de las generaciones

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DE LAS GENERACIONES PRÓLOGO El bondadoso interés de unos cuantos amigos, y la reiterada exigencia que recibo de muchos jóvenes, me han decidido a dar a la imprenta este pequeño opúsculo, titulado “De las Generaciones”, que reúne nueve artículos publicados semanalmente en el diario “El Nacional”. El título obedece a que, siendo éste el que llevaba originalmente el primero de la serie, también se da la circunstancia de que la temática general de ellos, aun versando sobre un examen de la cultura nacional, posee como denominador común el problema de las generaciones: el de su aparición, enfrentamiento y lucha, explicados en base de los mecanismos axiológicos que diseñan las épocas. Tema polémico por excelencia, suscitó prontamente las más variadas réplicas y casi en forma involuntaria –pues rehuyo sistemáticamente a la discordia– me vi envuelto en la disputa. Afortunadamente mi principal opositor, el distinguido ensayista Eduardo Arroyo Lameda, usó siempre en la polémica el más elevado tono periodístico, y tuve así la oportunidad de desarrollar mi pensamiento en la confrontación crítica de sus afirmaciones. Esto le prestó al debate un interés creciente que, sin duda alguna, contribuyó extraordinariamente a la buena acogida y a la atención que provocaron mis artículos entre los lectores. Mas, por desgracia, al lado de las réplicas de Arroyo Lameda, aparecieron otras de tono y contenido francamente deleznables –bajas y llenas de un rencor que no alcanzo a comprender– a las cuales, por razones de todos conocidas, no podía responder por los momentos. Me ha parecido siempre que las palabras engendradas por la hipocresía no son dignas de ser tomadas en consideración. Basta ver de quien provienen para que ellas se desacrediten por sí solas y pierdan toda autoridad moral. El texto que recojo en este opúsculo es el mismo –apenas con leves e insustanciales variaciones estilísticas– del de los artículos aparecidos en “El Nacional”, y sólo algunas notas de referencia a textos o a libros consultados (las cuales no aparecieron en el periódico por razones técnicas) he creído oportuno añadir al pie de página. Doy mis mejores gracias a todas las personas que repetidamente me han alentado a esta publicación. Y a todos mis compañeros de generación –especialmente a aquellos que de

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Ensayo del filósofo venezolano Ernesto Mayz Vallenilla.

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Page 1: De las Generaciones

DE LAS GENERACIONES

PRÓLOGO

El bondadoso interés de unos cuantos amigos, y la reiterada exigencia que recibo de

muchos jóvenes, me han decidido a dar a la imprenta este pequeño opúsculo, titulado “De

las Generaciones”, que reúne nueve artículos publicados semanalmente en el diario “El

Nacional”.

El título obedece a que, siendo éste el que llevaba originalmente el primero de la

serie, también se da la circunstancia de que la temática general de ellos, aun versando

sobre un examen de la cultura nacional, posee como denominador común el problema de las

generaciones: el de su aparición, enfrentamiento y lucha, explicados en base de los

mecanismos axiológicos que diseñan las épocas.

Tema polémico por excelencia, suscitó prontamente las más variadas réplicas y casi

en forma involuntaria –pues rehuyo sistemáticamente a la discordia– me vi envuelto en la

disputa. Afortunadamente mi principal opositor, el distinguido ensayista Eduardo Arroyo

Lameda, usó siempre en la polémica el más elevado tono periodístico, y tuve así la

oportunidad de desarrollar mi pensamiento en la confrontación crítica de sus afirmaciones.

Esto le prestó al debate un interés creciente que, sin duda alguna, contribuyó

extraordinariamente a la buena acogida y a la atención que provocaron mis artículos entre

los lectores.

Mas, por desgracia, al lado de las réplicas de Arroyo Lameda, aparecieron otras de

tono y contenido francamente deleznables –bajas y llenas de un rencor que no alcanzo a

comprender– a las cuales, por razones de todos conocidas, no podía responder por los

momentos. Me ha parecido siempre que las palabras engendradas por la hipocresía no son

dignas de ser tomadas en consideración. Basta ver de quien provienen para que ellas se

desacrediten por sí solas y pierdan toda autoridad moral.

El texto que recojo en este opúsculo es el mismo –apenas con leves e insustanciales

variaciones estilísticas– del de los artículos aparecidos en “El Nacional”, y sólo algunas notas

de referencia a textos o a libros consultados (las cuales no aparecieron en el periódico por

razones técnicas) he creído oportuno añadir al pie de página.

Doy mis mejores gracias a todas las personas que repetidamente me han alentado a

esta publicación. Y a todos mis compañeros de generación –especialmente a aquellos que de

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una u otra manera se han hecho solidarios con las ideas que sostengo– ojalá que este folleto

los anime a continuar una labor que es nuestro deber y nuestro primer cometido. Me refiero

a la tarea de forjar nuestra propia ideología y asumir la misión “pedagógica” de nuestra

generación.

Caracas, enero de 1957

I. De las Generaciones

En más de una ocasión, cuando una generación hace su entrada al escenario de una

época, sea que su aparición encarne un mensaje verdadero, sea que obedezca a mera

pretensión o al natural estallido de la inconformidad juvenil, su lema preferido –quizás por lo

altisonante y pendenciero que resulta– ha sido muchas veces el de la “revisión de los

valores”. Esto es: se exige un examen de lo hecho por los predecesores con el afán,

expresamente desvelado, de formular las críticas y hasta las naturales negaciones. Por sobre

de lo criticado y lo negado, de lo destruido y destronado, se erige como requerimiento un

horizonte de “valores nuevos” –con su peculiar sistema estimativo– a los que aspira la

generación en ciernes. ¿Pero qué finalidad guía este paso, qué se busca en ello, por qué

razón este esquema se repite, una y otra vez, con variantes casi imperceptibles, a lo largo

de la historia y en períodos asombrosamente regulares?

Cada época, como vértebra del tiempo, coloca por sobre la cabeza de los nuevos

hombres un sistema axiológico distinto que, al parecer, actúa como incentivo histórico de las

luchas y de los enfrentamientos entre las generaciones. En los valores mismos, y en las

estimativas contrarias que posibilitan sus diversas jerarquías, se encierra la discordia como

fuerza activa de la historia. Y con razón tiene que ser así. No se concibe creación sin

destrucción, revolución sin derrocamiento, tarea de futuro sin abolición de lo pasado. La ley

de la historia, que es reflejo de una más profunda que rige inexorable el curso de la vida, se

cumple sin consideración ni falsos miramientos dentro del mundo de los hombres. No todo

es concordia ni amor en los humanos, ni unidad y orden dentro del seno de la vida, ya sea

en la biológica como en la cultural. Tan poderoso como el propio amor o la concordia, que

juntan y armonizan, son el odio y la discordia, que separan y distancian. Ambas fuerzas, por

igual, mueven la historia, como a la vida –en sus diversos planos– el afán de creación y la

opuesta destrucción. Vivir es usurpar y colonizar tomando fuerzas e incentivos aun a costa

de otros seres y de su ajena existencia para crear y producir la propia.

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Toda generación rinde tributo a esta inexorable ley y a veces se autoengaña. Pues

destruyendo lo pasado erige como pretensión sus valores propios –jerarquizados en base de

una peculiar estimativa– creyendo ver en ellos los “auténticos”, los “eternos”, los que, a fuer

de “verdaderos”, gozarán de intemporalidad y vigencia universal. Es la contrapartida o

contrafaz piadosa de aquella inexorable ley que rige el curso de la vida y mueve los resortes

de la historia.

Pero dejemos la divagación: hablemos de las generaciones y de su afán

“revisionista”. Suponiendo que en ello exista alguna utilidad –pues hemos de partir del

convencimiento de que toda acción humana, bien intencionada, posee alguna “utilidad” para

la vida– se plantea cual problema la cuestión de cómo hacer la “revisión”. ¿Con qué fin? Ya

lo veremos. Por hoy nos corresponde –y queremos ceñirnos estrictamente a ello– plantear

las cosas en tono general, sin particularizar aspectos, sin tocar lo sustantivo. Se trata, pues,

de pergeñar algunas líneas con tono adjetival sobre un grande y respetable tema que nos

tienta: el examen de la cultura nacional. Sea lo que sigue –dedicado a perfilar en grandes

rasgos la mecánica axiológica de las generaciones– una breve “introducción” hacia ese tema.

Por lo general –lo cual no quiere decir que no haya excepciones a la regla– todo afán

revisionista se plantea acompañado de otro lema no poco estridente y causante de revuelo:

el de la crisis. Se habla, entonces, de “crisis de valores”, de “crisis de hombres”, de “crisis de

ideas”, y hasta de “crisis históricas”. La palabra “crisis” sobreviene ajustada y cómodamente

para hablar de “críticas”, y toda “crítica” se robustece al par con la sospecha de la “crisis” en

ella vislumbrada.

Pero aquí yace el problema. Pues tras de la palabra “crisis” tiene que existir un patrón

de medida que permita lógicamente hablar de tal fenómeno y apreciar los signos, la

trascendencia, la magnitud del movimiento preludiado. Ahora bien: ¿tiene una generación,

cuando comienza a hablar de “crisis” y se inicia en sus “críticas”, un patrón determinado

sobre el cual medir la magnitud de sus enjuiciamientos? Se responderá en seguida que

semejante patrón o rasero ha de ser el de sus propios valores... ¿pero tiene ella “valores”

acuñados en el momento de iniciar la crítica?

Por lo general –y de nuevo hemos de usar esta expresión tan cómoda– una

generación, al iniciar su travesía temporal, en el momento de acusar los valores de sus

predecesores, no tiene más que una vaga sospecha de su propia y personal estimativa.

Actúa casi por presentimiento, por obscuras intuiciones, por premoniciones ciegas, que

guían sus pasos y acciones. No puede presentar, en cambio, ni un sistema estimativo claro y

rigurosamente jerarquizado, ni menos todavía un campo de valores ya logrados y

acreditados como tales. Simplemente frente a los existentes y actuantes presenta ciertos

síntomas de “inconformidad”, de “rechazo”, incluso de “desprecio”, manifestando en ello su

Page 4: De las Generaciones

falta de adhesión y su carencia de entusiasmo por los incentivos que los valores en vigencia

le presentan. Frente a ellos, y en obscura latencia vital –expresada las más de las veces

afectiva y sentimentalmente– empieza a delinearse otra manera de actuar, de sentir, de

pensar, de intuir el tiempo y concebir los ideales de la época. Las acciones de los otros se le

antojan caducas y carentes de sentido, sin estilo, a veces canallescas en relación al porvenir

del mundo. Pero la generación en ciernes no sabe todavía, a ciencia cierta y con rigor, cuál

ha de ser éste, en qué ha de consistir idealmente, y ni siquiera cómo debe encaminar sus

propios pasos para lograr realizar aquello que intuye obscuramente en el seno del futuro y

que la atrae ciegamente. Por eso toda nueva generación acusa como síntoma revelador de

su inquietud fermentadora cierta “desorientación”. Como un barco ebrio –henchida de

interiores fuerzas pero sin capitán ni gobernalle– navega en rumbo incierto mientras

transcurren los primeros años de su vida.

Mas poco a poco la nueva generación, en un lento examen de conciencia, empieza a

perfilar como ideas y finalidades lo que era apenas obscura e ingrávida intuición. De lo

meramente sospechado se pasa lentamente a lo aprehendido clara y distintamente. La ciega

e ingobernable “inconformidad” se va tornando temple preciso y riguroso criterio selectivo.

La generación madura y sus críticas se enraízan ahora en motivos objetivos, en ideas claras,

en valores perfectamente delineados, en una estimativa lógica y firmemente instituida con

perfecta jerarquía de sistema.

Es el momento más álgido de la lucha entre las generaciones. La tarea “revisionista”

se plantea ahora con mayor profundidad, con perfecta claridad, con justicia, si cabe la

palabra. Los hombres de la generación combatida no pueden esgrimir simplemente la

defensa de acusar a los jóvenes por falta de claridad o de sentido en sus “críticas”. Estas los

acosan honda y penetrantemente; les desvelan su ser y sus defectos; sus fallas, la interior

arquitectura de sus modos de conducirse, actuar y concebir; la limitación precisa de su

estimativa y de los valores a ella peculiares y desde ella ejercitados. Al sentirse

“descubiertos” –pues toda crítica lo que verifica es algo semejante en el plano espiritual de

la generación– parece que semejante acto dejara desguarnecido al portador y actor de los

valores y lo hiciera sentirse “amenazado”. “Descubrir” es –como la palabra misma lo

insinúa– “dejar al descubierto” y en tal sentido aquel a quien se le ha mostrado su ser en su

propia desnudez –revelándole sus ocultos perfiles axiológicos– se siente expuesto a la

inminencia de un ataque. Poco a poco los hombres de la generación madura empiezan a

sentir la presión de un inesperado acosamiento y al sobrellegar a ellos –quizás bajo la forma

de un obscuro sospechar– el primer presentimiento de la ley de los cambios y de la

caducidad vital, se aprestan inconscientemente a librar una lucha tremenda y decisiva.

Terrible momento que la historia repite vez tras vez. Saberlo comprender lo pueden sólo

Page 5: De las Generaciones

aquellos de elevado espíritu que por naturaleza guardan aún reservas de energía y disfrutan

de la serenidad que deja una labor cumplida; los más, acosados por el miedo y el temor

propios de la mediocridad y de la hipocresía, chillan desesperados presintiendo el próximo

naufragio.

¿Naufragio? ¿Es justa semejante palabra? ¿No es acaso demasiado dura y expresiva?

La más de las veces se impone su uso por el símil tan exacto que aporta para caracterizar

tan trágico momento en la vida de una generación. En ésta –si no es excepcional– son pocos

los valores que se salvan a la crítica, escasas las personas que pueden estar seguras de su

personal supervivencia. Cuando la nueva generación ataca a fondo y desvela y revela los

defectos en sus predecesores, si no ha habido una auténtica actitud de dignidad frente a la

vida, si la existencia no se ha dedicado plenamente a un trabajo creador, sólido y firme, las

bases de sostén se resquebrajan, las posiciones logradas comienzan a peligrar por la falta de

sustento merecido, por debilidad intelectual o ética, por el fraude que comienza a

descubrirse, por la hipocresía que empieza a revelarse en las acciones, gestos y palabras.

Los hombres comienzan a “desmoronarse”. Es la edad de los naufragios.

En semejante tiempo no pocos asumen histéricamente una actitud desesperada. No

sólo se aferran a la negación continua y sistemática de los nuevos valores –afirmando de

una manera desmesurada y ciega los ya caducos suyos– sino que, en el clímax de su

derrumbamiento espiritual, abrazan como última esperanza la práctica de los contravalores.

Es la edad que sabiamente Scheler llama del “derrocamiento” o “subversión”. Es el preludio

final de una verdadera “crisis”. Si la nueva generación empleara entonces tal palabra no

hablaría en balde ni irreflexivamente.

II. La Crisis de nuestra Cultura

El tema de las generaciones –que abordamos en un artículo anterior– es apenas el

preludio de otro grande y respetable que nos tienta: el del examen de la cultura nacional.

Las generaciones son como exponentes sintomáticos en la vida de los pueblos. Sus

alternativas y sucesos –nacimiento, desarrollo y muerte– expresan y delatan las

transformaciones y fenómenos que acontecen en las infraestructuras sociales, políticas y

económicas de una comunidad. El oído atento del historiador, del sociólogo, del político, del

filósofo o poeta, si sabe oír, puede escuchar tras su peripecia histórica no sólo el fortuito

enjuiciamiento de un momentáneo acaecer sino el eco más profundo de lo que está pasando

en la entraña de los pueblos. Así como la centella o el arcoiris delatan la cercanía o la calma

de las tempestades, las voces de una generación preludian los sucesos de la historia, sus

Page 6: De las Generaciones

signos y su curso. Si una generación, en el período de su madurez, acusa un descontento

frente a sus predecesoras y se muestra inconforme con su estilo de vida y sus valoraciones,

semejante “dato” revela la existencia de una “crisis” –que es como decir de una “separación”

o “división”– entre ella y las otras, entre el pasado y el presente, entre éste y el futuro. Lo

cual no es despreciable. Y no lo es ni para el historiador ni para el poeta, ni para el sociólogo

ni para aquel que simplemente tenga afición a los oráculos. Sin querer pasar por tal o cual,

ni pretender categoría de vaticinador de horóscopos individuales ni menos colectivos, hemos

planteado la siguiente interrogante: ¿atraviesa actualmente la cultura nacional –la nuestra,

la de Venezuela– por una “crisis”? Esta pregunta, así planteada, no puede ser más grave ni

tener menos complejidad en la posible respuesta que a ella se intente dar.

Pues hay que comenzar fijando la razón que impulsa a hablar de “crisis” y –lo que es

más importante– aquello que hay necesidad de entender cuando se usa esta palabra, tan

común y tan mal interpretada. “Crisis” no significa simplemente “derrumbamiento” (lo cual

no hay que confundir, sin más, con un “derrocamiento”, que sí es signo de una “crisis”), ni

tampoco “enfermedad”, menos aún “muerte”, ni “acabose”. “Crisis” y “crítico” aluden a un

estado de descomposición, de fermento, de desequilibrio –producido por un fenómeno de

“división” o “separación” entre los átomos o elementos que componen un Todo superior– lo

cual provoca un momento de tensión interior que disgrega y dispersa las fuerzas de

cohesión que agrupaban las partes componentes en el “Todo” y que establecían cierto

estado de “armonía” y equilibrio entre ellas. Al producirse el “desequilibrio” en las fuerzas de

la historia surge la “crisis” entre las generaciones. Semejantes señales o signos de

disgregación, dispersión, tensión, e interior desconcierto –que todos componen un estado

“crítico”– pueden ser síntomas de la más alta actividad creadora del espíritu. El espíritu

–social o individual– no crea solamente en momentos de “unidad” y de “armonía”, sino que,

a veces, para que surja el ímpetu o la fuerza creadora son necesarios la desunión y la

discordia, el enfrentamiento y la lucha de fuerzas antagónicas. Es una falsa imagen la de

creer que la armonía y la quietud son signos de la vida creadora. Al contrario, no hay nada

más tranquilo y quieto que la muerte. Cuando no hay “crisis” en los pueblos, ello es síntoma

de extrema gravedad para su espíritu. Es preludio de muerte o de quietud por inanición e

inmovilidad en sus entrañas creadoras.

Entendido así el término de “crisis” –sin mojigaterías ni falsos planteamientos– no

creo que exista ya temor ni rencor frente a su uso. Semejante término, cuando lo

apliquemos, no puede aludir a un estado de fenecimiento o de liquidación para nuestro

mundo cultural. Al contrario, si es que llegamos a comprobar que existe un estado de “crisis”

por el que atraviesa nuestra cultura nacional –lo cual es nuestro propósito mostrar– quizás

esto pueda servir como señal indicadora de que nos hallamos frente a un momento

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excepcionalmente importante para nuestro desarrollo espiritual. A través de ello se

preludiaría, sin más, la presencia de una nueva generación en el panorama nacional. Pues

una generación se anuncia por la “crisis” que experimenta el mundo cultural en que ella

aflora. Es más: ella pone “en crisis” a semejante mundo, expresando su inconformidad con

los valores existentes y con aquellos que la generación reinante estima como supremos y

absolutos.

El problema, pues, se nos presenta claro. Si queremos analizar una posible “crisis” en

la cultura nacional debemos detectar y describir los valores a que rinde culto la actual

generación. Frente a ellos, si nos queremos explicar la “crisis”, debemos ver por qué razón

la generación en ciernes se muestra inconforme con los incentivos que le presentan

semejantes valores. Por último, hay necesidad de diseñar, al menos, la faz positiva de los

nuevos estímulos axiológicos que se apetecen y que es ahora cuando comienzan a ser

descubiertos y desvelados por los miembros de la nueva generación.

Bajo las líneas de este planteamiento iniciamos nuestro examen de una posible

“crisis” en la cultura nacional.

Pero antes de los valores concretos –lo cual implica un análisis en extremo

prolongado y tal vez excesivamente técnico para los intereses cotidianos de un lector– se

hace incluso necesario hablar del estilo de la valoración de los valores. Pues la estimativa,

esto es, la forma o manera de aprehender los valores, tanto por su rango cuanto por su real

funcionamiento dentro del juego del espíritu, es la condición de posibilidad para comprender

cada valor y sus peculiares incentivos. Por estimativa o valoración hemos de entender el

estilo espiritual que rige la aprehensión de los valores. Ella no sólo determina el

descubrimiento o embozamiento de los valores concretos, sino –suponiendo incluso la

existencia de un valor común entre dos generaciones– su modo de aprehensión, y, con ello,

su jerarquización dentro de la escala total de los incentivos axiológicos.

En tal sentido el más desprejuiciado examen revela una radical diferencia entre la

forma estimativa de la nueva y la vieja generación. Ella consiste en el estilo universal

–propio y característico de la generación en ciernes– frente al estilo regional o indigenista

que guía las valoraciones de los hombres de la generación reinante. Dicho esto así, tan a

rajatablas, tal vez parezca exagerado y se preste a confusiones; pero en su fondo tiene un

núcleo de verdad innegable. Veamos en qué consiste semejante núcleo sustantivo de verdad

que encierra la anterior formulación.

No se habla –óigase bien– de valores regionales frente a universales. Esto es cuestión

distinta y faz complementaria del problema. Se habla ahora de “estimativa con estilo

regional” frente a “estimativa con estilo universal”. Un individuo con una estimativa de estilo

“regional” es aquel que no sólo está orientado a la aprehensión de valores con vigencia

Page 8: De las Generaciones

limitada a un círculo cultural determinado y hermético, sino que –lo cual es más importante–

aquel que está ciego para descubrir “lo universal” implicado en semejantes valores, y, por

ende, no está capacitado para extender su vigencia trans-regionalmente. O expresando lo

mismo en otra fórmula: es aquel que sólo aprehende lo regionalmente valioso de un valor y

que es incapaz de universalizar lo regional.

Frente a ello –como contrafaz– se halla la estimativa de estilo universal. Un hombre

que disponga de ella no sólo es capaz de aprehender lo universalmente valioso de un valor,

sino que, incluso en la aprehensión de valores regionales, es capaz de descubrir lo universal

en ellos implicado. O dicho en otra fórmula: estimativa de estilo universal es aquella capaz

de descubrir lo universal en lo puramente regional, y, a la vez, de universalizar lo puramente

regional de las valoraciones.

Semejantes fórmulas –tal vez excesivamente esquemáticas y abstractas para un

artículo periodístico, pero necesarias si no queremos caer en falsas ambigüedades– nos

permiten ahora señalar un rasgo de esencial diversidad entre el espíritu de dos

generaciones. De su conflicto nace o se origina una tensión, una verdadera “crisis”, que se

delata en la separación o distanciamiento que exteriorizan las valoraciones de los individuos

de las generaciones contrapuestas. Es el preludio de un momento renovador dentro de la

cultura nacional pues acusa un nuevo estilo espiritual en sus gestores.

III. Universalismo y Regionalismo

Uno de los rasgos que separan con mayor nitidez las dos generaciones que

comienzan a enfrentarse dentro de nuestro panorama cultural es la posesión de una

estimativa con estilo universal –de la cual parece disponer la generación en ciernes– frente

al estilo regional en las valoraciones, que caracteriza al proceder estimativo de la generación

reinante. Ello es síntoma de la “crisis” que venimos anunciando y que no tardará en

manifestarse, ya en forma colectiva, en los más disímiles terrenos. Dentro del proceso

general del país se gesta un movimiento subversivo –una verdadera revolución en los

espíritus– que desembocará inevitablemente en el choque de dos mentalidades con estilos

opuestos.

Un signo presagioso de lo que acontecerá se revela en el marcado afecto que acusa la

nueva generación por el cultivo del espíritu teórico –claro indicio de su estilo estimativo

universal– frente a la profunda despreocupación e indiferencia, casi desprecio, que por ello

se delata en las más claras mentalidades de la actual generación. Semejante síntoma

confirma la oposición de dos mentalidades y, con ello, de dos estilos estimativos

contrapuestos.

¿Pero es justo que infiramos una cosa de la otra? ¿Es justo que, apoyándonos en la

falta de espíritu teórico, afirmemos el “regionalismo” en las valoraciones, o que, partiendo

Page 9: De las Generaciones

de éste, lleguemos a ver en aquel síntoma una consecuencia lógica de ello? En efecto, aun

sin ser perfectamente idénticos, el cultivo de la Teoría, como “estilo intelectual”, es

equiparable a la expresión de un afán universalista en las valoraciones; y el “regionalismo

estimativo”, por su parte, es signo que delata una marcada especie de empirismo innato. Si

la “Teoría” simboliza un afán del espíritu por hallar un vínculo de unión que generalice una

constelación de hechos regionales dentro de una legalidad con presunta vigencia universal,

al contrario, el aprecio de lo puramente empírico –la constatación de hechos e individuos

como “casos” fácticos aislados– delata una ausencia de preocupación por lo que pudiera ser

validez o vigencia universal en estos mismos hechos. Interpretados así, en ambos temples

del espíritu –intelectual y estimativo– se encuentra presente una profunda afinidad. El

cultivo teorético revela un afán universalista en el espíritu –en donde encaja perfectamente

la posesión de una “estimativa” con estilo universal– mientras que el aprecio por los nudos

hechos y su presencia fáctica traiciona una actitud de “estimativa” regional limitada a lo

puramente contingente, casual y momentáneo en la vigencia de un valor. Mientras lo uno se

detiene en lo que posee una relevancia puramente regional-empírica, lo otro se eleva

–desde ello– a la búsqueda de lo que posee una vigencia universal-teórica.

Si históricamente quisiéramos explicarnos la génesis de una mentalidad con el estilo

de la que exhibe la actual generación –ateorética y empírica, cuya consecuencia es,

repetimos, desembocar en el cultivo de las valoraciones puramente regionales– tal vez como

fuente de su origen sea fijable la atmósfera “positivista” que reinaba entre nosotros desde

fines del siglo XIX y que, inexplicablemente, por falta de una revolución espiritual vigorosa y

con fuerza de contemporaneidad, extiende su vigencia incluso hasta nuestros días. En

efecto, ninguna “ideología” ha tenido tanta repercusión entre nosotros –pero ninguna otra, a

su vez, ha sido tan mal interpretada– como la llamada por su creador, Augusto Comte,

“doctrina positiva”, y la cual, además de sus implicaciones propiamente metafísicas, él

mismo preconizaba como “método científico”. Al efecto, tomando como ars operandi para

adentrarse a los más varios terrenos de la realidad a semejante método, el lema sustantivo

de aquella Teoría doctrinaria –que era el de la vuelta a la experiencia y a los hechos

mismos– fue utilizado como inalienable excusa para olvidar y despreciar toda Teoría ¡risible

paradoja! y, a consecuencia de esto, bajo la cómoda calificación de “metafísico”, se

proscribió todo cultivo o ejercicio del pensamiento abstracto o puramente teorético,

olvidando, incluso, que él mismo era condición indispensable para entender la propia Teoría

positiva del “positivismo”1.

1 Es de advertir –para evitar infundados reproches– que ya en el año 1930, Gil Fortoul había manifestado ciertos reparos al positivismo “a rajatablas” que practicaban, casi como un culto, algunos otros de sus contemporáneos. Pero no se trata de enjuiciar manifestaciones tan individuales y esporádicas como ésta. Cuando hablamos de “mentalidad positivista” nos referimos a un fenómeno histórico mucho más profundo y extendido, que estos mismos hombres ayudaron a crear y en el cual –a pesar de todo posible reparo– ellos mismos comulgaban. Es el del “estilo de valoración” inherente a aquella mentalidad. Semejante “estilo estimativo” extiende su vigencia hasta nuestros días por falta de una ideología suficientemente vigorosa y contemporánea que se le oponga.

Page 10: De las Generaciones

Pero bajo semejante clima de incomprensión dogmática imperó desde entonces el

más craso desprecio por todo lo “ideológico” y “abstracto” que fuera la expresión de algo

“teorético” (nuestra cultura se resiente hoy por su falta de vertebración teórica y su radical

ausencia de fermentos “ideológicos”) y, en su lugar, se implantó el culto a lo puramente

empírico y limitadamente regional. Con semejante planteamiento –como una consecuencia

subrepticia– se deslizó hasta las estimativas el aprecio por lo puramente “regional”

–confusamente identificado con “lo empírico”– mientras que “lo universal” –estimado como

algo exclusivamente “abstracto”– fue víctima del más inusitado desprestigio.

Mas, al acentuarse inconscientemente esa tendencia en los hombres educados bajo

el influjo de semejante obscuridad pseudoideológica, la falta de una clara “Teoría” en su

haber científico, así como la casi absoluta carencia de espíritu teórico en sus intereses, ha

hecho que sus investigaciones y trabajos resbalen irremediablemente hasta lo anecdótico,

casual y contingente. Aquello que, en una u otra forma, desborda en su vigencia tan limitada

órbita de interés intelectual, o bien se ignora crasamente, o bien no cuenta para el estilo de

estimativa regional-empírica que ha traído como secuela muy directa aquel positivismo

barato y de tercera mano. Ello ha impuesto como resultado general un estilo de cultura

donde impera el “pintoresquismo” –su faz complementaria es la carencia de una

vertebración ideológica de nuestra cultura a partir de las ideas rectoras que mueven el

pensamiento universal de nuestra época –el cual cobra vigencia desde el terreno histórico,

pasando por la sociología, hasta desembocar –ya con caracteres de alarmante enfermedad–

en los intentos de una mal llamada “antropología”, que tiene más visos de recolección

folklórica que de verdadera investigación científica. En todo ello brilla por su radical ausencia

el espíritu teórico y todo se resuelve, por oposición, en el culto de lo nacional por lo nacional

mismo, subestimándose incluso su posible significado para una ciencia universal de la

cultura. Frente a semejante estilo de estimativa regional, anacrónico y estéril, se impone de

una vez la vuelta hacia lo universal. La generación en ciernes ejercita su espíritu en

semejante tentativa de regreso.

IV. Americanismo Universal

Frente a un estilo de “regionalismo” cultural –donde se acentúa el predominio de “lo

pintoresco” y se rinde un culto exagerado a lo folklórico como expresión de lo genuinamente

“nacional”– se eleva la aspiración de la nueva generación hacia “lo universal”. Pero esto

Page 11: De las Generaciones

–dicho así– impone a todo trance que se formule una pregunta para evitar falsos equívocos:

¿significa la aspiración hacia eso “universal” un olvido o un desprecio por “lo nuestro”, por lo

estrictamente “americano” y genuinamente “regional”? En ninguna forma.

Si existe un rasgo peculiar y acentuado en el espíritu de la nueva generación él aflora

en su tendencia a valorar “lo americano” –lo estrictamente “regional” del Nuevo Mundo– en

todo su significado y novedad. Pero este significado novedoso no se concibe ahora como

puramente “regional” sino que el novum de semejante factum –el hallarse de pronto el

hombre viviendo en un “Mundo” radicalmente “Nuevo”– representa un verdadero hallazgo

para la estructuración de la peculiar visión del Mundo (Weltanschauung) que ahora comienza

a delinearse en las conciencias. No se aprecia “lo americano” por ser simplemente tal, sino

por incluir un sentido universal oculto que, emparentado a “lo americano” con “lo universal”,

reporta sin embargo algunos rasgos peculiares que permiten identificar “lo regional” dentro

de “lo universal”, y a éste en su fisonomía plenamente “individual” (americana). Semejante

sentido o significado de valor universal –y, no obstante, perfectamente “característico” de lo

americano– es lo que intenta descifrar y desvelar la nueva generación. Para ello, sin

embargo, necesita enfocar lo americano con un lente de mayor alcance, de más

profundidad, y poseedora de un rigor teorético que fue desconocido por completo en los

intentos “regionalistas” inspirados por la metodología del positivismo empírico. Esta se

quedaba –como lo dijimos en el artículo anterior– en los meros hechos y contingencias de lo

fáctico, despreciando lo que de universal pudiera destacarse en estos mismos (o en sus

respectivas “esencias”) mediante la luz profunda y esclarecedora de una correcta “Teoría”,

o, aún más precisamente dicho, mediante una auténtica “Logía”. Una verdadera Ideología

del hombre y del mundo americanos –destacando lo que de universal se encierra en ellos–

de acuerdo con los requerimientos, novedades e incitaciones que plantean a la altura de

nuestro tiempo los horizontes históricos, filosóficos y científicos, he aquí el desideratum de la

generación en ciernes. De ello hablaremos en otra oportunidad con sus detalles adyacentes.

Semejante actitud responde a una tendencia general que se acusa en nuestra época

y a la cual se adhiere –desde estas lejanías continentales– el espíritu de los nuevos

hombres. El mundo de nuestros días, con sus tremendos problemas interhumanos, con su

desmesurado perfil de habitáculo común desguarnecido frente a los peligros de una

destrucción masiva, no puede admitir ni resistir fronteras. El temor que embarga a nuestro

tiempo ha hermanado cósmicamente a los hombres y de semejante fraternidad ha nacido –o

empieza a nacer– una nueva visión del universo humano, una nueva estimativa, en donde

no cabe, ni es posible que posea vigencia, ninguna suerte de “regionalismo”, sea cultural,

político o social.

Page 12: De las Generaciones

Muy aleccionador es, en tal sentido, lo que ocurre actualmente en las distintas

naciones del continente americano, en las cuales la lucha, al igual que entre nosotros, pero

desde hace ya algún tiempo, acusa rasgos de pronunciada hondura e incluso de violencia2.

En México, sobre todo, donde el culto “indigenista” se halla profundamente arraigado a

causa de los factores culturales y sociales imperantes –y donde justamente los hombres

educados bajo la atmósfera “positivista” exageraron la tendencia hacia lo puramente

“regional”– se gesta un movimiento extraordinariamente productivo hacia lo universal, y,

frente al “nacionalismo” de raigambre pseudodoctrinaria de un Sierra, de un Caso, de un

Vasconcelos, se gesta entre la joven generación de aquel país un movimiento hondamente

creador que, sin despreciar ni negar “lo nacional”, aspira a universalizarlo y a aprehender lo

que de universal se halle encerrado tras de lo netamente “nacional” y “regional”. Lo mismo

acontece en el Perú, en el Brasil, aún en Bolivia, y especialmente quizás en la Argentina,

donde el aporte de la inmigración –y más directamente todavía la influencia de un

pensamiento filosófico vigorosamente contemporáneo– ha favorecido considerablemente el

ensanche de la pupila para juzgar los fenómenos del tiempo.

No se crea, sin embargo, que semejante movimiento hacia “lo universal” lleva visos

de triunfar o de imponerse fácilmente en la conciencia americana. Al contrario, los prejuicios

“regionalistas”, tan arraigados por la desmesurada influencia que tuvo el Positivismo en

América, así como la reacción que ha provocado semejante movimiento en las enquistadas

mentes de los círculos retardatarios –entregados al culto de los nacionalismos como

programas políticos o sociales– ha traído como consecuencia una lucha fuerte y enconada en

los más disímiles terrenos. Apenas si asistimos a sus primeros síntomas y alternativas y

esto, justamente, constituye la circunstancia mayor en que nos desvivimos los hombres de

este tiempo. Mas por sobre los resultados que se obtengan, y por encima de la fortuita

peripecia del azar histórico –que no siempre se muestra dócil con lo más razonable– el

hecho mismo de que la nueva generación haya despertado en la conciencia de la

insuficiencia de lo puramente regional, de que tienda al contrario hacia la universalización de

la cultura, y de que su sistema estimativo haya sufrido el impacto provocado por semejante

2 Véase como ejemplo ilustrativo la manera de expresarse el mexicano Juan Hernández Luna en un ensayo recientemente publicado –“La Filosofía contemporánea en México”– en el Nº 272 de la revista “Cursos y Conferencias”. “De todas las direcciones filosóficas que se perfilan en el México de nuestros días –dice textualmente– es ésta (se refiere el autor a la “nacionalista”, defendida por Sierra, Caso, Vasconcelos, Ramos y Reyes) la que mayores rasgos de originalidad ofrece, así como la más lozana y prometedora. Ella representa el esfuerzo más noble y atrevido por poner punto final a ese filosofar de descastados, de simios imitadores de sistemas y modelos europeos, que se empeñan en hacer de la inteligencia mexicana una sierva incondicional de Europa”. No conocemos lo que se haya respondido a estos “nobles y atrevidos” insultos que tantos “rasgos de originalidad” ofrecen; mas, en todo caso, la cita sólo tiene el valor de servir como ejemplo ilustrativo para dar a conocer un modelo de filosofar – “tan lozano y prometedor– como el “nacionalista” del señor Hernández Luna.

Page 13: De las Generaciones

“crisis”, es síntoma inequívoco de que el espíritu del hombre americano se encuentra en

plena evolución. De semejante evolución –mejor “revolución”– participamos cuando

definimos el estilo de nuestra generación como un “americanismo universal”.

Pues cuando acusamos como rasgo característico de la nueva generación su espíritu

teorético y abstracto –que es el síntoma más visible que nos permite hacer la diferencia

entre su mentalidad y la de la generación actual– ello cala más hondo de lo que a primera

vista se percibe como signo o señal de dos estilos opuestos. Cuando el espíritu se abre a la

“Teoría” universal sin despreciar lo concreto y particular, es que, por dentro, le ha ocurrido

una catástrofe. A causa de ella no se concentra ahora en el culto de lo meramente particular

y contingente, individual o egoísta, sino que busca en lo teorético y abstracto –en que se

expresan las estimativas universales– el reino de una común inteligencia y fraternidad para

el espíritu. Bajo el signo de la ciencia y de la filosofía que impera en nuestros días

–expresiones que son del más puro afán universalista del espíritu– hay algo más que una

simple posición de rechazo al “positivismo” atenido a los hechos particulares y contingentes.

Es el anhelo de una verdad universal que enlace a los hombres. Semejante instancia fue la

que el Positivismo, por sus fallas y errores metafísicos, no pudo ni podía alcanzar nunca, a

pesar de habérselo propuesto. La nueva generación venezolana ha iniciado el temple de su

espíritu bajo el signo de semejante contingencia histórica. Posee una clara conciencia del

drama de su época.

V. El Anacronismo de nuestra Cultura

Si imaginamos un lector neutral, y por demás benevolente, que se haya tomado la

molestia de leer nuestros últimos artículos, es de suponer que se encuentre algo intrigado

en explicarse a qué obedece nuestra apasionada prédica en favor de “lo universal”. Lo que

sí, al parecer, no encontraría explicación para su tolerante juicio, sería esa especie de

anacrónico ataque que, a estas horas, se nos antoja hacer al Positivismo. ¿Pues no se halla

definitivamente liquidado el Positivismo? ¿No se trata de un movimiento “pasado de moda” y

enterrado definitivamente entre los viejos cachivaches de la filosofía? Aparentemente así

sucede. Nuestro empeño en querer criticar un movimiento fenecido, enterrado, superado y

olvidado, no es, a todas luces, más que el síntoma de un agudo “anacronismo”.

Pareceríamos hombres en los albores del siglo, caballeros del 900 al 920, años en los que el

mundo se hallaba todavía apasionado por aquella polémica. ¿Por qué, pues, tan reiterado

“anacronismo”? He aquí que la respuesta despeja un síntoma muy grave: es que en

Venezuela, a pesar de todo lo que se diga, se ha dicho, y se dirá, hay todavía necesidad de

Page 14: De las Generaciones

criticar –y aún de “atacar” con renovado fervor– al Positivismo... pues estamos en pleno

“sarampión” positivista. O –por mejor decir– estamos en la convalecencia del “sarampión”.

Lo cual es más peligroso todavía en tan contagiosa enfermedad. ¿Qué significa tan

alarmante síntoma para nuestra cultura? ¿Qué está diciendo el hecho innegable de que en la

mente de los hombres de la actual generación prevalezca una “estimativa de estilo

regional”, un apego desmesurado por los hechos, un desprecio por “lo abstracto” y

“universal”, y esa especie de culto a “lo nacional” folklórico, que trajo como secuelas suyas

el auge del Positivismo? Nuestro “anacrónico” ataque responde –sin más– al correspondiente

anacronismo que hallamos presente en el intracuerpo viviente de nuestra cultura nacional.

Lo que este síntoma revela no puede ni debe ser ocultado, ni siquiera disimulado en

aras de una falsa cortesía para con los mayores, pues la sinceridad –a veces– está reñida

con los torpes disimulos de las componendas. Y de esto no se trata. Al contrario, si

queremos ser sinceros en nuestro examen, y no queremos caer en el rimbombante ritornello

de la mutua alabanza –que tanto se ha acostumbrado en los últimos años– debemos

aplicarnos a decir las cosas desnudamente, tratando de poner al descubierto lo que haya

que censurar, a la vez que –sin segundas intenciones– alabar no para ser favorecidos sino

para destacar aquellos hombres que merezcan ser distinguidos por el aporte, significado y

trascendencia que su obra haya tenido en la cultura nacional. Que los hay (y, a veces, aún

no apreciados en todo su valor) aunque sobren los dedos de una mano para irlos contando.

El “anacronismo” cultural –el que el pensamiento viva fuera del tiempo sin comulgar

con su altura y sus requerimientos– es sinónimo de la radical falta de contemporaneidad en

los valores y en el sistema estimativo de una cultura. Es lo que está pasando con la nuestra.

Ella vive de ideas, creencias, motivaciones, estímulos, que no tienen una resonancia vital en

nuestra época. Por eso su estilo es caduco y acusa una enorme falta de vigor.

Una cultura –como creación espiritual que es y en tanto que el espíritu requiere ser

“actual” para existir– necesita para “vivir” ser contemporánea, esto es, alimentarse de

estímulos perfectamente “actuales” y “actuantes”, que en su constante renovación

fermenten el intracuerpo de ideas y creencias sobre el que la cultura se sostiene. Estos se lo

dan las “ideologías” que las épocas segregan y que obran al modo de excitantes leudatorios

sobre el “sistema vital” de la cultura. Cuando faltan esos estímulos las culturas se enquistan

y forman en su extracuerpo una especie de capa endurecida e impermeable que no tiene ya

la susceptibilidad necesaria para recibir las incitaciones de la época. Con su extracuerpo

endurecido –como una ósea caparazón protectora y defensiva– la cultura muere dentro de

su propio enquistamiento. Esto es lo que sucede, al parecer, con la nuestra.

Hace ya mucho tiempo que vivimos del Positivismo. Este se ha enquistado en las

conciencias y ha formado una especie de barrera infranqueable que no permite a nuestros

Page 15: De las Generaciones

hombres otear más allá de su limitadísimo horizonte intelectual. Todo cuanto no está

encerrado dentro de los muros de lo “fáctico”, “regional” y “empírico” –lo cual se identifica

gracias a una grosera confusión intelectual que ya tuvimos ocasión de señalar– huele a cosa

abstracta, a “teoría”, y “lo teorético” (por un inusitado error cuasipsiquiátrico) es identificado

a “lo extranjero”, sinónimo de “extraño”... Y de aquí viene lo grave, lo verdaderamente

alarmante y peligroso de nuestros “positivistas” regionales.

Pues aplicando una máxima que tal vez tenga importancia para el desenvolvimiento

económico de un país, pretenden alzar “barreras proteccionistas” –verdaderas “aduanas

intelectuales”– frente a la cultura extraña. Equiparando burdamente la ciencia y la cultura a

las materias primas de la importación, pretenden que la cultura nacional debe desechar toda

importación y dedicarse a consumir “lo nacional” –lo que nosotros mismos produzcamos–

aunque esto sea inferior y no pueda competir –ni en virtudes ni en “precio”– con lo que del

exterior se nos ofrezca. Esta máxima económica, tan burdamente utilizada por el

“nacionalismo cultural”, es de fatales consecuencias para el desarrollo del espíritu. Si se

aplica a la cultura, además de ser un dislate inconcebible, trae inevitablemente su necesaria

muerte. Por eso me causaba verdadero asombro –no exento de un pánico involuntario, que

me embargaba al columbrar sus tremendas consecuencias– cuando leía hace poco que,

como cosa natural y de suyo comprensible, se clamaba en nuestro medio contra el

“extranjerismo” cultural reinante, reclamándose al contrario en tono entre histérico y

frenético por la imposición de ciertas barreras necesarias que habría que oponer a la

invasión de “teorías” extranjeras. Según la opinión del comentarista que expresaba esto no

bastaría con sólo oponernos a recibir “teorías extranjeras”, sino que, extremando el celo,

deberíamos practicar una política de “puertas cerradas” que impidiera la entrada a nuestro

país de sus divulgadores. Y –advierto– no se trataba del “marxismo” ni propiamente de

“marxistas”. Contra los que se elevaba la pretendida discriminación eran ingenuos y

acreditados profesores, divulgadores de ciencias y opiniones más inocentes y menos

explosivas que estas últimas.

Aparte de lo absurdo que entraña semejante posición y de la inmensa mediocridad

que revela –la cual se compadece bien con el temor que parece inspirarla– me trae a la

memoria un ejemplo histórico de notable aplicación en este caso. Allá por el siglo XV,

cuando Galileo había inventado el primer modelo de telescopio y mediante él escudriñaba el

cielo, uno de esos timoratos aristotélicos que tanto abundaban por aquellos tiempos

–Cremonino, el de Padua– se negó en redondo a mirar por el telescopio alegando que ello

“sólo serviría para embrollar su cabeza”. Al pobre Cremonino, con su “segura” concepción

del cielo basada en la vieja cultura medieval-antigua, le parecían las nuevas estrellas

descubiertas “cosas del diablo” a las que un buen creyente no debía atreverse a mirar. Y no

Page 16: De las Generaciones

debía mirar, ni atender, ni sospechar siquiera, porque el nuevo horizonte que ellas revelaban

ponía en quiebra el panorama cultural del hombre y hacía tambalear la arquitectura racional

del universo construida por el aristotelismo. Así sucede con nuestros medrosos

“positivistas”. Nada nuevo, al parecer, debe admitirse en la cultura nacional. Si el mundo se

transforma bajo el impacto de las nuevas “teorías”, si ya el horizonte cultural de la

humanidad no admite los estúpidos lineamientos de un nacionalismo cultural... todo eso es

“cosa de fuera”, suceso extraño a nuestras playas y a nuestros intereses. Nosotros estamos

aquí –en este rincón del universo– disfrutando de una cultura tranquila y sosegada, con sus

valores, ideas y hombres consagrados... ¿Para qué, pues, volver los ojos hacia el intranquilo

horizonte del mundo contemporáneo y angustiarnos por la tremenda revolución conceptual-

teórica que ha traído como consecuencia la ciencia y la filosofía de nuestro tiempo? Es mejor

–al parecer– vivir en paz y en sosiego, sin preocuparse ni alarmarse mucho. Incluso hasta

sería conveniente no permitir que se escuche a aquellos que traen los gérmenes de las

nuevas verdades intranquilizadoras... Es la posición estúpida de la estúpida avestruz. Al

sentirse acorralada por sus perseguidores, mete la cabeza en tierra y se olvida del mundo.

Esto, al parecer, es el gesto que desea repetir nuestra cultura. Meter la cabeza bajo

nuestro suelo “nacional”, no oír ninguna noticia alarmante de las que diariamente traen las

“teorías” extranjeras, y, en esta posición, seguir durmiendo como un oso –defendida por la

costra de su ignaro “positivismo”– hasta la llegada de la próxima estación. Pero la próxima

estación se anuncia ahora. Es el momento de abandonar el sueño. Se necesita estar

despierto –y con los ojos muy abiertos– para comprender el mundo de nuestros días. Con

vivir de ideas anacrónicas, de incentivos ya muertos, de valoraciones extemporáneas, no

basta. Es necesaria la actitud de vigilancia ante las nuevas ideas que pregona la altura de

nuestro tiempo. ¿Por qué han llegado éstas con tanta demora a nuestro horizonte cultural?

¿Qué está diciendo tan alarmante síntoma?

VI. De los Intelectuales

Nuestra cultura carece de contemporaneidad. Su contenido ideológico –ancilar y

secundario– no tiene vigencia ni comulga con los verdaderos problemas que sacuden la

época. En una palabra: es anacrónico. Vivimos de ideas atrasadas, de mercancía intelectual

barata y pasada de moda, de creencias que han perdido su razón de ser. Nuestro mundo

cultural, en síntesis, exhibe un rezago de casi medio siglo con respecto a la altura de nuestro

propio tiempo. ¿Qué significa tan alarmante síntoma? He aquí la pregunta que dejábamos

planteada en nuestro artículo anterior.

Page 17: De las Generaciones

El síntoma no puede ser más revelador ni menos grave para diagnosticar nuestra

cultura. O para enjuiciar a sus responsables. ¿Pues qué significado puede tener semejante

“quietismo” cultural, como revelador de la inanición y muerte en que ella parece sucumbir, si

no es el de acusar una tremenda irresponsabilidad intelectual en sus gestores y rectores?

¿Qué otra explicación si no es la de una radical falta de interés teórico –de todo orden, sin

excluir siquiera el religioso– puede darse frente al hecho de que aún esté vigente entre

nosotros un estilo cultural “positivista”, cuando hace casi medio siglo que el Positivismo

comenzó a ser vulnerado en sus cimientos? El estatismo que se acusa en nuestro ambiente

cultural, la inmovilidad de las ideas y creencias dominantes, el exotismo de lo

nacional-folklórico frente a los auténticos problemas que plantea la ciencia y la filosofía

actual, no son sino rasgos que parecen confirmar una actitud francamente condenable en

nuestros intelectuales. Para ellos parece haber pasado inadvertido el hecho de que el mundo

contemporáneo, al par que trajinaba por una revolución radical que estremeció los

fundamentos mismos de la ciencia física y matemática, que puso en crisis la dirección

tradicional de la filosofía, y que hizo tambalear la concepción del universo (desde la ética

hasta la genética) segregaba, al propio tiempo, nuevas “ideologías” como productos de la

época. Frente a estas “ideologías” los hombres responsables han debido mostrarse atentos y

preocupados, en constante vigilia, en actitud de análisis y examen: como corresponde a

aquellos que tienen bajo su cuidado la dirección de la cultura. ¿Qué hicieron en cambio

nuestros hombres? Dormir sosegadamente una especie de “siesta” intelectual, enredarse en

las obscuridades de su propia ignorancia –pues hay que decir que desde los tiempos de don

Andrés Bello no se piensa con auténtica “claridad” y “rigor”– y sofisticar “los héroes” y los

escasos pseudopensadores que hemos tenido hasta casi endiosarlos3. En síntesis, “vivir del

pasado”. Actitud francamente condenable cuando “el pasado” es ya pretérito y lo poco que

de él vale debe perentoriamente “renovarse” y ser “actualizado”: aprovechando lo que haya

de efectivo, olvidando y desechando –para ser colocado en un museo de “antigüedades”– lo

que sólo es bisutería y vacía tradición4.

Lo primero que experimenta la nueva generación cuando comienza su quehacer

intelectual es notar la carencia absoluta de un horizonte “ideológico” –de un sistema

organizado de ideas y creencias actuantes y actuales– sobre el cual reaccionar. ¿Cuáles son

3 No hace mucho se ha reeditado como muestra de un pensamiento pedagógico ejemplar esa especie de engendro epistolar y pseudoensayístico de Cecilio Acosta llamado “Cosas sabidas y cosas por saberse”. El que semejante opúsculo sea considerado como una de las fuentes doctrinarias más notables que hay en Venezuela sobre educación, es prueba palpable de nuestra increíble pobreza intelectual. 4 Para entender el concepto de “Tradición-Pretérita” frente al de “Pasado-Actual”, cfr. la conferencia “Examen de nuestra conciencia cultural”, publicada en nuestro libro El Problema de América (1992).

Page 18: De las Generaciones

las ideas y pensamientos rectores que sirven de base y sostén contemporáneo a la actual

generación? ¿Además del pesado lastre de un “positivismo” anacrónico y estéril, qué otra

“ideología” ha ensayado seriamente comprender y practicar la actual generación? Ninguna.

Pero además ¿cuáles son los “ideales” (no ya las simples y esqueléticas “ideas” sino los

“requerimientos éticos”) que guían y norman su estilo de vida de acuerdo con los tiempos?

¿Dónde está el hombre, el intelectual, el político, el poeta, el historiador, el científico o

filósofo, que haya acreditado en sus acciones una “actitud contemporánea” en la que vibre

–con su hálito inconfundible– la copresencia sentida de un requerimiento ético propio de su

tiempo? ¿Qué hombre de la actual generación se ha preocupado por obedecer como

incentivo ético supremo e inmediato el mandato de su mundo en torno y ha elevado su vista

más allá del terruño? Al parecer, a los hombres de la actual generación eso de estar a tono

con “el mundo” y con “la altura de los tiempos” debe sonarles a puro exorcismo intelectual,

a cosa demasiado “teórica”, a abstracción metafísica... Las acciones que hacen, los

pensamientos y verdades que formulan, parecen flotar en la región de un mundo sublunar

–América, Venezuela, la “patria chica”– que por arte de magia o ceguera anacrónica,

parecería estar fuera del tiempo efectivo que desvive este siglo. ¿Pues en qué creación de

nuestra cultura –con la única excepción (sea dicho de paso) de las artes plásticas– se

adivina la impronta desgarradora de la época? ¿Qué intelectual se ha preocupado por

coordinar los mandamientos de su inteligencia, o el escaso credo político que profesa, con

los ideales y postulados de las revoluciones económicas y sociales operadas en la realidad?

Cuando más –de un modo sorpresivo y estúpido– un acontecimiento mundial arranca uno o

dos comentarios banales donde se asoma el más importuno oportunismo. Dentro de

semejante inconsciencia irresponsable, parecen vivir, no obstante, pletóricos y llenos de

soberbia, disfrutando del sosiego, de la riqueza y la falta de riesgos propios de este clima

tropical y olvidadizo. No tranquilos con la discreta riqueza acumulada, o el cargo burocrático

que les permite vivir tranquilamente, su interés parecería estar centrado en la apetencia de

ganancias materiales, en un afán de poder más fácil, en llevar una vida más cómoda y en

tener la vejez asegurada. Su deber e imperativo primordial –ser, como intelectuales,

gestores y rectores responsables de la cultura del país– es olvidado en aras de una actitud

demasiado individualista e infecundamente solitaria. La posición de “guías” o de

“orientadores”, por implicar demasiados compromisos y los riesgos inherentes a un ejercicio

ético, es mirada de soslayo, apetecida, pero no practicada con sinceridad y voluntad plena

de principios. (No necesito nombrar la excepción para que todos piensen en ella).

Pero volvamos al tema central de nuestro artículo: la carencia de una “ideología”

propia en la generación actual. Decimos, pues, que lo característico de la generación actual

es la absoluta falta de un sistema de ideas rectoras que guíen y estructuren sus creaciones.

Page 19: De las Generaciones

Los hombres de ella, antes que “ideólogos” –palabra ante la cual sienten un casi religioso

temor– son apenas superficiales “comentadores” de opiniones y pensamientos secundarios.

De esto se ha alimentado hasta ahora nuestra cultura. No de verdaderas y auténticas

“ideas” –que sean fruto de las “ideologías” epocales del tiempo y estructuren su concepción

del mundo (Weltanschauung)–, sino de pensamientos e “ideíllas” vagas, casuales, de las que

orientan la sabiduría popular y sirven de consumo al gran público. Ha faltado disciplina de

formación, severidad y rigor de estudio; ascética de mente y ejercicio de análisis; nuestros

“intelectuales” no meditan sino que hablan; no reflexionan sino que escriben el primer

pensamiento pintoresco que se les ocurre; no maduran su pensar, sino que, en una especie

de carrera contra reloj, dan al periódico o al libro las cuartillas que pergeñan la noche

anterior. En síntesis, se ha carecido de un verdadero “pathos” ante la verdad –nuestros

pseudointelectuales desprecian olímpicamente la ciencia y la filosofía– y ello ha traído como

fatal consecuencia una carencia de verdadera responsabilidad en el ejercicio de la mente.

Por eso el espectáculo que semeja nuestra actual cultura es el de una farsa de

ideíllas-marionetas manejadas por operadores ebrios: el desorden, la vaciedad, e incluso la

mentira de los pensamientos, reinan por todas partes...

Tal vez pequemos de severos en semejante juicio pero se hacía necesario que alguna

vez se dijera sin ambages ni disimulos. Y allí está escrito. Quien desee defenderse puede

hacerlo, si es que juzga o considera que merece la pena responder a estas cosas. Al fin y al

cabo lo que expreso aquí es apenas una opinión perfectamente individual. Y no soy, ni me

considero, juez absoluto. Pudiera estar equivocado. He creído mi deber, no obstante, enfocar

las cosas sin disimulos ni falsas componendas. Esto nos conduce, por obligación, a tratar un

aspecto complementario del problema: la crisis moral de la actual generación. Sin embargo,

quizás el tiempo imponga una demora.

VII. En Torno a una Réplica

Con ocasión de una serie de artículos sobre el estado actual de nuestra cultura, que

he venido publicando en las páginas de “El Nacional”, el distinguido escritor E. Arroyo

Lameda dirigió una especie de réplica a mis ideas, tachándolas de poco convincentes. Días

antes, sin embargo, otro inteligente y sagaz comentarista –el doctor Antonio Stempel París–

asentaba su conformidad con ellas y hacía resaltar lo justo de mis apreciaciones. Semejante

contradicción entre los juicios provocados me lleva a pensar que mis opiniones han tenido la

virtud de suscitar cierto debate en la conciencia pública. Esto me anima especialmente.

Despertar inquietudes e interrogaciones es quizás la más alta recompensa a que puede

aspirar quien se dedica al cultivo de la difícil profesión de decir las cosas claras.

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Pero no quiero dejar sin contestar algunas de las afirmaciones del distinguido escritor

Arroyo Lameda, tanto más cuanto que en su forma de replicarme acusa la indispensable

condición para entrar en diálogo con alguien: la consideración y el respeto debido por las

ideas ajenas. Aun a pesar de no estar en acuerdo con ellas. Sobre esta base de respeto y

franca buena voluntad en los propósitos del diálogo, me permito contrariarlo en lo siguiente:

Las objeciones que Arroyo Lameda dirige a mis ideas poseen los siguientes defectos

esenciales: 1º) Son réplicas meramente formales que pecan incluso contra las leyes de la

lógica; 2º) En ellas no se analiza propiamente el contenido de ideas que expuse en mis

artículos; 3º) Cuando apenas lo rozan, lo entienden mal; y 4º) Aun dentro del puro aspecto

formal, sus objeciones, al contrario de negar, confirman mis propios argumentos. Veamos

ejemplarizarse semejantes aspectos tomando como índice ilustrativo una de las réplicas del

distinguido amigo y escritor.

Me permití afirmar que nuestra cultura carecía de contemporaneidad. Responsables

de este hecho, por la falta de interés e ignorancia que muestran frente a las ideologías que

sacuden la época en todos los terrenos –desde la filosofía y la ciencia hasta la política y el

arte– hice a nuestros intelectuales, que en lugar de asumir la rectoría de la cultura,

imponiéndose como norma de su quehacer intelectual el ineludible deber de estar a la altura

de los tiempos, se dedican a medrar en posiciones de cómoda e irresponsable medianía

burocrática, en un reprobable mercantilismo moral, o en el cultivo de un nacionalismo estéril

y patriotero. Lo que son las ideas que agitan el mundo –las “ideologías” que obran a manera

de incentivos leudatorios en la entraña de la cultura universal de nuestro tiempo– eso...

parece relegado a un lugar secundario frente a los requerimientos materiales del momento o

a los equilibrios “intelectuales” y “nacionalistas” que deben hacer para sostener y defender

las posiciones mal ganadas y que parecen amenazadas por su vejez galopante.

Aparte de que –como veremos– el doctor Arroyo Lameda entiende incorrectamente el

concepto de “contemporaneidad”, su réplica formal, mal aplicada lógicamente a mi

razonamiento, se resuelve en lo siguiente: “El retraso cultural denunciado por el doctor Mayz

se observaría, a decir verdad, en la totalidad de las naciones”. “No resulta, por tanto,

equitativo ni conveniente que un defecto universal sea señalado como privativo de un pueblo

y menos de una generación”. Es decir: que una característica presuntamente universal

(como erróneamente pretende hacerla A. L.) no podría ser utilizada para denunciar un vicio

de nuestra cultura y menos de una generación. Pero yo me pregunto: ¿en dónde radica la

razón de peso que asiste al doctor Arroyo Lameda para sostener que no se puede aplicar

una característica universal al estadio cultural de un pueblo determinado o de una

generación, por insignificante e intrascendente que su gestión cultural haya sido? ¿Hay,

acaso, algún vicio de razonamiento, o alguna imprecisión en el rigor de la predicación, si yo

Page 21: De las Generaciones

defino a un individuo cualquiera –a Juan Pérez, por ejemplo– con las características

generales de “animal racional”? ¿Por qué razón un atributo general, sea virtud o defecto

universal (como pretende decir el doctor Arroyo Lameda que es la “carencia de

contemporaneidad”), no puede ser aplicado a nuestra cultura y a la actual generación? Me

permito creer que el distinguido escritor no tiene razón alguna de peso para acusar de falta

de rigor a nuestro razonamiento cuando aplica la “carencia de contemporaneidad” –como

atributo general– a nuestra cultura y, en especial, a la actual generación (que funciona como

sujeto individual de la predicación en este caso). A menos –sea dicho de paso– que se haya

inventado un nuevo procedimiento lógico que nosotros desconozcamos o que se haya

reformado fundamentalmente el ars operandi de los modos de la predicación aceptado

tradicionalmente por la ciencia lógica desde Aristóteles, pasando por Bacon, hasta llegar a la

Logística contemporánea.

Pero esa falta de rigor formal, que sí se advierte claramente en sus réplicas, se torna

aún más grave por el hecho del malentendimiento que demuestra el distinguido escritor

acerca de nuestras propias ideas cuando las roza en sus comentarios. Tomando de nuevo –a

manera de ejemplo ilustrativo que puede aplicarse a sus restantes afirmaciones– el concepto

de “carencia de contemporaneidad”, el doctor Arroyo Lameda apunta: “¿En qué consiste

semejante condición a estas alturas del siglo XX? ¿La representará el pensamiento oficial del

Vaticano? ¿O el de Rusia y sus satélites? ¿O el U.S. y la Gran Bretaña? Añádase que dentro

de cada colectividad de nuestros días se agita vasto número de corrientes contrapuestas, así

en la filosofía y las ciencias como en la literatura y las artes. La civilización de la hora se

caracteriza por su atomismo, no pudiéndose conformar el entendimiento a los centenares de

oposiciones y diversificaciones en vigencia...” ¿Pero es que el doctor Arroyo Lameda no ha

entendido que, justamente por darle la espalda a este hecho o situación mundial, es que se

acusa en nuestra cultura una tremenda “carencia de contemporaneidad”? Nuestra cultura no

carece de contemporaneidad por hallarse diversificada su atención en multitud de

requerimientos y tendencias ideológicas distintas y contrapuestas que la soliciten y la

coloquen en drama y en conflicto... ¡ojalá que así fuera¡... sino, justamente, por no poseer

ninguna “ideología” que esté verdaderamente a la altura de los tiempos y que fecunde de

contemporaneidad creadora sus entrañas resecas y agonizantes. Lo único que resta en ella

de “contenido ideológico” es el residuo, opaco y macilento, de un Positivismo mal entendido

y peor utilizado. Y el Positivismo –como “ideología”, y en sus aspectos filosóficos, científicos,

y aún políticos– se encuentra vulnerado en sus cimientos desde hace ya mucho tiempo. En

esto radica la irresponsabilidad de que yo he acusado a nuestros intelectuales y que se

delata claramente en su falta de interés, y en su ignorancia, por lo que el mundo ha hecho y

ha avanzado en estos últimos cincuenta años. Antes que vivir en la actitud de propulsores

Page 22: De las Generaciones

de las nuevas ideologías –en verdadero temple de “contemporaneidad”– han momificado su

intelecto dentro del Positivismo y pretenden incluso anestesiar toda inquietud universalista

bajo los engaños, e incluso el chantaje, de un nacionalismo patriotero y vacío. ¿No es,

acaso, esa manifiesta irresponsabilidad intelectual la causa inmediata de una innegable

“carencia de contemporaneidad” en la gestión cultural de nuestro medio? ¿Y no queda

suficientemente dibujada “en sus legítimos matices” semejante “característica general” (para

responder con esto, incluso, a otra de sus falsas objeciones) cuando he enumerado varios de

los vicios individuales que la caracterizan? La falta de contemporaneidad sí es “un hecho lo

bastante nítido y configurado” –especialmente cuando se ha señalado concretamente en qué

consiste– “para servir de base a un reproche”. ¿O es que no está el doctor Arroyo Lameda

satisfecho con los vicios perfectamente individuales que he asomado en nuestros

intelectuales y desea que yo avance hasta señalar con nombres y apellidos a quienes han

quedado descubiertos frente a la opinión pública? En semejante extremo –creo que

estaremos de acuerdo– no debemos incurrir aunque sea por piedad.

Pero hay incluso otro aspecto de la cuestión que denuncia una contradicción en que

ha incurrido el doctor Arroyo Lameda al decir que “el retraso cultural denunciado por el

doctor Mayz se observaría, a decir verdad, en la totalidad de las naciones”. Justamente es

falsa semejante réplica que nos formula el distinguido escritor pues el fenómeno por él

mismo reseñado –la proliferante pugna de ideologías que se observa en cualquiera de los

países señalados (desde el Vaticano hasta la Unión Soviética, pasando por Inglaterra y los

Estados Unidos)– es síntoma inequívoco de la contemporaneidad y constante renovación de

sus respectivas culturas. Nuestra cultura, en cambio, carece de contemporaneidad por vivir

parasitariamente enclaustrada dentro de una ideología ya caduca, exclusivista, e inoperante,

que ahoga toda inquietud creadora y fosiliza los entendimientos. Su argumento, pues, antes

que negar, refuerza y confirma nuestra apreciación.

Un artículo de periódico –como bien lo sabe el distinguido amigo Arroyo Lameda– nos

somete a la tiranía de los límites. Por eso he debido restringir mis consideraciones a un solo

ejemplo de sus presuntas objeciones. Me he permitido tomar a ésta como índice ilustrativo,

ya que, su modo de estar concebida, podría aplicarse perfectamente a las restantes. Creo

haber acusado, al menos, lo que me parece injusto en ellas, a saber: 1º) la mera formalidad

de sus argumentos (yo le rogaría al doctor Arroyo Lameda que encarase en sus análisis el

verdadero contenido de ideas que expresé en mi serie de artículos; 2º) la falta de rigor que

incluso ellas acusan; y 3º) el malentendimiento que manifiesta acerca del verdadero

contenido ideológico que expresé –creo que con rigor y claridad suficientes– en mi serie de

artículos.

Page 23: De las Generaciones

VIII. Los Puntos sobres las Íes

A veces las discusiones llegan –más pronto de lo que era de esperarse– a su punto

muerto. Es el momento en que las tesis y afirmaciones formuladas, no pudiendo rebatirse,

se falsifican en su significado original y tratan de ocultarse mediante buscados artificios que

desvíen la atención. Lo que resta hacer entonces son dos cosas, a saber: 1º) salvar lo

primordial de lo afirmado, defendiéndolo de las malas interpretaciones; y 2º) mostrar que

las tesis formuladas, a pesar de las tentativas hechas para desvirtuarlas, se han impuesto

incluso en el propio opositor. Para lograr esto es necesario evitar todo desvío y repetir

–aunque sea un tanto fastidiosa la labor– lo que no puede desconocerse sin alterar el

sentido de las propias afirmaciones.

Esto es lo que desearíamos hacer hoy con algunas de nuestras ideas, de las que

gentilmente se ha ocupado el distinguido escritor E. Arroyo Lameda con motivo de una serie

de artículos publicados por nosotros en “El Nacional”. No es nuestra intención discutir con el

apreciado amigo el derecho que lo asiste al enjuiciarlas negativamente –pues ya expresaba,

al concluir aquella serie de artículos, que no me sentía ni creía juez supremo para opinar

sobre este asunto– aunque sí considero que es un deber restituir a mis ideas el significado

primitivo que expresaban, haciendo ver al doctor A. L. cómo él mismo ha admitido la

vigencia de mis afirmaciones. Creo que esto demostrará –mejor que nada– que mi ilustre

opositor ha aceptado como valederas las cuatro objeciones que le formulé en mi anterior

artículo. Se refuerza esta impresión tanto más cuanto que el doctor A. L. no hace de ellas

ninguna mención en su último escrito titulado “Puntualicemos”, y, al contrario, para no hacer

resaltar la aceptación forzosa de las tesis contrarias, intenta desviar la atención hacia

aspectos aún no discutidos y radicalmente heterogéneos a las tesis en cuestión.

Comencemos, pues, examinando el primero de los puntos que él aborda en su reciente

artículo: la cuestión de la “contemporaneidad”.

Si no recuerda mal el distinguido escritor admitirá que en su primer artículo –de

fecha 21-8-56– negaba que nuestra cultura careciera de contemporaneidad. Para sostener

este punto argumentaba que semejante síntoma se reflejaba, por igual, “en la totalidad de

las naciones por adelantadas que las supongamos”. A este respecto le hice notar que su

afirmación no sólo carecía de sustento (puesto que la condición por él señalada no existía en

nuestra cultura nacional) sino que, fundamentalmente, su propia manera de argumentar

reforzaba y confirmaba nuestra personal afirmación. El juego y la pugna entre ideologías

contrapuestas, que agita y sacude al mundo contemporáneo, en lugar de hallar un reflejo

paralelo en nuestra actual cultura, está representado en ella sólo por un quietismo cultural

desesperante: por una carencia radical de ideologías, o cuando más, por una

Page 24: De las Generaciones

pseudoideología “positivista” desvencijada, desvalida, y perfectamente anacrónica5.

Justamente esto demostraba lo que yo afirmaba: la carencia de contemporaneidad en

nuestra cultura nacional. Por tal motivo en su último artículo –de fecha 18-9-56– el doctor

A. L. no niega ya nuestra afirmación, sino que, admitiéndola silenciosamente, parece

cambiar de frente. Ahora acepta la falta de contemporaneidad de nuestra cultura pero su

argumento –con el que parece querer desviar la atención– es el de que la

“contemporaneidad” por nosotros reclamada y echada de menos en nuestro ambiente

cultural es “una condición esencialmente indeseable”. “Si contemporaneidad significa

primordialmente caos, no comprendemos por qué deplorar tanto su no presencia”.

Queremos, pues, puntualizar dos cosas: 1o) Que el doctor A. L. parece haber

admitido nuestra tesis de la carencia de contemporaneidad en la cultura nacional; y 2o) Que

admitiéndola, le parece indeseable que la pugna ideológica contemporánea –la cual

confunde con un simple y vulgar “caos”, sin advertir que en ella se delata incluso un

profundo “orden” histórico– se implante en nuestro medio. Al contrario, si es cierto que

existe esa falta de contemporaneidad, siendo la pugna de ideologías algo indeseable, lo más

fecundo para el doctor A. L. sería, al parecer, vivir como vivimos y dejar que siga

establecida en América Latina una “íntima cuarentena ante un buen número de las

desgarradas concepciones del presente”. Por eso le es fácil pronunciar –sin inmutarse– con

tono que recuerda un tanto al de un Inquisidor, la siguiente y rotunda frase: “No

comprendemos que urja dar albergue entre nosotros al grueso de las novedades del día

difícilmente constructivas o sanas”. ¿Qué llama el doctor A. L. “novedades del día

difícilmente constructivas o sanas”? ¿De qué medios pretende valerse para imponerle

aduana o cuarentena a las malsanas ideologías de nuestra época?

Por nuestra parte, frente a su manifestación, nos permitimos reafirmar que es deber

ineludible de todo verdadero intelectual –científico, filósofo, sociólogo, teólogo, político, o

artista– estar a la altura de su tiempo. Pero la condición para ello es saber de lo que en el

tiempo se debate o se discute. Cerrando el paso a las ideas, dándole la espalda, o

simplemente ignorándolas porque no estén de acuerdo con nuestras preferencias

intelectuales... no se gana nada. Por eso nos parece errada e incomprensible en un hombre

de su altura intelectual la posición asumida por el distinguido escritor.

Pero ya admitida la falta de contemporaneidad en nuestra cultura, e invocado (por

oposición) el anacronismo como una sagrada virtud, a la cual América Latina debería

5 Ruego al doctor A. L. que no confunda, como lo ha hecho, al Positivismo lógico del Círculo de Viena –el de un Reichenbach, o el de un Schlick– con el positivismo comtiano, que es el único que se escucha vocear entre nosotros. Por este camino llegaríamos al absurdo de identificar a la Fenomenología de Husserl –que le asestó el golpe de gracia a esa doctrina– con aquello mismo a que se opone.

Page 25: De las Generaciones

defender con un cinturón de castidad ideológica, el doctor A. L. usa un arte taumatúrgico

para argumentar incluso contra lo admitido. ¿Pues qué es eso de falta de

“contemporaneidad” si allí, en verdad, están los hechos “sociológicos” atestiguando lo

contrario y demostrando que nuestro pretendido “anacronismo” cultural está transido de

fecundas y verdaderas ideologías epocales”? ¿Pero cuáles son los famosos hechos que el

sagaz escritor expone como argumentos para demostrar que “de todos modos” le “parece

bastante exagerada la aserción de que la cultura doméstica no refleja ninguna de las

ideologías de ogaño”? Helos aquí con sus propias palabras:

“Sin intentar una larga y laboriosa enumeración de pruebas en contrario” –valga la

excusa– el argumento central de que se vale el doctor A. L. es el de acudir al gastado

expediente del “progreso” o “adelanto” del país, para demostrar, en base de este

“progreso”, que es una exageración de nuestra parte afirmar que la cultura nacional no

posea actualmente una “ideología epocal”.

Mas, aparte de que “Progreso” no es sinónimo de “Contemporaneidad” (ya que puede

haber “progresos” en muchas direcciones: por ejemplo hacia el pasado) ¿cuáles son las

razones o hechos que invoca A. L. para demostrar nuestro “adelanto” cultural y nuestra

“intensa comunicación con el intelecto universal”? He aquí lo más curioso de su

argumentación:

1º) “No echemos en olvido –dice textualmente– que el venezolano de hoy viaja

mucho, gracias a la bonanza económica derivada del petróleo, y entra así en contacto,

quiera que no, con el pensamiento foráneo”. ¿Le parece al distinguido escritor que ésta es

razón seria y de peso para afirmar que los venezolanos están “en intensa comunicación con

el intelecto universal” portador de la cultura y de las ideologías de la época? ¿Cuál es ese

“intelecto universal”, esa “cultura”, con que entran en comunicación, quieran que no, los

venezolanos que hacen turismo (incluso intelectual) en lo foráneo? ¿Me podría decir el

doctor A. L. en qué cree él que ocupan su tiempo la mayoría de los venezolanos que viajan

al exterior disfrutando de “la bonanza económica derivada del petróleo”? Aun cuando es

tema más propio para gacetillas, yo me permitiré indicarle al doctor A. L. tres de los grandes

incentivos culturales que llevan en mientes nuestros felices viajeros que van al exterior:

reposo, tranquilidad y holganza. O –los de espíritu inquieto– toros, mujeres y vinos.

2º) Una segunda razón que invoca A. L. para explicar nuestro pretendido “adelanto”

cultural es la de que “desde hace tres décadas son numerosísimos los jóvenes que estudian

en famosas Universidades del Viejo Mundo y del norte de América”. ¿Pero es que cree

seriamente el doctor A. L. que la mayoría de nuestros estudiantes van a Europa y a

Norteamérica guiados por ese afán tan noble y elevado que él les asigna de apropiarse de

las “ideologías epocales” y entrar en fervorosa comunión con la cultura universal? Si no

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idealizamos y poetizamos sobre las cosas debemos confesar que la mayoría de nuestros

estudiantes –hijos que son de los afortunados padres que gozan “de la bonanza económica

derivada del petróleo”– no van a Norteamérica ni a Europa guiados por verdaderos acicates

espirituales. Si los padres hacen “el sacrificio” de enviar a sus hijos a estudiar al exterior –y

éstos lo aceptan– es buscando que ellos adquieran más fácilmente un título, ya sea

acortando la duración de sus estudios, ya sea evitándoles la dureza de los exámenes; o bien

pensando que adquieran un “sólido” prestigio que les permita mañana usar en el aviso

profesional-periodístico el imprescindible estribillo de “graduado o especializado en la

Universidad de tal y tal”. Por lo demás, estudiar en una Universidad extranjera no es un

hecho suficiente para lograr apropiarse de las “ideologías epocales”. El lerdo y desinteresado

es lerdo y desinteresado en Caracas y en Pekín. Yo he visto estudiantes venezolanos en

Francia, en Alemania y en España –los mismos que se dirán mañana “especializados” en

aquellos países– que antes de ocupar su tiempo en estudiar seriamente las asignaturas, lo

que hacían era emplear su innegable astucia de criollos en menestercillos económicos poco

dignos... Pruebas en contrario no le faltarán, sin embargo, al doctor A. L. para decirme que

ha visto estudiantes muy dignos y aplicados. Pero para salir de dudas –y poner la discusión

sobre terreno firme– yo lo emplazo a que me conteste la siguiente pregunta: ¿cuáles de

esos numerosísimos jóvenes que desde hace tres décadas estudian en tan famosas

Universidades son los que han remozado la “ideología” nacional de su lastre de

anacronismo? ¿No le parece extraño al doctor A. L. que sea con nuestra generación cuando

comience a discutirse sobre el tema y a ponerse los puntos sobre las íes? Ahora bien –quede

esto bien en claro– a veces el falso “progreso” enceguece. Si nuestra generación asume el

papel de interrogadora acerca de estos temas –que no se deben confundir con la manida

“revisión de valores”– no es porque esté conforme o sea obra de ese “progreso” que tan

optimistamente admite nuestro ilustre opositor. Quizás la clave se encuentre en lo contrario.

3o) Su tercera razón es la de los numerosos y “reputados profesores y conferencistas

extranjeros que actúan en el país”. ¿Los ha oído con atención el doctor A. L. y ha hecho la

necesaria diferencia entre los tres o cuatro que verdaderamente valen y la legión de

farsantes que nos visitan? La falsedad intelectual, la hipocresía, y la complacencia crítica de

muchos extranjeros, ha sido una de las causas que más ha propiciado el mantenimiento de

nuestra absurda farsa cultural.

4o) Por último, para demostrar nuestro adelanto cultural, el doctor A. L. nos indica

que “normalmente los programas de las asignaturas de educación secundaria y superior

exhiben modernidad indefectible”. ¿Ha visto, acaso, el doctor A. L., el correspondiente al 5º

año de Pre-universitario de Filosofía? He aquí –para terminar y que no quede lugar a dudas–

una genial muestra de la “modernidad indefectible” que en él se asoma: una de las tesis del

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citado Programa dice textualmente en su enunciado: “El Problema de la Metafísica. Ser y

Devenir. Fenómeno y Nóumeno. El interés metafísico. El mundo como voluntad y

representación. El objeto”. ¿Sabe el doctor A. L. en qué consiste la “indefectible modernidad”

de este enigmático y supramoderno enunciado? El precedente enunciado contiene,

analíticamente desmenuzados, los siguientes “sencillos” ingredientes: a) dos términos

generalísimos de Ontología General: “Ser” y “Devenir”; b) una oposición peculiar y

estrictamente kantiana: “Fenómeno” y “Nóumeno”; c) el título de un libro de Schopenhauer:

“El Mundo como voluntad y representación”; d) una palabra sin significado preciso: “el

Objeto”; y e) algo que vagamente se llama “el interés metafísico”. Todo esto, mezclado y

acoctelado, ha de entenderse como un Problema, o mejor todavía, como “el Problema” de la

Metafísica. Ante tan enigmáticas relaciones de temas y agobiado por las sutilezas que

pretende contener ese enunciado, el más pintado Aristóteles flaquearía.

Por todo eso nos permitimos mostrarnos en radical desacuerdo con una

argumentación tan optimista como la del sagaz crítico. Antes que la existencia de una

verdadera “ideología epocal”, lo que todo esto demuestra es una dolorosa farsa. Farsa de la

cual no podemos hacernos cómplices quienes respetamos seriamente la misión intelectual.

IX. Punto Final

Al leer el último artículo del distinguido escritor E. Arroyo Lameda se reafirma mi

creencia de que la discusión que sostenemos ha llegado hasta su punto muerto. Es tal la

divergencia entre nuestras respectivas opiniones que se me hace difícil entrever siquiera la

posibilidad de un mutuo entendimiento. Ante lo irreconciliable de las posiciones –y para

evitar que el diálogo degenere en simple diversión periodística que alimente una columna–

prefiero, por mi parte, poner punto final a esta polémica. Antes, sin embargo, debo expresar

mi agradecimiento al distinguido amigo por la amable deferencia que ha tenido al ocuparse

de mis personales opiniones. Tanto más queda obligado mi reconocimiento por la

indeclinable altura intelectual con que ha abordado la disputa, por su loable actitud de

respeto ante el oponente, y, en síntesis, por la honestidad con que ha sabido defender sus

propias opiniones. Virtudes todas que, por lo extrañas que son en nuestro medio, realzan

aún más sus bien ganados méritos de escritor.

No obsta, sin embargo, lo anterior, para que le explique las razones que me asisten

al considerar que nuestra discusión ha llegado hasta su punto muerto. Obedecen ellas, en

verdad, a mi convencimiento de que las ideas expuestas por el ilustre escritor se han hecho

insostenibles y que, debido a esto, aportan escasa fecundidad para una verdadera discusión

intelectual.

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Insostenibles me parecen las siguientes ideas del doctor A. L.: 1º) Pretender que

nuestro concepto de contemporaneidad es “informe y contradictorio” porque –según

flaquísima lógica– “en ninguna de las posibles culturas nacionales es posible hallar esa

contemporaneidad”. ¿Quiere decir, entonces, que para el doctor A. L. todo nuestro mundo

contemporáneo carece de “contemporaneidad”? ¿No es completamente absurda esta

opinión? Perogrullo –al menos– no se atrevería a defenderla. Y yo respeto mucho a

Perogrullo desde que estudié la Lógica.

2º) Me parece también insostenible identificar “contemporaneidad” con “caos”. Son

conceptos tan distintos que la más elemental prudencia intelectual recomendaría

mantenerlos separados.

El error del distinguido crítico reside en ver un caos donde sólo hay disputas y

divergencias ideológicas. Para su opinión el orden es sinónimo de tranquilidad y quietismo

cultural. Es decir: de monotonismo ideológico. Donde una idea se oponga a otra –allí, para

el doctor A. L.– existe un infecundo “caos”.

Pero semejante opinión se hace insostenible. Crisis, diálogo, disputa, no son

sinónimos de “caos” o “desorden”. Caos es la absoluta falta de orden. ¿Mas no le parece al

distinguido crítico que el aparente “des-orden” de nuestra época es justamente el reflejo de

un verdadero “orden” histórico que cumple la humanidad de nuestro tiempo? ¿Cree el doctor

A. L. que las revoluciones son meros desórdenes y caos? La contemporaneidad de la cultura

actual –que se alimenta de profundas revoluciones ideológicas– puede responder a todo...

menos a un sencillo y aparente “caos”. Obedece –incluso– a una profunda Ley (histórica) y

nada más alejado del caos o desorden que una Ley.

Ver la revolución que hoy experimenta nuestra época como simple y vulgar “caos” es

simplemente no entenderla o no quererla comprender. Dar la espalda a la dramática disputa

de los tiempos y refugiarse en cómodas excusas que faciliten la emisión de un juicio

apresurado es un acto de flojera intelectual o de ignorancia apetecida.

3o) En tercer lugar me parece insostenible –y hasta escandaloso– el santo horror que

siente el distinguido crítico frente a la “contemporaneidad” de la cultura. Sus expresiones, al

comparar la “contemporaneidad” de la cultura con las enfermedades o pestes contagiosas,

se prestarían a finas suertes humorísticas que no queremos ensayar. Mas, para que no se

juzgue una exageración lo que decimos, copiamos textualmente su opinión, en la cual se

resume uno de los ideales de profilaxia intelectual más atrevidos que se hayan podido

expresar en pleno siglo XX: “Aun en el caso de que fuera factible obtener la

contemporaneidad en la cultura de un pueblo de hoy –dice A. L.– ello no sería deseable por

la misma causa que no deseamos la difusión de las enfermedades, a no ser con fines

siniestros de venganza”.

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Eso nos parece que es algo más que una simple cuarentena sanitaria. Es casi –como

lo dije en mi anterior artículo– un verdadero y modernizado “cinturón de castidad ideológico”

–de estilo inquisitorial– que el distinguido crítico quisiera imponer en nuestro medio.

El santo horror que experimenta el doctor A. L. ante la “contemporaneidad” –y, por

ende, al parecer, su fervor por todo lo que huela a “anacronismo”– no puede merecer

nuestro respeto porque rebasa todo límite de “contemporaneidad”.

4o) No podemos aceptar tampoco que A. L. denomine “ideologías” de nuestra época a

los siguientes y brutales hechos: “la apoteosis del éxito, la comodidad como suprema

aspiración, el frenesí de las ganancias”, “el racismo”, “el fervor por las estrellas de la

pantalla y la lucha libre”, etc.

Al citar semejantes hechos como sinónimos de ideologías, el doctor A. L. no sólo

desconoce el significado del término “ideología” sino que lo irrespeta. El fervor por la lucha

libre –que él apunta como una de las ideas imperantes en nuestra época– será idea para los

luchadores e ideología para los empresarios de semejantes espectáculos. No para ser

tomada en cuenta como ejemplo con que ilustrar una discusión intelectual.

5o) En su escrito titulado “Puntualicemos”, el doctor A. L. nos enrostra con la

siguiente agresiva interrogante: “¿Cree de veras el apreciado crítico en la necesidad de

vestirnos con andrajos de la mente occidental?” A esa pregunta –suponiendo que “andrajos”

son para A. L. las teorías científicas, filosóficas, estéticas, y aún políticas, que mueven al

mundo contemporáneo– debemos responder con un sí rotundo. Pues no sentimos los falsos

temores que han impuesto a ciertos escritores de su generación los compromisos con una

beatería intelectual nacionalista. Mientras no tengamos vestimentas propias (recuerde el

doctor A. L. que hacernos de ellas ha sido postulado por mí como un desiderátum de nuestra

generación) creo preferible cubrir nuestro espíritu con esos “andrajos de la mente

occidental” que no andar desnudos, o cubriendo y ocultando nuestra pobreza intelectual con

taparrabos indígenas o indigenistas. Yo prefiero –dentro de la sana actitud universalista que

ha de ser consustancial a un auténtico universitario– alimentar mi espíritu con los estímulos

de las ideologías que sacuden la época (aunque no las haya inventado un margariteño, un

andino, o un maracucho) que no especular la vena de un nacionalismo fácil y logrero

descubriendo y desenterrando concheros y tribus de “extraordinaria importancia para la

cultura nacional”. El indigenismo cultural –que se extiende desde el culto y el comercio en

base a lo folklórico, pasando por la exageración de lo pintoresco, hasta desembocar en los

aún más pintorescos intentos de formular una “pedagogía” para uso nacional nacionalista–

es lo más infecundo, falso y estéril, que pueda concebirse. Delinear una “pedagogía

nacional” en base de principios teóricos también “nacionales” (a eso conduce el desprecio

por “los andrajos de la mente occidental” cuando se conjuga con un positivismo desviado

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hacia el Nacionalismo) es una tentativa tan absurda como escribir una “matemática zuliana”

o una “biología nacional”. Frente a semejantes ex abruptos intelectuales preferimos seguir

creyendo que aún mantienen plena vigencia ciertos “andrajos de la mente occidental” tales

como la teoría de la relatividad, la fenomenología de Husserl, la geometría de Riemann, el

psicoanálisis de Freud, la filosofía existencial de Heidegger, el Manifiesto Comunista o la

Rerum Novarum.

6o) En cuanto se refiere a la existencia del Positivismo entre nosotros –sin tener que

hacer uso de las “listas negras” que parece desear A. L.– debo expresarle que es un hecho

tan manifiesto y evidente que con sólo tomarse el trabajo de leer los periódicos locales

tendría pruebas suficientes e irrebatibles para darnos la razón. La “atmósfera positivista” en

que vive la cultura nacional es tan intensa, peligrosa y sofocante, que el propio doctor A. L.,

sin darse cuenta, sucumbe a ella al suscribir –con innegable entusiasmo– uno de los lemas

preferidos de aquel positivismo. Como final prosopopéyico, queriendo distinguir su actitud

frente a la mía, escribe apasionadamente, como definición de su meta intelectual, que él no

osaría “jamás sacrificar la sociología en aras de la filosofía”. Suponiendo que para el doctor

A. L. la “filosofía” sea sinónima de la “metafísica”, entendemos que con esto suscribe y

acepta uno de los postulados más queridos de Comte: colocar a la Sociología en la cúspide

de la pirámide clasificatoria de la ciencia y hacer de ella “el único fin esencial de toda

filosofía positiva”6.

Sin embargo, quiero expresarle al doctor A. L., que yo no ataco dogmáticamente al

Positivismo. Lo que hago es criticar a fondo sus fundamentos doctrinarios repitiendo de este

modo –con casi cincuenta años de retraso en mi país– lo que a comienzos de siglo fue

debate universal y al cual nuestros intelectuales no atendieron. De semejante debate quedó

como saldo –y el doctor A. L. puede comprobarlo leyendo cualquier manual serio de

filosofía– la destrucción total de los fundamentos doctrinarios del positivismo comtiano. Por

eso es que semejante doctrina me parece un cachivache del pasado y –quien la defienda–

un amante del anacronismo.

Por lo demás no es cuestión la de seguir rebatiendo, punto por punto, las objeciones

formuladas por mi ilustre adversario. No tendría sentido alguno hacerlo pues ello no

conduciría a ningún nuevo resultado. Por tal motivo sostengo y reafirmo mis convicciones

–sin caer por eso en la pretensión de creerlas irrebatibles–, pues sé que ellas cuentan con el

apoyo de mi sinceridad personal y con el fervor de muchos jóvenes que ven en mis ideas las

suyas personales. Si acaso me tocara destacar alguna de ellas escogería como puntos

centrales para definir las tesis que he sostenido en mis artículos los siguientes aspectos que

permanecen incólumes:

6 Cfr. A. Comte. “Discurso sobre el espíritu positivo”. Tercera Parte, capítulo III, 2º.

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1o) Sostener plenamente la carencia de responsabilidad que han manifestado

nuestros “intelectuales” frente a los problemas ideológicos que sacuden la época. Su traición

a la misión rectora –desde la moral hasta la científica– que han debido asumir por oficio,

vocación y puesto dentro de la cultura nacional.

2o) Sostener, además, que frente a la crisis de valores por la que atraviesa nuestra

cultura, se gesta actualmente la aparición de una nueva generación –“generación en

ciernes” la he llamado, en oposición a la “generación actual”– y que pronto presenciaremos

una crucial pugna en la que ciertos pretendidos “intelectuales” se verán desenmascarados

por los jóvenes. El cinismo y la falacia han sido tantos y tan frecuentemente repetidos, la

hipocresía tan descarada –profesores que han trocado su misión por bajos menesteres,

letrados que han vendido su talento frente al mejor postor, abjurados que después de

fracasar quieren hacerse pasar hoy por arrepentidos– que no es difícil prever que la

juventud, ansiosa de una reivindicación moral, exprese su repudio frente a ellos.

3o) Mantener, asimismo, que la misión de esta nueva generación consistirá en

universalizar nuestra cultura ensanchando el mero factum regional, a la vez que,

dialécticamente, regionalizar lo puramente universal; y

4o) Proponer como desiderátum de la nueva generación la gestación de una auténtica

Ideología del hombre y del mundo americanos: expresión que ha de ser ello de su

americanismo universalista.