa,
Juana de Arco, nombradles
las mártires de Quisqueya.
El terror del villano
¡sangre y más sangre!
con merengue y brebajes
no ha olvidado.
Trujillo fue el gran culpable
y ellas hijas de inocencia
del Cantar de los cantares
no hubo esposas más discretas.
El clamor del troyano
¡sangre por sangre!
ya los lirios del valle
convocaron.
La senda fueron los sables,
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la armadura, la conciencia,
y a las cinco de la tarde
las valquirias somnolientas
a los dominicanos
¡sangre por sangre!
de fusiles de hambre
liberaron.
Con ellas ¡qué miserable
se comportó aquella bestia!
el más perverso y cobarde
lanzó la primera piedra.
Fueron ruegos en vano
¡sangre y más sangre!
padres, hijos y madres
las lloraron.
Quisqueya de Mirabales,
Patria, Minerva y Teresa,
ya elevada a sus altares
las mariposas sedientas.
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Rencores de Haití
El hambre gesticula
sus instintos de rabia.
No puedo más: mi abatimiento
se debe a la nostalgia
de un pan sobre una mesa.
¡Y es tanta la carencia!
No tener el alivio de un bocado
ni el grato gusto del paladar humano.
La sociedad despierta
de sus ocios nocturnos
para mascar el grano
del trigo de amapolas encendidas
que dinamizan los cuerpos resquebrados
tras el simulacro de la muerte
de haber dormido y luego despertado.
Mi desayuno es pasta de azafrán,
algún ungüento para pegar zapatos.
Los dientes no mitigan
el oropel de aceites ya quemados,
ni hay fuerza en la quijada
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para exprimir los rastros
de algún nutriente que el caminante avieso
en lentos caminares haya atado
a la bota dura.
Y es tanta la amargura
de saborear un plato
para sacar dulzuras
donde comió un tirano:
un ser cualquiera que no quiso ver
cuando a sus faldas amaneció el haitiano
pidiendo de comer.
¡Soy haitiano! ¡Soy haitiano!
Dejad que esta tierra tan amada
retire de mi rostro el triste velo
y comprender mis rabias
sin detener el tiempo.
¿No fue aquí la remisión del hombre?
¡Ignominiosa osadía del esclavo!
Del surco de la caña germinaron
las aves de unas manos,
las manos negras que le dieron nombre
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a una patria nacida entre colonias.
Revolución forzosa
librada entre cautivos y captores
causó resentimiento en los señores
que cavarán mi fosa.
Recordad el principio:
el mar continental
de grande elefantes
y de jirafas y de sierpes grandes
fue el universo que nos mandó al abismo.
Allí la libertad no era pecado,
allí éramos caciques soberanos
en nuestro propio limbo.
Cazábamos con flechas,
en junglas africanas
de bravos manantiales.
Mi mundo era barbarie
para el civilizado
que a alientos navegaron
para enlazar sus presas.
En las naos de fatiga presteza
arremetieron con sables
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y arcabuces fugacez,
montados en caballos
armados con crujidos de capistro,
y en prisiones de anclas
perdimos la abundancia
de la tibia cuna.
Nuestra infancia
se profanó cuando llamamos amo
al que servimos por doscientos años
hasta que en las runas
un Makandal de magia
nos conjuró a levantar la mano
contra Francia.
Esta tierra
no escucha mis reclamos;
es sorda a los lamentos del soldado
que levantó en su seno una bandera.
¿Te acuerdas?
El mundo entero celebró el milagro:
la institución más vil, de más afrenta,
el desastre de amor, el lloro humano
terminó cuando el oro de la tea
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en la negra mano del esclavo
inauguró en la clepsidra del día:
¡mil ochocientos cuatro!
La libertad cruzó todos los mares
y el hombre emancipado
comulgó con la gloria.
Fue un hito que la historia
con bromuros de sal aún no ha olvidado.
Así empezó la ruina:
odiosos derrotados opresores
impidieron la marcha valerosa
de los valientes hacia el horizonte
henchido en luz divina,
en promesas, en landas caudalosas,
en laureles frondosos de sandías.
Tan grande algarabía
terminó molida como azúcar.
El negro del café
fue el del sudor teñido en nuestras manos,
paso a paso, el calvario
se asemejó al de todas las Antillas:
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fuimos sólo la arcilla
soplada por el Diablo,
raza maniatada,
por siglos ultrajada,
en una tierra que nunca fue la nuestra
y que sigue sentida
sin alicientes de amor que abarque tanta,
tanta malignidad e indiferencia
por un pueblo que nunca deseó
la tierra prometida.
¡Te escucho, patria mía!
sin un profeta que tuerza tus decretos
ni un vil imperio
que el vocablo deforme en cenicientas
las tribunas de luz de mi esperanza.
Seré contestatario a tu semblanza
de viña alicaída,
de robles que algún día
arbolaron con risas de campanas
la campiña tardía.
Tu foresta tendía
la frescas bajo el sol terciopelado.
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Todo era frondoso:
el campo, el ancho mar, el lindo día.
Pero el Imperio no fue de fuete vano
y al contar lo restado
no nos quedaba nada.
Los talentos de Dios ya despojados
estaban en Versalles
y el golfo de Gonave
fue tienda de pescados.
El hacha se aprehendió
con prisa en nuestras manos
para saciar el hambre
y el Guayamouc flagrante
sació la sed de los que estaban libres.
Cultivamos jengibre,
dispusimos la olla
y nos dimos de bodas
y adoramos la esfinge.
Los penachos de la verde sierra
en los minados campos ya baldíos
parecieron desiertos del Egipto
tras la hormigueante trata de madera,
y perdió sus sazones,
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sus sales siderales,
el terruño de secos cundeamores
y cienos tropicales.
Son tantas las razones
para que no nos ames.
Pero decidme si el huracán celoso
que resarció la atmósfera en rizales,
o el terremoto flemático que el martes,
con vapores salidos del averno
fueron trepidaciones convulsas de un enfermo.
¿Acaso somos microbios radicales
en tu minado cuerpo?,
¿escrofuloso morbo?,
¿borborigmos podridos sobre un muerto?
¿Una plaga de forasteros
que mientras fueron presos
detuvo su pandemia inoculada?
La fuerza del Imperio sosegaba
el veneno salvaje
y el látigo certero
silenció el primitivo eco
de la selva.
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¿Por qué no premias con frutos de alegría,
con vendimia de vino y naranjales,
a la progenie ya libre y sin cadenas?
La sangre en nuestras venas
es sangre de patriotas
que aplacaron las botas
del colono burgués.
¡Que levanten las velas como antaño!
¡Que diriman los astros el sendero!
Yo quise regresar al mar primero,
más no soy navegante
ni tampoco habitante
de las naciones donde mis abuelos
cazaban con saetas.
Ahora soy isleño,
paisano del Caribe y hermanastro
de Cuba y Puerto Rico: ¡soy Haitiano!
La sangre de mis venas son riachuelos
de sangres tropicales
que surcaron los grados del medioevo
y en el lento vapor americano
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abarcaron el cielo.
¿Es otra vez la sangre que nos llama?
Tú, madre fatigada, merecías
a los hijastros del África Sahariana,
los que llegaron como mercancía
y no como simiente americana.
¡Haití! ¡Haití!
Tus rencores me matan…
¡Patria mía!
21
Mundo Antillano
El mundo de la Antilla es otro mundo
disecado en el tiempo:
un manantial de soles
del calendario Maya;
el apocalipsis
de los ecualiptos,
un capullo sesgado
de amapola tunante
en la vera radiante
del desierto.
La pila de ladrillos vagabundos
en un campo sediento.
Un bostezar de flores
durmiendo en la muralla
pintada con grafitis
de las sopas Liptons.
El arrullo callado
y las olas cantantes
y la luna en diamante
sobre el puerto.
22
El taíno declama que es oriundo,
como un dios en su templo,
en los mil caracoles
que un turista retrata.
Los pescados de piscis
son los escualitos,
del blin blin dorado
de este nuevo habitante
que se cree un gran cantante
entre los muertos.
El mundo de la Antilla es otro mundo:
es el fruto perverso
de los conquistadores;
que todo lo socavan
para llevarse el iris
de los areytos;
un terruño inmolado
que desnudo y distante
se pasea con su amante
por el huerto.
23
Una nieta y tres abuelas
Un manantial muy negro de taína,
una fecundidad de negra en sus caderas
y una piel de andaluza:
ella es antillana,
y también es guerra,
una lucha silente de genes que se odian.
El cabello precisa
que unas manos lo aten
y alejen la melena
del cuerpo rutilante
que mucho se venea.
Ya está lista,
se mira en el espejo
y otra lucha comienza:
cabello, piel, caderas,
cada cual reitera
que es progenie de un mejor papá
y la tela impotente
para imponer la paz.
Y llega el antillano
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con el ramo de rosas,
y las piernas de ella
como un rabo canino
olfatean la certeza
de una piel de andaluz
de un cabello taíno
de una pierna africana.
“¡Este este amor idóneo”,
declama la antillana.
y el vejigante conforma el unicornio,
en el tejido punzante que heredó la nieta
del manantial de sangre borincana
de sus tres agüelas.
25
Teología de la aberración
En caudales las aguas bizantinas
inundaron los ríos.
Eran tres carabelas,
tres Jinetes del Apocalipsis
para los taínos.
Para el vizcaíno
era otra página en su sagrado libro:
la tierra prometida;
leche, miel, café, tabaco, azúcar,
y el oro de la arcilla
que en su soplo de fuego desalentó a los hombres,
esclavizando manos, encadenando pies,
tatuando en cieno y podredumbre
el sello de la bestia
en la cobriza piel de los atlantes.
Allí nunca hubo barbarie semejante
para rasgar la tierra.
Confrontación de dioses,
que se llevó en adioses
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a una raza entera.
La raza que reclama entre paredes
de una piel de hembra,
que mira a la montaña
como al dios olvidado de la alhambra,
que busca en sus pinceles
el arcoíris de los obeliscos
de Macchu Picchu.
Cemismo:
la religión callada del boricua
que defiende la tierra,
el verdor de sus montes,
el placer de sus ríos.
Callados,
que el bucanero impío
le corta las cabezas
a los que levantan un templo en la maleza.
Callados,
que por el mundo ya se está escuchando
como el grito de un resucitado
el canto del coquí.
27
Café Puya
La historia de la azúcar
está sembrada en los campos de caliche,
en el machete sin su empuñadura
que yace en un museo;
en la mansión de la Central Aguirre
que resplandece sin sus celosías
de ruina de centurias,
como un barco fantasma
aislado en la pradera
de un mar de cirios que ya nadie reclama.
Sus tripulantes yertos
están sentados en los mecedores
con los ojos abiertos.
Mi padre es uno de ellos.
A veces se despierta
en la vendimia de sus mejores tiempos
e intenta izar las velas del trapiche,
reclama al capataz,
llama al agüero,
y es don Quijano
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rememorando el tañido de la caña,
la época fugaz de grandes héroe
la del agricultor de mano dura,
de recio corazón, de ánimo alegre,
cuando el trabajo era una aventura
que acometió la Antilla en grande hazaña.
“Nostalgia de un dolor —le digo adrede—,
del alcanfor que te huele a melaza,
los días de las masacres,
las huelgas, los desmanes
de los latifundistas,
del sacrificio sin misericordia,
de tanto trabajar y tener hambre.”
“No entiendes! —exclamó mi padre—:
Celebro los rigores de la guerra
que con Iglesias Pantín ya fue ganada,
pero el botín fue fruto de miseria.”
No dijo más, quedose sobre el catre,
servido por las enfermeras.
“Viejo extremeño”, pensé, cuando distante,
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escuché que alababa el buen donaire
de la más linda, no de la más fea,
que a una la llamaba Rocinante
y a otra la llamaba Dulcinea.
30
Oda al baile de salsa
La pose es una estatua en un abrazo quedo
que se parece al tango.
La dama, el caballero, en baile de salón,
cultura y tradición, finura de españoles,
la mujer respingona, el hombre adulador,
las miradas se posan una encima de otra,
albaricoque, melocotón.
El África salvaje proclama el tu-cu-tu de la cocoroca:
las congas y el bongó es un conjuro de algarabías;
un batir de caderas que acompañan al son.
La clave es religión, la cábala secreta,
el compás trinitario, el toque de trompetas.
La clave es Do, Re, Mi:
dos notas de coquí y la pausa que espera,
el silencio que enerva el estado de gracia,
la afasia contenida, el candor de Minerva
el trote de iracundia de leopardo
que como amable fiera
atrapa en su lujuria de bandera
31
a la mujer que displicente escapa
en serpentina.
No hay que apurar el paso,
que en cada dos tacones hay un respiro de Marcel Marceu,
un espacio en el tiempo, de bongoces y congas,
y luego el repicar de los flamencos.
La salsa
es suspiro de amor que no se alcanza.
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