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1 DERIVAS PRAGMATISTAS DE DURKHEIM Y DEWEY: PARA UNA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN CONTEMPORÁNEA José Beltrán Llavador [email protected] Universitat de València Resumen: Poco antes de morir, entre 1913 y 1914, Émile Durkheim impartió un curso con el fin de dar a conocer la corriente del pragmatismo. Las lecciones del curso fueron recogidas y publicadas póstumamente en 1955. A lo largo de dieciocho lecciones el sociólogo francés ofrece una aproximación y una interpretación crítica del pragmatismo desde su propia visión sociológica, con una atención preferente a autores como William James y John Dewey. En 1915, un año después de este curso, John Dewey escribió Democracia y Educación, una de sus principales obras de temática educativa, de la que este año se cumple el centenario. Esta obra se había nutrido sin duda en una experiencia pedagógica innovadora que puso en marcha una década antes, en la llamada Escuela- Laboratorio. Durkheim también prestó atención a las relaciones entre sociedad y educación en algunas de sus principales obras. Lo que se argumenta en esta presentación, de carácter fundamentalmente teórica, es la vigencia y la relevancia para una sociología de la educación contemporánea de algunas de las reflexiones de ambos autores, a saber: la relación con el saber, la socialización de los sujetos, la experimentación pedagógica, la teoría del valor, la continuidad medios y fines, etc. Algunas derivas pragmatistas de Durkheim y Dewey pueden ser reinterpretadas y actualizadas desde una sociología de la experiencia y desde una sociología de la acción, que ponen el acento en la importancia de la creatividad. Como conclusiones principales cabe destacar, en primer lugar, el interés de repensar la educación, desde nuevos marcos de interpretación inspirados en algunos rasgos del pragmatismo, como una forma de vida social; en segundo lugar, la necesidad de reevaluar las políticas y las prácticas de educación desde una perspectiva crítica del reconocimiento. Palabras clave: pragmatismo, sociología, educación, experiencia, reconocimiento.

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DERIVAS PRAGMATISTAS DE DURKHEIM Y DEWEY: PARA UNA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN CONTEMPORÁNEA

José Beltrán Llavador [email protected]

Universitat de València

Resumen: Poco antes de morir, entre 1913 y 1914, Émile Durkheim impartió un curso

con el fin de dar a conocer la corriente del pragmatismo. Las lecciones del curso fueron

recogidas y publicadas póstumamente en 1955. A lo largo de dieciocho lecciones el

sociólogo francés ofrece una aproximación y una interpretación crítica del pragmatismo

desde su propia visión sociológica, con una atención preferente a autores como William

James y John Dewey. En 1915, un año después de este curso, John Dewey escribió

Democracia y Educación, una de sus principales obras de temática educativa, de la que

este año se cumple el centenario. Esta obra se había nutrido sin duda en una experiencia

pedagógica innovadora que puso en marcha una década antes, en la llamada Escuela-

Laboratorio. Durkheim también prestó atención a las relaciones entre sociedad y

educación en algunas de sus principales obras. Lo que se argumenta en esta

presentación, de carácter fundamentalmente teórica, es la vigencia y la relevancia para

una sociología de la educación contemporánea de algunas de las reflexiones de ambos

autores, a saber: la relación con el saber, la socialización de los sujetos, la

experimentación pedagógica, la teoría del valor, la continuidad medios y fines, etc.

Algunas derivas pragmatistas de Durkheim y Dewey pueden ser reinterpretadas y

actualizadas desde una sociología de la experiencia y desde una sociología de la acción,

que ponen el acento en la importancia de la creatividad. Como conclusiones principales

cabe destacar, en primer lugar, el interés de repensar la educación, desde nuevos marcos

de interpretación inspirados en algunos rasgos del pragmatismo, como una forma de

vida social; en segundo lugar, la necesidad de reevaluar las políticas y las prácticas de

educación desde una perspectiva crítica del reconocimiento.

Palabras clave: pragmatismo, sociología, educación, experiencia, reconocimiento.

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Algunos precedentes: contexto de justificación

Este artículo forma parte de un viaje que se inició hace casi dos décadas cuando fui

invitado a participar en una breve introducción a Mi credo pedagógico, de John Dewey,

con ocasión del centenario de su publicación (Dewey, 1997; Beltrán, 1997). Desde

entonces, las consultas a las obras del autor han sido frecuentes y han constituido una

parte importante de esas amistades intelectuales que me han venido acompañando junto

con tantos y tantos filósofos, pedagogos y sociólogos. El nombre de John Dewey y el de

otros pragmatistas me resultaba familiar desde mucho antes, asociado a un tan

estimulante como poco conocido pensador universal, el español estadounidense George

Santayana, con quien Dewey había polemizado, y a quien también dediqué, además de

atención desde la filosofía, alguna mirada desde la sociología de la educación, a

propósito de su magnífica novela de formación titulada El último puritano (1935). Más

recientemente, a partir de algunas reflexiones y contribuciones internacionales sobre

políticas educativas, he tenido ocasión de releer y llevar a cabo algunas interpretaciones

contemporáneas de John Dewey, que me ha servido de inspiración. De modo que esta

nueva contribución, que forma parte de un díptico junto con otra presentada para la

Sociedad Española de Pedagogía (SEP) con motivo del centenario de la publicación de

Democracia y educación (“Las variedades de la experiencia educativa: una lectura

contemporánea de la Escuela-laboratorio de John Dewey”, Beltrán, 2016c), se puede

considerar como parte de una prolongada conversación cultural y educativa dentro de un

ciclo académico. El inicio (con precedentes) y el final (abierto) de este ciclo lo marcan,

pues, el centenario de dos obras del mismo autor: John Dewey.

No me detendré en esta ocasión en presentar el perfil ni la obra de los dos autores a los

que pongo en diálogo, Durkheim y Dewey, dando por sentado un cierto conocimiento

sobre ambos desde la sociología de la educación (véase, por ejemplo, Hernàndez,

Beltrán y Marrero, 2004; Beltrán y Hernàndez, 2011). Del primero rescataré la crítica

que ejerce hacia el segundo en ese estimulante curso que dedicó al pragmatismo y que

dio lugar a la obra póstuma Pragmatismo y sociología (a partir de ahora, PyS), desde la

convicción de que merece más atención de la que hasta ahora ha recibido en nuestro

campo de estudios. Pero sí quisiera referirme a algunos precedentes a los que me he

referido y que permiten ubicar esta aportación como parte de una suerte de work in

progress al tiempo que la contextualizan en el ámbito de la discusión que plantea.

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En la introducción a Mi credo pedagógico, había resumido la empresa de Dewey como

“el esfuerzo prometeico de un pensador por comprender e interpretar la vorágine de una

sociedad sometida a cambios acelerados, rupturas científicas, mutaciones culturales y

crisis de toda índole.” (Beltrán, 1997: 14). Ese esfuerzo, añadía, no podía quedar

reducido a explicaciones parciales y explicaba la necesidad de Dewey de superar una

“serie de dualismos (intelectual-manual, ideal-material, alma-cuerpo, teoría-práctica,

pensamiento-acción, fines-valores…) heredados de la gran tradición occidental e

incorporados como tradición gentil a Nueva Inglaterra.” (Ibid: 15). Estos dualismos

reflejan una visión del mundo fragmentada, y una percepción del mundo alienada o

aislada de éste. La superación de esta escisión, para Dewey, consiste en recobrar la

experiencia de la continuidad, la unidad orgánica y el sentido de comunidad. Esta

pretensión integradora encontrará su reflejo en sus convicciones educativas, que

desplegará teóricamente en buena parte de sus obras.

Esa misma pretensión es la que rompe definitivamente con la idea del conocimiento

como “espejo de la naturaleza”, haciendo del sujeto una suerte de espectador pasivo de

una realidad que permanece fija con independencia del acto de investigación que

pudiera provocar algún tipo de cambio. Más bien, frente a esta visión estática y dualista,

Dewey sostiene que las cosas que percibimos son “interrogaciones”, cuestiones que

plantean problemas, desafíos. De manera que al encontrarnos con las causas, con la

naturaleza, no sólo la contemplamos, sino que la modificamos. Ahora bien, si los seres

humanos basan su filosofía en la certeza del conocimiento, no lo hacen tanto por

procurar la certeza en sí, sino por procurar la certeza en los resultados de la acción.

Dewey distingue dos direcciones fundamentales en la búsqueda de la certeza, cuya

tensión ha caracterizado la historia de la humanidad. Por una parte, el “arte de la

adaptación” (la aceptación de las cosas tal como son) y por otra parte, el “arte del

control” (la posibilidad de intervenir en el curso de la cosas). (Ibid: 16).Veremos más

adelante como esta distinción tiene algún tipo de conexión con las reflexiones de

Durkheim. Los seres humanos nunca obtendrán el control total de las consecuencias de

sus acciones, porque la incertidumbre y la duda están en la naturaleza, no sólo en

nosotros. De ese modo, nunca podrá satisfacerse totalmente el afán de certeza, porque la

actividad práctica implica cambio. Por eso, para Dewey, vivir es aprender, y aprender es

aprender a pensar en un medio social. El sentido de las acciones humanas es moral y

social a un tiempo. Y esto a su vez tiene consecuencias inmediatas para la educación, ya

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que decir moral es decir educación, lo cual significa aprender de la experiencia. (Ibid:

17).

La educación, para Dewey, sólo tiene sentido en una comunidad y ejercida por la

ciudadanía. En una contribución reciente (Beltrán, 2015: 15), dentro de un monográfico

dedicado al papel de la universidad en la construcción de la ciudadanía, incluí a Dewey

para referirme a las políticas de ciudadanía. Allí señalé que el concepto de ciudadanía,

que en la actualidad vuelve a cobrar relieve, ha sido reeditado frecuentemente por las

ciencias sociales. Dewey, ampliando la noción desde el plano político al plano social y

cultural, afirmó que la democracia –una expresión de ciudadanía– debía entenderse

como “una forma de vida”. Para Dewey, democracia y educación son indisociables. Un

tipo de democracia que definió como “radical” y “creativa”, y a la que presté atención

en una nueva contribución en la que abordé la necesidad de una escuela anticipada.

(Beltrán, 2016a). En aquella ocasión apunté, atendiendo al desafío que Fernández

Enguita (2015) planteó con su hipótesis del paréntesis escolar (esto es, la consideración

de la concentración de aprendizaje y educación en la escuela como un periodo histórico

que podía estar llegando a su fin), que Dewey en 1939 ya lanzó un mensaje de

anticipación y una misión a las generaciones venideras (Dewey, 1996: 199-205).

Finalmente, apelé de nuevo a Dewey para fundamentar la necesidad de un giro

pragmatista en educación en el marco de una nueva aportación en la que cuestioné el

papel actual de los indicadores educativos hegemónicos confrontándolo con una

pedagogía del reconocimiento para la reconstrucción de ciudadanía, (Beltrán, 2016b).

Este giro –afirmé– nos desplaza desde la prescripción que se desprende de informes de

evaluación de competencias hacia la contingencia, hacia las posibilidades de

intervención y participación humana. En esta reflexión inicié una línea de exploración y

una lectura contemporánea del giro pragmatista en educación al considerar que ofrece

nuevos marcos de comprensión. Estos marcos de comprensión encuentran su correlato

en marcos para la acción. De manera que aquí explicación (comprensión) e implicación

(acción) se dan de la mano y convergen en una forma de compromiso epistemológico y

educativo, pero también político y social. Las páginas que siguen prosiguen, a partir de

nuevos enfoques, la exploración acerca de estos marcos o derivas pragmatistas en

educación.

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Pragmatismo y sociología: contexto de explicación

Durkheim pronunció una serie de conferencias –que fueron publicadas póstumamente

bajo el título de Pragmatismo y sociología– desde el 9 de diciembre de 1913 hasta el 12

de mayo de 1914. Poco antes había publicado Las formas elementales de la vida

religiosa (1912). Las lecciones de Durkheim no merecieron demasiada atención en el

contexto de su amplia obra, quizá porque en el momento de su publicación el

pragmatismo no gozaba de su mejor momento en Estados Unidos y su recepción en

Europa pasaba por no pocas deformaciones, como su identificación sin matices con la

filosofía de la vida de procedencia nietzcheiana. En ese escenario, la atención de

Durkheim al pragmatismo no dejaba de considerarse un asunto menor, o tal vez caduco.

Horowitz, en su introducción a Sociología y Pragmatismo, de Charles Wright Mills,

señaló que “la tradición ‘clásica’ en sociología reveló la existencia de crecientes

discrepancias con respecto a la tradición pragmática. Esta separación fue

particularmente factible, dado que pocos europeos conocían o se interesaban gran cosa

por el pragmatismo norteamericano; y por otra parte, los hombres como Mills

reverenciaban a los antecesores sociológicos del tipo de Durkheim, Weber y

Mannheim.” (Horowitz, 1968: 26).

A pesar de esta distancia, el propio Horowitz ofrece una explicación del interés de Mills

por la sociología que a su vez podría servir como explicación plausible del interés de

Durkheim hacia autores como Dewey, Peirce y James. “La sencilla verdad es que Mills

se formó en filosofía y luego en sociología; y que sus mentores en filosofía fueron los

pragmatistas; que su inclinación a los ‘clásicos’ en sociología –Durkheim, Weber,

Veblen, Pareto y Michels entre otros– sea tan acentuada es en considerable medida

consecuencia de sus criterios filosóficos sobre el contenido obligado de la buena

sociología.” (Horowitz, 1968: 14). Así lo reconocerá el propio Mills más adelante en La

imaginación sociológica, al mencionar a Durkheim entre la nómica de analistas sociales

clásicos que representan la tarea y la promesa de relacionar biografía e historia y al

citarlo continuamente en esta obra (Wright Mills, 1996: 25-26). De la misma manera,

podría pensarse que Durkheim se fijó en el pragmatismo para nutrir su teoría

sociológica de buena filosofía.

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El propio Durkheim justifica en la primera de sus lecciones el motivo que le condujo a

ocuparse del pragmatismo. Comienza reconociendo que el pragmatismo encierra “la

única teoría de la verdad existente en la actualidad”, y además supone “un sentido de la

vida y de la acción que comparte con la sociología: ambas tendencias son hijas de una

misma época” (PyS: 23). Pero a continuación acusa al pragmatismo de llevar a cabo “un

asalto contra la razón”, de manera que su interés es triple: a) general, porque de él se

desprende la necesidad de superar el racionalismo tradicional; b) nacional, o particular,

porque cuestiona las bases cartesianas de la cultura francesa, del racionalismo francés;

c) filosófico, porque cuestiona toda la tradición filosófica de tendencia racionalista,

minando el “culto a la verdad” y a la “necesidad de ciertas verdades”. (PyS: 23).

Durkheim llega a comparar el pragmatismo con una suerte de sofística, y lo sitúa

cercano al irracionalismo.

A pesar de las distancias que Durkheim marca respecto del pragmatismo, el propio

sociólogo comienza reconociendo la vinculación de ambas perspectivas como hijas de

la misma época, esto es, como tentativas notables para replantear las cuestiones

centrales de la filosofía y de la sociología: aspectos sobre la verdad y la moral. O dicho

de otra manera: la relación que Durkheim señala entre sociología y pragmatismo refleja

una preocupación común “por la pregunta concerniente a qué constituye las condiciones

del conocimiento” que “suscita el problema de encontrar una nueva justificación para la

universalidad del conocimiento”. Y precisamente, como señala Joas, “éste es un

problema que le surge al pragmatismo como también a la sociología de Durkheim.

Teniendo en cuenta este trasfondo, ¿cómo pueden los diversos individuos o culturas

llegar aún a un acuerdo y a una verdad válida para todos? ¿Cómo puede aún aplicarse

esta verdad al mundo? Inicialmente puede suponerse, tomando pie en las conferencias

sobre el pragmatismo, que la intención de Durkheim era llegar a tal fundamentación de

la verdad” (Joas, 1998: 67).

Durkheim acepta la crítica ejercida por el pragmatismo al concepto de verdad como

correspondencia, una versión meramente contemplativa de la verdad, en realidad una

idea que ha estado presente constantemente en toda la filosofía occidental, como mostró

Rorty en La filosofía y el espejo de la naturaleza (1983). Pero lo que sorprende a Joas

“es que Durkheim no penetre en absoluto en los polifacéticos escritos pedagógicos y

éticos de Dewey y afirme, desencaminado, que no existe conexión entre su teoría ética y

su postura en el debate sobre el concepto de la verdad.” (Joas, 1998: 68). La explicación

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que ofrece Joas es que de este modo Durkheim trata de subrayar las diferencias, más

que las similitudes, entre su propio programa sociológico y el pragmatismo.

Precisamente, si algo aproxima a ambos pensadores es su interés común por la

dimensión social y moral de la educación.

Sin duda, el pragmatismo provocaba en Durkheim tanto atractivo –y de ahí su

dedicación preferente y a fondo durante un curso académico completo– como rechazo,

que se refleja en las críticas que esgrimió en sus lecciones, que en realidad, venían a ser

una suerte de enmienda a la totalidad. Lo que llamó poderosamente la atención a

Durkheim era el reconocimiento de que el pragmatismo, como su propia proyecto

sociológico, era un intento notable de abordar y reconstruir una serie de cuestiones

filosóficas de amplia tradición. La divergencia con el pragmatismo era la amenaza

irracionalista –un asalto a la razón en toda regla– que encerraba contra la herencia

cartesiana, que en buena medida caracterizaba la cultura racionalista francesa.

Durkheim no pretendía mantener incólume la tradición, por el contrario, consideraba

que su sociología, antes que dar continuidad sin más a la tradición, suponía una ruptura

hacia un “racionalismo reconstruido” que, pese a todo, debía evitar los peligros

irracionalistas que representaba el pragmatismo. De manera llamativa, también la

empresa de Dewey se orientó hacia “la reconstrucción de la filosofía”, por recordar el

título homónimo de una de sus célebres obras (Dewey, 1986). Y si para Durkheim la

sociología, además de ser una disciplina empírica, era también un proyecto filosófico,

para Dewey la educación sólo adquiría su auténtico significado enmarcada en un

programa filosófico de amplio alcance.

En cualquier caso, no hay que perder de vista el contexto de la sociología emergente a

principios del siglo XX. En ese contexto y en ese momento, “los padres fundadores de

la nueva ciencia, sin excepción, están profundamente convencidos de que la sociedad

moderna está amenazada por un empobrecimiento moral que tiene que provocar

perturbaciones masivas en la reproducción social.” Es ese sentido, “la sociología puede

ser interpretada como una respuesta a la patología surgida de ese modo, ya que, cuando

no está especializada, es concebida como una empresa de “ciencia moral” o “de la

cultura”: su tarea debe ser también la de contribuir a la reparación práctica de la crisis

ética mediante la explicación de su génesis, lo que nunca pusieron en duda ni Tönnies,

ni Simmel, ni Weber o Durkheim.” (Honneth, 2011: 94). Así pues, en ese contexto,

dominaba un diagnóstico, a saber: “que las causas institucionales del crecimiento de la

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pérdida de orientación ética, es decir, del nihilismo, se encontraban en la imposición de

la economía lucrativa capitalista.” (Ibid: 96).

Los modelos interpretativos que dieron cuenta de las patologías sociales de un

capitalismo en expansión dieron lugar a desarrollos estimulantes que no perdieron su

potencial: así “la tesis de la racionalización de Weber se convertiría en los países de

habla alemana en el punto de referencia central de todas las evoluciones en el campo de

la filosofía social, tal como lo sería en Francia la sociología de la religión de

Durkheim.” (Ibid: 99). Por otra parte, “en Estados Unidos, los estudios de diagnóstico

de la época, en los que John Dewey critica de forma pragmática la imperfección y la

parcialidad de la modernidad capitalista, se pueden considerar como testimonios

equiparables de aquella tradición filosófico-social.” (Ibid: 105).

En “esta imagen de la época” (ibid: 95) se explica que “ambas tendencias son hijas de

una misma época” (PyS: 23). Pero allí donde ambas tendencias pueden converger en un

diagnóstico similar sobre la crisis de la modernidad, la sociología de Durkheim percibe

el desarrollo del pragmatismo, ya desde su primera lección, como un resultado directo

del nihilismo que está lidiando una “verdadera lucha a mano armada.” (PyS: 23). O lo

que es lo mismo, una lucha que tal vez suponga un desafío al racionalismo francés del

propio Durkheim y que le sirve para reconstruir su propio programa.

Rafael S. Farfán (2012: 257-287) desarrolla en una serie de pasos a favor de esta idea.

Además, atendiendo a los propósitos de esta contribución, y como aportación original

en el ámbito de la sociología de la educación, añadiremos una hipótesis propia que parte

del siguiente supuesto: la falta de atención de Durkheim a la esfera educativa dentro del

pragmatismo, y en particular a los trabajos de Dewey sobre educación, obedecen

precisamente a la estrategia deliberada de subrayar las divergencias más que las

convergencias, puesto que la preocupación educativa de ambos autores pone de relieve

no pocos intereses y planteamientos comunes.

Atendiendo a Farfán, el enfrentamiento de Durkheim contra el pragmatismo no obedece

solo a una confrontación de ideas, sino que se explica en un contexto, histórico y

político, de tensión política en la que subyacen motivos nacionalistas que el conflicto

sólo va ayudar a desencadenar.

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El primero de los pasos que plantea Farfán consiste en situar la crítica de Durkheim al

pragmatismo en el campo intelectual, comparando el significado del pragmatismo en

Francia y en Norteamérica a finales del siglo XIX. En el segundo paso, Farfán identifica

aquellos conceptos del pragmatismo con los que Durkheim polemiza, a partir de una

interpretación sociológica de la filosofía pragmatista. El tercer paso se detiene en la

interpretación que realiza Durkheim del pragmatismo como resultado de la recepción y

difusión que tuvo en Francia. A la luz de los pasos anteriores, Farfán se pregunta si la

crítica de Durkheim al pragmatismo no desemboca finalmente en una suerte de

apropiación, o de relectura, al servicio de su propia sociología.

Si la filosofía que subyace a la sociología de Durkheim es una variedad de ese pilar

intelectual de la cultura nacional francesa que constituye el racionalismo cartesiano, el

pragmatismo también puede interpretarse como una variedad de la cultura nacional

estadounidense en su proceso de formación como Estado-nación. “El pragmatismo es,

pues, también parte de una cultura a la que corresponden sus propios mitos de identidad

nacional: como el mito del hombre que se hace a sí mismo conquistando el medio que

lo rodea y la convierte en la tierra de la ‘gran promesa’, la ‘promesa del sueño

americano’. Y si esta filosofía nació por oposición al racionalismo cartesiano (como lo

sostiene el pragmatismo), es por motivos no sólo teóricos, sino también prácticos, en los

que está de por medio la formación de una nación.” (Farfán, 2012: 311).

Estos motivos son los que a su vez reflejan actitudes bien diferentes frente al mundo. Si

para Durkheim el racionalismo cartesiano (con su concepción de una naturaleza humana

individual y racional, compuesta por la dualidad cuerpo y alma) refleja una suerte de fe

(paradójicamente, más allá de la razón, pero históricamente construida, heredada e

interiorizada) en la naturaleza humana, ratificada a modo de acta en el artículo que

publicó en 1914 titulado “El dualismo de la naturaleza humana” (Durkheim, 2011); para

Dewey, en cambio, el ser humano se forma individualmente como parte de la

naturaleza, a la que humaniza mediante su acción instrumental. A su vez, la naturaleza

es la que facilita la humanización del ser humano. Dewey levanta acta de esta

convicción en su conocido artículo sobre el acto reflejo en psicología (1896), en el que

aborda la manera en que los sujetos reaccionan ante los estímulos de su medio. La

acción –una de sus principales nociones explicativas– se entiende como un impulso que

modula las respuestas a los estímulos que afectan al organismo.

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Acción y verdad: marcos culturales

Farfán (2012: 314), señala que los marcos culturales de la noción de acción instrumental

de Dewey derivan básicamente, por una parte, del darwinismo, es decir, de un modelo

biológico, y por otra parte, del modelo del laboratorio (véase también en este sentido

Joas, 1998: 283-284, al que me referiré más adelante) según el cual la creación

experimental, el experimento, es la respuesta formal de todo organismo a los problema

que enfrenta en su ambiente (Mills, 1968: 381-383). Sin duda, ambos modelos resultan

fundamentales para explicar tanto su proyección filosófico como su proyecto

pedagógico, ambos basados en la idea de acción como construcción y reconstrucción en

un proceso de continua experimentación, de prueba constante y, por tanto, de duda

permanente. Mientras que para Descartes (y por ende, para Durkheim), la duda tiene un

valor metodológico o estratégico, es un medio para alcanzar la verdad, para Dewey la

duda tiene un valor sustantivo. A Dewey no le preocupa tanto afianzar la necesidad de

la verdad, sino lograr algunas certezas (reconociendo su provisionalidad en contextos

sociales e históricos, y por tanto su contingencia). A Dewey no le importa tanto el

estatuto de las verdades lógicas (eternas, inmutables), sino más bien el estatuto de lo

verosímil (de lo que se asemeja a la verdad, en términos humanos y al servicio de un

conocimiento que puede servir para todos). Y son estos supuestos los que le llevan a

poner en marcha, entre otros, esa iniciativa educativa a la que dio el nombre,

precisamente, de Escuela-laboratorio.

En la décima lección de Pragmatismo y Sociología, Durkheim reprocha a Dewey y a los

pragmatistas su concepción de la verdad que “es esencialmente individual y, por

consecuencia, incomunicable, intraducible, puesto que traducirla es expresarla en

conceptos, por tanto, en algo impersonal.” Y además, si “los juicios están afectados por

este coeficiente de subjetividad, resulta que ahí tiene un valor desigual, algunos son

preferibles a otros.” (PyS: 93). Pero siendo así, ¿cuáles son los que, entre todos, van a

constituir ese “tesoro de la humanidad”? Los pragmatistas nos dicen que son aquellos

que valen más para la media de los hombres que corresponden a las semejanzas que

tiene entre ellos. La ‘verdad’ aparece así como un residuo de las creencias particulares.”

(PyS: 94).

Lo que para los pragmatistas forma parte de toda una declaración de intenciones (toda

una “reconstrucción de la filosofía”, en términos de Dewey), Durkheim lo considera un

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ataque a su programa sociológico, que a su vez se explicaba como un intento de

reconstruir y renovar una tradición de la que él era uno de sus mejores representantes.

“Pero, por más que todo, lo que va a conducir y a reforzar la convergencia de los

espíritus es la acción de la sociedad. Una vez establecido este ‘consenso de las

opiniones’, una vez alcanzado ese ‘gran estadio del sentido común’, la sociedad ejerce

una presión para imponer a los espíritus un cierto conformismo. Hay una medida de

verdad que se forma poco a poco y que la sociedad tiende a patrocinar y a garantizar

porque si las verdades permanecieran particulares, se chocarían unas con otras y serían

ineficaces. Se ve así que el Pragmatismo es llevado, para explicar que existe una verdad

impersonal (…), a proponer interpretaciones de orden sociológico.” (PyS: 94).

Lo cierto es que Durkheim sostiene, contra Dewey, que la verdad tiene siempre una

función especulativa, e interpreta que el pragmatismo constituye una amenaza para el

núcleo duro de la verdad, puesto que rebaja su estatuto y su función. En esta idea

subyace la convicción de que la verdad obedece a algún ajuste con la naturaleza

intrínseca de las cosas, esto es, como una suerte de correspondencia con la esencia de

las cosas. Nada más lejos de la crítica pragmatista hacia la consideración del ser

humano como un conocedor de esencias o de verdades objetivas (Rorty, 1983: 335), o

como un perseguidor de la verdad objetiva, entendida ésta como una representación

exacta de la realidad. El pragmatismo, en este sentido, se muestra iconoclasta, ya que

rompe definitivamente con la idea de conocimiento como representación o copia exacta

de la realidad. Pero, podemos preguntarnos, con el expresivo título del artículo de

Ramón del Castillo, “¿a quién le importa la verdad?” En este artículo, en el que aborda

algunos tópicos sobre la teoría de la verdad de James y Dewey, sostiene que “es obvio

que para algunos pragmatistas hay verdades, verdades que son resultados de hábitos

racionales y métodos fiables de conocimiento, pero no son verdades porque adquieran

una y la misma propiedad que podamos definir en términos abstractos (sin relación a

ningún propósito, situación o interés).” (Del Castillo, 2002: 112). Frente a lo que

reprochaba Durkheim a Dewey, la reducción de una verdad a una cuestión de

satisfacción (PyS, 94), el pragmatismo no admite que cualquier clase de satisfacción que

pueda derivarse de mantener una creencia sea suficiente para calificar a la creencia

como verdadera. Sin embargo, “decir que todo tipo de satisfacción (…) siempre puede

estar divorciada de la verdad, decir, en definitiva, que no hay ni una correlación

razonablemente fiable entre aquello que consideramos valioso y lo que es verdadero, es

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decir, algo bastante extraño, por lo menos desde un punto de vista humano, o sea, desde

el punto de vista de seres para los que el conocimiento (aunque sea el basado en la mera

curiosidad) no es una actividad ociosa, sino una necesidad.” (Del Castillo, 2002: 116-

117). Y además, podríamos añadir, una necesidad educativa, convertida en tarea, en

oficio, en práctica.

Si para Durkheim supone un problema admitir que el conocimiento es una actividad,

para Dewey esta asunción es, ni más ni menos, un hecho. Dewey invertía así el supuesto

de que para afirmar cómo deben ser las cosas debemos basarnos en una teoría del

conocimiento, cuando más bien se trata de aceptar la guía de las cosas, el curso de la

acción y la interacción, para establecer cómo funciona el conocimiento. “¿Y qué decide

cómo son las cosas? Pues lisa y llanamente, el conjunto de conocimientos que tenemos

a mano y que, de momento, se han probado buenos, valiosos.” (Ibid: 122). Por

descontado, aquello que es bueno es aquello que hemos valorado o evaluado, y que

hemos considerado valioso. Por eso, “declarar que buscamos la verdad es decir que

buscamos formas de conocer que nos sirvan realmente, verdaderamente.” (Ibid: 122).

Por eso, si trasladamos esta perspectiva a nuestra relación con el saber en contextos

educativos, podremos ver con cierta claridad que conocer es una actividad con muchas

metas a la vista, pero no tiene una meta suprema que sea la verdad. Es una meta, nos

recuerda Rorty, en la que los seres humanos no pueden dejar de involucrarse, pero para

hacer eso no necesitan una meta denominada verdad, de la misma manera que los

estómagos no necesitan una meta denominada “salud” para funcionar bien. (Rorty,

1997: 35).

Si a un pragmatista se le pregunta para qué es útil el conocimiento, o la educación, no

respondería: para conocer la verdad (¿qué verdad?). En realidad la pregunta por la

utilidad debería reformularse mejor en términos de sentido: ¿Qué sentido tiene conocer,

qué sentido tiene educar? Y entonces se podría apelaría a su utilidad (más bien, a su

valor) para acceder a otros conocimientos mejores. ¿Mejores en qué sentido? Podríamos

preguntarle de nuevo. Y el pragmatista respondería que serían mejores en el sentido de

que “contienen más de lo que consideramos bueno y menos de lo que creemos malo”. Y

si aun así, se le acaba preguntando qué es el bien como fin último, el pragmatista, por

boca de Dewey, diría que éste no consiste en ningún producto definitivo, sino en el

mismo proceso de crecimiento, de desarrollo, o de mejora. “Pero eso nos devolvería a

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tierra: el pragmatista no puede aclarar que es summum bonum más que dirigiéndonos a

la experiencia y observando cómo parece que hemos mejorado a través de formas

concretas de acción.” (Del Castillo, 2002: 123).

En 1920, cuatro años después de publicar Democracia y Educación, Dewey “agrega

algunas palabras sobre el tema de la educación” en las últimas páginas de La

reconstrucción de la filosofía, para sugerir que el proceso educativo se halla

identificado con el proceso moral, desde el momento en que este último viene a ser un

paso continuo que realiza la experiencia desde lo peor hacia lo mejor.” (Dewey, 1986:

191). En los últimos párrafos del capítulo VII, Dewey sintetiza algunas de sus

convicciones o credos filosóficos, pedagógicos y sociológicos recurrentes en su obra.

Desmintiendo y desmontando la doble falsa creencia de la educación como preparación

para la vida, y de la educación como estadio que finaliza cuando el joven alcanza su

emancipación, Dewey sostiene que “lo mejor que puede decirse de un proceso

educativo cualquiera es que capacita al sujeto para seguir educándose”, puesto que “el

tuétano de la sociabilidad humana está en la educación.” (Ibid: 192). De este modo,

Dewey se anticipa, como lo hizo en muchos vectores, a lo que ahora forma parte de la

agenda educativa internacional: las políticas de educación a lo largo de la vida. “Cuando

se comprenda la identidad del proceso moral con los procesos del crecimiento

específico, advertiremos que una educación más consciente y formal de la niñez

constituye el medio más económico y eficaz de progreso y de reorganización sociales, y

se nos hará también evidente que la prueba de todas las instituciones de la vida adulta es

su influencia en facilitar la continuidad de la educación. (…) Esto equivale a que la

prueba de su valor es el punto de desarrollo que alcanzan en la tarea de educar a cada

individuo para que alcance la plenitud de sus posibilidades.” Y precisamente en esa

tarea adquiere un significado moral la democracia: “en que establece la prueba suprema

de todas las instituciones políticas y de todos los dispositivos de la industria está en la

contribución de cada una de ellas al desarrollo acabado de cada uno de los miembros de

la sociedad.” (Ibid: 193).

Límites y posibilidades: la medida de la educación

Ahora bien, en este punto vale la pena recuperar ahora la distinción que Dewey

estableció entre el “arte de la adaptación” y el “arte del control”. Ambos señalan una

tensión entre los límites y las posibilidades del desarrollo de los individuos en el seno de

14

las sociedades. Siguiendo a Vázquez Gutiérrez, quien dedicó una tesis al problema de la

autoridad moral y la autonomía en la sociología de Émile Durkheim, “en sociedades

democráticas, frente a la expansión creciente de expectativas (…) Durkheim señala que

es aún más necesaria la disciplina como autocontrol. Una reducción de trabas externas,

exige consecuentemente, dirá Durkheim, un nivel mayor de autodefinición de límites. El

sujeto debe aprender, según nuestro autor, a ajustar su comportamiento y sus

expectativas a las posibilidades que el entorno y sus capacidades le marcan.” (Vázquez

Gutiérrez, 2006: 324). Según expresa en nota a pie de página, “tomada en su sentido

general, la tesis durkheimiana de este conformismo moral puede rayar en una

aceptación directa de lo dado.” (Ibid: 324). La cita de la que se sirve Vázquez Gutiérrez

resulta, en este sentido, ilustrativa: “Puesto que, en principio, todas las vías sociales

están abiertas a todos, el deseo de subir está expuesto más fácilmente a sobreexcitar y

enfebrecer más allá de toda medida, hasta no reconocer ya prácticamente límites. Es

preciso por tanto que la educación haga sentir tempranamente al niño que además de

estos límites convencionales, que la historia va legitimando, hay otros que están en la

naturaleza de las cosas, es decir, en la naturaleza de cada uno de nosotros. Sin embargo,

no se trata en modo alguno de predisponerlo insidiosamente a la resignación, de

adormecer en él las ambiciones legítimas, de impedirle mirar más allá de su condición

presente; tales intentos estarían en contradicción con los principios mismos de nuestra

organización social. Pero hay que hacerle comprender que el medio de ser feliz es

proponerse objetivos próximos, realizables, relacionados con la naturaleza de cada uno,

y de alcanzarlos.” (Durkheim, 2002: 105).

Atendiendo a la distinción que introducía Dewey, la idea de Durkheim acerca de la

educación estaría más cercana al “arte de la adaptación”. En cambio, Dewey, sin negar

la función adaptadora de la educación, se decanta por una socialización, a través de la

educación, cuya calidad y valor depende tanto de los “hábitos” como de las

“aspiraciones”. “De aquí, dice Dewey, una vez más, la necesidad de una medida para el

valor de todo modo existente de vida social. Al buscar esta medida, hemos de evitar

caer en dos extremos. No podemos establecer, sacándolo de nuestras cabezas, algo que

consideremos como una sociedad ideal. Tenemos que basar nuestra sociedad en

sociedades que realmente existen, con el fin de tener la seguridad de que nuestro ideal

es practicable. Pero (…) el ideal no puede repetir simplemente los rasgos que se

encuentran en la realidad. El problema consiste en extraer los rasgos deseables de

15

formas de vida indeseables y sugerir su mejora.” (Dewey, 1998: 78). Para Dewey, desde

el terreno limitado de lo real la educación adquiere una dirección hacia el horizonte

posible de lo ideal. “Para tener un gran número de valores en común, todos los

miembros del grupo deben poseer una oportunidad equitativa para recibir y tomar de los

demás. Debe haber una gran diversidad empresas y experiencias compartidas. De otro

modo, las influencias que educan a algunos para señores, educarán a otros como

esclavos.” (Ibid: 79). Para Dewey, la falta de intercambio libre y equitativo que surge de

una diversidad de intereses compartidos, supone un desequilibrio de los estímulos

intelectuales. En cambio, “la diversidad de estímulos significa novedad, y la novedad

significa incitación al pensar.” (Ibid: 80).

El reconocimiento de los intereses mutuos es, para Dewey, un factor de control social

(de lo que había llamado el “arte del control”). Así como el cambio de hábitos sociales,

su reajuste continuo afrontando las nuevas situaciones producidas por el intercambio

variado y la interacción más libre entre los grupos sociales. Ambos criterios,

reconocimiento de intereses e intercambio variado son los dos elementos que se dirigen

hacia la democracia. (Ibid: 81). Así pues, desde un punto de vista educativo, señala

Dewey, “la devoción de la democracia a la educación es un hecho familiar. La

explicación superficial de esto es que un gobierno que se apoya en el sufragio universal

no puede tener éxito si no educados los que eligen y obedecen a sus gobernantes. Puesto

que una sociedad democrática repudio el principio de una autoridad externa, tiene que

encontrar un sustitutivo en la disposición y el interés voluntarios y éstos sólo pueden

crearse por la educación. Pero hay una explicación más profunda. Una democracia es

más que una forma de gobierno; es primariamente un modo de vivir asociado, de

experiencia comunicada juntamente.” (Ibid: 82). Es decir, la democracia es un modo de

experiencia educativa y la educación es un modo de experiencia democrática. Ambas

descansan, más que en la principios de autoridad externa, en principios de acción de

sujetos (crecientemente) autónomos que sólo pueden ser ejercidos en sociedades

(crecientemente) autónomas.

Tanto Durkheim como Dewey nos han proporcionado una aproximación a su idea de la

medida educativa, un asunto que, como señalé al principio, he abordado en algunos

textos, y en los que Dewey y el marco del pragmatismo han sido referencias

importantes. Tanto para Durkheim como para Dewey, la medida de la educación refleja

una cierta tensión convergente. Si para el primero, la medida de la educación reside en

16

el reconocimiento e interiorización de los propios límites, de las condiciones que

impone el terreno de lo determinado, de lo dado, y este reconocimiento requiere

disciplina, autoridad externa, en el segundo, en cambio, la medida de la educación viene

dada por el reconocimiento de las condiciones de posibilidad, de la contingencia, y este

reconocimiento requiere autonomía, renovación. En ambos autores, la idea de la

educación está estrechamente relacionada con la noción de democracia. Una idea de

democracia instrumental, racional, transmitida y conservada a través de la educación, en

el caso de Durkheim, basada en el arte de la adaptación. Esta idea contrasta

dialécticamente con la idea de democracia expresiva, creativa y renovada mediante el

proceso educativo, que despliega Dewey.

La creatividad de la educación

Ahora bien, ¿cómo determinar el valor de la educación? ¿Cómo medir la experiencia

educativa? ¿Cómo asignar un valor al proceso educativo? En términos del lenguaje, o

del vocabulario con el que ambos autores elaboran su construcción sociológica, podría

deducirse que de la misma manera que Dewey otorga más valor al adjetivo verdadero

que al sustantivo verdad, y más aún al adverbio verdaderamente (Ramón del Castillo,

2002: 127), también concede más valor al adjetivo democrático y al adverbio

democráticamente, es decir, al carácter procesual y relacional de los términos en juego.

Durkheim otorgaría un significado más categorial o ilustrado a la palabra democracia.

En la Introducción a la obra de Durkheim La Educación moral, Bolívar y Taberner

recuerdan la calificación de “paideia funcionalista” con la que Dubet y Martuccelli

critican “la creencia durkheimiana de que es posible –al tiempo– socializar en las

normas y valores sociales y lograr sujetos autónomos, de que la subjetivación se logra

justos a través de principios universales de la cultura o, como dice Fauconnet (…) se

puede individualizar socializando.” (Bolívar y Taberner, 2002: 45). A continuación

añaden que la nueva sociología de la educación cuestionó las tesis funcionalistas de

integración social: “la cultura escolar no es universal, es una construcción que legitima

la cultura de los ‘herederos’, reflejando la distribución de poder en la sociedad.” (Ibid:

45) Apelando de nuevo a Dubet y Martuccelli (1998: 429-30): “La paideia funcionalista

ha sido derrotada para siempre. No resistió a los análisis empíricos, a la sociología de la

sospecha y a la formación de un contra-modelo capaz de reorganizar el conjunto de

conocimientos”, y por ello “el rol de la socialización de la escuela no puede continuar

17

siendo identificado con el de un aparato de inculcación de valores comunes,

interiorizados por los individuos y modelando su personalidad.”

Pese a todo, como señalan Bolívar y Taberner (2002: 48), “el objetivo de la escuela

pública de integrar a la ciudadanía en unos principios y valores tiene –entonces– que ser

actualmente reformulado para compatibilizar dicho fin con el reconocimiento de las

diferencias de cada grupo o con los contextos locales comunitarios.” Ambos autores

afirman que Durkheim compartiría la afirmación de Neil Postman de que “la idea de

educación pública depende por completo de la existencia de narrativas compartidas” y

del hecho de que “la educación pública no sirve a un público, sino que lo crea.”

(Postman, 1999: 30).

Pese a las diferencias de lenguaje, tradición, tono y énfasis entre Dewey y Durkheim,

encontramos en ambos autores un nexo interesante en la noción de creatividad. Un año

antes de impartir las lecciones sobre pragmatismo y sociología, Durkheim había

publicado Las formas elementales de la vida religiosa (1912), en la que había expresado

sus convicciones sociológicas, a modo de credo, como Dewey lo había hecho en su

propio credo pedagógico. Allí declara: “Llegará un día en que nuestras sociedades

conocerán de nuevo horas de efervescencia creadora, en cuyo curso surgirán nuevos

ideales, aparecerán nuevas fórmulas que, durante un tiempo, seguirán de guía a la

humanidad.” (cit. en Bolívar y Taberner, 50).

Si el modelo de sociedad ideal en Durkheim es el de una sociedad orgánica, dentro de la

cual la autonomía individual y la solidaridad social se refuerzan, el modelo de sociedad

ideal en Dewey es el de la una sociedad democrática, dentro de la cual la creatividad de

la acción y la cooperación en la educación se refuerzan. En ambos casos cabe entender

la educación como una producción y creación social e histórica. En ambos casos

hablamos también de modelos sociales que al mismo tiempo son modelos educativos, y

al hablar de modelos estamos refiriéndonos, en un sentido amplio, a marcos de sentido e

interpretativos que a su vez constituyen programas de investigación y de acción.

Hans Joas sostiene que John Dewey (junto con Herbert Mead) ilustra su concepción de

la acción mediante el recurso a dos dominios, el primero de los cuales ya había quedado

apuntado y el segundo que será objeto de la otra reflexión complementaria a esta: el

experimento y el juego o el arte. “El experimento constituía, a su modo de ver, el caso

18

más evidente de superación de problemas de acción por medio de la innovación de

nuevas posibilidades de acción. Para Dewey y Mead, la capacidad de inventiva, la

creatividad, tenía como condición previa el dominio por familiaridad de la forma de

acción propia del juego, que consiste en un ‘jugar hasta el final’ con las posibilidades

alternativas de cumplimiento de la acción.” (Joas, 1998: 284). En este marco, el papel

del arte adquiere auténtica importancia, porque “es el intento creativo de conferir

sentido al mundo mediante la apropiación creativa de las posibilidades de idealidad

contenidas en él.” (Ibid: 185). El énfasis de Dewey en la democracia “expresa el ideal

de un orden social y de una cultura en los que la formación colectiva de los procesos de

vida en común se aproxima a este ideal en un sentido experimentable.” (Ibid: 185).

Joas (ibid: 286) observa que, más allá del concepto de acción como alternativa de la

acción racional y de la atadura normativa, “se puede encontrar en los escritos de los

clásicos de la sociología muy variados y diversos puntos de partida para concebir los

momentos creativos de la acción.” Señala Joas que, en Durkheim, uno de estos

momentos se encuentra en su teoría del ritual. Además de este, podría apuntarse que

otro momento corresponde a su proto-teoría sociológica, con más elementos y derivas

pragmatistas de los que pudiera reconocer, de una educación para la ciudadanía.

Si Joas relaciona la concepción de la acción en Dewey con el experimento, también

podría relacionarse la concepción de la acción en Durkheim con la necesidad de una

vinculación social, a un civismo, que en el ámbito educativo se concreta en el proyecto

republicano de educación cívica. En el caso de Dewey, el experimento en educación –el

ensayo y la innovación creativa- se materializa en la idea y en el ensayo de la escuela-

laboratorio. En el caso de Durkheim, el ensayo creativo y la innovación social aplicada

a la educación e materializa en la idea de una educación moral laica de la ciudadanía.

(Bolívar y Taberner, 2002: 50).

Una escuela-laboratorio en una sociedad-laboratorio

Para ir finalizando, nos hemos aproximado, de la mano de dos de sus respectivos

pensadores clásicos más destacados, a dos perspectivas diferentes: la sociología y el

pragmatismo. En palabras de Farfán, “en la relación entre sociología y pragmatismo

aparecen hoy dos programas de investigación, en ellos el pragmatismo se transforma en

sociología y la sociología que de ahí surge asume estar formada e informada en aquella

19

filosofía.” (Farfán, 2012: 336). Ambas perspectivas, aun manteniendo divergencias

como hemos observado en el diálogo entre los dos autores, son convergentes en aquello

que tienen de programa. Interesa destacar la idea de programa de investigación porque

da continuidad y nutre lo que Dewey enfatizó como “la tarea por hacer”: la democracia

como reconstrucción permanente de la sociedad y la educación como proyecto social de

largo alcance. También interesa no descuidar el énfasis que Durkheim concedió al papel

de la ciudadanía en un proyecto republicano.

La tarea y el compromiso que se desprenden del giro pragmatista en educación, que

ahora sin duda podemos calificar como un giro sociológico-pragmatista, basado en una

alianza tensa o en una tensión convergente, podría resumir tentativamente así: La

consideración de la educación como una forma de vida social que se renueva, desde la

experiencia compartida y comunicada (transmitida y participada) en pos del crecimiento

y mejora individual y colectivo; y de manera recíproca, la consideración de la sociedad

como un vasto proyecto educativo que se renueva, desde una comunidad de

experiencias orientadas a la emancipación de los seres humanos. En este mismo sentido

Hannah Arendt se refería a la educación como natalidad, como “la tarea de renovar un

mundo común” (Arendt, 1996: 208). La educación, así, podría concebirse como un

proyecto social de largo aliento toda vez que la sociedad, mutatis mutandi, podría

concebirse como un proyecto pedagógico en continua reelaboración. En ambos casos, lo

que permite el cambio, la renovación (Dewey, 1998: 14-15) y la mejora de los sujetos

individuales y colectivos, de la ciudadanía, es la comunidad de experiencias, o dicho de

otra manera, la posibilidad de experimentar o de comprender y actuar en el espacio de

una sociedad, que también ella, en su conjunto, se constituye como un laboratorio. De la

misma manera que John Dewey puso en marcha una Escuela-laboratorio, en este

cambio de época estaríamos dando carta de legalidad a la idea de una Sociedad-

laboratorio. En ambos espacios la medida de la calidad (social y educativa), no vendría

dada por un expediente o autoridad externa (de los que la industria de los actuales

indicadores educativos podría ser un ejemplo), sino desde la fuente misma de la

experiencia ciudadana. En ese caso, ni se nos daría ni se nos diría el valor de nuestra

vida, pues este simplemente se sabría, al vivirla cada uno, y compartirla, con propósitos

conscientes (de manera adverbial, educadamente y democráticamente, pues ni la

educación ni la democracia son posesiones que podamos acumular; antes bien, son

relaciones, forma de vida). Desde una sociología de la experiencia educativa, una

20

sociedad laboratorio es aquella en la que las experiencias sociales cobran un valor

relevante para la educación, convertidas en experimentos, en ensayos y formas de vida.

Durkheim y Dewey, hijos de la misma época, vivieron cambios profundos que

reflejaban una fase histórica de encrucijada. Ahora, como entonces, la sociedad y la

educación, están en la encrucijada, como nos recuerda en su reciente estudio Fernández

Enguita y como ya había advertido, entre otros, Castoriadis en Las encrucijadas del

laberinto (2009). En el Posfacio a La educación en la encrucijada (2016: 247-252)

Fernández Enguita recupera la palabra compromiso educativo y señala los límites de

nuestra gramática para darle el significado más amplio, la textura más abierta, que tiene

en otros idiomas, donde comprometer incluye la posibilidad de conceder, es decir, de

ponerse en el punto de vista del otro.

Lo que sugiere el giro educativo al que apuntan estas páginas es, precisamente, la

posibilidad de intercambiar puntos de vista diferentes, formas de vida distintas, y

experiencias singulares que pueden ser compartidas y que contribuyen a la renovación

mediante la educación. Porque, como apuntó Dewey, “si no nos esforzamos para que se

realice una transmisión auténtica y perfecta, el grupo más civilizado caerá en la barbarie

y después en el salvajismo.” (Dewey, 1998: 15). No nos faltan ahora signos

preocupantes de esta tendencia. Esta renovación requiere políticas y prácticas

educativas de reconocimiento, una auténtica pedagogía del reconocimiento (Beltrán,

2016b; véase también la interesante tesis de Thoilliez, 2013: 414-422), que contribuya a

superar las desigualdades participando en una conversación abierta y continua que nos

inspire para la reflexión y la intervención en la continua reconstrucción de nuestra

sociedad.

Hay otra manera de interpretar la palabra compromiso, si apelamos a su etimología y

composición latina, donde con plantea una relación, pro una disposición y miso una

misión o envío que hay que llevar a cabo. En ese sentido un compromiso es una

promesa o tarea común, una misión que decidimos asumir y que constituye una

aspiración. Para hacer, y después procurar cumplir, promesas colectivas de cambio y de

mejora educativa necesitamos como mínimo, y todavía antes que negociar, conversar.

La conversación, escrita y hablada, modula y da cauce a nuestro pensamiento, en

contraste con el de los demás, al tiempo que fundamenta nuestras decisiones y nuestras

acciones. La conversación, en la que se entrelazan palabras y experiencias, gestos y

21

deseos, puede ser una parte importante de nuestro programa de investigación y parte de

ese experimento, de ese laboratorio, que constituye nuestra vida social y educativa.

Durkheim conversó con Dewey, entre otros, en Pragmatismo y Sociología. En mi caso,

me he sumado, acompañado de otras voces, a esa conversación. Con la certeza de estar

participando en una experiencia valiosa –una más entre las variedades de la experiencia

educativa– de la que extraer estímulos, compromisos e inspiraciones para tiempos de

encrucijada.

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