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Del enamorarse Robert Louis Stevenson Señor, ¡que tontos son estos mortales! Hay solamente un evento en la vida de un hombre que realmente lo sorprende y lo sobrecoge a pesar de las opiniones que de antemano hubiese podido formarse. Todo lo demás ocurre tal como lo esperaba: un evento sucede a otro, con una agradable variedad, pero con muy poco de intenso o sorprendente. Todos ellos forman apenas una especie de fondo o acompañamiento constante a las propias reflexiones del hombre; y es por esto por lo que cae en un frio, curioso y sonriente habito de pensamiento y por lo que se forma dentro de una concepción de la vida según la cual el mañana seguirá la pauta de ayer y de hoy. Puede acostumbrarse a las extravagancias de sus amigos y conocidos bajo la influencia del amor. Puede, incluso, preverlo para sí con incomprensible expectativa. Pero es este un asunto en el que ni la intuición ni el comportamiento de los otros acercan a l filosofo a la verdad. No hay probablemente nada correctamente pensado o correctamente escrito sobre esta materia del amor que no sea una pieza basada en la experiencia personal. Recuerdo una anécdota de un conocido teórico francés, que discutía de modo vehemente ante su cenáculo. Se le objeto que el nunca había experimentado el amor. Se levanto entonces, dejo la tertulia, R.L. Stevenson, Del enamorarse Página 1

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Del enamorarse Robert Louis Stevenson

Señor, ¡que tontos son estos mortales!

Hay solamente un evento en la vida de un hombre que realmente lo sorprende y lo

sobrecoge a pesar de las opiniones que de antemano hubiese podido formarse.

Todo lo demás ocurre tal como lo esperaba: un evento sucede a otro, con una

agradable variedad, pero con muy poco de intenso o sorprendente. Todos ellos

forman apenas una especie de fondo o acompañamiento constante a las propias

reflexiones del hombre; y es por esto por lo que cae en un frio, curioso y sonriente

habito de pensamiento y por lo que se forma dentro de una concepción de la vida

según la cual el mañana seguirá la pauta de ayer y de hoy. Puede acostumbrarse

a las extravagancias de sus amigos y conocidos bajo la influencia del amor.

Puede, incluso, preverlo para sí con incomprensible expectativa. Pero es este un

asunto en el que ni la intuición ni el comportamiento de los otros acercan a l

filosofo a la verdad. No hay probablemente nada correctamente pensado o

correctamente escrito sobre esta materia del amor que no sea una pieza basada

en la experiencia personal. Recuerdo una anécdota de un conocido teórico

francés, que discutía de modo vehemente ante su cenáculo. Se le objeto que el

nunca había experimentado el amor. Se levanto entonces, dejo la tertulia, y se

propuso no retornar hasta tanto hubiese suplido tal carencia. “Ahora”, repuso al

volver, “estoy en condiciones de retomar la discusión”. Quizá no había penetrado

muy hondamente en el asunto; pero la anécdota indica una manera apropiada y

justa de pensar, y puede servir de apólogo para los lectores de este ensayo.

Cuando, al cabo, cae el velo que cubre sus ojos, no es sin una especie de

abatimiento como el hombre se encuentra en tan diferentes condiciones. Tiene

que vérselas con emociones dominantes en lugar de los fáciles disgustos y

preferencias entre los que hasta ahora ha pasado sus días;reconoce una

capacidad para el dolor y el placer de la que no había sospechado hasta entonces.

Enamorarse es la única experiencia ilógica, la única cosa de la que estamos

tentados a pensar como sobrenatural en nuestro trillado y razonable mundo. El

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efecto no guarda ninguna proporción con la causa. Dos personas, ninguna de ellas

bella ni amable, se encuentran, hablan un poco y se miran a los ojos. Esta

experiencia la ha tenido cada cual una docena de veces, por lo menos, sin

grandes consecuencias. Pero en esta ocasión todo es diferente. Cada uno cae en

ese estado en el que la otra persona llega a ser para nosotros punto y centro de la

creación y derrumba nuestras teorías con una sonrisa; en el que nuestras ideas

están tan ligadas a esta idea principal, que aun los más triviales cuidados de

nuestra propia persona se convierten en actos de devoción, y el deseo mismo de

la vida se traduce en un deseo por permanecer en el mismo mundo que tan

precioso y codiciable ser habita, mientas tanto, los conocidos miran con estupor y

se preguntan unos a otros, casi con énfasis apasionado, que puede ver este

fulano en esa mujer, o aquella fulana en ese hombre. Es verdad, caballeros, que

no puedo responder. Por mi parte, no puedo saber que piensan las mujeres. Lo

podría (y muy bien) si el Apolo de Belvedere de repente cobrara vida y saliese del

pedestal con ese aire divino que posee. Pero entre los sujetos que se podan

hombres, y que charlan intolerablemente mientras están a la mesa, jamás vi a

ninguno que pareciera digno de inspirar amor (no, ni leí de ninguno, excepto de

Leonardo da Vinci, y quizá de Goethe en su juventud). Sobre las mujeres

mantengo en cambio una opinión algo diferente, pero, claro, tengo la desgracia de

ser un hombre.

Hay muchos asuntos en los que uno puede acechar el destino y obligarlo a

detenerse. Arduo trabajo, elevado pensamiento, excitación aventurera, y mucho

mas de todo aquello que conforma el espíritu de este o de aquel, están al alcance

de quien arriesgue un poco y sea paciente. Pero no está, de ninguna manera, en

el camino de todos enamorarse. Se sabe de los aprietos en los que se vio

Shakespeare cuando la reina Isabel le rogo que mostrase a Falstaff enamorado.

No creo que Henry Fielding hubiera estado nunca enamorado. Scott, de no ser por

uno o dos pasajes de Rob Roy, me causaría igual impresión. Estos son grandes

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nombres (y lo que va mas al caso), seres fuertes, saludables, naturalezas

generosas y sensitivas, de las que podría haberse esperado lo contrario. En

cuanto al innumerable ejercito de anémicas y rastreras personas que habitan la

faz de este planeta con tanta propiedad, es un absurdo palpable imaginarlos en

alguna situación parecida a un amorío. Un trapo húmedo pasa sin riesgo junto al

fuego, si un hombre es ciego, no se puede esperar que se impresiona mucho con

un escenario romántico. Por el contrario, muchas personas dignas de ser amadas

no acierta con su compañero en este mundo, o lo encuentran bajo la influencia

desfavorable de una estrella. Hay que vencer el delicado y critico momento de la

declaración. Por timidez o falta de oportunidad, una buena mitad de casos de

amor nunca recorre un gran trecho, y por lo menos otra cuarta parte hace que

cesen allí. Una persona hábil, para asegurarse, prepara el camino y lanza su

declaración en el momento oportuno. En cambio tenemos cierto tipo de hombres

delicados que van de desaire en desaire, si tuviera que declararse cuarenta veces,

continuaría haciendo imperturbablemente entre la asombrada consideración de

hombres y de ángeles, hasta cuando obtenga una respuesta afirmativa. Me atrevo

a decir que de ser uno mujer le gustaría casarse con un hombre que hubiera sido

capaz de hacerlo, pero no con uno que lo hubiera hecho. Es acaso un poco

abyecto, un poco indecoroso, y aquellos matrimonios en los que a fuerza de

insistir se ha obtenido el consentimiento de una de las partes, difícilmente son

temas agradables de meditación. El amor debería correr a encontrar al amor con

los brazos abiertos. En efecto, la historia ideal en la de dos personas que llegan al

amor paso a paso, con aturdida conciencia, como un par de niños que se

aventuran a entrar en un cuarto oscuro. Desde el primer momento en el que se

ven el uno al otro, con dolorosa curiosidad, jornada tras jornada de creciente

placer y turbación, cada cual leerá la expresión de su propio drama en los ojos del

otro. No hay aquí declaración propiamente dicha, el sentimiento es tan

abiertamente compartido, que al saber el hombre lo que sucede en su propio

corazón, está seguro de lo que pasa en el corazón de la mujer.

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El simple accidente del enamorarse es tan benéfico como asombroso. Detiene la

petrificante influencia de los años, refuta conclusiones cínicas y frías y despierta

sensibilidades dormidas. Hasta aquí el hombre había considerado una buena

política descreer de la existencia de cualquier goce que estuviera fuera de su

alcance, y de este modo daba la espalda a las más brillantes y luminosas partes

de la naturaleza, y se acostumbraba a mirar exclusivamente lo opaco y común.

Aceptaba un ideal prosaico, ciego a muchos goces, y si se trataba de alguien

joven e ingenioso, o bello, deliberadamente renunciaba a tales ventajas. Se unía al

sequito de lo que, en la antigua mitología del amor, recibía el bonito nombre de

Nonchaloir, y en una extraña mezcla de sentimientos, un poco de auto respeto,

una preferencia por la libertad egoísta y un gran arranque de ese temor con el

que la gente honesta contempla los intereses serios, lo guardaba dentro del curso

recto de la vida entre ciertas actividades selectas, y ahora de repente, es

derribado como San Pablo del caballo de su infiel afectación. Su corazón, que

había palpitado de modo regular durante el último año, da un salto y comienza a

latir violentamente e irregularmente en su pecho. Le parece que no hubiera oído ni

sentido ni visto hasta aquel momento, y por el relato de su memoria, le parece que

su vida pasada transcurrió entre el sueño y la vela, o con la distraída atención del

ensueño. Se siente prácticamente incomodo por la generosidad de sus

sentimientos, sonríe estando a solas, y desarrolla el habito de mirar con turbación

la luna y las estrellas. Pero no cabe en la provincia de un ensayista el dar un

cuadro de este hiperbólico estado del alma. Además, ya ha sido hecho, y de

manera admirable. En Adelaida, en Maud de Tennyson, en algunos poemas de

Heine, se obtiene la exacta expresión de este espíritu estival. Romeo y Julieta

estaban muy enamorados. Me dicen, sin embargo, que algunos críticos alemanes

son de opinión muy diferente, probablemente la misma que nos habría hecho

pensar que Mercurio era un tipo triste. El pobre Antonio estaba enamorado, sin

lugar a dudas. Aquella marioneta, Marius, en Les miserables, es también un caso

genuino a su manera, y merece observación. Muchos de los personajes de

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George Sand están completamente enamorados, igual lo están varios de los de

George Meredith. En conclusión, se puede leer muchísimo sobre el tema. Si la raíz

del asunto estuviera en el, si tuviera fibras para hacerlos vibrar, un joven podría

ocasionalmente entrar con la llave del arte en la tierra de Beulah que está en la

frontera del cielo y a la vista de la Ciudad del Amor. Dejémosle que se siente un

rato a acariciar deliciosas esperanzas y peligrosas ilusiones.

Una cosa que acompaña la pasión en su primer sonrojo es ciertamente difícil de

explicar. Resulta (no puedo explicarme como) que al encontrar un supremo

sentido del placer en todos los aspectos de la vida (en el ir a acostarse, en el

despertar, en el movimiento, en el respirar, en continuar existiendo) el amante

comienza a considerar su felicidad como benéfica para el resto de la humanidad y

altamente meritoria de parte. Nuestra raza jamás ha sido capaz de suponer

tranquilamente que el ruido de sus guerras, guida por unos cuantos caballeros en

la esquina de una estrella insignificante, no repercute entre las cortes del Cielo con

un efecto tan formidable. Del mismo modo, cuando la gente descubre una gran

garaunda dentro de su pecho, imagina que esta debe ejercer alguna influencia en

el vecindario. La presencia de dos amantes en tan encantadora para ambos, que

parece como si fuera la mejor cosa para todo el mundo. Inclusive, llegan casi a

imaginar que es por ellos y por su amor que el cielo es azul y el solo brilla, y

ciertamente que el tiempo es bueno cuando la gente se está enamorando… en

realidad, aunque el hombre feliz siente una gran simpatía hacia los de su mismo

sexo, es fácil que su porte sea demasiado magnifico. Si la gente se hace

presumida e importante por cuestiones como la Santa sede o un Ducado, apenas

soportaría una exaltación vertiginosa de la vida sin algo de arrogancia, y el más

alto encumbramiento es amar y ser amado. Consecuentemente, los amantes

aceptados son una pizca desdeñosos en su trato con los otros hombres. Un

presuntuoso sentido de la pasión y de la vida difícilmente conduce a la humildad.

En cuanto a las mujeres, se sienten más nobles, más puras y más generosas,

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como si todas ellas fueran Juanas de Arco, pero esto no modifica su

comportamiento, y ellos las tratan con un sentimiento en el que no se oculta algo

de fatuidad. No estoy seguro de que a las mujeres no les gusten cosas de esta

suerte, pero realmente, luego de hacer quedado estupefacto con Daniel Deronda,

he renunciado a tratar de entender que les gusta.

Si esta sublime y ridícula superstición no tuviera otra consecuencia distinta a la de

que el placer de la pareja es de algún modo bendito para los otros, y que todos

son más felices debido a su felicidad, serviría al menos para hacer el amor más

generoso y magnánimo. Todo lo cual no está, después de todo, carente de base.

Otros amantes se interesan en ellos ampliamente. Hacen un balance exacto entre

compasión y consentimiento, cuando ven que otros imitan sus sentimientos. Es

algo sabido que en el drama mientras los jóvenes galantean, en la terraza un

tosco flirteo se inicia, y un leve, trivial tipo de amor medra entre el lacayo y la

doncella. Como en sus propias imaginaciones la gente se imagina representar los

papeles principales, el lector puede establecer un paralelo con la vida real sin

mucho riesgo de equivocarse. En resumen, están completamente seguros de que

esos otros asuntos amorosos no están tan arraigados como los propios, pero

están tiernamente interesados en verlos medrar, y El Amor, considerado como un

espectáculo, puede tener atractivos para muchos que no son de la cofradía. La

solterona sentimental es un lugar común de los novelistas, y tiene que ser un

pobre ser humano, seguramente, el que pueda juzgar esta bonita locura sin

indulgencia y simpatía. La naturaleza, claro está, se recomienda a los hombres

con un arte más insinuante, el más ocupado se detiene una y otra vez a

contemplar el atardecer, y se puede ser todo lo pacifico o impasible que se quiera,

pero no puede evitarse cierta emoción cuando se lee acerca de una disputada

batalla, o se topa con una pareja de amantes en el campo.

Ciertamente, cualquiera que sea su relación con el mundo entero, esta idea de

que el placer es bueno es cierta entre los amantes. Hacer el bien y comunicarlo es

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la sublime intención de los amantes. En la felicidad del otro se halla la más intensa

gratificación. No es posible desentrañar las diferentes emociones, el orgullo, la

humildad, la piedad y la pasión que excitan la contemplación de un amor feliz o

una caricia inesperada. Embellecerse, arreglarse el cabello, sobresalir en la

conversación, hacer cualquier cosa y todas las cosas que relievan nuestro

carácter y nuestros atributos y los imponen a los otros, no tiene como fin

únicamente magnificarse, sino que constituyen el más delicado homenaje. Y esta

es la ultima intención de los amantes, pues la esencia del amor es la bondad, la

bondad, es decir enloquecer y hacerse importuno y violento. La vanidad, en un

sentido meramente personal, cesa de existir. El amante siente un peligroso placer

en exponer sus puntos débiles, y en que uno tras otro se le acepten y perdonen.

Desea asegurarse de que no se lo ama por esta u otra buena cualidad, sino por el

mismo, o por algo tan parecido a sí mismo como sea posible. Pues, aunque haya

sido muy difícil pintar las bodas de Cana, o escribir el acto cuarto de Antonio y

Cleopatra, es una mucha más difícil obra de arte, para cualquier persona, el

explicar a otros su propio carácter. Las palabras y los actos pierden fácilmente su

verdadera significación, y es este el único lenguaje que tenemos para comenzar y

continuar. Es norma que realicemos un lastimoso trabajo, para bien o para mal, la

gente malinterpreta lo que decimos y valora erróneamente nuestras emociones,

generalmente, quedamos bastante satisfechos de nuestros fracasos, estamos

contentos de no ser comprendidos por alguna coqueta. Pero una vez que el

hombre se halla poseído por esta afección del amor, se convierte en una cuestión

de honor el despejar cualquier duda. No puede engañar a la mejor de las mujeres

en una cuestión de tal importancia, y su orgullo se rebela a que se lo ame sin que

se sepa toda la verdad.

El amante descubre un gran disgusto por volver a periodos anteriores de su vida,

todo lo que no ha sido compartido con ella, deberes y derechos, fortunas pasadas

e inclinaciones, puede solo contemplarlos mediante un difícil e indeseado esfuerzo

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de su voluntad. El haber malgastado algunos años ignorante de lo único

verdaderamente importante, el haber entretenido otras mujeres con alguna

muestra de complacencia, es una carga demasiado pesada para una herida

envenenada. Que se hubiera contentado con vivir en los desnudos y miserables

días anteriores a cierto encuentro, es bastante deplorable para cualquier buena

conciencia. Pero que ella se hubiera permitido iguales libertades le parece

incompatible con la Divina Providencia.

Muchísima gente censura los celos, por parecerles sentimientos artificiales, al

igual que prácticamente inconvenientes. Esto es difícilmente justo, pues el

sentimiento sobre el que se basa, como malhumorado cortesano, es artificial en el

mismo sentido y en igual grado. Supongo que lo que se expresa con tan objeción

es que los celos no han sido siempre característicos del hombre, no formaban

parte de esa escaza gama de sentimientos con los que se supone el mundo

comenzó, esperaron, pues, para aparecer, días mejores y naturalezas más ricas.

Esto es igualmente cierto del amor, de la amistad, del patriotismo, del deleite en lo

que suele llamarse las bellezas de la naturaleza y de la mayoría de las cosas que

valen la pena. El amor, en particular, no resistiría ningún escrutinio histórico, todos

aquellos que se han topado con el saben que se trata de uno de los mas

incontestables hechos del mundo, pero si se comienza a indagar lo que fue en

otros países y épocas, en Grecia por ejemplo, las más extrañas dudas comienzan

a surgir, y todo parece tan cambiante y vago que un sueño resulta lógico en

comparación. Los celos, de cualquier modo, son una consecuencia del amor, se

puede o no gustar de ellos, a voluntad, pero ahí están.

No son exactamente celos, sin embargo, lo que sentimos cuando reflexionamos

sobre el pasado de aquellos a quienes amamos. Un paquete de cartas halladas

luego de años de feliz unión no crea en el presente ningún sentimiento de

inseguridad. Sin embargo, hiere agudamente a un hombre. Ninguno de los

amantes abriga ninguna duda vulgar del otro, pero esta pre existencia de ambos

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se presenta a la mente como algo indelicado. Para estar completamente bien,

tendrían que haber tenido nacimientos gemelos, desde el momento en que nació

el sentimiento que los une. Entonces todo seria simple y perfecto, sin reservas ni

prevenciones. Se entenderían el uno al otro con esa plenitud imposible de haber

sucedido de otro modo. No existirían barreras ni asociaciones que no pudieran ser

compartidas. No se presentaría ninguna de esas comparaciones que devuelven la

sangre al corazón. Sabrían entonces que no hubo tiempo perdido, y que ha estado

juntos hasta donde ha sido posible. Pues, aparte del terror por la separación que

llegara tarde que temprano en el futuro, los hombres siente rabia, y algo parecido

al remordimiento, de esa otra separación que duro hasta cuando se conocieron.

Alguien ha escrito que el amor hace al gente creer en la inmortalidad, pues no

parece haber espacio suficiente en la tierra para tanta ternura, y es inconcebible

que a la mas imperiosa de nuestras emociones no podamos concederle sino los

momentos libres de algunos años. De hecho, parece extraño, pero si pensamos

en las analogías difícilmente podemos considerarlas como imposibles.

“El arquerito ciego” que nos sonríe desde el fondo de la terraza en antiguos

jardines holandeses, lanza sus saetas entre una generación cambiante. A pesar

de lanzar disparos muy veloces, el gamo se disuelve y desaparece en la

eternidad, este huye antes de que la flecha lo toque, el otro apenas tiene tiempo

para hacer un gesto y lanzar un grito apasionado. Todo es cuestión de un

momento. Cuando la generación desaparece, cuando el drama ha terminado,

cuando el panorama de treinta años ha sido retirado en harapos del escenario del

mundo, podemos preguntarnos que ha sido de aquellos grandes, formidables e

inmortales amores, de los amantes que despreciaban la condición mortal con

ingenua credulidad, y no pueden mostrarnos más que unos versos añejos, unos

pocos actos dignos de recuerdos y algunos niños que han guardado alguna feliz

estampa de la inclinación de sus padres.

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