derechos humanos, Ética y valores

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Departamento de Filosofía, Universidad de Panamá Ética, valores y derechos humanos Compilación y edición de artículos Ruling Barragán 28-7-2014

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Compilación y edición de breves artículos de opinión sobre derechos humanos, ética y valores.

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Page 1: Derechos Humanos, Ética y Valores

Departamento de Filosofía, Universidad de Panamá

Ética, valores y derechos humanos Compilación y edición de artículos

Ruling Barragán

28-7-2014

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PRÓLOGO

Al igual que mi compilación y edición de artículos sobre filosofía y religión (https://docs.google.com/file/d/0B9BhKT04jIZ7cEpweUtBMXg0Ylk/edit), los textos que aquí comparto son de carácter divulgativo. En este caso, los temas tratados tienen que ver con los derechos humanos, la ética y los valores. Naturalmente, estos tópicos suelen relacionarse entre sí con bastante facilidad y, hasta cierto punto, sus contenidos tienden a identificarse.

Todos los artículos presentados han sido ya publicados en diarios nacionales (La Prensa y el Panamá América) y sus sitios Web, a excepción de dos sinopsis de libros sobre derechos humanos, las cuales aparecen en el sitio www.polylog.org (de Wien, Alemania), todavía activo. Una de estas sinopsis, Dilemmas of Justice, de Monique Deveaux tiene incluso el privilegio de aparecer aún referida en el sitio de Cornell University Press.

El lector notará que mi visión filosófica de los derechos humanos, la ética y los valores es, en términos generales, bastante convencional. Sin embargo, no dejará de percibir cierto ‘agnosticismo de apertura metafísica’. Con esto quiero decir que la esencia de lo ético no puede ser comunicada con palabras (una vieja y trillada idea wittgensteiniana), pero éstas pueden – en algunos casos – incidir en la conducta de una persona de modo especial, aunque sólo momentáneamente. El razonamiento ético es vergonzosamente impotente para hacer del hombre y el mundo algo esencialmente mejor. No obstante, las cosas serían peor sin él; por ello es imprescindible mantenerlo y transmitirlo. Algunos tendrán la fortuna o gracia de encontrar Eso o Aquello que le da pleno sentido y valor a toda noción, juicio o argumento en torno al bien y la justicia…

Con esta compilación y edición cierro también un capítulo personal. Ya no tengo más palabras que agregar sobre estos temas. A fin de cuentas, lo que en verdad importa en ética no son las palabras, sino la acción y voluntad humana por realizar lo bueno y lo justo.

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El sentido de la vida y lo que, a través de la existencia, hemos hecho y estamos haciendo de nosotros mismos, y no solo cada uno en sí, sino también de los otros, porque somos corresponsables del ser moral y el destino de los demás: he aquí el tema verdadero, unitario y total de la ética.

J. L. Aranguren, Ética

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Más allá del fin de la historia

Hace dos décadas, la interesante y polémica obra The End of History and the Last Man, de Francis Fukuyama, debutó en el mundo académico-político. En este libro, Fukuyama argumentaba que, luego de la caída del comunismo soviético, la democracia liberal podría bien constituir “el fin de la evolución ideológico-política de la humanidad” y la “última forma posible de gobierno humano”.

Diez años después, Fukuyama aún sostiene su célebre tesis y mantiene en pie las preguntas que le circundan. ¿Podemos hablar todavía de una “Historia” (con mayúscula), es decir, “la historia entendida como un meta-relato único y coherente de un proceso evolutivo que abarca a todas las gentes, de todos los tiempos”?

Según Hegel y Marx –nos recuerda Fukuyama– debíamos hablar de un desarrollo coherente de las sociedades humanas, desde simples agrupaciones tribales basadas en la esclavitud y la agricultura, las cuales evolucionan hasta devenir sucesivamente en teocracias, monarquías, y aristocracias feudales, hasta llegar a las modernas democracias liberales y el capitalismo impulsado por la tecnología.

Fukuyama nos señala que Hegel y Marx creían que la evolución de las sociedades humanas no era infinita, sino que finalizaría cuando la humanidad alcanzara una forma de gobierno que satisficiera sus aspiraciones fundamentales. Así, pues, ambos pensadores ubicaban “el fin de la historia” en algún punto: de acuerdo a Hegel, el punto final era la democracia liberal, aunque para Marx lo era la sociedad comunista. La “historia real” parece haberle dado la razón a Hegel. Fukuyama piensa que esto se debe a dos razones básicas. Una de ellas es científico-económica y la otra filosófico-política.

La primera de estas razones apunta a la lógica de la ciencia natural moderna, la cual ha influido decisivamente en el mundo económico a través de la tecnología. La segunda de estas razones tiene que ver con “el deseo de ser reconocido”, una noción fundamental en la filosofía política de Hegel.

De acuerdo con Hegel, los seres humanos difieren fundamentalmente de los animales en que, aparte de sus deseos y necesidades naturales, los hombres

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se caracterizan por el “deseo por el reconocimiento”. El deseo o impulso por ser reconocidos encuentra particular expresión en innumerables actividades humanas. Por ejemplo, la lucha por el poder, la riqueza o la fama. En estas actividades, los seres humanos buscan ser apreciados o valorados por los demás.

Hegel ve en este deseo el primer atisbo de la libertad humana, ya que este deseo no está determinado por la dimensión físico-biológica de los seres humanos, sino por su particular naturaleza racional-moral. Este deseo es el motor de todo el proceso histórico de la humanidad y encuentra singular expresión en la política.

Con el advenimiento de la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, Hegel aseguró que la historia había llegado a su fin, porque el impulso o aspiración que había regido el proceso histórico –el deseo por el reconocimiento– había sido ahora satisfecho en una sociedad caracterizada por el reconocimiento universal y recíproco. Así, pues, ninguna otra configuración de nuestras instituciones sociopolíticas sería capaz de satisfacer el deseo por el reconocimiento y, por consiguiente, no habría ya ningún cambio histórico cualitativamente significativo.

He aquí lo más polémico de las tesis de Hegel-Fukuyama y en donde la izquierda y la derecha ofrecen distintas respuestas, tratando de ir “más allá del fin de la historia”.

La izquierda afirma –resumida por Fukuyama– que “el reconocimiento universal de las democracias liberales es necesariamente incompleto, pues el capitalismo crea inequidad económica y requiere una división del trabajo que implica a fortiori un reconocimiento no igualitario”. En este sentido, el más alto nivel de paz y prosperidad alcanzado por una nación no soluciona el problema del reconocimiento, porque seguirán existiendo quienes sean relativamente oprimidos y pobres y, por lo tanto, no reconocidos plenamente como seres humanos. Paradójicamente, la democracia liberal sólo puede reconocer a individuos iguales de una manera no igualitaria.

La derecha especula sobre el fin de la historia con base en una noción del filósofo Nietzsche, que Fukuyama trae a colación y anuncia ya en el título de su obra “the last man” (el último hombre).

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El último hombre es un concepto que se aplica a la clase de hombres generada por la democracia liberal contemporánea (o postmoderna, si se quiere). Estos hombres, suficientemente satisfechos con el reconocimiento universal e igualitario, abandonan toda creencia en la dignidad superior que pueden alcanzar algunos de sus congéneres. “Los últimos hombres” no tienen ya ningún deseo por ser reconocidos como mejores que otros. Así, pues, renuncian a la excelencia o a los grandes logros. No sienten necesidad o interés por descollar o sobresalir entre otros. Se hallan bastante contentos con su felicidad y carecen de orgullo, de tal manera que, según Nietzsche, se tornan “despreciables” y “menos que humanos”.

Fukuyama se pregunta aquí si estas apreciaciones de Nietzsche son correctas y aplicables a nuestro tiempo. Sin embargo, su pregunta más importante podría ser la siguiente: ¿Retornará el impulso por el reconocimiento –que el último hombre abandona o no posee– en nuevas e inesperadas formas, algunas de ellas nocivas para la subsistencia de las democracias liberales postmodernas?

El terrorismo que ahora sobrecoge a la política mundial, a raíz del trágico episodio del 9/11 parece responder a lo anterior. También parece contradecir la tesis del fin de la historia. Sin embargo, Fukuyama piensa que aún permanecemos en el fin de la historia, porque “el triunfo de la democracia liberal postmoderna se encuentra respaldado por la tendencia general de los acontecimientos históricos que han transcurrido desde la modernidad”. A pesar de la inseguridad global que el terrorismo presenta en este nuevo siglo, Fukuyama se expresa optimista en que el sistema de las democracias liberales de occidente dominará la escena política del mundo.

Podríamos ser escépticos acerca de este optimismo de Fukuyama y la tendencia general que muestra la historia de la política y la economía mundial en estos últimos siglos. No obstante, solo la propia Historia (con mayúscula) tendrá la última palabra en torno a ella misma.

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¿Volverá el socialismo?

Creo oportuno hacer un resumen sobre el artículo de Francis Fukuyama, “Will Socialism Make a Comeback?”(¿Volverá el socialismo?) publicado por la revista Times durante el mes de mayo del año pasado. El artículo en cuestión resulta pertinente en relación a la situación mundial de los trabajadores y los prospectos internacionales de la globalización.

Fukuyama empieza su escrito señalando que, si el socialismo significa un sistema político-económico en que el Gobierno controle gran parte de la economía para distribuir la riqueza de manera igualitaria, entonces, dadas las actuales circunstancias, las probabilidades de que este sistema retorne próximamente son computables en cero.

No obstante, el impulso político por la igualdad se mantiene de manera enérgica. Este impulso o fuerza política por la igualdad no está actualmente en condiciones de implementar una agenda política coherente, pero puede crear una nueva forma de gobierno que actúe como un fuerte freno contra las corporaciones internacionales y los gobiernos que sirven a sus intereses.

Aunque los defensores de la globalización divulgan sin mayor reparo que el socialismo es un sistema que no funciona, desde un punto de vista histórico resulta fácil desmentir aquella afirmación. El socialismo sí funcionó durante los 30 y nuevamente en los 50 y los 60. Durante esas décadas, el crecimiento de los países socialistas -nos recuerda Fukuyama- fue más rápido que sus contrapartes capitalistas. No obstante, en algún momento durante los 70 y los 80, este crecimiento se detuvo, cuando los países capitalistas empezaban a entrar en lo que hoy conocemos como la era de la información.

Una de las razones por las cuales esto sucedió -piensa Fukuyama, apoyándose en Hayek- es que, con el desarrollo de la información, las decisiones descentralizadas resultaron más eficientes. Siendo la información un suceso local en principio, si tiene que pasar por la compleja jerarquía de burocracias estatales o corporativas, tenderá a ser manipulada, distorsionada y retardada. En una economía de mercado -que se destaca precisamente por sus decisiones descentralizadas, señala Fukuyama- esta información no está sujeta a las anomalías antes señaladas.

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El desarrollo de las tecnologías de la información y la eficiencia de la economía no centralizada se unen ahora -según Fukuyama- a otro factor: la globalización. Esto fortalece los sistemas de economías abiertas en detrimento de los países socialistas. Circula demasiada información -y en innumerables formas- sobre los estándares de vida en los países desarrollados.

Décadas atrás, era relativamente fácil para un país socialista cerrar sus puertas y contentarse con el grado de justicia social alcanzado, aun cuando el desarrollo económico fuese pobre. No obstante, hoy día sus ciudadanos conocen demasiado acerca de cómo vive la gente en otros países. Esto ciertamente genera malestar y demandas en sus habitantes (piénsese en Cuba o China), quienes aspiran a un mejor nivel de vida.

No obstante, el impulso por la igualdad social no ha muerto, escribe Fukuyama. Esto se demuestra en las protestas contra los organismos financieros internacionales en Seattle 2000 y en Washington, durante el mismo año (y ahora más recientemente en Praga, Quebec, y las protestas de trabajadores a nivel internacional el pasado 1 de mayo). La izquierda -nos dice Fukuyama- puede estar pasando por una momentánea hibernación, pero está siendo revitalizada por un enemigo llamado globalización.

Ahora más que nunca es necesario que los trabajadores unifiquen sus fuerzas a nivel internacional. La exhortación de Marx y Engels, “¡trabajadores del mundo, uníos!, resulta hoy sumamente apropiada, señala Fukuyama. Solo si los trabajadores unieran sus fuerzas a nivel mundial, como análogamente -aunque en sentido opuesto- hacen las grandes corporaciones, se lograrían vindicaciones laborales.

Resulta totalmente imposible presionar a las corporaciones transnacionales de manera local; estas sólo tendrían que mudarse de país y conseguir otros trabajadores. Los sindicatos de trabajadores tienen que traspasar todo tipos de fronteras nacionales-estatales; hacerse realmente internacionales; esto es, ‘globalizarse’ ellas mismas. Para esto será fundamental el papel que realicen las ONG, piensa Fukuyama.

Aunque esto es una contradicción en términos -una forma de gobierno por medio de ‘organizaciones no gubernamentales’-, las ONG pueden crear

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nuevas formas de organización social y económica muy efectivas. Y aunque per definitio las ONG no puedan crear formas institucionalizadas de gobierno, el impulso que mueve a estas organizaciones ha mostrado su capacidad en frenar la vorágine globalizadora. Muestra de ello la ha dado Greenpeace y otros grupos que defienden a los pobres y el medio ambiente.

Ciertamente, esto no es la clase de socialismo que conocimos, aunque parece ser la única que podría surgir, sugiere Fukuyama. “El impulso por la igualdad social” -frase fundamental en el artículo de Fukuyama- sigue muy enérgico y está fortaleciéndose cada vez más en todo el mundo. El deseo de justicia está siendo exacerbado a nivel mundial por la ambición desmedida de las corporaciones multinacionales.

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Derechos humanos y naturaleza humana

Resulta bien conocido que los derechos humanos se afirman como derechos universales, es decir, como derechos que se refieren a todos los seres humanos. Sin embargo, al proclamar la universalidad de los derechos humanos o, al menos, su pretensión de universalidad, asumimos un supuesto no tan bien conocido. Este supuesto consiste en cierta concepción de la naturaleza humana. Así, pues, al afirmar los derechos humanos, presuponemos también alguna noción de lo que son los seres humanos. Es imposible hablar de derechos humanos sin asumir antes lo que son los seres humanos.

No obstante, la idea de una naturaleza o esencia humana es problemática. Como muchos problemas filosóficos, políticos, y jurídicos, la idea de una naturaleza o esencia humana que podamos concebir y expresar en una definición de alcance universal es un ideal. No existe consenso universal al respecto. Las discusiones no son, sin embargo, estériles o inútiles. Una definición universal de la naturaleza humana resulta necesaria en un sentido eminentemente práctico. Esto se debe a la dimensión política y jurídica de los derechos humanos. Todo Estado, al igual que todo ordenamiento jurídico, asume implícita o explícitamente cierta idea de lo que es la persona humana. Asimismo, pues, todos los Estados y los ordenamientos jurídicos que se acogen a los preceptos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, al igual que a los instrumentos internacionales que rigen esta materia, tienen que formular a fortiori una idea sobre la naturaleza de la persona.

Las diferencias que encontramos en las numerosas y diversas sociedades humanas pueden, sin embargo, llevarnos a concluir que no tenemos una naturaleza humana en común. Que, en el mejor de los casos, solo tenemos en común nuestra naturaleza animal, pues es fácil constatar que, en todas partes, los seres humanos comen, beben y duermen, tal como sucede con los animales. No hay dudas sobre la naturaleza animal o biológica que compartimos con otras especies. Pero no puede decirse lo mismo sobre la naturaleza humana.

A pesar de lo anterior, hay gran acuerdo entre filósofos, teólogos y juristas, así como entre distintos científicos naturales y sociales, al reconocer varias facultades que constituyen el ser de la persona. Estas facultades son

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principalmente las del intelecto y la voluntad. De acuerdo con una sencilla definición de gran acepción jurisprudencial y teológica "una persona es un ser viviente con intelecto y voluntad". Así, pues, cualquier otro ser, animado o inanimado, que carezca totalmente de intelecto y voluntad, no es una persona sino una cosa. Las facultades del intelecto y la voluntad no sólo conforman nuestra esencia o naturaleza humana, sino que de paso sirven de fundamento a lo que denominamos dignidad humana.

La anterior definición de persona no es, sin embargo, suficiente. No basta con apelar a las facultades del intelecto y la voluntad para definir lo que somos. Aparte del intelecto y la voluntad, hay también sentimientos y emociones que son igualmente esenciales a la naturaleza humana, sobre todo, en su dimensión moral. Este hecho, ignorado o negado por filósofos y científicos tan ilustres como Kant está siendo, sin embargo, reivindicado hoy por la filosofía así como las ciencias naturales y sociales. Un buen ejemplo de ello, lo ofrece Francis Fukuyama en su obra Our Posthuman Future al indicar que

[l]a razón humana está presidida por las emociones, que de hecho facilitan su funcionamiento. La elección moral no puede existir sin la razón, huelga decirlo, pero también se basa en sentimientos como el orgullo, la ira, la vergüenza y la compasión. La conciencia humana no está integrada meramente por las preferencias individuales y la razón, sino que se forja de una forma intersubjetiva mediante la influencia de otras conciencias y de sus evaluaciones morales. Somos sociales y animales políticos no solo por nuestra capacidad de ejercer una razón analítica, sino porque estamos dotados de ciertas emociones sociales.

Así, pues, a nuestro intelecto y voluntad se han de sumar también nuestros sentimientos y emociones. Una visión más integral de la naturaleza humana tiene que incluir estos elementos.

Volviendo a la relación de la naturaleza humana con los derechos humanos, tenemos que señalar lo siguiente: toda teoría de los derechos humanos tiene que tomar en cuenta cuáles son y en qué consisten las facultades que constituyen la naturaleza de la persona. En fin, saber qué es un ser humano.

La concordancia o coherencia entre una teoría de los derechos humanos y nuestra concepción de la naturaleza humana es imprescindible para la

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formulación satisfactoria de instrumentos internacionales para la protección de los derechos humanos. Si no poseemos un concepto en común de la naturaleza humana, no podremos tener -ni pretender tener siquiera- derechos humanos verdaderamente universales.

Una definición integral de la persona o la naturaleza humana tendrá que sopesar pues todas las posibles perspectivas o interpretaciones que nos ofrecen filósofos, teólogos, al igual que científicos y especialistas sociopolíticos. Cualquier descubrimiento sobre la naturaleza humana, ya sea a través de la especulación filosófica, teológica, o la investigación científica de orden social o natural, influirá decisivamente en nuestra interpretación e implementación de los derechos humanos.

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Notas sobre la dignidad humana

A veces, para comprender un concepto se requiere entender lo que no es, en vez de lo que es. Así sucede con ciertas ideas como la de dignidad humana. Ésta se hace comprensible al entender lo que no es; al conocer, por ejemplo, en qué consisten la vergüenza y el cinismo.

En su Retórica, Aristóteles define la vergüenza como un “dolor o pesar en nuestro ánimo al considerar cosas pasadas, presentes o futuras que pueden deshonrarnos”. Por su parte, la desvergüenza (o lo que hoy llamaríamos cinismo) la define como un desprecio o indiferencia por esas mismas cosas. En la Ética a Nicómaco, señala que al cometerse una imprudencia es bueno avergonzarse por ella, pues “la imprudencia sin vergüenza constituye un vicio y el que no se avergüenza por las imprudencias que comete, se convierte en un miserable”. Aun así, para Aristóteles la vergüenza no es una virtud por sí sola. “Es absurdo pensar que, por sólo sentir vergüenza, ya se es un individuo virtuoso”.

Por otro lado, Spinoza en su Ética analiza un poco más el estatus moral de la vergüenza.

“La vergüenza, al igual que la compasión, es algo bueno –aun cuando no se trate de una virtud– pues muestra que el que siente vergüenza está realmente imbuido por el deseo de vivir dignamente… por consiguiente, aunque un hombre avergonzado se encuentra afligido, es moralmente preferible a un sinvergüenza, que no tiene ningún deseo de vivir con dignidad”.

De acuerdo a lo anterior, una vida humana digna o virtuosa requiere como condición mínima –necesaria mas no suficiente– la capacidad de sentir vergüenza. Esta característica del ser humano nos ayuda un poco a comprender el concepto de dignidad humana.

Así pues, lejos de ser un concepto abstracto, frío y vacío, la dignidad humana es una realidad que podemos constatar inmediata y concretamente a través del sentimiento de la vergüenza, uno de los afectos más naturales y distintivos del ser humano. Como sugería Spinoza, si tuviéramos que elegir entre una persona que se avergüenza de sus errores y otra que no, tendríamos que escoger a la primera. Hay algo en esta persona que reconocemos como

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éticamente superior a un individuo cínico. De hecho, podemos decir que en el cinismo identificamos un vicio moral sumamente pernicioso, algo totalmente contrario a la dignidad humana. En su forma más extrema, el cinismo, como radical falta de respeto por los demás, es –en el fondo– una especie de nihilismo, la ausencia de todo sentimiento por el valor de los demás. Hay todavía esperanza cuando aún poseemos la capacidad de avergonzarnos por el mal moral, propio o del prójimo. Aunque no lo es todo, sin esta capacidad la virtud o la dignidad humana es nada.

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Los límites de la ética

Si la memoria no me es infiel, creo haber leído alguna vez en la Ética a Nicómaco que a Aristóteles no le interesa definir en qué consiste el bien tanto como ponerlo en práctica. Si mal no recuerdo, pues, la preocupación básica del filósofo en esta obra es primordialmente práctica, no teórica. Esto tiene absoluto sentido, ya que de poco o nada nos sirve un individuo que discurre magistralmente sobre los principios o fines últimos de la ética o la justicia, pero cuya conducta cotidiana o profesional –peor aún, ambas– nos da mucho que pensar. Lamentablemente, esto suele ser el caso de muchos profesionales de las “humanidades”, así como del “derecho y ciencias políticas”. Es una triste ironía saber que el estudio y ejercicio de estas profesiones no contribuyen necesariamente a convertirnos en mejores personas.

Por supuesto, siempre hay una que otra excepción. Nunca dejamos de encontrar algunos Lamed Wufniks, “aquellas personas justas que sostienen al mundo”, de quienes nos escribió J.L. Borges. No obstante, como escribió antes el filósofo, “una golondrina no hace verano”. Hoy es muy difícil hallar, entre nuestras autoridades, a personas que podamos admirar enteramente por su integridad moral. Si esta observación es correcta, podemos comprender entonces la apatía y el cinismo que no pocas veces muestran nuestros jóvenes cuando docentes o superiores les hablan de la justicia o la moral.

Quizá, como una vez expresó el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, de la ética no se debería hablar. No porque no valga la pena ni porque no interese. Todo lo contrario. De hecho, para Wittgenstein, se trata de lo que más importa, de lo que es realmente importante. Sin embargo, filósofos como él piensan que la razón y voluntad humana tienen limitaciones infranqueables para comprender y realizar lo bueno.

Más recientemente, pensadores como J. Habermas estiman que, en las sociedades postmodernas, la acción moral en general padece de un severo “déficit motivacional”, ya que se encuentra desvinculada de aquellas “concepciones del bien” que antaño proveían de “la más poderosa motivación” a nuestra vida. La reflexión o discernimiento racional, sea que éste provenga del estudio de la ética o del derecho, es débil –demasiado débil, a decir verdad– para influir significativamente en nuestras actitudes, carácter y comportamiento personal o profesional. Lo que significa que

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debemos hallar la sustancia de la ética en otro lado. Nuestros verdaderos maestros en materia de moral o justicia no se encuentran en universidades o tribunales.

A pesar de todo, tal vez no sea completamente inútil reflexionar y conversar sobre aquello que según Wittgenstein, uno debería mantenerse callado. Quién sabe si el discurso moral –si se realiza de una manera constante, seria y comprometida– es capaz de llevarnos hacia sus límites (por pura suerte o gracia divina), de tal modo que, en algún instante, podamos ver el mundo sub specie aeternitatis –como escribieron algunos místicos– y actuar, de ahí en adelante, de acuerdo a tal visión.

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Diez breves ideas sobre los derechos humanos

De alguna u otra manera, todos conocemos qué son los derechos humanos. Sea para defenderlos, o criticarlos, cada uno de nosotros ya tiene una idea, aún si vaga e imprecisa, de lo que significan. Más aún, tenemos cierta experiencia positiva o negativa de su realidad

Sin embargo, pocas veces nos detenemos a reflexionar y articular, de un modo más preciso, en qué consisten los derechos humanos. Siguiendo en gran parte a James Nickel, profesor de filosofía y derecho de la Universidad de Miami, comparto aquí 10 breves ideas sobre estos derechos que pueden servirnos de orientación para comprender (y ojalá también, para poner en práctica) su sentido y propósito.

1. Los derechos humanos son normas políticas que, principalmente, tienen que ver con cómo la gente debería ser tratada por sus gobiernos e instituciones. En este sentido, no son normas morales comunes, que se aplican a la conducta cotidiana; se refieren esencialmente al trato que el Estado y sus representantes le deben a la sociedad civil.

2. Existen como normas morales y/o legales. Según esto, un derecho humano existe como una norma moral, a la vez que puede ser una norma legal a nivel nacional (en la Constitución o legislación de un país) y formar parte del derecho internacional”.

3. Hay muchos derechos humanos, aunque no un número preciso. Algunos son bastante conocidos (e.g., derecho a la vida, a la libertad de expresión, a un juicio justo, etc.) otros no. Estos últimos tienen a menudo que ver con situaciones o problemas específicos de un momento histórico (e.g., garantizar la gratuidad y calidad de la educación pública).

4. Son estándares mínimos, es decir, su principal preocupación tiene que ver con “evitar lo peor, más que lograr lo mejor”. Aunque esta tesis puede ser particularmente cuestionable, diversos especialistas piensan que los derechos humanos protegen los estándares mínimos de una vida digna para todos, no tanto grandes ideales políticos, sociales o económicos, entre otros.

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5. Son normas internacionales que se aplican a todos los países y a todas las personas. En este sentido, decimos que son globales o universales. Su alcance global o universal ha de ser reconocido por todos los Estados, sus constituciones y legislaciones. No son normas creadas por los Estados, sino reconocidas, lo que significa que presuponen algo anterior y superior a los Estados mismos.

6. Son normas de alta prioridad, es decir, de la más alta importancia. Por ende, su violación significa una grave afrenta a la humanidad. Su alta prioridad o importancia se basa en necesidades e intereses humanos fundamentales. Al respecto, en el derecho internacional, se habla de normas denominadas ius cogens (e.g., la prohibición de la tortura) como equivalentes a los derechos humanos. En cuanto tales, estas normas siempre se sobreponen a cualquier legislación o acuerdo entre Estados en sentido contrario.

7. Requieren de “sólidas justificaciones racionales” para poder aplicarse en todo lugar. Sin estas, no podrían sostenerse ante apelaciones a la “soberanía nacional” o “costumbres culturales”, por ejemplo. Una sólida fundamentación racional los habilita para ser admitidos universalmente, tanto moral como jurídicamente.

8. Su cumplimiento a menudo se da progresivamente, es decir, no pueden darse de modo integral en un determinado momento, sino que apuntan a ciertos objetivos que solo se realizan gradualmente. Esta característica es en especial aplicable a los denominados “derechos económicos y sociales” (e.g., educación, salud, vivienda, trabajo y ocio) que involucran complicados y prolongados procesos relativos a cada sociedad humana.

9. Constituyen el “lenguaje moral” de la sociedad civil con el Estado, así como el de los Estados entre sí. Quiérase o no, este lenguaje forma parte ya del discurso político y social contemporáneo. No podemos negarlos o ignorarlos sin afectar nuestro entendimiento y actitudes ante lo que significa “ser humano”.

10. Presuponen valores morales que sostienen y enaltecen una vida humana justa y buena. En cuanto a derechos humanos se refiere, resulta contraproducente una separación radical entre lo legal y lo moral. Su dimensión legal se ve siempre reforzada por su contenido moral. Los valores

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humanos son el sustento interior y más fundamental de toda lucha por estos derechos.

Si bien podríamos no coincidir enteramente con los contenidos de estas ideas, creo que convergemos bastante en lo que significan. Esto debería ser suficiente para dialogar y procurar conductas que protejan la libertad, igualdad y solidaridad. Si somos diligentes (y afortunados), también nos ayudarán a “dar a cada uno lo suyo”, según entendía la jurisprudencia y filosofía desde antiguos tiempos.

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Educación superior en derechos humanos

Los derechos humanos ofrecen un marco de orientación moral, político y jurídico en el mundo contemporáneo. De hecho, constituyen compromisos nacionales e internacionales que innegablemente contribuyen a fortalecer la democracia y el estado de derecho.

En materia de educación diversos instrumentos internacionales recomiendan introducir el tema en los sistemas educativos. De igual modo, asociaciones, organismos e instituciones nacionales e internacionales no gubernamentales expresan de manera recurrente su interés para que los estados incorporen la educación en materia de derechos humanos en sus sistemas de educación.

En este contexto, las universidades tienen una gran prerrogativa y responsabilidad al poseer el deber de cultivar en las nuevas generaciones de estudiantes y profesionales los principios morales, políticos y jurídicos que constituyen el núcleo de los derechos humanos y que son indispensables para la construcción de toda sociedad libre, justa y solidaria.

Actualmente algunas universidades han introducido la asignatura “derechos humanos” como materia obligatoria en algunas de sus carreras, en especial la de derecho y ciencias políticas. No obstante, es lamentable que la enseñanza formal del tema a nivel universitario no se haya extendido a todas las carreras universitarias. Probablemente, esta situación podría ser subsanada a través de un proyecto de ley que lograra establecer la asignatura “derechos humanos” como un curso obligatorio en todas las especialidades dictadas en las universidades.

La adopción de una ley que incorporase el tema como una asignatura obligatoria a nivel universitario contribuiría a fortalecer el carácter moral y el compromiso social de la educación superior. Para ello, sería necesario el interés, compromiso y labor mancomunada de instituciones como la Defensoría del Pueblo, universidades y las ONG que se dedican a los derechos humanos en Panamá. Aún mejor, si esta labor fuera respaldada por la Oficina Regional en Panamá del Alto Comisionado para los Derechos Humanos; esta tiene entre sus mandatos promover la educación al respecto. El apoyo técnico de la oficina regional sería invaluable para este tipo de proyectos, con base a su amplia experiencia y prestigio internacional.

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En cualquier caso, todas las instituciones antes señaladas cuentan con excelentes recursos para proponer o sugerir una ley que estableciera la enseñanza formal de la materia en las universidades. Además, podrían contribuir positivamente en la creación conjunta de diplomados, posgrados o maestrías interdisciplinarias en derechos humanos.

Una educación superior en derechos humanos, sin duda, ayudaría a que nuestra administración pública y de justicia no cometiera los desaciertos que han afectado negativamente a nuestro país ante diversos organismos e instituciones intergubernamentales.

A todas luces, pues, nos parece que una educación universitaria en derechos humanos sería una excelente propuesta educativa para construir un Panamá mejor. Conversémosla y apoyémosla todos los que nos interesamos en ella.

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Los derechos humanos como asignatura universitaria

En un escrito anterior, sugerimos la creación de una ley a través de la cual nuestras universidades incorporasen una asignatura en derechos humanos en todas las carreras. Por supuesto, una ley de este tipo resulta innecesaria si las universidades introdujeran por sí mismas, a través de sus estatutos, esta asignatura de manera obligatoria.

La violación constante de los derechos humanos en nuestro medio se debe en gran medida a su desconocimiento por parte de los estamentos de la sociedad, en particular los del Estado, que tienen el mandato Constitucional y legal de salvaguardar nuestros derechos fundamentales. Por ello, nos parece razonable esperar que la implementación de un curso universitario en derechos humanos pueda servir para fomentar una cultura de respeto por estos derechos.

En este sentido, quisiera compartir a continuación algunas ideas con relación a esta propuesta. Por supuesto, estas son susceptibles de todas las modificaciones y correcciones que fueran pertinentes. Apenas constituyen un borrador.

La ley que propongo establecería una asignatura denominada “derechos humanos” como una materia obligatoria para todos los programas de estudios, sin excepción, de todas las carreras de las universidades oficiales. Este curso podría ser una materia que correspondiera al primer año de estudios, etapa de especial importancia en la vida universitaria.

Esta ley reglamentaría que la enseñanza de esta materia fuese dictada por todo profesional que tenga un título ya sea de ciencias jurídicas, políticas, sociales humanísticas o religiosas, pero que –adicionalmente– posea también un diplomado, posgrado o maestría en derechos humanos.

Este punto es de crucial importancia ya que los contenidos temáticos de los derechos humanos entrecruzan naturalmente las disciplinas del derecho, la ética y la sociología, entre otras. Por consiguiente, los profesionales del derecho no deben ser los únicos que puedan impartir esta asignatura. Aunado a ello, los derechos humanos no se imparten actualmente en un programa de estudios independiente y especializado. Por ello, para efectos de que la ley pudiera ser implementada, las universidades tendrían que colaborar con

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instituciones nacionales de derechos humanos para impulsar la creación de programas de diplomados, posgrados o maestrías interdisciplinarias e interinstitucionales en esta materia.

La ley podría contemplar además la creación de una comisión evaluadora de carácter interinstitucional. Esta pudiese ser conformada por un representante de la Oficina Regional en Panamá del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, un representante de la Defensoría del Pueblo y un representante de una universidad oficial. Sería también conveniente la inclusión de un representante de las ONG del país. Esta comisión tendría la misión de evaluar la idoneidad profesional y moral de los docentes en “derechos humanos”. Asimismo, tendría la función de garantizar la calidad educativa de los cursos impartidos e incluso servir de apoyo para su implementación.

Ciertamente, el establecimiento formal de una materia universitaria obligatoria en derechos humanos no será una panacea universal para nuestros problemas sociales, pero constituirá una importante contribución que no deberíamos desestimar para la educación de nuestra sociedad.

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De las malas palabras

Desde pequeños, nuestros padres y educadores, así como autoridades civiles o religiosas, nos enseñaron a no decir malas palabras. Sin embargo, tal vez, nunca justificaron el porqué de esta enseñanza más allá del poder o autoridad que tenían sobre nosotros. En las siguientes líneas quisiera explorar razones distintas a ese poder, que justificarían el por qué debemos evitar las malas palabras.

En primer lugar, es necesario explicar en qué consiste una mala palabra, es decir, qué es lo que hace que un término o expresión sea “malo”. Evidentemente, las palabras en sí, no son buenas ni malas; solo son sonidos o figuras. Sin embargo, un término o expresión puede ser “malo”, por las intenciones y emociones que genera en nosotros y en los demás.

Por lo general, las intenciones que hacen mala a una palabra suelen ser la de ofender o menospreciar a alguien. Y estas intenciones no aparecen por sí solas, son producidas por emociones negativas como aversión, ira o miedo. Una persona que dice malas palabras suele estar sujeta, ocasional o regularmente, a emociones negativas, por lo que podría tener la intención, consciente o inconsciente, de causar daño moral a quien lo escucha. Por supuesto, hay quienes dicen malas palabras por estar habituadas a ello, sin tener, necesariamente, la intención de ofender o menospreciar a nadie. Sin embargo, aún en estos casos, el individuo muestra su sujeción a emociones negativas. Seguramente, no tiene malas intenciones, pero su vocabulario denota que algo no está bien en él, por algo que le pasó o que le ocurre.

Una persona malhablada es quien constantemente se expresa de manera vulgar o soez. El hábito de repetir palabras ofensivas no es sino la manifestación psicológica y lingüística de un sistema emocional afectado. En algunos casos, el malhablado se hace proclive a la violencia. Esto no es casual, hay un vínculo natural entre la violencia y el mal hablar. Las personas violentas suelen ser malhabladas. Y aunque ser malhablados no nos convierte, necesariamente, en personas violentas, sí nos predispone a ser mucho más agresivos

Se requiere de mucha fortaleza moral y consciencia para romper con el mal hablar. Una manera práctica de hacerlo es reemplazar una mala palabra por

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una aceptable. Los resultados suelen ser algo cómicos, pero encomiables. Por ejemplo, cuando (en español) se reemplaza “mier…” por “ miércoles”. O por emisiones más naturales y primitivas como el “ay” (o “ouch”, en inglés) cuando se siente dolor. Cuando hacemos estos reemplazos, no estamos cambiando una palabra por otra, en el fondo estamos cambiando (o intentando cambiar) una actitud emocional por otra mejor, que evita ofender o herir.

Por supuesto, decir una que otra palabrota en un momento de irritación es aceptable en algunos casos (siempre que no se ofenda o hiera a quien que no lo merezca). Pero, el hábito de decir “profanidades” regularmente ante situaciones incómodas no lo es. Quien se ha habituado a ello, ha perdido el control y muestra el daño moral al que está sujeto. En su caso, el solo decir malas palabras –aun si no han sido provocadas por malas emociones– automáticamente las genera, afectándolo más.

Evitar las malas palabras es una manera de limpiar la atmósfera emocional que, dentro y fuera de nosotros, nos relaciona con los demás. Esto contribuye a nuestro bienestar, así como el del prójimo. Es por ello que nuestros padres, maestros, políticos (los buenos) y religiosos, nos instaron e instan a esta práctica, aunque tal vez nunca nos lo explicaron o explican del modo en que hemos esbozado aquí.

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Derechos humanos: valores universales

Hoy celebramos el sexagésimo primer aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Este insigne documento, suerte de decálogo moral del ser humano en la posmodernidad, enuncia principios y valores de carácter ético, político y jurídico que promueven y protegen un orden normativo internacional.

Luego de 61 años y a pesar de las nobles aspiraciones de la Declaración Universal, las condiciones de vida de la mayoría de los seres humanos están lejos de representar una realización satisfactoria de los ideales de la declaración. Incontables tragedias y miserias políticas, económicas y socioculturales afectan a la humanidad. Ante esto, resulta natural que cínicos y pesimistas sobre los derechos humanos sean confirmados en sus posturas. Los cínicos (a los que no les importa ningún valor o ideal) y los pesimistas (para quienes las cosas siempre van de mal en peor) parecen acertar en su visión de los derechos humanos.

Lo anterior, no obstante, es sólo parte de la historia. A pesar de estancamientos y retrocesos en el proceso histórico de los derechos humanos, no se puede negar que ha habido un significativo progreso. Desde los principios de la modernidad, pasando por distinguidos hitos históricos como la Independencia de Estados Unidos (1776) y la Revolución Francesa (1789) es innegable un progreso en la consciencia y libertad humana en torno a sus derechos y deberes universales. Este progreso, aún si parcial y limitado, se ha establecido y consolidado con firmeza en distintas regiones. En gran medida, los hallamos realizado en los países más desarrollados. Encontramos sociedades y Estados que cosechan con satisfacción los ideales y valores que enuncian los derechos humanos.

Otros entornos, sin embargo, están rezagados en cuanto a la realización efectiva de los derechos humanos. No obstante, estos también aspiran sin excepción a hacer realidad lo que otros pueblos y naciones han venido realizando y disfrutando. A pesar del cinismo o del pesimismo, los derechos humanos siguen su marcha. Pero, como bien señalan sus críticos –y más aún, la experiencia histórica– los logros alcanzados en esta materia pueden debilitarse y aún desvanecerse. Por eso, nos corresponde siempre renovar

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nuestro interés por ellos, promoviéndoles y protegiéndoles cuando resulte oportuno.

Solo hay una manera de refutar la burla del cínico y el desdén del pesimista sobre los ideales y valores que significan los derechos humanos. Ésta se da en nuestra diaria ocupación y preocupación por los mismos, velando y trabajando por ellos. Únicamente así podremos hacerlos realidad en nuestras vidas, o en las de futuras generaciones.

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Human rights and federalism (sinopsis)

Luan-Vu N. Tran – un vietnamita nacido en Suiza, educado en los Estados Unidos, y radicado en Canadá – enfoca el tema de los derechos humanos y el federalismo desde una perspectiva a la vez personal y objetiva. Al formar parte de tres diversas culturas y lenguas distintas, su enfoque es particularmente único e ilustrativo de los problemas que se originan al interpretar y aplicar los derechos humanos en países de naturaleza multiétnica, con especial atención al caso de Canadá.

Partiendo de una crítica al liberalismo clásico – que concibe la libertad en sentido negativo, como la ausencia de imposiciones o restricciones estatales – Luan-Vu Tran nos muestra la imposibilidad de realizar adecuadamente la prosperidad y felicidad de los individuos sin la apropiada participación del gobierno. La concepción negativa de la libertad no satisface las exigencias que establecen ciertos derechos humanos fundamentales. Así, pues, se requiere de la intervención del Estado en algunos asuntos básicos que conciernen al individuo. Al hacer una separación tajante entre la esfera 'pública' del Estado y la esfera 'privada' de la persona, académicos, juristas y políticos canadienses se han abstenido de reconocer, de manera plena, los derechos sociales, económicos, y culturales de sus ciudadanos, temiendo que este reconocimiento origine una pesada carga sobre el Estado. De modo similar, han adoptado y aplicado la Carta Canadiense sobre Derechos y Libertades de 1982, señalando que las diferencias culturales de las provincias y sus aspiraciones de autonomía no encuadran apropiadamente con el carácter universalista e igualitario de la Carta, amenazando así la unidad nacional y el poder de los órganos legislativos.

Contrario a estos supuestos, uno de los propósitos principales de este libro, señala Tran, es »sugerir formas de traer juntas a dos ideas supuestamente antitéticas – la percibida necesidad de preservar la autonomía provincial y el pluralismo cultural, y nuestro compromiso por los derechos humanos y la igualdad – en una simbiosis práctica« (X). Una de las formas de realizar esto – argumenta Tran – es por medio del reconocimiento de los fundamentos culturales y sociológicos del discurso legal. Al reconocer que las leyes y constituciones de un país son una creación cultural, comprendemos que éstas deben ser legitimadas en el contexto de un diálogo social y cultural diverso. Con respecto a la Constitución de Canadá y la Carta sobre Derechos y

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Libertades, Luan-Vu N. Tran indica que la »la fuerza normativo-organizacional, moral y simbólica de la Constitución, y especialmente la Carta, dependen de un proceso de legitimación democrático que básicamente requiere que las autoridades asignadas a interpretar y ejecutar los derechos constitucionales pongan atención a la diversidad social, cultural y lingüística de Canadá y acomoden las diferencias ... la Carta provee las condiciones sustanciales e institucionales para un proceso dialógico, en el curso del cual los participantes pueden desarrollar un entendimiento colectivo de ellos mismos y el mundo en el cual viven« (294-295).

Sin esperar una conclusión definitiva – mucho menos una solución última – a los problemas jurídicos y políticos que surgen en la interpretación y aplicación de los derechos humanos en una nación multiétnica, la obra de Tran, se presenta como una seria y exhaustiva investigación que merece la atención de los especialistas en el tema.

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Cultural pluralism and dilemmas of justice, de M. Deveaux (sinopsis)

Basado en sus propias experiencias como ciudadana de Canadá – un país en el cual las minorías culturales juegan un importante papel en asuntos sociales y políticos – el libro de Monique Deveaux aparece como un trabajo sobresaliente en el área de ciencia política. »El presente trabajo es así un intento por evaluar y extender esfuerzos en teoría política para tratar el problema de la justicia para las minorías culturales.« (2) La principal observación que hace Deveaux se concentra en el tema de "apropiado respeto y reconocimiento para el pluralismo cultural", el cual puede ser realizado por medio de la aplicación de un "liberalismo deliberativo", una versión mejorada de la democracia liberal.

De acuerdo a Deveaux, la propuesta presentada en su texto se fundamenta en una concepción más consistente (thicker) de democracia que la que los teóricos liberales normalmente emplean, una forma más participativa y dinámica de democracia. »Una concepción substantiva, deliberativa de democracia enfatiza la importancia de la participación de los ciudadanos en la vida pública y la necesidad de fomentar relaciones y prácticas políticas basadas en la reciprocidad, igualdad política, y respeto mutuo – todas cruciales para satisfacer exigencias básicas de justicia por parte de minorías nacionales y asimismo inmigrantes.« (5)

El término "cultural" es problemático, reconoce Deveaux. La autora lo toma en su definición más amplia, tanto como para incluir a cualquier comunidad que comparta una identidad basada no en el activismo voluntario (como usualmente ocurre con movimientos gays y nuevos grupos religiosos), sino principalmente en la nacionalidad, etnicidad, lengua, y religión, entre otras características. En este sentido, Deveauxr egularmente se refiere a minorías como los vascos, quebequenses, escoceses y galeses.

Un término clave en la defensa de Deveaux de la democracia deliberativa es su crítica a las concepciones tradicionales de la democracia liberal – aquellas representadas por Rawls y Larsmore – que argumentan a favor de una "justicia liberal neutral". La clase de justicia defendida por Rawls y Larsmore requiere que los ciudadanos abandonen sus particulares visiones del mundo basadas en sus creencias religiosas y morales. Identificándose con el perfeccionismo liberal de Joseph Raz y

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Will Kymlicka, Deveaux argumenta en contra de la suspensión de las perspectivas religiosas y morales de los grupos, al discutir asuntos políticos. De acuerdo a esto, las diversas concepciones de lo bueno que tiene la gente no pueden ser simplemente apartadas de las discusiones políticas. Así, pues, la reflexión moral basada en tales concepciones tiene que insertarse en la política.

La noción de liberalismo deliberativo – una forma modificada del liberalismo democrático – permite a las minorías culturales a moldear sus propias instituciones públicas y políticas. Esto puede ser logrado – propone la autora – trasladando el centro de gravedad de la legitimidad democrática al debate real. En esta propuesta, Deveaux se basa parcialmente en la Ética del Discurso de Habermas, por la cual la aprobación de facto de todos los participantes, o al menos de la mayoría, legitima las normas y actuaciones públicas y políticas.

Deveaux considera que la argumentación misma puede ofrecer una adecuada respuesta a los problemas de justicia cuando esta argumentación renuncia a los ideales de un completo consenso o a un diálogo sin restricciones de ningún tipo, al mismo tiempo que mantiene una actitud más abierta a las diversas formas en que se puede dar el discurso deliberativo. »Los méritos reales de la democracia deliberativa descansan no en el fin ilusorio del consenso social, ni en el ideal de un diálogo sin restricciones... sino más bien en la capacidad de este modelo para profundizar las prácticas democráticas en los Estados liberales. «(175-176) »En la concepción delimitada de democracia deliberativa por la cual argumento, el razonamiento y la deliberación son concebidos en términos de comunicación real entre las posiciones y creencias de los interlocutores, centrándose así la atención a procesos reales de argumentación moral.« (177)

La apertura a la comunicación de orden moral en el debate público y nuestro reconocimiento de su importancia para moldear las normas e instituciones políticas de las minorías, parece resumir el punto de vista de Deveaux en torno al asunto. Las ideas de Deveaux se muestran apropiadas y bien argumentadas, colocando al liberalismo deliberativo como una opción viable a las teorías liberales tradicionales.

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Medios, ilusión y liberación

Los medios de comunicación nos engañan (casi todo el tiempo); nos hacen creer que los intereses fundamentales del ser humano radican en la política, la economía y el entretenimiento. Sin embargo, si somos un poco más reflexivos e intuitivos, podremos darnos cuenta de que el interés fundamental de toda persona no consiste en la lucha por el poder, el afán por las riquezas, o el deseo de diversión. En realidad, todos estos quehaceres no son nada más que una gigantesca y laberíntica fachada que encubre nuestras debilidades sociales, carencias materiales y vacíos existenciales.

Esto es así porque quien es realmente fuerte y se siente seguro, no le apetece el poder; quien en verdad satisface y ha resuelto sus necesidades, no le preocupa el dinero, y quien no tiene preguntas sobre el sentido del mundo (pues es verdaderamente feliz), no tiene apegos por diversiones mundanas. Pero, ¿quién, estimado lector, es este “quién”? Dichoso aquel que conoce a este “quien”. Más aun, bienaventurado el que lo es.

Ante el dominio de los sistemas políticos, económicos y subculturales, la persona humana tendrá que realizar un extraordinario esfuerzo para recobrar su libertad y lograr su autorrealización. No obstante, las personas no podrán vencer a los sistemas de opresión, dependencia e ilusión si se enfrentan a ellos directamente. La historia nos ha enseñado que las revoluciones, sean capitalistas o socialistas, ya no nos sirven. Ahora, la manera de combatir a los sistemas ha de ser indirecta, interior. Así pues, solo si se da una transformación radical y permanente en el corazón mismo de las personas (su interior), los sistemas (lo exterior) cambiarán radicalmente.

Suena ingenuo, pero la verdad es que –a fin de cuentas– los sistemas nos son nada más que una macroscópica creación de nuestros persistentes e insaciables apetitos por controlar, acumular y enmascarar la realidad. Si se quiere cambiar el mundo, se tiene que empezar por uno mismo. Esto es un axioma insoslayable.

Sin idealismo ni pesimismo, es justo afirmar que la batalla existencial que enfrenta hoy la humanidad solo será vencida por muy pocos. Demasiado pocos, a decir verdad (¿acaso no ha sido siempre así?). Quienes logran vencer, ven al mundo transfigurado y ante ellos los sistemas colapsan, no como

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pesadas estructuras que se desmoronan, sino como sutiles espejismos que se desvanecen. Ellos ven con perfecta claridad (y sienten con total serenidad, sin miedo ni deseos), que todo aquello que nos domina, endeuda y engaña, ha sido la creación de un inmenso, increíble y perverso egoísmo. La victoria sobre el egoísmo es el principio de todas las victorias.

Sólo hallaremos la verdadera libertad, riqueza y felicidad cuando el egoísmo desaparezca del mundo (por gracia o fortuna y esfuerzo personal). Solamente entonces comprenderemos que nuestros intereses fundamentales nunca han sido (ni podrán ser jamás satisfechos por) aquellos sistemas que hoy se enseñorean sobre nosotros (casi todo el tiempo) a través de los medios de comunicación.

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Hegel y el espejo

De acuerdo al filósofo Hegel, el deseo por ser reconocido es uno de los impulsos fundamentales del ser humano. Este impulso —sano y natural en principio— puede devenir, sin embargo, en algo malsano y artificial. Esto acontece cuando buscamos la autorrealización y felicidad en el reconocimiento como un fin en sí mismo, no como un medio para el conocimiento de nosotros mismos. En otras palabras, cuando el sentido y valor de nuestras existencias depende enteramente de la estima o aprecio del otro. Esta situación es el preámbulo de una alienación (otro concepto de Hegel) o el preludio de una paranoia (siguiendo a Freud y Lacan), pues, en estos casos, lo que nos hace felices y realizados es la imagen que el otro tiene de uno mismo, no la realidad misma de lo que somos. Así, pues, nos identificamos con una imagen externa y deseamos vernos reflejados en ella.

El deseo o impulso por ser reconocidos encuentra singular manifestación en innumerables acciones humanas. Entre ellas, hallamos la lucha por el poder, la riqueza, o la fama. En todas estas actividades, los hombres y mujeres buscan ser apreciados y ansían ser estimados por la idea u opinión de los demás. De esta manera, los seres humanos desean verse reflejados en los ojos del otro, como si la mirada o visión ajena fuera el espejo fiel de su naturaleza.

Ante la alienación o paranoia por el reconocimiento del otro, hay que afirmar, no obstante, la siguiente verdad: el reconocimiento de los demás está sujeto a la visión limitada e imperfecta de los otros. Únicamente Dios nos podría ofrecer un perfecto e infinito conocimiento de quienes realmente somos, más allá de la vista condicionada por los prejuicios y pasiones humanas.

Por lo anterior, también debemos afirmar este hecho: existen hombres y mujeres justos que no son vistos por el mundo (y que no quieren o no pueden ser vistos), pero que —inadvertidamente— se convierten en los “secretos pilares del universo”. Nos referimos a todos aquellos oprimidos y suprimidos -—injusta y cruelmente— por sistemas políticos, económicos, religiosos, jurídicos, y burocráticos, entre demasiados otros. Verdaderos seres humanos que no son vistos o reconocidos por diversos sistemas de opresión y supresión pero que, sin embargo, existen y que, gracias a ellos, nosotros también existimos.

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Estos individuos, cuyos nombres no están inscritos en la historia escrita por los hombres, existen eternamente en el “libro de la vida”, en la mente y corazón de Dios. Sólo Dios posee la verdadera imagen —y realidad— de lo que somos.

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¿Se puede enseñar ética?

Esta pregunta es tan antigua como compleja y nunca ha dejado de ocuparnos.

Más de dos milenios atrás, Platón la planteaba en su diálogo Menón, donde

Sócrates indaga si las virtudes pueden enseñarse. Hace algunos años, una

publicación de la Unesco intitulada ¿A dónde van los valores? recogía las

ilustres opiniones de reconocidos académicos. En las escuelas de negocios de

Estados Unidos y el Reino Unido se implementan cursos de Business Ethics.

Las academias de policías y las fuerzas armadas en varios países reciben

ocasionalmente capacitaciones en ética o derechos humanos.

Asimismo, diversos programas gubernamentales e intergubernamentales se

ocupan de variados programas de ética, concernientes al servicio público y la

ciudadanía. Nuestros colegios disponen de asignaturas tales como “ética y

valores” y algunas universidades ofrecen cursos de “ética y moral”. Por otro

lado, las comunidades religiosas y ciertas convicciones filosóficas, desde hace

mucho, procuran educarnos moralmente. En todo caso, la pregunta y todos

los problemas prácticos que importa continúan con nosotros, ¿podemos

aprender a ser mejores personas? ¿Cómo y quiénes podrían enseñarnos esto?

Al respecto, hay que advertir que la propia pregunta “¿se puede enseñar

ética?” podría inducirnos a concebir una idea errónea acerca de ella. La

pregunta guarda cierta similitud a otras tales como “¿se puede enseñar

aritmética?” o “¿se puede enseñar biología?”. En estos casos, se puede

responder afirmativamente y sin mayores problemas. Sin embargo, la ética es

un asunto único en su género. Aprender ética no es solo obtener información

o conseguir una habilidad técnica, o incluso ambas cosas. Consiste en el

desarrollo moral de las personas, lo cual es algo sumamente complejo y exige

de suyo un prolongado proceso a través del tiempo.

Otro problema con la manera en que se presenta la pregunta “¿se puede

enseñar ética?” es que podría interpretarse en un sentido demasiado

abarcador y exigente. Tal como se formula, parecería indagar si la totalidad de

cuestiones y problemas éticos puede ser comprendida y resuelta por un

individuo. Por supuesto, esto es absolutamente imposible. Nada más falso (y

ridículo) sería pensar que una persona puede comprender y responder

satisfactoriamente, tanto en la teoría como en la práctica, a todos los

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problemas éticos. Ni siquiera el que aprende aritmética, conoce toda la

aritmética y es capaz de resolver todos sus problemas. Lo mismo ocurre con el

que estudia biología, o cualquiera otra ciencia. Así pues, mucho más aún para

el caso de la ética.

Muchos afirmarán que la ética no puede ser realmente enseñada, pues el

desarrollo moral –de ser posible– nos tomaría toda la vida y está

constantemente expuesto a dificultades, muchas de ellas graves y a menudo

insuperables. Algunos incluso dirán que el ser humano es fundamentalmente

malvado; la moralidad es solo una fachada que esconde lo que real y

únicamente quiere: sexo, dinero, poder y fama.

Curioso es que los que defienden estas ideas, solamente quieren ser honestos

y compartir generosamente la verdad con otros seres humanos –de quienes,

por supuesto, esperan su comprensión–, para que sean además libres y,

naturalmente, un poco felices.

Creo que la pregunta más importante no es si se puede enseñar o aprender a

ser mejores personas, sino quiénes y cómo pueden enseñarnos a lograr esto.

Si esta apreciación es correcta, sería prudente tener algo de cuidado con

quienes anuncian que la ética puede ser enseñada, como si se tratara de un

curso de álgebra o repostería. Habríamos de preguntar qué realmente se

puede enseñar y, más aún, qué somos verdaderamente capaces de aprender.

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¿Se pueden aprender valores?

En un artículo anterior titulado “¿Se puede enseñar ética?”, compartía con

mis lectores que la pregunta más importante en torno a este tema no es tanto

si se puede enseñar o aprender a ser mejores personas, sino más bien quiénes

y cómo pueden enseñarnos a lograr esto.

En general, la experiencia humana nos muestra que, al menos, algunos

individuos, en varios aspectos y hasta cierto punto, mejoran sus vidas

moralmente. Sea que hablemos de quien supera un problema de alcoholismo

o quien se convierte en un filántropo, a diario encontramos casos de

significativo progreso moral. A menudo, este progreso se da en virtud de

convicciones religiosas; otras veces, sin embargo, no depende de ellas. Sea

cual sea el caso, lo moral es inherente a lo humano, por lo que el progreso,

estancamiento o retroceso en esta materia, es independiente de las creencias

religiosas.

Ahora bien, ¿quiénes nos pueden enseñar a ser mejores personas y por medio

de qué métodos pueden lograr mejorarnos moralmente? Esta pregunta es

sumamente compleja y asimismo su respuesta.

En primer lugar, son muchas las personas que nos ayudan a ser mejores o no.

En principio, cada ser humano es un potencial educador moral. Al respecto,

solemos destacar a aquellas personas que por su conducta –no sus

conocimientos teóricos– constituyen buenos ejemplos a seguir. Podemos

hallarles en el seno familiar o entre nuestros amigos y vecinos. No obstante, a

veces no los encontramos en personas que viven en la actualidad, sino en

personajes del pasado. A menudo, estos forman parte de nuestras tradiciones

religiosas, y otras, de nuestra cultura laica. Así pues, hallamos estos ejemplos

en la vida de una persona denominada “santa”, o en la de un prócer o

maestra. Para aprender a ser mejores personas, no importa si son religiosas o

no, si podemos identificar en ellos respetables modelos de conducta moral.

El aprendizaje moral supone que se puede inculcar en otras personas –en

especial, en niños y jóvenes– la comprensión y práctica de ciertos valores. Sin

embargo, no son las instituciones educativas las que se encargan de esto en

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primera instancia. De hecho, los valores no pueden ser enseñados o

aprendidos de la misma manera en que se enseñan, por ejemplo, la geometría

o un idioma extranjero. Los valores no son algo que, en sentido estricto,

pueda impartir una escuela o un colegio. Éstos no se enseñan con libros o

charlas (que son solamente instrumentos) en un salón de clases. La educación

en valores es más bien un proceso que se da durante toda la vida y en el que

intervienen innumerables factores que anteceden y trascienden las

instituciones educativas.

Así pues, en la niñez y juventud, la enseñanza y práctica de los valores se da

básicamente en el hogar, así como en las relaciones de amistad. Asimismo, a

través de sus creencias y vivencias (religiosas o no religiosas) acerca del

sentido de la vida, sean éstas informales o institucionales. Junto a ello, la

música y los deportes tienen una poderosa influencia sobre los valores de la

juventud. Ningún texto, clase, programa o método de enseñanza que se

brinde en una institución educativa puede competir con todo lo anterior. No

obstante, esto no significa que la escuela, el colegio (o incluso la universidad)

no aporten nada en el aprendizaje de valores. Lo que se quiere hacer ver es

que la contribución del ámbito escolar, colegial o el universitario a la moral es

exigua y hay comprender por qué esto es forzosamente así. Los cursos de

ética y valores en las instituciones educativas contribuyen a nuestro

razonamiento moral, pero éste constituye sólo una dimensión (y, de hecho,

muy mínima) de nuestro desarrollo integral como personas. La formación

moral del carácter es lo medular, mas ésta es apenas afectada por nuestra

facultad de razonar y argumentar en materia de moral. En la práctica, los

valores se enseñan efectivamente con el ejemplo, no con razonamientos o

argumentaciones. Una cosa es inculcar valores y ponerlos en práctica; otra

cosa es definirlos y discurrir intelectualmente en torno a ellos.

En cuanto a los métodos para enseñar valores, éstos pueden ser tan variados

como los valores que se tratan de enseñar. Hay algunos valores que, tal vez,

sólo pueden ser inculcados por medio de prácticas o ejercicios que

corresponden a un contexto religioso o filosófico, por ejemplo, la compasión o

caridad. Otros valores pueden ser impartidos y asimilados de acuerdo a otra

clase de prácticas. Por ejemplo, valores de carácter cívico, institucional o

empresarial. Así pues, el método será de acuerdo al valor.

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En todo caso, aprender valores es una tarea ardua, interminable e

indispensable. En ello siempre seremos aprendices.

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Derechos y valores

Derechos y valores constituyen dos ámbitos cuyas características y relaciones

no siempre suelen ser bien comprendidas. Esta incomprensión desemboca a

menudo en problemas prácticos que pueden reflejarse en la administración

de la justicia.

En sentido estricto, los valores pertenecen al ámbito de la moral; los

derechos, al legal. Sin embargo, esto no significa que no exista –o, peor aún,

que no deba existir– ninguna relación entre derechos y valores. De hecho, lo

legal, el ámbito del derecho en sentido propio, nunca está –ni debe estar–

desprovisto de valores. Pero, no todos los valores que integran la moral

participan (o deben participar) de lo legal en cuanto tal. De otra manera, la

incidencia o interferencia de lo moral en el derecho afecta negativamente sus

funciones. Explicaremos esto en lo que sigue.

Entre los valores propios del derecho se suele mencionar una tríada clásica: la

seguridad, el orden y la justicia. La seguridad puede considerarse como el

valor más básico, si nos atenemos a un orden de realización, no de relevancia.

Sin seguridad es imposible erigir –mucho menos mantener– cualquier orden,

sea éste social, político o económico. Es por esto que es el valor más

elemental.

Luego de la seguridad sigue el orden. El orden jurídico –al menos idealmente–

permite que la sociedad en su conjunto funcione en armonía.

En tercer lugar, se da la justicia, siendo el valor por excelencia del derecho. La

justicia no existe ni subsiste en abstracto, sino que se construye sobre las

bases de la seguridad y el orden.

Por supuesto, los valores propios del derecho no son los únicos valores. Ellos

constituyen apenas una ínfima parte del amplio inventario de valores morales.

Podemos citar la amistad, el amor o la compasión, entre muchos otros. Ahora

bien, ¿qué relación guardan estos valores con el derecho? Prácticamente

ninguna. El derecho puede subsistir sin ellos; aún más, la incidencia de estos

valores en el derecho perturbaría su naturaleza y funciones. Así pues, es bien

sabido que la amistad, el amor o la compasión no deben incidir o influir en

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decisiones judiciales. El espacio y funciones propias del derecho no permiten

la intromisión de este tipo de valores.

De acuerdo a lo anterior, el derecho puede y debe abstraerse de ciertos

valores. Por supuesto, no de aquellos que le son propios y sin los cuales no

podría constituirse y funcionar. Sin embargo, como bien dijo un jurista, no

debemos olvidar que “los valores del derecho no son fines en sí mismos; su

sentido proviene de otros valores, que son superiores y que también el

derecho trata de alcanzar”. Así pues, existen valores superiores a los del

derecho (ya mencionamos algunos) sin los cuales sería imposible un desarrollo

humano integral. Si nos limitáramos únicamente a los valores propios del

derecho, la vida en sociedad se deshumanizaría. Los valores propios al

derecho son necesarios, mas no suficientes.

Por todo lo anterior, se concluye que el derecho exige de por sí determinados

valores, a la vez que excluye a otros. Todo buen profesional del derecho tiene

el reto de encontrar el balance adecuado entre lo moral y lo legal; el justo

medio en que la moral pueda incidir en el derecho, sin que pierda su carácter

y autonomía.

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Justicia y legalidad

Una de las nociones más elementales en la filosofía del derecho consiste en la distinción entre los conceptos de justicia y legalidad. En principio, todo estudiante del derecho debería conocerla bien desde su primer año de formación. Más aún, el profesional del derecho. Su desconocimiento suele ser causa de negativos efectos en la moral, la política y, por supuesto en el derecho mismo.

En primer lugar, debemos tener en claro que la justicia es un concepto cuyo origen y fundamento es de orden eminentemente ético. En cuanto tal, la justicia o injusticia es una experiencia moral que antecede y trasciende cualquier formulación o administración institucional. Así, las experiencias de injusticia o injusticia existen en todo tiempo y lugar, independientemente de que existan leyes, jueces, procesos, o tribunales. Estos elementos son más bien posteriores y subsidiarios a la experiencia humana de lo justo y lo injusto.

La legalidad es un instrumento para administrar la justicia. Así pues, la legalidad en cuanto tal es un medio para la realización de la justicia, no es un fin en sí misma. Sin embargo, esta realización jamás se da plenamente. La justicia es un ideal o un valor que la legalidad, en cuanto medio o instrumento, intenta realizar. Sin embargo, solo lo hace de una manera limitada e imperfecta, aun en el mejor de los casos.

La justicia no es patrimonio exclusivo de los profesionales del derecho. Sin menospreciar en ningún sentido la innegable y prominente función del derecho en la concepción y el tratamiento de la justicia, debe decirse que esta también le concierne a otras concepciones y tratamientos. Así pues, sociólogos, politólogos y filósofos, entre otros especialistas, también nos brindan una formación en ideas y prácticas de la justicia. Estas ideas y prácticas deberían tomarse en cuenta por abogados y juristas al interpretar y aplicar la legalidad.

La legalidad puede constituirse en un obstáculo para la justicia. En el derecho, este problema suele referirse como el fenómeno de la “ley injusta”. En ocasiones, se dan leyes que propician la injusticia. Por ello, existe la necesidad de renovar y mejorar la legalidad en cada ocasión que resulte oportuna.

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En cierta forma, la justicia y la legalidad representan dos tipos de personas. Quienes miran a la justicia sin prestar mucha atención a la legalidad, podría calificárseles de idealistas y románticos. Quienes solo ven la legalidad, sin que les interese mucho la justicia, pudiesen ser considerados como realistas o pragmáticos. La justicia en este mundo requiere urgentemente la síntesis de ambas clases de individuos.

Ningún idealismo romántico puede sostenerse si carece de alguna dosis de realismo pragmático. Asimismo, todo pragmatismo necesita de algún grado de idealismo. De lo contrario, el romanticismo se torna pesimista, cuando fracasa, mientras que el pragmatismo se vuelve cínico, cuando triunfa. O aun peor, ambos pueden degenerar en el nihilismo, donde no hay ya ni justicia ni legalidad.

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Borges y la metafísica

La metafísica es aquella rama de la filosofía académica que estudia la naturaleza última de lo real. La literatura no es -propiamente hablando- un estudio de la realidad, pero entrecruza curiosamente sus temas con los de la metafísica. Así pues, en la antigüedad, Platón expone sus temas metafísicos con formas y contenidos literarios, mientras que en la postmodernidad, Derrida elabora un singular espacio en que la literatura y la metafísica confluyen.

Jorge Luis Borges -mucho después que Platón, aunque poco antes que Derrida- también avizoró aquel mundo intermedio entre lo fantástico y lo real o, si se quiere, aquel universo existente entre la literatura y la metafísica. Aunque no profesaba ninguna creencia en algún sistema metafísico, supo aprovechar los temas de la metafísica para la creación literaria. Así, Borges no se consideraba un pensador, sino más bien un literato. Según decía, “A mí no se me ha ocurrido nada. Se me han ocurrido fábulas con temas filosóficos, pero no ideas filosóficas”.

En términos filosóficos, Borges se inclina por el idealismo, aquella doctrina en la cual las ideas humanas o divinas adquieren mayor realidad que las cosas. Entre sus ilustres exponentes, Borges se refiere constantemente a Berkeley y Hume, para quienes las percepciones es todo lo que existe. Más allá de la percepción, el mundo es sólo una ilusión. El ser se reduce a lo que es percibido. Por ello, entre otras cosas, Borges alaba tanto a Schopenhauer, quien abre su obra filosófica con la frase “el mundo es mi representación”.

Los temas teológicos son también parte integral del acervo metafísico de la literatura borgiana. En el escrito Tres versiones de Judas, Borges nos habla de un teólogo que encuentra en la historia de Judas Iscariote a un héroe, no a un traidor. Judas resulta ser un colaborador del plan divino, al aceptar la responsabilidad de la muerte del redentor. Alguien tenía -según las escrituras- que traicionar a Jesús; Judas cumple, al fin y al cabo, con la palabra del Señor. En La Creación y P.H Gosse, Borges nos escribe acerca de la peculiar hipótesis -acariciada por Bertrand Russell- de que el mundo no fue creado hace miles de años, sino apenas unos segundos atrás. Nuestra memoria es ficticia; ha sido implantada en nuestras mentes por el creador. Los fósiles no prueban nada; fueron simultáneamente creados con nuestra memoria.

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¿Y la ética de Borges? El propio Borges advertía que él sólo era un poeta y que, por ello, no se debía esperar ninguna enseñanza moral de su obra literaria. Su obra no intenta transformar el mundo, como pretendía Marx. Más humilde, menos pretencioso, apenas intenta fascinar al mundo del lector. Si alguien quiere encontrar una enseñanza moral en la obra de Borges, lo más cercano que encontrará será su Evangelio Apócrifo, escrito de risueña ironía y anciana experiencia. Borges no entiende eso de amar al enemigo, pero comprende perfectamente que no tiene sentido odiar a nadie, que es insensato guardar rencores y que al enemigo, aunque no se le puede amar, se le puede, seguramente, respetar.

Otra enseñanza de Borges: aunque se descrea de las religiones, se puede aprender a estimar las ideas religiosas por su dimensión estética. Los verdaderos ateos no son tanto los que detestan a Dios o a las religiones, sino más bien aquellos que no perciben en la literatura religiosa o filosófica nada bello o asombroso.

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De la ética o el sentido de la vida

Durante la Primera Guerra Mundial, el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) escribió unas interesantes anotaciones que posteriormente formaron parte de una obra por la cual es generalmente conocido, el Tractatus Logico-Philosophicus (1922). En aquellas reflexiones, realiza unos interesantes planteamientos sobre asuntos de primordial importancia existencial. Estos tienen que ver con la ética, Dios, y el sentido de la vida.

Aunque la obra de Wittgenstein se ocupa fundamentalmente del lenguaje, aquellos pensamientos han sido cruciales para algunos de sus estudiosos, especialmente aquellos que se han ocupado de su ética y filosofía de la religión. En uno de esos apuntes, escribe que “*creer+ en un Dios quiere decir que con los hechos del mundo no todo está acabado. Creer en Dios significa que la vida tiene sentido”.

La idea de Dios –sin ser definida de acuerdo a una concepción religiosa o teológica en particular– se identifica con el sentido de la vida. Posteriormente, en el Tractatus, Wittgenstein señala que “el sentido del mundo debe estar fuera del mundo. En el mundo cada cosa es como es y acontece como acontece. En él, no hay valores... [y] si hay un valor que es de valor [último], debe estar fuera de todos los acontecimientos... porque todos los acontecimientos son accidentales”.

Lo anterior tiene que ver con que no podemos hallar valores estéticos o morales (e.g., la belleza, la justicia o la bondad) a partir de los hechos naturales del mundo. Para el universo, una cosa o un evento –cualquiera que sea– no es mejor, superior o preferible a otro. La naturaleza es indiferente a los valores. Por ello, si existen los valores o hay un valor último, éstos no pueden formar parte de las cosas o eventos del mundo. De acuerdo a esto, los valores están “más allá”, esto es, trascienden el mundo.

Años después, en su célebre Conferencia sobre ética (1929) dictada en Cambridge, Wittgenstein retorna a los mismos temas señalando que la ética trata de expresar aquellas cosas que trascienden el mundo, pero que debido a los límites del lenguaje, la ética no puede expresar en un sentido apropiado (lo mismo había expresado antes en el Tractatus). Esto es, la ética no puede

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hablar de sus contenidos de la misma manera en que las ciencias hablan de los suyos.

Por ello, la ética debe callar. Mas este callar o silencio de la ética no significa que no tenga nada de lo cual hablar (así lo malentendieron algunos filósofos de orientación científica). De hecho, Wittgenstein escribió que lo que la ética (y la religión) tienen que decir –aunque no lo pueden decir correctamente debido a las limitaciones inherentes al lenguaje y pensamiento humano– son cosas de valor último, es decir, las de mayor valor con respecto al sentido de la vida.

Por ello, al final de su conferencia, aunque su concepción del lenguaje no admite que la ética o la religión pueda expresar en sentido propio su contenido, Wittgenstein no puede dejar de sentir por ellas sino “el más grande respeto y admiración”.

A partir de Wittgenstein, diversos filósofos han explorado las maneras en que la ética puede decir lo que tiene que decir. Así pues, en términos generales, se ha abandonado la concepción “afásica” de la ética a la cual Wittgenstein estuvo sujeto. Hoy se entiende que hablar de ética no es solo significativo sino también necesario. En especial, en aquellas dimensiones de la vida humana que exigen discusión pública, como ocurre con los derechos humanos o la política.

No obstante, las éticas que podemos tratar públicamente, por medio de razones y argumentos, poco o nada dicen de aquellas cosas que confieren un valor último o trascendente a la vida, por ejemplo, la bondad, la belleza o la felicidad, que la religión a menudo identifica, en diversas formas, con el sentido de la palabra “Dios”.

Tal vez, cada vez que hablamos de ética o del sentido de la vida, no podemos evitar referirnos a aquéllas, aunque sea muy imperfectamente, como pensó Ludwig Wittgenstein.

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Derechos humanos: valores universales (II)

En el marco del Día Internacional de los Derechos Humanos que se celebra el 10 de diciembre, resulta apropiado compartir unas breves palabras sobre un tema que, aunque muy divulgado, no suele ser siempre bien comprendido.

Los derechos humanos no pueden ser entendidos si sólo nos atenemos a su concepción estrictamente jurídica. Más allá de su presencia formal en nuestras constituciones y códigos como derechos fundamentales, ellos aparecen antes como derechos morales, esto es, como facultades o potestades de orden moral que tiene toda persona con relación a sus semejantes. Ellos nos permiten reclamar y respetar a los demás un conjunto de bienes y libertades que garantizan un nivel de vida digno y nuestro desarrollo como personas.

Desde esta perspectiva, los derechos humanos se conciben como principios éticos globales, esto es, como reglas de conducta para todas las personas en el mundo. Así concebidos, constituyen una “ética mínima”, un código moral elemental –que no exige tanto como el de las religiones–, pero sin el que resultaría imposible convivir humanamente.

La concepción moral de los derechos humanos no debe ser subestimada al compararse con su tratamiento jurídico. El derecho necesita con regularidad estar informado y orientado (incluso motivado) por la dimensión moral de aquellas ideas sin las que el derecho no tendría razón de ser. Nos referimos a las ideas de justicia, libertad, igualdad, solidaridad, respeto, orden, seguridad y paz, entre otras. Ideas que, desde una visión moral, no encarnan sino valores éticos universales.

Así pues, los derechos humanos, estas peculiares normas internacionales que buscan proteger la dignidad humana, se muestran (en sus contenidos más ínsitos) como valores universales. En cuanto tales, no son solo fuente de inspiración de movimientos sociales y políticos, sino que son también la justificación última de toda normativa. Así, pues, ante la pregunta ¿Por qué debo acatar estas normas?, la respuesta apropiada no debería ser “el Estado me coacciona”, o la “sociedad me lo impone”, o “mi cultura me obliga”. La respuesta es que debemos acatarlas, porque descansan sobre valores morales

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de alcance universal, sin los cuales los seres humanos se ven disminuidos en su desarrollo como personas.

Si entendemos así los derechos humanos, resultará fácil ver por qué otras perspectivas –aunque relevantes, prominentes y aún indispensables (el derecho)– no son suficientes para comprender los derechos humanos de manera integral. Su contenido es fundamentalmente ético; sus normas contienen valores morales con pretensión de universalidad. Así pues, el discurso que mejor aborda su comprensión es el moral, que debería siempre informar, orientar y motivar a cualquier otro discurso o tratamiento que se haga de ellos. De otro modo, corren el riesgo de verse reducidos al puro formalismo o a la manipulación política, desvirtuándose así su naturaleza y finalidad más fundamental.

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‘Enfermedades’ de los derechos humanos

En términos metafóricos, no es incorrecto decir que hay por lo menos tres clases de enfermedades que afectan a los derechos humanos, aparte de sus violaciones flagrantes. La primera (esta clasificación es algo arbitraria) la constituye el escepticismo; la segunda, el cinismo; y la tercera, el pesimismo. La primera afecta en primer lugar (aunque no exclusivamente) a la mente; la segunda, al corazón, y la tercera, a la acción. En lo que sigue, describo estas patologías y a quienes las padecen.

El escepticismo pone en duda que podamos justificar racionalmente nuestras convicciones acerca de los derechos humanos. Asimismo, pone en tela de juicio los instrumentos e instituciones que se han establecido para su protección. En general, los escépticos tienden a desestimar los derechos humanos como universales y necesarios. A pesar de todo, pueden aceptarlos como positivos para las sociedades modernas, mas los desestiman como relativos y prescindibles.

El escepticismo puede ser moderado o radical. En el primer caso, se desconfía de algunos agentes, instrumentos o instituciones. En el segundo, se desconfía de todo y todos. El primero es aceptable, incluso hasta saludable, pero puede degenerar en el segundo, donde se ven fantasmas y conspiraciones por todas partes.

Los cínicos, en realidad, se burlan y desprecian los derechos humanos, pero aparentan defenderlos siempre y cuando éstos favorecen sus intereses. De lo contrario, los impugnan sarcásticamente; en el fondo, no les importan. La libertad, justicia o solidaridad son únicamente expresiones retóricas, que esconden intereses particulares o agendas ocultas. Para el cinismo, el valor de los derechos humanos consiste en su utilidad; el idealismo (o el romanticismo) en torno a los derechos humanos es cosa de niños, jóvenes ingenuos y bohemios sin trabajo o familia.

En cuanto a la tercera clase, los pesimistas, alguien los define como “idealistas o románticos que se entristecieron y amargaron” (o, que se quemaron o desgastaron, burnout). A diferencia del cínico, el pesimista está éticamente definido (no llama al mal, “bien” ni al bien, “mal”) y consternado, pero frustrado por su impotencia para cambiar las cosas. Lo peor de los pesimistas

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no es su crítica negativa ante toda iniciativa o logro en torno a los derechos humanos, sino en su inútil pasividad por generar cambios en la sociedad en pos de ellos. En esto, se asemejan a los escépticos cuyas dudas podrían paralizarlos para la acción.

Mantenerse inmune frente a estas tres enfermedades de los derechos humanos en un medio político tan tóxico como el que habitamos es una gran fortuna, casi un milagro, podría decirse. La inmunidad –o recuperación, si se ha padecido de alguna temporalmente– se logra dialogando y conviviendo con personas moralmente sanas, cuyos pensamientos, sentimientos y comportamiento resisten los embates del escepticismo, cinismo y pesimismo.

Aquellos que, pese a todo, mantienen la moral en alto y no claudican a los ideales y valores que constituyen los derechos humanos. Sanos y salvos, aquellos que cuenten con estos individuos a su lado en el diario bregar de las injusticias.

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¿Por qué hieren los insultos?

El insulto es una de las formas de agresión verbal más conocidas y utilizadas. Siendo que la fuerza o poder de un insulto radica, por lo general, en la palabra o expresión que se usa, resulta menester explicar cómo o por qué una palabra es capaz de herir o lastimar a una persona. En lo siguiente, proponemos una explicación filosófica, que integra elementos psicológicos y lingüísticos.

Cuando alguien insulta a otro, diciéndole ‘eres una X’ (entendiéndose por ‘X’ cualquier objeto o cualidad negativa, estética y/o moral), el otro, al comprender el significado de la palabra, identifica su persona con el objeto al cual refiere la palabra. Esta identificación provoca una reacción emocional negativa, toda vez que el fuero interno de la persona rechaza, de modo natural e inmediato, tal identificación. El poder de un insulto consiste, pues, en identificar la interioridad o consciencia de una persona con el objeto o cualidad negativa. La reacción emocional causada por el insulto (tristeza, vergüenza, o ira) es el esfuerzo automático e inconsciente que realiza la persona por desidentificarse con el objeto o atributo que refiere el insulto.

Sin embargo, desde cierto punto de vista, todo insulto es en realidad una mentira, una falsa afirmación. Una persona nunca se identifica realmente (solo psicológicamente) con el objeto o cualidad negativa que se dice de ella cuando es insultada. Decir ‘Juan es una X’ (entendiendo que ‘X’ indica una ‘mala palabra’) no tiene correspondencia con la realidad. La X no define ni establece lo que Juan es realmente. Si Juan se siente ofendido es porque ha tomado como verdadero un juicio falso, que lo identifica totalmente con el objeto o cualidad negativa que se le atribuye.

Sin embargo, al ser insultada, el acto de identificación de la persona con el significado de la palabra ofensiva es inmediato e inconsciente. Una vez entiende el insulto, el sentimiento de ofensa se da simultáneamente. Esto ocurre así porque la mente humana se halla ya entretejida en lo que se dice y se siente acerca de ella. Es una especie de ‘caída’ del ser humano en la red de las palabras y las emociones de los otros. Para evitar ello, la persona tendría que ignorar o no entender lo que se dice. A la vez, tendría que ser totalmente apática a las emociones que inducen tales palabras y no importarle para nada la opinión de los demás.

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Existen varios ejercicios psicológicos que pueden servir para no sentirse insultado. Funcionan mejor cuando se ponen todos en práctica. Sin embargo, su efectividad depende mucho del tipo de persona que uno es y de cuánto calado han tenido en nuestra consciencia y emociones.

1. El primero de ellos consiste en no tratar los insultos con seriedad o importancia. Así, se pueden interpretar como los ladridos de un perro, por ejemplo. Esto es lo que recomendaban algunos filósofos antiguos.

2. El segundo ejercicio insta a ser siempre conscientes de que un insulto es un falso juicio, por lo que nunca se debe asumir como verdadero y así de paso se evita identificarse con aquello a lo cual se refieren.

3. El tercero, tomar en cuenta que, quien insulta, está padeciendo alguna molestia o incomodidad, que le causa ira o frustración. En tal caso, debemos ser compasivos.

4. El cuarto, no poner nuestra autoestima en la opinión de los demás, al menos, con quienes no se tiene una relación afectivamente cercana. Schopenhauer decía que la cabeza de la gente es un lugar demasiado estrecho para poner en ella nuestro propio valor.

5. El quinto, que más que un ejercicio es una condición adquirida, consiste en ‘tener cuero de elefante’, o ‘piel de cocodrilo’, según las coloquiales expresiones. En ello, sin embargo, uno pierde cierta sensibilidad humana. Para tener tal epidermis moral, uno debe estar muy lleno de Dios, o del diablo, para decirlo de algún modo.

En todo caso, el insulto es algo que se debe evitar a toda costa. No contribuye a nada positivo. Aunque nunca podríamos evitar ser insultados en algún momento, sí podemos evitar sentirnos insultados. Pero, mejor aún, es jamás insultar a nadie. Quien responde a un insulto con otro, recae en la misma falta que su agresor y se rebaja a su misma condición. Es una pelea en que ambas partes siempre pierden, además de ser un espectáculo vergonzoso y un mal ejemplo para todos.

Mire por donde se mire, el insulto es una forma de violencia y, en cuanto tal, solo genera más violencia.

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¿Cómo juzgar a los demás?

Algunos preceptos son tan antiguos como universales. No pertenecen a ninguna religión o filosofía en particular, aunque suelen ser reformulados en ellas. La validez de estos preceptos se puede confirmar tanto en la experiencia como en una reflexión.

Uno de estos preceptos es el de no juzgar a los demás. Si bien es muy conocido, difícilmente es practicado. ¿Acaso no nos hallamos casi todo el tiempo juzgando (mal) a los demás?

A mi parecer, el precepto en sí no prohíbe que hagamos juicios correctos sobre el comportamiento de los demás, ni que, con base en tales juicios, tomemos acciones para cuidar de nosotros u otros. Lo que sugiere es que, previo a cualquier juicio tenemos la obligación de estar exentos del mal o defecto moral que atribuimos al otro. Si no lo estamos, incurrimos en hipocresía y, con ello, socavamos la autoridad de nuestro propio juicio.

Si somos honestos, tenemos que reconocer que la mayoría de las veces nuestros juicios negativos sobre los demás son incorrectos. Esto se debe a suspicacia o malicia que proviene enteramente de nuestra parte. En el primer caso, juzgamos indebidamente al sospechar algo malo de una persona, sin tener ninguna prueba o evidencia. En el segundo caso, atribuimos un defecto o falta, por pura mala voluntad.

No parece posible ser abogado o político sin recurrir de modo constante a juzgar mal a los demás. Sin embargo, cuando la gran mayoría de los juicios, críticas, acusaciones, sospechas, etc., no tienen otro fundamento que la suspicacia gratuita o la pura malicia, tanto el derecho como la política se pervierten. En tales circunstancias, la actitud y motivación de sus practicantes se deteriora. Consecuentemente, los sistemas políticos y jurídicos en que operan se tornan disfuncionales. De hecho, un clima de sospecha y malicia generalizada –de ‘todos contra todos’– eventualmente destruye cualquier sistema, institución o corporación, así como la moral de sus individuos.

Por todo lo anterior, tiene pues sentido, tanto para el individuo como la sociedad, eso de no juzgar a los demás. En el fondo, este precepto nos conduce a afirmar siempre la verdad y asegurar con ella la justicia. Pero, antes que eso, nos induce a un examen de consciencia, a descubrir primero los

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males y vicios que habitan en nosotros mismos. No juzgar a los demás significa, en un sentido más profundo, reconocer siempre nuestras faltas y enmendarlas al hablar y actuar con relación al otro.

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Ideas, valores y derechos

No todo lo que existe es tangible o se puede medir. Así pues, hallamos realidades que no pueden ser captadas por nuestros sentidos, sino aprehendidas por medio de nuestras facultades racionales. Las ciencias exactas, naturales y humanas (o sociales) se estructuran en torno a estas peculiares realidades, a saber, conceptos, leyes, principios y relaciones. No obstante, las ciencias humanas o sociales –en donde podemos ubicar al derecho, la política o las teorías éticas– suelen ser minusvaloradas porque no alcanzan el grado de exactitud y certidumbre que poseen las ciencias exactas y naturales.

Sin embargo, ya desde la antigüedad Aristóteles observó que una ciencia solo puede alcanzar la exactitud y certeza que su objeto de estudio le permite. Por lo tanto, es absurdo esperar demostraciones matemáticas sobre hechos que dependen, por ejemplo, de la voluntad humana. Lo pertinente aquí es la probabilidad y, siendo así, debemos contentarnos con mostrar la razonabilidad –no la exactitud ni la certidumbre absoluta– de estas realidades.

Todo lo anterior concierne en cierta manera a los valores y los derechos humanos. Es bien sabido (mas no bien comprendido) que los derechos humanos se fundamentan en ciertos valores o principios éticos. Aunque las listas varían, entre estos valores se mencionan la dignidad, libertad, igualdad y la justicia. Un breve vistazo a lo que significan estos principios nos da a entender lo difícil que puede ser comprenderlos –más aún, demostrarlos– con la claridad, precisión o rigor propio de las matemáticas. No obstante, recordando a Aristóteles, este requisito no es pertinente, pues la naturaleza de estas nociones no da cabida a ello.

Estos valores o principios de naturaleza ética –pero también de naturaleza política y jurídica– no son objetos de estudio racional en el sentido en que lo son, por ejemplo, las reacciones químicas o las relaciones aritméticas. No es difícil ver el porqué. Sin embargo, en cierto modo y medida, los valores que sustentan los derechos humanos pueden ser objetos de estudio racional. De lo contrario, los conminamos a la pura irracionalidad o arbitrariedad, con lo cual afectamos la validez de las disciplinas académicas que los estudian, así como las instituciones políticas y jurídicas que los protegen.

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Gran parte del pensamiento contemporáneo sobre las ciencias y el estatus de los valores consiste en afrontar las tesis que reducen o identifican éstos con algo enteramente irracional, arbitrario, o meramente subjetivo. Estas han sido las tesis clásicas del cientificismo, para quienes solo las ciencias exactas y naturales son capaces de ofrecernos un conocimiento objetivo acerca de la realidad. No obstante, si estas tesis fueran absolutamente correctas, no habría espacio para los principios éticos que sustentan los derechos humanos. De hecho, no habría espacio para la ética. La dignidad, libertad, igualdad, o justicia se reducirían a meras ficciones o fantasías de la mente humana. Probablemente, valdría la pena recordar aquí al viejo Aristóteles, para quien no todos los valores son simplemente subjetivos, o toda realidad es únicamente material.

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Dignidad humana y libertad de expresión

La dignidad humana y la libertad de expresión no siempre van de la mano. No pocas veces nuestras expresiones orales o escritas afectan directamente la dignidad de una persona. A diario, los diversos medios de comunicación enfrentan el dilema ético-jurídico que representan la dignidad humana y algunas formas en que se expresa la libertad de expresión.

En el contexto de ciertas noticias, particularmente aquellas en que algunos de nuestros ciudadanos son víctimas de lamentables tragedias, la libertad de expresión debería supeditarse siempre a la dignidad humana, que se lesiona severamente cada vez que un medio de comunicación exhibe de forma irrespetuosa la muerte de un ser humano. Desde un punto de vista ético, toda noticia que hace burla de una persona en su momento más trágico constituye un acto de crueldad.

Ese acto tiene como consecuencia profundos daños psicológicos y morales en los individuos directamente relacionados a la víctima de una tragedia. Además, se propicia una cultura de insensibilidad e irrespeto por la vida humana, lo cual deteriora aún más la moral pública del ciudadano.

Con relación a esto, resulta extraño que en nuestra Constitución no aparece explícito el derecho a la intimidad, tan conexo a la dignidad humana. La ausencia explícita de este derecho en nuestra Carta Magna quizá ha fomentado interpretaciones y disposiciones jurídicas que tienden a soslayar el derecho a la intimidad. En este sentido, resulta indispensable recordar a juristas y a comunicadores que el derecho a la intimidad está implícito en la noción de dignidad humana.

Cuando un medio exhibe de manera burlesca o morbosa el fallecimiento de una o un grupo de personas, la dignidad humana resulta afectada por no respetarse el derecho a la intimidad. Así, pues, los medios deberían hacer todo lo posible por solventar esta falta. Asimismo, la sociedad civil debería manifestar su rechazo con respecto a ello.

Si bien no es recomendable oponerse a que la libertad de expresión permita ciertas noticias que pueden resultar ofensivas (en particular, aquellas de índole político), la libertad de expresión debería limitarse significativamente

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cuando ésta afecta la dignidad humana en el contexto de las tragedias humanas.

De esa manera, cuando se trata de la muerte y el dolor que ésta naturalmente conlleva, la dignidad humana y el derecho a la intimidad tienen prioridad sobre las formas degradantes que en ocasiones se da la libertad de expresión.

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Ética, razón y derechos humanos

A menudo la ética suele ser malentendida. Se cree que es un asunto meramente personal y que, por ello, depende totalmente de cada individuo. En este sentido, se suele decir que es simplemente subjetiva o relativa. En ello, no obstante, existe algo de verdad. Lo que consideramos bueno o malo es, hasta cierto punto, relativo a nuestras perspectivas individuales. Sin embargo, si la ética fuera algo enteramente individual, si el bien y el mal fueran cosas absolutamente subjetivas, no tendríamos ninguna razón en reclamar nada a nadie. Si alguien roba o mata, no sería razonable decir que el ladrón o el asesino ha hecho algo malo, pues lo bueno y lo malo dependería entonces de cada quien. Así pues, si la ética es un asunto puramente subjetivo, robar o matar no constituye objetivamente nada malo. Simplemente dependería del punto de vista del observador.

Por fortuna, son muy pocas las personas que realmente piensan así. La gran mayoría, al considerar que alguna acción es mala o injusta, siempre lo hace apelando a la razón. Por ello, cuando denunciamos ser víctimas de algún mal o injusticia, esperamos demostrar que la razón nos asiste. Esto es así porque nuestra habilidad para razonar no es una facultad meramente individual, sino interpersonal, de la cual todos participamos cuando dialogamos con los demás.

Lo anterior se relaciona con los derechos humanos en cierto modo. Muchos piensan que los derechos humanos son simplemente -por ejemplo- ‘una concepción particular de las democracias modernas y liberales’. Así pues, se piensa que estos derechos son simplemente relativos a nuestras sociedades, pero no a otras. Sin dejar de ser cierto que los derechos humanos surgen en nuestras sociedades, en un determinado contexto histórico, estos derechos no son simplemente tal cosa. Ellos son, entre otras concepciones, ideales éticos, legales, y políticos que todos aspiramos a realizar.

Los derechos humanos, como ‘aspiración común de la humanidad’, formalmente reconocida, promovida y protegida a nivel mundial han sido producto de una rigurosa y prolongada reflexión sobre lo que somos, queremos y debemos ser. Los derechos humanos presuponen que nuestra racionalidad, la capacidad humana de razonar y entendernos no es algo puramente subjetivo a la conciencia de cada quien, o relativo a unas cuantas

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sociedades o culturas. Asimismo, los derechos humanos descansan sobre la base de que la ética tiene una dimensión que transciende la mera subjetividad individualista.

Así, la ética y la razón son elementos inseparables a los derechos humanos. Ningún favor hacemos a los derechos humanos cuando los intentamos separar de ellas, considerándolos simplemente como una ‘opción preferencial’ de unos cuantos individuos y/o relativa al mundo occidental moderno. El sentido y validez de los derechos humanos se fundamenta en que ciertos bienes y males, junto a la racionalidad, no son asuntos puramente subjetivos o culturales. La ética y la razón (o mejor, la ética de la razón) nos vincula a todos en el contexto de los derechos humanos.

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De la civilización del espectáculo

A través del breve discurso sobre la cultura y la civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa nos ha ofrecido unas interesantes y polémicas reflexiones en torno al ocaso de la cultura en la posmodernidad. En las siguientes líneas, comparto no un resumen de sus pensamientos al respecto sino unas cuantas ideas suscitadas por ciertas afirmaciones del Nobel.

Vargas Llosa afirma que la cultura contemporánea no puede reemplazar a la religión. Por “religión” podemos entender aquí a aquellas cosmovisiones y formas de vida moral que, por siglos, han servido de sustento e inspiración a diversos grupos humanos. Según el escritor, nuestra cultura no puede reemplazar a la religión debido a la radical ausencia de una dimensión “transcendente” (o “espiritual”, si se quiere) en nuestra valoración y producción cultural. Es decir, la cultura de nuestros tiempos, en términos generales, no valora ni produce obras que tienen como fundamento o fin grandes interrogantes existenciales.

Así pues, a Vargas Llosa le preocupa que a la cultura contemporánea ya no le interesa meditar sobre “... ciertas cuestiones básicas como qué hacemos en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, significan algo todavía y si la respuesta es positiva, qué hay en ellas y qué no”.

Una manera de comprender cómo la religión se relaciona con la cultura es entendiendo cómo las producciones culturales inspiran (y son inspiradas por) nuestra visión de la vida y sus proyectos existenciales. Al respecto, la Legenda Sanctorum –un texto medieval que narra la vida de los santos– y el libro de récords Guinness pueden servir bien para entender cómo se diferencian dos proyectos de vida diametralmente opuestos: el proyecto existencial del hombre del medioevo y el del posmoderno.

En la Legenda se narra y exhorta a emular los más grandes ideales que el ser humano podía alcanzar, la vida espiritual y la salvación del prójimo. En el Guinness se celebran hazañas triviales y rarezas: quién come más hot dogs, o quién es la persona más pequeña del mundo. Los héroes de la Legenda buscaban lo espiritual y perenne; los personajes del Guinness se contentan

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con lo entretenido y efímero. Ambos textos son perfectas antítesis. Nuestra civilización del espectáculo está representada enteramente en el Guinness.

Bien se podría decir que la cultura del Guinness no es tan mala, pues refleja una actitud gaya ante lo raro y trivial, mientras que la cultura de la Legenda exige demasiada austeridad y sacrificio. No obstante, si esto es así, el principal problema de la cultura del espectáculo consiste, precisamente, en su falta de aspiraciones profundas y elevadas.

Esto significa que lo que esta cultura deja de cultivar –y valga bien aquí la redundancia, pues “cultura” etimológicamente nos indica lo que se cultiva– personajes nobles y admirables. En la cultura posmoderna del espectáculo, Homero Simpson, bebedor de Duff, reemplaza a Homero, creador de La Odisea. Las vedettes y beauty pageants reemplazan a las walkirias y apsaras; el showman, al predicador y el stand-up comedian al líder político (de hecho, hoy no se distinguen ya el uno del otro, en muchos casos). La cultura del espectáculo tiende a generar individuos light, narcisistas y artificiales (“de plástico”, diría Blades, o without chests, en palabras de C. S. Lewis).

En otras palabras, la industria del entretenimiento es la cultura espiritual de la posmodernidad. Dado el carácter de esta cultura, los espíritus que produce esta industria son débiles y banales; sus gustos y caracteres, por consiguiente, están distorsionados. Al Nobel le concierne esto, pues está convencido de que la sensibilidad estética condiciona el carácter ético. Por ello, defiende la alta cultura y los grandes clásicos de la literatura.

Para él, una tabla o jerarquía de valores estéticos “confundida” (o peor, “invertida”), al no tomar como referente la alta cultura y los clásicos, seguramente producirá agentes morales de dudosa dignidad. Sin embargo, esto no ocurre necesariamente así. Como bien nos recuerda el propio Vargas Llosa cuando cita a George Steiner, “las humanidades no nos han vuelto más humanos”. La tierra de Bach fue la misma que produjo a Hitler.

Al respecto, ¿quién recuerda esa escena de Schindler´s List, cuando un soldado alemán toca el piano (e interpreta a Bach, por supuesto) luego de haber asaltado al Guetto de Varsovia? La lección aquí es que ni las artes, la música clásica, o la filosofía garantizan nuestra humanidad.

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Vargas Llosa reconoce que estos productos culturales solo pueden redimir, edificar e inspirar (en resumen, moralizar) a élites como él. Sin embargo, si esto es así, ¿qué podrá moralizar a las masas de la civilización del espectáculo? Todo parece indicar que solamente los valores estéticos y morales inspirados en la religión podrán salvar a todos los desgraciados que son incapaces de apreciar a Proust, Joyce o Faulkner. No es esta una conclusión de Vargas Llosa, pero podría deducirse de sus reflexiones.

Sin embargo, no me contento con esta inferencia. Quisiera creer en el renacimiento cultural que, a pesar del ocaso de nuestra civilización del espectáculo, también menciona Vargas Llosa en su breve discurso. Seguramente en tal renacimiento, no tendremos que elegir entre la ascética Legenda, o el baladí Guinness, sino lo mejor de ambos mundos: la trascendencia del primero y la jovialidad del segundo.

¿Es esto posible?

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Creer, pensar, saber

Se suele decir que los seres humanos son capaces de creer, pensar y saber. Sin embargo, estos tres actos del animal racional no son igualmente accesibles ni tienen igual valor. Tener una creencia es algo en principio fácil y simple. Creer consiste en confiar en el testimonio de los otros o en la evidencia de los propios sentidos. Creo en lo que me dijeron, leí o vi. Creo en el amor, porque lo siento, no porque lo pienso. Para creer no se requiere pensar, mucho menos, saber. La mayor parte del tiempo creemos; pocas veces, pensamos. Sería imposible vivir si desconfiáramos siempre; necesitamos creer, pues no se puede pensar en todas las cosas, ni en cada instante.

Al contrario de la creencia, el pensamiento exige un poco de esfuerzo. En algunos casos, mucho, dependiendo del grado de complejidad o dificultad de lo que pensamos. Al pensar o razonar, fundamentamos nuestras ideas. Así, pues, razonar consiste básicamente en fundamentar un juicio, esto es, en tener un porqué para cada enunciado que asumamos. Este fundamento puede ser a su vez otro juicio, o algo evidente (una percepción, una experiencia). Cuando pensamos concienzudamente en algo, buscamos el último porqué de ese algo, es decir, una razón o juicio que no nos lleve a buscar otro “porqué”. Cuando pensamos, creer resulta superfluo.

El saber, o la sabiduría, es algo mucho más problemático y difícil que el mero creer o el puro pensar. Hoy día, casi todos los intelectuales descartan que exista algo como la sabiduría. Para ellos es ridículo e ingenuo creer o pensar que exista y, por ende, que haya sabios, siquiera uno. La sabiduría sería una especie de quimera o fantasía romántica de tiempos antiguos y medievales. Dejando de lado si realmente existe o no, el hecho es que la sabiduría nunca consistió en pensar muchas cosas. El pensamiento (y también la creencia) puede ser incluso un obstáculo para la sabiduría, como han dicho y escrito muchos. La sabiduría tiene que ver esencialmente con el arte de vivir de manera justa, buena y feliz. El sabio podría ser un bosquimano del Kalahari o un catedrático de Oxford.

Si su vida interior y exterior transmite, constantemente, justicia, bondad y bienestar, y quienes le rodean dan testimonio de que es así, entonces usted podría contar como una persona sabia. Sin embargo, lo más probable es que

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no lo sea, que nadie lo sea. De nuevo, los intelectuales podrían estar en la verdad. Es muy probable que lo estén.

Si todo lo que tenemos es creencia y pensamiento, pero no sabiduría, entonces vivimos a medias e insatisfechos. Si tal es el caso, estamos realmente perdidos. ¿Es esta la condición humana?

Quizá valga la pena dedicar unos minutos al día a meditar sobre el saber. Tal vez alguien tenga la fortuna de llegar a ser sabio, o al menos, tenga la suerte de conocer a uno.

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¿Quiénes son nuestros amigos?

La amistad es uno de los temas por excelencia de la filosofía. Si bien puede ser tratado por la psicología o la sociología u otras ciencias humanas, no constituye un tema científico per se. Su carácter filosófico radica en que se ubica plenamente en el ámbito de la ética, tanto en la teoría como en la práctica.

Así pues, pensar, valorar y cultivar la amistad es, propiamente hablando, un asunto de índole moral.

No hace falta citar a los grandes (o pequeños) filósofos para apreciar o saber cómo ser o hacer un amigo; sólo basta el sentido común y la experiencia cotidiana. No obstante, tampoco deberíamos despreciar lo que han reflexionado aquellos que saben más o mejor que nosotros. A fin de cuentas, su experiencia nos puede ser valiosa (y a menudo lo es).

Se ha dicho que la edad propicia para hacer amigos es la juventud. Esta es una gran verdad. Sobre todo, entre los adolescentes y aquellos que hoy denominamos “adultos jóvenes”. Aristóteles observaba que “los jóvenes son prestos a hacer amigos”. Sin embargo, también notaba que son igualmente prestos a no conservar sus amistades. Para Aristóteles, lo más valioso de una amistad no es tanto el temperamento juvenil (que es emocional y, por consiguiente, inconstante), sino el carácter moral de los amigos.

Cuando somos más adultos nuestra manera de experimentar la amistad se torna bastante distinta a cuando éramos jóvenes. Ya no nos interesa tanto hacer muchos o nuevos amigos, sino mantener los que ya hicimos y todavía conservamos. Nos volvemos más selectivos y reservados, valorando más el tiempo que hemos invertido en una amistad, no la cantidad de amigos. Sin embargo, cuando nos abrimos a nuevas amistades, estas suelen ser por lo general nuestros compañeros de trabajo. Pero no todos ellos se convierten en nuestros amigos. Solo aquellos con quienes compartimos aficiones, intereses o preocupaciones personales se convierten en tales. Igual que ocurría en el colegio o en la universidad.

No llamamos “amigo” a una persona que recién conocemos o que hemos tratado muy poco. Por lo general, le llamamos “conocido”, pero puede convertirse eventualmente en un amigo. Sin embargo, cuando deja de

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comunicarse con nosotros (o nosotros con él) por demasiado tiempo, puede convertirse otra vez en solo un conocido. La amistad, como toda virtud humana, requiere cultivarse con alguna frecuencia. La amistad que sólo vive del recuerdo termina siendo solamente un recuerdo.

A menudo, lo que sostiene una amistad son las circunstancias que ayudaron a crearla: nuestra estancia en un vecindario, colegio, universidad o empleo, o un viaje, corto o largo, al extranjero. Cuando estas circunstancias desaparecen, las amistades que calurosamente hicimos gracias a ellas, tienden a enfriarse gradualmente. Y, luego de cierto tiempo, dejan de ser amistades, si se prolonga demasiado nuestra falta de contacto.

A menudo, se requiere hacer un esfuerzo por “sacarle tiempo al tiempo”, si se quiere conservar una amistad. Cuántas veces no hemos perdido un amigo o amiga, porque estamos demasiado ocupados en tantas cosas y no tenemos tiempo para ellas. Sin embargo, a través de la vida, nos percatamos de que –por más que quisiéramos– no podremos mantener a todas las amistades que hemos hecho. El tiempo y las circunstancias les ganarán la partida a nuestra voluntad. Al final, sólo nos quedará menos de un puñado de amigos.

Al igual que sucede con el amor, en la amistad no pocas veces se quiere más de lo que se es querido. O no mostramos nuestro aprecio a quien realmente lo merece. Aunque nunca podremos saber a ciencia cierta cuánto nos aprecia una amistad, podemos tener alguna idea de ello a través de sus actos (o la falta de ellos). Los mejores amigos no son necesariamente los que más queremos, sino los que mejor se comportan con nosotros.

¿Quiénes son nuestros amigos? La respuesta a esta pregunta depende de nuestra concepción de la amistad. También de las circunstancias, de la clase de personas que somos y del tiempo de nuestras vidas.

De vez en cuando, vale la pena reflexionar sobre esta pregunta y responderla adecuadamente.