dios tambiÉn resuelve crucigramas
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¿DIOS ESTÁ EN TODAS PARTES? EL PROTAGONISTA DE ESTA NOVELILLA BUSCA A DIOS EN UNA CANTINA, EN UNA BIBLIOTECA, EN UNA FOTOGRAFÍA Y EN LA LUZ DE LA PALABRA. UNA NOVELA SENCILLA, QUE SÓLO ASPIRA A MOSTRAR UNA HENDIJA DE LUZ EN MEDIO DEL SILENCIO.TRANSCRIPT
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I
No fui niño precoz, ni tampoco un iluminado. Si a la edad de ocho años –más o menos-
seguí la huella de Dios fue porque mi mamá se llamó Deifilia; es decir “hija de Dios”; o
tal vez fue porque mi abuela Esperanza invocaba en sus oraciones el nombre de Dios.
—¡Por amor de Dios, es tardísimo!—dijo una vez mi papá, quien se llamaba
Ausencio.
Ese día supe que si mi mamá tardaba “siglos” en pintarse las uñas (según el decir
de mi papá) o si la pensión de mi abuela no duraba “ni un suspiro” (según el decir de mi
mamá) era porque Dios así lo mandaba; Dios también hacía que ocurrieran o no las
cosas de este mundo, y “El Poder de Dios” era el que tumbaba árboles y edificios
cuando pasaba un huracán.
En la clase de doctrina, Doña Emerenciana, mujer menudita de piel delgada,
tomó el libro sagrado, y, con el listón rojo que sobresalía, lo abrió y leyó: “Dios está en
todas partes”. Luis me vio y se tapó la boca para sofocar su risa. A las seis de la tarde
sonaron las campanas, anunciaban el principio del rosario y el final de la doctrina. Los
niños salimos en fila india, con las manos entrelazadas detrás de la espalda y en
silencio. Caminamos por en medio del pasillo iluminado con veladoras. En la calle Luis
me dijo:
—¡Hijos, casi me cacha la vieja! Lo bueno es que nadie se dio cuenta de mis
carcajadas.
—Es lo que tú crees— le dije. —¡Dios sí te vio, porque Él está en todas partes!
Doña Emerenciana lo había dicho con tal convicción que yo no dudé. Dios
estaba en todas partes, y yo dedicaría mi vida a descubrir los huecos que Él usaba para
hacerse invisible a los ojos del mundo. ¿Cómo le hacía para estar en todas partes a la
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misma hora? Ahora sé que eso se llama Don de la Ubicuidad, en ese tiempo le llamé El
Don de Él (¿Dónde Él?).
Dejé a Luis parado a mitad del parque y yo corrí a mi casa. Llegué, besé en la
frente a mi papá que leía el periódico en la sala, subí los escalones de dos en dos, entré a
mi cuarto, abrí la gaveta del buró, saqué mi diario y anoté: “14 de abril. Hoy descubrí
dos cosas. 1ª. Dios está en todas partes, 2ª. De grande seré un Buscador de Dios.”. La
luna asomó por la ventana y alumbró mi cuarto más que si yo hubiera prendido cien
lámparas.
II
Un Buscador de Dios, esto he sido durante muchos años. Yo era ya un niño curioso que
me pasaba horas y horas tirado sobre el césped viendo cómo las hormigas salían y
regresaban al hormiguero, y me pasaba tardes enteras observando los puentes que tejían
las arañas. Por eso un día Dios me mandó su mensaje. Ese día valoré la fuerza que
posee la palabra. Me di cuenta que existen palabras Sansón y, también, palabras Dalila.
Él sabía que yo era un niño simple, por eso no me envió mensajeros complicados como
un arcángel o como el Espíritu Santo. Eligió a doña Emerenciana y cuando ella hizo uso
de El verbo yo sentí como si una luz me iluminara.
En el mundo hay millones que somos Buscadores de Dios, pero somos pocos los
que no hacemos más cosa en la vida. La mayoría de gente sigue las huellas sólo por
ratos. En las mesas de cantinas y de bibliotecas, en los puestos de mercados, en los
escritorios, en las pantallas de las computadoras, en las playas y en cientos de lugares
más he encontrado Buscadores de minutos, no Buscadores de Tiempo Completo como
lo soy yo. ¡Claro!, un Buscador ejerce otros oficios, pero todos están subordinados al
oficio principal. Yo, por ejemplo, fui cantinero y luego bibliotecario. Descubrí que en el
oficio más humilde hay vestigios de Él.
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III
¿Cómo llegué a trabajar en una cantina cuando sólo tenía nueve años de edad? Una
tarde llegó mi tío Eutiquio a la casa. El oficio de mi papá era ¡leer periódicos!, así que
bajó el periódico y por encima de él vio a mi tío con su maleta.
—¡Por amor de Dios! ¿Otra vez te corrió tu mujer?— le dijo y lo llamó con la
mano. Mi tío entró, fue al cuarto de huéspedes, guardó su ropa en el clóset, abrió una
botella de ron y bebió. No dejaría de beber hasta el día en que -como era costumbre-
llegara la tía Eufrosina y, como si fuera un niño, lo llevara de la mano y gritara:
—¡Y si vuelven a secuestrar a mi esposito se las van a ver conmigo!
Me topé con mi tío durante el segundo día, cuando ya había vaciado las dos
botellas que siempre llevaba adentro de su maleta. Estaba sentado junto a la barda que
era límite entre el patio y el corredor, tenía la botella vacía entre sus manos.
—¿Qué haces, cabroncete?— me preguntó, mientras extendía su brazo como si
tratara de atrapar el aire.
—Nada, tío— le respondí. Me acerqué a él y le tomé la mano. Lo hice para que no
se sintiera solo. Cuando veía a mi tío, algo me apretaba el corazón. Siempre vestía un
saco arrugado, y su pantalón tenía más remiendos que estrellas tiene el cielo.
—¿Qué haces?— repitió.
—Nada, tío— volví a contestar. Alzó su cabeza, trató de enfocarme y, con la
mirada como de mar embravecido, dijo:
—Yo bebo porque Dios me puso en este camino, sólo le pido que me lo
pavimente— y rió, y rió tan fuerte y tan a gusto que se hizo para atrás y cayó de la silla y
quebró la botella y el tufo del ron impregnó todo el corredor y el aire que jugaba por
ahí.
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—No, ¿cómo crees?— dijo mi mamá cuando le pregunté si era cierto lo que había
dicho mi tío.
—Se ha dado el caso— dijo mi papá, que había interrumpido su lectura y
escuchaba nuestra plática—. Una vez leí en el Excélsior que un borracho dejó de beber
para siempre el día que vio físicamente a Dios en el fondo de una botella—. Yo me
quedé como un pilar de la casa y, después de varios minutos, minutos en que mi papá
siguió su lectura y mi mamá su bordado, salí de la sala sin que ambos lo notaran. En mi
cuarto prendí la lámpara del buró, saqué mi diario y escribí: “Dios está en todas partes
y, también, en el fondo de las botellas. Está en el fondo de la botella del orange crush
que tomo a diario y está, sobre todo, en la botella de ron que toma el tío Eutiquio”.
Cuando guardé mi diario ya sabía que mi destino me llevaría a buscar huellas en los
fondos de botellas. Le pedí entonces que me pavimentara el camino y así fue como
llegué a la cantina de Barra Oxidada.
IV
Mi papá Ausencio no fue siempre lector de periódicos. Tuvo otros oficios. Después de
estudiar medicina se dedicó a leer periódicos. Yo creo que leía tanto sólo por encontrar
la palabra que nunca encontró de niño.
Sucede que una vez fue a casa del limosnero del templo de Santo Domingo. El
limosnero era un inválido en silla de ruedas. Ausencio niño tuvo curiosidad por ver
cómo le hacía Milito “el impedido” para llegar a su casa. A las tres de la tarde Milito
movió la silla dándole vuelta a las ruedas con sus manos. En la esquina lo esperaba un
muchacho con tatuajes en ambos brazos. El tatuado empujó la silla por las calles.
Ausencio los siguió y se escondió detrás de un poste al ver que Milito entraba a una
casa del barrio de La Pila. Cuando el muchacho salió de la casa, Ausencio se acercó y
hurgó a través de la ventana. Vio una mesa vacía y unas paredes escarapeladas. Iba a
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retirarse cuando oyó el ruido de una puerta y sintió que alguien lo tomó de la camisa y
lo metió.
—¿Qué buscás acá, muchachito de porra?—. Era el limosnero.
—Nada, señor, nada.
Ausencio vio que la silla de ruedas estaba escondida detrás de un cancel de
madera.
—¡Ah, sí, vos buscás algo!
—No, señor, le juro que no.
—¡Sí, vos, como todo el mundo, buscás tu palabra! ¡Vení, sentate acá!
Ausencio se sentó en la única silla que había alrededor de la mesa. Milito entró
en un cuarto y salió cargando una caja que puso sobre la mesa.
—Tenés suerte. Es día de luna madura, es buena señal— dijo Milito. Tomó la caja
con ambas manos y la vació sobre la mesa. Cada ficha tenía escrita por uno de sus lados
una palabra. El limosnero le explicó al niño que todo hombre debe tener una palabra que
lo acompañe por siempre, como si fuera una palabra nahual. Se sabe que el nahual es el
acompañante permanente, el que acompaña al hombre cuando tiene que cruzar por
valles que están sumergidos en la oscuridad. Milito le confesó a mi papá que su palabra
era impedido, esta palabra lo había acompañado toda su vida y no le había impedido
alcanzar ninguno de sus sueños. Todos sus deseos se habían cumplido. Con las limosnas
había pagado los estudios de todos sus hijos.
—¡Ora!, hacé la torre más alta que podás hacer.
El limosnero se metió al cuarto. De cuando en cuando le preguntaba a mi papá:
“¿Ya está?”. Cuando mi papá logró hacer una torre inmensa con todas las fichas, Milito
salió. Puso sus manos sobre la mesa, se agachó hasta que su boca quedó al nivel del
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tablero y comenzó a soplar lentamente. La torre comenzó a ladearse. Ausencio esperaba
el momento en que la torre se derrumbara.
V
¿Ya mencioné que desde aquella tarde del mensaje las palabras tomaron otra
dimensión? Fue como si estuvieran metidas adentro de un frasco y brillaran como
luciérnagas. Me sentaba al lado de mi abuela y le pedía que rezara, pero que rezara muy
quedito. Cada palabra que pronunciaba me llevaba a otras palabras. Por ejemplo si ella
decía: el pan nuestro...yo veía cómo el pan jalaba al trigo, a la mesa, al mantel, al color
blanco, a la luz, al espíritu y así hasta que mi mamá me llamaba para cenar.
Cuando llegué a Barra Oxidada, me paré frente al mar y Azucena pronunció la
palabra mar, sonó muy distinto a lo que yo pronunciaba en mi casa. En Barra Oxidada,
la palabra mar tenía arena, llevaba delfines enredados en su cabellera de espuma, olía a
sal y viento. Cada vez que Azucena decía mar la palabra se hamaqueaba sobre las
palmeras.
Desde entonces la palabra se despojó de su vestimenta física habitual y adoptó la
esencia de su espíritu; era como si la gente, en lugar de decir simples palabras,
expulsara pájaros o nubes. Entendí que la palabra era uno de los huecos que empleaba
Dios para hacerse invisible.
En las noches, después de trapear el salón y voltear las sillas sobre las mesas
metálicas con anuncios de Superior, me acordaba de mi abuela y rezaba. Cada palabra
era como una semilla que se abría paso en la tierra y se convertía en mata de chayote.
La palabra repetida sin conciencia en la nave del templo de mi pueblo tomaba el brillo
de campana cuando la decía en ese galerón de láminas de zinc y vigas de madera. Cada
noche me repetía: Dios está en todas partes: al lado de las vigas que consumen las
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polillas; junto al hielo que se derrite lentamente adentro de la hielera, y, también, en la
jerga que, sobre el tendedero, recibe el viento del mar.
Un día se me reveló que la palabra no sólo era plegaria, sino también canción. El
aliento no sólo estaba en la palabra de los oratorios sino, también, en las plazas, en los
parques, en los salones de billar y en los hornos donde las mujeres metían el pan. En el
mercado, en medio de kilos de cebolla, ensartas de chorizos, atados de ajo y de cecina,
apareció la palabra. Las lenguas de los hombres, mujeres y niños que estaban enfrente o
detrás de los mostradores entonaban su oración:
“...un barco cargado de frutas chicozapote papaya sandía lima que lima el limador
sacando brillo a la cara del sol cachetote de pozol de un pedo te tumbo de dos te
levanto pelón pelonete cabeza de cuete la jícara alimenta la jícara revienta a la víbora
víbora de la mar de la mar un barco cargado de flores margaritas claveles
hueledenoche te dejo mi chulobonete quince dieciséis los niños corren tras un barco
cargado de Torres de David ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora que
no le digan que no le cuenten aceite de víbora para el empacho aceite de achiote para
el rubor aceite de lima para la niña niña sandía piña sandía sandía alcanfor María
Madre de Dios imploramos tu protección...”
Cuando regresé del mercado, don Artemio se desamarró el mandil y comprobó
que faltaban dos cosas de la lista: perejil y chiles habaneros. Don Artemio descolgó el
fuete, pero Azucena se acercó y le dijo que iría al centro para enviar dinero a su mamá
y, de carrerita, pasaría al mercado a comprar lo que yo había olvidado. Don Artemio
colgó el fuete sobre el clavo y extendió la mano para que yo le entregara el dinero
sobrante. En la puerta alcancé a Azucena y le conté lo que me había pasado.
—Por andar en el sueño la oscuridad te roba el día— me dijo y se fue.
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Esa noche, a la hora de meterme a la cama, puse las manos detrás de mi nuca, vi
el cielo de zinc y escuché de nuevo el rezo del mercado. Las palabras zumbaban adentro
de mi cabeza como si fueran abejas adentro de un panal:
“...será melón será sandía será el río del otro día el agua que corre que juega que
vuela píntese de rojo el ojo píntese de café la ceja píntese de azul la sorpresa sor
María de la Cueva que llueva que llueva el flamboyán el corazón la vena qué pena
qué pena la vieja del otro día día tras tras tras tras las gotas caen las hojas caen
campanita de oro déjenme pasar tan tan tin tin tan tan una mexicana que palabras
vendía ciruela chabacano melón o sandía la palabra del otro día día día tras tras y
como vieron que resistía fueron a llamar al viento mil nubes de viento se
columpiaban en el aire del ciervo tras tras el cielo tras tras el viento tras tras el que
pinta su raya tras tras el que pinta los huecos y baches del alma del ala a la víbora
víbora víbora de la mar de la espuma de la concha y del coral a la víbora víbora
víbora de mal del espíritu del alma y del comal las mañanitas que cantaba el rey de
aquí en el nombre del cielo pidiendo posada pidiendo caca caca cacahuate de a
montón...”
VI
Retorciéndome las manos le dije a mi papá lo que quería hacer. Tiró el periódico, me
jaló y dijo:
—No eres tú el primer caso. Una vez leí en El Universal una locura semejante.
Me dejó en la sala, llamó a mi mamá y ambos se encerraron en su recámara. No
sirvió de nada la súplica de mi mamá. Mi papá abrió la puerta y puso punto final a la
discusión:
—¡Digo que así será, y así será!
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Me aventó una maleta y me dijo que guardara mi ropa. Esa misma noche
subimos al viejo datsun y enfilamos rumbo a la carretera. Me dormí en el momento en
que las estrellas sustituyeron a las luces del pueblo.
Muchos años después, mi papá llegó a la biblioteca en donde trabajaba y pidió
hablar conmigo. Encontré a don Ausencio en la oficina del Director. Llevaba el
periódico doblado debajo del sobaco. Algo en su cara me advirtió que estaba contento
de verme, me abrazó y, sin disminuir la presión y olvidándose de la presencia del
Director, me dijo al oído:
—Aquella noche algo que estaba muy por encima de mí hizo que yo te llevara a
Barra Oxidada—. Lo abracé más fuerte y le dije que le agradecía todo. —Tu mamá dejó
de hablarme por mucho tiempo— siguió, con menos fuerza, pero sin dejar de
abrazarme—, hasta que una tarde me tapó los pies con una cobija y me contó que el
padre Alfonso había dicho en misa que estábamos en gracia de Dios por ser los papás de
un Buscador.
Después de ese día ya no volví a ver a don Ausencio, tal vez por eso guardo con
mucho cariño la última imagen. Lo acompañé a la salida de la biblioteca, cruzamos el
atrio y yo me quedé en las gradas, él caminó hacia la parada del autobús y subió al
urbano. Lo vi caminar por el pasillo del camión, sentarse en la parte posterior, abrir la
ventanilla y sacar la mano derecha con el pulgar hacia arriba. Lo oí gritar: “¡Dios está
en todas partes, hijo, en todas partes!”. Abrió el periódico y comenzó a leer. Sonreí y
pensé que le había faltado decir: “Lo leí en El Universal”.
VII
Don Artemio, el dueño de la cantina “La sin par”, atendió en un tiempo la casa de
huéspedes, en donde mi papá fue abonado en sus años de estudiante. Al parecer don
Artemio tuvo una decepción amorosa, vendió todo y se fue a Barra Oxidada, rogando
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que el mundo se olvidara de él y él olvidara a la mujer que, según el decir de mi papá,
había sido todo su mundo.
Cuando le dije a mi papá que quería dejar la escuela para trabajar en una cantina,
don Ausencio pensó que podía matar dos pájaros de una sola pedrada: la menguada
pensión alcanzaría para más y, tal vez, podría acrecentarla. No lo pensó dos veces. Me
vendería con el viejo Artemio.
Cuando bajamos del datsun mi papá me dejó afuera, mientras él llegaba a un
acuerdo con el dueño de la cantina. Habíamos llegado justo al amanecer. Desde el
pórtico del local vi la salida del sol. Pasaron unas gaviotas que pintaron una línea de gis
en el cielo. Todo era muy tranquilo. En esas estaba cuando sentí una mano en mi
hombro, pensé que era mi papá, pero cuando volteé vi que era Azucena. Claro, en ese
momento no sabía que se llamaba así. Azucena, igual que don Artemio, había llegado a
Barra Oxidada tratando de resanar algún hueco de su alma. Ella, mujer de pocas
palabras, tendría alrededor de cuarenta y dos años cuando yo llegué a Barra. Sólo tenía
dos vestidos floreados que eran como batones que le cubrían todo el cuerpo. Un día la
rutina de la cantina se le pegó como Agua mala y le embarró el virus de la nostalgia, por
lo que dejó el mandil y la charola sobre la barra de la cantina, y se inventó otra rutina:
dedicó su vida a ver el mar. En la madrugada sacaba una silla, se sentaba y veía el mar.
Antes de entrar al local los bebedores la encontraban en el pórtico y platicaban un rato
con ella. A las seis de la tarde guardaba la silla y se acostaba en el camastro que estaba
en el fondo del local. Sólo un día al mes interrumpía esa otra rutina, era el día en que iba
al pueblo a hacer un depósito de dinero para su mamá. La mañana que llegué a Barra me
había puesto la mano sobre el hombro porque yo estaba parado en el lugar donde ella
ponía su silla. Me quité de ahí y ella hizo su ritual, se sentó y dijo: “¡El mar, el mar!”.
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Muchos años después recordaría a Azucena como si no fuera más que una gaviota
parada sobre un tronco mirando el mar.
VIII
En “La sin par” buscaba con denuedo. Cuando un cliente alzaba el dedo y lo giraba
como si estuviera jugando la reata yo servía otra ronda de cervezas y buscaba la huella
en el fondo de los envases vacíos. ¡Nunca encontré algo! Nunca encontré la imagen que
había visto aquel borracho del periódico de mi papá, ni tampoco encontré el camino
empedrado de mi tío Eutiquio. Por eso, mi primera conclusión fue lo que escribí en mi
diario: “14 de junio. Dios está en todas partes, pero sólo se muestra a unos en unas
partes y a los otros en otras partes”. ¡Eso era! Mi oficio consistía en descubrir el lugar y
el momento en que se me presentaría a plenitud. ¿En dónde encontraría don Ausencio
su huella? ¿En dónde Azucena, en dónde doña Deifilia, en dónde los bebedores alegres
y nostálgicos que llenaban “La sin par” de tarde en tarde?
Cuando buscaba en el fondo de las botellas vacías me sentía como un
investigador frente a un microscopio, y, a mi manera, eso era: ¡un investigador!
Una vez estuve a punto de torcer el camino y volverme una especie de santón, de
curandero milagroso, pero no lo permití. El cambio estuvo a punto de darse a partir del
suceso de la tarde del dieciocho de agosto, suceso que don Artemio bautizó como “La
desgracia”. Ese día la actividad era normal, yo iba y venía con la charola llena de
cervezas frías y con la botana de camarón, de pescado en escabeche y de ostiones en su
concha; algunos clientes mostraban su contento golpeando los tableros metálicos; otros
clientes se abrazaban y se decían cosas al oído; otros más se paraban, metían unas
monedas en la rocola y ponían sus brazos en escuadra e imaginaban bailar con la mujer
amada. ¡Todo normal! Hasta que una nube oscura apareció en la mesa del fondo y que
era la mesa destinada para los que jugaban “carbonazo”. Este juego consistía en que
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cada uno de los dos jugadores sacaba dos cartas de un mazo de naipes y sumaba el valor
de las cartas; quien perdía tomaba una copa llena de tequila, mientras que el ganador
debía prender un cerillo y apagarlo en la yema de sus dedos. Era un juego perverso
porque no se sabía bien a bien qué ganaba el ganador y qué perdía el perdedor, las más
de las veces ambos jugadores terminaban borrachos y con las manos completamente
quemadas. Ese día, uno de los jugadores, el que tenía una cicatriz que parecía un gusano
prendido en su mejilla, cambió el castigo -nunca se supo si por equivocación o por dolo-
: en lugar de tomar el tequila prendió un cerillo y lo apagó en la palma de su mano. El
otro se levantó, con una mano retiró la mesa estrellándola sobre la pared, y con la otra
mano sacó un cuchillo. El otro jugador quedó sentado con la punta del cuchillo frente a
su cara. Los demás bebedores se replegaron a la pared más cercana e hicieron silencio.
Era ley que en un pleito nadie debía meterse. Don Artemio dejó de cortar cebolla, se
limpió las manos con el mandil y apoyó sus codos sobre la barra. Esperaría el desenlace.
Nunca pasaba de dos o tres amagues y de tres o cuatro cortadas, de hecho el gusano que
caminaba en la mejilla de “El cara podrida” era recuerdo de una riña pasada. Mas,
cuando el de la cicatriz se paró y se llevó la mano derecha a la espalda y sacó una
pistola, todo mundo de “La sin par” supo que esa vez el final sería diferente. Ninguno
de los dos jugadores dijo una sola palabra en todo el duelo, parecía que el silencio era
una piedra más pesada. Yo, que no perdía detalle, pensé que también en el silencio
estaba Dios y sentí cómo aleteaba en medio de esa tensión. Uno de los rivales, con las
piernas entreabiertas y los brazos como si fueran tenazas de cangrejo, se pasaba el
cuchillo de una mano a otra, mientras el segundo rival mantenía firme la pistola. Todos
mis sentidos estaban puestos en descubrir algún hueco divino, descubrir si en alguno de
esos objetos se manifestaba. Conocía las pistolas porque siendo más niño había jugado a
los vaqueros, o porque las había visto en alguna serie de televisión, pero jamás había
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visto una de verdad. Como Dios está en todas partes, supe que estaba en el cañón de
aquella pistola, en el filo del cuchillo y, también, en el gusano que ahora estaba húmedo
por tanto sudor que tenía la cara del jugador. ¿Estaba Dios en la mirada de ambos? ¿En
ese fuego abrasador que vomitaban? En donde sí estuvo Dios esa tarde fue en el abrazo
que me dio Azucena y que fue como una ola que me arrastró hasta debajo del camastro.
Ahí escuché el balazo, los gritos, las carreras y los tropezones de los bebedores que
alcanzaban la puerta; ahí escuché, ¡al fin!, el renacer de las palabras. “¡Está muerto!”,
dijo uno. “¡Pélate!”, dijo otro, y oí la carrera y, de nuevo, el silencio. Poco a poco
asomaron los sonidos escondidos: pasos, el arrastre de un cuerpo y un portazo. Luego el
motor de un camión y, de nuevo, la piedra pesada del silencio. Azucena estaba repegada
a un extremo de la cama, yo estaba debajo de la cama, y sus manos cubrían mis manos.
Nuestros corazones eran como oleajes en tarde de tormenta.
Cuando salimos del escondite, subí a la cama y me asomé por encima de la pila
de cajas. No había alguien, la mesa del fondo estaba patas para arriba y sólo un rastro de
sangre que se perdía en la puerta delataba que esa tarde un hombre había muerto. Dios
es quien da la vida y la sangre es el río de la vida, ¿estaba Dios en ese charco de sangre
que ya comenzaba a secarse?
“La desgracia” cambió muchas vidas: la de don Artemio, la de Azucena, la de
“La sin par”, la mía, y, ya no se diga, la de “El cara podrida”. Esa noche anoté en mi
diario: “Dios está presente en lo que cambia y en lo que no cambia”.
Don Artemio contó que fue apenas un parpadeo, “El cara podrida” vio hacia la
ventana y su rival aprovechó. Le hundió el cuchillo en medio del pecho. Fue una
cuchillada tan fuerte que el cuerpo de “El cara podrida” quedó colgado. El rival tuvo
que empujarlo para que se desprendiera el cuchillo. El disparo salió cuando “El cara
podrida” caía hacia atrás, ya moribundo.
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IX
Con el cierre definitivo de “La sin par”, a don Artemio no le quedó más que sacar una
silla y ponerla al lado de la de Azucena. Hasta ahí llevaba la bolsa de frijoles para
separar los buenos de los que tenían gorgojos; luego entraba al local y preparaba la
comida.
Después de trapear el salón y limpiar las mesas, yo también sacaba una silla y la
colocaba en el pórtico. La colocaba formando un ángulo recto, así, mientras ellos veían
el mar, yo los veía a ellos. El mar los embrujaba porque permanecían horas y horas en
silencio. La lejanía hacía el prodigio, porque en lo que la mirada iba hasta el horizonte y
regresaba ya la tarde se había consumido. Es lo bueno de dejar correr la mirada sobre
esas sábanas inmensas que no tienen pliegues de montañas.
Una tarde, muchos meses después de “la desgracia”, descubrí que la mirada de
don Artemio no estaba perdida en el mar, sino en el oleaje desordenado de la cabellera
de Azucena; otra tarde, fueron los ojos de Azucena los que tropezaron sobre las manos
de don Artemio. Por eso fue natural que otra tarde ambas miradas se enredaran. Esa
tarde fue como si Dios, después de años de jugar a las escondidas con ellos, decidiera
manifestárseles, y, como sucede con las gotas de lluvia, había sido al mismo tiempo y
en el mismo espacio. Desde ese instante sus miradas tomaron un brillo como de ánfora
griega. Don Artemio sacaba y metía las dos sillas, y Azucena ponía los frijoles sobre su
regazo y separaba los buenos de los malos y era ella, ¡ella!, quien los cocinaba.
Una mañana, don Artemio subió a la camioneta, se despidió con la mano afuera
de la ventanilla y dijo que iba al centro. Apoyados en el barandal del pórtico vimos a la
camioneta perderse en medio de una nube de polvo. Cuando la nube desapareció
dejamos de ver el camino, Azucena me pasó el brazo por el hombro y caminamos por la
playa, como si fuéramos dos muchachos. Yo tenía diecinueve años y ella era once años
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más grande que cuando la conocí. El agua del mar y la arena húmeda se confundió en
nuestros pies. Ella, como creo que ya dije, era mujer de pocas palabras, pero esa mañana
me confió varios secretos. Cuando llegamos a la palapa, se recargó sobre un tronco y,
con la mirada perdida en el vuelo de una gaviota, dijo:
—La vela que trajiste ya prendió también mi cera. Gracias.
Se puso de rodillas y me besó las manos. Yo no la evité. Dejé que su árbol tirara
todas las hojas secas. Cuando dejó de llorar, alzó su cara y repitió su agradecimiento.
Me hinqué frente a ella y con mis manos limpié su cara hasta que ésta asumió la gracia
del viento. Nos sentamos sobre la arena y ahí nos quedamos recordando los años
anteriores, recordando mi timidez e impetuosidad del primer día. Cuando en la playa mi
papá subió al carro y yo quedé como hoyo de cangrejo a media playa, Azucena no dejó
que me atrapara la nostalgia, me metió al salón y me colocó en el centro: vi las mesas y
sillas rodeadas de penumbra, los dos ventanales que dejaban pasar la luz y el aire, la
hielera llena de agua con aserrín, la rocola y el mingitorio que era un canal de cemento
lleno con mitades de limones exprimidos. Esa mañana sentí -y desde entonces no me ha
abandonado- el vaho con sabor a sal, culebra que cambia la piel del cuerpo del hombre
y la convierte en trapo húmedo que envuelve los huesos. Don Artemio me llevó al
fondo, ahí, detrás de una pila de cajas con botellas vacías, estaba un camastro recién
tendido con una sábana floreada.
—Acá vas a dormir, ¿está bien? Es la cama de la señorita Azucena, ¿ya la
conociste? Ya buscarán cómo acomodarse, ¿está bien? ¿Cómo dices que te llamas,
indizuelo?
Sentí que el alud de sus palabras me enviaba al fondo de un pozo. ¿Cuál de todas
sus preguntas debía responder? Dejé mi maleta en el suelo y, después de varios
segundos, dije:
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—Me llamo Jesús, y soy un Buscador de Dios.
Fue entonces don Artemio quien cayó al pozo, y me vio como si yo fuera un
reloj de arena descompuesto (¿Nunca han pensado qué pasa con el tiempo cuando
alguien olvida darle vuelta al reloj de arena?). Pero, el desconcierto inicial no duró, a los
dos segundos don Artemio soltó una carcajada que fue como si tuviera guajolotes
adentro de su panza.
—¡Tenía razón tu papá! Como dijeran los argentinos: “Sos todo un caso”. Bueno,
¡a trabajar! Acomoda las mesas y trapea el piso, ¿está bien?
Desde esa noche, Azucena me hizo un huequito en su cama y me atendió como
si yo fuera su hijo; yo, por mi parte, siempre la vi como la flor blanca que ofrecen los
devotos en los altares.
Cuando abandonamos la palapa y volvimos al local, encontramos a don Artemio
acostado sobre una cama nueva. Había colocado la cama justo en el centro del salón
para que fuera lo primero que viera Azucena nomás entrara. Cuando la vio, Azucena se
acercó y pasó su mano sobre cada una de las molduras doradas de la cabecera y, por
último, con cierta timidez, se sentó sobre el colchón.
—¡Esta es tu nueva cama! ¿Está bien?— le preguntó don Artemio, al tiempo que
se sentaba a su lado.
Desde entonces, siempre que pienso en ellos, los veo así: sentados uno junto al
otro, ya viendo el mar, ya viendo los fantasmas del salón, o viendo los sueños que pasan
por la ventana.
—¡Ora, Chucho, muévete!— me dijo y cargamos la cama nueva hasta llevarla al
lado de la suya. Sacó una regla y, entre cama y cama, dejó el espacio justo para que la
regla cupiera. —¿Así está bien?—, le preguntó a Azucena y cuando ella dijo que sí, don
Artemio se limpió la frente con su paliacate, metió una moneda en la rocola, puso en
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escuadra el brazo izquierdo e invitó a bailar a Azucena. Los timbales, el piano y las
trompetas de la Sonora Santanera se apoderaron de sus cuerpos. Bailaron de un extremo
a otro del salón y terminaron exhaustos, como despojos de naufragio.
X
Comencé a llevar lo que llamé Inventario Divino. Adentro de cajas y sobres conservé
muchos objetos. Debo acá decir que un día anoté en mi diario: “Dios es un Todo”, por
lo que guardar muestras de Dios en empaques individuales me planteaba un enigma
que, a veces, me mantenía despierto toda la noche. Guardé en sobres granos de arena,
estrellas de mar, corcholatas, granos de sal (que se evaporaron), patas de cucaracha y
cientos de cosas más.
¿Ya hablé de Verónica? ¿No? Verónica fue mi amuleto de buena suerte al
momento de abandonar para siempre Barra Oxidada. Ella, al principio, se fascinó con
mi inventario. Claro, pensó que era una simple colección de objetos. La primera noche
que subió a mi departamento en Puebla y vio los estantes de la sala llenos de cajas y
sobres, abrió los brazos y se dejó caer sobre el sofá:
—¡Esta es una colección de pelos!— dijo, luego se paró y leyó las etiquetas. —
¿Puedo?— preguntó y sin esperar respuesta abrió sobres y paquetes hasta que sació su
curiosidad.
Para ese tiempo yo había dividido el Inventario Divino en: cosas naturales,
artificiales, y sobrenaturales. En este último apartado tenía, por ejemplo, una cinta con
la voz del fantasma que se aparecía en la casa de doña Pachita; tenía, además, una
botella que conservaba el vaho que expiró un anciano minutos antes de su muerte. En la
sala tenía las cosas naturales, y en mi recámara guardaba las sobrenaturales y
artificiales. Esa noche Verónica sólo vio hojas, insectos y piedras.
20
—¿Qué tienes escondido acá?— preguntó Verónica y acercó la caja a su oído y la
movió con ambas manos.
Esa caja contenía uñas y cabellos humanos.
No esperó a que yo respondiera, dejó la caja en su lugar y caminó hasta el
balcón. En el trayecto levantó su copa de vino.
—¡Chale! Está de pelos tu universo. ¿Qué tal si te ayudo a completar la
colección?
Lo dijo sin verme, su mirada estaba perdida en el edificio de enfrente. Ella aún
no sabía que mi inventario no era una simple colección; y yo aún no sabía que una
noche, mucho tiempo después, ella llevaría una foto en donde un niño tirado en una
calle de París me pediría auxilio.
Tomé mi copa y fui hasta el balcón. La noche era fresca. Verónica vio hacia
abajo (mi departamento estaba en el tercer piso) y dijo:
—¡Hijos, da mareos! ¿Nunca has soñado que estás en un lugar altísimo y de
pronto, empiezas a caer y caer y caer y no paras. Menos mal que siempre cuando están
más horribles los sueños, suena el despertador.
Verónica me vio, tal vez porque yo no decía nada. Vi en sus ojos la misma luz
que había visto en los ojos de Azucena cuando don Artemio la invitó a bailar. La luz
que tenía Verónica era apenas como brillo de faro muy lejano, pero ya era un buen
principio.
—Sí, Verónica, está bien—, le dije y puse mi mano sobre la de ella que estaba
sobre el barandal.
—¿Qué cosa es lo que está bien, güey?— preguntó ella y reímos.
—Perdón, digo que sí me gustaría que me ayudaras a completar “la colección”.
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Ella se soltó de mi mano, corrió hacia la mesa de centro, abrió su bolso y me
mostró desde ahí la pluma de un pájaro.
—Es mi primera contribución— dijo —. ¡Es la pluma de un colibrí! Luego te
platico cómo la conseguí. ¡Bárbaro, es tardísimo! Me mata doña Kena, me mata —.
Abrió la puerta y dijo “chao”. Yo fui hasta la mesa de centro, tomé la pluma de colibrí y
la metí en un sobre y anoté: “Primera contribución de Verónica”.
XI
En el Inventario Divino reuní palabras. Las escribía en papeles sueltos y estos los
guardaba en una caja que le había robado a mi mamá. Ella la empleaba para guardar sus
hilos y agujas. Comencé a anotarlas porque eran palabras que nunca había oído. La
primera vez que oí una palabra que jamás se había pronunciado en los corredores de mi
casa fue una vez que un bebedor giró el dedo y yo corrí a preparar la siguiente ronda.
Metí la mano en la hielera y saqué dos botellas. Tenía dos días que Juan no llegaba con
el hielo. Destapé las botellas, las coloqué en la charola y fui hasta la mesa en donde
estaban los dos bebedores. Uno de ellos tenía anillos en cada uno de los dedos de sus
manos. Cambié las botellas vacías por las llenas y me retiré, estaba ya por donde la
rocola cuando oí que el bebedor gritó:
—¡Me cago en la verga! Estas cervezas están como chascas: ¡todas tibias!
Su compañero rió y le dijo que más tibia estaba su hermana y que bien que se la
llevaban al río. Esto último lo oí a medias porque estaba impresionado con la palabra
que había dicho el de los anillos. Era una palabra que sonaba como un latigazo. Corté un
pedazo de la nota en donde llevaba la cuenta de la mesa, y escribí la palabra:
¡CHASCAS! Era un latigazo.
El día que abandoné Barra Oxidada, Azucena abrió un veliz que conservaba
debajo del camastro, sacó un libro que olía a viejo y me lo dio, ¡era un diccionario! Ya
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en el departamento quemé muchos papeles del inventario, porque tenían palabras que ya
estaban incluidas en el diccionario.
Recuerdo mi emoción cuando un bebedor, acompañado con un puñetazo sobre la
mesa, soltó la palabra ELÍXIR. Había dicho que el tequila era eso. La palabra tintineó
en mis oídos y en mi corazón. Un día descubrí que esa palabra estaba en el diccionario,
así que tomé el papel y lo quemé. Tener las mismas palabras en el diccionario y en el
Inventario era como tener un álbum con figuritas repetidas.
La primera vez que encontré una palabra repetida (la palabra era ALBA y ésta se
la había oído a un viejo pescador) cogí el papel, lo arrugué y lo tiré al cesto, pero me
arrepentí al ver el papel arrugado. Arrugar la palabra había sido como enjaular un
pájaro. Fui hasta el cesto y levanté el papel, lo puse en mi escritorio y lo alisé con mis
manos. Esa noche anoté en mi diario algunas ideas en las que luego debía reflexionar:
“La palabra hablada tiene más aliento que la palabra escrita. La palabra escrita es un
cadáver que resucita hasta que alguien abre el libro.”.
Decidí que debía eliminar los papeles con un ritual: en el centro de una cubeta
llena de agua colocaba el papel sobre una tabla empapada en alcohol, pronunciaba la
palabra y le prendía fuego. Pensaba que así la palabra consumida abría un espacio para
la llegada de otra palabra, tal vez una tan brillante como ¡CHASCAS!
XII
—¡Ora Chucho! ¿Qué hiciste?— me dijo don Artemio. Yo estaba hincado frente al
camastro y él estaba del otro lado de la pila de cajas. Volví a oír su voz por encima de la
pila: “Afuera te espera una señora. Apúrate, no la hagas esperar, ¿está bien?”.
Dejé el martillo sobre el camastro, guardé los clavos y salí a ver quién me
buscaba.
23
Era una mujer joven pero parecía mayor porque de su cuello y brazos le salían
unos rollos de grasa que rebasaban el vestido. Cuando me vio trató de subir los tres
escalones del pórtico, pero se arrepintió y me dijo:
—Si me hicieras la caridad, mejor bajá vos.
Al bajar vi que era chaparrita, tal vez por eso su gordura era más notoria.
—¿Cuánto cobrás por milagro?— dijo, sacó un pañuelo y se limpió la cara.
Me contó que todo el mundo del pueblo decía que era un milagro que Azucena
fuera pareja de don Artemio y que yo era quien había hecho “el milagrito”.
—¡Tenés la misma mirada de los santos!— dijo y repitió: “¿Cuánto cobrás por
milagro?”. Le calculé unos veinticuatro años. Según su dicho jamás se le había acercado
un hombre. Se llamaba Marina. Trabajaba en el taller de su mamá haciendo artesanías
con la cáscara del coco. Yo quise explicarle que no había hecho algo en el caso de
Azucena, pero ella, con mucho trabajo, metió la mano entre sus pechos y sacó un
pañuelo que desanudó para dejar ante mi vista un fajo de billetes.
—¿Alcanza?— dijo.
¡Vaya que alcanzaba! Me alcanzó para el boleto de ida, para cuatro noches de
hotel y para dar el depósito y dos meses adelantados del departamento que alquilé en la
ciudad.
La tomé del brazo (más bien la abracé hasta donde alcancé) y la ayudé a subir
los tres escalones. Entré al salón y saqué una silla que recargué sobre la pared. Le
ordené que se sentara.
—Cierra los ojos, Marina, y no los abras hasta que te diga—. Cerró los ojos y yo,
caminando de puntillas, entré al salón para terminar de clavar la pata del camastro.
Después de dos horas la encontré con los ojos pegados de tanto sudor.
24
—Abre los ojos, Marina, y no veas otra cosa que el mar, sólo el mar—. Cuando
abrió los ojos fue como si saliera de un cuarto oscuro. Poco a poco abandonó la niebla.
Cuando la luz volvió a su mirada, entré al salón y trapeé el piso.
Después de un tiempo, un largo tiempo, oí que Juan llegaba en su triciclo y
bajaba el bloque de hielo. Dejé el trapeador sobre una silla y busqué las monedas para el
pago. Oí que alguien hablaba y recordé a Marina. Desde la puerta oí que Juan decía:
—¿Y usted, doñita, es de por acá?
Marina no dijo algo. Miraba el mar.
—Digo, pregunto porque nunca la había visto y yo vengo seguido por acá.
El mar ya había entrado en los ojos y en la piel de Marina.
—A mí me dicen “paletas”, pero me llamo Juan y estoy para servir a Dios y a
usted, doñita. Lo que más me gusta es ir al cine por las tardes. ¿A usted no le gusta el
cine?
Abrí la puerta y salí.
—Idiay, Chucho, ¿cómo estás? Yo acá platicando con la doñita, le andaba
diciendo que a mí me gusta el cine.
—A todo el mundo le gusta el cine—, le dije a Juan mientras vi que Marina
continuaba mirando el mar, como fiel navegante.
—Caray, eso quiere decir que también a la doñita le gusta el cine. ¡Quién iba a
decir que ella y yo tenemos los mismos gustos!— dijo Juan y cerró un ojo buscando mi
complicidad. Yo pensé que Juan era, en ese momento, la forma en que Dios se
manifestaba. Yo tomé el pañuelo con dinero que Marina tenía en su regazo y le ordené:
—Cierra los ojos, Marina, y escucha la voz de Juan, sólo su voz.
25
Ella cerró los ojos, yo jalé a Juan y le dije al oído que si le había gustado Marina
ese era el momento de enamorarla. En voz baja, Juan me dijo gracias, y comenzó a
decirle a Marina que las películas que más le gustaban eran las de blanco y negro.
Entré al salón y no volví a salir, para no interrumpir la plática de Marina y Juan.
XIII
—No, bebé, ¡no! Eso es muy loco— dijo Verónica y escondió la cara entre sus
manos.
Esa tarde cumplíamos diez meses de ser novios. Tomábamos un café en la
terraza del local de costumbre.
Verónica, hasta ese momento, había agregado varios elementos al Inventario
Divino. Aún creía que era una simple colección. Parecía tener una idea fija con las
plumas. Después de la pluma de colibrí, había llevado al departamento una de pavo real,
otra de codorniz y una más de urraca. Una mañana escondió las manos detrás de su
espalda y me dijo que adivinara, después de varios intentos fallidos, mostró las manos y
me entregó una pluma fuente que había comprado en un bazar de domingo. Era tal su
entusiasmo y entrega a mi entrega y entusiasmo que, como acto de complicidad, le
confesé el secreto esa tarde. Supo todo lo del inventario.
Después de varios segundos se destapó la cara y repitió: “Eso es muy loco”.
Como siempre que teníamos una discusión me pidió que no me moviera y se sentó en
otra mesa. Ahí prendió un marlboro, sacó su libreta de notas y escribió y escribió.
Regresó a la mesa, arrancó tres hojas y me las dio:
—Bebé, la otra noche te pedí me dieras chance para pensar en tu propuesta.
Bueno, pues ya le eché coco muchas noches y digo: ¡Sí, güey, sí, me quiero casar
contigo! Pero, espera, espera— dijo cuando me paré, la abracé y la besé—. Lee antes esta
26
nota. Te veo en el departamento a las ocho—. Pidió la cuenta y cuando la mesera llegó,
abrió su bolso y dijo: “Yo pago esta noche. Soy feliz. Me casaré, me casaré”. Pagó y
salió brincando.
—Felicidades— dijo la mesera —. ¿Quiere tomar algo para celebrar?
—Sí, por favor, tráigame un té de manzanilla.
—En seguida se lo traigo— dijo y se fue entre las mesas y me quedé con las hojas
en las manos. Las guardé en medio del libro que llevaba, las leería en el departamento.
Claro, antes que Verónica llegara. En el camino compré queso y vino para celebrar.
Subí al departamento y puse un disco de Neil Diamond -el que más nos gustaba
a los dos-. En la recámara abrí la gaveta del buró y saqué el anillo. La tarde que le pedí a
Verónica que se casara conmigo ella no aceptó el anillo, me dijo que estaba noventa y
nueve por ciento segura de su respuesta, pero me pidió que le diera unos días para que
estuviera segura al ciento por ciento, y remató: “Cuando yo le diga a un güey que sí, es
porque estaré segura que nadaré en su alberca por toda la vidurria”.
Busqué el sacacorcho y abrí la botella de vino. Me serví un poco. Salí al balcón.
La tarde era fresca. En el edificio de enfrente las dos mujeres veían televisión. A veces
ellas salían al balcón y me veían. Éramos conocidos, pero siempre estaba el vacío en
medio de nosotros. Entré. En la mesa de centro había dejado el libro. Saqué las hojas y
las leí. Al término tuve que inhalar fuerte. Yo, que siempre había estado tras su huella,
jamás le había pedido algo a Dios. Cerré los ojos y le pedí que iluminara mi camino.
Abrí los ojos, un rayo brilló a lo lejos, segundos después oí el trueno. Llovería.
XIV
Don Artemio me jaló. Había colocado dos sillas frente a frente. Ahí nos sentamos.
—A ver, Chucho, ahora sí quiero que me hables con la verdad en la mano. ¿Está
bien? ¡Qué hiciste!
27
—No sé qué quiere decir.
—Quiero decir que allá afuera te están esperando más de diez mujeres. ¿Qué les
hiciste?
—¿Yo? ¡Nada!
—No te hagas. No hay más Jesús que tú.
Volvió a jalarme del brazo y me llevó hasta el ventanal. Con una mano abrió
tantito la cortina y con la otra señaló: un grupo de mujeres permanecía junto a los
escalones. Todas veían hacia la puerta del salón.
—Nos están viendo— dije.
—Te están esperando. ¿Qué les hiciste? — dijo y me jaló de la camisa.
—Yo nada, don Artemio. Se lo juro.
—Pues bueno. ¡Sal y a ver qué te dicen! ¿Está bien?
—Sí, está bien—. Salí. Giré la cabeza y vi que don Artemio seguía espiando.
Las mujeres subieron al pórtico como si fueran gallinas en busca de maíz. Una
mujer de collares enrollados en el cuello se acercó y me dijo:
—Queremos que nos hagas el mismo milagro que le hiciste a la Marina. Acá está
el dinero—. Las demás mujeres movieron la cabeza en signo afirmativo. ¡Jamás había
visto tanto dinero junto! Llevé a la mujer al extremo del pórtico y le dije en voz baja.
—Mañana. A las seis de la mañana en punto vayan a la palapa de “el faro”,
siéntese en la arena y no hagan otra cosa más que ver el mar. Ahora pueden irse.
—Acá está el dinero— y me mostró el bulto de la tentación.
—Mañana— dije.
La mujer guardó el dinero en una bolsa y caminó hacia el grupo. Sus
compañeras la rodearon. Cada que la líder les decía algo, ellas volteaban a verme y
sonreían. Al final parecieron conformes, dijeron adiós y se fueron.
28
Entré al salón, busqué el bote debajo del camastro y saqué el dinero que Marina
me había dado. Caminé hasta la carretera y subí en el primer microbús que pasó. En el
centro fui a la terminal de foráneos y compré el boleto: asiento número nueve, hora:
19:30 de ese mismo día.
XV
Tocaron el timbre. Me limpié las manos y dejé el cuchillo con que cortaba la cebolla. Vi
por la mirilla. Era un mensajero con un paquete.
—¿Quién?— grité.
—Traigo un paquete para el señor Jesús Cancino.
Abrí. El muchacho me puso la bitácora y la pluma en la cara para que yo firmara
de recibido y me entregó el paquete. Puse la caja sobre la mesa de centro y con un
exacto corté la cinta adhesiva. Encontré dos pequeñas cajas de madera barnizada y una
nota. Mi tía Eufrosina me daba el pésame y, a la vez, informaba que en las cajas iban las
cenizas de mis papás. Mis papás habían muerto, junto con el tío Eutiquio, en un
accidente en la carretera de San Cristóbal a Tuxtla. El auto se incendió al caer al
precipicio. Los cuerpos quedaron calcinados, por lo que mi tía decidió incinerarlos. Una
caja tenía el nombre de doña Deifilia y la otra caja el nombre de don Ausencio. Al final
de la nota mi tía me confiaba su sospecha de que en la funeraria hubieran metido los
cuerpos al mismo tiempo por lo que pensaba que en las cajas venía revuelto el polvo de
los tres. La noticia de la muerte de mis papás no me dijo algo. Cuando subí al carro con
don Ausencio y dejamos a doña Deifilia limpiándose la cara con el chal tampoco había
sentido algo. Si ahora lloraba tal vez era porque había estado cortando cebolla. Ese
polvo olía a nada, fue preciso que le cayeran algunas gotas para que comenzara a
despedir el olor a tierra mojada. En ese polvo estaba, sin duda, la huella. Metí mis dedos
29
y vi cómo el polvo perdió su forma, era tan fácil cambiarla. Saqué los dedos y todo
volvió a quedar como en el principio. Así queda la vida después de la muerte. Fui al
escritorio y saqué tres sobres de la gaveta. Uno para mi mamá, otro para mi papá, y uno
más para el tío Eutiquio. Abrí la caja de mi mamá y tomé lo que cogieron mis dedos
índice y pulgar y puse un poco de ceniza en cada uno de los sobres. Cerré la caja de
nuevo y la metí en la bolsa de basura. Iba a colocar los sobres en el estante de las cosas
naturales cuando recordé la nota escrita por Verónica. ¿Tenía algún caso seguir
aumentando el Inventario Divino? Hice pedazos los tres sobres y los metí en el cesto
que estaba al lado de mi escritorio. Puse mi pie izquierdo adentro del cesto y aplasté la
basura. ¿También el Inventario era polvo y en polvo debía convertirse? Una nube de
frustración pareció instalarse en el centro de la sala y comenzó a ahogarme. Toda mi
vida, desde los ocho años, había estado seguro de mi vocación. Nunca me cuestioné la
validez de integrar el Inventario. Ahora todo era confuso. Desde que comencé mi
relación con Verónica esperaba con ansia su llegada al departamento. Ahora, por
primera vez, tenía una sensación extraña. Tenía miedo de enfrentarla (así lo pensé,
como un enfrentamiento, y como en todo enfrentamiento alguien saldría herido).
Faltaba poco para que Verónica metiera la llave, abriera la puerta y dejara el bolso y el
impermeable (había comenzado a llover). ¿Qué le diría cuando preguntara acerca de mi
decisión de continuar con el Inventario o de continuar mi relación con ella?
Habían bastado unas hojas de una libreta de apuntes para terminar con mi
certeza. Ahora pensaba que, tal vez, Verónica tenía razón. Mi Inventario Divino era un
álbum con figuras repetidas, ¿qué no acaso ya el Inventario era el Universo? Y luego
estaba lo otro, el Inventario se había convertido en una obsesión insana. Poseía cabellos,
uñas y pestañas. ¿Cuándo –preguntaba Verónica- comenzaría a guardar huesos, pedazos
de piel y órganos humanos?
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Salí al balcón y dejé que la lluvia me mojara. Hay un instinto en todo hombre: al
pedir ayuda divina mira hacia arriba. No elevé la mirada, por el contrario, la dejé
clavada en el suelo y le pedí a Dios que me ayudara. El callejón estaba desierto, sólo las
gárgolas parecían tener vida. En la ventana del edificio de enfrente seguía prendido el
televisor, pero nadie lo miraba. Por primera vez extrañé el mar, extrañé esa lejanía en
donde la vista no encuentra más tope que el cielo. En el mar no es preciso alzar la vista
para ver el cielo, el cielo está siempre a la altura de los ojos.
Oí una llave en la cerradura. ¡Era Verónica! No dijo algo. Caminó, metió sus
brazos por detrás y me abrazó. Vimos cómo arreciaba el aguacero.
XVI
Saqué el diablito, lo cargué con mi maleta y cuatro cajas de cartón llenas con el
Inventario. Caminé hacia la playa, ¡sentí el mar! Algo me decía que pasaría mucho
tiempo para que yo estuviera de nuevo frente al mar. Tal vez nunca más volvería a
verlo. Nadie sabe en qué suelo caerá el otro pie. Cerré los ojos y respiré hondo. El mar
me trajo un aroma muy distante, era como un olor de madera antigua, pensé que ese olor
era como una estrella que me traía su brillo después de recorrer millones de años luz.
¡Millones de años luz! El hombre había tenido capacidad para dar una dimensión a esas
distancias porque, al final, debía ponerle medida a todo, al tiempo, al cansancio y al
paso del viento. El viento jugaba conmigo, se enredaba en mi piel y en mi cabello. Sentí
una mano sobre el hombro. ¡Era Azucena! Era como el primer día. Hacía tanto tiempo.
No me dijo algo, yo tampoco hablé. Como si alguien nos hubiese dado una orden no
hicimos más que ver el mar, sólo el mar.
—Así que te vas— dijo don Artemio quien no vio el mar sino el diablito lleno de
cajas—. No vayas a escribir porque bien sabes que acá la gente no es muy leída ni
escribida. Cuando te acuerdes de nosotros ¡ven a vernos! ¿Está bien?
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—Sí, don Artemio— dije. Azucena me enterró las uñas. Cuando dije que sí, había
sonado como una promesa, pero se sabe que en las despedidas siempre aparecen
promesas que se convierten en agua apenas suben a los barcos.
Más de doce años había permanecido en “La sin par”. Lo más relevante al estar
fuera de mi casa había sido descubrir la huella de Dios en las palabras. El salón era otro
mar enfrente del mar. En la noche, cuando metía el trapeador en la cubeta de agua
limpia, podía palpar la resaca que habían dejado los bebedores. La palabra tenía el
prodigio de continuar ahí sin que algo físico revelara su presencia. Era cuestión de fe.
Yo sentía latir las palabras, eran como una parvada de pájaros en busca de árboles para
pasar la noche. Más que en el diccionario, más que en todos los libros del mundo, la
palabra estaba en el ping-pong que jugaban los bebedores. En el salón todo era vértigo,
aún en el cansancio de la tarde y en la inconsciencia de la borrachera. El salón era un
templo y los bebedores eran creyentes que entonaban rezos individuales.
Mi estancia en “La sin par” me había enseñado que Dios, en efecto, era una
presencia invisible en el fondo de las botellas, y que los bebedores lo absorbían en cada
trago. Conforme la borrachera entraba en sus cuerpos, los bebedores encontraban
nuevas maneras de entrelazar palabras y surgían diálogos deslumbrantes. Por eso los
bebedores reían y se daban golpes afectuosos o llenos de coraje. ¡Era la manera de
festejar el nacimiento de nuevas ensartas para los rosarios! Había un instante en que
algo pasaba y la palabra se convertía en algo irónico e hiriente. Las mentadas de madre
suplían el ingenio y los diálogos se convertían en algo lleno de baba como si la palabra
emergiera de un tonel de pulque; pero ahí, también, en la palabra borracha, adquiría la
chispa que brinca al golpear un machete sobre el metal. ¡Chinga tu madre!, decía algún
bebedor al tiempo que estrellaba una botella contra el suelo, y yo temblaba, no de
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miedo, sino de emoción. La sonoridad de esas palabras superaba con mucho al
estruendo de la botella rota.
El salón era como El Paraíso en donde cientos de Adanes elegían diferentes
frutos del árbol del Bien y del Mal.
Hubo un tiempo en que pensé debía abandonar Barra Oxidada e ir a un lugar en
donde escuchara la voz de las Evas de este mundo para compensar mi inventario de
palabras dichas por hombres. “Pues sólo que te vayas a un burdel, pero no creo que eso
le vaya a gustar a Ausencio”, me dijo don Artemio. Cuando me platicó bien a bien qué
era un burdel y supe que no lo frecuentaban sólo mujeres sino también hombres deseché
la idea de ir. “Pues qué chingados, vete a un convento” me sugirió entonces don
Artemio. Cuando supe que las monjas sólo meditaban y rezaban intuí que tampoco era
lo que buscaba. Le dije a don Artemio que tampoco el convento era el lugar que yo
buscaba, entonces él se limpió las manos con su mandil y dijo: “Pues entonces vete a un
bosque y métete una vara en el culo”. Yo no le dije algo, pero pensé que tampoco era
una buena opción.
Por eso, la mañana que dejé Barra Oxidada no sabía con precisión cuál sería mi
destino. Había decidido que al llegar a la ciudad seguiría la primera huella divina que se
me pusiera enfrente. No fue necesario esperar. Al subir al camión la huella se hizo
visible, tenía unos ojos del color de las palmeras y hablaba tanto que pensé que era la
síntesis de un convento alegre o de un prostíbulo arrepentido. Se llamaba Verónica. Iba
a la misma ciudad que yo y apenas habíamos recorrido unos kilómetros ya me había
contado la mitad de su vida y me había fortalecido diciéndome que no me preocupara
porque encontrar trabajo no daba ningún trabajo.
XVII
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“No, bebé, estás como loco, parece que tuvieras arañas en el cerebelo. Mira, es como
si Dios se te presentara acá en el Café y te dijera: “Bueno, Chus, ya deja de andarme
busque y busque. Acá estoy” y tú le hicieras al carnicero y lo cortaras en mil pedacitos
sólo para llevarlo a tu inventario.
Yo creí que eras un coleccionistas de cositas preciosas y simples, pero, ¡no,
bebé!, tú estás coleccionando moscas monstruosas.
Uno de estos días vas a ir al panteón y vas a desenterrar huesos para llevarlos a
tu inventario. Eso no es todo, otro día irás a donde refrigeran los cadáveres y te
llevarás un pedazo de nalga de algún cristiano. Eso no es todo, algún día vas a querer
tener un corazón vivo porque tu inventario no puede estar sin el latido divino. ¿Te das
cuenta, bebé? O le paras o yo me hago a un lado. Me dijiste que si quería casarme
contigo, pues sí, bebé, ¡sí, sí quiero casarme contigo!, pero ¿dónde voy a caber si dices
que en tu recámara ya no cabe nada más? No tienes qué decidir entre Dios o yo, ¡no!
La cosa es más sencilla: es el inventario o soy yo. El inventario, ¿no te has dado
cuenta, tontito? es el UNIVERSO ENTERO, entonces, digo yo, ¿qué departamento
alcanza para llenarlo con el universo?
Deja que el departamento sea el pedazo de universo desde donde podamos
gozar, día a día, el inventario de Dios. Sí, bebé, me caso contigo mañana mismo,
siempre y cuando hoy mismo mandes a la mierda toda esa porquería. ¿Para qué
quieres cerros de corcholatas y pedazos de vidrio?
Bebé, te amo. Si te digo que quiero casarme contigo es porque estoy segurísima
de que te amo un chorro y dos montones. Sé un Buscador de Dios, pero no insistas en
hacerte pesado el camino llenando de piedras tu mochila.
Te amo, bebé. Ojalá que en esta decisión que tienes que tomar encuentres a
Dios y él te enseñe el mejor camino. Te amo, te amo, te amo, te amo...”
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XVIII
Al salir de Barra Oxidada había dispuesto poner mi vida en el hueco que Dios me
enviara. Me envió a Verónica y ella me envió a solicitar trabajo en la biblioteca donde
trabajaba desde hacía más de cuatro años.
La entrada principal de la biblioteca daba al costado del atrio de un templo
(luego me enteraría que en el templo existía el cuerpo incorrupto de un beato y por eso
era visitado por mucha gente).
Esa mañana, Verónica me esperaba en la entrada. Me saludó de beso, como si
fuéramos dos viejos conocidos y me llevó hasta la oficina del Director. Tocó y cuando
oímos: “pase”, me empujó y dijo: “No te preocupes, no pasa de que te diga que no”.
El piso estaba alfombrado. El Director me vio por encima de sus lentes y me
señaló la silla.
—¿Así que buscas trabajo?
—Sí, señor.
—Hmmm... cantinero—. Tenía mi solicitud de empleo entre sus manos.
—Sí, señor, por más de diez años—, lo dije con tono de mucho orgullo.
—¿Así que no terminaste el tercero de primaria?
—No, señor, pero sé leer y escribir.
—Hace muchos años llegó Verónica y se sentó ahí en donde estás tú.
—Sí, me contó señor.
—¡Ah, muchacha del demonio! Iba a botarla de inmediato, pero me ganó con su
simpatía y terminé dándole el trabajo—. Se apoyó en el escritorio y me dijo en voz baja:
“Y nunca me he arrepentido de esa decisión”.
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Verónica me contó en el camión que había huido de su casa. Sus papás eran
alcohólicos y la maltrataban día tras día. Con su maleta entró a la biblioteca y le pidió a
la secretaria la llevara ante el Director. La secretaria le dijo:
—¿Para qué quieres ver al Señor Director, ni-ña?
Y Verónica le dijo:
—Le tengo que dar un recado urgentísimo.
—¿Qué tan urgente?
—No sé, así me dijeron los señores que me contrataron.
La mujer se interesó.
—¿Y qué dice el recado ur-gen-tí-si-mo?
—Dice que no puedo decírselo a us-ted. Me dijeron que sólo al Director le podía
decir. ¿Le avisa?
Así logró entrar. Cuando estuvo frente al Director no dejó de hablar por más de
diez minutos seguidos. Verónica me contó que el Director quiso interrumpirla, pero ella
continuó hablando hasta que le sacó la primera sonrisa. El Director se hizo para atrás en
su sillón, prendió un cigarro y rió y gozó con el desparpajo de Verónica. No solo le dio
trabajo sino que, además, la hospedó en casa de doña Eugenia, que era la mamá del
Director. A cambio de limpiar la casa, Verónica tuvo aseguradas comida y habitación.
El Director me quedó viendo, apoyó la quijada sobre su mano y dijo:
—Espero que esta también sea una buena decisión. ¡Verónica te dirá qué hacer!
Ella será tu jefe. ¡Estás contratado!
Quise alzar los brazos y ponerme a bailar como lo hacía en la playa, pero me
contuve. Apenas alcancé a decir gracias y salí.
Verónica me esperaba en el pasillo con los brazos abiertos.
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—¿No te lo dije? Era pan comido, ¿verdad? Pero, hombre, ven, cuéntame, qué te
dijo. No te quedes con nada adentro porque te puedes empachar. Vamos, cuenta, cuenta.
Y fuimos a su oficina y yo le conté, aprovechando los pocos momentos en que
ella dejaba de hablar para darle una mordida a la torta de chorizo. Esa noche me invitó a
cenar. Yo agradecí que ella fuera tan platicadora, ella (después me confesó) le cayó muy
bien que yo fuera tan parco, tan buen escucha. Creo que una de las cualidades que debe
tener un buen Buscador de Dios es saber escuchar. Yo nací con esa cualidad.
Nos despedimos. Me recomendó que no llegara tarde al día siguiente porque
teníamos muchas tareas por comenzar.
El departamento que había rentado estaba a ocho cuadras de la biblioteca y a dos
del restaurante en donde habíamos cenado. Caminé y en la esquina me topé con una
pequeña plaza llena de vida. Muchos jóvenes atiborraban un bar. Los bebedores
llenaban las mesas colocadas debajo de sombrillas que invadían la plazuela. Un grupo
de rock tocaba en el fondo del local iluminado a media luz. Las mesas de afuera tenían
quinqués prendidos. A diferencia de “La sin par” acá se entremezclaban hombres y
mujeres. Pensé que al siguiente día, que era viernes, invitaría a Verónica a este bar.
Crucé la calle y llegué al callejón donde estaba mi departamento. No tenía con
quién presumir esa noche, pero llegado el momento presumiría que estaba viviendo en
un edificio construido en el siglo XVII. Tal vez en mi recámara había dormido alguna
doncella de esas que por las noches subían a carruajes para ir en busca del amante
furtivo, tal vez.
Caminé por entre la fila de árboles sembrada a mitad del callejón y llegué al
edificio, me recibió con su fachada de piedra y talavera y su portón de madera. Subí por
la escalera con pasamanos de hierro forjado y escalones de piedra basáltica. Pensé en lo
diferente que era este mundo con respecto al humilde mundo de paredes llenas de salitre
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de “La sin par”. ¿Este mundo era mejor? ¡No! Le sobraba pasado, pero le faltaba el mar.
Crucé la estancia y salí al balcón. Pensé en Azucena. ¿Qué estarían haciendo el viejo
Artemio y ella? En Barra Oxidada tenía el horizonte a la altura de mi vista, acá, a la
altura de mi vista tenía las ramas de un árbol y el nacimiento de la fronda. Alcancé a ver
un pájaro dormido. ¿Era en verdad un pájaro? Era una mancha negra que no se movía.
Tal vez era un hueco ¿Un hueco en medio de una fronda?
XIX
—Bebé, mi bebé— dijo Verónica y me soltó de su abrazo—. Hmmm, huele
riquísimo. ¿Qué preparaste? ¡A ver!—. Me tomó de la mano y me llevó a la cocina y ahí
levantó tapas y metió las narices en ollas y sartenes.
—¿Cerveza o vino?— pregunté.
—Chela, que sea chela. Esta noche nos vamos a emborrachar estilo José Alfredo.
Como siempre, dejaba para el momento propicio las cosas “importantes”. En el
trabajo también era así. Al principio me costó trabajo acoplarme. Yo estaba
acostumbrado a que las cosas mal hechas se reclamaban al instante. Cuando pasaba una
ronda de cervezas tibias la mentada de madre no tardaba ni un segundo. Verónica
hablaba de otra cosa y sólo cuando ya me había olvidado, ella recargaba su trasero en la
parte delantera de su escritorio, cruzaba los brazos y volvía al asunto. Como que dejaba
que los sucesos inesperados perdieran su cara de enojo.
Prendió las velas que yo había colocado en la mesa y tarareó la canción que se
oía: “...hello, my friend, hello...”.
—Bebé— gritó. Yo estaba en el cuarto limpiando el anillo. Si ya había aceptado
casarse conmigo debía tenerlo—. ¿Qué haces? Ven rápido—. Oí sus pasos y su voz cada
vez más cercana—. ¡Corre, te tengo una sorpresa! ¡Mira, chan-cha-cha-chan!—, entró al
cuarto y puso un libro sobre la cama—. ¡San Agustín! Vas a ver cómo este cuate habla
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de los que son como tú: Buscadores de Dios. ¿Estás contento, bebé? — dijo y se sentó al
lado del buró.
Sí, yo estaba contento. Ella tenía la magia para desaparecer mis nubes negras.
Pensé entonces en hincarme ante ella y darle el anillo, pero supe que iba a echar a
perder el momento. Ese acto implicaba entrar al terreno del enfrentamiento. Había sido
muy clara: el inventario o ella. Y yo aún no había definido. Ella había entrado por
primera vez a mi recámara sólo para ver si los estantes seguían llenos de cosas.
—Sí, mi amor, estoy muy contento.
—Pues yo tambor, así que vamos a cenar. Hmmm, la ensalada de champiñones
está como canal de televisa: ¡para ver estrellas!
—¿Ya la probaste?
—Apenas una probadita, ¿no te enojas, verdad?
Tomó el control y le bajó cuatro rayas a la música, y, entre bocado y bocado y
sorbo y sorbo de cerveza, me platicó de la vez que su tío Evelio, quien era taxista en la
ciudad de México, tuvo como cliente a un famoso boxeador. “El Púas” había sido un
boxeador de fama mundial, pero era muy parrandero. Verónica me contó que el
boxeador había entrado a una residencia lujosísima de El Pedregal y le había dado un
billete de cien pesos -que en ese tiempo era mucho dinero- para que lo esperara afuera.
El tío estaba cabeceando cuando oyó dos tiros. En ese momento Verónica se palmeó en
la frente y dijo: “¡La foto, bebé!”. Se paró, fue al cuarto y trajo el libro.
—Me acordé de ti que siempre dices que nada es casual en la vida. Pues resulta
que a la hora que jalé el libro cayó esta foto que estaba sobre el estante. Mira, mira. Ay,
es de una ternura bárbara. Mira. Oye, bebé, esta foto es auténtica, ¿verdad? Toca el
papel (era una foto en tono sepia, con manchas de humedad y carcomida en sus
extremos). Esto quiere decir que un güey con una cámara estaba ahí en el momento que
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el niño cayó muerto. ¿No se te hace muy ingrato que en lugar de correr a salvar al niño,
el ojete esté tomando la foto?
¿Estaba muerto el niño que aparecía en la foto? Yo había aprendido que Dios es
la eternidad; es decir, el vacío sin tiempo. ¿Qué lectura debía hacer ante una foto que
fue tomada hace muchos años? ¿Es la misma huella de Dios la que aparece en el
presente?
—¿No te da tristeza?— dijo Verónica y me dio la foto.
Ni ella ni yo sabíamos entonces lo que significaría en nuestra vida esa simple
foto.
—¿Y qué pasó con “El Púas”?— pregunté.
Me contó que su tío prendió el carro y fue hasta la puerta, esperando que saliera
corriendo el boxeador, pero como nunca salió, después de un tiempo pensó que era
probable que el boxeador estuviera muerto adentro, por lo que la policía no tardaría en
llegar, así que tiró el billete y arrancó.
—¿Eso fue todo?
No, no había sido todo. Como a diez cuadras el tío pensó que ya había dejado
sus huellas digitales en el billete así que dio vuelta en U y regresó por el billete.
—Mi tío, que en paz descanse, era una bestia. ¿A poco no es para botarse de la
risa? ¿Para qué tiró el dinero?, digo yo, y luego, ¿para qué regresó? De pura suerte no lo
atraparon. Al otro día compró todos los periódicos y encontró en La Prensa que habían
asesinado a una vedette. Habían encontrado su cuerpo tirado en las aguas del canal de
Chalco, le metieron dos balazos. Pero ya nunca se supo más.
XX
El primer día llegué a la biblioteca antes de las ocho. Verónica bajó del camión y
atravesó el atrio. Tenía el cabello recogido y dos argollas medianas en las orejas, vestía
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una blusa y un pantalón negros. Sobre la cabeza una diadema con audífonos. Cuando
me vio alzó la mano. En cuanto llegó a mi lado se quitó la diadema y me la puso.
—¡Oye qué maravilla! Es Neil Diamond.
A partir de ese día me volví fan de Diamond. Parte de mi primera quincena la
destiné para comprar compactos con su música.
Entramos a su oficina y comenzó. ¡Fue un torbellino! Movió con rapidez legajos
de papeles, intercambió etiquetas y apiló libros, muchos libros. Cuando terminó de
llenar el carrito me dijo:
—¡Listo, a chambear! Órale, pon a remojar las neuronas.
Poco a poco conocí la velada envidia que le tenían sus compañeros de trabajo.
Cada uno, sin excepción, se creía con mayores merecimientos para ocupar el puesto de
Subdirector (y cuando digo sin excepción incluyo al de intendencia). Y es que Verónica
no había pasado del segundo de secundaria y estaba muy lejos de tener la personalidad
que se le supone a gente que labora en esos niveles. Mucho tiempo después, en un café
de esos al aire libre, me confesó que ella también se preguntaba a veces qué había hecho
para llegar a estar en donde estaba y, ¡claro!, no descartaba su eficiencia, ni descartaba
un poco de suerte ni un mucho de atrevimiento, pero lo que más me ha ayudado -decía-
es que siempre he estado muy segura de ser auténtica. Yo nunca he sido chica Palacio,
ni pluma de Pavo Real, así que nunca he ido alborotando el gallinero creyéndome la
muy muy. Es más, bebé, ¡me caen en la punta de los ovarios las fresitas “lililedy”!
Me contó que a pocos meses de entrar a trabajar llegó Juan José Arreola a la
biblioteca (¿Sí sabes quién fue Arreola? Pues yo lo había visto una vez en la televisión
así que cuando lo vi dije “éste no se me va vivo”. Yo creía que era artista de
telenovelas y por eso fui a pedirle su autógrafo). Arreola llevaba una bolsa de cuero y
de ahí sacó uno de sus libros y se lo dedicó (Le dije: “¿Así que además de artista eres
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escritor? ¡Qué de pelos!). Y lo llevó afuera del local y lo invitó a comer las pepitas de
calabaza que doraba doña Lencha en las gradas del atrio. Arreola, por más de una hora,
se olvidó de la biblioteca y de su director (Él me hablaba de Sor Juana y sus
redondillas, y yo le contaba de la señora del mercado que hacía unas riquisisísimas
gorditas y quesadillas; él me hablaba de los libros maravillosos escritos por los poetas
malditos y yo le contaba de los chavales malditos que se robaban los libros de la
biblioteca; él me hablaba de Góngora y Argote y yo le contaba de Pituka y Petaka.
Para todo tema que él me aventaba yo tenía plática).
La compañía de Verónica se me fue haciendo necesaria. Lo primero que hacía al
levantarme en Barra Oxidada era salir a respirar frente al mar; de igual manera, acá salía
al balcón y trataba de respirar el mismo aire que Verónica estaba respirando quién sabe
en dónde a esa hora de la madrugada. Luego ella se atacaba de la risa cuando le contaba
esto, porque me decía que, muy probablemente, ella a esa hora estaba acostada en su
cama y el único aire que respiro es el de mis pedos. Parecía que yo no le desagradaba a
Verónica pues ella hacía hasta lo imposible porque estuviéramos juntos la mayor parte
del tiempo. Salíamos a comer juntos y casi todas las noches íbamos a cenar. Con la
misma naturalidad con que el mundo de Verónica se metió en mis sueños y en mis
deseos, con esa misma naturalidad fue desapareciendo el mundo de Barra Oxidada,
mundo que, en su momento, había cancelado casi en su totalidad el mundo de mi casa.
La biblioteca tenía cartelones clavados en todas las paredes que exigían
“Silencio”. Adentro de la biblioteca caminaba como esos monjes que tienen cuidado en
no pisar algún insecto. En las horas de silencio que permanecía clasificando y
ordenando libros comencé a encontrar la huella. Era como una mariposa que apenas
movía sus alas para desplazarse por en medio de mesas y estantes.
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Uno de esos días escribí en mi diario: “Dios es la suma de los opuestos”. La luz
y la oscuridad; la guerra y la paz; la violencia y la armonía; la palabra y el silencio (en
uno de los libros había leído que un poeta latino aseguraba que esto último era la
definición más precisa de la poesía). ¿La paz y la guerra? ¡La guerra! A todas partes
llevaba, adentro de un libro, la foto que me había regalado Verónica.
Amalia, quien era la señora que se encargaba del Departamento de Préstamo y
Devoluciones, había dicho que era una foto tomada en París en años de la Ocupación
Alemana. La foto mostraba una calle llena de escombros y edificios en ruinas. En el
primer plano de la foto aparecía un pequeño muro, luego una viga metálica de unos dos
o tres metros de largo que servía como puente para llegar a la calle en donde estaba
tirado el niño. La mayor parte de la foto la ocupaba un edificio en ruinas que parecía
haber sido un templo. Se distinguían dos ventanales en forma de arco. El edificio ya no
tenía techo y junto a una pared que parecía a punto de derrumbe se acumulaban
montones de tierra y de ladrillos. Nada parecía tener vida, incluso el agua que pasaba
debajo de la viga parecía estar estancada, muerta. Por eso Verónica dijo la primera vez
que el niño estaba muerto. Pero nadie podría asegurar que estuviera muerto. Al ver una
foto nadie puede asegurar si un niño tirado a media calle está muerto, o desmayado, o
está durmiendo.
Cuando vio la foto, el Director dijo: ¡Coño!, ¿pero qué hacía este niño en la
calle? Tal vez nunca lo sabríamos. Tal vez la mamá del niño se quedó esperando que su
hijo volviera o tal vez el niño salió en busca de la mamá que no volvía a la casa. Nunca
lo sabríamos.
Como ya dije, Verónica no se hacía más pregunta que esta: ¿por qué no en lugar
de tomar la foto el fotógrafo corrió en auxilio del niño? Este coraje de Verónica me
hacía pensar en mi vocación de Buscador de Dios. A final de cuentas, en esta vida,
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todos los hombres somos como fotógrafos. Yo, ¿estaba esperando el momento en que
Dios se apareciera para tomarle la foto o para correr y abrazarlo a mitad de la calle?
—Tú, ¿qué hubieras hecho?— le pregunté un día a Verónica.
—Ay, bebé, me ofendes con tu preguntita. Tú bien sabes que soy artista de cine
independiente, pero no de ¡Cámara!, sino de ¡Acción!
XXI
Nunca sabía cuándo y a qué hora Verónica iba a desenterrar el tema, pero en esta
ocasión sí lo intuí. Un ligero temblor apareció en mi ojo. Estábamos en el bar de la
plaza. Verónica tomaba una cerveza y yo una copa de vino. En la mitad de la plaza
había un gran árbol rodeado por un círculo de cemento. Este círculo servía como banca
para los jóvenes que no tenían dinero para sentarse en las mesas y tomarse una cerveza.
Ese mediodía Verónica tomó un cacahuate de esos que tienen una telilla roja, quitó ésta
y me ofreció el cacahuate. Yo abrí la boca y al abrirla un ligero temblor apareció en mi
ojo izquierdo. El temblor se extendió por mi cuerpo y me dejó frío.
—Bueno, bebé, parece que tenemos un asuntito pendiente, ¿no?
Sí, tenía razón, yo debía decidir entre mi Inventario o ella.
La vida es, también, la exposición de los opuestos. La pareja que estaba en la
rotonda reía, ella acariciaba la mano de él, y éste parecía hacer caminitos en la tierra con
uno de sus dedos. Nosotros, la otra pareja que estaba en la plaza a esa hora, estábamos a
punto de ponernos serios. Verónica, con los cacahuates, había empezado a hacer
caminitos sobre la mesa. El mesero, de delantal verde, sujetaba la charola contra su
pecho.
—Voy a serte honesto... —comencé y ella interrumpió.
—Es lo menos que te pido, porque yo estoy encuerada desde aquel día.
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—En realidad, es ahora cuando tomaré una decisión. ¡No, no, por favor, no te
rías! Quiero decir que si no he decidido antes es porque quería hacerlo en el momento
en que pusieras el tema sobre la mesa. La decisión es muy fácil.
—¿Entonces?
—Se trata únicamente de poner en un platillo de la balanza a mi Inventario y
ponerte a ti en el otro platillo.
—¿Y?
—Nada, mi vida, tú pesas más. ¿Me ayudas a quemar el Inventario?
Verónica, en contra de lo que pensaba, no dijo algo. Me tomó las manos, que yo
tenía abiertas para ejemplificar lo de los platillos, y dijo en voz muy baja y pausada:
—Bebé, ¿sabes qué? Soy la mujer más feliz de éste y de los demás mundos del
universo. Sin ser el incansable Buscador de Dios que tú has sido, hoy, sin tener ninguna
necesidad de pararme de esta silla me he tropezado con Dios. Sí, no me quedes viendo
así, me he tropezado, me he caído, estoy botada en el suelo, pero, ¿sabes qué?, no me
duele algo. Y es que debe ser que cuando Dios te atraviesa el pie caes en blandito— y
gritó—: ¡Nos vamos a casar, bebé! Uff, nunca me había visto así: Señora de Cancino.
Ay, bebé, ¡qué felicidad! ¡Ay, ay, ya me dieron ganas de hacer pipí! Vuelvo, no te
vayas, bebé. Esto hay que celebrarlo, es la primera orinada que voy a dar siendo ya una
mujer pedida. ¡Ay, ay, se me sale, ay!— Se levantó y entró al local.
Tomé un poco de vino, dejé la copa y me entretuve viendo a la pareja. Seguían
platicando, seguían riendo. Él había dejado de hacer los caminitos en la tierra, ahora los
hacía sobre la pierna de ella, sobre la tela de mezclilla del pantalón. Todo a mi alrededor
parecía decir que “no era bueno que el hombre estuviera solo”.
En la mesa cayó una hoja del árbol, y yo pensé que en cuanto regresara Verónica
de Cancino celebraríamos eso: la primera hoja que no iría a formar parte del Inventario.
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XXII
El niño estaba tirado a media calle. En medio de escombros y edificios derrumbados.
Uno de los ventanales del templo aún sostenía un marco de madera a punto de caer. Un
poste estaba completamente tumbado, parecía un dedo señalando el lugar en donde
había caído el niño. La foto señalaba dos momentos diferentes: un momento era el del
bombardeo, y el otro momento era el del niño tirado. Sin duda, el destrozo general había
ocurrido mucho tiempo atrás, en cambio el suceso del niño era reciente en el momento
de tomar la foto. La superposición de varios tiempos confluyendo en un solo tiempo,
¡mi tiempo!, me creaba confusión. El niño de la guerra tenía una mancha de sangre en la
pierna derecha, y un charco al lado de su pierna. El fotógrafo debió alzarse por encima
del murete para tomar la foto y luego volver a resguardarse. Apenas un momento para el
clic, un momento ¿para qué?, ¿para qué yo ahora estuviera viéndola? ¿Cuál era la
ganancia? Tenía razón Verónica, el fotógrafo debió tirar la cámara y correr para abrazar
al niño y llevarlo a un lugar seguro, tal vez detrás del murete. ¿Qué le costaba? Le
habría bastado correr sobre el puente para abrazar al niño. El niño parecía dormir, con
excepción de la pierna herida, que la tenía estirada, su cuerpo tenía la posición fetal,
como si durmiera plácidamente adentro de su mamá. Cada vez que miraba en busca de
detalles que me dieran una respuesta, me brincaba el mismo coraje que le había
brincado a Verónica cuando vio la foto por primera vez. Me inquietaba saber si el niño
estaba muerto o sólo herido, pero luego me inquietaba más la posibilidad de que en ese
momento sólo estuviera herido y siguiera expuesto ahí a media calle como un perro sin
dueño.
Cuando salía a la calle y veía niños corriendo en los parques o limpiando los
parabrisas de carros yo pensaba en el niño de la guerra. ¿Cuál era su nombre? ¿Tuvo
hermanos? ¿Cruzó alguna vez uno de los puentes que une las orillas del río Sena? Para
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mí era el niño de la guerra, pero bien podía ser el anciano sobreviviente de la guerra.
¿Alguien lo había salvado y curado de sus heridas y ahora vivía al lado de sus nietos en
algún barrio de París?
Una mañana fui al centro por la ampliación que había encargado. En cuanto
llegué al departamento, saqué la ampliación del tubo en que la había metido el
dependiente del laboratorio fotográfico, subí a una silla y clavé la ampliación en una de
las paredes de mi recámara.
—¿Qué tal?— le pregunté a Verónica cuando entró al departamento y la llevé a la
recámara. Ella se hizo un poco para atrás, quedó viendo fijamente el fotomural, colocó
su mano en la quijada y dijo:
—¿Vamos al cine?— y sacó de su bolsa el recorte de un periódico—. Mariana dice
que la de Mel Gibson está de pelos.
Entendí. Me hinqué y busqué la caja de herramientas debajo de la cama. Con
ayuda del martillo desclavé el mural y comencé a hacerlo pedacitos. Verónica se sentó
sobre la alfombra y silbando una canción de Neil se puso a hacer cachitos un extremo
del fotomural. No había necesidad de nada más. Por primera vez tuve conciencia plena
de que algunas cosas que hacía tomaban el grado de obsesión.
Descolgué mi suéter gris con cuello de tortuga, abracé a Verónica de la cintura y
fuimos al cine.
XXIII
Decía Verónica que pasar de soltera a Señora de Cancino le resultó tan simple como
perder la virginidad con su novio a los catorce años. Ella me aceptó el anillo de
compromiso, durante dos días lo mostró orgullosa con todos los usuarios de la
biblioteca y con los compañeros de trabajo y, al tercer día, lo vendió a plazos con una
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vecina suya que era solterona. Con el dinero del enganche fuimos a Xalapa un fin de
semana y ahí nos casamos.
Desde la plaza central de Xalapa se ve la montaña más alta del país. Cuando
estuvimos ahí tuve la impresión de que sólo con alargar la mano podía tocar la cumbre,
como si la montaña se levantara en el patio trasero de una casa.
Esa mañana Verónica se puso un vestido blanco de manta. Caminamos hasta el
mercado en medio de una ligera neblina y ahí ella compró una docena de claveles. Ya
en la plaza, con los claveles, hizo un círculo sobre los mosaicos y me dijo que el
momento había llegado. Dos niñas se acercaron a ver el pequeño círculo de flores. Mi
amada sacó dos pulseras de chaquira que llevaba en el bolso, me dio una y se quedó con
la otra. Me vio a los ojos. Su cuerpo temblaba como tiemblan los cachorros. Me tomó la
mano izquierda, colocó la pulsera y dijo:
—Yo, Verónica, teniendo de testigos a esta montaña y a estas dos niñas, juro que
te amaré y respetaré, bebé.
Las niñas, hincadas al lado del círculo de flores, nos miraban con la boca abierta.
Yo tomé su mano izquierda y le dije:
—Yo, Jesús, juro quererte y respetarte por toda la vida...
—¡Me lleva!— interrumpió—. ¡Qué oso! Yo también, bebé, yo también te amaré
por toda la vidurria... puedes continuar.
—¿Se están casando?— preguntó una de las niñas.
—Sí, no nos interrumpas— dijo Verónica.
—¡Mamá, mamá!— gritaron las niñas y corrieron hasta donde estaba su mamá—.
Mamá, ¡se están casando!
Sonreímos. Nos besamos. Habíamos completado nuestro ritual.
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Permanecimos parados adentro del círculo. La multitud pasaba tranquilamente a
nuestro alrededor. Nos rodeaba esa cara cotidiana que tiene cualquier plaza del mundo
un sábado por la mañana: gente leyendo periódico, tomando helados o comiendo
chicharrones con limón, sal y salsa roja picante, pero, sobre todo, nos rodeaban niños:
comiendo algodones de azúcar o espantando las palomas que en grupos comían el maíz
que les aventaba una anciana. Sin embargo, hubo un instante en que todo pareció
disolverse. Todo quedó como en suspenso y un silencio me asfixió. Oí la voz de un niño
que se quejaba y gritaba: “¡Ay, ay, ayúdenme!”
—¿Qué te pasa, bebé? Parece que te fuiste de este mundo— me dijo Verónica.
—Ay, mi amor— le dije—. Es el niño de la foto.
—¿Qué?
—El niño de la guerra se está quejando, pide ayuda.
XXIV
Volvimos de Xalapa el día domingo. El lunes pedimos permiso para llevar las cosas de
Verónica al departamento. Los cargadores nos cobraron el doble porque el camión
debió quedarse justo a la entrada del callejón. Por fin, como a las cinco de la tarde,
terminó la mudanza. La sala y el comedor quedaron llenos de cajas. Verónica comenzó
a colocar los libros y su colección de discos en todos los estantes que habían servido
para el Inventario. Los libros se contaban en cientos y los discos compactos en miles.
—¿Un sangüichito de jamón?— me ofreció e hizo un espacio en la mesa de centro
donde colocó dos latas de coca cola—. ¿En dónde puedo conectar mi lap para checar mi
correo?— preguntó. Me puse el sándwich entre los dientes, me levanté y desconecté el
cable que tenía en la computadora del escritorio. Verónica sacó su laptop y la puso al
lado de su cena—. ¿Sabes qué, bebé, yo te voy a seguir escribiendo muchos correos a
diario. Es tanto lo que tengo que decirte que estoy segurísima que no me alcanzará el
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tiempo que estemos juntos. Ah, pero eso sí, a la hora que estemos en la camita no me
vayas a pedir que te cuente cosas, en la camita sólo te haré cositas. Bueno, ya que
ahorita no estamos en la cama, te voy a escribir mi primer correo siendo ya tu esposa.
¡Ay, me encanta!
Fui al armario y busqué otro cable. Me senté ante la computadora y abrí mi
correo. ¡Ya estaba el correo que me había escrito mi esposa en ese momento! Lo abrí.
“Bebé querido, lo que voy a decirte es en serio. Lo juro por la Virgencita de Juquila y
demás santas que la acompañan.
El domingo, en el hotel de Xalapa, desperté en la madrugada porque oí llorar a
un niño. Pensé que era alguna huésped con recién nacido y pensé, pobrecito, tiene
hambre y, bueno, ya no le di importancia y me levanté para hacer pipí. En el baño ya
no oí nada, bueno, eso es mentira, oí el chorro de mi pipí y el agua corriendo cuando le
bajé a la palanca.
Regresé a la cama y me senté. Te vi, ay, bebé lindo, dormías tranquilamente. Te
juro que me diste mucha ternura y estaba a punto de besarte cuando volví a oír el
llanto. Era un llanto muy, como podría llamarlo, ¿discreto, será la palabra? Pero lo
que me puso los pelos de punta fue que comencé a oír el llanto adentro del cuarto. Tuve
miedo, me enchamarré y me abracé muy fuerte a ti. No te despertaste, sólo te diste la
vuelta y me abrazaste. Eso me hizo sentir protegida, bebé. ¿Te cuento algo? Mi bolso lo
había puesto sobre el buró y, te lo jurísimo, creí oír que de ahí salía el llanto. ¿Te
cuento algo más? En mi bolso había puesto la foto del niño de la guerra. ¿Te acuerdas
que en la plaza tú habías oído al niño?, bueno, pues en ese momento la foto estaba ahí
adentro de mi bolso.
Dejé de ver la pantalla y vi a mi esposa.
—Te lo jurísimo, es en serio— dijo y besó la cruz que había hecho con sus dedos.
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XXV
Ya he dicho que cualquier niño que veía en la calle me hacía recordar al niño de la
guerra. Esa noche volví a decirlo.
—¡Claro, eso fue! — dijo, tratando de convencerse ella también —. Sí, ¡eso fue! La
plaza estaba llena de chilpayates y tú te acordaste del niño de la guerra, y luego, bueno,
yo estaba tan receptiva a todo lo que me transmitías que en mi sueño creí oír lo que
habías oído, bueno, lo que tú creías haber oído. Sí, bebé, segurísimo que eso fue.
De común acuerdo decidimos colocar la foto en la repisa que había en una pared
de la sala. Al salir del trabajo fuimos a Office Depot y Verónica eligió un marco
plateado para la foto. Yo había sugerido inicialmente que colocáramos la foto en un
módulo abierto del ropero, pero Verónica movió las manos y dijo: “No, no, bebé, en la
recámara ¡no!”. Esa noche Verónica puso el portarretrato en la repisa y a su lado un
vaso con agua y un clavel blanco.
Tres días después Verónica me confesó que la foto parecía poseer un poder de
atracción. Yo confesé lo mismo. Al entrar al departamento y estando en él sentíamos
una necesidad de ver la foto. Era una presencia que reclamaba nuestra atención.
Verónica rechazó mi sugerencia de quemar la foto. Dijo que no sabía porqué pero esa
foto era una huella que debíamos seguir. Me dio gusto que se incluyera en la búsqueda.
Lo eterno está más allá de la idea que los hombres tenemos acerca del tiempo.
Un profesional haría caso omiso de las divisiones temporales y pondría todo adentro de
un hueco eterno. Tal vez ahí estaba la huella: Dios está adentro del vacío, ¡es el vacío!
Un vacío en el que se concentra el pasado, el presente y el porvenir, un vacío en donde
cabe todo: don Ausencio, doña Deifilia, Azucena, mi pequeña Verónica, el dinosaurio,
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Adán y Eva, Hitler, “El Púas”, el paletero de la esquina, el gato de la señora del cuatro,
y el niño de la guerra. Lo eterno es la nada, la sustancia sin tiempo. ¿Por qué el niño
había entrado a la vida que Verónica y yo teníamos como pareja? A veces se abren
puertas en donde no hay paredes. El niño de la guerra estaba adentro de nuestro
departamento, por lo tanto no resultaba ilógico pensar que nosotros podíamos entrar
también a su espacio vital.
XXVI
De niño me aburría en la escuela. Sólo me divertían las horas en que pintaba con
crayolas. Para no aburrirme jugaba a entrar. Elegía un punto en el pupitre y me
acercaba hasta que lograba “enfocarlo”. Una vez enfocado el punto no dejaba de verlo
hasta que lograba entrar. Todo lo que me rodeaba desaparecía. El mundo se concentraba
en ese punto que parecía ser el universo porque estaba lleno de luces. Sentía la
sensación de vacío y volaba adentro de él. Salía de ese mundo hasta que me cansaba o la
maestra me jalaba las orejas. Lo mismo hacía en el césped del jardín, o en el mantel de
la mesa del comedor, o sobre la cobija de mi cama; y lo mismo hice después con la
arena de la playa y con la espalda de Azucena. ¡Lo mismo haría con la foto!
—¿Entiendes que es como un juego?— le pregunté a Verónica, estaba sentada
sobre el tapete de la sala. Sus pies y piernas estaban debajo de la mesa de centro y
recargaba su espalda sobre el sofá. Leía la novela más reciente de Carlos Fuentes.
—Sí, bebé, lo sé. En esta vidurria todo hay que tomarlo como un jugo, digo,
como un juego—. Rió, puso la mano en su corazón y dijo—: ¡Oh, Esquilo, cómo te
esquilmo!—. Esto lo decía siempre para advertir que no valía la pena hacer una tragedia
griega. Se acercó a mí y me preguntó—: ¿Qué quieres que haga por ti?
—Nada, mi amor. No sé, tal vez sirva un poco de silencio.
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—Sí, bebé. Prepararé un sangüichito y me iré a la recámara y seguiré con esta
novela que está de efe. ¡De pura capirucha!
Bajé la foto de la repisa, la saqué del portarretrato y la puse sobre el escritorio.
Acomodé la lámpara para que le diera bien la luz y cerré los ojos. La había visto tantas
veces que aún con los ojos cerrados la veía en todos sus detalles: el agua estancada del
canal, el puente que nadie cruzaba y, sobre todo, el niño tirado a mitad de la calle. La
fotografía lo había vuelto eterno en ese instante. De hecho el fotógrafo radica su valor
en ese instante. Si el fotógrafo no hubiera tomado la placa nosotros no tendríamos la
imagen del niño de la guerra. Pensaba a veces que, tal vez, el niño se había salvado; sin
embargo, lo único cierto es que el niño estaba tendido. ¿Por qué parecía tan lejana la
posibilidad de que el mismo fotógrafo después de tomar la foto hubiera hecho lo que
reclamaba Verónica? ¿En dónde estaba el rastro que yo debía seguir? ¿En el instante del
disparo de la cámara o en el instante del disparo del fusil? ¿Había sido un fusil o una
granada?
Abrí los ojos y encontré la misma escena. Me acerqué a la foto y enfoqué mi
vista en el charco de sangre. Así estuve, sin parpadear. Mi respiración se hizo lenta.
Tuve la sensación de oír a lo lejos un lamento: “¡Ayúdenme!”.
—¡No, no puede ser!— grité.
Verónica salió de la recámara y preguntó:
—¿Qué te pasó, bebé?
—Nada, hombre, nada. Todo es tan ridículo.
—¿Por qué?— Verónica me abrazó.
—Volví a oír el grito de ¡Ayúdenme!
—¿Y?
—Pues nada, que no puede ser.
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—¿Por qué?
—Porque el niño está tirado a media calle de París. ¿Cómo es posible que hable
español? ¡Sólo eso faltaba! Que entre millones de niños franceses este niño resultara, no
sé, un exilado español.
—¿Por qué no? España está pegadito a Francia.
—No, no, no puede ser. Esa voz no viene de ningún lado más que de mi interior.
—Y si así lo piensas, bebé, eres tú el que está pidiendo ¡ayuda! ¿Nunca has
pensado que lo que buscas no está afuera sino adentro de ti? Te digo, por algo esta foto
llegó a nuestra vida—. Verónica fue a la cocina y regresó con dos sándwiches y dos
refrescos, prendió la televisión y palmeó con su mano izquierda el asiento del sofá. Yo
fui a sentarme a su lado y juntos vimos el final de la película que pasaba en el canal
once. La foto quedó sobre el escritorio.
XXVII
Desde que Verónica vivía conmigo yo me levantaba temprano los días domingos. Iba a
la esquina a comprar tamales jarochos y champurrado, así, cuando Verónica terminaba
de bañarse, yo tenía listo el desayuno.
Esa mañana volví con el desayuno, puse un disco de Neil a medio volumen y
abrí el balcón. Al dejar los tamales sobre la mesa sentí la fuerza de la repisa. La vi.
Estaba vacía. Recordé que había dejado la foto sobre el escritorio. Con intención de
regresarla a la repisa fui por la foto. Tomé el portarretrato y la foto. Vi la foto. El niño
seguía intocado, pero algo en la foto había cambiado. Dejé la foto sobre el escritorio, me
hice para atrás y moví mi cabeza en intento de eliminar alguna telaraña que aún siguiera
después del sueño. Revisé con atención, vi la pierna del niño y un calambre frío me
recorrió el cuerpo.
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—Mi amor, ¿ya terminaste?— le grité a Verónica. Quería que ella viera lo que yo
veía. El agua de la regadera seguía corriendo. Ella no me oyó.
Volví a ver la foto. Alcé los brazos, inhalé fuerte, muy fuerte, y pensé en el mar
de Barra Oxidada, casi sentí el olor del mar. ¡Dios mío, el charco de sangre parecía
haber crecido!
XXVIII
—¿Me estoy volviendo loco?— le pregunté a Verónica. Ella miraba la foto con
una lupa y revisaba el charco de sangre.
—Ay, bebé. Mira, podemos hacer algo muy sencillo. Vamos, sacamos una copia
y repintamos muy bien el charco y así la dejamos. El otro domingo, muy tempranito,
vamos y sacamos otra copia y las comparamos. Vas a ver que todo estará igual. ¿Sí?
¿Estás de acuerdo?
Estuve de acuerdo. Fuimos a Office, sacamos dos copias y repintamos con un
plumón marcatexto toda el área del charco. Ella guardó una copia en su bolso y yo
guardé la otra en la gaveta del buró. El portarretratos lo pusimos viendo hacia la pared.
La semana transcurrió sin que ni ella ni yo hiciéramos mención de la foto, pero
yo despertaba a media noche y ya no lograba conciliar el sueño. En cualquier momento
del día, ya viendo la tele o clasificando libros, me brincaba la imagen del charco de
sangre. Cuando mataron a “El cara podrida” y “La sin par” quedó en silencio, Azucena
llenó dos cubetas con agua y jabón, me dio un cepillo y una jerga, y me dijo que
debíamos borrar todo rastro de sangre. Me hinqué y mientras frotaba el piso con el
cepillo saqué un papel de la bolsa de mi camisa y lo metí en el charco. En la noche
guardé el papel adentro de un sobre y escribí en mi diario lo siguiente: “Adentro de los
cuerpos la sangre es como un río. Afuera de los cuerpos se vuelve un simple charco”.
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Cada vez que me topaba con Verónica en los pasillos de la biblioteca o del
departamento, ella me acariciaba el hombro, y me decía: “Sé en qué estás pensando,
bebé. Ya, ya, no pienses más, el domingo está a la vuelta de la semana”.
XXIX
Llegó el domingo. No hubo necesidad de ir a sacar copias. Bastó que Verónica sacara la
copia de su bolsa y la comparáramos con la fotografía. ¡La mancha había crecido!
Verónica se llevó las manos a la boca y después de unos segundos me dijo:
—¿No será una mancha de humedad?
Podía ser, pero era mucha coincidencia. ¿Justo en el lugar del charco?
—Te jurísimo que si no lo estuviera yo viendo diría que es una jalada. ¿Qué
vamos a hacer, bebé? De que esta foto tiene algo ya no me cabe la menor duda, pero ya
no sé si es una huella de Dios o una pezuña del diablo—. Se persignó y dejó la foto sobre
la mesa de centro. Y ahí se quedó la foto hasta que regresamos en la noche.
Salimos a desayunar. En el mercado comimos unas quesadillas de huitlacoche y
tomamos champurrado, luego caminamos por los pasillos de un tianguis de ropa,
Verónica desapareció detrás de una improvisada cortina y reapareció con dos pantalones
de mezclilla entre las manos. Luego compramos helados de guanábana y nos sentamos
en la banca de un parque.
—¿Qué hacer?— pregunté.
—Mira, bebé, por el momento vamos al McDonald’s, nos devoramos las
hamburguesas más rechonchas y las papas fritas más grasientas que tengan, luego
vamos al cine.
—¿A ver cuál?
—Ay, la que sea, pero que sea en español porque no estoy para estar leyendo
letreritos, y luego, después de comernos unos churretes con chocolatito, vamos al depa
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y mientras yo veo cómo aparece la luna en medio de los árboles, tú entras a la foto,
ayudas al chavito de la guerra y, una vez que salgas, quemamos la foto y, con la
conciencia tranquila, nos metemos a la camita. ¡Vamos, bebé!—. Se paró, me jaló y
fuimos a cumplir su propuesta de itinerario.
XXX
Por fortuna el niño de la guerra tenía su cara hacia el otro lado. No hubiera soportado
ver su rostro. Verónica se sentó en el sofá y apagó todas las luces. Sólo la lámpara del
escritorio estaba prendida. Respiré hondo y pensé que yo volvía a ser el niño de los años
de la escuela y que para no aburrirme entraría al mundo del niño de la guerra. Enfoqué
mi vista y me dejé llevar, comencé a entrar.
XXXI
—¿Qué pasó?— pregunté.
—Te quedaste dormido, bebé.
—¿Qué hora es?
—Las dos y cuarto.
—¿De la madrugada?—. Vi hacia el balcón.
—¡Ajá!
—¿Y tú qué hiciste todo este tiempo?
—Lo mismo que tú, me quedé dormida en el sillón. ¿Nos vamos a la camita,
bebé?
Me paré y entramos a la recámara. Mientras me quitaba los zapatos oí a
Verónica hablar desde el baño:
—Mañana a primera hora quemamos la foto y las copias—. Salió del baño, se
sentó en la cama y comenzó a cepillarse el cabello. Después de un rato me preguntó:
—¿Lograste entrar?
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XXXI
¿Entrar? Le conté a Verónica lo que recordaba. Había sido como un sueño. Soñé que
ella y yo caminábamos en medio de mucha gente, parecía un carnaval, todos -con
excepción nuestra- llevaban puestas unas máscaras que tenían la imagen de Hitler.
Verónica me jaló y entramos a un pasaje oscuro en donde desapareció la bulla de afuera.
Sólo de vez en vez se oía algo como un redoble de tambores. Caminamos por el pasaje
que era como un laberinto formado por pilas de llantas viejas. En un momento Verónica
desapareció de mi lado y quien apareció fue Milito, el limosnero, quien extendió la
mano abierta y me dijo: “¿Qué buscás?”, yo le dije que nada y él dijo: “¡Ah, no, claro
que vos buscás algo. Ahorita pasó la cruz roja por aquí, caminá por allá derecho y te vas
a encontrar el niño tirado a media calle”. Seguí caminando, oí el sonido de una sirena y
el olor a pólvora me hizo estornudar. Alguien disparaba con una ametralladora. Una
parvada de zanates invadió el cielo. En lugar de graznidos los zanates hacían el sonido
de motores de aviones de guerra. Me resguardé atrás de un murete en escombros y
cambié el rollo de la cámara fotográfica que llevaba. Oí, entonces, el lamento: “¡Ay, ay,
ayúdenme!” Me asomé por encima del murete y vi al niño tirado a media calle. Su cara
estaba vuelta hacia mí, me miraba, en sus ojos había miedo y tristeza. Tomé la cámara y
busqué el encuadre perfecto, el murete quedó como primer plano. Iba a apretar el
obturador cuando vi que el niño se había convertido en un perro que aullaba de dolor
porque tenía una pata quebrada. Aparecieron las personas del carnaval, pasaban en fila
india al lado del perro y lo pateaban. En la esquina aparecieron una niña y su mamá. La
niña dijo: “Mira, mamá, pobrecito”, y la mamá la jaló: “¡Quítate, tiene rabia! ¿No lo
ves?”. El perro tenía el hocico embarrado sobre el asfalto y la espuma roja que le
escurría hacía cada vez más grande el charco de sangre. Caminé hacia donde estaba el
perro y a unos dos o tres metros volví a encuadrar para tomar la foto. Vi que ya no era
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un perro, ¡era de nuevo un niño!, pero ya no era el niño de la guerra, ahora era yo.
Verónica se abrió paso entre la multitud que curioseaba, se hincó ante el niño, lo abrazó
y gritó: “Llamen a la cruz roja, este niño se muere, pronto, la cruz roja”. Otra señora se
puso a mi lado, me tapó la lente de la cámara y me dijo: “¿No le se hace poca madre
estar tomando retratos? Mejor llame a la cruz roja”. La señora tenía el rostro de
Verónica. Oí una sirena. El niño se levantó y corrió por un parque de feria y se perdió
detrás de una rueda de caballitos que giraba y giraba y estaba llena de niños. Ahora ya
no estaba yo en la calle sino adentro de algo como una bodega húmeda y oscura. Oí de
nuevo el sonido de los aviones, la parvada de zanates entró por unos ventanales que
tenían rotos los cristales. Yo me tiré al suelo. Los zanates volaron en círculo. De pronto
ese círculo se iluminó, los zanates ya no fueron zanates sino palomas. En medio del
círculo apareció doña Deifilia, me abrazó y dijo: “¿Qué te pasó, hijo?”, y yo dije:
“Nada, mamacita, nada. No me pasó nada”. Ahí desperté.
XXXII
Quemamos la fotografía y las copias. Una tarde, Verónica me dio la noticia de que
seríamos papás. Al día siguiente comenzamos a buscar otro departamento, uno que
fuera más moderno. Los edificios antiguos tienen paredes muy altas, por eso son
húmedos sus cuartos.
—¿Y ahora cómo le voy a decir al bebé si a ti te digo bebé, bebé? ¿Y si te digo
Chascas, cómo lo ves?— dijo un día.
Amalia fue quien rescató del olvido al niño de la guerra.
Una mañana, después de checar tarjeta, Amalia me hizo señas desde su
escritorio. Llegué al mostrador y me recargué:
—¿Verdad que esta es la foto que tenían el otro día?— dijo y me mostró un libro.
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¡Era la misma foto! Todo correspondía a la foto que habíamos quemado, con
excepción de algo: ¡no estaba el niño!
El libro había llegado esa mañana en el paquete que, mes a mes, enviaba desde
la ciudad de México la Dirección General de Bibliotecas para acrecentar el acervo de las
bibliotecas públicas del país.
—Tiene usted razón, doña Amalia, es la misma.
—¿Verdad que sí? Ay, Chuchito, entonces la foto que ustedes tienen es valiosa.
—¿Usted cree?
—Claro, Chuchito. Los originales que salen en libros son muy codiciados en el
mercado del arte. Yo conozco a una señora que vive en Zavaleta, que es de las familias
de millonarios de acá. Pues bien, ella, en su sala tiene un óleo original de Diego Rivera
y al lado del cuadro un atril de plata en donde muestra un libro de arte que reproduce el
original que ella tiene. ¿Imaginas el valor que eso tiene? Ahora ustedes pueden hacer lo
mismo. Mira, ven, te apunto los datos para que consigan el libro. En Gandhi lo pueden
comprar.
Amalia apuntó los datos y me dio la tarjeta.
—Gracias, doña Amalia.
—Oye, Chuchito, sólo por curiosidad, ¿me puedes decir en dónde consiguieron la
fotografía?
—No sé, doña Amalia. Vero fue quien la consiguió. ¿Me presta tantito el libro?
—Por supuesto, claro que sí.
Tomé el libro y busqué a mi esposa.
—¿Ves? ¡Te lo dije, te lo dije!— brincó Verónica.
—¿Qué?— pregunté.
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—¡Por algo la foto llegó a nuestras manos! ¡Esta es la prueba! El niño ya no está.
¡Lo salvaste, cosita, lo salvaste! ¡Ay, qué maravilla!
—No, espera mi amor. Esta es otra foto.
—¡Ay, pero qué ciego! Durante un titipuchal de tiempo has estado buscando a
Dios y ahora que Él se te pone enfrente tú cierras los ojos. ¡Esta es la misma foto! Acá
está el puente, el canal, el templo y el olor de la guerra. ¡Todo, todo igual! Sólo una cosa
le falta y si ya no está es porque una noche tú entraste y Dios lo salvó. Te lo jurísimo,
el niño de la guerra ahora es un viejito todo chocho que juega con sus nietos en algún
parque de París. ¡El niño de la guerra está vivito y coleando!
Me senté. La foto original ya no existía. Al quemarla ¿habíamos abierto un
espacio para que apareciera otro elemento? Ahora no había más foto que la del libro y
ahí ya no estaba el niño muerto. Esta foto había sido tomada desde el mismo lugar y,
casi podía jurar, a la misma hora. Tal vez momentos antes de que el niño cayera herido
y que el fotógrafo tomara la que habíamos quemado; pero, también, cabía la posibilidad
de que esta foto del libro hubiera sido tomada momentos después de que alguien
hubiera rescatado al niño. ¡Verónica tenía razón! Esta foto sustituía la otra foto, para
siempre.
—¿Entonces, cosita?— Verónica me abrazó.
—Tienes razón. Desde la noche que quemamos la foto ya no volví a oír el
lamento del niño.
Le sacamos una copia a la foto del libro y la pusimos en el portarretrato de la
repisa. A su lado, Verónica colocó un vaso con agua y un clavel blanco.
XXXIII
—Pucha, vos sí que estás salado— dijo Milito.
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Ausencio niño no supo qué decir. La torre cayó, pero ninguna ficha cayó con la
cara buena boca arriba. Milito le explicó que esa era la primera vez que ocurría eso.
Siempre quedaban expuestas más de tres palabras y de ahí el elegido tomaba su palabra.
—A ver, volvé a hacer otra torre— le ordenó Milito.
Ausencio volvió a levantar la torre, pero cuando Milito sopló y la torre cayó
todas las fichas quedaron con la cara buena boca abajo.
Mi papá salió triste. Fue chistoso porque no había entrado a buscar alguna
palabra, pero -me contaba- salió con la sensación de que algo se le había caído por la
bolsa rota del pantalón. Tal vez por eso nunca ejerció como doctor. Al otro día que se
tituló en lugar de abrir su consultorio fue al puesto de revistas y se suscribió a todos los
periódicos que llegaban al pueblo. No hizo otra cosa más en la vida. Siempre me
preguntaré si logró encontrar su palabra. Nunca lo sabré.
Yo tuve la suerte de encontrar mi palabra desde niño. He pasado mi vida
buscando el aliento que contiene esa palabra. El Don de Él radica en el aliento. A veces,
al salir de la doctrina, Luis me invitaba a su casa. En el patio trasero atrapaba pajaritos y
los dejaba ciegos picándolos con un lápiz.
Cuando alguien pronuncia lápiz puede pensar en un simple pedazo de madera
con grafito, o pensar en un poema de Sabines escrito con ese lápiz, o en un dibujo de
Miguel Ángel. El poema y el dibujo, así como la ceguera del pájaro, están dados por el
aliento de la palabra. Dios puede ser una simple palabra que designe un pedazo de
inventario o puede ser el aliento que forma el gran Vacío.
El día que nació nuestra hijita, Verónica me dijo:
—Yo he sido la suertuda, cosita. No he tenido que andar buscando a Dios, Él se
me ha presentado a cada vuelta de esquina. ¡Mira la carita que tiene ahora! ¡Es divina!
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XXXIV
Ahora dedico muchas horas a la lectura. Leo el libro de San Agustín que me trajo
Verónica, y también leo los libros que tenemos en el departamento nuevo. Al primero
que leí fue Arreola. Actualmente leo a Fuentes. Sigo buscando huellas. Nuestra hijita ya
tiene dos años y no la hemos llevado al registro civil.
Decidimos que ella se registrará cuando así lo quiera y cuando elija su nombre.
Ojalá que su nombre se convierta en su palabra nahual. Mientras tanto la llamamos D,
así, sin punto, para que no se piense que es abreviatura. Verónica se divierte pensando
en que algún día estudiará en un colegio bilingüe y la miss no le dirá “De” sino “Di”.
Yo me divierto pensando en todas las palabras que comienzan con D. Mi hija es divina,
será dichosa; tendrá el influjo del día; pero también pienso, porque sé que la vida es la
suma de opuestos, que mi pequeño diamante, tendrá momentos difíciles y se le
aparecerán demonios. Pero también sé que su palabra podrá ayudarla a superar todo.
Ojalá tenga la suerte que tuve yo.
Durante muchos años he sido un Buscador de Dios. Cuentan que San Pablo
decía que Dios mora en una luz adonde nadie puede llegar. Tal vez el chiste de la vida
es sentir a Dios, y palpar esos huecos en donde se esconde. He tenido momentos en que
Dios me ha dejado pistas en los que casi me he topado de frente con Él: la madrugada
en que conocí a Azucena, la mañana en que Verónica se sentó a mi lado en el camión, la
tarde en que doña Emerenciana dijo que Dios estaba en todas partes, el día que nació mi
bebita y la noche en que Dios abrazó al niño de la guerra y lo salvó. ¡Ha valido la pena
ser un Buscador de Dios!
Fin