dominguez ortiz - estado moderno

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1 EL ESTADO EUROPEO DEL RENACIMIENTO Y DEL BARROCO Max Weber desarrolló la idea de que los organismos estatales montados sobre bases racionales, aunque tuvieron precedentes muy antiguos, sólo adquirieron su total configuración en la Europa del Renacimiento. Sus bases eran una burocracia profesional y un derecho nacional cuyas raíces están en el Derecho romano. También fue una novedad la política económica estatal plasmada en el mercantilismo. Con anterioridad, las formaciones estatales sólo practicaban una política fiscal (en beneficio de los gobernantes) y de beneficiencia y abastos (en beneficio de los gobernados) pero normalmente estas últimas competencias no las ejercía el Estado sino el municipio. El ya antiguo debate entre partidarios y adversarios de la base nacional en la fundación del Estado moderno puede aclararse considerando que hubo una gran variedad de situaciones. Con el Renacimiento, al par que se desvanecía el mito de una Europa cristiana unida, se fortificó un sentimiento nacionalista basado en recuerdos clásicos; los italianos recordaban las glorias de la antigua Italia, los franceses, la unidad política y cultural que constituyó la antigua Galia, los habitantes de la Península Ibérica querían reactualizar la Hispania clásica y los alemanes se sentían descendientes de los germanos. Estas ideas eran propias de una minoría culta, pero incluso entre las clases populares existía una conciencia difusa de pertenecer, no sólo a una ciudad o un señorío, sino a un grupo humano más amplio. Estas aspiraciones se realizaron o fracasaron, sin que podamos achacarlo a la mayor o menor intensidad del sentimiento nacional; no era en Italia menor que en Francia. Sin embargo, mientras Francia se convertía en un Estado unitario y bastante centralizado, Italia siguió siendo un ámbito cultural y una expresión geográfica, lo que no fue un obstácu- lo para que fueran los pequeños Estados italianos los que proporcionaron los primeros modelos de estados nacionales.

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EL ESTADO EUROPEODEL RENACIMIENTO

Y DEL BARROCO

Max Weber desarrolló la idea de que los organismos estatales montados sobre bases racionales, aunque tuvieron precedentes muy antiguos, sólo adquirieron su total configuración en la Europa del Renacimiento. Sus bases eran una burocracia profesional y un derecho nacional cuyas raíces están en el Derecho romano. También fue una novedad la política económica estatal plasmada en el mercantilismo. Con anterioridad, las formaciones estatales sólo practicaban una política fiscal (en beneficio de los gobernantes) y de beneficiencia y abastos (en beneficio de los gobernados) pero normalmente estas últimas competencias no las ejercía el Estado sino el municipio.

El ya antiguo debate entre partidarios y adversarios de la base nacional en la fundación del Estado moderno puede aclararse considerando que hubo una gran variedad de situaciones. Con el Renacimiento, al par que se desvanecía el mito de una Europa cristiana unida, se fortificó un sentimiento nacionalista basado en recuerdos clásicos; los italianos recordaban las glorias de la antigua Italia, los franceses, la unidad política y cultural que constituyó la antigua Galia, los habitantes de la Península Ibérica querían reactualizar la Hispania clásica y los alemanes se sentían descendientes de los germanos. Estas ideas eran propias de una minoría culta, pero incluso entre las clases populares existía una conciencia difusa de pertenecer, no sólo a una ciudad o un señorío, sino a un grupo humano más amplio. Estas aspiraciones se realizaron o fracasaron, sin que podamos achacarlo a la mayor o menor intensidad del sentimiento nacional; no era en Italia menor que en Francia. Sin embargo, mientras Francia se convertía en un Estado unitario y bastante centralizado, Italia siguió siendo un ámbito cultural y una expresión geográfica, lo que no fue un obstáculo para que fueran los pequeños Estados italianos los que proporcionaron los primeros modelos de estados nacionales.

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La consecución o el fracaso del Estado nacional fue, pues, el resultado de factores externos. En Italia, el predominio político extranjero fue un obstáculo insuperable. En Alemania, los obstáculos provenían de la atomización feudal y la existencia de un emperador que suscitaba recelos entre los pequeños príncipes. Después, la querella religiosa retrasó aún más el logro de un Estado nacional alemán. En definitiva, sólo España, Francia e Inglaterra se convirtieron en grandes monarquías nacionales, e incluso sería más lógico hablar en estas fechas de un Estado castellano que de un Estado español. En efecto, la consecución de este tipo de Estado no sólo se hallaba obstaculizado en un sentido. Si por abajo tenía que superar la disgregación en pequeños núcleos, por arriba a veces tendió a convertirse en vastos organismos supranacionales, llamados convencionalmente imperios. No el imperio alemán, cuya inoperancia era manifiesta; tampoco el imperio turco o el ruso, ni el Estado polaco. A pesar de su complejidad no podemos compararlos a los imperios occidentales porque no habían alcanzado la categoría de Estados en el sentido moderno de la palabra. En realidad, sólo hubo dos verdaderos imperios en Occidente: el de los Habsburgos austríacos y el de los Habsburgos españoles. Su diferencia respecto a los posteriores imperios coloniales creados por Holanda, Inglaterra y Francia radica en que no se componían de una metrópoli y unas colonias sino de una federación de Estados autónomos y con iguales derechos, aunque uno de ellos, aquel en que la Corte tenía su residencia permanente, adquiriese más prestigio y más responsabilidad. Estos dos imperios habsbúrgicos estuvieron siempre tarados por una fuerte herencia medieval, anacrónica e irracional, sobre todo el imperio español. Cada una de sus partes tenía una estructura administrativa casi perfecta. En cambio, las instituciones imperiales permanecieron en estado rudimentario: un consejo de Estado de atribuciones mal definidas y sin órganos ejecutivos y unos secretarios reales. Ni ejército común, ni hacienda imperial, ni política económica de conjunto. En realidad, el monarca era el único nexo entre territorios dispares. Así era, y no podía ser de otro modo, pues lo mismo en Austria que en España, cuando los monarcas quisieron reforzar estas estructuras se hallaron ante resistencias invencibles. No eran estos imperios como el romano productos de la conquista militar sino de fusiones dinásticas con aquiescencia implícita de las poblaciones, y esta aquiescencia estaba supeditada al autogobierno y la conservación de sus instituciones.

Había también dificultades técnicas para realizar grandes Estados multinacionales; las comunicaciones eran casi tan lentas como en la Antigüedad. Desde el comienzo de la Edad Moderna los soberanos trataron de organizar correos rápidos. Los Habsburgo confiaron este servicio a la familia Tassis con carácter de monopolio, y lo organizaron con notable eficacia por medio de caballos de posta. Pero una orden salida de Madrid tardaba cuatro días en llegar a Cádiz, diez o doce a Bruselas, tres meses a México y un año a Manila. En estas condiciones, el control del poder central sobre las diversas partes del Imperio tenía que ser deficiente. La máxima opera- tividad se consiguió con territorios de un máximo de 400 a 500.000 km2 que era la superficie de Francia y de pastilla-Aragón. Sin embargo, losEstados de tamaño medio (Escocia, Portugal, Baviera, Venecia) fueron numerosos, y aún más los pequeños y los minúsculos en Italia y en la pulverizada Alemania. Algunos de ellos, como Linchtenstein y Monaco, aún existen, fósiles vivientes de situaciones pretéritas.

El concepto de frontera natural no era desconocido. Todos admitían que los Alpes eran la frontera septentrional de Italia; los franceses tenían presente que el Rin dividió los galos de los germanos, y en la paz de los Pirineos justificaron la anexión del Rosellón con la conveniencia de situar la frontera en esta divisoria. Sin embargo, las fronteras entre Estados no tenían el rigor que adquirieron en la Edad contemporánea. Más que una línea era una zona llena de enclaves, irregularidades y terri torios disputados. No se consideraba anormal que el obispado de Lieja formara una cuña dentro de los Países Bajos borgoñeses o que el ducado de Saboya se encontrara a caballo de los Alpes, con población de habla italiana en una vertiente y francesa en la otra. La frontera tenía todavía mucho del carácter de la marca medieval, disputada y de límites indecisos.

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Dentro de este territorio, grande o pequeño (la perfección de la estructura estatal es independiente del tamaño) vivían hombres cuya situación jurídica era diversa, pero todos ellos dependían, directa o indirectamente, de una autoridad suprema. La existencia y la necesidad de una autoridad nunca fueron contestadas en la Edad Moderna; en las revueltas, tan frecuentes, siempre se apelaba de la autoridad ilegítima a la legítima, de la injusta a la justa. El anarquismo no existió. La autoridad suprema podía concretarse en una oligarquía nobiliaria o burguesa; éste era el caso de las repúblicas italianas y de las ciudades libres alemanas. Pero era general la creencia de que la forma republicana sólo podía realizarse en unidades estatales de poco tamaño; las medianas y las grandes fueron, sin excepción, monárquicas, a veces electivas (Alemania, Polonia) y con más frecuencia hereditarias.

Max Weber distinguía tres tipos de autoridad en cuanto al origen de su legitimidad: la tradicional la traía del mero hecho de su antigüedad, del carácter sagrado de la tradición, la racional se apoyaba en la vigencia de unas ordenaciones legales de origen humano; la carismática en el carácter sobrehumano, heroico o divino, del depositario de la autoridad. Es fácil advertir que estas notas corresponden mejor a un mando individual que a uno colegiado. Los monarcas renacentistas y barrocos acumularon los tres tipos, con tendencia a la acentuación del segundo, el legalista. La tendencia a racionalizar las situaciones, que en los descubrimientos españoles conduciría a los requerimientos, obligó a los pensadores a realizar grandes esfuerzos para procurar una base legal al poder monárquico. En ello trabajaron dos corrientes de pensamiento no opuestas sino complementarias, las dos de origen muy antiguo, si bien actualizadas por los pensadores modernos. Una lo derivaba de la tradición romanista recogida por Ulpiano y el código de Justiniano: «En virtud de la antigua lex regia todo el derecho y toda la potestas del pueblo romano fueron transferidas a la potestas del emperador». Los legistas, con su falta de sentido histórico, consideraban vigente aún esta ley, no sólo en favor del emperador sino de todos los príncipes seculares.

La tradición eclesiástica medieval, renovada por la neoescolástica, derivaba la autoridad real de Dios, bien directamente (dirección predominante en Francia) bien a través de un consenso popular: se discutía entre los escolásticos españoles si el pueblo, una vez que había transferido su poder originario al príncipe, podía recobrarlo. La opinión más extendida era negativa, y así, esta dirección venía a confluir con la romanista; las dos desembocaban en el reconocimiento del poder absoluto del príncipe, heredero, de una vez para siempre, de la soberanía popular original. Sólo en fecha mucho más tardía empezó a prevalecer la idea de que la soberanía popular no era una base teórica, perdida en orígenes .míticos, sino un principio siempre activo. Con excepciones y matices, el poder absoluto del soberano se impuso en la Edad Moderna, lo mismo contra los resabios feudales del pasado que contra los gérmenes democráticos de un futuro aún lejano. Su carácter sagrado era reconocido expresamente en algunas de las princi pales naciones. Los reyes de Francia eran ungidos en la catedral de Reims y el pueblo les atribuía la virtud de curar ciertas enfermedades. Como demostró Marc Bloch en Los reyes taumaturgos, no constituían en este punto una excepción. «El trono real, escribía Bossuet, no es el trono de un hombre sino el trono del propio Dios. Los príncipes actúan como ministros de Dios y son sus representantes en la tierra». Sin este reconocimiento por parte de los eclesiásticos del carácter sagrado de los príncipes no se explicaría ni el regalismo español ni el galicanismo francés ni la sujección de la Iglesia al Estado en los países protestantes.

De este papel esencial del monarca en el Estado moderno deriva la importancia que se atribuía a su educación; debía ser lo más completa posible, reuniendo los conocimientos teóricos con los que debían capacitarle para alternar en una corte en la que aún reinaban las costumbres caballerescas. Por eso, además de los principios generales de las ciencias debía dominar la equitación, el manejo de las armas y los bailes cortesanos. Debía conocer, además de la lengua o lenguas de sus súbditos, el latín, instrumento internacional de cultura y relación. La enseñanza religiosa debía ser también teórica y práctica, y a todo esto debía añadirse el conocimiento de los asuntos públicos, de la administración de su país y de los países extranjeros. Un programa tan extenso estaba muy por encima de la capacidad de la

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mayoría de los futuros reyes, a pesar de que se les buscaban los mejores preceptores. Los que quisieron cumplir con escrupulosidad sus obligaciones prolongaron su aprendizaje una vez llegados a la edad adulta; Felipe IV de España nos relata cómo se esforzó en aprender los variados idiomas que se hablaban en sus dominios. Pedro I de Rusia quiso completar su educación por medio de una larga estancia en Occidente.

Ni los mejores métodos educativos^ podían cambiar las tendencias básicas de la personalidad. De ahí el papel esencial que desempeñó el carácter de los soberanos en la historia europea: Carlos V, Enrique VIII de Inglaterra, Felipe II, Carlos II de España, Luis XIV, Pedro el Grande, Fede rico de Prusia y tantos otros influyeron, para bien o para mal, de manera decisiva en los destinos de sus pueblos y en los de Europa entera.

1. LOS INSTRUMENTOS DEL PODER

La creciente complicación de los servicios había sedentarizado las primitivas Cortes ambulantes, lo cual originó la fijación de las capitales de los Estados. París, Londres, Roma, Lisboa, etc. tuvieron tal categoría desde épocas remotas. También los diversos Estados que formaban la confederación catalano-aragonesa. En cambio, Castilla no la tuvo hasta muy tarde, a pesar del alto grado de perfección que alcanzó su aparato burocrático. Los Reyes Católicos viajaron continuamente a través de sus reinos. También Carlos V, cuyo temprano agotamiento físico se debió en parte a estos continuos desplazamientos. Fue uno de los rasgos medievales de su carácter, influido por el hecho de que ni el Imperio alemán ni Borgoña ni Castilla tenían capital. También influiría la convicción de que sólo con su presencia física podía el monarca estar bien informado y, a la vez, satisfacer el anhelo de sus vasallos. Felipe II no tenía vocación itinerante ni apreciaba el contacto directo con el pueblo y acabó convirtiendo en definitiva lo que en Madrid empezó siendo una estancia provisional. Éste fue el origen de la fortuna de la Villa.

El ámbito de competencias del Estado en los siglos xiv y xvn era infinitamente más reducido que hoy. Seguía centrado, como en la Edad Media, en dos terrenos: en el interior, el mantenimiento del orden, tanto material como social, lo cual implicaba poderes legislativos y la suprema instancia de la justicia. En el exterior, todo lo referente a relaciones internacionales, ya pacíficas (diplomacia) ya guerreras. Y como sostén de estas actividades, una hacienda estatal cada vez más exigente. Estos siguieron siendo los dominios básicos de actividad, pero, además, el nuevo Estado se atribuyó competencias sobre, prácticamente, todos los ámbitos de la actividad humana: la economía, las relaciones laborales, la beneficencia, la educación, la Iglesia... Lo que ocurría es que, a diferencia de lo que hoy vemos, estas prerrogativas no las ejercía directamente sino a través de cuerpos intermedios, particulares, señoriales, municipales, eclesiásticos, a los que dejaba una amplísima autonomía, reservándose los gobernantes las funciones de supervisión y control necesarias para mantener las líneas generales del sistema. Incluso en aquellas materias de competencia exclusiva del poder central, como la hacienda estatal y las fuerzas armadas, solía dejar en manos de particulares las tareas de reclutamiento, fabricación de armas, recaudación de impuestos, etc. por medio de contratas y arriendos, y así ocurrió hasta el fin del Antiguo Régimen, aunque con clara tendencia a la disminución, sobre todo en el Siglo Ilustrado.

A pesar de estas limitaciones, el Estado necesitó cada vez más agentes para cumplir sus funciones. «El desenvolvimiento que la Administración, con sus colaboradores, va a tomar desde el siglo xv en adelante, escribe Maravall (Estado Moderno y mentalidad social) constituye tal vez el hecho

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más relevante en la vida política occidental desde los últimos tiempos de la Edad Media. Y si en el Renacimiento sigue habiendo príncipes, señores, guerreros, artesanos, labradores, etc. y todos ellos en alguna medida han cambiado, tal vez ninguno de dichos tipos... presente la honda transformación y la novedad que caracterizan al tipo de los burócratas».

No es exacto, en cambio, que el Estado moderno se pueda definir como un Estado de funcionarios de tipo burgués; porque, si bien el funcionario suele responder, en líneas generales, al modelo burgués, permanecían dentro del aparato estatal muchos elementos que, estando a su servicio, no merecen la calificación de funcionarios, sino más bien el de magistrados, en el sentido que tenía esta palabra en la antigua Roma, o recordaban el servicio caballeresco de tipo medieval. Cuando un prelado o un noble representaba a su rey en una embajada, cuando un grande de España o un par de Francia eran puestos al frente de un ejército no estaban actuando como funcionarios; esta palabra hay que reservarla para designar a los que se dedicaban al servicio del Estado como una profesión para la que se necesitaba una preparación especial y por la que recibían un sueldo. El Estado no podía funcionar sin éstos, pero necesitaba de aquéllos para ciertos servicios relevantes y costosos. El gobernador de un Estado, el alto mando militar de un ejército debía ser un personaje de gran categoría nobiliaria porque los nobles no querían obedecer a una persona inferior a ellos en rango.

Esta regla valía también para un cargo que, sin ser oficial, se fue imponiendo en muchos Estados: el de primer ministro, privado o valido, que recaía en una persona que tenía la amistad y confianza del soberano y le ayudaba en sus tareas de gobierno sin especificación de funciones. Hubo validos en el siglo xvi, pero su papel fue especialmente importante en el xvn. Todos los titulares de estos cargos (Lerma, Olivares, Richelieu, Mazarino, Somerset, Buckingham) fueron nobles, pero todos se atrajeron la impopularidad, y el odio de otros nobles de más alto rango. A fines del XVII los validos van desapareciendo. La lucha entre el funcionario procedente de la clase media nobiliaria o burguesa y la alta nobleza que había cambiado su antigua independencia por el servicio a la Corona, de la que extraía grandes ventajas, fue una constante en todas las monarquías occi-dentales. En las orientales, sobre todo en Rusia, donde era difícil reclutar funcionarios con la necesaria preparación intelectual, se llegó a la burocra- tización obligatoria de la nobleza (nobleza de servicio). En occidente se llegó a un 'resultado análogo por opuesto camino: el ennoblecimiento de la alta burocracia, fenómeno de especial significación en Francia, donde se constituyó una nobleza de toga opuesta a la nobleza de espada.

La principal fuente de reclutamiento de los funcionarios fueron las facultades universitarias de Derecho, puesto que lo primero que se exigía de ellos era una formación jurídica. Esto era esencial, ya que, al no existir división de poderes, los consejos, tribunales y demás organismos administrativos tenían competencias a la vez. ejecutivas y judiciales, y a veces también legislativas, produciéndose así la multitud de jurisdicciones y los conflictos de competencia característicos del Antiguo Régimen. Cuando era un noble, un militar sin estudios el titular de un cargo, necesitaba el auxilio de un legista en calidad de ayudante.

Una nueva situación se creó al generalizarse en toda Europa la venta de cargos públicos. Los reyes siempre habían acudido a la venta de cargos para

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proporcionarse recursos. Otras veces eran los señores los que vendían cargos dentro de su señorío. También los propietarios de un cargo podían venderlo a otra persona. Pero lo que fue en la Edad Media un recurso eventual se fue generalizando en el siglo xvi, y en el xvii, con los apuros financieros de los Estados, llegó a ser una importante fuente de ingresos para las monarquías europeas. La costumbre de que los aspirantes entregaran una cantidad al secretario real o alguna otra persona influyente para gestionar su nombramiento fue un antecedente que contribuyó a acallar los escrúpulos reales. En Inglaterra, donde el rey disponía de pocos cargos que vender, se prefirió la venta de títulos nobiliarios. En España, Carlos V y Felipe II vendieron numerosos cargos, aunque más bien municipales que estatales. El sistema llegó a sü cumbre bajo Felipe IV, en cuyo reinado se vendieron miles de cargos, la mayoría inútiles o perjudiciales, y casi todos de escasa importancia. En cambio, en la Francia del siglo xvn se pusieron en venta incluso los más altos cargos de la administración, la Justicia y el Ejército, y desde 1604, por la institución de la paulette, mediante el pago de un derecho especial, sus titulares podían transmitirlo a sus sucesores, de forma que los coroneles, los magistrados de los parlamentos y los altos funcionarios de finanzas constituyeron dinastías, de origen burgués por lo común, pero de apariencia feudal y, en sus más altas categorías, ennoblecidas. La Monarquía Ilustrada no siguió vendiendo cargos pero respetó las situaciones adquiridas, pues para rescatarlos hubiera tenido que entregar grandes sumas de dinero. Más que aburguesar el poder, la venalidad de oficios feudalizó parte de la burguesía, atraída no solo por la rentabilidad de esta inversión sino por el prestigio de ciertos altos cargos, que facilitaba incluso las alianzas matrimoniales con miem-bros de la antigua nobleza. Hay que advertir, sin embargo, que tratándose de puestos de responsabilidad el titular, aunque fuera su propietario por compra o por herencia, debía acreditar la necesaria competencia.

El afianzamiento de la autoridad real en los Estados occidentales puede seguirse a través de la evolución de dos instituciones básicas: los consejos y los secretarios reales. Tanto éstos como aquéllos dependían del nombramiento real. Sin embargo, los consejos, derivados del antiguo consejo de notables que rodeaba a los reyes medievales, en los que entraban personalidades de alta categoría, tenían mayor independencia que los secretarios, y a veces se permitían contradecir los deseos del rey. En alguna medida, los consejos representaban la voluntad de la nación, o al menos, la de sus clases más influyentes. Aunque algunos consejeros fueran personajes destacados, no ostentaban ninguna representación; sólo eran agentes del rey. De acuerdo con Mousnier podríamos distinguir en la referida evolución las siguientes etapas:

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1. a El rey gobierna con ayuda de consejos, llegándose en ocasiones auna especialización de éstos (polisinodia).

2. a Se mantienen las competencias de los consejos y también se refuerzan las de los secretarios reales, llegándose a un equilibrio entre ambos sistemas. Crece enormemente el número de funcionarios.

3. a El rey gobierna a través de sus secretarios, que toman el nombrede ministros. El papel de los consejos se limita cada vez más a la rutina administrativa, permaneciendo alejados de las altas decisiones.

4. a La complejidad creciente de la administración obliga al rey, aunmanteniendo en teoría su autoridad suprema, a delegar las decisiones en los ministros. Aparece el gabinete de ministros y la figura del primer ministro.

Las dos primeras fases son propias de los siglos xvi y xvu y las dos últimas más bien a fines del xvu y del xvm. Dentro del esquematismo de esta imagen, sirve para darse una idea de la evolución en los Estados occidentales, sobre todo España y Francia.

Además de un cuerpo de funcionarios, el Estado moderno necesitaba unos recursos de los que carecían las monarquías medievales en las que el concepto del impuesto como servicio público era desconocido. Los nobles servían con las armas, los eclesiásticos con oraciones y consejos, y esta exención tributaria la mantuvieron hasta el fin del Antiguo Régimen como prueba de su rango privilegiado. Sólo aceptaban contribuir en forma de donativos o por medios indirectos que salvaran el principio de su inmunidad. El Tercer Estado sí contribuyó, pero con gran resistencia, ya que muy poco del gasto público beneficiaba a la comunidad; casi todo se invertía en gastos cortesanos y militares. Se estaba muy lejos del concepto de Estado-Providencia y, por tanto, su sostenimiento se miraba como un sacrificio que había que reducir lo más posible. Casi todas las luchas y revueltas, ya en las asambleas, ya en las calles y campos, tuvieron como origen la resistencia a una fiscalidad que resultaba odiosa. Hoy nos parece extraña aquella tremenda resistencia, que al final acabó con la Monarquía Absoluta. Comparadas con las cifras actuales, aquella presión fiscal nos parece muy leve; sin embargo, la agravaban varios factores; su desigualdad, ya que los más ricos eran los menos gravados; la recaudación en metálico, en una época en que la economía dineraria no se había generalizado; los campesinos, sobre todo, tenían grandes dificultades para procurarse moneda metálica; la concurrencia de otras exacciones, como los derechos señoriales y el diezmo eclesiástico; el sistema recaudatorio, hecho por arrendatarios que procuraban su máximo beneficio. Y, sobre todo, la sensación de que el impuesto era un dinero derrochado sin fruto, un sacrificio sin contrapartida.

Esto explica la gran lentitud con que se transformó la hacienda pública medieval, basada en unos derechos* feudales de escaso rendimiento, en una hacienda de tipo moderno. Ante* la resistencia de las asambleas

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representativas los reyes utilizaron medios diversos, llamándolos regalías, o sea, atribuciones reales, que no necesitaban autorización; una de estas regalías fue la venta de cargos y honores; otra, de la que se abusó mucho, las alteraciones monetarias. Aún así, la financiación de guerras casi continuas y cada vez más costosas fue para los Estados europeos un problema insoluble que les obligó a contraer grandes deudas. Los banqueros regios, alemanes (Fugger), genoveses (Spinola), franceses (Samuel Bernard), etc. ganaron mucho en ciertas épocas, pero el resultado final les fue desfavorable.

En la Edad Moderna la guerra era una realidad permanente; en la Media, también. La diferencia estaba en que en vez de un gran número de pequeños conflictos hubo un número menor de grandes enfrentamientos. La Monarquía absoluta puso paz en el interior y guerreó en el exterior. Salvo caso de invasión, las zonas internas no fueron teatro de guerras. Hubo comarcas que la experimentaron con terrible frecuencia, mientras que otras, alejadas, disfrutaron de largos períodos de paz. Desaparecidas las guerras señoriales, las guerras sólo fueron reales, estatales, hechas con efectivos más numerosos, con material más costoso, por lo tanto, mucho más caras. Los particulares ya no podían costearlas. Los pequeños Estados sólo podían hacerlas en calidad de satélites, de auxiliares. Las grandes potencias sí podían, pero a costa de apretar los tornillos de la fiscalidad y endeudarse. Si se hacían tantas guerras era porque las clases dirigentes no las temían demasiado; eran una fuente de prestigio y de ganancias. El culto al héroe estaba dentro de la ideología renacentista. Más tarde, los motivos personales fueron sustituidos por la impersonal Razón de Estado, pero todavía Luis XIV, a fines del siglo xvu, hizo guerras por motivos de prestigio personal, y aún podrían hallarse ejemplos en el xvní.

El nacimiento de un ejército permanente fue producto de la necesidad de disponer en todo momento de un cuerpo de tropas regulares, profesionales, eficaces, dependiendo sólo del jefe del Estado, en vez de las abigarradas cohortes formadas por las milicias señoriales y municipales, que en adelante jugaron un papel de segundo plano. La posesión de un ejército permanente y de armas nuevas y costosas, la artillería, el arma de ingenieros, la racionalización de las actividades militares por medio de servicios de intendencia, sanidad, información, cuerpos jurídicos, administración, etc. al par que ponía en manos de los reyes un instrumento de política internacional los situaba tan por encima de los señores feudales y de las municipalidades que toda rebelión era imposible a menos que la subversión alcanzara a todo el cuerpo social. Por ello, los estudios de historia militar, tras un período de desinterés, han vuelto a llamar la atención de los historiadores. La guerra, su preparación y sus consecuencias, entran de lleno en el campo de la historia económica, social, científica y mental. Su exploración reserva todavía muchas sorpresas.

La evolución a partir de los ejércitos renacentistas a los de la Ilustración puede resumirse en dos puntos: aumento de los efectivos y transformación de la técnica. En las guerras de Italia Carlos V y Francisco I se enfrentan con unos 20.0000 soldados cada uno. Felipe II empleó en 1557 efectivos mucho más numerosos: unos 50.000 hombres, que batieron a los 40.000 franceses en San Quintín. Aún más numeroso fue el ejército de Flandes en tiempos del duque de Alba y de Alejandro Farnesio; entre 60 y 70.000 hombres de varias nacionalidades. En el siglo XVII, a pesar de la crisis demográfica y económica, los

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efectivos siguieron aumentando. El estado militar de la Monarquía española que el Conde Duque presentó en 1625 mencionaba, además de los setenta mil hombres de Flandes, otros muchos repartidos por todo el Imperio. A finales del siglo Luis XIV llegó a reunir más de 200.000 combatientes, y 300.000 en la guerra de Sucesión de España.

El procedimiento usual para reunir estos contingentes consistía en conceder a capitanes y otros personajes licencias de reclutamiento, aunque, antes de ser admitidos los reclutas en el ejército real tenían que pasar una inspección y ser aprobados. Los que se alistaban lo hacían por dinero, afán de aventuras, por huir de la justicia y, en menor número, por cumplir la obligación militar que pesaba sobre el estamento nobiliario. Cuando los efectivos reclutados eran insuficientes se hacían levas de vagos y maleantes y se condenaban malhechores al servicio militar. La acentuación de estas prácticas en el siglo xvii fue uno de los motivos que desprestigiaron el servicio de las armas. También se recurría a mercenarios extranjeros, sobre todo suizos y alemanes, cuya disciplina dependía de la puntualidad de las pagas.

Para disminuir el enorme gasto de los mercenarios y asegurar un reclu-tamiento cada vez más escaso los diversos países europeos intentaron introducir algunas modalidades de servicio militar obligatorio. El intento tropezó con gran resistencia; más fácil era formar milicias locales defensivas; a cambio de gozar las ventajas del fuero militar los ciudadanos se encuadraban en batallones y compañías y se entrenaban algunos días cada mes. El valor de estas milicias era escaso y cuando se las quiso emplear como tropas regulares dieron poco resultado.

El arte militar no experimentó a lo largo de los siglos xvi y XVII cambios revolucionarios pero sí transformaciones constantes que, a la larga, dieron por resultado un tipo de ejército muy distinto del bajomedieval. Las armas blancas siguieron usándose por la mayor parte de los soldados. La pica era todavía considerada en el siglo xvii el medio más eficaz de contener la caballería enemiga. Era arma de nobles, mientras los arcabuceros y mosqueteros eran de inferior categoría social, quizá porque su manejo era muy penoso. Los éxitos de la infantería española se debieron, en parte, a que sus jefes comprendieron la importancia de las armas de fuego y aumentaron su proporción dentro de la unidad combatiente. Arcabuz y mosquete (el mosquete era un arcabuz más pesado que se apoyaba en una horquilla para disparar) eran armas lentas, pero eficaces a corta distancia: hasta cien o doscientos metros. En la Guerra de los Treinta Años la infantería sueca introdujo el cartucho de pólvora, que abreviaba las operaciones de carga. Lentamente, /el número de soldados que se servían de armas de fuego fue igualando y luego superando al de los que sólo tenían armas blancas.

La Caballería también experimentó cambios considerables. Las lanzas pesadas, que constaban de un caballero cubierto de hierro y rodeado de tres o cuatro auxiliares ligeramente armados, fueron las tropas de choque a fines del siglo xv. En el xvi esta caballería de corte feudal fue sustituida por otra más ligera, que ya no tenía como única arma la lanza; también usaban el sable, y, más tarde, hubo jinetes armados de pistola o carabina.

La Artillería, que en la Edad Media sólo se empleaba para combatir las

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fortalezas, fue desde el Renacimiento un arma en las batallas, con fuego eficaz hasta un kilómetro. Construidos de bronce o de hierro, el número de cañones no cesó de aumentar; se formaron fábricas, arsenales, escuelas donde se proporcionaba a los artilleros una formación teórica con base matemática. Para defenderse de esta arma temible se renovó también el arte de la fortificación, en el que tuvieron largo tiempo la primacía los ingenieros italianos y los españoles formados en su escuela; luego pasó a los franceses, instruidos por Vauban, cuyos métodos adoptaron todas las naciones.

Al hacerse la guerra cada vez más técnica, científica y costosa fueron quedando desplazados no sólo los señores particulares sino los Estados pequeños y atrasados, incluyendo los imperios extraeuropeos. Aún dentro de Europa los Estados de gran potencialidad económica fueron los más poderosos, y se comenzó a utilizar la economía como arma de guerra, ya para reforzar las fuerzas propias ya para debilitar las del adversario. La potencia bélica de la Francia de Luis XIV no se comprende sin los esfuerzos de Colbert, ni la victoriosa defensa de Holanda frente al poderío español sin tener en cuenta los recursos económicos y financieros de la pequeña república. Y la Economía, no sólo fue un soporte de la guerra, sino causa de las guerras cada vez con mayor frecuencia, hasta llegar a la de Sucesión de España, que tuvo como una de los principales motivos la lucha por el predominio comercial en América. El naciente Capitalismo reforzó la capacidad bélica de las naciones y fue, a su vez, causa de conflictos en un juego de influencias recíprocas en el que es difícil saber cuál de los dos factores tuvo la primacía.

La diplomacia fue otro instrumento estatal para las relaciones internacionales, no nuevo pero sí renovado, en el que también las ciudades-Es- tados italianas dieron la pauta de lo que después se desarrolló en gran escala en los grandes Estados de occidente. A los contactos esporádicos sucedieron las representaciones permanentes, en las que los enviados, aunque pertenecieran a la aristocracia, tenía ya algunos rasgos del funcionario. «Los Reyes Católicos, escribe José A. Maravall, son quizá los primeros soberanos de un gran Estado que se apropian esta novedad y practican con cierta amplitud el envío de representantes diplomáticos permanentes. Desde 1480 tienen uno en Roma y poco después en Inglaterra, Venecia, el Imperio, los Países Bajos. Otros soberanos siguen muy pronto el nuevo sistema». Incluso el Imperio Otomano desarrolló una actividad

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Cuando no representaban al pueblo es porque éste no tenía ningún poder de decisión. Muchas de estas asambleas nacionales eran bicamerales: una cámara de privilegiados y otra de comunes o municipios en los que la representación popular era variable. Según los casos dominaban los gremios, la burguesía, la pequeña nobleza o una mezcla de estos elementos. Bicamerales eran, por ejemplo, el Parlamento inglés, la Dieta polaca, las asambleas escandinavas y las de muchos principados alemanes. En otros casos, Nobleza y Clero estaban separados, dando origen a una división tricameral: Estados Generales franceses, Cortes catalanas y valencianas, Cortes castellanas hasta 1538. En Aragón la nobleza alta y la baja tenían cámaras distintas, lo que originó un sistema tetracameral. Siempre, esta división material en cámaras reflejaba una división análoga en estamentos.

3. EL ESTADO MODERNO, ¿CREACIÓN NATURAL O ARTIFICIO HUMANO?

El Estado puede concebirse, bien como el resultado de fuerzas espontáneas cuyo impulso nace de la naturaleza humana, bien como un artificio ingenioso, producto de la razón, que lo ha creado como crea una máquina. La primera postura es la de los jusnaturalistas y filósofos cristianos; la segunda, prescindiendo de antecedentes de la Antigüedad clásica, despunta en el Renacimiento y, a través de los teóricos racionalistas del siglo xvm, empalma con los constitucionalistas del xix. Si los renacentistas consideraron al Estado como un mecanismo fue en parte porque vivían en una época en la que se multiplicaban los inventos, y también veían cómo la actividad humana creaba, modificaba y destruía Estados. Frente a la escuela tradicional que veía el poder del soberano, la estructura de la sociedad, su representación estalmental y otros-

factores estatales predeterminados por la voluntad divina a través de la sociabilidad que había impreso en el alma humana, los nuevos teóricos consideraban al Estado como una creación artificial, empírica, no sujeta a leyes eternas, autosufi- ciente en todos los terrenos, incluso en el moral. Maquiavelo, en el Arte de la guerra, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y, sobre todo, en El Príncipe (1513), una de las obras de más amplia y durable influencia, no creó un sistema completo del Estado como construcción autónoma; lo que hizo fue plasmar en una serie de máximas inconexas sus experiencias como gobernante y embajador de Florencia en aquel revuelto mundo político en el que la fuerza y la astucia eran las determinantes del éxito. El fondo de su pensamiento es que el fin justifica los medios, y el fin del gobernante debe ser el interés del Estado, al que hay que subordinar toda otra consideración. Estas ideas parecieron escandalosas, anticristianas, y dentro del clima antirreformista fue incluido El Príncipe en el Indice romano.

Los jesuítas fueron sus mayores adversarios, aunque con distintos matices: mientras el español Ribadeneira lo condenaba en términos duros, el italiano Giovanni Botero intentó dar una versión aceptable para la ideo- logia cristiana de los principios maquiavélicos en su Ragion di Stato (1589), obra de escaso valor, «mezquino recetario práctico», pero la expresión Razón de Estado que él acuñó sí tuvo mucho éxito. La Razón de Estado, sobre la que Meinecke ha escrito un libro clásico, es la doctrina que enseña a conservar y acrecentar la fuerza del

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Estado.A pesar de críticas y prohibiciones, Maquiavelo siguió teniendo enorme

influencia en los medios gobernantes católicos, no sólo porque resolvía la antinomia Rey-Reino a favor del primero, a favor del Príncipe, en el que se concentraban todos los poderes, sino porque resumía en una serie de consejos y máximas la experiencia política acumulada por un hombre de aguda inteligencia. Un autor francés de la segunda mitad del siglo xvi decía que El Príncipe se había convertido en el Corán de los cortesanos. Antonio Pérez, Mazarino, los ilustrados, fueron admiradores suyos. Su influencia es clara en los Seis libros de República de Bodino, y en el siglo xvn Hobbes recoge y amplifica sus tesis. Mientras en las aulas se enseñaba que el Estado era el producto de unos principios teológicos y estaba sujeto a las mismas reglas morales que los individuos, políticos y arbitristas en sus concepciones teóricas y los gobernantes en sus acciones prácticas manejaban la máquina gubernamental como un producto artificial del ingenio humano sujeto sólo a sus propias leyes.

DOCUMENTOS

EL PRÍNCIPE Y EL EJÉRCITO SEGUN MAQUIAVELO

«El príncipe no ha de tener otro objeto ni cultivar otro arte que el que enseña el orden y disciplina de los ejércitos, porque es el único que se espera ver ejercido por el que manda. Este arte tiene tal utilidad que no sólo mantiene en el trono a los que nacieron príncipes sino que con fre-cuencia hace subir a tal dignidad a hombres privados, y al contrario, varios príncipes que se ocupaban más de gozar de las delicias de la vida que de las cosas militares perdieron sus Estados... Francisco Sforza, no siendo más que un simple particular, llegó a ser duque de Milán, mientras que sus hijos, por haber huido de las fatigas de la profesión militar, de duques que eran pasaron a ser simples particulares...

Entre otras calamidades que se atrae el príncipe que no entiende nada de la guerra está la de ser despreciado por sus soldados y no poder fiarse de ellos... No sólo debe tener bien ordenadas y ejercitadas sus tropas sino que debe ir a menudo de caza, con lo que de una parte acostumbra su cuerpo a la fatiga y por otra aprende a conocer la calidad de los sitios, el declive de las montañas, las entradas de los valles, la situación de las llanuras, la naturaleza de los ríos y lagos, y este es un estudio en el que debe poner la mayor atención, porque tales conocimientos le serán útiles en dos aspectos: primeramente, dándole a conocer su país le servirán para defenderlo mejor, y además, se da cuenta de lo que debe ser otro país que no tenga a la vista...

El príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer historias (Nota de Napoleón a esta frase: "¡Desgraciado del estadista que no las lee!”) y al contemplar las acciones de los varones insignes debe notar particularmente

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cómo se condujeron en las guerras, examinando las causas de sus victo-rias, a fin de conseguirlas él mismo, y las de las derrotas, a fin de no expe-rimentarlas. Debe, sobre todo, como hicieron ellos, escoger entre los anti-guos héroes un modelo cuyas proezas estén siempre presentes en su ánimo.»

(MAGUÍAVELO: El Príncipe, capítulo XV.)

LEYES FUNDAMENTALES DE LA MONARQUÍA FRANCESA

«El rey de Francia es soberano por derecho natural, pues esta forma de gobierno dura en el país desde hace más de mil años. Como no accede a la Corona por elección de los pueblos no está obligado a conquistar su benevolencia. Tampoco accede por la fuerza, lo que le evita ser cruel y tirano. La sucesión real sigue las leyes de la naturaleza, del padre al hijo primogénito, o al pariente más próximo, con exclusión de los hijos natu-rales y de las mujeres.

El reino es patrimonio de un único soberano y no se divide. Es en Francia costumbre general, no sólo de la familia real sino de todas las grandes casas, que el primogénito obtenga la herencia íntegra, y que a los demás hijos quede solamente lo necesario para mantener su rango de una manera decente. Esta institución sirve para conservar la grandeza y riqueza de las casas particulares y de los estados, mientras que la división de la herencia entre todos los hijos los reduce pronto a la nada.

Los bastardos no son admitidos en Francia a la sucesión, excepto en algunos casos en que se deroga la prohibición por vía de gracia, pero la ley prohíbe tener en cuenta los hijos ilegítimos de los reyes para la sucesión a la Corona, y esta ley ha estado siempre en vigor desde Carlomagno. La ley sálica, o bien una costumbre secular con fuerza de ley excluye a las mujeres del trono; de esta manera se garantiza que el rey de Francia será siempre un francés y que no ocurrirá lo que en otros estados, donde nunca se sabe con seguridad quién heredará la Corona, que con frecuencia recae en persona de una nación odiosa o enemiga. Así España cayó en poder de los flamencos, y Nápoles y Sicilia en poder de España. Francia no tiene que temer tales desgracias.»

(MIGUEL SURIANO: Relación de su embajada en Francia, en Barozzi-Berchet: Relazioni degli ambasciatori veneti. Francia, siglo XVI, tomo primero.)

BIBLIOGRAFIA

NAEF, W.: La Idea del Estado en la Edad Moderna, traducción española, Ma-drid, 1947.

DURAND,G.: Etats et Institutions, XVI-XVIIÍsiécles, París, P.U.F., 1963.TOUCHARD, J.: Histoire des idées politiques, París, P.U.F., 1965, dos volú-

menes.MARAVALL, J. A.: Estado Moderno y mentalidad social, Madrid, Revista de Oc-

cidente, 1972, dos tomos. Fundamental.HARTUNG, F. y MOUSNIER, R.: Quelques problémes concernent la Monarchie

absolue, X Congreso Internacional de Ciencias Histéricos.MEINECKE, F.: La idea de la Razón de Estado en la Edad Moderna, traducción

española, Madrid, 1959. La obra original apareció en 1929.

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KOENIGSBERGER H, G.: Dominium regale o Dominium politicum et regale, Bo-letín de la Academia de la Historia de Madrid, septiembre 1977.

CIPOLLA, C.: Cañones y velas en la primera fase de la expansión europea. Bar-celona, 1967.

El reciente interés por la historia militar, que ya dio origen a Guerra y Ca-pitalismo, de Werner Sombart, puede seguirse a través de obras como las de André Corvisier: Armées et Sociétés en Europe de 1494 á 1789 (P.U.F. 1976) y G. N. Clark: War and Society in the XVII century (Cambridge, 1958).

El interés de las ventas de cargos públicos fue desvelado por K. W. Swart: The sale of offices in the XVII century, La Haya, 1949. A esta rápida visión glo-bal han seguido monografías de las que la más importante es la de R. Mous- nier: La venalité des o f f i c e s sous Henri IV et Louis X I I I , Rouen, 1946.

GARRET, M.: La diplomacia del Renacimiento, Madrid, 1970.. La bibliografía sobre Maquiavelo y el maquiavelismo es inmensa. Una buena introducción es el Maquiavelo, de A. Renaudet (Madrid, 1966).

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debe poner la mayor atención, porque tales conocimientos le serán útiles en dos aspectos: primeramente, dándole a conocer su país le servirán para defenderlo mejor, y además, se da cuenta de lo que debe ser otro país que no tenga a la vista...

El príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer historias (Nota de Napoleón a esta frase: "¡Desgraciado del estadista que no las lee!”) y al contemplar las acciones de los varones insignes debe notar particularmente cómo se condujeron en las guerras, examinando las causas de sus victo-rias, a fin de conseguirlas él mismo, y las de las derrotas, a fin de no expe-rimentarlas. Debe, sobre todo, como hicieron ellos, escoger entre los anti-guos héroes un modelo cuyas proezas estén siempre presentes en su ánimo.»

(MAGUÍAVELO: El Príncipe, capítulo XV.)

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«El rey de Francia es soberano por derecho natural, pues esta forma de gobierno dura en el país desde hace más de mil años. Como no accede a la Corona por elección de los pueblos no está obligado a conquistar su benevolencia. Tampoco accede por la fuerza, lo que le evita ser cruel y tirano. La sucesión real sigue las leyes de la naturaleza, del padre al hijo primogénito, o al pariente más próximo, con exclusión de los hijos natu-rales y de las mujeres.

El reino es patrimonio de un único soberano y no se divide. Es en Francia costumbre general, no sólo de la familia real sino de todas las grandes casas, que el primogénito obtenga la herencia íntegra, y que a los demás hijos quede solamente lo necesario para mantener su rango de una manera decente. Esta institución sirve para conservar la grandeza y riqueza de las casas particulares y de los estados, mientras que la división de la herencia entre todos los hijos los reduce pronto a la nada.

Los bastardos no son admitidos en Francia a la sucesión, excepto en algunos casos en que se deroga la prohibición por vía de gracia, pero la ley prohíbe tener en cuenta los hijos ilegítimos de los reyes para la sucesión a la Corona, y esta ley ha estado siempre en vigor desde Carlomagno. La ley sálica, o bien una costumbre secular con fuerza de ley excluye a las mujeres del trono; de esta manera se garantiza que el rey de Francia será siempre un francés y que no ocurrirá lo que en otros estados, donde nunca se sabe con seguridad quién heredará la Corona, que con frecuencia recae en persona de una nación odiosa o enemiga. Así España cayó en poder de los flamencos, y Nápoles y Sicilia en poder de España. Francia no tiene que temer tales desgracias.»

(MIGUEL SURIANO: Relación de su embajada en Francia, en Barozzi-

Berchet: Relazioni degli ambasciatori veneti. Francia, siglo XVI, tomo primero.)

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