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DESARROLLO RURAL Y SEGURIDAD ALIMENTARIA Fernando Collantes El siguiente texto está destinado a los alumnos de la asignatura “Desarrollo rural y seguridad alimentaria” del Máster Iberoamericano de Cooperación Internacional y Desarrollo de la Universidad de Cantabria, curso 2013/14. Si desea utilizar este texto fuera de ese ámbito, por favor contacte previamente con el autor: <[email protected]>

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DESARROLLO RURAL Y SEGURIDAD ALIMENTARIA

Fernando Collantes

El siguiente texto está destinado a los alumnos de la asignatura “Desarrollo rural y seguridad alimentaria” del Máster Iberoamericano de Cooperación Internacional y Desarrollo de la Universidad de Cantabria, curso 2013/14. Si desea utilizar este texto fuera de ese ámbito, por favor contacte previamente con el autor: <[email protected]>

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Capítulo 1

EUROPA

La pobreza rural y la inseguridad alimentaria son dos de los problemas más

básicos que afectan a las poblaciones del mundo pobre. Se trata de dos problemas

relacionados, cuya solución se produce con frecuencia de manera simultánea. Cualquier

estrategia de desarrollo rural cuenta entre sus elementos principales un aumento de la

producción agraria que serviría de base a la consecución paralela de seguridad

alimentaria tanto en el campo como en la ciudad. La seguridad alimentaria, por su parte,

parecería un tanto más independiente del progreso rural: lo parecería porque, en

ausencia de producción local, la seguridad alimentaria parecería alcanzable a través de

las importaciones de alimentos. Pero, como mostraría el alza global de precios de los

alimentos de 2008-09 (que golpeó con especial dureza a los países pobres importadores

de comida), esto es un espejismo: aunque las importaciones pueden contribuir al

objetivo de la seguridad alimentaria, dicho objetivo depende esencialmente de la oferta

doméstica de alimentos y, por lo tanto, de la capacidad de progreso de los agricultores

del país. En suma, el desarrollo rural y la seguridad alimentaria suelen ir de la mano,

sobre todo si adoptamos una perspectiva temporal suficientemente amplia.

Para comprender los problemas del mundo pobre en materia de pobreza rural e

inseguridad alimentaria, debemos estudiar (no podría ser de otro modo) las principales

regiones del mundo pobre: América Latina, Asia y África. Pero también es útil

comenzar el recorrido por Europa: no por la Europa opulenta del presente, una Europa

cuyos agricultores tienen niveles de vida muy superiores a los de los agricultores del

mundo pobre, una Europa cuyos problemas alimentarios (como, por ejemplo, la

obesidad) tienen más que ver con la abundancia que con la escasez. Pero sí por la

Europa del pasado: una Europa que, hasta llegado el siglo XX, también sufrió los

problemas gemelos de la pobreza rural y la inseguridad alimentaria; una Europa que,

por diferentes vías según los países, logró sacudirse estos problemas y que, por ello,

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ofrece un marco en el que situar las mucho menos exitosas experiencias del mundo

pobre.

Este capítulo trata acerca de la experiencia europea de lucha contra la pobreza

rural y la inseguridad alimentaria. Consta de cuatro apartados. El primero describe la

situación europea hacia 1750 y muestra que ambos problemas eran por entonces de una

enorme gravedad, comparable a la que se vive en el mundo pobre en el tiempo presente.

El segundo apartado presenta la llamada “transición nutricional” que acabó con el

problema de la inseguridad alimentaria, mientras que los apartados tercero y cuarto

muestran dos vías diferentes por las que los países europeos lograron terminar con la

pobreza rural.

EUROPA EN TORNO A 1750

La sociedad europea era abrumadoramente agraria y rural aún hacia mediados

del siglo XVIII. La mayor parte de la población trabajaba en el sector primario debido,

en primer lugar, al hecho de que la mayor parte de la demanda de los consumidores era

una demanda de alimentos, por lo que, de manera paralela, la mayor parte de la mano de

obra tendía a ser absorbida por el sector que producía dichos alimentos. En segundo

lugar, dadas estas condiciones de demanda, era difícil que el sector agrario pudiera

liberar mano de obra para otros sectores porque operaba con un nivel tecnológico muy

bajo. La mayor parte de procesos productivos agrarios eran muy intensivos en mano de

obra, por lo que no era factible que los agricultores pudieran producir un gran excedente

capaz de sostener un gran volumen de población no agraria. Finalmente, y en tercer

lugar, la ausencia de procesos modernos de industrialización también contribuía a

mantener a la mayor parte de la mano de obra en el campo, dado que no se desataban

grandes fuerzas de atracción desde las ciudades. Por todo ello, la mayor parte de la

población activa europea era población agraria. Dado que la agricultura se desarrollaba

primordialmente en zonas rurales, la mayor parte de la población residía de este modo

en pueblos de pequeñas dimensiones. Tan sólo en contadas regiones de la geografía

europea (en la mitad sur de Inglaterra, en la pequeña república de Holanda) había

comenzado a producirse una cierta (y modesta) modernización; en la mayor parte de

Europa, sin embargo, la sociedad era aún hacia 1750 abrumadoramente agraria y rural.

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La alimentación de las poblaciones europeas era muy deficiente. Las ingestas de

alimentos eran escasas. También eran con frecuencia irregulares: la mayor parte de la

población comía más unos días (meses, estaciones) que otros. En consecuencia, la

mayor parte de la población ingería una cantidad de calorías peligrosamente próxima al

mínimo de subsistencia vital, más si cabe si tenemos en cuenta que estaba empleada en

trabajos que requerían un esfuerzo físico considerable. De cuando en cuando

sobrevenían “crisis de subsistencias”, manifestación antigua de lo que hoy llamamos

inseguridad alimentaria. Ya fuera por problemas climatológicos que conducían a malas

cosechas, ya fuera por las prácticas especulativas de los intermediarios comerciales, de

cuando en cuando los precios de los alimentos básicos crecían más allá de lo que unos

menguados presupuestos familiares podían afrontar. El resultado eran motines, protestas

populares, de vez en cuando políticas públicas encaminadas a corregir las situaciones

más extremas; pero, sobre todo, el resultado era una población con un estado nutritivo

deficiente. Una población que, cuando se sucedían epidemias de enfermedades

comunes, corría un riesgo que hoy nos parecería implausible de fallecer a causa de, por

ejemplo, una gripe.

Se trataba de una dieta no sólo precaria, sino también monótona. Los cereales,

presentes de una u otra manera en prácticamente todas las comidas, eran los reyes de

esta dieta. Otros productos de origen vegetal, como las legumbres o las patatas (estas

últimas un producto traído de América y originalmente, antes de que el crecimiento

demográfico del siglo XVIII forzara a muchos a cambiar de opinión, considerado

impropio para el consumo humano), completaban esta dieta involuntariamente

vegetariana. Involuntariamente vegetariana porque las carnes eran excesivamente caras

para la mayor parte de la población. En las mesas de la aristocracia y el clero (los

estamentos privilegiados de la sociedad europea tradicional), así como la de los grandes

empresarios del comercio (embrión de lo que luego sería la triunfante burguesía liberal

del siglo XIX), no faltaba la carne, convertida en símbolo de estatus. Pero utilizar la

carne de los animales como alimento era, como nos recuerdan los ecologistas del

presente, poco eficiente: la cantidad de tierra que era necesario reservar para la

alimentación de una vaca, de un cordero, podía producir una mayor cantidad de comida

si era empleada en el cultivo de plantas nutritivas para el ser humano. Así que la mayor

parte de la población no podía pagar los precios de la carne, al menos no de manera

regular. Es verdad que esto quizá era más cierto hacia mediados del siglo XVIIII o

incluso a mediados del siglo XIX de lo que lo había sido un siglo, dos siglos atrás,

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cuando la población europea era menos numerosa y la presión sobre la tierra no tan

acuciante. Pero, en cualquier caso, la mayor parte de europeos venían a ser

mayoritariamente vegetarianos por motivos económicos. En consecuencia, no sólo

ingerían pocas calorías, sino que también ingerían pocas proteínas. Y buena parte de las

proteínas que ingerían provenían de vegetales, lo cual las convertía (en las condiciones

de la época) en proteínas de inferior calidad a las de las proteínas animales ampliamente

consumidas por las clases altas. Otra carencia de las dietas de 1750 era la deficiencia

generalizada en la ingesta de calcio, un mineral cuya presencia en el organismo humano

depende del consumo de unos productos lácteos que en la mayor parte de regiones

también eran excesivamente caros.

En suma, un ejemplo de libro de lo que hoy llamamos inseguridad alimentaria:

incapacidad de la sociedad para garantizar a sus miembros el abastecimiento regular de

una dieta que pueda considerarse suficiente y saludable.

Por su parte, el problema de la pobreza rural alcanzaba también dimensiones que

nada tenían que envidiar (y que, de hecho, en no pocos aspectos superaban) a las del

mundo en vías de desarrollo del presente. La mayor parte de los campesinos se

empleaban afanosamente en una variedad de faenas agrarias y ganaderas, e incluso de

vez en cuando en modestas tareas manufactureras o comerciales. Pero, aún así, sufrían

para obtener los ingresos y bienes necesarios para garantizar la reproducción económica

de la unidad familiar. Esto era así fundamentalmente por dos causas. Primero, porque

todo su esfuerzo se desarrollaba en el marco de unas estructuras sociales tremendamente

jerarquizadas. En la (mayor parte de la) Europa previa a la revolución francesa persistía

un “antiguo régimen” cuyas raíces se hundían en el feudalismo medieval y que

establecía una diferenciación profunda (y casi inamovible) entre una estrecha minoría

de propietarios de la tierra (nobleza, clero) y una amplísima mayoría de campesinos en

precario. Las reglas de la sociedad establecían diversos mecanismos a través de los

cuales la mayor parte de los frutos del esfuerzo campesino terminaban canalizándose

hacia las clases altas; el pago de una considerable renta de la tierra por parte de los

campesinos arrendatarios, o el pago del diezmo (una especie de impuesto paraestatal

vinculado a la cosecha anual) a la Iglesia, eran quizá los dos mecanismos más

importantes. En estas condiciones, la mayor parte del crecimiento agrario que pudiera

tener lugar era absorbido por la nobleza y el clero, manteniendo a los campesinos en

niveles de vida que, si bien podían ascender lentamente a lo largo del tiempo,

difícilmente permitían a aquellos alejarse de lo que hoy llamamos línea de pobreza.

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Pero la mala distribución de la tierra y el ingreso agrario no era la única razón

por la que la mayor parte de los campesinos eran pobres. En realidad, si pudiéramos

viajar en el tiempo hacia 1750 e imponer una redistribución forzosa de todas las

propiedades, de tal modo que todas las personas tuvieran exactamente la misma

cantidad de tierra, nos encontraríamos con que los beneficiarios de esta medida serían

tan numerosos que, en realidad, la mayor parte de ellos recibiría parcelas tan pequeñas

que aún continuaría por debajo (o en el entorno) de la línea de la pobreza. No: en

realidad la tarta de la economía preindustrial no era tan grande como para que podamos

culpar a la desigualdad (al antiguo régimen) de (todos) los problemas de la gente

humilde. Hay otro problema fundamental: la falta de crecimiento, o la gran lentitud del

mismo.

La agricultura europea crecía con enorme lentitud porque el nivel tecnológico de

las explotaciones era bajo. En la época previa a las innovaciones que darían lugar a la

agricultura industrializada, los agricultores debían apoyarse en fuentes de energía

orgánicas. No era imposible progresar bajo este régimen tecnológico, como prueba el

caso de los numerosos agricultores del norte de Europa que, siguiendo el método de

ensayo y error, fueron encontrando formas más eficientes de utilizar sus factores

productivos. Pero, incluso en estos casos, el progreso agrario era lento. Y, en la mayor

parte del continente, dicho progreso era mínimo. La productividad de los agricultores,

es decir, el cociente entre la producción y la mano de obra utilizada para dar lugar a

dicha producción, apenas crecía. Lo mismo ocurre con el rendimiento de la tierra, es

decir, el cociente entre la producción y la superficie utilizada, muy afectado por la

necesidad que estos agricultores orgánicos tenían de dejar cada cierto tiempo una parte

de sus campos en barbecho, con objeto de que recuperaran la fertilidad natural. Y no era

sencillo conseguir progresos: esta agricultura orgánica se apoyaba sobre un delicado

equilibrio entre diferentes usos del suelo (cultivos para la alimentación humana, cultivos

para alimentar al ganado, superficies de pasto para el ganado, superficies forestales para

el aprovisionamiento de madera); usos del suelo cuya interdependencia dificultaba la

expansión indefinida de una determinada producción a expensas de las demás. Por todo

ello, el crecimiento de la agricultura europea era verdaderamente lento antes de 1750 y,

en consecuencia, la existencia de grandes bolsas de pobreza y marginalidad rural era

prácticamente inevitable.

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LA TRANSICIÓN NUTRICIONAL

Entre mediados del siglo XIX y aproximadamente la década de 1970, se

desplegó por toda Europa una transición nutricional que acabó con los problemas

tradicionales de inseguridad alimentaria. Esta transición constó de dos etapas: la

primera, de aumento y regularización de la ingestas; y la segunda, de aumento en la

variedad de la dieta. Mientras que la primera fase acabó con la precariedad de las dietas,

la segunda acabó con su monotonía y, muy especialmente, con algunas de las carencias

que arrastraba desde un punto de vista nutricional.

La primera fase de la transición nutricional tuvo como protagonistas a alimentos

aparentemente no muy distintos de los que constituían la dieta tradicional: productos de

origen vegetal, como las patatas, las legumbres o, muy especialmente, diversos tipos de

cereales. La industrialización europea elevó las rentas de la inmensa mayoría de la

población, y los consumidores destinaron una parte sustancial de esos incrementos de

renta a satisfacer de manera más holgada sus necesidades alimenticias. Se consumía

más y se consumía de manera menos fluctuante a lo largo del año. También incluso

pasaron a consumirse mejores productos, o al menos productos que los consumidores

tenían motivos para considerar mejores. Así, por ejemplo, fue fraguándose una

sustitución en el crucial ámbito de los cereales: el consumo de panes y pastas derivadas

de cereales considerados inferiores (como la cebada o la avena) disminuyó rápidamente,

creciendo en su lugar el consumo de productos derivados del trigo. El pan negro,

tradicionalmente vital para las clases populares debido a su menor coste, fue sustituido

por el pan blanco, percibido como un símbolo de estatus.

Desde comienzos del siglo XX comenzó a perfilarse la segunda fase de esta

transición nutricional. Cada vez más europeos destinaron sus incrementos de renta a

comprar alimentos que hasta entonces no habían estado presentes en su dieta (o lo

habían estado en escasa medida). Destacaron aquí en particular los alimentos derivados

de la ganadería, como las carnes y la leche. En el primer caso, un alimento cuyo precio

había resultado hasta entonces un impedimento para el consumo de las clases populares,

pero que ahora, conforme aumentaban las rentas disponibles, comenzaba a ser objeto de

consumo regular también fuera del ámbito de las clases altas. En el segundo caso, el de

la leche, un producto que los nuevos descubrimientos científicos de finales del siglo

XIX y comienzos del XX revalorizaron, al sugerir que el consumo de leche (hasta

entonces un alimento un tanto impopular por los más que habituales fraudes en su

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distribución, los frecuentes problemas de salud causados por su consumo en mal estado

y la percepción social de que se trataba fundamentalmente de un producto medicinal

más que de un alimento de consumo cotidiano) tenía efectos benéficos sobre la salud.

La leche también era relativamente cara, pero el incremento de las rentas fue haciendo

posible que más y más personas pudieran acceder al consumo de la misma. Otros

productos que contribuyeron a aumentar la variedad y la calidad nutricional de las dietas

fueron las frutas y las hortalizas. En todos los casos (carne, leche, frutas, hortalizas), el

discurso médico de la época enfatizaba las virtudes de estos alimentos: se impuso una

nueva visión de la nutrición que, yendo más allá de la energía ingerida por el

organismo (medible a través de las calorías), valoraba también otros elementos, como

por ejemplo las proteínas (y, dentro de estas, las de calidad especialmente elevada

contenidas en las carnes), las vitaminas (como las aportadas por frutas y hortalizas) o

minerales como el calcio (cuya ingesta, tanto entonces como hoy, depende muy

estrechamente de productos lácteos).

La base de la transición nutricional fue, fundamentalmente, la producción

doméstica de alimentos por parte de cada uno de los países europeos. Las importaciones

de comida sí desempeñaron un papel importante en Gran Bretaña, cuyo vasto imperio

abasteció de diversos productos tropicales o semi-tropicales a los consumidores locales

(entre ellos, productos que posteriormente se considerarían tan fuertemente arraigados

en la cultura británica como el té) y cuya política librecambista hizo posible la entrada

de grandes cantidades de cereales o carne congelada procedente de América y Oceanía

(así como derivados lácteos de Escandinavia). En la mayor parte del continente, sin

embargo, los gobiernos optaron desde fines del siglo XIX por políticas proteccionistas

encaminadas a garantizar el sustento de los agricultores del país. Ante la creciente

amenaza representada por las importaciones baratas de productos de clima templado

procedentes de América, Oceanía o las llanuras rusas, y dado el alto peso que la

población agraria aún tenía sobre el conjunto de la población nacional (una diferencia

crucial con respecto al caso británico), los gobiernos optaron por un proteccionismo

agrario que garantizara la cohesión social.

Las diferencias con lo que viven en el tiempo presente los países pobres son, por

lo tanto, muchas. La transición nutricional y el cambio agrario europeos tuvieron lugar

en un momento de la historia durante el cual la ideología liberal triunfante durante

buena parte del siglo XIX estaba comenzando a perder su hegemonía, viéndose

reemplazada por visiones más reguladas y organizadas del sistema capitalista. El viraje

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hacia el proteccionismo agrario fue parte de ese cambio de paradigma en los marcos de

pensamiento, que contrasta con el predominio (de nuevo) de la ideología liberal en el

tiempo presente y con la creciente presión generada a favor de la liberalización de los

mercados agrarios y el desmantelamiento de barreras proteccionistas. Otro contraste

importante es el hecho de que la competencia interpuesta por las importaciones baratas

procedentes de América u Oceanía era una competencia limpia, en el sentido de que la

ventaja de las importaciones se basaba en su menor coste de producción (resultado, a su

vez, de la mayor abundancia de tierra y la mejor organización social de la agricultura en

los territorios de ultramar). En los países pobres del tiempo presente, en cambio, la

competencia interpuesta por los países ricos en los mercados agrarios es menos limpia,

porque se apoya en mayor medida en el apoyo público que los gobiernos conceden a sus

agricultores, cuando no abiertamente en subvenciones a la exportación que hacen que

los productos europeos puedan venderse en el mundo pobre a precios inferiores a su

coste real de producción.

No todos los países europeos consiguieron seguridad alimentaria con igual

rapidez. La transición nutricional fue temprana en los países noroccidentales del

continente, como el Reino Unido, Francia o Alemania, pero comenzó de manera más

tardía y avanzó de manera más lenta en los países de la periferia meridional, como Italia

o España. En los países mediterráneos, el nivel general de desarrollo económico era

menor: también la industrialización había comenzado de manera más tardía y avanzaba

de manera más lenta, con lo que el nivel medio de renta era relativamente bajo y, en

consecuencia, las dietas tardaban un mayor tiempo en transformarse, en especial en lo

que se refiere a la introducción de alimentos relativamente caros como la carne y la

leche. Además, es probable que en la Europa mediterránea también fuera mayor la

desigualdad en la distribución de la renta, con lo que las clases populares tardaron

décadas en acceder a los hábitos alimenticios propios de las clases altas. Finalmente,

también debemos tener en cuenta que, dado que las transiciones nutricionales de los

países dependieron estrechamente de la oferta doméstica de alimentos, el hecho de que

la agricultura mediterránea fuera sustancialmente menos productiva que la de Europa

noroccidental también condicionó el ritmo de la transición. En esa menor productividad

influían la organización social de la agricultura o el grado de urbanización alcanzado

por los países, pero también la climatología: sobre todo en condiciones orgánicas (que

en muchas partes de Europa prevalecieron hasta bien entrado el siglo XX), la aridez

suponía un obstáculo para el progreso de los agricultores mediterráneos. Esto

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contribuye a explicar por qué productos como la leche o la carne de vaca, cuya

producción en condiciones orgánicas requiere elevados grados de humedad (con objeto

de alimentar adecuadamente a los animales con pastos naturales), se abrieron paso con

lentitud en las mesas de los consumidores de la Europa mediterránea.

Pese a estas diferencias entre países y regiones, sí puede establecerse que,

durante las décadas finales del siglo XIX e iniciales del XX fue cristalizando la primera

fase de la transición nutricional por todas partes, mientras que fue sobre todo a partir de

comenzado el siglo XX cuando fue avanzando la segunda fase. Situaciones históricas

puntuales, en particular las guerras (ya fueran las guerras mundiales o guerras civiles en

países concretos) y sus frecuentemente duras posguerras, amenazaron el avance de la

transición nutricional, reviviendo el fantasma del hambre y la inseguridad alimentaria

entre parte de la población. Con todo, una vez superada la Segunda Guerra Mundial, el

cuarto de siglo posterior a 1945 presenció la conformación de un régimen alimentario

de consumo de masas en el marco del cual se difundió definitivamente entre todas las

clases sociales la dieta “moderna”: abundante, regular y con un importante peso para los

alimentos de origen animal. Quedaron definitivamente atrás los tiempos de la

inseguridad alimentaria, al menos en su versión tradicional. (Otro tema sería la posterior

generación de episodios de inseguridad derivados de los excesos de un sistema

alimentario altamente industrializado, como por ejemplo el escándalo de las “vacas

locas” a comienzos del siglo XXI.)

CAMBIO AGRARIO Y DESARROLLO RURAL EN LA EUROPA

NOROCCIDENTAL

En los países europeos de desarrollo más temprano y profundo, el final de la

pobreza rural fue, por lo general, la consecuencia de tres cambios: el progreso de la

agricultura, la consolidación de la agricultura familiar y la aparición de oportunidades

de empleo rural fuera de la agricultura.

El progreso de la agricultura fue a su vez el resultado de tres fases diferenciadas

de innovación tecnológica. La primera, que comenzó en el siglo XVII y se extendió

hasta aproximadamente 1870, presenció el perfeccionamiento de los métodos de

producción tradicionales, de base orgánica. Especialmente en Inglaterra y Holanda, los

agricultores fueron capaces de poner en marcha un círculo virtuoso: reducción de la

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superficie destinada a barbecho, aumento del cultivo de plantas forrajeras y aumento de

la cabaña ganadera. Las plantas forrajeras eran clave, porque contribuían a restablecer la

fertilidad del suelo (reduciendo la necesidad del barbecho) y simultáneamente servían

para alimentar a la cabaña ganadera, fundamental a su vez no sólo para aumentar la

producción ganadera en sí misma sino también por la función de fertilizantes naturales

que cumplían los excrementos de los animales. El resultado fue lo que los historiadores,

no sin exageración, han llamado una “revolución agrícola”. Exageración, porque en

realidad las tasas de crecimiento del PIB agrario fueron bajas en comparación con lo

que sería habitual más adelante. Exageración comprensible, sin embargo, porque este

fue probablemente el momento de mayor dinamismo de la agricultura orgánica europea,

y contribuyó a crear una divergencia entre las economías europeas noroccidentales y,

por ejemplo, unas economías meridionales en las que, por diferentes motivos, los

agricultores no fueron capaces de poner en marcha este tipo de círculo virtuoso.

La segunda fase del progreso agrario, entre 1870 y 1945, fue una fase de

transición desde la agricultura orgánica hacia la agricultura inorgánica. El cambio

tecnológico propio de esta fase no consistió tanto en perfeccionar los métodos

tradicionales como en desarrollar métodos nuevos. Hacia finales del siglo XIX, los

agricultores comenzaron a mecanizar algunas de sus tareas con la ayuda de trilladoras y

cosechadoras, más adelante seguidas por tractores. También comenzaron a utilizar

regularmente fertilizantes químicos con objeto de acelerar el proceso de restauración de

la fertilidad en sus suelos. Hay que aclarar que el uso de estos nuevos medios de

producción, si bien fue difundiéndose conforme avanzaba el periodo, no estaba ni

mucho menos generalizado. También habría que aclarar que, si bien hacia el final del

periodo, los tractores comenzaban a utilizar fuentes de energía inorgánicas, las

máquinas de los inicios del periodo aún eran tiradas por animales. En cualquiera de los

casos, la introducción de estas innovaciones de origen industrial, combinadas con otras

innovaciones de carácter biológico (como la selección de mejores semillas y mejores

razas ganaderas), hizo posible una aceleración del crecimiento agrario en Europa

noroccidental.

Pero fue sobre todo en una tercera fase, después de 1945, cuando se produjo la

gran ruptura. Lo que hasta entonces habían sido innovaciones relativamente dispersas,

aún no demasiado generalizadas, pasaron a constituir un bloque tecnológico: un

conjunto de innovaciones cuyos procesos de difusión eran dependientes entre sí. Tras la

Segunda Guerra Mundial, los campos europeos se llenaron de maquinaria agraria

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ahorradora de mano de obra (con el tractor como gran icono tecnológico) y los más

diversos productos químicos (los ya conocidos, si bien ahora más sofisticados,

fertilizantes químicos, pero también productos encaminados a luchar contra las plagas y

mejorar la seguridad de los cultivos). A ello se unieron innovaciones biológicas en el

plano de las semillas y las razas ganaderas, cuyos rendimientos alcanzaron niveles hasta

entonces insospechados. La gran empresa industrial fue decisiva en la introducción de

este nuevo bloque tecnológico en la agricultura europea, ya que suya era la producción

de estos nuevos inputs. No fue menor tampoco el papel del Estado a través de

inversiones en I+D encaminadas a mejorar la compatibilidad entre estas diferentes

innovaciones y la aplicabilidad de las mismas por parte de agricultores (a través, por

ejemplo, de servicios de “extensión agraria” que buscaban hacer de puente entre las

nuevas tecnologías y la situación concreta de cada comarca o región). La incorporación

del nuevo bloque tecnológico permitió un crecimiento acelerado del sector agrario: un

crecimiento de tal magnitud que (aquí sí) cabría hablar de una revolución agrícola.

Estas tres oleadas de cambio tecnológico, con su consiguiente aumento de la

producción y la productividad agrarias, no habrían sido suficientes para terminar con la

pobreza rural en caso de que los beneficios del crecimiento económico hubieran estado

muy desigualmente distribuidos, de tal suerte que la innovación hubiera beneficiado a

una estrecha elite rural manteniendo a la mayor parte de campesinos en niveles de vida

próximos a la subsistencia. Sin embargo, desde finales del siglo XIX fue

consolidándose en la mayor parte de la Europa noroccidental un modelo familiar de

agricultura. La realidad se encargó de desmentir a quienes opinaban que la introducción

de maquinaria y otras tecnologías supondría la destrucción de las pequeñas

explotaciones a manos de grandes empresas agrarias creadas a imagen y semejanza de

las grandes empresas industriales. En la mayor parte de países (con Inglaterra como

principal excepción), la destrucción del Antiguo Régimen abrió la puerta a profundos

cambios en la organización social de la agricultura. En Francia o Suecia, por ejemplo,

las revoluciones y reformas liberales de los siglos XVIII y XIX favorecieron la

sustitución de la organización tradicional, muy jerarquizada en torno a la oposición

estamental entre señores y campesinos, por una organización en la que predominaban

las pequeñas propiedades campesinas. Incluso allí donde el cambio político no fue tan

favorable a los pequeños campesinos, el simple avance de la industrialización desató

fuerzas de mercado tendentes a reducir la polarización dentro de las sociedades rurales.

Allí, la industrialización creaba alternativas de empleo para las poblaciones rurales más

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desfavorecidas, mejorando así su capacidad de negociación frente a las elites que

controlaban la mayor parte de la tierra. A su vez, estas elites encontraban gracias a la

industrialización nuevos ámbitos de inversión más allá de la sociedad rural. En

consecuencia, cada vez más familias campesinas fueron subiendo peldaños por una

especie de escalera agraria, primero arrendando algunas hectáreas a precios razonables y

más adelante accediendo a la propiedad de pequeñas fincas.

Es cierto que los cambios tecnológicos, sobre todo tras 1945, tenían un cierto

componente de economías de escala, de tal modo que los agricultores muy pequeños sí

se vieron en apuros: si compraban las nuevas tecnologías, se endeudaban; si no, tenían

problemas para competir con aquellos productores a mayor escala que sí habían

comprado dichas tecnologías. También es cierto que, de nuevo sobre todo a partir de

1945, la actividad de los agricultores pasó a estar crecientemente subordinada a las

estrategias de grandes empresas de la industria alimentaria y la distribución comercial;

empresas que, por su tamaño, ejercían poder de mercado sobre los agricultores

familiares, capturando vía precios buena parte de las ganancias de productividad

derivadas de la introducción de nuevas tecnologías agrarias. En otras palabras, es cierto

que la renta de los agricultores creció con mayor lentitud que su productividad. Con

todo, había atenuantes. El umbral a partir del cual las nuevas tecnologías pasaban a ser

rentables no era muy alto: buena parte de los agricultores familiares lo superaban de

inicio, y muchos otros pasaron a superarlo conforme agricultores muy pequeños

abandonaban el negocio y ponían sus tierras en el mercado. Además, a partir de 1962 la

Política Agraria Común creó una especie de Estado del bienestar agrario en la

Comunidad Económica Europea, concediendo un generoso apoyo financiero a los

agricultores (primero, de manera indirecta a través de manipulaciones de precios a favor

de aquellos; más adelante, a partir de la década de 1990, a través de pagos directos o

subsidios). Por todo ello, el crecimiento agrario hecho posible por la innovación

tecnológica no sólo benefició a las elites agrarias e industriales, sino que también se

filtró hacia abajo a una amplia capa de agricultores familiares que, si bien nunca dejaron

de tener niveles de vida inferiores a los de los trabajadores urbanos, sí progresaron con

claridad a lo largo del tiempo. Los agricultores europeos no dejaron de correr un riesgo

considerable de ser pobres en términos relativos (es decir, encontrarse en los tramos de

menor nivel de renta dentro de sus respectivos países), pero sí dejaron de ser pobres en

términos absolutos (es decir, ganar menos del equivalente a uno o dos dólares al día).

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Por si ello fuera poco, a lo largo de los siglos XIX y XX hubo otro elemento que

favoreció el final de la pobreza rural: la aparición de alternativas de empleo fuera de la

agricultura pero dentro del espacio rural. Esto ocurrió de manera especialmente clara en

aquel país en el que en menor medida se había consolidado una agricultura de tipo

familiar y en el que, en consecuencia, mayor habría podido ser el riesgo de que el

crecimiento agrario no redujera las tasas de pobreza rural: Inglaterra. Allí, ya desde el

siglo XVIII, el empleo rural no agrario venía creciendo con rapidez, de tal modo que,

hacia comienzos del siglo XX, ya prácticamente la mitad de la población activa de las

zonas rurales trabajaba en actividades no agrarias. Esta diversificación de la economía

rural más allá de las actividades agrarias había sido resultado en buena medida, de lo

que hoy llamamos desarrollo rural endógeno. El progreso agrario, al aumentar la renta

de los agricultores, aumentó la demanda de bienes y servicios que, como herramientas

para la agricultura, servicios comerciales y de transporte o prendas de vestir, en muchos

casos se fabricaban en el propio medio rural.

Es cierto que, hacia finales del siglo XIX, la geografía económica de la

industrialización cambió, y la industria moderna, cada vez a mayor escala, tendió a

concentrarse cada vez más en ciudades, llevando a la quiebra a algunos de estos

empresarios rurales. Con todo, a lo largo del siglo XX, en Inglaterra y ya por toda

Europa occidental fueron desarrollándose nuevas iniciativas de inversión rural no

agraria. La abundancia de materias primas o fuentes de energía en determinados

espacios rurales los hacía propicios para la recepción de inversiones industriales.

También la proximidad a focos urbanos relativamente congestionados podía ser un

factor de crecimiento industrial en áreas rurales próximas. Finalmente, sobre todo tras

1945, la formación de una sociedad de consumo de masas en Europa occidental impulsó

la demanda de turismo y, por tanto, grandes flujos de capital urbano hacia zonas rurales

preparadas para satisfacer dicha demanda (en especial, zonas de montaña en las que

pudieran construirse estaciones de esquí).

En suma, hubo alternativas de empleo fuera de la agricultura para la población

rural. Esto permitió a muchas familias campesinas poner en práctica estrategias de

pluriactividad, manteniendo un pie en la fábrica y otro (aún) en la explotación agraria.

También permitió a muchas más desligarse de la actividad agraria y centrar su esfuerzo

laboral en actividades que, como las industriales y de servicios, ofrecían niveles de

ingreso claramente superiores. En no pocos casos, participar en estas nuevas actividades

no agrarias ofrecía un vía directa y sencilla de salir de la pobreza; más directa y más

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sencilla, en muchos casos, que aguardar a que el progreso agrario se filtrara hacia abajo

y terminara beneficiando a los agricultores modestos.

Algo similar ocurría con la emigración agraria hacia las ciudades. La emigración

estacional de poblaciones agrarias hacia las ciudades, con objeto de integrarse

temporalmente en los mercados laborales urbanos, ya era habitual en la Europa

preindustrial, pero con el desarrollo de la industrialización fueron intensificándose las

migraciones definitivas. En las ciudades era posible acceder a empleos con mayores

salarios y mejores condiciones laborales, así como a toda una gama de infraestructuras,

equipamientos y servicios. Por ello, ya desde finales del siglo XIX las zonas rurales de

Europa noroccidental comenzaron a perder población. La despoblación rural, si bien

resultó traumática para no pocas comunidades, contribuyó al final de la pobreza rural en

Europa noroccidental porque la emigración de las poblaciones rurales desfavorecidas y

su adecuada inserción en ciudades ya suponía automáticamente una reducción de las

tasas de pobreza rural (y nacional).

La despoblación rural alcanzó grandes proporciones en Francia, donde se

desarrolló durante un largo periodo comprendido entre finales del siglo XIX y finales

del siglo XX. Pero, en países como Reino Unido y Alemania, tras unas décadas iniciales

de despoblación rural a finales del siglo XIX y durante el periodo de entreguerras

(respectivamente), pronto comenzó a surgir un contrapeso: la llegada a los entornos

rurales de poblaciones urbanas de clase media que comenzarían a convertir a numerosos

pueblos en auténticas zonas residenciales. En otras palabras, aunque la despoblación

contribuyó al final de la pobreza rural en Europa noroccidental, su protagonismo fue en

muchos casos menor que el de otros factores como el progreso agrario, la consolidación

de la agricultura familiar y la aparición de alternativas de empleo rural fuera de la

agricultura.

EL FINAL DE LA POBREZA RURAL EN LA EUROPA DEL SUR: UN

CAMINO MÁS SOMBRÍO

Ninguno de los tres factores comentados en el caso anterior estuvo ausente en el

caso de la Europa del sur. Los casos de España, Italia o Portugal se parecen más a los de

los otros países europeos occidentales que, por ejemplo, a los de América Latina, Asia o

África. También en la Europa del sur, en efecto, el final de la pobreza rural fue

15

consecuencia del progreso agrario hecho posible por sucesivas oleadas de cambio

tecnológico, de la distribución social de los beneficios derivados de dicho progreso y de

la formación de una economía rural cada vez menos dependiente de la agricultura.

Hubo, sin embargo, algunas diferencias derivadas del atraso económico del sur de

Europa, y estas diferencias perfilan lo que serían diferencias mucho más marcadas entre

Europa (en su conjunto) y el mundo en vías de desarrollo.

Así, también en la Europa del sur hubo progreso agrario basado en la

incorporación de innovaciones. Los agricultores tradicionales, hasta el siglo XIX

inclusive, no dejaban de ensayar nuevas formas de combinar más eficientemente sus

escasos recursos. Más adelante, durante las primeras décadas del siglo XX, comenzaron

a incorporar medios de producción industriales (maquinaria, fertilizantes químicos) y

lograron aumentos en su productividad gracias a la especialización en cultivos

intensivos (como la viña, el olivar o los frutales), a la selección de razas ganaderas

(mediante la importación de razas extranjeras de mayor rendimiento que las autóctonas)

y a la transformación de numerosas hectáreas en áreas de regadío (con rendimientos

sustancialmente superiores a los del secano tradicional). Y, sobre todo, tras la Segunda

Guerra Mundial, los agricultores del sur de Europa incorporaron con rapidez el nuevo

bloque tecnológico basado en la energía inorgánica, los tractores y los productos

químicos, al tiempo que continuaban implantando innovaciones biológicas (en materia

de semillas y razas ganaderas) y transformando hectáreas de secano en hectáreas de

regadío. Como en Europa noroccidental, el Estado desempeñó un papel importante en

esta modernización tecnológica, facilitando la compra de inputs por parte de los

agricultores (a través de créditos blandos, es decir, de subsidios implícitos) y creando

redes de investigación y extensión agrarias que hicieran posible una adecuada

implantación de las nuevas tecnologías a las condiciones climatológicas y edafológicas

del sur de Europa.

El progreso agrario hecho posible por la absorción de innovaciones tecnológicas

no benefició exclusivamente a las elites terratenientes, sino que se filtró a todos los

grupos de la sociedad rural. En varias regiones de la Península Ibérica e Italia, las

reformas liberales terminaron haciendo posible la consolidación de una agricultura

familiar, conforme la industrialización y las alternativas por ella creadas mejoraban la

posición negociadora de los campesinos, favoreciendo su acceso al arrendamiento de

tierra y, eventualmente, a la compra de la misma. Aunque el importante desembolso

requerido por la modernización tecnológica y el poder de mercado ejercido por la

16

industria y la distribución alimentarias impedían que estos agricultores retuvieran para

sí todas sus ganancias de productividad, el aumento obtenido en sus rentas fue claro.

Incluso en las regiones en las que las reformas liberales terminaron conduciendo a la

formación de sociedades rurales latifundistas, en las que el acceso a la propiedad de la

tierra (y, con él, el modelo de agricultura familiar a pequeña o mediana escala) estaba

menos generalizado, también fue claro el aumento en los salarios de los jornaleros

agrícolas. Ello ocurrió sobre todo a partir de la década de 1950, cuando se aceleró la

industrialización del sur de Europa y la consiguiente aceleración de las migraciones

campo-ciudad volvió escasa la mano de obra rural, obligando a los terratenientes a

pagar mayores salarios (o, en otras palabras, impidiendo a los terratenientes mantener

bajos los salarios agrarios mientras la productividad agraria crecía).

Y, en tercer lugar, también en el sur de Europa fue formándose una economía

rural más diversificada, menos dependiente de la agricultura. También en el sur de

Europa fueron surgiendo alternativas de empleo rural en la industria, la construcción, el

comercio, la administración pública o el turismo. Para finales del siglo XX, una gran

mayoría de la población activa rural estaba ocupada ya en sectores diferentes del

agrario, y en ellos obtenía ingresos superiores a los de los agricultores. El acceso a un

empleo no agrario era, así, una vía más directa para salir de la pobreza rural que la

propia modernización agraria.

Ahora bien, en ninguno de estos tres aspectos (crecimiento agrario, distribución

del ingreso agrario, diversificación rural) resultó la senda tomada por la Europa del sur

tan exitosa como la de la Europa noroccidental. Para empezar, el crecimiento agrario

fue más lento. La primera oleada de cambio tecnológico, el perfeccionamiento de los

métodos de producción tradicionales, tuvo resultados mucho más modestos que en la

Europa del norte. La aridez del clima mediterráneo impedía importar el círculo virtuoso

desarrollado por los agricultores ingleses y holandeses entre los siglos XVII y XIX.

Además, el atraso económico de la Europa del sur hacía que la renta de las poblaciones

urbanas no creciera de manera rápida y, en consecuencia, su demanda de alimentos no

creciera y se diversificara con rapidez suficiente para estimular una mayor

especialización de los campesinos en cultivos y producciones ganaderas de alto

rendimiento. Así, a comienzos del siglo XX, los agricultores del sur de Europa eran

mucho menos productivos que los del norte.

La modernización tecnológica del siglo XX sirvió a los agricultores del sur de

Europa para experimentar un progreso indudable, pero no para converger de manera

17

sustancial con sus homólogos del norte. Para empezar, la propia modernización,

condicionada por el atraso en la industrialización y la urbanización de Europa del sur

(que, por ejemplo, hacían que la mano de obra disponible para faenas agrarias fuera

relativamente abundante, desincentivando la adopción de tecnologías ahorradoras de

mano de obra) fue más lenta. Y, tras 1950, cuando se aceleró el proceso de

incorporación de innovaciones tecnológicas, la productividad de los agricultores del sur

de Europa continuó lastrada por el reducido tamaño medio de las explotaciones, que

reflejaba la presencia de una proporción considerable de explotaciones excesivamente

pequeñas.

Por su parte, aunque también en la Europa del sur se consolidó (hablando en

términos generales) un modelo de agricultura familiar, en las regiones más meridionales

de los distintos países las reformas liberales del siglo XIX abrieron la puerta a la

formación de sociedades rurales latifundistas. Una estrecha capa de terratenientes se

hizo con grandes superficies de tierra, mientras se formaba una masa de proletarios

agrarios dependientes del trabajo asalariado para su sustento. Esto hizo que, sin

perjuicio de que los jornaleros terminaran beneficiándose del crecimiento agrario, la

distribución social de los beneficios de dicho crecimiento fuera mucho más desigual que

allí donde se habían formado sociedades rurales campesinas, basadas en la agricultura

familiar a pequeña y mediana escala. De hecho, los jornaleros agrarios del sur de

España, por ejemplo, eran el grupo ocupacional con mayor riesgo de encontrarse por

debajo de la línea de pobreza. En realidad, hasta bien entrado el siglo XX no lograron

estos jornaleros colocarse por encima de dicha línea, y aún a finales de siglo sufrían las

tasas de pobreza relativa (es decir, ingresos inferiores a la mitad de la media del país)

más elevadas.

Finalmente, tampoco la diversificación de la economía rural fue en el sur de

Europa tan profunda como en el norte. Para cuando la agricultura del sur de Europa

comenzó a crecer de manera sostenida y apreciable, se había cerrado ya la ventana de

oportunidad para el tipo de desarrollo rural endógeno que se había producido en

Inglaterra durante el siglo XIX. De hecho, durante el siglo XX la agricultura del sur de

Europa crecería con mayor rapidez que la inglesa del siglo XIX, pero ya no se

generarían encadenamientos tan significativos con el sector rural no agrario. La

geografía económica de la industrialización había pasado a depender en mucha mayor

medida que antes de las economías de escala y las economías externas. Esto iba en

detrimento de las posibilidades de diversificación de las economías rurales,

18

caracterizadas por un mercado local estrecho (dada la baja densidad de población y el

predominio de niveles de renta relativamente bajos) y la ausencia en la mayor parte de

casos de una tradición empresarial moderna en los sectores industriales y de servicios.

En consecuencia, buena parte del crecimiento agrario se encadenó con el progreso de

empresas no agrarias localizadas en las ciudades. Hay que apreciar también que este

crecimiento agrario era, sobre todo tras 1950, muy ahorrador de mano de obra, por lo

que, combinado con la rápida industrialización vivida a partir de entonces por los países

del sur de Europa, generaba una gran bolsa de población agraria susceptible de emigrar

a las ciudades en caso de no generarse suficiente empleo rural no agrario en sus pueblos.

Y esto es exactamente lo que ocurrió: en el sur de Europa, con España a la

cabeza, se vivió un proceso de despoblación que en algunos casos adquirió tintes

extremos, vaciando pueblos y comarcas enteras, trastocando sus estructuras

demográficas de manera difícil de revertir (dado el gran protagonismo de las

poblaciones jóvenes en el éxodo rural, con el consiguiente envejecimiento de lo que

quedaba de las sociedades rurales) y en no pocos casos creando una atmósfera de

desánimo y desarticulación local que tardaría muchos años en desaparecer. Unas pocas

zonas rurales fueron capaces de diversificar sus economías, generalmente como

consecuencia de la presencia de recursos naturales estratégicos (energía hidroeléctrica y

carbón para la industria, nieve para el turismo de esquí) o como consecuencia del

desbordamiento espacial del crecimiento empresarial en grandes aglomeraciones (como

ocurría en los entornos rurales de Madrid, Barcelona, Milán o Turín). Aquí la creación

de alternativas fuera de la agricultura, resultado más de la incorporación del espacio

rural a estrategias de inversión urbanas que de un desarrollo rural endógeno, fue

suficiente para evitar la despoblación; pero, en la mayor parte de zonas rurales, la

diversificación de la economía rural fue más débil y, en consecuencia, la emigración

hacia las ciudades desempeñó un papel más acentuado como mecanismo de mitigación

de la pobreza rural.

Es cierto que esta masiva emigración campo-ciudad no tuvo los efectos sociales

desestructurantes que tras la Segunda Guerra Mundial sí tuvo en buena parte del mundo

en vías de desarrollo. La transición demográfica del sur de Europa no tendría los tintes

explosivos de la del Tercer Mundo. Los emigrantes rurales se integraron de manera

saludable en sus ciudades de destino, satisfaciendo sus expectativas laborales y

personales. Las ciudades fueron capaces de acoger a estos emigrantes sin que se

generaran grandes bolsas de exclusión o marginalidad. Sin embargo, esta forma de

19

mitigar la pobreza rural resultaba un tanto más indirecta: más que una mejora en las

condiciones de vida de las comunidades rurales, la mejora provenía del abandono de

dichas comunidades y la correcta inserción de los emigrantes rurales en ciudades que

concentraban la mayor parte del progreso económico.

En suma: crecimiento agrario, difusión social de dicho crecimiento y

diversificación de la economía rural; por lo tanto, una vía europea de acabar con la

pobreza rural. Pero, en comparación con la Europa noroccidental, un crecimiento

agrario más lento, una mayor desigualdad en la distribución de los frutos de dicho

crecimiento y un sector rural no agrario más débil; una pobreza rural que persiste

durante mayor tiempo y que, cuando desaparece, lo hace en un grado considerable

gracias a la transformación de la población rural pobre en población urbana no pobre.

Características todas ellas que, amplificadas y potenciadas, caracterizarán las

experiencias de América Latina, África y la mayor parte de Asia.

BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA BAIROCH, P. (1999): L’agriculture des pays développés: 1800 à nos jours. París, Economica. COLLANTES, F. y PINILLA, V. (2011): Peaceful surrender: the depopulation of rural Spain during the

twentieth century. Newcastle-upon-Tyne, Cambridge Scholars Publishing. CUSSÓ, X. (2010): "Transición nutricional y globalización de la dieta en España en los siglos XIX y XX.

Un análisis comparado con el caso francés", en G. Chastagnaret, J. C. Daumas, A. Escudero y O. Raveux (eds.), Los niveles de vida en España y Francia (siglos XVIII-XX), Alicante, Universidad de Alicante, pp. 105-127.

FEDERICO, G. (2005): Feeding the world: an economic history of agriculture, 1800-2000. Princeton, Princeton University Press.

GRIGG, D. (1992): The transformation of agriculture in the West. Oxford, Blackwell. LAINS, P. y PINILLA, V. (eds.) (2009): Agriculture and economic development in Europe since 1870.

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Barcelona, Crítica. SMIL, V. (2000): Feeding the world: a challenge for the twenty-first century. Cambridge, MIT Press. WRIGLEY, E. A. (2004): Poverty, progress and population. Cambridge, Cambridge University Press.

20

Capítulo 2

AMÉRICA LATINA

Hoy día América Latina presenta los mejores resultados del mundo pobre en

materia de desarrollo rural y seguridad alimentaria. La proporción de latinoamericanos

por debajo de la línea de pobreza extrema es inferior al 10 por ciento, frente a más del

30 por ciento en Asia y más del 60 por ciento en el África subsahariana. La proporción

de latinoamericanos malnutridos es también inferior al 10 por ciento, mientras asciende

por encima del 20 por ciento en el África subsahariana. Otros indicadores de calidad de

la dieta, como la ingesta de proteínas o la variedad de alimentos consumidos, también

sitúan a América Latina por delante de los otras regiones del mundo pobre. En todos

estos aspectos, sin embargo, América Latina no consigue igualar el éxito europeo en

cuanto a eliminación de la pobreza rural y la inseguridad alimentaria. Y varios países

latinoamericanos, sobre todo fuera del Cono Sur, se encuentran en una situación no tan

diferente de la del resto del mundo pobre.

¿Cuáles han sido las causas por las que América Latina no ha sido capaz de

igualar el éxito europeo? Para responder nos centraremos en el periodo posterior a 1850,

durante el cual la región vivió diversas fases de crecimiento económico y diversos

intentos políticos de impulsar el desarrollo. El capítulo consta de cinco apartados. El

primero explica por qué el modelo agroexportador puesto en marcha durante la segunda

mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX fue una oportunidad perdida

para el aumento del nivel de vida de la mayor parte de la población rural. El segundo

analiza las luces y sombras de los diversos tipos de reforma agraria que se pusieron en

práctica en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El tercero argumenta

que la década de 1980, marcada por la implantación de la agenda neoliberal del

consenso de Washington, fue una década perdida para el desarrollo rural y la seguridad

alimentaria. Finalmente, los apartados cuarto y quinto comentan el tiempo presente,

describiendo sucesivamente el régimen agroalimentario globalizado que emergió a

21

partir de la década de 1990 y algunas de las alternativas (y complementos) al mismo que

han ido tomando forma en las últimas dos décadas.

ECONOMÍA AGROEXPORTADORA Y PERSISTENCIA DE LA POBREZA

RURAL (1850-1945)

Durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, las

economías latinoamericanas se orientaron hacia la exportación de productos agrarios a

los mercados de los países desarrollados de Europa y Estados Unidos. Se daban para

ello condiciones propicias, como la abundancia de tierra (dadas las bajas densidades de

población), el crecimiento de la demanda europea y estadounidense de productos

agrarios (dados sus crecientes niveles de renta y especialización industrial) y unos

costes de transporte marítimo cada vez más bajos (dadas innovaciones tecnológicas

como el barco de vapor). Dadas estas condiciones, las exportaciones de productos

agrarios crecieron por todas partes en América Latina durante la segunda mitad del siglo

XIX y los primeros años del XX: productos tropicales, como el café, el caucho, el

cacao, los plátanos o el azúcar, que se exportaban desde América central y el Caribe; y

productos de clima templado, como cereales, carne y lana, que se exportaban desde el

Cono Sur. Estas exportaciones primarias se destinaban en su mayor parte a Gran

Bretaña (inicialmente el comprador más importante), Estados Unidos (el más

importante ya a la altura de 1913), Francia y Alemania.

La opción por el modelo agroexportador no fue, probablemente, una decisión

equivocada de los gobiernos latinoamericanos. De hecho, los dominios británicos de

Canadá, Australia o Nueva Zelanda también se orientaron hacia las exportaciones de

productos agrarios, haciendo de ellas el punto de partida de un exitoso proceso de

desarrollo económico. De especial interés para nuestro tema es el caso de Australia y

Nueva Zelanda, que, pese a no avanzar gran cosa en su proceso de industrialización y

permanecer en buena medida como economías agrarias, a la altura de la Primera Guerra

Mundial disfrutaban de los mayores niveles medios de renta per cápita del mundo y no

se enfrentaban ya a problemas en materia de pobreza rural. En América Latina, en

cambio, el modelo agroexportador tuvo mucho menos éxito, no sólo de cara a impulsar

el desarrollo económico general, sino también a la hora de mitigar la pobreza rural. ¿A

qué se debió la diferencia? Básicamente a tres factores: en primer lugar, el crecimiento

22

experimentado por las exportaciones agrarias fue relativamente lento o, cuando menos,

inferior al potencial; segundo, las estructuras sociales con que se organizaba la

agricultura condujeron a una distribución muy desigual del ingreso agrario,

obstaculizando la filtración del crecimiento agroexportador hacia abajo en la escala

social; y, tercero, la agricultura doméstica (la que no estaba orientada hacia la

exportación, sino hacia el abastecimiento alimentario de la población local) tuvo

resultados mediocres. Estudiaremos sucesivamente estos tres factores.

El crecimiento experimentado por la agricultura latinoamericana durante la

segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX fue importante, pero inferior al de las

agriculturas de otras regiones agroexportadoras de características similares como

Norteamérica y Oceanía. Por ello, cabe argumentar que se trató de un crecimiento

inferior al potencial. Las exportaciones de productos agrarios crecieron, pero, sobre un

total de 21 países, tan sólo dos (Argentina y Cuba), lograron un crecimiento exportador

no muy alejado del de Norteamérica y Oceanía. En la mayor parte de países, el ritmo

agroexportador quedó bastante por detrás como consecuencia de una menor

incorporación de innovaciones tecnológicas y una excesiva concentración en uno o dos

productos de exportación.

La agricultura latinoamericana no experimentó, en términos generales, un

proceso de modernización tecnológica comparable al de Norteamérica y Oceanía. En

Norteamérica, en particular, la escasez relativa de mano de obra hizo que los salarios

agrarios fueran bastante elevados y, en respuesta a ello, los agricultores se interesaron

por adoptar innovaciones ahorradoras de mano de obra que, como las segadoras,

cosechadoras y trilladoras, incrementaron grandemente la capacidad productiva de las

explotaciones. Sin embargo, en América Latina la escasez relativa de mano de obra no

generó estos efectos: los salarios agrarios eran relativamente bajos y mostraron una

escasa tendencia al crecimiento a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Para

comprender esta paradoja, hay que comprender la organización social de la agricultura

latinoamericana. Las estructuras agrarias latinoamericanas no experimentaron grandes

transformaciones a raíz de la independencia. Al deshacerse del estatus colonial, los

nuevos gobiernos latinoamericanos se encontraron con un mayor margen de maniobra

para organizar su comercio exterior y para recibir inversiones extranjeras, pero no

hicieron gran cosa por alterar la organización de la agricultura. La mayor parte de la

tierra continuó concentrada en las grandes haciendas propiedad de una reducida elite de

terratenientes, mientras que la mayor parte de la población agraria estaba compuesta por

23

campesinos pobres que trabajaban como jornaleros en las haciendas y buscaban

completar sus ingresos con pequeñas explotaciones familiares y el desempeño de

modestas actividades complementarias (como el transporte terrestre). Esta desigual

distribución de la propiedad de la tierra, al privar de oportunidades de ascenso social a

buena parte de la población, permitió a los terratenientes disponer de abundante mano

de obra y remunerarla con salarios bajos. Diversas regulaciones laborales contribuyeron

también a ello, como por ejemplo aquellas que fijaron salarios agrarios máximos en

niveles inferiores a los de equilibrio. Esto, además de impedir un mayor desarrollo

humano de buena parte de la población campesina, actuó en contra de la modernización

tecnológica de la agricultura latinoamericana: los terratenientes latinoamericanos tenían

menos incentivos que los propietarios norteamericanos para introducir innovaciones

ahorradoras de mano de obra.

La otra razón por la que las exportaciones agrarias latinoamericanas no crecieron

con mayor rapidez fue el hecho de que la mayor parte de países contaba con una base

exportadora muy poco diversificada. A la altura de 1913, en la mayor parte de países, el

principal producto de exportación representaba más del 50 por ciento de las

exportaciones totales. Si bien algún país aislado logró diversificar su base exportadora

(como Argentina, con su trigo, centeno, cebada, maíz, carne, lana, cuero…), la mayor

parte de países dependían excesivamente de uno o dos productos de exportación. La

incapacidad mostrada por la mayor parte de países para diversificar su base exportadora

limitaba el potencial de crecimiento de sus exportaciones. Una de las explicaciones que

manejan los especialistas para explicar este escaso grado de diversificación exportadora

tiene que ver con las características del sistema financiero latinoamericano. El sistema

financiero estaba relativamente poco desarrollado, y tenía escasa capacidad para

transferir recursos hacia actividades empresariales innovadoras y arriesgadas, entre ellas

el intento de probar suerte con nuevos productos de exportación.

Aunque la lentitud del cambio tecnológico y la dependencia excesiva de uno o

dos productos impidieron un crecimiento más rápido de las exportaciones

latinoamericanas, tampoco está claro que más exportaciones agrarias hubieran

conducido automáticamente a menor pobreza rural. Como se ha comentado

anteriormente, las estructuras sociales de la agricultura estaban muy jerarquizadas y, en

consecuencia, la mayor parte del crecimiento agroexportador era absorbido por una

estrecha elite de grandes terratenientes, así como por un grupo también pequeño de

comerciantes de importación-exportación. En contraste, la mayor parte de la mano de

24

obra que trabajaba en las haciendas orientadas hacia la agroexportación trabajaba a

cambio de salarios muy bajos. En estas condiciones, el crecimiento agroexportador

apenas se filtraba hacia abajo en la escala social y las tasas de pobreza rural se

mantenían elevadas.

Hasta ahora hemos estudiado los motivos por los cuales la agroexportación

apenas mitigó la pobreza rural: el crecimiento agroexportador fue inferior al potencial y,

además, no se filtraba hacia abajo. Pero, además, se daba el problema de que, fuera del

sector agroexportador, los resultados de la agricultura doméstica (la agricultura

orientada hacia el abastecimiento alimentario de la población local) fueron mediocres.

En realidad, la agricultura doméstica era incluso más determinante para los niveles de

vida rurales, ya que absorbía un volumen mucho mayor de mano de obra. Los

mediocres resultados de esta agricultura doméstica condenaron a la mayor parte de la

población rural a trabajar en un sector cuyos niveles de productividad eran muy bajos.

En dos países decisivos por su tamaño, Brasil y México, a comienzos del siglo XX un

60 por ciento de la población activa estaba empleada en la agricultura doméstica, pero

apenas era capaz de aportar un 25 por ciento del PIB. En otras palabras, la

productividad de los agricultores domésticos era inferior a la mitad de la productividad

media de la economía. Los agricultores domésticos estaban así abocados a percibir unos

muy bajos niveles de ingreso, permaneciendo en su mayor parte por debajo de la línea

de pobreza.

Uno de los problemas de la agricultura doméstica era que se beneficiaba en

escasa medida de las innovaciones tecnológicas y organizativas que paralelamente

pudieran estar implantándose en la agricultura de exportación. En la mayor parte de

países, la agricultura de exportación y la agricultura doméstica producían mercancías

muy diferentes entre sí y, por tanto, las innovaciones tecnológicas vinculadas a las

producciones para la exportación eran de escasa utilidad para las producciones

orientadas al consumo doméstico. El Cono Sur fue una excepción, ya que su agricultura

de exportación consistía en productos de clima templado que, como los cereales o la

carne, también constituían la base de la dieta de la población local. En este caso, sí

podían darse procesos espontáneos de difusión tecnológica desde la agricultura de

exportación hacia la agricultura doméstica. (Por ejemplo, mejoras técnicas en la cría del

ganado podían repercutir sobre todo el sector ganadero, con independencia de que su

producción estuviera destinada a la exportación o al consumo interno.) Fuera del Cono

Sur, sin embargo, la agricultura de exportación consistía en productos tropicales que no

25

tenían demasiado que ver con los granos básicos que se producían para la alimentación

de la población local.

Otro problema de la agricultura doméstica fue la precariedad del sistema de

transportes. En una región con tan bajas densidades de población, y en la que el capital

era un factor relativamente escaso, los costes del transporte interno se mantuvieron

elevados. Las inversiones en infraestructuras de transporte se orientaron sobre todo al

funcionamiento de la economía agroexportadora (puertos y ferrocarriles que conectaran

las zonas de agricultura exportadora con dichos puertos), más que a la articulación

interna del territorio latinoamericano. En consecuencia, el crecimiento del sector

exportador generó pocos encadenamientos de consumo sobre la agricultura doméstica.

En casos excepcionales, como el de las regiones mineras de Chile, el aumento de

ingresos de la población vinculada al sector exportador (la minería) estimuló la

transformación de la agricultura doméstica. Pero, en la mayor parte de América Latina,

los agricultores orientados hacia el mercado interior estaban demasiado mal

comunicados con las ciudades portuarias (el foco en que se concentraban los beneficios

de las actividades exportadoras) como para que el aumento de la demanda urbana

indujera transformaciones positivas en sus prácticas agrarias.

Dada la ausencia de difusión tecnológica y dados los elevados costes de

transporte, los resultados de la agricultura doméstica continuaron dependiendo en buena

medida de la inercia. Y se trataba de una inercia poco favorable: la concentración de la

propiedad de la tierra y la formación de sociedades agrarias muy desequilibradas no

sólo retardaban el desarrollo humano de buena parte de la población, sino que también

desincentivaban la adopción de innovaciones tecnológicas por parte de la elite

terrateniente. Se trataba de un marco institucional que distorsionaba el mercado laboral

agrario (al establecer salarios máximos inferiores a los salarios de equilibrio de

mercado) en lugar de dejarlo funcionar en libertad. Un marco institucional que

aseguraba los intereses de una elite a costa de retardar el desarrollo económico a largo

plazo del conjunto de la sociedad.

LA ERA DE LAS REFORMAS AGRARIAS (1945-1980)

Tras el colapso del modelo agroexportador durante el periodo de entreguerras

(especialmente, a raíz de la Gran Depresión iniciada en 1929), las economías

26

latinoamericanas se reorientaron hacia dentro. Lo que en principio fue un cambio de

rumbo forzado por circunstancias externas desfavorables, se convirtió, en las décadas

posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en un auténtico cambio de paradigma en

materia de política económica con el paso a una estrategia de industrialización por

sustitución de importaciones (ISI). Aunque el cambio de paradigma centró el énfasis en

la industria, también afectó a la agricultura y al medio rural. Lo hizo sobre todo a través

de la puesta en marcha, por primera vez en la historia latinoamericana (con la excepción

de México), de programas para la reforma de las estructuras agrarias. Podemos así

hablar del periodo 1945-1980 como la era de las reformas agrarias.

Los gobiernos latinoamericanos y sus asesores encontraron al menos cuatro

buenos motivos para impulsar reformas agrarias. En primer lugar, una reforma agraria

que mejorara la capacidad de acceso a la tierra de las poblaciones campesinas

(reduciendo, por tanto, el elevadísimo grado de concentración de la propiedad de la

tierra heredado del periodo agroexportador) serviría para reducir la desigualdad y, por

esa vía, fortalecer la cohesión social. En segundo lugar, la reforma agraria podía

contribuir a la ISI: una población campesina más próspera podía convertirse en

demandante de productos industriales fabricados por las empresas nacionales,

ensanchando así el tamaño de ese mercado interior hacia el que ahora se orientaba la

política económica. Tercero, en un momento en el que los gobiernos buscaban afirmar

su autonomía con respecto a las tradicionales elites terratenientes y comerciales, una

reforma agraria serviría para fortalecer el aparato estatal, al requerir la obtención de

grandes cantidades de información encaminadas a mejorar la toma de decisiones

públicas. (Cualquier programa de redistribución de tierras, por ejemplo, necesitaba

partir de un catastro o un registro de tierras razonablemente fiable y sistemático.) Y, en

cuarto y último lugar, Estados Unidos, en el marco de la guerra fría, era abiertamente

favorable a la puesta en marcha de reformas agrarias que condujeran a la consolidación

de pequeños agricultores familiares y, de ese modo, alejaran el fantasma de una

revolución comunista en países que, como los latinoamericanos, reunían condiciones de

atraso económico y desigualdad social que los convertían en candidatos potenciales a tal

revolución. (Tanta era la importancia concedida por la administración estadounidense a

este tema que llegó a condicionar su financiación y cooperación con el desarrollo

latinoamericano a que los países beneficiarios efectivamente presentaran algún tipo de

propuesta de reforma agraria.)

27

Algunos incluso añadían un quinto motivo: dado que comenzaba a demostrarse

que las explotaciones pequeñas mostraban rendimientos de la tierra superiores a los

latifundios (haciendo un uso más intensivo del espacio), una reforma agraria que

favoreciera la consolidación de una agricultura campesina a pequeña escala conduciría a

un aprovechamiento más eficiente de los recursos naturales de los países. (Un

contraargumento, sin embargo, era que la productividad del trabajo era, en cambio,

claramente superior en la agricultura latifundista.)

Pero, ¿en qué consistían exactamente las reformas agrarias de las que tanto

comenzó a hablarse y que, en parte, comenzaron también a ser aplicadas? La reforma

agraria tenía en realidad dos variantes. Por un lado, la reforma agraria podía consistir en

la expropiación de latifundios, generalmente aquellos cuyos propietarios pudieran ser

objetivamente acusados de estar manteniendo tierras infrautilizadas. Estas amplias

extensiones de tierra serían posteriormente redistribuidas hacia campesinos en precario

o jornaleros sin tierra. Una segunda variante de la reforma agraria consistía en favorecer

el acceso de los campesinos a otra reserva de tierra infrautilizada: las tierras públicas

pertenecientes a ayuntamientos o comunidades locales. Estas tierras, generalmente

también infraexplotadas como consecuencia de las regulaciones que pesaban sobre su

gestión, podían pasar a convertirse en propiedad privada de campesinos que hasta

entonces, en el mejor de los casos, no habrían pasado de ser usufructuarios parciales y

restringidos de las mismas.

A su vez, cada una de estas dos variantes, una vez puesta en práctica, podía

desdoblarse en dos posibles subvariantes. La expropiación de latifundios podía llevarse

a cabo mediante abierta confiscación por parte del Estado, o bien podía llevar aparejada

la concesión de algún tipo de indemnización a los terratenientes afectados. (A su vez,

esta indemnización podía o no aproximarse al valor de mercado de los terrenos. Si la

indemnización era muy inferior al valor de mercado, la operación tenía un cierto tinte

confiscatorio.) Y la privatización de tierras públicas podía ser el resultado de un simple

reparto de tierras entre los campesinos, o bien de algún tipo de subasta o de sistema de

venta por parte del Estado. (También aquí el precio de venta pública de los terrenos

podía o no aproximarse al valor de mercado. Si el precio era muy inferior al de

mercado, el resultado era una especie de subvención implícita que no hacía la operación

tan diferente de un reparto.)

Casi todos los gobiernos latinoamericanos pusieron en marcha algún tipo de

reforma agraria basada en algún tipo de combinación de estas diversas variantes. El

28

resultado, sin embargo, no fue una gran transformación en las estructuras agrarias.

Hacia el final del periodo, en torno a 1980, la distribución de la tierra latinoamericana

continuaba siendo la más desigual del mundo. En absoluto se había generalizado el

modelo de agricultura familiar a pequeña y mediana escala que venía difundiéndose por

Europa desde fines del siglo XIX. La mayor parte de reformas agrarias fueron reformas

sobre el papel: programas genéricos cuya plasmación real fue mucho más modesta que

sus declaraciones teóricas. Salvo en México (donde ya desde comienzos del siglo XX

venía gestándose una reforma de cierta entidad) y Bolivia (a partir de la década de

1950), las reformas agrarias apenas afectaron a una pequeña parte de la superficie de los

países y apenas beneficiaron a una pequeña parte de la población campesina y jornalera.

(Sintomáticamente, en los países que ocuparían los lugares tercero y cuarto en el

ranking, Perú y Chile, la proporción de familias campesinas beneficiadas por la reforma

fue ya inferior al 25 por ciento.)

Este resultado reflejaba que, si bien las elites terratenientes habían perdido cierto

peso sobre las decisiones del Estado (en comparación con lo que había sido habitual

durante el periodo agroexportador), continuaban manteniendo un gran margen de

influencia. Incluso durante una era histórica marcada por la ISI, y la consiguiente

formación de alianzas entre el Estado y nuevos grupos emergentes (como las burguesías

industriales nacionales o la clase obrera urbana), el poder social y político de los

terratenientes fue suficiente para impedir redistribuciones masivas de tierra y cambios

sustanciales en la organización de las sociedades rurales. Por otra parte, no todas las

poblaciones campesinas estaban igualmente entusiasmadas en torno a la redistribución

de tierras. Los jornaleros sin tierra apoyaban el proyecto, pero muchos pequeños y

medianos campesinos estaban en contra. Estos pequeños y medianos campesinos

contrarios a la reforma habían logrado, tras años (y en ocasiones, tras generaciones) de

esfuerzo, una posición ligeramente superior dentro de la jerarquía rural: sin ser

agricultores acomodados, tampoco eran jornaleros desposeídos. Poseían una pequeña

parcela, accedían a algunas hectáreas más vía arrendamiento, combinaban diferentes

fuentes de ingreso: tenían la sensación de estar ascendiendo por una especie de

“escalera agraria” gracias a sus propios méritos y no veían con buenos ojos un ascenso

automático de los jornaleros a ese nivel. En suma, las reformas agrarias no llegaron más

lejos porque los terratenientes mantenían mucho poder político, pero también porque

quienes no eran terratenientes estaban lejos de constituir un frente unido a favor de la

reforma.

29

¿Cuánto mejor habría sido que estas reformas agrarias hubieran tenido un mayor

alcance? Un seguimiento de las experiencias de redistribución de la tierra que

efectivamente sí tuvieron lugar no mueve al optimismo. En muchas regiones

latinoamericanas, el tradicional predominio del latifundio se traducía en ausencia de

conocimientos por parte de los campesinos acerca de cómo hacer funcionar un sistema

agrario a pequeña escala e intensivo en mano de obra. Faltaban los conocimientos

técnicos, y faltaban también conocimientos acerca del funcionamiento de los mercados,

de los intermediarios, de las industrias procesadores de alimentos… Además, muchas de

las nuevas explotaciones creadas al calor de las reformas agrarias se vieron pronto

envueltas en graves problemas financieros. Los nuevos agricultores familiares

contrajeron grandes deudas con objeto de adquirir medios de producción modernos

(máquinas y productos químicos) que les permitieran ser competitivos frente a

agricultores de mayor dimensión, pero en muchos casos fueron incapaces de obtener

unos beneficios suficientes para devolver los préstamos y, en consecuencia, perdieron

las tierras que la reforma agraria había puesto en sus manos. Hacia el final del periodo,

una parte no despreciable de la tierra redistribuida había regresado a los grandes

propietarios como consecuencia de las dificultades atravesadas por los pequeños

productores.

La era de las reformas agrarias se cerró con gran pesimismo en torno a 1980.

Para entonces, existía la sensación generalizada de que las reformas no habían llegado

lejos y de que ni siquiera sus modestas realizaciones habían tenido los efectos deseados.

Teniendo en cuenta que se había tratado de medidas tremendamente polémicas dentro

de cada una de las sociedades afectadas (al cuestionar el status quo agrario vigente

durante más de un siglo), las reformas agrarias comenzaron a ser vistas por los

gobernantes y analistas como proyectos cuyos resultados no terminaban de compensar

las complicaciones políticas asociadas. Además, hacia 1980 la propia estrategia de ISI

en que se habían inscrito las reformas agrarias había comenzado a volverse inviable

como consecuencia de los desequilibrios macroeconómicos acumulados durante el

cuarto de siglo previo. Las reformas agrarias desaparecerían así de la agenda política del

desarrollo rural a lo largo de la década de 1980.

A pesar de que las reformas agrarias que redistribuían tierra fueron la medida

estrella de este periodo, muchos gobiernos desarrollaron paralelamente programas de

fomento de la agricultura que, no sin cierta confusión, también se aprestaron a calificar

como reformas agrarias: reformas no tanto sociales como técnicas, consistentes en

30

favorecer la modernización de las prácticas agrarias. Recordemos que las décadas

posteriores a la Segunda Guerra Mundial se formó un bloque tecnológico compuesto

por maquinaria agraria, productos químicos y el uso de combustibles fósiles; bloque

tecnológico que permitió grandes crecimientos en las agriculturas europeas.

En el mundo en vías de desarrollo, este bloque tecnológico se vio compuesto por

un elemento adicional de gran importancia: las variedades de alto rendimiento. Este

elemento no fue promocionado por los gobiernos latinoamericanos tanto como por

Estados Unidos. En el contexto de la Guerra Fría, el gobierno estadounidense y

fundaciones privadas estadounidenses financiaron ambiciosos programas de

investigación agronómica en el Tercer Mundo encaminados a desarrollar sobre el

terreno semillas de cultivos básicos que produjeran rendimientos superiores a los de la

agricultura tradicional. (La motivación subyacente era, una vez más, combatir el atraso

agrario para impedir el posible avance de ideas comunistas.) Se trataba de lo que con el

tiempo se denominaría la “revolución verde”, y México, de la mano de experimentos

para mejorar los rendimientos de las semillas de maíz, se convertiría en el primer campo

de desarrollo de la misma.

Y, allí donde no alcanzaba la mano estadounidense, la mano soviética actuaba en

una dirección similar. El triunfo de la revolución castrista y la posterior alineación de

Cuba con el bloque comunista favorecieron una modernización de la agricultura cubana

en clave soviética. El régimen castrista no alteró significativamente las estructuras

agrarias: más bien tendió a reemplazar las grandes haciendas tradicionales por grandes

granjas estatales, dejando escaso margen para el desarrollo de una agricultura campesina

a pequeña escala. Más que una reforma redistributiva, lo que puso en práctica fue una

reforma técnica. La Unión Soviética, más que dispuesta a financiar a su único aliado

americano, exportó a Cuba maquinaria y productos químicos a precios inferiores a los

de mercado, impulsando así la adopción del nuevo bloque tecnológico por parte de las

granjas estatales cubanas.

Los efectos de estos importantes cambios tecnológicos experimentados por la

agricultura latinoamericana fueron diversos. En el plano productivo, fue produciéndose

una mejora indudable de la productividad agraria y, sobre todo, de los rendimientos de

la tierra (una variable más directamente beneficiada por la introducción de variedades

de alto rendimiento). En el plano social, sin embargo, la introducción del nuevo bloque

tecnológico pudo exacerbar las diferencias entre agricultores grandes y agricultores

pequeños. La disponibilidad de capital (para invertir en nuevas tecnologías) y el tamaño

31

de la explotación (para hacer rentable la adquisición de dichas tecnologías) se volvieron

variables cruciales. De hecho, este es uno de los motivos por los cuales muchas de las

pequeñas explotaciones creadas por las reformas agrarias se vieron rápidamente

envueltas en problemas de viabilidad financiera. Finalmente, en el plano ambiental

investigaciones retrospectivas han revelado que, al igual que estaba ocurriendo en

Europa occidental o en la Unión Soviética, el nuevo bloque tecnológico erosionaba los

suelos, contaminaba las aguas y generaba una gran huella ecológica como consecuencia

de su uso intensivo de combustibles fósiles.

Hasta aquí hemos repasado las reformas agrarias (redistributivas) y la revolución

verde como agendas políticas explícitas para el desarrollo rural. Sin embargo, nuestra

visión del periodo quedaría incompleta si no tuviéramos también en cuenta la agenda

implícita en el resto de políticas económicas puestas en práctica durante estos años. La

ISI, tal y como se aplicó en América Latina en las décadas posteriores a la Segunda

Guerra Mundial, contenía importantes sesgos implícitos en contra de la agricultura y en

contra del medio rural. A través de exenciones fiscales, subvenciones y manipulaciones

selectivas de los precios y los tipos de cambio, los gobiernos latinoamericanos crearon

una estructura de precios relativos favorable a la industria, considerado como el sector

estratégico. Implícitamente, esto suponía la utilización del resto de sectores (y, en

particular, la agricultura) como sumidero del que extraer recursos para el desarrollo

industrial. En otras palabras, las agriculturas latinoamericanas quizá podrían haber

crecido más rápidamente en caso de haberse dado políticas económicas neutrales que

trataran a todos los sectores por igual. Esto quizá podría haber creado algo más de

margen para la mejora de los niveles de vida rurales, si bien es una incógnita en qué

medida ese crecimiento agrario adicional se habría filtrado hacia abajo en la escala

social.

Extraer recursos de la agricultura para promocionar la industrialización ha sido,

de todos modos, práctica habitual en otras economías atrasadas, y no siempre con malos

resultados. En América Latina, sin embargo, el sesgo anti-agrario de la política

económica se combinó con un sesgo anti-rural. La regulación del mercado laboral era

más ventajosa para los trabajadores urbanos que para los trabajadores agrarios. Y el

importante salto que durante estos años dio el Estado en la provisión de bienes públicos

(educación, sanidad, infraestructuras) se concentró en las principales ciudades de los

países. En consecuencia, se intensificó la penalización rural en los niveles de vida. Esto,

combinado con una transición demográfica explosiva (con crecimientos de la población

32

muy superiores a los que en su momento había tenido Europa) y las escasas alternativas

rurales de empleo no agrario, favoreció la formación de grandes corrientes migratorias

desde las áreas rurales hacia las ciudades; migraciones con frecuencia descontroladas y

abocadas a alimentar la formación de grandes bolsas de marginalidad y pobreza en las

ciudades. (Y, aún así, la población rural creció con rapidez como consecuencia de la

gran caída experimentada en la tasa de mortalidad.)

La era de la ISI y las reformas agrarias fue así una nueva ocasión perdida para

acabar con la pobreza rural. Buena parte de los ingredientes de la receta europea

estuvieron ausentes: la productividad agraria creció con lentitud, las estructuras sociales

de la agricultura se vieron escasamente reformadas en sentido equitativo, y las

economías rurales continuaron siendo ampliamente dependientes de la agricultura. Aún

así, durante este periodo aumentó el grado de implicación política en el desarrollo rural

y hubo ligeras reducciones en las tasas de pobreza rural. Dos aspectos que diferenciarían

a estas décadas de la de 1980, marcada por las recetas neoliberales del consenso de

Washington tras el colapso de los procesos de ISI.

EL CONSENSO DE WASHINGTON Y LA DÉCADA PERDIDA DEL

DESARROLLO RURAL (1980-1990)

La inviabilidad de la estrategia de ISI desembocó en la gestación de un nuevo

paradigma de política económica: el consenso de Washington, que proponía un regreso

a la ortodoxia del mercado libre con objeto de corregir las numerosas distorsiones

acumuladas en las estructuras económicas latinoamericanas después de décadas de

intervencionismo estatal. Las dificultades macroeconómicas movieron a casi todos los

gobiernos latinoamericanos (excepción hecha, claro está, de una Cuba que se movía en

una órbita diferente) a adoptar alguna versión de este paquete de reformas diseñado en

su mayor parte por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Los puntos

clave en el cambio de paradigma probablemente se encontraban en las políticas

industrial y comercial, pero la agricultura y el desarrollo rural también tenían su

importancia.

La agenda política sobre desarrollo rural se transformó con rapidez. La agenda

del consenso de Washington apostaba por reducir la pobreza rural a través de una

aceleración del crecimiento agrario. Amordazado por décadas de sesgos en su contra, el

33

sector agrario podía crecer con mayor rapidez y, de hecho (argumentaban los partidarios

del cambio), la ventaja comparativa de América Latina se encontraba más en la

producción agraria que en unas producciones industriales que, pese a todo el apoyo

estatal recibido durante un cuarto de siglo, apenas habían sido capaces de superar los

estrechos confines de sus respectivos mercados internos y se habían demostrado

escasamente competitivas en el mercado internacional. Llegaba el momento de impulsar

una liberalización tanto en el plano interno como en el plano externo. En el plano

interno, desmontar los sesgos anti-agrarios de la ISI y permitir que los precios

regresaran a sus niveles naturales, lo cual estimularía la inversión y el crecimiento

agrarios. En el plano externo, retirar las barreras arancelarias, los sesgos cambiarios

contrarios a la agroexportación y los obstáculos a la inversión por parte de empresas

multinacionales. De estas últimas se esperaba, además, una sustancial labor de difusión

de las innovaciones tecnológicas que podían permitir una elevación rápida de la

productividad. En pocas palabras, el tradicional modelo agroexportador, pero con un

énfasis mayor del que podía darse en el siglo XIX en el cambio tecnológico y la

inversión directa extranjera como potenciadores del crecimiento agrario.

Lo institucional pasó entonces a un segundo plano. Las reformas agrarias

redistributivas, crecientemente caracterizadas como medidas que generaban tensión

social y desgaste político sin ofrecer a cambio resultados evidentes, desaparecieron de la

agenda. En su lugar, la agenda neoliberal contenía tres formas alternativas de luchar

contra la pobreza rural. Primero, el Estado debería emprender un proceso de

regularización de derechos de propiedad consuetudinarios, es decir, favorecer la

inscripción registral como propiedad privada de terrenos sobre los cuales los pequeños

campesinos podían tener desde largo tiempo atrás derechos de uso que nadie ponía en

cuestión pero que no estaban recogidos en ningún documento y que, por tanto, no

podían servir como garantía hipotecaria en caso de que los pequeños agricultores

quisieran invertir en la modernización tecnológica de sus explotaciones. Segundo, el

Estado debería promover la seguridad de los campesinos arrendatarios, es decir,

incentivar la firma de contratos de arrendamiento a largo plazo, de tal modo que, una

vez desaparecido el riesgo de desalojo (y sustitución por otro arrendatario) a corto

plazo, los pequeños agricultores pudieran acometer una estrategia tecnológica y

comercial más ambiciosa. Y, tercero, el Estado podría favorecer el acceso de los

jornaleros a la propiedad de la tierra a través de reformas agrarias conducidas por el

mercado. Frente a la idea tradicional de la reforma agraria como un proceso conducido

34

unilateralmente por el Estado, esta nueva concepción de la reforma agraria se basaba en

la idea de que en teoría existía un amplio margen para que terratenientes y jornaleros se

pusieran de acuerdo para realizar operaciones de compraventa de tierra a un precio que

fuera al mismo tiempo remunerador para los primeros y asumible para los segundos. La

razón por la cual no se realizaban muchas de estas operaciones no era tanto el deseo de

los terratenientes de acaparar la tierra como los elevados costes de información,

negociación y transacción. El Estado podía intervenir para reducir dichos costes,

ofreciendo información fiable sobre las variables relevantes (características de las

parcelas, precios habituales de compraventa de parcelas similares…) en torno a las

cuales se estructuraría la negociación. De este modo, se favorecería el acceso de los

jornaleros a la tierra sin dañar los intereses de los terratenientes, evitando la tensión

social y política propia de las reformas agrarias conducidas por el Estado.

La década de 1980 se saldó con un balance muy pobre en términos de desarrollo

rural, en parte por los efectos distributivos del consenso de Washington, en parte por la

persistencia de algunos de los sesgos heredados del periodo anterior. Fue una década

perdida en la lucha contra la pobreza rural: la proporción de población rural por debajo

de las líneas de pobreza (tanto la línea convencional de pobreza como la línea de

pobreza extrema) aumentó, rompiéndose así la tendencia hacia la reducción que, a pesar

de todos los pesares, había venido abriéndose paso durante el cuarto de siglo previo. La

razón principal de este cambio de tendencia fue el aumento de la desigualdad agraria.

Las explotaciones grandes se encontraban mucho mejor preparadas que las

explotaciones pequeñas para aprovechar los beneficios derivados de la agroexportación

y la revolución verde. La percepción liberal de que la agricultura latinoamericana venía

creciendo por debajo de su potencial era correcta, pero la filtración hacia abajo de esas

ganancias de crecimiento era otra cuestión. En cierta forma, la década de 1980

presenció una reedición de los problemas distributivos propios del modelo

agroexportador clásico de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX. La

fuerte concentración en la propiedad de la tierra, apenas transformada por tímidos

experimentos con alternativas a la reforma agraria conducida por el Estado, hacía que la

mayor parte de beneficios del crecimiento agrario no contribuyeran a reducir la pobreza

rural.

Al igual que en la época clásica del modelo agroexportador, en la década de

1980 los problemas se localizaban no sólo en la agricultura orientada al mercado

internacional, sino también en la agricultura doméstica. En México, por ejemplo, la

35

producción alimentaria por persona cayó a lo largo de estos años, tensionando la

seguridad alimentaria. Esto reflejaba el fuerte crecimiento demográfico rural (derivado a

su vez de la persistencia de una transición demográfica explosiva), pero también los

problemas productivos de una agricultura doméstica que, por sus propias características,

se mantenía en buena medida al margen de los avances tecnológicos y organizativos que

pudieran implantarse en el distante mundo de la agricultura para la exportación.

Un último problema fue la persistencia de una considerable penalización rural en

la provisión de bienes públicos. Estos fueron años de retroceso en la intervención del

Estado, acosado por una gravísima crisis de deuda. La provisión de bienes y servicios

públicos progresó de manera mucho más lenta que en el pasado, y en algunos sentidos

se estancó y se contrajo. Allí donde fue necesario algún tipo de reestructuración, las

zonas rurales salieron perdiendo. Y, de manera más general, persistió la importante

brecha entre campo y ciudad en cuanto al acceso a infraestructuras, servicios y

equipamientos. En las duras condiciones fiscales propias del periodo, resultaba

impensable una acción territorialmente compensatoria a gran escala.

En suma, si la década de 1980 fue una década perdida para el desarrollo

económico de América Latina, también lo fue para la lucha contra la pobreza rural.

GLOBALIZACIÓN, DESARROLLO RURAL Y SEGURIDAD ALIMENTARIA

EN EL TIEMPO PRESENTE

En el tiempo presente, marcado por la globalización que ha seguido al

hundimiento del bloque soviético y el final de la Guerra Fría a finales de la década de

1980 y comienzos de la de 1990, el modelo agrario latinoamericano presenta tres rasgos

característicos: crecimiento de las exportaciones agrarias, crecimiento de las

importaciones de inputs industriales y alimentos básicos, y recepción de inversión

directa extranjera.

El crecimiento de las exportaciones agrarias ha dado la razón a quienes

aseguraban que la ventaja comparativa latinoamericana se encontraba en la agricultura y

no en la industria. En los últimos veinte años las exportaciones agrarias

latinoamericanas han crecido con gran rapidez y, a diferencia de lo que había sido el

caso en épocas anteriores, han alcanzado un considerable grado de diversificación. Las

exportaciones tradicionales, con mercados ya relativamente saturados y que no podían

36

permitir crecimientos ya mucho más rápidos, han ido dejando paso a nuevas

exportaciones que encuentran una demanda más expansiva y, por tanto, tienen por

delante un mayor recorrido de crecimiento. En el paradigmático caso de Costa Rica, por

ejemplo, las exportaciones tradicionales eran café, plátanos o azúcar, y en los últimos

años han ido viéndose acompañadas por un volumen creciente de nuevas exportaciones

como piña, melón y naranja.

Junto a este renovado perfil exportador, los sistemas agroalimentarios de

América Latina también han reforzado su inserción global de la mano de un

considerable crecimiento de las importaciones. Importaciones, en primer lugar, de

inputs industriales fundamentales para la modernización tecnológica y el aumento de la

productividad. Importaciones también, en segundo lugar, de alimentos básicos. Este

constituye uno de los puntos más conflictivos del nuevo modelo agroalimentario que ha

ido tomando forma en los últimos veinte años. El alto precio que los agricultores

obtienen por sus exportaciones, en especial por las exportaciones no tradicionales,

incentiva el abandono de los cultivos que sustentan la dieta. El éxito de la nueva

agricultura exportadora permite financiar el abandono de la agricultura doméstica

tradicional.

La razón por la que esto, en principio un proceso de especialización según

ventajas comparativas del que se desprenden ganancias de productividad con respecto a

la situación previa, es polémico es porque aumenta la vulnerabilidad alimentaria de las

poblaciones desfavorecidas. Confiar en el suministro barato de comida procedente del

exterior puede tener sentido económico en el corto plazo, pero vuelve la seguridad

alimentaria dependiente de procesos globales de formación de precios que escapan al

control de los gobiernos latinoamericanos. Cuando en 2007-09 se dispararon los precios

globales de los alimentos, en los países que en mayor medida habían pasado a depender

de las importaciones de comida, las clases bajas (con escasa capacidad para hacer frente

al encarecimiento de su dieta) vieron deteriorado su estatus nutritivo y debieron realizar

dolorosos ajustes en sus dietas. A raíz de ello, incluso países tradicionalmente muy

seguros de los beneficios de la globalización alimentaria, como Costa Rica, pusieron en

marcha algunas políticas para intentar estimular la producción doméstica de alimentos y

evitar que la subida de precios globales continuara golpeando a las poblaciones

desfavorecidas.

Este episodio reflejaba una tensión más fundamental dentro del modelo

agroalimentario latinoamericano en el tiempo presente: la tensión entre las grandes

37

empresas (con frecuencia, multinacionales) que lideran el crecimiento agroexportador,

por un lado, y los agricultores familiares, por el otro. A lo largo de los últimos veinte

años América Latina ha recibido un considerable flujo de inversión directa extranjera,

tanto en el sector agrario propiamente dicho como en sectores asociados. De este modo,

las multinacionales han desempeñado un papel clave en la expansión de la superficie

agroexportadora, así como en la modernización de los circuitos comerciales y la

absorción por parte de los agricultores de innovaciones tecnológicas incorporadas a los

medios de producción de origen industrial. Esto ha sido positivo para el crecimiento del

sector agrario, pero ha generado una fuerte presión sobre los agricultores familiares

tradicionalmente orientados hacia los cultivos domésticos. En no pocos casos, estos

últimos han terminado ocupando una posición cada vez marginal dentro del sistema

alimentario.

¿Reedición, por tanto, del viejo problema de concentración en unas pocas manos

de los beneficios del crecimiento exportador? ¿Ausencia, de nuevo, de filtración hacia

abajo de dicho crecimiento? En parte sí, pero con al menos cuatro atenuantes con

respecto a la era clásica de la agroexportación: el desarrollo de la llamada “agricultura

contractual”, la expansión del empleo rural no agrario, las remesas de los emigrantes en

el extranjero y la culminación del doble proceso de transición demográfica y

urbanización en América Latina.

Una proporción de los agricultores familiares ha podido engancharse al

crecimiento agroexportador a través del establecimiento de vínculos contractuales

estables con las grandes empresas. A cambio de perder autonomía empresarial y

convertirse en una pieza cuidadosamente encajada en el engranaje de pedidos de las

grandes empresas, estos agricultores han podido aumentar sus ingresos. En el

representativo caso de Costa Rica, se estima que aproximadamente una cuarta parte de

los agricultores familiares han terminado participando en este tipo de agricultura

contractual. Se trata de una fórmula que, si bien parte de la premisa de un modelo

productivo muy jerarquizado (indiscutiblemente liderado por los grandes) y de hecho

contribuye a reforzar tal modelo, al menos ofrece una vía para la filtración hacia abajo

del crecimiento económico resultante.

Otro importante atenuante en términos de pobreza rural ha sido la reciente

expansión del empleo rural no agrario. Hasta aproximadamente 1980, el peso de la

agricultura en la economía rural latinoamericana había sido abrumador: tal y como

había ocurrido en Europa hasta algunas décadas antes, la mayor parte de la población

38

activa se empleaba en la agricultura y la gama de oportunidades rurales de empleo

existentes fuera de la agricultura era muy limitada. A lo largo de las últimas décadas, sin

embargo, se ha producido un crecimiento considerable del empleo rural no agrario. El

progreso de la agricultura ha estimulado el crecimiento de algunas actividades

vinculadas a ella, como el comercio y la reparación de maquinaria o la transformación

industrial de los productos agrarios en alimentos listos para el consumo. El aumento de

la renta rural también ha generado encadenamientos sobre el comercio minorista (tanto

de los bienes de consumo tradicionales, como cada vez más de automóviles o

combustible). Del mismo modo, también se han orientado hacia la satisfacción de la

demanda local nuevos empleos en servicios públicos como la educación, la sanidad o la

construcción y reparación de infraestructuras. Finalmente, la demanda urbana ha

estimulado el desarrollo del turismo y la construcción en zonas rurales.

Es cierto que el avance de estas nuevas actividades ha sido selectivo, y no ha

afectado a todas las áreas por igual. Las zonas rurales con atractivos naturales

acentuados han suscitado mayores efectos de demanda urbana que el resto de zonas

rurales. Las zonas con poblamiento a mayor escala han tendido a registrar mayores

encadenamientos relacionados con la demanda local que las zonas caracterizadas por

una dispersión extrema. Significativamente, en el México de comienzos de siglo, el

peso del empleo rural no agrario estaba en torno al 25 por ciento en los municipios de

menos de 2.500 habitantes, pero ascendía por encima del 50 por ciento en los

municipios con poblaciones entre 2.500 y 10.000 habitantes. También había diferencias

internacionales de cierta magnitud: mientras que el empleo rural no agrario se

aproximaba al 50 por ciento del empleo rural total en México o Colombia, en Brasil no

llegaba al 25 por ciento. Pero, más allá de estas diferencias, el hecho es que, para el

conjunto de América Latina, uno de cada tres trabajadores rurales estaba ya empleado

fuera de la agricultura. Un dato muy inferior aún al de Europa occidental, donde los

sectores no agrarios generan en torno al 85-90 por ciento del empleo rural, pero que sí

muestra el inicio de un proceso de diversificación ocupacional de grandes

consecuencias sociales.

En efecto, la existencia de alternativas de empleo rural fuera de la agricultura

permite mejorar la posición negociadora de quienes permanecen vinculados a la

agricultura y, sobre todo, impulsar la salida de la pobreza rural para muchas de las

familias afectadas. El ingreso percibido por una agricultor medio es en América Latina

apenas un 60 por ciento del ingreso percibido por el trabajador medio: en estas

39

condiciones, abandonar la agricultura para ingresar en una actividad no agraria mejor

retribuida tiene efectos claros sobre las tasas de pobreza. En el importante caso del

México rural, donde el empleo no agrario ha venido creciendo con fuerza, se constata

que la reducción de las tasas de pobreza es mayor entre los hogares cuya ocupación

principal es no agraria que entre los hogares primordialmente campesinos.

En el mismo sentido ha funcionado un tercer atenuante de los problemas

distributivos asociados al nuevo modelo agroexportador: la recepción de remesas

enviadas por emigrantes en el extranjero. A lo largo del tiempo presente, la intensidad y

complejidad de las redes migratorias latinoamericanas se han multiplicado. Junto a la

tradicional (pero ahora mucho más transitada) ruta hacia Estados Unidos, se dispararon,

sobre todo hasta el cambio de coyuntura económica iniciado en 2008, las migraciones

hacia la Unión Europea. En algunos países muy afectados por este éxodo, como México

y Ecuador, el efecto económico de las remesas enviadas por los emigrados a los

familiares residentes en sus zonas rurales de origen ha sido extraordinario, suponiendo

una inyección financiera de gran valor. En función de las circunstancias de cada familia,

esta inyección ha podido servir para una variedad de propósitos, desde apuntalar una

mejor subsistencia (a través, por ejemplo, de un mayor gasto en alimentación) hasta

financiar la modernización tecnológica o comercial de la explotación agraria familiar.

Pero, en cualquiera de los casos, ha permitido que el nivel de vida rural creciera más

allá de las posibilidades productivas de las familias, y que lo hiciera de manera

socialmente generalizada. (Por motivos obvios, los beneficios derivados de la

emigración se canalizaban a lo largo y ancho del tejido social en mayor medida que los

beneficios derivados de la agroexportación.)

Un cuarto y último atenuante de los problemas de pobreza rural ha sido el

paulatino cierre de los procesos de transición demográfica y urbanización. Durante las

décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la transición demográfica había

alcanzado un carácter explosivo, pero ahora la tasa de natalidad ha comenzado a

disminuir de manera sensible, acercándose en mayor medida a la tasa de mortalidad y

generando, por lo tanto, una variación natural menos abultada. En consecuencia, la

presión demográfica sobre la tierra y, en general, sobre la capacidad productiva de la

economía rural ha tendido a reducirse. Del mismo modo, la sociedad latinoamericana

alcanza hoy un nivel de urbanización similar al europeo, con aproximadamente un 80

por ciento de la población residiendo ya en ciudades. Es cierto que algunos países, sobre

todo en América central, son aún sociedades en vías de urbanización, pero esto son ya

40

excepciones. Los tres países con mayor volumen de población rural en términos

absolutos (México, Brasil y Colombia) son hoy países urbanizados, con sólo un 15-25

por ciento de la población residente en zonas rurales.

Aunque esto lógicamente no mitiga la pobreza rural per se, sí es el reflejo de una

sociedad que ofrece a las poblaciones rurales una gama más amplia de alternativas de lo

que era el caso cuando los niveles de urbanización eran bajos. En términos generales,

esas alternativas, en cualquiera de sus formas (oportunidades de empleo no agrario

dentro y fuera de la comunidad rural, remesas de emigrantes), son fundamentales para la

población rural desfavorecida como instrumento directo para salir de la pobreza, pero

también indirectamente como elemento que mejora su posición negociadora dentro del

muy jerarquizado modelo productivo agrario.

Esto, y no sólo el crecimiento agrario, es importante para explicar por qué la

puesta en marcha a partir de finales del siglo XX de una nueva versión del modelo

agroexportador ha ido acompañada de un descenso de la pobreza rural en América

Latina. En algunos países, además, la adopción de algunas políticas alternativas o

complementarias a las habituales ha podido contribuir igualmente a reducir la pobreza

rural. Ese es el tema del último apartado de este capítulo.

ESTADO Y AGRICULTURA EN EL TIEMPO PRESENTE

Probablemente, la principal línea seguida por el Estado en el plano

agroalimentario durante el tiempo presente ha sido crear condiciones favorables para la

reedición del modelo agroexportador: eliminar los sesgos contrarios a la exportación de

productos agrarios heredados de la época de la ISI, eliminar restricciones a la entrada de

inversión directa extranjera, retirar barreras arancelarias a la importación de inputs

agrarios y, como complemento de todo lo anterior, retirar barreras arancelarias a la

importación de alimentos que puedan producirse de manera más barata en el extranjero.

Estas medidas reflejan un deseo de los gobiernos de recoger las ganancias de

productividad que se derivan de hacer más eficiente la asignación de recursos.

Este movimiento hacia la liberalización ha ido acompañado de dos contrapesos:

la persistencia de políticas de apoyo a los agricultores y los cambios institucionales

encaminados a favorecer la posición de los más desfavorecidos. En cuanto a la primera

cuestión, la mayor parte de gobiernos ha mantenido algún tipo de mecanismo de

41

protección a sus agricultores. Inicialmente se trataba de aranceles y otras barreras al

comercio, pero, conforme las negociaciones internacionales sobre liberalización

comercial fueron incluyendo a la agricultura entre sus objetivos, algunos países han ido

ensayando una transición hacia mecanismos más directos de apoyo a sus agricultores a

través de la concesión de subsidios y complementos de renta. Las políticas de corte

institucional, por su parte, han ido desarrollando, con diferentes grados de ímpetu según

los países y los casos, propuestas como la reforma agraria conducida por el mercado, la

regularización de los derechos de propiedad y la apuesta por arrendamientos estables.

Estos dos contrapesos a la liberalización no han estado exentos de críticas. Los

subsidios a la producción agraria han sido criticados por su regresividad social. Como

ya ocurre también por ejemplo con los subsidios agrarios concedidos por la Unión

Europea en el marco de su Política Agraria Común, la mayor parte de los subsidios son

capturados por grandes terratenientes, mientras que los pequeños y medianos

agricultores se benefician en menor medida. De este modo, los subsidios agrarios dejan

inalterada (o incluso reproducen) la gran disparidad social existente en el interior de las

sociedades rurales latinoamericanas. También se ha sugerido que estos subsidios han

inflado la rentabilidad de la agricultura a gran escala, con efectos medioambientales

negativos al ser esta la que hace un uso más intensivo de productos químicos y la que

con mayor frecuencia se encuentra en situación de monocultivo.

Aún mayores críticas han recibido las medidas institucionales encaminadas a

mejorar la posición de los desfavorecidos. Es un hecho que estas medidas apenas han

conseguido alterar las estructuras sociales de la agricultura: hoy día, en ninguna región

del mundo (incluidas algunas que, como Asia o África, muestran superiores tasas de

pobreza rural) es la desigualdad en la distribución de la propiedad de la tierra tan alta

como en América Latina. Esto ha hecho que, en los últimos años, se hayan

multiplicado las voces de quienes reclaman una segunda generación de reformas

agrarias, con objeto de reducir de manera más sustancial el grado de desigualdad entre

clases sociales en el medio rural. El punto clave de estas reformas consistiría en

reintroducir en la agenda la redistribución de la propiedad de la tierra (el fin de las

reformas agrarias clásicas), pero en el marco de un programa más amplio de promoción

de la agricultura campesina que mejore el acceso de los pequeños agricultores no sólo a

la tierra, sino también al capital, a la tecnología y a los mercados.

Hasta ahora, el país que más ha avanzado en este tipo de reforma agraria de

segunda generación ha sido Brasil. Brasil llegó al tiempo presente con un muy elevado

42

grado de concentración de la propiedad de la tierra, dado que las estructuras agrarias

tradicionales apenas fueron cuestionadas (ni siquiera para el estándar latinoamericano)

durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La oposición a las

estructuras tradicionales fue tomando la forma de un nuevo movimiento social, el

Movimiento de los Sin Tierra, cuyas primeras acciones consistieron en la ocupación por

parte de familias campesinas de fincas sin explotar pertenecientes a grandes

terratenientes. La creciente conflictividad social generada por estas ocupaciones

(incluyendo una respuesta a menudo más que contundente de los terratenientes) movió

al Estado a impulsar una reforma agraria que mejorara el acceso a la tierra de las

poblaciones rurales más pobres. Esta reforma agraria de segunda generación comenzó a

mediados de la década de 1990 y se intensificó a lo largo de la década siguiente. En el

marco de la misma, el Estado ha promocionado la creación de comunidades de

asentamiento de campesinos mediante la subvención de las correspondientes compras

de tierra, es decir, permitiendo que los campesinos compraran tierra aportando una

cantidad de dinero inferior a su valor real de mercado. También ha aportado

financiación para la modernización tecnológica y la inserción comercial de esta

agricultura a pequeña escala, así como para la provisión de servicios básicos de

educación, enseñanza e infraestructuras para estas comunidades de asentamiento. En

otras palabras, no sólo ha favorecido el acceso de los campesinos a la tierra (la

preocupación de las reformas agrarias de primera generación), sino que ha buscado

crear condiciones para la viabilidad de la resultante agricultura a pequeña escala y de la

comunidad rural en su conjunto. A cambio de esta concepción ampliada de la reforma

agraria, sin embargo, sucesivos gobiernos y sus seguidores han debido aceptar el

elevado coste de estas actuaciones y el modo en que tal coste condiciona el ritmo de

asentamiento de campesinos (y, por tanto, la propia magnitud de la transformación

social operada).

Las reformas agrarias de segunda generación pueden ser un complemento

sustancial del modelo de política agraria señalado al principio de este apartado: un

contrapeso de carácter social que atenúe los efectos perniciosos que la apuesta por la

liberalización y la globalización puede tener cuando parte de estructuras agrarias

excesivamente desequilibradas. Otro modelo diferente, un modelo en realidad

alternativo, es el seguido por la agricultura cubana, cuyo interés radica no tanto en que

se enmarque en un régimen declaradamente anti-capitalista, sino en lo que esta

43

experiencia puede enseñar (en términos más amplios) en cuanto a fortalecimiento de la

agricultura a pequeña escala y consecución de seguridad alimentaria.

Tras el colapso soviético, la agricultura cubana también colapsó. Se cortó el

flujo de importaciones baratas de inputs industriales y combustible con que venía

modernizándose el sector. Se cortaron las exportaciones de azúcar que la Unión

Soviética venía comprando a precios superiores a los de mercado. Se cortaron buena

parte de las importaciones de alimentos básicos que hacían posible la fuerte

especialización azucarera de la agricultura cubana. Hacia comienzos de la década de

1990, el modelo agroalimentario que venía poniéndose en práctica desde poco después

de haber triunfado la revolución se había vuelto súbitamente inviable. Cuba vivió en

consecuencia un grave episodio de inseguridad alimentaria, con los niveles medios de

ingesta calórica experimentando una espectacular caída y amplios segmentos de la

sociedad encontrando grandes dificultades para asegurar una dieta suficiente y

saludable.

En casi cualquier otro país, una solución habría podido consistir en recurrir en

mayor medida a importaciones de alimentos para garantizar la seguridad alimentaria, así

como buscar nuevos socios comerciales que pudieran proporcionar los inputs

industriales necesarios para reactivar el modelo agrario vigente. Sin embargo, el

bloqueo comercial impuesto por Estados Unidos limitaba seriamente la plausibilidad de

esta opción. La respuesta cubana ha consistido entonces en sustituir la agricultura de

rasgos soviéticos y fuertemente orientada hacia el exterior por una agricultura a pequeña

escala orientada hacia la satisfacción de la demanda interna.

El nuevo modelo ha establecido como objetivo la consecución de mayor

seguridad alimentaria a través de la sustitución de importaciones por producción

nacional. Para ello, ha promovido un profundo cambio en la organización social de la

agricultura. Las grandes granjas estatales fueron transformadas en cooperativas que

disfrutaban de mayor libertad empresarial, así como de la posibilidad de retener para sí

una parte de los beneficios del crecimiento agrario por ellas generado. Paralelamente, el

Estado comenzó a repartir tierras en usufructo a familias campesinas, con objeto de que

estas pudieran desarrollar una agricultura a pequeña escala de acuerdo con los criterios

y estrategias que consideraran más convenientes. Esta última vía de transformación de

las estructuras agrarias no ha hecho sino intensificarse en los últimos años, conduciendo

a una considerable reducción del tamaño medio de las explotaciones. Podría tratarse de

44

uno de los casos de más profunda transformación de las estructuras agrarias en la

historia latinoamericana, al menos en un periodo tan corto.

Esta destrucción del latifundismo de Estado ha requerido, además, dos

transformaciones paralelas con objeto de hacer viables y rentables las nuevas estructuras

agrarias encarnadas en cooperativas y agricultores familiares: la sustitución de la base

tecnológica extranjera por conocimiento local y la liberalización (parcial) de los

mercados agrarios.

La base tecnológica de origen extranjero, clave en el crecimiento agrario durante

los años soviéticos, ha sido reemplazada por inputs locales. El Estado, apoyado en una

cualificada administración de investigación agronómica, ha estimulado una

recuperación de conocimientos campesinos tradicionales; conocimientos cuya principal

característica es su vinculación a suelos y cultivos concretos y que, por ello, aportan un

valor añadido específico. Comoquiera que, además, estos conocimientos tradicionales se

gestaron en una época en que la agricultura era aún un sector de base orgánica, se trata

de un paradigma tecnológico más sostenible que el importado de la Unión Soviética o el

que actualmente muchos países importan de Estados Unidos o la Unión Europea. Para

los partidarios de sustituir el actual modelo de agricultura por prácticas agroecológicas

basadas en el conocimiento campesino, la experiencia cubana durante el tiempo

presente es un referente de primer orden.

La liberalización interna, por su parte, consiste en desmontar los férreos

mecanismos a través de los cuales el Estado venía regulando el funcionamiento de los

distintos segmentos de la cadena agroalimentaria. A lo largo de las últimas dos décadas

se han producido pequeñas reformas que, sin suponer (ni mucho menos) una retirada

total de los mecanismos de intervención, sí han tendido a flexibilizarlos y suavizarlos.

Las cooperativas agrarias siguen teniendo que entregar una parte de su producción al

Estado al precio que este fije, pero ahora cuentan con la posibilidad de extraer un

beneficio claro a través de la venta de los excedentes productivos que puedan obtener

una vez transferida la correspondiente cuota al Estado. El sector público sigue

controlando la comercialización y distribución de los alimentos, pero en los últimos

años se ha producido una transición hacia formas de control más descentralizadas, en

particular a través de un protagonismo creciente para las delegaciones locales de la

administración agroalimentaria. El objetivo general de estas reformas liberalizadoras ha

sido crear mayor espacio para la economía de mercado con objeto de aumentar la

viabilidad y rentabilidad de las nuevas cooperativas y los nuevos agricultores familiares.

45

Todo lo cual constituye, no cabe duda, un modelo agroalimentario alternativo al

que viene imponiéndose en el resto de América Latina, caracterizado por el crecimiento

de las importaciones de alimentos, la inversión directa extranjera, la introducción de

inputs vía importaciones y el considerable grado de inercia concedido a las estructuras

agrarias tradicionales. Otra cuestión es hasta qué punto el éxito de la alternativa cubana

consiste hasta ahora en recoger las ganancias de eficiencia derivadas de desmontar una

ineficiente agricultura de estilo soviético; ganancias que, por su propia naturaleza, sólo

pueden recogerse en una ocasión.

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47

Capítulo 3

ASIA

A lo largo del último cuarto de siglo, Asia ha experimentado una rápida

reducción en sus tasas de pobreza rural y una igualmente rápida mejoría en la dieta de la

población. Ahora bien, la situación de partida era tan negativa que, pese a ello, aún hoy

más de un 30 por ciento de la población rural asiática está por debajo de la línea de

pobreza extrema (menos de 1,25 dólares al día) y más de un 60 por ciento no supera

unos ingresos diarios de 2 dólares. Esto está en parte relacionado con sistemas agrarios

en los que la productividad de la mano de obra es bajísima. La ingesta calórica del

asiático medio, por su parte, ha crecido hasta situarse en un nivel que ya no permite

hablar de hambre generalizado, pero aún casi un 15 por ciento de la población está

malnutrida. A ello aún hay que añadir el hecho de que se trata aún de una dieta un tanto

desequilibrada, con escasa ingesta de proteínas y un peso aún muy importante de los

cereales, tubérculos y legumbres en la satisfacción de las necesidades básicas.

El progreso de las últimas décadas aún no llega a borrar las huellas de un pasado

marcado por la pobreza rural extrema y la inseguridad alimentaria generalizada. En este

capítulo estudiamos esa evolución que nos conduce al presente. El primer apartado se

dedica a presentar de manera breve la situación a la altura de la Segunda Guerra

Mundial, cuando tan sólo Japón había logrado éxitos claros en materia de desarrollo

rural y seguridad alimentaria. Los apartados segundo y tercero muestran cómo en las

décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el sudeste asiático siguió la senda

japonesa, mientras que la India y (aún más) China continuaron con graves problemas.

Finalmente, el apartado cuarto explica cómo, a lo largo del tiempo presente (los últimos

treinta años, aproximadamente), tanto China como la India han logrado al fin poner en

marcha procesos de reducción de la pobreza rural y fortalecimiento de la seguridad

alimentaria, si bien estos procesos han estado lejos de acabar rápidamente con los

problemas.

48

LA SITUACIÓN ANTES DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Hacia mediados del siglo XX, la inmensa mayoría de la población rural asiática

era extremadamente pobre y la inmensa mayoría de la población total se enfrentaba al

problema de la inseguridad alimentaria. La única excepción se daba en Japón. Allí, a lo

largo del siglo XIX y la primera mitad del XX se produjeron cambios rurales y

alimentarios que recuerdan a los que simultáneamente estaban teniendo lugar en

Europa.

La reducción de la pobreza rural en Japón fue posible gracias al solapamiento de

dos sendas diferenciadas de transformación económica, la primera fundamental durante

la mayor parte del siglo XIX y la segunda tomando el relevo sobre todo a partir de

finales de dicho siglo. La primera transformación rural consistió en lo que llamaríamos

desarrollo rural endógeno: la generación de un círculo virtuoso entre las diversas ramas

de la economía rural. La agricultura tradicional japonesa no era muy productiva. Dada

la condición insular y el relieve accidentado del archipiélago japonés, la tierra era un

factor productivo escaso y, en respuesta a ello, se desarrollaron sistemas productivos

tremendamente intensivos en mano de obra que, a través de la realización de numerosas

tareas manuales por parte de los agricultores y sus familias, permitían elevar los

rendimientos por hectárea. Por su propia naturaleza, sin embargo, se trataba de sistemas

en las que la productividad de la mano de obra (factor generosamente utilizado con

objeto de extraer la mayor cantidad posible de producción de la escasa tierra) era baja.

Sin embargo, dentro de este planteamiento, los agricultores japoneses fueron capaces de

encontrar métodos de perfeccionamiento de las formas de cultivo tradicionales,

elevando los rendimientos de su agricultura orgánica a través, por ejemplo, de

innovaciones biológicas como la sustitución de semillas de bajo rendimiento por

semillas de alto (para la época) rendimiento. A su vez, este progreso agrario generó

estímulos para el desarrollo de actividades no agrarias en el espacio rural, al estilo de lo

que venía ocurriendo por ejemplo en la economía rural inglesa. Paralelamente, parte del

progreso económico de Japón durante estos años se canalizó hacia el medio rural, como

cuando, en la era previa a la fábrica, empresarios urbanos incorporaban a campesinos

pluriactivos a redes de producción manufacturera dispersa.

El resultado fue una importante diversificación de la economía rural, con la

consiguiente mejoría en los niveles de bienestar de la población. Significativamente, ya

durante la parte final del periodo Tokugawa (es decir, antes de que la restauración Meiji

49

de 1868 supusiera el punto de partida del desarrollo económico moderno del país) las

estaturas de la población rural estaban aumentando, lo cual reflejaba fundamentalmente

la mejora en las dietas de los campesinos. Esta senda de cambio rural, basada en la

combinación de modestos progresos agrarios y cierta diversificación sectorial de la

economía rural, continuó de hecho siendo predominante durante las primeras décadas de

la industrialización japonesa, hasta los años finales del siglo XIX.

A partir de ese momento ganó mayor protagonismo una segunda senda de

cambio rural, de consecuencias complementarias. Esta senda consistió en la

consolidación de un modelo de agricultura familiar a pequeña escala dotado de una

considerable capacidad de expansión productiva. El desarrollo de la industrialización,

especialmente a partir de finales del siglo XIX, fue restando margen a las posibilidades

de diversificación de la economía rural, cuya dependencia de la agricultura

probablemente se intensificó. Además, la política estatal de fomento de la

industrialización condujo a una transferencia implícita de recursos desde la agricultura

(donde la presión fiscal era alta) hacia la industria (donde se fijó una presión fiscal más

baja). Estos problemas fueron, sin embargo, compensados por la formación de una

moderna agricultura familiar, que permitió un sustancial aumento en los niveles de vida

de la mayor parte de la población rural.

La formación de la moderna agricultura familiar tuvo dos componentes. En

primer lugar, el fin del antiguo régimen japonés en 1868 supuso el desmantelamiento de

las estructuras agrarias tradicionales y su sustitución por un marco capitalista. No

supuso, sin embargo, el desmantelamiento de la producción familiar a pequeña escala

que, desde largo tiempo atrás, constituía la espina dorsal de la agricultura japonesa. Los

campesinos arrendatarios obtuvieron una mayor seguridad en sus tenencias, y con el

tiempo fueron capaces de convertirse en pequeños propietarios. Esto hacía posible que,

fuera cual fuera su nivel, el crecimiento agrario que iba obteniéndose a partir de finales

del siglo XIX (con unas posibilidades tecnológicas mayores que las del pasado) no se

distribuyera de manera muy desigual y, por lo tanto, realizara una contribución

sustancial a la reducción de las tasas de pobreza.

Pero, en segundo lugar, era necesario que ese crecimiento agrario efectivamente

tuviera lugar. A partir de finales del siglo XIX, las posibilidades tecnológicas crecieron,

al estar disponibles diversos inputs industriales. Los agricultores japoneses hicieron un

uso selectivo, adaptado a sus circunstancias, de estas nuevas tecnologías. Las

tecnologías más ahorradoras de mano de obra, como las cosechadoras o los tractores

50

que tanto éxito tenían en Estados Unidos, resultaron mucho menos interesantes para los

campesinos japoneses que las tecnologías que permitían aumentar los rendimientos de

la tierra. Japón no era Estados Unidos: en Japón, no era la mano de obra, sino la tierra,

el factor productivo escaso cuyo rendimiento debía potenciarse al máximo. Los

fertilizantes químicos tuvieron así un peso creciente en el progreso agrario japonés.

Simultáneamente, sin embargo, los campesinos se apoyaron en una amplia gama de

innovaciones biológicas relacionadas con la gradual mejora de las semillas;

innovaciones que tenían el mismo efecto: aumentar el rendimiento de la tierra.

El cooperativismo fue un apoyo importante para estos pequeños campesinos. Las

cooperativas agrarias se convirtieron en centros para la compra colectiva de inputs y, en

ocasiones, para la venta de los productos, permitiendo a los campesinos obtener unos

precios más ventajosos de lo que habría sido el caso si cada uno de ellos hubiera

acudido a los mercados de manera individual. El cooperativismo hizo posible

aprovechar las ventajas de la producción a pequeña escala (elevados rendimientos de la

tierra, difusión social de los beneficios del crecimiento agrario) sin por ello incurrir en

sus inconvenientes más habituales (escaso poder de mercado frente a grandes empresas

distribuidoras de inputs o compradoras de materias primas agrarias).

El Estado no fue neutral en la formación de este modelo de moderna agricultura

familiar. Es cierto que, en términos fiscales, extrajo recursos de la agricultura para

transferirlos a la industria, pero a cambio realizó un importante volumen de gasto

público en las zonas rurales. El Estado fomentó con diversas medidas la modernización

tecnológica de las explotaciones (sin presionar a los campesinos, sin embargo, para que

adoptaran tecnologías que ellos consideraran que no se adaptaban bien a las

circunstancias japonesas), financió la transformación de la agricultura de secano en

agricultura de regadío (de nuevo, un cambio orientado a aumentar los rendimientos de la

tierra) y, consciente de los problemas potenciales de la agricultura a pequeña escala,

impulsó activamente el cooperativismo. Y, llegado el momento, protegió a los

agricultores de la competencia extranjera con objeto de asegurar la rentabilidad de sus

explotaciones. La prioridad del Estado era la industrialización, pero parecía consciente

de los peligros del sesgo anti-agrario: parecía consciente de que era necesario

compatibilizar las políticas de fomento industrial con políticas encaminadas a garantizar

el desarrollo rural y, por esa vía, asegurar la cohesión social de un país en vías de

modernización.

51

En estas condiciones, la consecución de seguridad alimentaria se basó en la

producción agroalimentaria nacional. Fue una transición nutricional diferente a la

europea, porque diferentes eran las producciones agrarias y el propio medio físico. Aún

así, también en el caso japonés podemos apreciar dos fases diferenciadas similares a las

europeas. Una primera fase, ya claramente en marcha a finales del siglo XIX y

comienzos del XX, durante la cual los consumidores destinaron una parte de sus

aumentos de renta a aumentar y mejorar su dieta tradicional. Si en Europa tuvo lugar

una sustitución de los productos elaborados con cereales considerados inferiores (como

la cebada o la avena) por productos elaborados con trigo, en Japón se produjo una

sustitución del consumo de variedades de arroz consideradas inferiores por variedades

consideradas superiores. Como en Europa, las variedades inferiores se caracterizaban

por un color más oscuro, mientras el arroz blanco se convertía en un pilar a partir de

entonces indispensable de la dieta japonesa. (Hasta tal punto era importante esta

diferenciación entre variedades de arroz que, cuando el gobierno japonés decidió utilizar

sus posesiones coloniales en Corea como campo de abastecimiento de arroz para las

poblaciones domésticas, el descontento de los consumidores ante la imposibilidad de

consumir arroz blanco japonés a precios razonables –ante la alternativa de consumir una

variedad coreana de arroz– condujo a protestas populares de gran magnitud.) Más

adelante, en una segunda etapa, la dieta tradicional fue viéndose sustituida por una dieta

más diversificada, en la que ganaron un gran protagonismo productos como el miso, la

soja, las hortalizas y el pescado. Productos todos ellos que, siendo en ocasiones muy

diferentes de sus equivalentes europeos (los lácteos, por ejemplo, tan importantes para

la transición nutricional europea, no tuvieron apenas peso en Japón porque la inmensa

mayoría de la población era intolerante a la lactosa por motivos genéticos), tenían en

común con estos que suponían un aumento de la variedad y un apuntalamiento de

aquellas virtudes dietéticas que, como la ingesta de proteínas y vitaminas, iban más allá

de la simple ingesta de calorías. Desde este punto de vista, aunque la transición

nutricional japonesa fue inevitablemente muy diferente a la europea, efectivamente fue

una transición nutricional.

El éxito de Japón en su lucha contra la pobreza rural y la inseguridad alimentaria

fue un caso aislado dentro del panorama de la Asia anterior a la Segunda Guerra

Mundial. Los otros dos grandes países asiáticos, India y China, fracasaron gravemente

en ambos aspectos.

52

En la India, el colonialismo británico impulsó el crecimiento agrario durante

algunas décadas, pero ello no redujo las tasas de pobreza rural. Durante la segunda

mitad del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, los esfuerzos británicos por

convertir a la India en una colonia agroexportadora tuvieron un éxito razonable. La

expansión de las exportaciones agrarias hizo posible un crecimiento económico que, sin

alcanzar niveles acelerados, sí contrastó vivamente con el estancamiento secular que

arrastraba la India pre-británica. Sin embargo, los beneficios de este crecimiento se

distribuyeron de manera muy desigual. Las exportaciones eran el resultado de una

cadena de producción que incluía numerosos y heterogéneos eslabones con diferentes

grados de poder económico. El eslabón final de la cadena eran las elites empresariales

británicas encargadas de la exportación del producto, que explotaban su conocimiento

de los mercados internacionales y su acceso privilegiado a la burocracia británica que

gestionaba los asuntos públicos de la colonia. Las elites empresariales británicas

carecían, sin embargo, de la suficiente fuerza para asumir eslabones previos de la

cadena productiva: era una elite de empresarios indios la que conectaba a los

empresarios británicos con la economía rural. Los empresarios indios coordinaban el

resultado de las actividades agrarias desplegadas en las aldeas a través de sus relaciones

con el eslabón anterior de la cadena: las elites rurales que controlaban los mercados

locales entrelazados de tierra, capital y trabajo. (En realidad, la línea divisoria entre

estos dos grupos sociales podía ser muy tenue.) Finalmente, estas elites eran las que,

desde su posición privilegiada, movilizaban el trabajo campesino para producir

mercancías agrarias. Dado el poder de mercado con que operaban las elites rurales, los

campesinos tenían poca capacidad de retener para sí partes sustanciales del valor

añadido generado en el conjunto de la cadena productiva. Cada uno de los eslabones

posteriores de la cadena (las elites rurales, el empresario urbano coordinador, la elite

empresarial británica) estaba en mejor posición para absorber los beneficios derivados

de un crecimiento liderado por las exportaciones. En pocas palabras, el crecimiento

agroexportador apenas se filtraba hacia abajo.

Un problema adicional para el desarrollo rural indio era el hecho de que, más

allá de la agricultura exportadora, la mayor parte de la población continuaba empleada

en una agricultura doméstica de bajísima productividad. Las exportaciones coloniales

no podían generar efectos de difusión tecnológica (a diferencia de lo que ocurría en

Norteamérica u Oceanía, donde existía una mayor similitud entre los productos

exportados y los productos de la agricultura interna) y la mala distribución del

53

crecimiento impedía cambios en la estructura de la demanda que pudieran desencadenar

cambios paralelos en la asignación de recursos o la combinación de factores de la

agricultura interna. En estas condiciones, la atonía heredada del periodo pre-británico se

prolongó durante largo tiempo. La agricultura doméstica aún pudo experimentar durante

algunas décadas cierto crecimiento extensivo: un crecimiento basado en el aumento de

la tierra y la mano de obra más que en el aumento de los rendimientos de aquella o la

productividad de esta. Pero incluso este ciclo de crecimiento extensivo, que por

definición apenas podía elevar los niveles de vida, comenzó a agotarse a lo largo del

periodo de entreguerras, conforme una población cada vez más numerosa (al haberse

iniciado ya la transición demográfica) comenzaba a no encontrar tierra nueva de

suficiente calidad sobre la cual expandir los métodos de producción tradicionales. La

agricultura doméstica comenzó a entrar en rendimientos decrecientes, siendo incapaz de

mantener sus ya de por sí pobres resultados productivos.

De manera paralela, también la agricultura del otro gran país asiático, China,

atravesó una grave crisis. La agricultura china tradicional había sido una agricultura

muy intensiva en la que grandes dosis de trabajo campesino se afanaban por extraer el

mayor rendimiento posible de la tierra. A ello contribuían inversiones públicas

sustanciales (para la época) orientadas hacia la transformación de superficies de secano

en superficies de regadío. El resultado era una agricultura de baja productividad, que

permitía mantener considerables densidades demográficas en algunas regiones pero que

mostraba escasa capacidad para elevar los niveles de vida de los campesinos. A lo largo

del siglo XIX, no se produjo, sin embargo, un perfeccionamiento de las prácticas de

cultivo tradicionales, ni tampoco una modernización de dichas prácticas. Más adelante,

tras la caída del Imperio a comienzos del siglo XX, China se vio sumida en una

profunda inestabilidad política y social que entorpeció el progreso económico, y

especialmente el progreso agrario, a lo largo de la mayor parte del periodo de

entreguerras.

Los graves problemas de las agriculturas india y china a lo largo del siglo XIX y

la primera parte del siglo XX no sólo condenaron a la pobreza extrema a la mayor parte

de la población rural, sino que también condujeron a las manifestaciones más extremas

de inseguridad alimentaria: las hambrunas. Las hambrunas eran, en parte, consecuencia

de los desastres climatológicos que, de cuando en cuando, llevaban los niveles

productivos de la agricultura aún por debajo de lo que ya venía siendo habitual. Estas

agriculturas orgánicas de baja productividad y escaso dinamismo generaban niveles

54

productivos que situaban a la mayor parte de la población tan cerca de la mera

subsistencia física que cualquier caída sustancial por debajo de sus producciones

habituales desataba efectos trágicos. Las hambrunas eran, también, consecuencia de

problemas de organización social. La acción pública contra las hambrunas era débil en

la India británica, cuyos dirigentes tenían otros objetivos entre sus prioridades; de

hecho, es significativo que las hambrunas no generaran una respuesta política inmediata

y que, en algunas regiones, se persistiera en un modelo de agricultura especializada que

incentivaba la compra de granos básicos llegados de otros lugares (cuyos precios

crecían desproporcionadamente como consecuencia de las estrategias de los

intermediarios para maximizar su beneficio). China, por su parte, contaba con una

tradición de acción pública contra las hambrunas basada en el mantenimiento de una red

de almacenes cuyo grano podía amortiguar los efectos más dramáticos de una mala

cosecha en un determinado año. Sin embargo, el funcionamiento de esta red tendió a

debilitarse a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, abriendo la puerta a que los

desastres climatológicos causaran hambrunas cuyas víctimas se contaban por millones.

EL ÉXITO DEL SUDESTE ASIÁTICO

A lo largo de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los países

del sudeste asiático no sólo lograron (como es bien conocido) salir del atraso poniendo

en marcha un exitoso proceso de industrialización. También fueron capaces de lograr

seguridad alimentaria y reducir sus niveles de pobreza rural, fortaleciendo la cohesión

social en unas décadas de acelerado cambio económico y social. En este sentido,

también en el plano rural y alimentario (y no sólo en el industrial) superaron con creces

los resultados de unos países latinoamericanos que inicialmente partían de una posición

mejor. ¿Cómo explicar este éxito?

Una diferencia crucial con respecto a América Latina fue la implantación de

reformas agrarias que consolidaron una agricultura familiar a pequeña escala. Con

objeto de favorecer un acceso poco costoso de los campesinos más pobres al

arrendamiento, la legislación pasó a fijar precios máximos para el alquiler de tierra. El

Estado también procedió a repartir entre los campesinos tierras públicas hasta entonces

infrautilizadas. Y, finalmente, también hubo expropiaciones de grandes propiedades a

cambio de pequeñas indemnizaciones (inferiores al valor de mercado de las tierras).

55

Pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, los pequeños agricultores se habían

consolidado como la base productiva y social del sector agrario, tal y como décadas

antes había ocurrido en Japón.

¿Por qué se formó en el sudeste asiático una agricultura de pequeños productores

mientras que, en América Latina, la era de las reformas agrarias apenas fue capaz de

modificar la gran desigualdad existente en la distribución de la propiedad de la tierra?

Se ha comentado, y es cierto, que las circunstancias políticas favorecieron la

consolidación de una agricultura familiar en el sudeste asiático. En el plano interno, se

trataba de regímenes autoritarios que encontraron en las reformas agrarias un

mecanismo de legitimación social ante poblaciones carentes de derechos democráticos.

Y, en el plano externo, Estados Unidos era abiertamente partidario de las reformas

agrarias por los mismos motivos que en América Latina: aumentar la cohesión social y,

por esa vía, mantener en la órbita capitalista al sudeste asiático (una zona estratégica

situada en la frontera con el mundo comunista, como de hecho reflejaba la propia guerra

de Corea). En el caso concreto de Corea del Sur, además, el hecho de que, como

resultado de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ocupara lo que hasta entonces

era una colonia japonesa y planificara sus primeros pasos tras la guerra, probablemente

contribuyó a un planteamiento más expeditivo de las reformas.

Con todo, también en América Latina había Estados deseosos de aumentar su

legitimidad social (y que incluso tenían algún motivo más para perseguir reformas

agrarias, como por ejemplo aumentar su grado de control sobre el territorio) y una

continua insistencia por parte de Estados Unidos al respecto de la necesidad de reformas

agrarias. En realidad, la gran diferencia entre el sudeste asiático y América Latina

estribaba en que, ya antes de las reformas, en aquella región existían unas estructuras

agrarias menos desiguales. Había elites terratenientes, pero sus posesiones eran menos

extensas que las de los latifundistas latinoamericanos, y su poder político tampoco era

comparable. Además, la figura del jornalero carente de tierras era poco habitual, dado

que la mayor parte de familias campesinas podía acceder a la explotación de tierra, ya

fuera en propiedad o (más frecuentemente) en arrendamiento. El precio alcanzado por

esos alquileres de tierra era un elemento distributivo de primer orden y, como tal, sus

movimientos generaron importantes conflictos sociales (y de ahí que una de las

primeras medidas de reforma agraria tras la guerra consistiera en establecer un techo a

los alquileres rústicos), pero el nivel de desigualdad era claramente inferior al de las

muy polarizadas sociedades rurales latinoamericanas. Por ello, las reformas agrarias

56

posteriores a 1945 estaban planteadas a favor de la corriente: no necesitaban provocar

una transformación radical de las estructuras agrarias, sino simplemente una mejora de

las condiciones (ya de partida no muy desfavorables) en que los campesinos accedían a

la tierra. La expropiación de latifundios a cambio de indemnizaciones inferiores al valor

de mercado de la tierra también era una medida menos inviable desde el punto de vista

político porque el peso de la elite terrateniente era mucho menor que en América Latina

y, además, el Estado disponía, por su carácter autoritario, de un mayor grado de

autonomía con respecto a los grupos sociales. En pocas palabras, la historia jugaba a

favor del sudeste asiático: la tradición de una agricultura intensiva en mano de obra que

buscaba extraer el mayor rendimiento posible de la tierra, propia de tantas otras

sociedades asiáticas (y tan ajena a la realidad latinoamericana de bajas densidades de

población y tierra abundante), favoreció la consolidación de una agricultura familiar.

Pero no fue sólo la reforma de las estructuras agrarias: también fueron medidas

de política agraria encaminadas a dotar de viabilidad económica al modelo de

agricultura familiar recién consolidado. El Estado financió la modernización tecnológica

de las explotaciones agrarias; modernización que, como en el caso japonés, se basaría

en la adaptación de aquellas innovaciones que mayor relevancia pudieran tener para la

mejora de los resultados agrarios en el contexto específico del sudeste asiático (más que

en una adopción indiscriminada de innovaciones que pudieran haber funcionado en

contextos agrarios diferentes, incluso aunque estos fueran contextos progresivos y

ejemplares). Los campesinos desempeñaron un papel clave en este proceso de selección

y aclimatación de innovaciones: en el fondo, la agricultura intensiva en mano de obra

era una realidad desde largo tiempo atrás y, por tanto, existía ya una bien establecida

cultura de búsqueda de pequeñas innovaciones biológicas. (En América Latina, en

cambio, la menor tradición de agricultura a pequeña escala también condicionó la

muchas veces errática trayectoria de las explotaciones campesinas resultantes de las

reformas agrarias.)

El Estado también buscó potenciar la inserción comercial de las explotaciones

familiares a través de la construcción de un importante volumen de infraestructuras

rurales. Estas servían para mejorar la conexión entre los campesinos y una población

urbana que, a resultas del exitoso proceso de industrialización, estaba aumentando en

número y en poder económico, generando así estímulos y oportunidades para la

especialización y el crecimiento agrarios.

57

La creación de condiciones favorables para el desarrollo de la agricultura a

pequeña escala se completó con el proteccionismo agrario. El proteccionismo condujo a

una reducción de las importaciones alimentarias, de tal modo que, como en la mayor

parte de países actualmente desarrollados, la consecución de la seguridad alimentaria

fue estrechamente ligada al crecimiento de la producción agraria nacional. En términos

económicos, el proteccionismo suponía una transferencia de rentas del conjunto de la

sociedad hacia los agricultores. No era una transferencia directa (subsidios), pero

aumentaba la renta de los agricultores a través de los inflados precios a los que (a

resultas de los obstáculos establecidos a la entrada de productos extranjeros) estos

podían vender sus productos.

El resultado de todo ello fue la consolidación de una agricultura familiar

dinámica, dotada de una apreciable capacidad de crecimiento y capaz de abastecer

holgadamente a unas poblaciones urbanas cada vez más numerosas. Esto contribuyó a

mejorar la cohesión social de los países y a evitar los problemas de dualismo que por

entonces vivían tantas economías pobres que, obsesionadas por acelerar su

industrialización, descuidaban la mejora de las condiciones de vida rurales. Un último

elemento que contribuyó a apuntalar este éxito fue, especialmente en Taiwán, el

crecimiento del empleo rural no agrario. Una parte de la industrialización por

sustitución de importaciones, y la posterior industrialización orientada a la exportación,

se localizó en zonas rurales, donde los costes laborales eran aún más bajos que en las

ciudades. Como ya había sido el caso en Europa (o comenzaría a serlo más adelante en

América Latina), estas nuevas oportunidades de empleo en el espacio rural permitieron

a las familias acceder a mayores ingresos, ya fuera compatibilizando el trabajo en un

taller industrial con la labor en la explotación agraria familiar, ya fuera especializándose

exclusivamente en el empleo manufacturero. Los salarios industriales cobrados por

estas poblaciones rurales eran bajísimos para el estándar de los países que

posteriormente compraban los productos (Estados Unidos, la Unión Europea), pero,

antes de realizar un juicio de valor sobre ello, no convendría perder de vista que los

ingresos obtenidos en las actividades agrarias dejadas atrás eran aún menores.

58

LOS PROBLEMAS DE CHINA E INDIA, 1947/9-1980

Las historias china e india entraron en un punto de inflexión decisivo poco

después de la Segunda Guerra Mundial: cuando en 1949 triunfó en China la revolución

comunista liderada por Mao Zedong y cuando en 1947 se formaron dos Estados

independientes (India y Pakistán) en el territorio de la antigua India británica. ¿Qué

supusieron estos puntos de inflexión para el desarrollo rural y la seguridad alimentaria?

El comunismo trajo grandes cambios a la China rural y, del mismo modo que el

Japón Meiji había adoptado selectivamente las tecnologías y formas de organización

occidentales que mejor se adaptaban a sus circunstancias, también la China de Mao

adoptaría selectivamente algunos de los elementos de la estrategia agraria soviética.

Comunismo, sí: abolición de la propiedad privada de la tierra y formación de unidades

colectivas de gestión de la misma. Copia mimética del comunismo de Stalin, no: Stalin

había apostado en su momento (a finales de la década de 1920) por una estrategia de

crecimiento acelerado que incluía una masiva transferencia de recursos desde la

agricultura hacia la industria, a través de la fijación de precios artificialmente bajos para

la venta de productos agrarios a un Estado con poder de monopolio por parte de las

granjas estatales y cooperativas que forzosamente realizaban la práctica totalidad de la

producción agraria. Mao rechazó el fuerte sesgo anti-agrario contenido en la

planificación económica de Stalin y buscó crear un comunismo agrario mejor adaptado

al contexto chino a través de la formación de comunas que, además de gestionar los más

diversos aspectos de la vida rural, desarrollaran lo que hoy llamaríamos una estrategia

de desarrollo multisectorial. En el marco de esta, las familias campesinas serían

pluriactivas y, además de trabajar en las explotaciones agrarias con objeto de producir la

comida necesaria para la comunidad, también trabajarían a tiempo parcial en pequeñas

plantas industriales localizadas en el propio medio rural.

Sobre el papel, una estrategia más integrada, más equilibrada, de desarrollo que

la elegida por Stalin: frente al modelo de industrialización urbana acelerada y extracción

de recursos de la agricultura, un modelo de fomento de la comunidad rural y

desconcentración industrial. En la realidad, sin embargo, la China de Mao logró

resultados sustancialmente peores que la Unión Soviética de Stalin, no sólo en cuanto a

desarrollo económico en general, sino también en cuanto a reducción de la pobreza rural

y consecución de seguridad alimentaria. La estrategia de desarrollo rural multisectorial

tropezó con problemas de eficiencia y problemas de incentivos. Muchos de los

59

establecimientos industriales rurales eran de dimensiones excesivamente pequeñas para

aprovechar adecuadamente la maquinaria necesaria (caso, por ejemplo, de la

siderurgia), con lo que la asignación de recursos de la economía rural era poco eficiente:

muchas economías rurales habrían estado mejor si hubieran dedicado esos esfuerzos

industriales al trabajo en sectores en los que las economías de escala no fueran

importantes o, directamente, a la mejora de la productividad agraria. En la propia

agricultura, además, el marco institucional comunista restaba incentivos al

comportamiento emprendedor y a la laboriosidad. Las comunidades debían cumplir una

cuota productiva, pero apenas se beneficiarían del hipotético hecho de superarla. Y,

dentro de las propias comunidades, se revelaron problemas muy graves de movilización

de la mano de obra: la laboriosidad de los campesinos chinos tradicionales,

acostumbrados a que sus niveles de consumo dependieran estrechamente de su

desempeño como agricultores familiares, se vio ahora desincentivada por un sistema

igualitarista de distribución de la renta (y de la comida) que no tenía suficientemente en

cuenta las diferencias de esfuerzo laboral entre unos y otros campesinos.

El resultado fue no sólo la perpetuación de la pobreza rural, sino también,

cuando estos problemas estructurales se combinaron con problemas climatológicos de

carácter coyuntural, gravísimos episodios de hambrunas como consecuencia de la caída

de la producción agraria de las comunidades. Durante la etapa del Gran Salto Adelante

(a finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960), se vivió la que podría ser la

más devastadora hambruna de la historia, con quizá más de 30 millones de muertos.

Tampoco en la India condujeron los trascendentales cambios políticos a una gran

corrección de los problemas rurales. La nueva India independiente apostó por una

industrialización conducida por el Estado, el cual no dudó en utilizar al sector agrario

como sumidero del que extraer recursos con los que acelerar el ritmo de la

industrialización. (En realidad, en este punto algunos de los ministros de la nueva India

eran más estalinistas, en el sentido de promover un crecimiento desequilibrado, que el

comunista Mao.) Como ocurrió paralelamente en América Latina durante este mismo

periodo, se forjó un indudable sesgo anti-agrario y anti-rural.

Es cierto que, durante este periodo, la agricultura india comenzó a beneficiarse

de la introducción de las tecnologías de la llamada “revolución verde”. Junto a México,

la India fue el gran escenario de este proyecto liderado por Estados Unidos para

impulsar el crecimiento agrario en el (por entonces llamado) Tercer Mundo a través del

fomento de investigaciones agronómicas que elevaran los resultados de la agricultura

60

tradicional. Y, en efecto, la introducción de semillas de alto rendimiento en diversas

regiones de la India condujo a un punto de inflexión en la evolución de los rendimientos

de la tierra: tras la crisis del periodo de entreguerras, estos volvieron a crecer.

Este crecimiento agrario creaba algo de margen para la mitigación de la pobreza

rural, pero, al no ir acompañado de cambios paralelos en la organización interna de la

sociedad rural, tuvo resultados modestos. El periodo colonial había legado una

estructura agraria muy desigual, en la que una reducida elite de terratenientes

concentraba la mayor parte de la tierra, un importante grupo de agricultores familiares

trabajaba explotaciones pequeñas (en arrendamiento o en propiedad) y un no menos

importante grupo de poblaciones rurales eran jornaleros sin acceso a la tierra. Esta

estructura no fue atacada por los nuevos gobiernos independientes: no se produjo una

reforma agraria generalizada, a nivel del conjunto del país, como las de los países del

sudeste asiático o (con todas sus limitaciones) América Latina. Las elites terratenientes

eran importantes dentro del movimiento nacionalista indio. El Partido del Congreso, la

fuerza política que lideró la transición india hacia la independencia y ha gobernado

durante la mayor parte de años desde entonces, era un conglomerado de intereses

variopintos (y muchas veces contrapuestos), y entre ellos se contaban los de las elites

terratenientes, que lograron impedir cambios sustanciales en la organización de la

sociedad rural (por ejemplo, algún plan del gobierno para establecer tamaños máximos

de explotación). A ello también contribuyó la propia estructura territorial de la India

independiente: al tratarse de un Estado descentralizado cuyos gobiernos regionales

tenían competencias en materias agrarias, era muy sencillo para las elites terratenientes

de cada región acceder a los representantes políticos y transmitirles sus intereses.

Dada la ausencia de reforma agraria, el crecimiento agrario, como ya había

ocurrido durante la época del colonialismo agroexportador, se distribuyó con gran

desigualdad entre grupos sociales. De hecho, hay algunos indicios de que la

desigualdad, muy sensible a los efectos económicos del cambio demográfico, tendió a

aumentar dentro de las comunidades rurales. Durante estas décadas, la población india

creció con mayor rapidez que nunca antes (o nunca después) en la historia: la transición

demográfica ya iniciada durante el periodo de entreguerras se volvía explosiva, con la

tasa de mortalidad cayendo mucho más que la tasa de natalidad y, por tanto,

generándose un gran volumen de crecimiento poblacional. La consiguiente presión

demográfica aumentó la demanda de tierras por parte de campesinos deseosos de

arrendar pequeñas parcelas, lo cual permitió a los terratenientes elevar sustancialmente

61

el precio de los alquileres. Mientras tanto, esa misma presión demográfica volvió muy

abundante la mano de obra e impidió que los salarios agrícolas pudieran crecer a un

ritmo comparable. Por ello, la distancia entre las elites terratenientes, por un lado, y los

campesinos pequeños y jornaleros sin tierra, por el otro, se ensanchó a lo largo de este

periodo. Algunos estudios sugieren que incluso la intervención pública pudo, a través de

programas de desarrollo rural gestionados por las comunidades locales, exacerbar la

desigualdad rural, dado que con frecuencia las elites locales desempeñaron un papel de

liderazgo en la definición de las prioridades de dichos programas y se contaron entre los

principales beneficiarios de los mismos.

Con todo, hubo una diferencia sustancial entre la frustrante experiencia india tras

1947 y la frustrante experiencia china tras 1949: las hambrunas, una constante de la vida

india incluso en los años inmediatamente anteriores a la independencia, desaparecieron

después de 1947. Los especialistas señalan que esto no es casualidad y apuntan al

importante papel de la democracia en la consecución de seguridad alimentaria. En

efecto, la agricultura india progresó de manera modesta durante este periodo y los

beneficios de dicho progreso se distribuyeron desigualmente, con lo que las condiciones

habrían sido en principio propicias para que algún contratiempo climatológico

provocara hambrunas. Sin embargo, el carácter democrático del sistema político indio

forzaba a los sucesivos gobiernos a actuar enérgicamente para impedir estas hambrunas

a través de, llegado el caso, medidas directas de distribución de alimentos. El caso de la

India posterior a 1947 ha servido así para que los estudiosos del tema aprecien cómo las

principales hambrunas en la historia de la humanidad han tenido lugar bajo sistemas

políticos no democráticos, desde la Europa del Antiguo Régimen hasta la China de

Mao. La independencia y la democracia no resolvieron los problemas económicos de la

India rural, pero al menos sí acabaron con las hambrunas con que los gobernantes

coloniales se habían acostumbrado a convivir.

EL TIEMPO PRESENTE

El sector agrario y las zonas rurales se vieron fuertemente influidos por el giro

registrado en la política económica de la China comunista a partir de 1978. En su caso,

el movimiento general hacia la liberalización de la actividad económica (movimiento

del que partió el ascenso de China como economía emergente en el tiempo presente) se

62

tradujo en dos medidas concretas: la flexibilización de las relaciones económicas entre

el Estado y los campesinos, y el fomento de las pequeñas explotaciones privadas.

El Estado no desmanteló sus principales mecanismos de control sobre el sector

agrario, pero sí hizo un uso más moderado de los mismos. Los campesinos continuaron

obligados a vender una parte de su producción al Estado, pero ahora este pasó a

recompensarlos con precios superiores, en lugar de penalizarlos con precios bajos que

suponían una transferencia implícita de recursos hacia los otros sectores de la economía.

Además, la propia magnitud de las cuotas productivas que los campesinos debían

vender al Estado a precios fijados por este disminuyó, de tal modo que los campesinos

dispusieron de mayores excedentes para su comercialización privada. Paralelamente, el

Estado, sin dejar de continuar siendo el único propietario de la tierra, sí comenzó a

reconocer la propiedad privada del resto de medios de producción utilizados por los

campesinos. Incluso comenzó a ofrecer la posibilidad a las familias campesinas de

firmar contratos individualizados en los que se establecían cuotas y precios que podían

diferir de los de otras explotaciones que estuvieran en circunstancias diferentes.

Todo ello iba en la dirección de aumentar el grado de eficiencia asignativa del

sector agrario, reduciendo la interferencia del Estado y aumentando el margen de

maniobra para las pequeñas explotaciones campesinas. Probablemente, este doble

proceso de liberalización y privatización fue el principal motor del importante

crecimiento agrario registrado por China a partir de finales de la década de 1970. Al

tratarse de un crecimiento apoyado sobre una estructura agraria dominada por la

pequeña explotación familiar, su contribución a la reducción de las tasas de pobreza

rural fue considerable.

El crecimiento agrario también fue, por otro lado, indispensable para la

consecución de mayores niveles de seguridad alimentaria dentro del país. De hecho, en

la China posterior a 1978 no se han producido hambrunas. ¿Supone esto una refutación

de la teoría según la cual es la democracia lo que evita hambrunas? En parte sí, porque

muestra cómo una dictadura fue perfectamente capaz de ir aumentando las capacidades

productivas de su sector agrario y, por esa vía, ir reduciendo el riesgo de inseguridad

alimentaria de la población. En parte, sin embargo, lo que el caso chino nos muestra es

que el factor democracia puede decantar la balanza de un lado o de otro (existencia o no

de hambrunas) en aquellos casos en los cuales las capacidades productivas del sector

agrario están aún poco desarrolladas.

63

El crecimiento agrario basado en explotaciones pequeñas no fue, con todo, el

único proceso que contribuyó a reducir la pobreza rural en China. Como había ocurrido

previamente en Europa, también la aparición de alternativas de empleo rural fuera de la

agricultura fue importante para impulsar el aumento de ingresos de la población rural. Si

bien con importantes diferencias entre regiones, en la China rural fueron proliferando

todo tipo de iniciativas manufactureras, desde cooperativas hasta empresas públicas,

pasando por empresas privadas. Estas energías manufactureras fueron despertadas por

un marco institucional que, con objeto de favorecer la cohesión social y territorial del

país en un momento de grandes transformaciones (y, por tanto, de grandes tensiones a

duras penas contenidas por el carácter autoritario del régimen político vigente), buscó

explícitamente el fomento del empleo rural no agrario a través de la concesión de

facilidades fiscales y crediticias para las empresas en cuestión, así como a través de la

garantía de un importante margen de autonomía empresarial.

De ningún modo puede, sin embargo, considerarse cerrado el capítulo de la

pobreza rural en China. El crecimiento agrario, la consolidación de un modelo de

agricultura campesina a pequeña escala y la expansión del empleo rural no agrario han

hecho mucho por mejorar las condiciones de vida de la población rural a lo largo del

tiempo presente, pero aún tienen un importante recorrido histórico por cubrir.

En la India del tiempo presente, por su parte, el cambio de rumbo de la política

económica ha tendido a integrar a las zonas rurales del país en el proceso de

globalización. Atendiendo a las señales de precios enviadas por los mercados globales,

las exportaciones agrarias han vuelto a crecer. Como ya ocurriera durante las décadas

previas a la Primera Guerra Mundial bajo dominio británico, el estímulo de la demanda

extranjera ha permitido un renacimiento del crecimiento agrario. Además, y a diferencia

de lo que ocurrió en la época colonial, también la agricultura doméstica ha

experimentado un progreso notable: la introducción de semillas de alto rendimiento,

combinada con la incorporación de inputs químicos y la transformación de superficies

de secano en superficies de regadío, ha permitido una elevación histórica de los

rendimientos de la tierra. Estas dos fuentes de crecimiento, la especialización

agroexportadora (el movimiento hacia una asignación más eficiente de los recursos) y la

revolución verde (la innovación tecnológica), han permitido a la agricultura india

obtener mejores resultados que en cualquier momento previo.

La capacidad de este crecimiento agrario para reducir la pobreza rural ha sido,

sin embargo, más moderada: el avance ha sido menos que proporcional en relación al

64

crecimiento agrario. La persistencia de elevados niveles de desigualdad dentro de la

sociedad rural india ha hecho que buena parte de los beneficios derivados de la

agroexportación continúen concentrados en unas pocas manos, filtrándose en escasa

medida hacia abajo en la escala social. La revolución verde, pese a su indudable efecto

positivo sobre los niveles productivos, ha podido contribuir a acentuar la desigualdad

agraria, al requerir de los agricultores unos importantes volúmenes de inversión para

incorporar las innovaciones tecnológicas. Los agricultores grandes y medianos han

podido así beneficiarse en mucha mayor medida que los agricultores pequeños de la

revolución verde. También, probablemente, se beneficiaron en mayor medida de unas

políticas agrarias que buscaron acelerar la modernización tecnológica a través del

establecimiento de precios garantizados relativamente altos (con objeto de dar seguridad

a las inversiones agrarias) y subsidios para la compra de inputs. Los agricultores

grandes, al operar exclusivamente en los mercados de productos, salieron más

beneficiados que los agricultores pequeños, siempre a caballo entre el mercado de

productos y el mercado laboral como fuente complementaria de ingresos estacionales.

Tan sólo el abandono de la actividad agraria por parte de los campesinos más

pequeños (incapaces de alcanzar el umbral de dimensión necesario para resultar

competitivos) y su consiguiente emigración hacia las ciudades, o el fortalecimiento

empresarial de agricultores medianos (que ahora han podido especializarse

exclusivamente en el mercado de productos, abandonando la categoría de campesinos

pluriactivos que operan simultáneamente en el mercado de productos y el mercado

laboral), han hecho que la revolución verde no haya tenido un efecto aún más acusado

sobre los niveles de desigualdad rural y, por tanto, no haya tenido resultados tan malos

en lo que se refiere a reducción de la pobreza rural.

Si la mayor parte de regiones de la India nos cuenta una historia de cómo el

crecimiento agrario, cuando sus beneficios se distribuyen desigualmente, no reduce la

pobreza rural de manera rápida, algunas otras regiones nos muestran los peligros

inversos. El estado de Kerala, en particular, muestra el peligro de lo que algunos han

llamado “justicia social estática”. Gobernada por la izquierda durante décadas, Kerala se

dotó de diversas medidas encaminadas a mejorar la situación de la población

campesina. Se aprobaron, por ejemplo, leyes de salarios mínimos que aseguraban una

retribución relativamente elevada a los jornaleros. También se aprobaron regulaciones

que impedían a los propietarios introducir de manera unilateral innovaciones

tecnológicas que ahorraran mano de obra y, por tanto, pudieran generar desempleo entre

65

la población jornalera. Finalmente, a diferencia de lo que ocurrió en la mayor parte de la

India, una reforma agraria redistributiva favoreció el acceso a la tierra de numerosos

campesinos. El resultado de estas medidas pro-trabajo fue, sin embargo, un intenso

conflicto entre los sindicatos obreros y los propietarios agrarios, entre los cuales se

encontraban muchos de los campesinos convertidos en propietarios por la reforma

agraria. Los nuevos propietarios se quejaban de que las nuevas regulaciones pro-trabajo

contraían dramáticamente la rentabilidad de sus explotaciones y, ante un marco

institucional que no era receptivo a sus demandas, terminaron optando en muchos casos

por reducir la superficie cultivada y concentrarse sólo en aquellas parcelas y cultivos

que pudieran ofrecer una rentabilidad muy elevada. El resultado fue una reducción de la

superficie cultivada de granos básicos para la seguridad alimentaria de la región, como

el arroz.

Si, en la mayor parte de la India, la falta de justicia social impedía que el

crecimiento generara mayores reducciones de la pobreza rural, en Kerala era la falta de

crecimiento la que impedía que la justicia social generara mayores reducciones de la

pobreza rural. De igual modo que no puede darse por sentado que el crecimiento agrario

se filtrará hacia abajo, tampoco debe suponerse que una organización social más

equitativa tendrá mejores resultados si no va acompañada de crecimiento.

Una última incógnita en el futuro de la India rural estriba en la evolución del

empleo no agrario. Como en otras partes del mundo pobre, el tiempo presente ha

presenciado una considerable expansión de las oportunidades de empleo rurales fuera de

la agricultura. La entrada al país de grandes cantidades de inversión directa extranjera

no se ha limitado a las ciudades, sino que también ha ido entrando en zonas rurales. La

expansión de la infraestructura para el desarrollo de nuevas tecnologías de la

información y las comunicaciones, en particular, ha contribuido a crear nuevas

alternativas laborales para la población rural. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre

en otros lugares, en el caso de la India persisten importantes bolsas de empleo rural no

agrario de baja productividad. Esto ya era así en la India anterior al tiempo presente,

cuando las elites rurales contrataban a un número desproporcionado de sirvientes

domésticos y personales como forma de demostrar su estatus, o cuando numerosas

zonas rurales contaban con un enjambre de pequeños artesanos que utilizaban técnicas

tremendamente rudimentarias (pero que, precisamente por ello, terminaron viéndose

investidos de una cierta sanción cultural positiva en la emergente tradición nacionalista

india). Este legado continúa aún vivo en la India rural y hace que sea más arriesgado

66

que en otras partes generalizar acerca de los efectos progresivos del empleo rural no

agrario: aún más que en otros lugares, estos efectos dependerán mucho de la actividad

concreta de que se trate, de sus niveles de productividad y, por tanto, de los niveles de

ingreso que pueda ofrecer a las poblaciones rurales implicadas en la misma.

BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA BUSTELO, P. (1990): Economía política de los nuevos países industriales asiáticos. Madrid, Siglo XXI. FRANCKS, P. (2006): Rural economic development in Japan: from the nineteenth century to the Pacific

War. Abingdon, Routledge. JAY, P. (2002): La riqueza del hombre: una historia económica de la humanidad. Barcelona, Crítica. JONES, E. L. (1994): El milagro europeo: entorno, economía y geopolítica en la historia de Europa y

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Madrid, Alianza. MADDISON, A. (1974): Estructura de clases y desarrollo económico en la India y Paquistán. México,

Fondo de Cultura Económica. PIPITONE, U. (1994): La salida del atraso: un estudio histórico comparativo. México, Fondo de Cultura

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75. ROY, T. (2005): Rethinking economic change in India: labour and livelihood. Londres, Routledge. TOMLINSON, B. R. (1993): The economy of modern India, 1860-1970. Cambridge, Cambridge

University Press.

67

Capítulo 4

ÁFRICA

África, y en particular el África subsahariana, es la región menos desarrollada

del mundo, y también la que mayores problemas tiene en materia de pobreza rural e

inseguridad alimentaria. Los agricultores africanos son considerablemente menos

productivos que los asiáticos o los latinoamericanos, y los rendimientos de la tierra

también son inferiores. Además, como el grado de diversificación de la economía rural

es bajo, la mayor parte de la población depende de esta mediocre agricultura para su

sustento. En consecuencia, casi dos tercios de la población subsahariana se encuentra

por debajo de la línea de pobreza extrema fijada en 1,25 dólares por día. En realidad,

apenas un 10-15 por ciento escapa a la línea de pobreza de 2 dólares por día (frente a un

40 por ciento en Asia y un 80 por ciento en América Latina). Los indicadores

alimentarios, por su parte, nos muestran a una población con ingestas calóricas medias

sólo ligeramente superiores a las necesidades biológicas, con lo que, dada la existencia

de desigualdades entre clases sociales, en torno a una cuarta parte de la población

africana está malnutrida. Se trata, además, de una dieta monótona, en la que los

cereales, tubérculos y legumbres aportan más del 60 por ciento de la energía (frente a

sólo el 30 por ciento en el mundo rico) y los productos de origen animal tienen muy

escasa presencia. En parte por los problemas de la agricultura doméstica, en parte por

las estrategias comerciales de los países desarrollados, África ha terminado además

mostrando una dependencia acusada de las importaciones de granos básicos, lo cual, en

situaciones como el alza global de precios de 2007-08, ha revelado la gran

vulnerabilidad de este continente en el plano alimentario.

Las siguientes páginas ofrecen un esquema de cómo ha llegado África a este

punto. Ya antes del tiempo presente fueron fraguándose los problemas agroalimentarios

comentados más arriba, y a ello se dedican los dos primeros apartados: el primero, al

periodo colonial (entre finales del siglo XIX y aproximadamente 1960); y el segundo, a

las primeras décadas tras el acceso de los países a la independencia política. Finalmente,

68

el tercer apartado analiza los problemas del tiempo presente, durante el cual el progreso

agroalimentario de África ha sido mucho más modesto que el de las otras regiones del

mundo pobre, registrándose una escasa corrección de los problemas heredados del

pasado.

POBREZA RURAL E INSEGURIDAD ALIMENTARIA EN EL ÁFRICA

COLONIAL

No puede decirse que, en general, los europeos colonizaran sociedades con

economías florecientes, pero ello es especialmente cierto en aquellos casos en que la

colonización se produjo de manera tardía. Aunque las posiciones europeas en puertos

africanos, fundamentales como escala para el desarrollo de viajes hacia Asia, eran tan

antiguas como el propio colonialismo europeo, la penetración territorial dentro de

África fue mucho más tardía y, en realidad, formó parte ya de la carrera imperialista

desarrollada por las principales potencias europeas en las décadas previas a la Primera

Guerra Mundial. En parte por la ausencia de atractivos económicos claros, la mayor

parte de sociedades africanas se mantuvo al margen de control europeo directo hasta

finales del siglo XIX.

La agricultura, principal sector de la economía precolonial, ilustra bien lo

anterior. La agricultura africana tenía tres rasgos característicos: utilización de

tecnología rudimentaria, predominio de sistemas agropecuarios extensivos y amplia

difusión de derechos de propiedad comunitarios. Se trataba de una actividad marcada

por un bajísimo nivel tecnológico, que condicionaba los niveles de productividad

alcanzables por los agricultores. Además, como las densidades de población eran bajas,

predominaban sistemas agropastorales de carácter extensivo, es decir, que requerían

grandes cantidades de tierra para generar producciones modestas. Pasar a sistemas más

intensivos, como los europeos o asiático-orientales, era tremendamente costoso dada la

escasez relativa de mano de obra y, por tanto, en la mayor parte de casos persistían

sistemas extensivos que no requerían la aplicación de grandes dosis de trabajo. A su

vez, estos sistemas extensivos se apoyaban sobre una estructura de derechos de

propiedad en la que la comunidad tenía un gran peso. Como en otras sociedades

premodernas (incluida la Europa del antiguo régimen), sobre la tierra pesaba un

complejo conjunto de capas de derechos superpuestos, de tal modo que el propietario de

69

la tierra no podía disponer plenamente de la misma, debiendo respetar las regulaciones

que reconocían diversos derechos de uso por parte de otras personas. En el caso

africano, muchas superficies ni siquiera tenían un propietario individual, sino que eran

poseídas y gestionadas por las tribus y comunidades locales. Quizá con densidades de

población mayores, o con mayores incentivos mercantiles a la intensificación de las

prácticas agrarias, se habría desarrollado una mayor presión contra esta forma de

organización de la actividad agraria. Se trataba, sin embargo, de una forma bien

adaptada a la agricultura extensiva de baja productividad predominante en la mayor

parte del continente.

Consecuencias directas de este modelo agrario eran la pobreza rural y la

inseguridad alimentaria. Con productividades agrarias muy bajas y escaso crecimiento,

la inmensa mayoría de la población rural se veía abocada a muy bajos ingresos o, en los

casos en que la economía no se encontraba muy mercantilizada, a muy bajos niveles de

consumo. Y, todavía en mayor medida que en otras sociedades premodernas, la

población se encontraba expuesta a un gran riesgo de no poder disponer de manera

regular de una alimentación suficiente y equilibrada.

El colonialismo europeo no solucionó ninguno de estos dos problemas. Entre los

siglos XV y XIX, cuando la presencia europea en África se limitaba a unas pocas

ciudades portuarias, el colonialismo sirvió para intensificar el comercio de esclavos, una

lucrativa actividad económica que tenía tras de sí una larga historia en el continente.

Junto al riesgo de pobreza e inseguridad alimentaria, se intensificó el riesgo de perder la

autonomía personal y quedar reducido a la condición de esclavo. Pero, más allá de los

perversos efectos sociales generados por el tráfico de esclavos dentro de las propias

sociedades africanas, el colonialismo no reorganizaba aún la economía local. (Incluso

los propios traficantes europeos se abastecían de esclavos de manera indirecta, a través

de intermediarios africanos, con mayor frecuencia que de manera directa.)

La reorganización económica llegó en las décadas previas a la Primera Guerra

Mundial, cuando las potencias europeas pasaron a desarrollar un control directo sobre la

práctica totalidad del territorio africano y, sobre la base del mismo, comenzaron a crear

economías agroexportadoras. La lógica del colonialismo europeo en África no fue muy

diferente a, por ejemplo, la lógica del colonialismo británico en la India: realizar las

reformas institucionales e inversiones financieras necesarias para movilizar la tierra y la

mano de obra locales en sentido de aumentar la producción de alimentos y materias

primas con objeto de posteriormente exportar dicha producción a través de empresas

70

europeas que absorbían la mayor parte de los beneficios. Junto a este islote de

dinamismo, junto a la agricultura de exportación y los comerciantes de exportación,

convivía una porción mucho mayor de la economía: la agricultura doméstica, cuyos

niveles de productividad eran mucho más bajos y que apenas despertó el interés de las

metrópolis europeas.

Sobre estas bases, el colonialismo no podía conducir a una corrección

generalizada de los problemas de pobreza rural e inseguridad alimentaria. El

crecimiento de las exportaciones agrarias no fue especialmente rápido porque la

adaptación de las estructuras sociales al nuevo modelo productivo se demostró

compleja. Además, tras la Primera Guerra Mundial el entorno económico internacional

se volvió mucho menos propicio para ello, desatándose fuertes caídas de precios en

algunos de los productos de exportación porque la incorporación de cada vez más países

y colonias al modelo agroexportador estaba causando excesos de oferta (crisis de

sobreproducción). Mientras tanto, la agricultura doméstica continuaba en no poca

medida presa de la negativa inercia del pasado (baja productividad, extensividad) y, al

igual que en otras economías agroexportadoras, no podía beneficiarse en gran medida

de posibles procesos de difusión tecnológica emanados desde una agricultura

exportadora cuyas mercancías eran esencialmente diferentes. Por todo ello, la mayor

parte de la población rural continuó siendo muy pobre y la oferta alimentaria era muy

escasa, causando un problema estructural de malnutrición.

EL ÁFRICA INDEPENDIENTE DESCUIDA LA AGRICULTURA (1960-1980)

El acceso a la independencia significó un viraje sustancial en la política

económica de las antiguas colonias. Como en otras partes del mundo pobre en ese

momento, la industrialización se convirtió en la prioridad central de los nuevos Estados

africanos y, para atenderla, se optó por la puesta en marcha de una amplia batería de

políticas activas. Inversión pública, distorsiones favorables a los sectores estratégicos

(vía controles de precios, subvenciones, asimetrías fiscales y cambiarias) y una nueva

política comercial de orientación proteccionista se combinaron en diferentes

proporciones según los países para intentar romper con la inercia colonial y superar el

atraso.

71

El periodo se saldó, sin embargo, con un rotundo fracaso, no sólo industrial (a

resultas de la gran ineficiencia del nuevo modelo) sino también agroalimentario. Las

nuevas políticas económicas implicaban, como en otras partes del mundo pobre, un

sesgo anti-agrario. Las regulaciones fijaban precios agrarios inferiores a los que habrían

prevalecido en un mercado libre, imponiendo así una transferencia implícita de recursos

hacia la industria. El sistema fiscal presionaba con mayor dureza sobre el sector agrario

que sobre el estratégico sector industrial, y el gasto público de los Estados tendía a

concentrarse en la industria y las ciudades en detrimento de la agricultura y el medio

rural. Otras políticas públicas implicaban también un sesgo anti-rural. Las regulaciones

que mejoraban las condiciones laborales, por ejemplo, eran asimétricas y beneficiaban

en mayor medida a los trabajadores urbanos. O, también, la provisión pública de

educación, sanidad e infraestructuras estaba concentrada en las ciudades, mientras que

la vida en las aldeas y zonas rurales estaba expuesta a una fuerte penalización. En estas

condiciones, la mayor parte de la población rural, dependiente de una agricultura

doméstica ya de por sí de baja productividad y ahora (además) maltratada por la política

económica, continuó sumida en la pobreza.

Los problemas agrarios de África entre 1960 y 1980 también condujeron a un

agravamiento de la inseguridad alimentaria. Por entonces, la población africana pasó a

crecer con gran fuerza como consecuencia de la rápida caída de la mortalidad que siguió

a la cada vez mayor difusión de tecnologías sanitarias sencillas como los antibióticos y

las vacunas. Y, en el otro lado de la balanza, la producción agraria creció de manera

débil por los motivos que hemos visto anteriormente. En consecuencia, la producción

doméstica de alimentos tendió a ir disminuyendo en términos per cápita a lo largo de

estas dos décadas. Lo que hasta entonces había sido un problema latente que no

terminaba de corregirse se convirtió abiertamente en una crisis alimentaria que

empeoraba por momentos y recordaba los peores augurios vaticinados largo tiempo

atrás por el economista clásico Robert Malthus.

Una solución parcial al problema terminó siendo el recurso a las importaciones

de alimentos. Las políticas agrarias de Estados Unidos y (sobre todo) la Comunidad

Económica Europea estaban generando grandes excedentes productivos que planteaban

un problema cada vez mayor a los gestores públicos. Se convirtió entonces en práctica

habitual que estos excedentes terminaran siendo vertidos a los muy necesitados

mercados africanos. Tal era el problema financiero que los excedentes planteaban a la

C.E.E. que esta pasó a conceder subvenciones a todas aquellas empresas capaces de

72

exportarlos y, de ese modo, acabar con el problema. La C.E.E. comenzó así a efectuar

dumping sobre los mercados agrarios africanos, al colocar sus productos a precios

inferiores al coste de producción y planteando, por tanto, una competencia desleal a los

ya de por sí débiles agricultores domésticos africanos. Otra forma de verlo era, sin

embargo, argumentar que estas exportaciones abarataban la comida para unas

poblaciones africanas cuyo estado nutritivo estaba deteriorándose: de hecho, implicaban

un subsidio encubierto desde los contribuyentes europeos hacia los consumidores

africanos. Como caso extremo de ello, los excedentes productivos del mundo rico

también fueron en ocasiones donados en el marco de campañas humanitarias

encaminadas a mitigar las situaciones más trágicas de inseguridad alimentaria.

Esta dinámica tenía, sin embargo, sus riesgos para África, ya que, aunque

abarataba el acceso de la población a la comida, debilitaba los sistemas productivos

locales. Aunque contribuía a la seguridad alimentaria en el corto plazo, debilitaba la

soberanía alimentaria (la capacidad de los países para producir sus propios alimentos) y

aumentaba la vulnerabilidad en el medio y largo plazo. Ahora bien, para los gobiernos

africanos era un balón de oxígeno que podía dar continuidad a las políticas

industrialistas. Además, en los países que disponían de amplias reservas petrolíferas, la

brusca subida de precios del crudo que tuvo lugar a partir de 1973 (en el marco de un

aumento de la tensión geopolítica entre el mundo árabe, por un lado, y Estados Unidos e

Israel, por el otro) se convirtió en un inesperado aliado para la financiación de estas

importaciones de alimentos. A la altura de 1980, casi el 30 por ciento de los cereales

consumidos por los africanos se importaba del exterior (frente a una media en el entorno

del 15 por ciento en el resto del mundo). Y ni siquiera ello podía evitar que África fuera

ya la región con mayores problemas de malnutrición del mundo.

EL TIEMPO PRESENTE

A lo largo del tiempo presente sólo se han corregido de manera lenta e

incompleta los problemas estructurales de la agricultura africana. El nivel tecnológico

con el que operan la mayor parte de agricultores continúa siendo muy bajo, dado que la

adquisición de inputs modernos continúa siendo demasiado costosa. Ello se debe a la

pobreza de los agricultores, pero también al hecho de que pocos Estados disponen de un

programa sistemático de subvenciones a las compras de inputs o de desarrollo endógeno

73

de cambio tecnológico (como sí ocurrió en su momento en los países hoy

desarrollados).

Un problema adicional es la pobre dotación de bienes públicos que, como las

infraestructuras de transporte, influyen grandemente sobre la productividad de los

agricultores. A falta de una modernización tecnológica más decidida, los agricultores

africanos aún podrían aumentar su productividad si pudieran alcanzar mayores grados

de especialización en una gama reducida de productos y colocar dichas producciones en

los mercados urbanos donde se concentra buena parte de la demanda de los países. A

falta de crecimiento schumpeteriano, crecimiento smithiano: básicamente la vía de

progreso agrario vigente en Europa antes de finales del siglo XIX. Sin embargo, en

numerosos lugares faltan las infraestructuras viarias que permitan hacer rentable esta

estrategia de especialización. La débil provisión de infraestructuras se debe en parte a la

tradicional penalización rural, pero en parte también a la débil capacidad de gasto de

que disponen los Estados, y más después de que los elevados niveles de endeudamiento

público acumulados durante el periodo previo forzaran a los gobiernos a alinear sus

gastos con los pobres ingresos que sus poco desarrollados sistemas fiscales podían

ofrecer. Tan importante como el bajo nivel de inversión en la construcción de nuevas

infraestructuras es el bajo nivel de inversión en la reparación y el mantenimiento de las

ya existentes. Hasta fechas recientes, la programación de la ayuda oficial al desarrollo

que los países ricos enviaban a África reforzó este sesgo, al financiar la construcción de

infraestructuras de cuyo posterior mantenimiento nadie parecía ser responsable.

Junto a estos problemas agrarios, tampoco se ha producido en la economía rural

un proceso de diversificación sectorial que abriera nuevas vías para que la población

campesina abandonara la pobreza. Así como en América Latina y China el tiempo

presente ha presenciado una importante expansión de empleos rurales no agrarios con

niveles salariales relativamente altos (al menos en relación a los ingresos habituales de

los agricultores), en la mayor parte de África las economías rurales han continuado

dependiendo de manera muy acusada de los vaivenes de una actividad agraria de baja

productividad y escaso dinamismo. Las tasas de pobreza rural se mantienen, de este

modo, más elevadas que en cualquier otra parte del mundo.

Los avances en materia de seguridad alimentaria también han sido lentos. La

producción agraria por persona ha vuelto a crecer, pero lo hace de manera lenta: hoy es

apenas ligeramente superior a la de hace medio siglo. Dadas estas limitaciones de la

oferta doméstica, las importaciones de alimentos básicos continúan siendo

74

fundamentales para muchos países. Esto refleja un aprovechamiento eficiente de las

oportunidades ofrecidas por las redes globales de comercialización de alimentos, pero

también encierra una vulnerabilidad que el alza de precios de 2007-09 pondría al

descubierto.

Una combinación de factores conspiró para provocar este alza desmesurado de

los precios mundiales de los alimentos. El rápido crecimiento económico que

experimentaban las llamadas “economías emergentes” (en especial, China e India)

expandió la demanda de alimentos y, en la medida en que la oferta no siempre pudo

reajustarse de manera automática, el resultado fue una tensión al alza de los precios.

Además, el hecho de que los precios del petróleo estuvieran subiendo y, en general, el

interés geopolítico de los principales países occidentales (sobre todo, Estados Unidos)

en reducir su dependencia del petróleo como fuente de energía hicieron que proliferaran

los intentos de producir biocombustibles. Los cultivos destinados a biocombustible

pasaron entonces a competir con los cultivos tradicionales destinados a la alimentación

humana por el uso de las mejores tierras. Esta tensión entre usos alternativos del suelo

se transmitió, en clave alcista, a los precios de los alimentos. Y, finalmente, junto a

estos fenómenos de economía real, resultó decisiva la especulación financiera en torno a

los principales alimentos. Cuando los inversores percibieron que una doble tensión

(economías emergentes y biocombustible) presionaba al alza el precio de los alimentos,

encontraron incentivos para acaparar alimentos, ya fuera de manera física en el tiempo

presente o, con mayor incidencia, a través de operaciones financieras vinculadas al

futuro. Estas operaciones especulativas exacerbaron el movimiento al alza de los

precios, llevándolo mucho más allá de lo que se habría derivado del funcionamiento de

la economía real.

El alza de los precios de los alimentos resultó devastador para numerosas

poblaciones africanas, en especial porque, a resultas de los problemas de su agricultura

doméstica, muchos países habían terminado dependiendo de las importaciones. Muchos

de estos países, además, habían optado años atrás, en el marco del consenso de

Washington y los graves problemas de endeudamiento público, por desmontar las redes

públicas de almacenamiento de alimentos que contribuían a amortiguar la incidencia de

las fluctuaciones climatológicas o económicas. El estado nutritivo de la población se

deterioró porque los ingresos de las familias pasaron a poder comprar una menor

cantidad de comida. Esto, a su vez, desató una cadena de reacciones cortoplacistas con

objeto de paliar las penurias; por ejemplo, retirar a los niños de la escuela para

75

insertarlos en el mercado laboral y aumentar los ingresos de las familias, o vender una

parte del patrimonio familiar con objeto de financiar las cada vez más onerosas compras

de comida. Reacciones cortoplacistas que, además de reflejar la ausencia de alternativas,

podrían incidir sobre la propia capacidad de esas mismas familias para aumentar su

productividad y sus ingresos en el medio y largo plazo.

Y, si la subida de precios era una mala noticia para las poblaciones dependientes

de las importaciones, tampoco se convirtió (como podría haber sido el caso) en una

buena noticia para los pequeños productores de alimentos. Estos apenas pudieron

beneficiarse de los altos precios por tres motivos: primero, porque se veían perjudicados

por las ya comentadas dificultades de acceso a los mercados urbanos, resultando difícil

para ellos por tanto erigirse en sustitutos de la encarecida comida importada; segundo,

porque los agricultores más pequeños desarrollaban estrategias de minimización del

riesgo y tenían buenos motivos para no alterar bruscamente su estrategia productiva en

función de una coyuntura de raíz especulativa que en breve podía desaparecer; y, tercero

y último, porque paralelamente al alza de precios se intensificó el fenómeno del

acaparamiento de tierras, a través del cual grandes empresas agroalimentarias pasaron a

controlar grandes superficies africanas desde las cuales intentar beneficiarse de los altos

precios.

El acaparamiento de tierras fue realizado en parte por empresas multinacionales

occidentales, pero también, y en algunos países de manera aún más contundente, por

empresas chinas cuya estrategia se encontraba inserta dentro de una estrategia

geopolítica más amplia por parte del gobierno chino para aumentar su influencia en el

África subsahariana. Para algunos especialistas, el acaparamiento supone una especie de

nuevo colonialismo, diferente del antiguo en su forma pero similar en cuanto a la forja

de un modelo de crecimiento agrario cuyos beneficios se concentran

desproporcionadamente en manos de una elite empresarial extranjera.

BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA BAIROCH, P. (1997): Victoires et déboirs: historie économique et sociale du monde du XVIe siècle à nos

jours. París, Gallimard. CHANG, H.-J. (ed.) (2012): Public policy and agricultural development. Londres, Routledge. INTERNATIONAL FUND FOR AGRICULTURAL DEVELOPMENT (2011): Rural poverty report

2011. Roma, IFAD. PAARLBERG, R. (2010): “Attention whole food shoppers”, Foreign Policy, mayo-junio, pp. 85-95.

76

PIPITONE, U. (1994): La salida del atraso: un estudio histórico comparativo. México, Fondo de Cultura Económica.

77

Capítulo 5

EL PENSAMIENTO SOBRE DESARROLLO RURAL Y

SEGURIDAD ALIMENTARIA EN EL TIEMPO PRESENTE

Concluimos nuestro repaso a la evolución del desarrollo rural y la seguridad

alimentaria con una panorámica del mundo de las ideas. En el tiempo presente

confluyen tres paradigmas, en parte complementarios, en parte contradictorios,

diferenciados en cualquier caso, de pensamiento económico y social sobre estos temas.

Dedicamos un apartado a cada uno de estos tres paradigmas: en primer lugar, el post-

consenso de Washington, que utiliza el análisis económico como instrumento para

justificar políticas públicas activas (en contraste con el consenso de Washington, que lo

utilizaba como instrumento para recomendar la no intervención del Estado en la

economía); en segundo lugar, el paradigma de la soberanía alimentaria, que incide en la

necesidad de fomentar la agricultura a pequeña escala frente al creciente dominio de

grandes grupos empresariales de órbita global; y, en tercer y último lugar, el enfoque del

desarrollo rural territorial, que subraya el importante papel de elementos no agrarios

como la creación de empleo rural no agrario o el fortalecimiento institucional de las

comunidades locales.

EL POST-CONSENSO DE WASHINGTON

Los economistas neoliberales que crearon el consenso de Washington utilizaban

el análisis económico como argumento en contra de la intervención del Estado.

Escribiendo como lo hacían en la década de 1980, reaccionaban en contra de las

ineficiencias y distorsiones creadas en el mundo pobre por las estrategias de

industrialización impulsadas por el Estado. El análisis económico neoclásico podía

mostrar cómo una economía de libre mercado asignaba los recursos de manera más

78

eficiente, con la importante implicación para nuestro tema de que desaparecerían los

sesgos anti-agrarios y anti-rurales implícitos en las políticas económicas de tantos y

tantos países.

A lo largo de los últimos veinte años, sin embargo, ha ido emergiendo lo que

podríamos denominar el post-consenso de Washington, que, sin renegar de la idea

básica de que en principio la economía de libre mercado es superior al intervencionismo

estatal, sí encuentra numerosas excepciones a este principio general. Partiendo también

en muchos casos de análisis económico neoclásico, los economistas del post-consenso

subrayan que, en el sector agrario y en el medio rural, se dan con frecuencia fallos de

mercado cuya corrección corresponde al Estado. Las infraestructuras, de las que hemos

hablado en el caso africano, son un ejemplo: la economía de mercado devuelve

inversiones menos que óptimas en bienes de uso colectivo como este y, por lo tanto, se

requeriría inversión pública para compensar el fallo del mercado.

Junto a las infraestructuras, que beneficiarían por igual a todo tipo de

agricultores, los partidarios del post-consenso de Washington inciden en la existencia de

diversos fallos de mercado que afectan especialmente a las poblaciones más pobres. El

acceso al crédito es con frecuencia más oneroso para los pequeños campesinos, que

carecen de suficientes avales para obtener préstamos en el sistema financiero formal y

deben acudir a mercados informales de crédito en los que prestamistas personales

cargan tipos de interés mucho más elevados (en ocasiones, tipos abiertamente

usurarios). El libre mercado conduce así a que los campesinos obtengan menos crédito

(y en peores condiciones) de lo que sería socialmente óptimo, por lo que sería

justificable una intervención del Estado que ofreciera a los campesinos créditos públicos

a menor tipo de interés o subsidios que reembolsaran parte del coste de la operación.

Algo similar ocurriría con diversos servicios agrarios, como los seguros y el

almacenaje. Muchos pequeños campesinos son demasiado pobres para contratar seguros

que les cubran en caso de que problemas climatológicos o comerciales conduzcan en un

determinado momento a una merma sustancial de sus ingresos. Se trataría de un fallo de

mercado porque lo socialmente óptimo sería que los campesinos contrataran en mayor

medida estos productos financieros y lograran así reducir la volatilidad de sus ingresos

(y, en muchos casos, evitar las situaciones de repetidos movimientos por debajo y por

encima de la línea de pobreza). El Estado, en consecuencia, debería subvencionar los

seguros agrarios para así impulsar su suscripción por parte de los agricultores más

pequeños, con los consiguientes efectos positivos sobre la mitigación de la pobreza

79

rural. Los pequeños campesinos también son demasiado pobres para contratar los

costosos servicios privados de almacenamiento de cosechas, importantes para facilitar

su comercialización en los momentos de mayor rentabilidad, por lo que con frecuencia

se ven forzados a vender a precios más bajos de lo que habría podido ser el caso. El

Estado podría entonces subsidiar la contratación de estos servicios u ofrecer una

alternativa pública a bajo coste. Esto, además de corregir el fallo de mercado de

insuficiente inversión en almacenaje por parte de los agricultores más modestos, podría

contribuir a la seguridad alimentaria a través de la acumulación de reservas de

productos básicos que podrían ser sacadas al mercado en situaciones de escasez y alza

de precios.

Otros economistas han ido más allá y han propuesto que el Estado también

podría intervenir en el sector agrario y el medio rural con objeto de fomentar el acceso

de los campesinos a la propiedad de la tierra y alentar el proceso local de formación de

capital social, es decir, de una atmósfera favorable a la inversión agraria y el desarrollo

de las capacidades de los diversos grupos de la sociedad rural. También la tierra y el

capital social, en cierta forma, estarían reflejando, a través de distribuciones muy

desequilibradas de la superficie agraria y comunidades rurales escasamente

cohesionadas, un fallo del mercado que el Estado podría corregir.

En realidad, es difícil basar en criterios científicos la detección de los llamados

fallos de mercado, así como la de los óptimos sociales hacia los que supuestamente se

orientaría la acción estatal. El mercado no suele fallar en cuanto a asignar los recursos

eficientemente (es decir, conseguir que no sea posible mejorar a una persona sin

empeorar a otra), pero esa misma eficiencia asignativa puede generar resultados sociales

fallidos en otros campos. Son los juicios de valor de cada cual los que en último término

deciden qué es (o no es) un resultado social fallido.

En cualquier caso, entre los partidarios del post-consenso de Washington se

generaliza la idea de que la clave del desarrollo rural y la seguridad alimentaria reside

en el fomento de un crecimiento agrario pro-pobres: un crecimiento que, al mismo

tiempo que logra aumentos de la productividad, consigue que las poblaciones más

desfavorecidas participen en el proceso y se saquen a sí mismas de la pobreza. El Estado

cumpliría un papel facilitador del proceso, corrigiendo los obstáculos estructurales al

crecimiento agrario pro-pobres: mejorando la dotación de activos de las familias

campesinas y la dotación de bienes públicos de las comunidades rurales. Los

economistas más heterodoxos incluso argumentan que la labor del Estado iría más allá

80

de la mera corrección de problemas y podría consistir en la generación deliberada de

distorsiones que, pese a reducir el grado de eficiencia asignativa a corto plazo,

aumenten la probabilidad de lograr crecimiento agrario pro-pobres.

EL PARADIGMA DE LA SOBERANÍA ALIMENTARIA

El paradigma de la soberanía alimentaria se basa menos en el análisis económico

estándar que en enfoques alternativos como la sociología o la economía política.

Además, mientras que los economistas del post-consenso de Washington asumen una

posición de observadores neutrales que buscan hacer recomendaciones a los

gobernantes, los partidarios de la soberanía alimentaria toman partido a favor de los

pequeños campesinos en el marco de la nueva lucha de clases agroalimentaria generada

por la globalización del último cuarto de siglo. El paradigma de la soberanía alimentaria

tiene quizá un menor rigor académico, pero a cambio está más vinculado a los

movimientos sociales.

De hecho, estos movimientos han sido fundamentales en la propia concepción de

la idea de soberanía alimentaria, como muestra el caso de Vía Campesina. A lo largo de

los últimos años, la organización transnacional Vía Campesina se ha convertido en un

referente en la lucha por la soberanía alimentaria. Vía Campesina aglutina

organizaciones agrarias y rurales de la más diversa naturaleza y ubicación geográfica:

desde sindicatos agrarios clásicos (generalmente, de países ya desarrollados) hasta

grupos de defensa de los intereses indígenas, pasando por movimientos de jornaleros sin

tierras. Lo que une a estos colectivos tan dispares, y enfrentados muchas veces a

problemas bien diferentes entre sí, es la crítica al modelo agroalimentario vigente y el

deseo de promocionar algún tipo de alternativa.

Las críticas al modelo vigente son básicamente tres: el sistema no garantiza una

seguridad alimentaria basada en los recursos propios de los países y las comunidades

rurales, genera grandes desigualdades entre los distintos participantes en el sistema, y

conduce a deterioro ambiental. El modelo agroalimentario vigente, caracterizado por

una creciente globalización (vía flujos comerciales y de capital entre unos y otros

países), podría, en el mejor de los casos, conseguir seguridad alimentaria basada en las

importaciones de alimentos del exterior. Esta es, sin embargo, una falsa seguridad, dado

que vuelve a las poblaciones desfavorecidas vulnerables a las fluctuaciones de precios

81

que se producen en mercados globales cuyas fuerzas escapan por completo a su

capacidad de acción. El sistema alimentario actual, por otro lado, también es

desfavorable para los pequeños campesinos y jornaleros porque la mayor parte de los

beneficios son apropiados por grandes empresas transnacionales especializadas en la

transformación y distribución alimentarias o en la provisión de inputs agrarios (entre los

cuales, además, comienzan a contarse las semillas genéticamente modificadas, en lo que

los partidarios de este enfoque consideran una inaceptable –en términos éticos–

mercantilización de la vida). Dado que estas empresas operan en condiciones de

competencia imperfecta, pueden ejercer poder de mercado sobre los campesinos con

que tratan. Esta nueva fuente de desigualdad se une a la tradicional desigualdad

derivada de la concentración de la propiedad de la tierra en unas pocas manos.

Finalmente, el sistema alimentario actual también sería criticable por sus efectos

ambientales, al promover la especialización (y, por tanto, la reserva de amplias

superficies agrarias para monocultivo) y la intensificación en clave industrial de las

prácticas agrarias. Esto conduce, en el primer caso, a una pérdida de biodiversidad y a

un mayor riesgo de propagación de plagas y, en el segundo, a un deterioro de la calidad

de los suelos (por erosión y por mineralización), las aguas (por contaminación química)

y la atmósfera (por la contaminación atmosférica derivada del uso intensivo de

combustibles fósiles por parte de máquinas agrarias y de los medios de transporte

necesarios para llevar los inputs hasta las zonas rurales).

Los partidarios de la soberanía alimentaria proponen sustituir este modelo

agroalimentario por otro que promueva la agricultura doméstica, reduzca las

desigualdades entre los distintos actores del sistema alimentario y se apoye sobre

prácticas medioambientalmente sostenibles. Para promover la agricultura doméstica,

sería necesario frenar la liberalización de los mercados agrarios globales promovida por

la Organización Mundial de Comercio desde la década de 1990. Hasta aquel momento,

la agricultura se había mantenido excluida de las negociaciones internacionales sobre

desarmes arancelarios, en parte porque era un sector políticamente sensible para Estados

Unidos y la Comunidad Económica Europea (que a lo largo del siglo XX habían

consolidado una fuerte tradición de apoyo económico a sus agricultores). Para finales de

siglo, sin embargo, la presión de los grandes grupos empresariales en el sector

agroalimentario estaba comenzando a pesar más que la tradicional presión de las

organizaciones agrarias, y la agricultura pasó a integrarse de pleno en las negociaciones

comerciales internacionales. En buena parte del mundo pobre, además, la presión de la

82

deuda pública favoreció que, en el marco del consenso de Washington, los mercados

agrarios tendieran a abrirse en mayor medida hacia el exterior. Lo que los partidarios de

la soberanía alimentaria plantean es que la consecución de seguridad alimentaria vía

importaciones es una fuente de vulnerabilidad y que es necesario fomentar que los

países y comunidades rurales sean capaces de producir lo necesario para su

alimentación. La liberalización de los mercados agrarios dificulta esto, porque favorece

que los agricultores y empresas del mundo rico desplacen de sus propios mercados a los

agricultores del mundo pobre, menos competitivos. El mantenimiento o restauración de

barreras proteccionistas sería un instrumento para promover la producción local, reducir

la dependencia de los alimentos importados y, por el camino, reducir los niveles de

pobreza de los pequeños campesinos.

Este fomento de la producción local iría acompañado, además, de medidas para

reducir las desigualdades generadas por el sistema alimentario vigente. Debería

favorecerse el acceso de los campesinos a la tierra, así como la creación de condiciones

tecnológicas y comerciales adecuadas para el florecimiento de la agricultura a pequeña

escala (en la línea de lo que en un capítulo anterior hemos denominado reformas

agrarias de segunda generación). Junto a estas medidas para reducir la disparidad entre

terratenientes (por un lado) y pequeños campesinos y jornaleros (por el otro), también

sería necesario actuar sobre las disparidades entre agricultores y grandes empresas

agroalimentarias. Deberían promoverse los mercados locales y las empresas locales de

transformación y distribución alimentarias, así como las cooperativas agrarias y los

circuitos cortos de comercialización. Deberían, en cambio, ponerse trabas a la entrada

de grandes empresas multinacionales, así como estrictas regulaciones para impedir que

estas mercantilicen el patrimonio biológico de la humanidad.

La alternativa consistiría también en la adopción de prácticas agrarias

sostenibles de acuerdo con el emergente campo de conocimiento constituido por la

agroecología. La innovación tecnológica no sería el resultado de la incorporación de

inputs industriales costosos, controlados por unas pocas grandes empresas y cuyo uso

conduce a toda serie de problemas ambientales. La innovación llegaría como resultado

del perfeccionamiento de las prácticas campesinas tradicionales, caracterizadas por el

uso de inputs orgánicos, una gran eficiencia en la coordinación de distintos usos del

suelo y un encuadramiento institucional dentro de regulaciones comunitarias que

protegen al medio natural de la sobreexplotación. El Estado debería hacer lo posible por

preservar estas formas alternativas de gestión agraria, impidiendo por ejemplo el

83

acaparamiento de tierras o la privatización a gran escala de superficies forestales.

También debería implicarse, a través de inversiones públicas, en el desarrollo de

investigaciones agronómicas que, en lugar de adoptar el paradigma científico de los

países desarrollados, promovieran el cambio tecnológico sobre las bases del

conocimiento campesino local.

El paradigma de la soberanía alimentaria es un paradigma en construcción, muy

abierto aún a los vaivenes de las luchas sociales y políticas que lo vienen inspirando

desde un comienzo. Se percibe en su interior una tensión entre dos visiones un tanto

diferentes de lo que significa soberanía alimentaria: por un lado, quienes apuestan por

definirla en clave local, poniendo el énfasis en el empoderamiento campesino y el

fortalecimiento de las comunidades rurales; por el otro, quienes tienen una visión más

nacional, poniendo el énfasis en la conformación de mercados nacionales capaces de

garantizar la seguridad alimentaria de las diferentes regiones de los países. El futuro nos

dirá cómo evoluciona esta tensión. Quizá también irá poniendo sobre la mesa soluciones

a lo que hoy son problemas teóricos (pero de gran relevancia práctica) como cuál es la

estrategia más adecuada en caso de que no sea factible poner en marcha de manera

simultánea cambios en todos los ámbitos considerados.

EL DESARROLLO RURAL TERRITORIAL

El paradigma del desarrollo rural territorial no es incompatible con el post-

consenso de Washington o la soberanía alimentaria, pero, frente a ellos, incide en mayor

medida en todo aquello que, a la hora de luchar contra la pobreza rural, trasciende el

ámbito de la agricultura. El crecimiento agrario pro-pobres o la consolidación de

pequeños campesinos agroecológicos pueden ser importantes en la mitigación de la

pobreza rural, pero existen otros ámbitos de política pública que también deberían ser

tenidos en consideración.

En primer lugar, al nivel más económico de análisis, la agricultura no encierra

todas las claves para reducir la pobreza rural. Antes al contrario, diversas experiencias

históricas y presentes muestran que la creación de empleo rural no agrario, siempre que

sea un empleo de productividad relativamente elevada (no un residuo de las pautas de

empleo derivadas del modo de vida propio de las elites rurales tradicionales), ofrece a

buena parte de la población rural una vía más directa para salir de la pobreza. Los

84

partidarios del desarrollo rural territorial inciden en que el Estado debería crear

condiciones favorables para el desarrollo de actividades no agrarias en el medio rural,

entre ellas una adecuada dotación de infraestructuras (redes viarias, polígonos

industriales, acceso a electricidad y agua…).

Las políticas públicas también podrían mejorar la dotación que las familias

rurales tienen de activos clave para el desarrollo de actividades no agrarias. Sin

perjuicio de la importancia de los factores productivos tradicionales, como la tierra o el

capital, debería prestarse una atención creciente a aquellos activos que la experiencia

viene demostrando que son importantes en el mundo de la manufactura y los servicios

rurales, como por ejemplo el capital humano y el capital social. Estos dos nuevos tipos

de capital, de naturaleza inmaterial, pueden resultar cruciales para la puesta en marcha

de actividades emprendedoras como el establecimiento de un nuevo negocio, la

adopción de una nueva tecnología o el intento de conquistar un nuevo mercado.

Hasta aquí, sin embargo, no tendríamos mucho más que una especie de apéndice

al post-consenso de Washington. La razón por la que podemos hablar del desarrollo

rural territorial como un paradigma diferenciado consiste en que, además de reconocer

la importancia económica de las actividades no agrarias, reconoce la importancia social

del fortalecimiento de las comunidades rurales. Es decir, no sólo nos invita a considerar

la economía más allá de la agricultura, sino que también nos invita a considerar el

desarrollo rural más allá de la economía. Inspirándose en la experiencia europea con el

programa LEADER, los partidarios del desarrollo rural territorial proponen que las

comunidades locales se conviertan en protagonistas activas de las políticas públicas

encaminadas a favorecer su desarrollo. Frente a las tradicionales políticas

agroalimentarias que van de arriba abajo (desde los gobiernos hacia los agricultores), el

desarrollo rural territorial fomentaría una estrategia participativa de abajo hacia arriba.

La estrategia partiría de las propias comunidades rurales, que deberían definir cuáles

son sus prioridades. El Estado podría entonces financiar planes de inversión rural

basados en las prioridades expresadas por las comunidades y gestionados por estas

mismas.

Este enfoque participativo, ascendente, tendría dos ventajas. En primer lugar,

podría ser más eficaz que el tradicional enfoque descendente porque se enfrentaría a los

objetivos que las propias comunidades consideraran prioritarios para solucionar sus

problemas, en lugar de enfrentarse al riesgo de equivocarse desde arriba en la definición

de qué es (y no es) prioritario. Una amplia evidencia respalda, para el caso de la ayuda

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oficial al desarrollo, la idea de que los proyectos son tanto más eficaces cuanto mayor es

la implicación de la población local. Y, en segundo lugar, el enfoque participativo

serviría para fortalecer a las comunidades rurales, con frecuencia marcadas por

tensiones y segmentaciones entre grupos sociales heterogéneos, e impulsar la

generación dentro de ellas de capital social, es decir, de una atmósfera social más

cohesionada y más favorecedora de negociaciones, acuerdos y cooperación dentro de la

sociedad rural y su tejido empresarial.

Este último aspecto ha sido el principal logro de LEADER en las zonas rurales

de la Unión Europea, si bien algunos especialistas alertan de que copiar el método

LEADER miméticamente sería un error, siendo precisa una adaptación del mismo a las

especiales circunstancias del mundo pobre. Buscando a toda costa perpetuar la cultura

de la subvención agraria generada por la Política Agrícola Común, LEADER establece

como condición imprescindible que toda inyección de fondos públicos vaya

acompañada de inversión privada paralela; es decir, promueve una asociación público-

privada para el desarrollo rural. En el mundo pobre, en cambio, con la mayor parte de la

población rural padeciendo una pobre dotación de capital, parece razonable asumir un

mayor peso, en ocasiones quizá un protagonismo exclusivo, para la inversión pública.

Por otro lado, LEADER excluyó de sus programas de desarrollo al sector agrario,

obligando a las comunidades rurales a centrar sus proyectos de inversión en los otros

sectores. Esto tenía sentido en una Unión Europea cuyos agricultores recibían amplio

apoyo por otros medios y cuya economía había dejado de depender fuertemente ya de la

agricultura. En el mundo pobre, en cambio, los agricultores reciben menos apoyo y,

para muchas familias, no existen demasiadas alternativas laborales fuera de la

agricultura, por lo que parece razonable permitir que los programas de desarrollo rural

territorial incluyan las inversiones agrarias.

Además, desde un punto de vista más político, se sugiere permitir que sean las

instituciones públicas locales (y no grupos creados ad hoc por la sociedad civil) las que

definan y ejecuten los programas de desarrollo rural territorial. En la Unión Europa, con

una democracia local plenamente asentada, se consideró conveniente que, con objeto de

evitar la politización de los programas, estos fueran ejecutados por la sociedad civil, lo

cual despertó no pocos conflictos entre los grupos gestores de los programas y unos

ayuntamientos rurales que en ocasiones contaban con presupuestos inferiores. En buena

parte del mundo pobre, con una democracia local aún débil, los programas de desarrollo

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territorial parecen una buena oportunidad de fortalecer a los ayuntamientos e

instituciones locales.

Los críticos del desarrollo rural territorial han apuntado entre otros dos

problemas de este enfoque. El primero es que, en sociedades rurales tan desiguales

como las del mundo pobre, existe un peligro real de que las elites lideren la definición

de las prioridades de la comunidad y en la gestión de los programas, atrayendo la

inversión pública a aquellos proyectos que les resultan más interesantes a ellos (y quizá

no tanto a los miembros más pobres de la comunidad). Un segundo problema consiste

en que los programas de desarrollo rural territorial, al centrarse en el ámbito

comunitario, no pueden erigirse en sustitutos de acciones estatales a mayor escala.

Problemas estructurales clave, como la mala distribución de la tierra o la mala dotación

de infraestructuras entre comunidades y regiones distantes, son asuntos que, por su

propia naturaleza, pertenecen más al ámbito del Estado. Los programas de desarrollo

rural territorial, alertan los críticos, sólo actúan sobre algunas de las causas de la

pobreza rural.

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