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Novedades literarias Tusquets, no habrá quién nos guíe, fragmento

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Page 1: Dossier no habrá quien nos guíe lisa owen

Lisa Owen (ciudad de México, 1966) creció en Xalapa, Veracruz. Actriz de profesión, escribe desde hace veinte años bajo la mirada de Vicente Leñero en el taller «Sólo los jueves», donde se ha enfocado al género del guión cinematográfico. Obtuvo el segundo lugar en el Concurso de Guiones de Largometraje para Autoras y Adaptadoras de Cine, organizado por la Asociación Cultural «Matilde Landeta», y primer lugar en el Concurso de Guión para Cortometraje de IMCINE. Asimismo, fue becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y participó en dos talleres organizados por el Instituto Sundance y la Fundación Toscano. No habrá quien nos guíe es su primera novela.

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No habrá quien nos guíe Lisa Owen

La culpa y el temor que la explosión de una gasera despiertan en Tadeo lo obligarán a abandonar su hogar, en compañía de su esposa y de su hijo. Este escape, lejos de mitigar el peso de diecisiete muertos, traerá consigo el tufo del cinismo y lo llevará a traicionar a su amigo Jaime, quien se desvive por Nicolás aun sabiendo que su nacimiento prematuro le ocasionaría la muerte. La vida compensará esta pérdida con la llegada de dos hijos sanos, pero una incesante melancolía y la aparición recurrente de Nicolás en sus sueños lo alejarán de su mujer. Sonia, insatisfecha con su vida marital, llegará a desearle la muerte con todo el fervor posible. ¿Será su última oportunidad de empezar una vida nueva? Mientras tanto, Babbit —un viejo estadounidense solitario, un enfermo en fase terminal— hará coincidir los destinos de Tadeo y Jaime al confiarles su última voluntad. ¿Por cuánto tiempo serán capaces de soportar las consecuencias del tajante silencio que los une?

Lisa Owen estará disponible para entrevistas del 3 al 7 de junio.

Quedamos a sus órdenes:

Vanessa Fuentes Prensa & Relaciones Públicas

Tusquets Editores / México Tel.: 50 02 91 26

Tel. Móvil: (044) 55 1197 6165 [email protected]

Lourdes Salgado Prensa & Relaciones Públicas

Tusquets Editores / México Tel. 50 02 91 59

Tel. Móvil: (044) 55 4377 4767 [email protected]

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FRAGMENTO

Explosión

El 3 de agosto de 1981, la planta de distribución de gas en San Felipe Tlaltenco, a las afueras de la ciudad de México, se hallaba en absoluto silencio a las cinco de la mañana. Había pasado la noche —con sus ruidos y su violencia callejera— y el frío se concentraba en la transparencia del aire. Algunos postes coronados con enormes lámparas de halógeno emanaban una luz irreal en la que parecían flotar treinta y seis esferas gigantes. Almacenaban gas butano. La causa nunca fue aclarada, pero el hecho es que sobre la pared interior de uno de los tubos de alimentación de la planta se produjo una pequeña fisura, dejando escapar un hilo de vapor inflamable que en tan sólo diez segundos abarcaba doscientos metros cuadrados. Y el viento —ese que se soltaba sobre las casas del cerro en las madrugadas— comenzó a soplar y en su suavidad condujo la nube de gas hacia el lado oeste de las instalaciones, donde estaba ubicada la pira para la flama de desechos. Fue un resplandor intenso, como una súbita salida de sol. Catorce minutos después de la tragedia, los camiones de bomberos de las estaciones más cercanas cubrían la enorme flama que subsistía con un ímpetu fuera de toda proporción humana. Era del tamaño de un dragón. Los hombres ataviados con sus cascos amarillos parecían pequeñas figuras recortadas sobre la bestia de fuego. Las ambulancias levantaban los cadáveres y los equipos de rescate removían escombros en busca de algún gemido. Enviando a sus reporteros más sagaces, los cuatro canales de televisión cubrieron la noticia con sorprendente rapidez —tragedias así son audiencia asegurada—. Los voceros del gobierno emitían comunicados tranquilizadores en un intento por mitigar el impacto que podría tener la imagen de los cadáveres calcinados en el ánimo de una población ya de por sí oprimida por la recesión económica y la caída del precio del petróleo. Repetían la opinión de expertos internacionales, asegurando que una muerte por fuego no necesariamente resulta tan dolorosa como su imagen nos puede dar a entender. De hecho, a una temperatura de novecientos cincuenta grados como la que debió alcanzar la explosión de San Felipe Tlaltenco, el cerebro es lo primero que se fríe y, por ende, cualquier movimiento del cuerpo posterior al estallido es un acto inconsciente, un mero reflejo de impulsos nerviosos. Los televidentes podían estar seguros de que los alaridos provenientes del fuego, descritos por los vecinos del barrio, no eran de dolor.

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Seis horas después, el recuento de los daños presentado por el gobierno del Estado de México lanzó cifras alentadoras considerando la magnitud de la explosión: diecisiete cadáveres —tres de ellos menores de edad—, quince viviendas destruidas, veintiséis lesionados —dos de ellos de gravedad— y una pérdida en pesos que podría alcanzar los setenta y seis millones. Tadeo despertó con la sensación de estar en el lugar equivocado. Llevaba varios días levantándose con esa extrañeza ante lo que lo rodeaba. Miró a Aurora envuelta en las cobijas. Tenían una historia juntos, certificados, propiedades en común, un hijo, pero desconocía quién era esa mujer, como si la viera por primera vez. Observó los marcos de aluminio de las ventanas, admirado por la ligereza de su estructura. Qué extraño mundo era su habitación. La puerta, el buró, la cama, la mujer, el ruido de la ciudad alrededor. Náuseas. Eso era, sentía náuseas. En el cruce de Cuauhtémoc y Río Churubusco el tráfico siempre se atascaba. Tadeo aprovechó para abrir la guantera y sacar un casete. Lo metió en el aparato sobre el tablero. Yo que fui tormenta, yo que fui tornado. Le gustaba la música romántica por las mañanas, escuchar los aullidos de un hombre describiendo su dolor como volcán en erupción mientras maniobraba el auto para avanzar entre la torpeza de los demás conductores. Allá vamos, pensaba, como borregos al trabajo. Pinche ciudad de mierda. Mierda todo. Tal vez debiera buscarse una amante. Entonces apareció desde otra fila de autos el voceador con su ojo muerto y el encabezado a ocho columnas: EXPLOTA GASERA EN SAN FELIPE TLALTENCO. El tuerto desapareció hacia la siguiente fila de autos voceando «tragedia, tragedia» mientras en el radio se escuchaba porque tú volaste de mi lado. Fue como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Venía del pasado, de la constructora. San Felipe Tlaltenco, sí. La gasera. Se estacionó junto a una tienda de abarrotes y bajó a comprar cigarros. Sobre una mesita junto a los estantes de latas estaba encendido un televisor. Imágenes en blanco y negro. Escombros de una casa y un niño llorando desnudo. Bomberos con mangueras que arrojaban agua sobre una nube de humo. Una locutora decía algo pero Tadeo no lograba escuchar más que un zumbido cerca de su cerebro. Tardó en entender la pregunta que le hacía la mujer de la tienda y pidió cigarros. En el televisor un hombre panzón con un sombrerito se meneaba anunciando un detergente. La mujer le dio la cajetilla y el cambio y regresó a la trastienda. Tadeo se quedó parado viendo los anuncios. Le temblaban las manos al encender el cigarro. Fue después de la primera calada cuando descubrió la presencia de la vieja en la silla, oculta en la penumbra detrás del mostrador, absolutamente inmóvil. Debía tener algún tipo de enfermedad que la mantenía en esa rigidez. Parecía ausente, o muerta. Las autoridades del Estado de México, decía la locutora con expresión grave y distante, aún no esclarecían por completo el caso a tan pocas horas de la tragedia. Al parecer la fuga que originó todo se

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debió al llenado de uno de los depósitos, por la sobrepresión en la línea de transporte generada por retorno. Dicha presión suele regularse por la acción de las válvulas de alivio, que en el caso de la gasera de San Felipe Tlaltenco fueron fabricadas por la empresa francesa Dierdre, contra la cual el gobierno mexicano levantaría una demanda si el caso se… Tadeo dejó de escuchar. Las válvulas de alivio del depósito de sobrellenado. Las válvulas. Volteó a mirar a la vieja, congelada salvo por un hilo de respiración que la movía. Tadeo cerró los ojos. Una explosión oscura hacia la tierra sacudió su equilibrio y tuvo que sujetarse al mostrador. Así que esto es, tan bien que íbamos. Como si un reloj llevara toda su vida contando el tiempo para que sonara la alarma a esa hora.