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DE LA RELIGIÓN Y LA POTESTAD SUPREMA, LA JUSTICIA Y EL DERECHO EN LA PRÁCTICA POLÍTICA (1500-1700) LECCIÓN INAUGURAL CURSO 2010 / 2011 Prof. Dr. D. José María García Marín SEVILLA 2010

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DE LA RELIGIÓN Y LA POTESTADSUPREMA, LA JUSTICIA Y EL DERECHO

EN LA PRÁCTICA POLÍTICA(1500-1700)

LECCIÓN INAUGURALCURSO 2010 / 2011

Prof. Dr. D. José María García Marín

SEVILLA 2010

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EDITAUniversidad Pablo de Olavide - Sevilla

IMPRESIÓNTecnographic

DISEÑO Y MAQUETACIÓNRicardo Abad

DEPOSITO LEGALSE-4740/2010

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DE LA RELIGIÓN Y LA POTESTADSUPREMA, LA JUSTICIA Y EL DERECHO

EN LA PRÁCTICA POLÍTICA(1500-1700)

LECCIÓN INAUGURALCURSO 2010 / 2011

Prof. Dr. D. José María García MarínCatedrático de Historia del Derecho y

de las Instituciones

SEVILLA2 0 1 0

UNIVERSIDAD PABLO DE OLAVIDESEVILLA

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DE LA RELIGIÓN Y LA POTESTAD SUPREMA, LA JUSTICIA Y EL DERECHO EN LA PRÁCTICA POLÍTICA (1500-1700).

Excmo. Sr. Rector Magfco.Ilustrísimas autoridades académicasQueridos amigos integrantes de la Comunidad UniversitariaSeñoras y Señores:

Doy gracias a todos ustedes y, en especial, a las autoridades académicas por haber sido convocado en ocasión tan solemne como ésta. Se me faculta aquí y ahora para hablarles, en representación de la Facultad de Derecho,

en función de un determinado factor que concurre en mi persona. Me refiero a mi antigüedad al servicio de la Universidad. Permítanme a este respecto una breve licencia interpretativa que para nada juzgo caprichosa y a la que, por cierto, tan dados somos los juristas.

Aunque no es ésta la primera vez que recae en mí un honor de esta naturaleza, no puedo evitar hacerme de nuevo la misma pregunta: ¿Es título bastante la larga permanencia en el oficio académico para ser tan generosamente recompensado? Si tomamos esa persistencia en el empeño como índice de tenacidad ante las inclemencias con que la función académica suele obsequiar a algunos, no a todos, tal vez podría concluir que sí. Interpretándo esa antigüedad en el escalafón como una forma de justificar hoy mi comparecencia ante ustedes para torturarlos con mi disertación, estoy bastante menos seguro de ello. Más bien creo que una razón como esa sería algo francamente desalentador. Y no solo porque una cosa son los años y otra las horas de vuelo, sino porque el mero transcurso del tiempo, por sí mismo, no sería mérito destacable. Convendrán conmigo que, en realidad, solo requeriría en el honrado con tal distinción mantenerse en estos páramos contra viento y marea, incólume ante los embates del desánimo “A viejo has de llegar o la vida te ha de costar”, sentencia un viejo aforismo popular.

Si poco dice de los méritos académicos la mera antigüedad funcionarial, menos aún lo proclama el hecho de ser más viejo que otros colegas. Parto del convencimiento de que aceptar esta última interpretación como pretexto para

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una distinción de este tipo equivaldría poco menos que a dar por buena una forma encubierta de agravio. En tal caso sería lícito reaccionar de parecida forma a como, en ocasión memorable, lo hizo nuestro admirado Miguel de Cervantes, tan vapuleado por las instituciones como por la vida. A su insobornable sabiduría, tan llena de desencuentros con la fortuna, recurriré una vez más.

Respondiendo a los injustos ataques del impostor Avellaneda alegaba aquel que si lo acusaba de viejo además de manco, no se equivocaba ni en lo uno ni en lo otro. Pero le recordaba que si de él dependiera al menos habría puesto remedio a lo primero.

La necedad de la acusación quedaba en evidencia ante todos al conocerse la dolida respuesta del viejo soldado-escritor: me llamas viejo, dirá Cervantes “como si hubiera estado en mi mano haber detenido el tiempo…”

Desde luego aprovechará ocasión tan propicia para dejar bien claro que para él lo importante no eran los años sino el valor de lo hecho. Con ello se refería a aquellas acciones que por sí mismas llenan de contenido y, por tanto, contribuyen a justificar algo tan anodino y tan ajeno al discernimiento y la voluntad humanas como es el mero transcurrir de los días. De ahí su inapelable sentencia y su desdén hacia el intrépido ignorante: “no se escribe con las canas, sino con el entendimiento”.

Perfecto conocedor del alcance de sus palabras y del efecto que las mismas podían tener en espíritus en exceso confusos, más condescendiente que diplomático, concederá a su afligido oponente que tan poco convincente resulta atribuir todo el mérito a los años como negar a éstos todo valor sin más. De este modo concluirá que la indiscutible primacía del entendimiento, además de verse justificada por las obras también es, en una cierta medida, deudora del tiempo. Su discurrir apresurado no solo es algo inevitable sino además provechoso para el hombre, ya que –puntualizará Cervantes- también el entendimiento “suele mejorarse con los años”.

Y pongo fin a esta digresión conceptual, que en modo alguno debe interpretarse como un divertimento del espíritu, formulando –o formulándome- la misma pregunta desde hace años: ¿Llegará el día en que ciencia y experiencia, aunadas en una misma persona, hallen la justa recompensa al esfuerzo que las justifica? ¿O, situándonos en el caso presente, la de protagonizar actos de tan larga tradición universitaria como éste?.

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Resulta sorprendente el relativismo que ha presidido la existencia de muchos conceptos a cuya sombra y amparo han operado numerosos gobernantes, o han vivido o sobrevivido tantas sociedades políticas del llamado Antiguo Régimen. A ello quisiera referirme en unas reflexiones que, dada la ocasión y la propia naturaleza de las mismas, necesariamente han de ser tan cautelosas como breves.

Digamos que en algún momento se hizo necesario remover la densa hojarasca que durante tanto tiempo había envuelto axiomas considerados virtualmente inmutables por generaciones de individuos. Ideas que, durante siglos, se consideraron cruciales por quienes desde el poder intentaron, con mayor o menor éxito, perpetuarse en el mismo: el trascendentalismo religioso ligado al origen del poder y puesto en relación con la potestad regia, la razón de obligar de las leyes, la noción de justicia aplicable al Derecho procedente del soberano, etc.

Algunos de estos conceptos, estimados por muchos, gobernantes y gobernados, como algo de valor axiomático, serán objeto de severas críticas entre el último tercio del siglo XVII y primeros años del XVIII. Sabemos desde hace años que las teorías políticas dadas a la luz en los siglos XVI y buena parte del XVII por una copiosa doctrina deseosa de servir a su príncipe, tenían una base común de naturaleza esencialmente metafísica. En gran medida se las puede considerar herederas de anteriores formulaciones medievales apoyadas en conceptos de clara estirpe teológica. Desde fines del siglo XVII las cosas empiezan a cambiar en ciertos paises del centro de Europa. La demostración more geometrico de problemas que hasta entonces y por largos siglos solo habían dejado de ser inextricables gracias al método escolástico, propinará a este último un duro revés del que difícilmente sería capaz de sobreponerse. Tanto Spinoza como Leibniz o Pascal (teólogo por más señas) se muestran capacitados para aplicar los principios de la matemática o de la ciencia generalis a problemas de naturaleza estrictamente política. De acuerdo con ésto, los principios que rigen la vida social del hombre no escapan a esta nueva forma de acercarse a explicarlos de acuerdo con unas pocas ideas cuya principal característica es la sencillez y la claridad, es decir, los principales instrumentos de la razón1. Como explicara en su día Hazard “La jerarquía, la

1 E. CASSIRER, El mito del estado, México 1992, págs. 196 y ss. Ver el amplio y documentado estudio que dedica al tema Dario LUONGO, Consensus gentium. Criteri di legittimazione dell’ordine giuridico moderno: I. Oltre il consenso metafisico y II. Verso il fondamento sociale del Diritto, Napoli 2008.

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disciplina, el orden que la autoridad se encarga de asegurar, los dogmas que regulan la vida firmemente: eso es lo que amaban los hombres del siglo XVII. Las trabas, la autoridad, los dogmas, eso es lo que detestan los hombres del siglo XVIII, sus sucesores inmediatos”2.

Es sabido que el monarca renacentista, al igual que su antecedente medieval, eran considerados tanto por la ley regia como por la frondosa doctrina política castellana de la Edad Moderna como fuente de toda autoridad y jurisdicción. Esa misma doctrina política se esforzará en resaltar la estrecha vinculación existente entre el oficio de rey y lo que consideraba recta administración de justicia. Esto último ha de entenderse en una concepción amplia y trascendente interpretada como derivación de la justicia divina, a la que había que añadir su correlato más directo y tangible representado por el bien común. El teocratismo implícito en el oficio de rey no significaba que este pudiera actuar libremente. Por el contrario, el ejercicio de la potestad suprema estaba severamente condicionado por el logro de un ideal trascendente de justicia3.

Entendía la doctrina política surgida al filo del siglo XVI que el fin supremo de la organización política era el de garantizar “constitucionalmente” el orden natural del que, obviamente Dios era el centro4. Significativamente será la ley regia y a su lado una doctrina jurídica y política fuertemente transida de teologismo las que proclamarán tanto el origen divino del poder regio como el carácter jurisprudencial del Derecho. De este modo el jurista, imbuído de una concepción trascendente de

2 Paul HAZARD, La crisis de la conciencia europea, Madrid 1988, prefacio, pág. 9. Según el autor entre 1680 y 1715 y en el centro de Europa se estaba produciendo un duelo a muerte entre viejas y nuevas concepciones la vieja de base teológica y metafísica y la nueva basada en ideas revolucionarias que primaban la razón humana y la “audacia crítica”. Según el citado autor “Se relegaba a lo divino a cielos desconocidos e impenetrables; el hombre y solo el hombre se convertiría en la medida de todas las cosas… había que edificar una política sin derecho divino, una religión sin misterio, una moral sin dogmas…” (págs. 10-11).

3 Sobre esto puede verse José Mª GARCÍA MARÍN, La doctrina de la soberanía del monarca (1250-1700), en “Fundamentos. Cuadernos monográficos de teoría del Estado, Derecho Público e Historia constitucional”, nº 1, Oviedo 1998, págs. 21-85.

4 Aunque la actividad normativa de su “representante”, el soberano en el caso francés, debiese estar sometida al control de los magistrados, según la tesis bodiniana. Ver Diego QUAGLIONI, La procedura del controllo degli tai normativi del Principe nella “République” di Jean Bodin e nelle sue fonti, en “L’Educazione giuridica. VI. Modelli storici della procedura continentale. Tomo I. Profili filosofici, logici, istituzionali”, Perugia 1994, págs. 49 y ss.

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su misión, se transformará en una especie de sacerdote cuyo objetivo consistirá en ser el garante de ese orden natural5.

Cuando en los siglos XVI y XVII se habla de respeto y obediencia a la ley se hace especial referencia a la ley castellana y no a los textos justinianeos. No obstante ser estos últimos los que, además de haber influido directamente en aquella, se habían transformado en los textos básicos estudiados en las Universidades y aplicados en el foro6. Por lo que se refiere a los dominios americanos, lo realmente importante a efectos de su aplicabilidad fue que el Derecho de Castilla, Derecho real por excelencia, no solo quedó reducido a tener un valor meramente complementario y supletorio del Derecho especialmente creado para las Indias, sino que incluso había de ceder la primacía a las mismas costumbres indígenas. En cuanto al sacrosanto Derecho común que, como es de suponer, constituía la herramienta de trabajo preferida tanto por los jueces como por la doctrina castellana, también habría de seguir su misma suerte. Las situaciones de todo orden que la vida americana planteaba cada día a las autoridades judiciales ponían de manifiesto la flagrante inadecuación de unas normas y unos principios jurídicos que para nada respondían a las necesidades de una sociedad tan diferente en todo. A mediados del XVI el franciscano Jerónimo de Mendieta, poco dado a conjeturas y, sobre todo, a morderse la lengua a la hora de exteriorizar sus convicciones, tras reconocer que “ni Código ni Digesto” ni jueces formados en los textos justinianeos tenían nada que hacer en las Indias, dictaminará sin miramiento alguno que

5 E.H. KANTOROWICZ, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Madrid 1985, Pág.. 188. También Antonio Manuel ESPAÑA, Vísperas de Leviatán. Instituciones y poder político (Portugal, siglo XVII), Madrid 1989, págs. 234 y ss. Como ha señalado Carlos GARRIGA, Las Audiencias indianas (II). Justicia, gobierno y conflictos de jurisdicción, en “El gobierno de un mundo. Virreinatos y Audiencias en la América hispana”, cord. Feliciano BARRIOS, Cuenca 2004, pág. 721 el aparato de la justicia real desempeñará un papel que, entendido como voluntad de Dios, deberá ser aplicado en la práctica por aquel a quien “corresponde organizar el gobierno de la justicia”. Ver también J.A. MARAVALL, La creación política del Renacimiento. Del Imperio al Estado. Definición de la República, en “Teoría del Estado en la España del siglo XVII”, Madrid 1997, pág. 77.

6 Puede verse sobre esto Mariano PESET REIG, Derecho romano y Derecho real en las Universidades del siglo XVIII, en “Anuario de Historia del Derecho Español”, XLV, Madrid 1975, págs. 273-340. También Carlos PETIT, Derecho común y Derecho castellano. Notas de literatura jurídica (siglos XV-XVIII), en “Tijdschrift voor Rechtsgeschiedenis”, 50 Leiden 1982, págs. 157-195. De igual modo Francisco CARPINTERO, “Mos italicus”, “mos gallicul” y el Humanismo jurídico racionalista, en “Ius Commune” VI (1977), págs. 121 y ss. Y del mismo autor En torno al método de los juristas medievales, en “Anuario de Historia del Derecho Español”, LII, Madrid 1982.

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“ni Justiniano hizo leyes, ni Bárthulo ni Baldo las expusieron para este nuevo mundo y su gente”7.

Lo cierto es que tanto el Derecho, entendido como conjunto normativo, como la frondosa doctrina jurídica de la época –herederos uno y otra de la tradición medieval- competían entre sí a la hora de hacer aparatosas declaraciones sobre el valor legitimador de la Justicia y su consideración como pieza clave de la función real8. Incluso los funcionarios de la justicia actuantes en América se unieron en ocasiones al coro de los devotos hacia lo que aquella representaba. En un escrito dirigido al rey de fecha 13 de febrero de 1758 varios ministros de la audiencia de México expresan al soberano su convicción de que aquella constituye

“una materia en que se versa toda la administración Civil y Criminal... que es el principal fin de la Magestad y toda la baza y fundamento de la quietud de los vasallos y de la felicidad de la Monarquía Católica...”9

Ahora bien, si lo que al soberano le interesaba realmente era que su Derecho se aplicara, precisamente por ser suyo y por ser el Derecho territorial de Castilla, esto era con independencia de una más o menos idílica evocación a esa abstracción conceptual que, en último término, es la Justicia. Más acentuadamente se advierte esto en las normas de contenido penal por constituir la más cabal manifestación del poder coactivo del soberano. Michel de Montaigne expresará esto en pleno siglo XVI de forma taxativa al afirmar que

“las leyes se mantienen vigentes no porque sean justas, sino porque son leyes”10.

7 Jerónimo de MENDIETA, Carta del Padre... al Padre Comisario general Fray Francisco de Bustamante de 1 de enero de 1562. En Joaquín GARCÍA DE ICAZBALCETA, Nueva colección de documentos para la historia de México, tomo I: Cartas de religiosos de Nueva España, 1539-1594, México 1886, reed. Neudeln/Liechtenstein 1971, pág. 19.

8 La bibliografía existente sobre el particular es muy extensa. Me limitaré a citar a Antonio MARONGIU, Un momento típico de la monarquía medieval: el rey juez, en “Anuario de Historia del Derecho Español” XXII, Madrid 1953, págs. 677-715.

9 Carta al rey del Fiscal menor Antonio Joaquín de Ribadeneira Barrientos, de la Audiencia de México, AGI, México, legajo 1658.

10 Michel de MONTAIGNE, Ensayos, Madrid 1987, Libro III, cap. XIII, pág. 346. Ver José Mª GARCÍA MARÍN, Castellanos viejos de Italia, Milano 2003, págs. 275-276.

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El problema radicaba, al menos en los siglos XVI y XVII, en el hecho de que defender a ultranza una teoría de la Justicia vinculada estrechamente al Derecho, o a la ley, presuponía condicionar la validez de esta última a unos criterios previamente establecidos sobre lo justo o lo injusto. La única forma posible de salir de lo que parecía ser un atolladero y reafirmar el principio de obediencia a la ley real –que era lo realmente importante- fue considerar que la Justicia era una parte consustancial de la propia ley11. En realidad esto no constituía un verdadero problema. Es sabido que las elucubraciones doctrinales -sobre todo aquellas que tenían un contenido político- no se reducían a meras especulaciones elaboradas para mayor gloria del espíritu y al margen de un objetivo concreto. Desde fines del siglo XV logra afianzarse el principio nada casual de que la obediencia a la ley regia era ante todo una cuestión de conciencia. El argumento servido por la doctrina podía interpretarse de cualquier forma menos reduciéndolo una cuestión banal: era la propia ley divina la que ordenaba el acatamiento de la ley secular –o eclesiástica- bajo amenaza de pecado.

En el caso español tanto el concepto de ley como la idea de Justicia aparecen todavía estrechamente relacionados con los principios elaborados por la Escolástica. El rey era el que creaba las leyes que habían de regir y, lógicamente, quien las aplicaba a través de sus propios jueces los cuales para este cometido contaban con una delegación expresa del soberano. En estos términos se expresaba todavía casi a fines del siglo XVIII el regente de la audiencia mexicana Herrera y Ribero de forma incontrovertible al reconocer que era “el Rey la fuente de la justicia, el Trono en quien reside el poder judiciario, el primer Juez soberano...” Y concluía sentenciando que “de este alto origen han nacido las Audiencias de España e Indias...”12 La garantía última de una justicia que debía ser administrada rectamente residía, pues, en el soberano y la materializaban sus jueces poniendo para ello en juego su propia conciencia13.

11 Ver Víctor TAU ANZOÁTEGUI, La ley en la América hispana. Del descubrimiento a la Emancipación, Buenos Aires 1992, pág. 31. Francisco CARPINTERO, Una introducción a la ciencia jurídica, Madrid 1988, pág. 120. Carlos GARRIGA, Justicia animada: dispositivos de la justicia en la Monarquía Católica, en “De justicia de jueces a justicia de reyes: hacia la España de 1870”, Madrid 2007, págs. 86 y 90.

12 AGI. Audiencia de México, legajo 1645, fol. 1.

13 Ver Carlos GARRIGA, ‘Contra iudicii improbitatem remedia’. La recusación judicial como garantía de la justicia en la Corona de Castilla, en “Initium. Revista Catalana D’Historia del Dret”, nº 11, Barcelona 2006, págs. 160 y 186-187. También Justicia animada, págs. 86 y 90.

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Lo cierto era que los hechos ponían de manifiesto, tanto en Castilla como -con mayor fundamento- en las Indias, que el comportamiento de los oficiales y ministros de justicia les hacía estar permanentemente en el punto de mira de la atención popular. En no pocos casos la censurable actitud de aquellos propiciaba la vociferante protesta o el clamor callado y amenazante de no pocos españoles, pero ante todo de los indios. Por lo que ya conocemos, ello no era sino un síntoma de que existían razones evidentes para el descontento. Se trataba unas veces de reacciones violentas que en ocasiones extremas daban al traste con la vida de alcaldes mayores y corregidores. Otras veces el malestar, al hacerse generalizado, propiciaba convulsiones profundas en las que iban involucradas atropelladamente razones políticas y económicas junto a súbitos arrebatos nacidos de graves injusticias14. Sin embargo, hay que admitir que no en todos los casos la culpa hay que atribuirla a la deshonestidad de los jueces. Existen numerosos ejemplos que ponen de manifiesto que la probidad no constituyó solo un valor encerrado en los límites de lo programático o una mera aspiración del legislador. Con frecuencia nos encontramos con agentes de la justicia que hubieron de pasar por duras penalidades precisamente por su afán de hacer cumplir la ley. Decía el doctor Quijada, alcalde de Mérida de Yucatán en 1562 que

“De diez meses a esta parte que aquí resido en esta provincia y tomé posesion del cargo, estoy en alguna manera odioso con los vezinos y tengo algunos emulos entre ellos, porque yo he pretendido hazer justicia, y es metal agro, que á la primera martillada quiebra, y ellos desean vivir en la ley que se le antoja y a su plazer...”15

Hieráticos desde su altura algunos (Diego Téllez refiriéndose a los oidores mexicanos se había sincerado así ante Felipe II: “en vuestros reinos de Castilla tratamos con hombres mortales, acá tratamos con dioses”); inmunes en su ensoberbecido poder la mayoría, celosos de sus intereses particulares y sordos al interés general en muchos casos, los ministros y oficiales causaban, incluso por el solo hecho de serlo, el enojo y la violencia de los súbditos. Un hecho lo demuestra con creces: cuando muchos y de diversa condición protestan porque algunos sujetos permanecen demasiado tiempo en el cargo es porque piensan que así les sobra tiempo para enriquecerse; y cuando se hallan ante jueces y oficiales

14 José Mª GARCÍA MARÍN, La burocracia, págs. 104 y ss.

15 Carta del doctor Quijada, alcalde mayor de Mérida..., en “Cartas de Indias”, tomo I, nº LXVII, pág. 378.

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de corta duración, resulta que el problema sigue siendo el mismo, ya que entonces piensan que el ministro o el juez, al conocer el poco tiempo de que disponen se afanan más en lucrarse a costa de los súbditos. En el siglo XVII Alonso de Villadiego ofrece a este respecto a los gobernantes y jueces una enseñanza tan útil como profunda en lo que respecta al conocimiento del alma popular. Sobrado de conocimientos y de experiencia dictaminará que:

“Uno de los mayores trabajos en los Gobiernos, es ver el diverso juicio que se hace en ellos a las obras de virtud, y que quando con mayor fineza y mas cabalmente el Corregidor ha procedido, anteponiendo la utilidad pública a la comodidad propia, y consumido con cuidados su espíritu; tanto mayores dañor temporales le suceden, y las obras de virtud que hizo, no son consideradas, ni agradecidas, sino vituperadas y murmuradas con calumnia; y así la gente popular… llama al cuidado del Gobernador desasosiego, al castigo crueldad, a la remisión misericordia y al sufrir las cosas mal hechas, buena condición…”16.

La singularidad española respecto a otros estados nacionales europeos de los siglos XVI y XVII radicaba en su fuerte compromiso con la Religión Católica. Esto último referido a las Indias adquirirá una importancia trascendental17. La potenciación que el fin religioso recibe por parte del estado determinará el carácter genuinamente confesional que caracterizará a la Monarquía liderada por Castilla. En cierto modo puede decirse que el propio estado fue víctima de su decidida apuesta por el hecho religioso, hasta el punto de ver sometida su política global al permanente contraste con los principios de la Religión y la Moral cristianas. Sin embargo, el universalismo utópico de la llamada Respublica cristiana carolina dejará paso a la más pragmática, aunque no menos cristiana concepción felipina del Imperio español, estratégicamente más acorde con los nuevos tiempos, más agresiva y precisa en sus objetivos18. Aún así no hay que olvidar que tras las

16 Alonso de VILLADIEGO, Instrucción politica y práctica criminal, manejo la ed. de Madrid 1788, cap. V, nº 47, pág. 152.

17 Ver, entre una amplia bibliografía sobre el particular, Guillermo CÉSPEDES DEL CASTILLO, Las Indias en los siglos XVI y XVII, cit., págs. 357 y 428-429.

18 El mismo Felipe II dio frecuentes muestras de su decidida defensa del Catolicismo. Su proceder hallaba origen en su firme convicción de haber recibido un encargo divino. Ver Geoffrey PARKER, Felipe II y la revuelta de los Paises Bajos (1572-1576), en L.M. ENCISO y otros “Revueltas y alzamientos en la España de Felipe II”, Valladolid 1992. Por solo citar un ejemplo de su firme determinación de lograr una catolicidad

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declaraciones oficiales hechas con la mira puesta en el logro de una Catolicidad universal siempre hubo, o al menos los hubo desde los tiempos del Emperador hasta mediados del siglo XVII, toda una literatura prohispánica, oficial o no, castellana e incluso italiana, decidida primordialmente a potenciar el predominio político y, desde luego, militar español, o si se quiere, castellano19.

En este sentido quiero recordar un documento que, aunque conocido, no deja de ser verdaderamente revelador. Me refiero a la importante carta que el dominico García de Loaysa, confesor de Carlos V, le dirige el 18 de noviembre de 1530. La carta está concebida en términos que contradicen abiertamente la existencia de un consenso en el estrecho círculo de los consejeros del emperador respecto a los fines ecuménicos de la Monarquía Católica. Con respecto al preocupante tema de los protestantes alemanes y su actitud ante un próximo concilio recuerda Loaysa a Carlos V que “... pocas veces fuísteis engañado siguiendo el parecer de este siervo” , seguidamente le aconseja en términos, por cierto nada conmiserativos y sí extraordinariamente pragmáticos, que

“si quieren ser perros, séanlo, y cierre V.M. los ojos, pues no teneis fuerzas para el castigo ni manera para sanarlos... piense V.M. que todos os obedezcan y sirvan cuando lo hubiese menester, y no os deis un clavo que ellos lleven sus almas al infierno... es mi voto que, pues no hay fuerzas para corregir, que hagais del juego maña y os holgueis con el hereje como con el católico, y le hagais merced si se igualase con el cristiano en serviros... Quite ya V.M. la fantasía de convertir almas a Dios. Ocupaos de aquí en adelante en convertir cuerpos a vuestra obediencia... ”20.

Como ya quedó expuesto en su día, desde el siglo XVI la misma idea de Impe-rio adquiere un sentido bastante diferente al que había tenido tradicionalmente. El sentido moderno que aparece en los escritos de numerosos tratadistas políticos del

universal, mencionaré las palabras con que se dirigió al Papa en 1566 al momento de comenzar de forma abierta la rebelión de los Paises Bajos: “Que antes de sufrir la menor quiebra del mundo en lo de la religión y el servicio de Dios, perderé todos mis estados y cien vidas que tuviesse, porque ni yo pienso ni quiero ser señor de hereges” (pág. 90).

19 José Mª GARCÍA MARÍN, La doctrina de la soberanía del monarca, cit., págs. 80-81. Anthony PAGDEN, Señores de todo el mundo. Ideologías del Imperio en España, Inglaterra y Francia (en los siglos XVI, XVII y XVIII), Barcelona 1997, págs. 48 y ss.

20 Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, vol. XIV, Madrid 1849, págs. 100-102.

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período se halla vinculado esencialmente al objetivo primordial de ampliación de sus dominios territoriales. Y lo importante para nosotros es que ese nacionalismo político ligado a una concepción expansiva de las fronteras del estado, aparece ínti-mamente relacionado con otro nacionalismo de carácter jurídico. La más clara ma-nifestación de este último será la defensa por algunos relevantes juristas de las leyes patrias frente a aquellas propias del Imperio romano que se habían adueñado tanto de las enseñanzas universitarias como de la práctica en los tribunales de justicia21.

Resulta obligado reconocer que a lo largo del siglo XVII el realismo político instalado en muchos estados europeos propugnaba una visión un tanto instrumental del factor religioso, algo que no pasó desapercibido a algunos politólogos vinculados de alguna forma a la Monarquía. En cierto modo puede decirse que ese calcáreo apego hacia los viejos dogmas adquiere, en el caso español del último tercio del siglo XVII, una cierta dimensión de trágica grandeza. En los grandes estados europeos las cosas eran ya muy diferentes a lo que se seguía sosteniendo, aunque fuera mecánicamente, en la España oficial22. Incluso el reino dependiente de Nápoles no quedará al margen del realismo político instalado en las principales cancillerías europeas. La religión, cualquiera que fuera ésta, siempre que supusiera una práctica unitaria, era considerada un elemento esencial para el control de las sociedades políticas, es decir, constituía “interés del estado”. En 1678, sin duda teniendo en mente la Monarquía Católica a la que tan señalados servicios prestaba, el gran jurista napolitano Francesco D’Andrea llegará a decir que

21 Ver José Antonio MARAVALL, Teoría del Estado en España en el siglo XVII, Madrid 1997, págs. 92-94. Mariano PESET, Derecho romano y Derecho real en las Universidades del siglo XVIII, en “Anuario de Historia del Derecho Español”, tomo XLV (1975), págs. 273-339. También Carlos PETIT, Derecho común y Derecho castellano. Notas de literatura jurídica para su estudio (siglos XV-XVIII), en “Tidschrift voor Rechtsgeschiedenis”, 50 (1982), págs. 157-195.

22 En 1670 Spinoza en su Tractatus theologico-politicus defenderá conceptos e ideas simplemente impensables poco tiempo antes, y menos aún en el ambiente oficial de la Monarquía liderada por Castilla. Para el citado filósofo la religión tradicional solo era una amalgama de formalismos capaces de anular a la razón humana. Afirmará taxativamente que la religión cristiana solo debía ser considerada como un fenómeno histórico “que sólo tenía un carácter transitorio, no eterno; relativo, no absoluto”. Al mismo tiempo el sistema político monárquico, tan ensalzado desde San Agustín, pasando por Santo Tomás y llegando a los grandes teóricos del pensamiento político castellano de los siglos XVI y XVII será considerado por Spinoza “el arte de engañar a los hombres, puesto que adorna con el nombre de religión el temor en que los poderosos quieren que permanezca esclavizado el pueblo; los súbditos llaman deber de obediencia a lo que no es en realidad sino el interés del rey: creen combatir por su salvación, cuando aseguran su propia servidumbre”: Paul HAZARD, La crisis de la conciencia europea, págs. 122-123.

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“en sustancia la religión sirve a estado, y los estadistas se sirven de la religión para conservar o para subvertir al estado… La religión sirve a los príncipes de capa, y la cambian cuando mudan los intereses como nosotros la cambiamos cuando varían las estaciones”23.

La amplitud conceptual y el carácter preeminente de la Justicia entendida como valor superior la llevó a englobar durante mucho tiempo lo que hoy llamaríamos actividad puramente gubernativa24. Resulta significativo que el carácter judicial del gobierno en la Nueva España se perfilase en sus líneas básicas ya desde los tiempos del primer virrey, don Antonio de Mendoza. Si la función judicial había quedado claramente asignada a la audiencia, mientras el virrey se ocupaba de los asuntos gubernativos, el hecho de que el presidente de aquella fuera precisamente el virrey propiciaría un intervencionismo de hecho por parte de este último en los temas concernientes a aquella. De estas intromisiones y de los consiguientes desencuentros entre ambas instituciones está llena la historia documentada de los virreinatos americanos.

En cierto modo, esa dualidad en el entendimiento de la Justicia y el Derecho antes señalado tiene un valor, podríamos decir casi intemporal. Con indudable perspicacia y refiriéndose a la situación presente Alejandro Nieto ha destacado que muchas de las actividades que el estado asume como competencia propia solo se consideran legitimadas siempre que se correspondan con lo que generalmente se considera justo. Lo que sucede es que -como también ha expresado el mismo autor en términos que no repugnan ser transferidos al período que ahora tratamos- “el Estado se ha retirado de la Justicia para consagrarse al Derecho entendido como

23 Francesco D’ANDREA, Lettere a G.A. Doria, a cura di I. ASCIONE, Napoli 1995, pág. 78. Carta nº 30 de 31 de diciembre de 1678 y nº 41 de 9 de mayo de 1679, pág. 99. Ver José Mª GARCIA MARÍN, Castellanos Viejos de Italia, Milán 2003, págs. 257-258.

24 Ver Alfonso GARCÍA GALLO, Cuestiones y problemas de la Historia de la Administración española, en “Actas del I Symposium de Historia de la Administración”, Madrid 1970, págs. 39-59. Del mismo autor La división de las competencia administrativas en España en la Edad Moderna, en “Actas del II Symposium de Historia de la Administración”, Madrid 1971, págs. 289-306. Francisco TOMÁS Y VALIENTE, El gobierno de la Monarquía y la Administración de los reinos en la España del siglo XVII, en “La España de Felipe IV, tomo XXV de la Historia de España fundada por Ramón Menéndez Pidal”, Madrid 1982. Salustiano DE DIOS, Fuentes para el estudio del Consejo real, Salamanca 1986, pág. XLII. Luca MANNORI, Giustizia e amministrazione tra antico e nuovo regime, en “Magistratura e potere nella storia europea”, a cura di Raffaele Romanelli, Bologna 1997, pág. 50.

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normas legales... El compromiso político no es ya realizar la justicia evanescente sino aplicar el Derecho, cumplir las leyes...”25.

En el último tercio del siglo XVIII un alcalde mayor de Nueva España, Hipólito Ruiz de Villarroel, desde el directo conocimiento de los hechos se erigió en uno de los más agudos e implacables críticos del sistema. Por experiencia era perfecto conocedor de los excesos e irregularidades que, tanto a nivel de alcaldes ordinarios como corregidores o alcaldes mayores, e incluso en la instancia superior en la que operaban los oidores de las audiencias novohispanas, salpicaban a diario la administración de justicia. En sus duras admoniciones llegó a arremeter sin mucho miramiento contra la forma en que la justicia era aplicada en el virreinato prácticamente desde todos los puntos de vista y con relación a todo tipo de personas. Gobernantes, oidores, jueces, abogados, procuradores, relatores, escribanos, intérpretes, alguaciles, curas, y hasta los mismos pleiteantes indios, desfilarán en su obra como destinatarios de unas acusaciones que hacían de ellos, en diferente medida, los verdaderos causantes del estado de postración en que se hallaba sumida la función judicial. De él procede una de las frases de mayor calado y contundencia que pueden encontrarse entre todo un mundo de pronunciamientos doctrinales, críticas más o menos ásperas, comentarios oportunistas o exhortaciones estridentes:

“Los vasallos tienen el indisputable derecho de ser mantenidos en la justa posesión de su honor, de su reputación y de sus bienes... y no estar expuestos a las violencias diarias de los tribunales de justicia...”26.

Partiendo de esta premisa y admitiendo que las irregularidades en los juzgados y tribunales venían constituyendo objeto de denuncias, desde distintos ámbitos, ya desde principios del siglo XVI, conviene hacer algunas preguntas. Por ejemplo, ¿qué decir del más o menos ingenuo pleiteante que no contara con los medios necesarios para torcer a su favor la voluntad de jueces, abogados, procuradores, secretarios, receptores, escribanos o relatores?. Si en la Nueva España existían

25 Alejandro NIETO, Balada de la Justicia y la Ley, Madrid 2002, págs. 25 y 34-35.

26 Hipólito RUIZ DE VILLARROEL, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, en todos los cuerpos de que compone y remedios que se le deben aplicrar para su curación si se quiere que sea útil al Rey y al Público, publicada en México seguramente entre 1785 y 1787, pág. 93.

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jueces corruptos –cosa que hay que admitir siempre fue del dominio público- era porque el sistema retributivo imperante les allanaba el camino para ello. Digamos que en cierto modo les colocaba en la difícil tesitura de elegir entre la heroicidad o la delincuencia. Desde los tiempos de las Partidas y los posteriores comentarios de Gregorio López, continuando con la aportación de influyentes decisionistas como Larrea, prestigiosos tratadistas del Derecho castellano como Alvarez de Velasco o Avilés, expertos en Derecho indiano como Solórzano o Ayala, visitadores generales del virreinato como Sandoval o Palafox, informadores más o menos oficiosos (aunque de credibilidad sometida a reservas) como Fernández de Villalobos, sin olvidar algunos virreyes conscientes de la gravedad del caso, la necesidad de arbitrar un salario justo para los jueces había sido tema de amplio e intenso debate.

Algunos experimentados juristas habían llegado incluso más lejos. En su opinión era recomendable que la retribución de los jueces fuese incluso superior a la existente para otros funcionarios. En cualquier caso y tal como estaban las cosas hay que admitir que la confianza de los litigantes en la obtención de una sentencia justa podía llegar a ser no más que una mera aspiración con escasas posibilidades de éxito. Desde el momento en que aquellos individuos que actuaban como coadyuvantes de la justicia podían ejercer (y, de hecho, ejercían) una influencia que podía llegar a ser determinante en la decisión judicial ¿qué posibilidades reales tenía el litigante de hallar un juez imparcial para conocer de su caso? Además, conviene tener presente otra circunstancia nada irrelevante. Como ya sabemos algunos destacados representantes de la doctrina jurídica admitían y hasta justificaban en ciertos casos la entrega de ciertas dádivas a los jueces en forma de “donaciones remuneratorias”. Apoyaban sus argumentos en la idea de que la parquedad del salario de éstos tenía origen en una ley manifiestamente injusta. Si esto era así ¿qué otro camino podía encontrar el indefenso pleiteante que el de rendirse a la evidencia de que obtener justicia tenía un precio?

Lo cierto es que ese estado de cosas había llegado a constituir un formidable obstáculo para que cualquier solución adoptada desde el gobierno central pudiera acabar con los vicios que, a lo largo de los años, habían ido generándose y consolidándose en torno a la práctica forense. Villarroel nos da su versión de los hechos de forma que pocas dudas quedan por despejar. Lo importante de su

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comentario en este caso es que el conjunto de individuos que intervenía en la tramitación de los pleitos desde su comienzo hasta dar la sentencia, no actuaba de forma aislada y en desorden. Al contrario, puede decirse que entre ellos parecía existir un acuerdo más o menos tácito de forma que, procediendo cada cual dentro de los límites de su competencia, obtuviera de los litigantes el beneficio esperado dejando libre el camino para que los demás intervinientes en el proceso hiciesen lo propio. Desde los procuradores hasta los jueces pasando por abogados, relatores y, cómo no, escribanos (aunque no los mencione aquí) se iba tejiendo una tela de araña en cuyos recovecos los pobres litigantes iban dejando sucesivamente sus escasos haberes. Como todos, en diferente forma y medida, tenían en su mano dilatar más o menos el proceso, cada paso que daban aquellos en la tramitación del asunto dependía de su mayor o menor disposición a satisfacer las demandas de unos y otros. Es así que según nos informa el alcalde mayor

“... el fin del Procurador no es otro que el de acaudillar litigantes y facilitarles un breve y buen despacho, porque conoce que una vez que se empiece el pleito ya tiene asegurada su subsistencia a costa del miserable. El abogado coadyuva por su parte a esforzar el ánimo de aquel... Todo cuanto hilan, tejen y urden estas inexorables parcas (llamadas así porque a nadie perdonan), va sin remedio a parar a los relatores, que están expeditos para cortar aquella tela metiendo la tijera con respecto a sus urgencias, a su pasión o a sus intereses... Para reformar el estilo de los Tribunales es menester contar con los mismos jueces; pero ¿qué han de decir éstos cuando ellos mismos son interesados en la duración de los pleitos, como los médicos en la enfermedad, el soldado en la guerra y el ingeniero en las obras?...”27

Un posible cambio apoyado en la unánime o mayoritaria voluntad de los jueces no parecía tampoco posible, por la sencilla razón de que ellos mismos no estaban precisamente libres de toda culpa. Como ha quedado expuesto más arriba entre los distintos sujetos implicados en la práctica forense, desde los porteros a los mismos jueces, existía algo más que el mero silencio encubridor. Se producía una más o menos descarada complicidad en la comisión de abusos, cada uno de ellos perpetrados por procuradores, abogados, relatores, escribanos o jueces dentro de la esfera de su competencia. Podía decirse que todo el proceso era una especie de negocio común en el que cada cual ponía precio a su astucia y su incompetencia. La cadena de

27 Ibidem, págs. 119-122.

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extorsiones iba corriendo de unos en otros al ritmo de un proceso calculado en función de las expectativas previstas. El ingente papeleo, el alargamiento innecesario de los plazos, las innumerables incidencias, etc. no eran más que el aparato externo que encubría toda una maquinaria expedita para sangrar a los pleiteantes y reducir a añicos sus esperanzas de hallar justicia. La explicación de todo este cúmulo de desgraciadas circunstancias, de la que –insisto- tampoco los jueces eran ajenos, es fácil de hallar si atendemos a los razonamientos del juez Villarroel. Al referirse este último a la maraña papelística que inundaba muchos juzgados y tribunales de Nueva España, camuflando en su incontrolable torbellino el torpe actuar de juzgadores y subalternos, agrega significativamente:

“porque todos van en ella y les falta el valor [a los jueces] para contener a los subalternos, acaso porque éstos no les descubran iguales defectos que los suyos”.

Lo cierto es que este justicia mayor percibía claramente cuales eran las perspectivas que podía ofrecer tan desolador panorama. De ello y de las escasas posibilidades que parecían existir para una más o menos pronta resolución de tan graves problemas. Entre otras razones porque muchos escritos procedentes de escribanos calificados de presuntos “falsarios” no eran descubiertos, por lo que su delito solía quedar impune. La mejor solución o, tal vez, la única a juicio de Villarroel era la de cortar por lo sano. Con estas premisas se sentirá obligado a dictaminar tan lacónica como severamente que

“sean menos los letrados, procuradores o escribanos y serán por consiguiente menos los pleitos...”28

Hay algo que en estos momentos me interesa destacar. Y es que muchos de los abusos que se producían tenían su origen en el desajuste existente entre

28 Ibidem, pág. 127. En pág. 125 y con referencia a la visita de las cárceles vuelve a embestir contra los escribanos: “Estas se hacen al arbitrio de los escribanos, sin tener los jueces otros conocimientos de las causas ni de los reos que la que los escribanos quieren que tengan. De modo que siendo los árbitros... ponen en libertad al que se les antoja y dejan en prisión a los que no tienen empeños o dinero...”

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dos momentos diferentes de la vida de las normas regias: el de su creación y el de la aplicación de las mismas por aquellos a quienes, en nombre del soberano, competía la función de “decir el derecho”. Se trataba, pues, de un desacuerdo en buena medida conocido en la propia Península, pero al que la tan peculiar realidad indiana dio no solo un vigor especial, sino también carta de naturaleza propia. Esto último originaría un fenómeno un tanto insólito en el seno de una monarquía autoritaria, como la de los siglos XVI y XVII, o plenamente absolutista como la del XVIII: el de una más que relativa descentralización, administrativa y judicial, generadora esta última de un peculiar estilo de los tribunales americanos29.

En ocasiones da la impresión de que el estado, o el “aparato institucional”, diversificado, inusualmente extenso y en muchos casos complicado en demasía, a pesar de constituir -al decir doctrinal- una prolongación institucional de la realeza, llegaba a oscurecer, si no a eclipsar, la propia figura del soberano. Podemos comprobar esto en las numerosas declaraciones de visitadores, confidentes, denunciantes privados y hasta virreyes, en las que se atribuye buena parte de culpa de muchos desórdenes judiciales a la permanente ausencia, real y también simbólica, del monarca. La inobservancia de muchas leyes consideradas justas, o el desenvuelto proceder de no pocos ministros de la justicia, cuya actuación contradecía a diario lo que se estimaban superiores designios regios, parecían demostrar

29 Ver Víctor TAU ANZOÁTEGUI, La ley en América hispana del descubrimiento a la emancipación, cit., págs. 32, 57-61, 63, 67 y ss, 173 y ss. y 235 y ss. En pág. 241 y a propósito de las dificultades que, precisamente por las singulares situaciones que se daban en las Indias, originó la aplicación de la Recopilación de 1680, declara que el “meollo de la cuestión era el conflicto entre las leyes nuevas y la práctica observada en los tribunales y en el gobierno”. Así se explica que en la propia Recopilación de 1680 en II,II,1 se prevé que “los Virreyes, Presidentes, Audiencias, Gobernadores y Alcaldes Mayores nos den aviso y informen por el Consejo de Indias, con los motivos y razones... para que reconocidos, se tome la resolución que más convenga y se añadan por cuaderno aparte”. Ver del mismo autor y obra pág. 240. Cfr. También El reino de Nápoles ¿Un modelo de estudio para el Derecho Indiano?, en “Panta rei. Studi dedicati a Manlio Bellomo”, a cura di Orazio Condorelli, tomo V, Roma 2004, págs. 333 y ss. donde el autor propone revisar la vieja tesis de que el Derecho indiano se creaba en los centros del poder, para sustituirla por la nueva hipótesis de considerar generadores de ese Derecho a los ámbitos locales. En cierto modo considera que esta nueva orientación encontraría su modelo en los territorios italianos integrados en la Monarquía. Finalmente, en la misma línea de pensamiento puede consultarse Nuevos horizontes en el estudio histórico del Derecho indiano, Buenos Aires 1977, págs. 85 y ss. y más concretamente pág. 87. En general para lo que ahora interesa Demetrio RAMOS PÉREZ, La tradición castellana en el primer intento modelador de los reinos indianos y su frustración, en “Actas del III Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano”, Madrid 1973.

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que aquellos gozaban de hecho de una autonomía en principio incompatible con el concepto de soberanía absoluta y, mucho menos, con el artificio doctrinal de la divinización del poder30.

Hay algo en lo que conviene insistir: todo el andamiaje jurídico, arbitrado por razones estrictamente políticas desde la cúspide del poder para conformar el carácter colegiado del gobierno en los territorios americanos, era considerado por los virreyes prácticamente como una ofensa a la dignidad y preeminencia de su cargo. Desde luego, debo agregar que sus protestas, reiteradas por los diferentes virreyes a lo largo de cerca de tres siglos, fueron infructuosas. Hay que decir, sin embargo, que en esa disconformidad los virreyes no estuvieron solos. También ciertos eclesiásticos, defensores a ultranza de los derechos de los indios, se apresuraron desde mediados del siglo XVI a hacer oir su voz. Por supuesto lo hicieron asistidos de razones bien diferentes a las que movieron al virrey Velasco I –sin duda apoyado en argumentos más de índole personal que de otra naturaleza- a protestar airadamente contra la existencia de recursos de apelación contra sus actos de gobierno considerados injustos por los propios súbditos. Es perfectamente comprensible que reaccionara mal ante una medida como ésta que, no solo atentaba directamente contra su autoridad, sino que además su conocimiento correspondiera –aunque con importantes limitaciones- a la propia audiencia. Como sabemos aquel grupo de religiosos se mostraba manifiestamente contrario tanto a labor desarrollada por los encomenderos como a los burócratas del estado. En unos y otros centraban la mayor y más importante parte de los abusos cometidos contra los naturales. Para su propósito de crear una Iglesia exclusivamente “indiana” aquellos personajes y, muy en concreto, los oidores de la audiencia de México constituían verdaderos obstáculos que era necesario abatir. Para Mendieta la débil entente existente entre virrey y oidores propiciaba que estos últimos consideraran que

“juntándose la mayor parte a una, pueden hacer y hacen lo que quieren mal que le pese [al virrey]”31.

30 En opinión de Salvador de MADARIAGA, El auge y el ocaso, pág. 290-291: “Nos encontramos con unas Indias que vivían según su leal saber y entender... los hombres de Estado... que desde Madrid intentaban llevar las riendas del Gobierno encarnan el orden y la ley con más fidelidad que los hombres locales para quienes eran la ley y el orden no principios abstractos sino intereses concretos y pasiones urgentes”.

31 Jerónimo de MENDIETA, Cartas de Religiosos de Nueva España, cit. pág. 19.

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La ideología que animaba sus esfuerzos era la de que había que evangelizar antes que hispanizar a los indios. Como primera medida perseguía la consecución para el virrey de un poder absoluto, sin cortapisas esterilizantes y a partir de ahí lograr su plena disposición a dejarse aconsejar por ellos.

En carta del franciscano a Felipe II le recuerda que tan necesaria era la presencia del rey en Nueva España, como que el virrey tuviera autoridad y poder efectivo suficientes como para ser considerado por todos un digno representante suyo. Su opinión a este respecto no puede ser más clara y tajante:

“en un mundo como este es necesario que haya quien represente de veras la real persona de V.M…. porque el ser natural de los indios requiere una sola cabeza y no muchas para su gobierno y que esta cabeza tenga mas de prudencia y buen juicio que no de ciencia de Digestos y Códigos… el dicho virrey ha de tener poder absoluto para en cuanto al gobierno de los naturales, sin que los Oidores le pudiesen ir a la mano… y tenerlo acobardado, como lo estuvo siempre D. Luís de Velasco, que sea en gloria”32.

Esto, que también es claramente perceptible en Castilla, aún más se patentizará en los dominios americanos. Es un hecho la heterogénea composición que durante los siglos XVI al XVIII ofrecía el cuerpo de la Monarquía. También lo es la consciencia que desde la cúspide del estado se tuvo de ello en todo momento. El teórico político –tacitista por más señas- Alfonso de Lancina encontrará a fines del XVII una expresión bastante ajustada para describir la forma de gobierno que desde las altas instancias del poder se había diseñado para hacer gobernable el complicado conglomerado monárquico. Se refería expresamente a la existencia de un “orden irregular” que permitiese los particularismos regionales sin menosprecio ni ultraje a la suprema potestad del rey33.

Puede decirse que la maraña institucional que surgió al amparo del estado moderno, más que constituir una prolongación sin interferencias de la autoridad real, representó ante los súbditos americanos la emergencia de un poder en sí

32 Ibidem, pág. 41.

33 J. A, de LANCINA, Comentarios politicos a Cayo Vero Cornelio Tácito, Madrid 1687, lib. I. LXI, nº 14´18, págs. 88-89.

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mismo, o si se quiere de un brote tumoral surgido desde el propio aparato institucional. Hasta el punto de que algunos mecanismos que, como el juicio de residencia, estaban llamados a ejercer una saludable función de control (junto a la visita o la pesquisa) sobre la actuación de los jueces, a fin de cuentas habían degenerado, en muchos casos, en simples formalidades con valor meramente simbólico34. Así pues, desde el punto de vista de la gobernabilidad de los virreinatos americanos, cabe admitir que entre el rey y los súbditos se había instalado, como fruto indeseable de la multiplicación institucional -pareja a una no desmentida degradación funcional en los hombres que las representaban- lo que algún autor denominara, a mi juicio con acierto, un verdadero “muro burocrático”35.

No muy diferentes fueron las cosas en los dominios italianos de la Monarquía. La historia de la presencia española en Italia está salpicada de situaciones conflictivas, en las que la auctoritas de los virreyes y gobernadores se vio comprometida, a veces seriamente, entre el estricto cumplimiento de las órdenes regias y el respeto del ius proprium de cada una de las provincias. Incluso con frecuencia –y esto es fácilmente constatable en tiempos de Felipe II- la autoridad del representante regio, puesta en entredicho por los propios organismos políticos autóctonos, no solo no recibió el respaldo del soberano, sino que fue conminada a sustituir el procedimiento de la imposición por la vía del consenso. Uno de los aspectos en los que más claramente se puso de manifiesto la eventual debilidad de los virreyes o gobernadores fue en lo concerniente a la administración de justicia. Era de explicar, dado que eran nobles, no letrados, y su cargo era eminentemente político, no técnico36.

Sucedía, además, que tras de aquellos organismos e instituciones que representaban la esencia de las singularidades políticas de los territorios italianos estaban sólidamente instalados los componentes del ministerio togado. Para ellos la defensa de los

34 Ver José Mª GARCÍA MARÍN, El juicio de residencia en Indias. ¿Crisis de una institución clave del Derecho común?, em “Initium. Revista Catalana d?Historia del Dret”, nº 15, Barcelona 2010, págs. 261-275.

35 Franciso TOMÁS Y VALIENTE, El gobierno de la Monarquía y la administración de los reinos en la España del siglo XVII, Separata de la obra “La España de Felipe IV, tomo XXV de la Historia de España Menéndez Pidal, dirigida por José Mª Jover Zamora, Madrid 1982, págs. 15 y 149 entre otras.

36 Ver José Mª GARCÍA MARÍN, Monarquía Católica en Italia. Burocracia imperial y privilegios constitucionales, Madrid 1992, pág. 46.

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privilegios del reino coincidía con la defensa de sus particulares intereses estamentales, firmemente aferrados en los circuitos de poder de las instituciones regnícolas. El monopolio de éstas equivalía a la seguridad de su status social y político para ellos y para sus descendientes. No en vano constituían un círculo de individuos provistos de una fuerte mentalidad corporativista, un grupo clausurado dentro de las fronteras de su propia conciencia de estamento o de “orden”37.

La doctrina jurídica napolitana a través de sus más distinguidos representantes no tenía inconveniente alguno en reconocer la primacía normativa de las pragmáticas regias entre las fuentes jurídicas que formaba el peculiar y abigarrado ordenamiento jurídico napolitano. Ello equivalía a admitir sin más la prevalencia normativa de la voluntas principis o, en su caso, del virrey. Sin embargo, en la práctica de los tribunales y en la opinión de los doctores napolitanos, de hecho se imponía el predominio de lo que se ha llamado el espíritu sobre la letra de la ley, o lo que es igual de la ratio sobre la voluntas. La escasa representación que en la práctica tuvo el derecho español, o castellano, en el ordenamiento jurídico de este reino, tenía su razón de ser en el generalizado desuso de la ley regia, en particular de las pragmáticas, por constituir la más directa expresión de la voluntad del soberano. Un desuso obviamente intencionado que facilitaba el camino a la vigencia nada menos que de usos contra legem38. Como es fácil advertir la similitud existente entre el caso americano y el de los estados dependientes de Italia, salta a la vista. Incluso a pesar de la diferente contextura cultural, política y jurídica existente en unos y otros dominios de la Monarquía.

La realidad era que los representantes del rey en los tres estados italianos incardinados en la Monarquía Católica tuvieron que hacer frente a muchas situaciones conflictivas. Con independencia de las antes mencionadas, con cuya sistemática presencia contaban ya los virreyes o gobernadores desde el primer momento, algunos hubieron de sufrir recurrentemente -sobre todo en los territorios del Mezzogiorno- el rechazo de la sociedad sobre quienes, al fin y al cabo no eran sino representantes de un rey extranjero.

37 Ver nota anterior págs. 47-48 donde se inserta bibliografía italiana sobre el particular.

38 José Mª GARCÍA MARÍN, La Monarquía de España y las ‘Leyes Fundamentales’ del reino de Nápoles (1600-1700), discurso de ingreso en la Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia, Sevilla 2002, págs. 51-52.

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El encono popular podía manifestarse a través de múltiples vías en cuyos orígenes podían encontrarse razones de tipo económico, provocadas por coyunturales situaciones de desabastecimiento; descontentos nacidos de la propia política tributaria, cuya no uniformidad venía determinada por las intermitentes solicitudes de recursos hechas desde Madrid; o finalmente, por causas de inseguridad social nacidas de los frecuentes abusos de los prepotentes titulares de feudos dotados de mero y mixto imperio.

Resulta aleccionador lo que el virrey de Sicilia duque de Osuna, en carta de fecha 6 de septiembre de 1619, informa a Felipe III a estos efectos:

“Que el vasallo ofendido del virrey represente a V.M. es justo y santo, y que V.M. le oiga y haga justicia; pero que por fines particulares se de oído a tumultuadores, es notable deservicio de V.M., pues es cierto que contra éstos se ha de valer el virrey del resto del reino, y que el día que quiera cartas para V.M. de los unos y los otros en aprobación de su gobierno, las ha de tener permitiéndoles delitos, dándoles oficios, no haciendo justicia a nadie, y sustentando un gobierno peor en costumbres y desórdenes que el del turco”39.

Lo que me interesa en estos momentos destacar es el modo como, merced a determinadas circunstancias, podían tensarse las relaciones entre algunos virreyes y el soberano. No es difícil advertir en el tercer duque de Osuna el mal disimulado malestar que le producía el que determinadas actitudes de ciertos súbditos de conducta desordenada fueran benévolamente atendidas por el rey al margen de su autoridad, cuando no con evidente desprecio de su persona. Salta a la vista la soterrada amenaza de Osuna en el sentido de dejar bien patentes sus posibilidades de tomar represalias frente a tamaña desconsideración regia. De forma expresa deja constancia de lo fácil que le resultaría obtener en el reino el beneplácito general de sus naturales hacia su gobierno con solo practicar una política de manga ancha ante cualquier tipo de excesos.

La presencia española en los tres territorios italianos dependientes de la Monarquía viene definida por la continuidad de las principales instituciones políticas autóctonas. La única salida posible para no perjudicar el equilibrio

39 Colección de documentos inéditos para la Historia, tomo 47, Madrid 1865, pág. 258.

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político resultante de la contraposición entre centralización y fuerzas centrífugas era obtener, a veces sinuosamente, una propicia transformación del funcionamiento de tales instituciones. Pero esto no siempre se logró, ya que ello dependía no solo de la efectiva resistencia de las instituciones regnícolas, como de la capacidad política o simplemente del talante personal del representante regio. Evidentemente no cabía esperar lo mismo de un duque de Alba como gobernador de Milán en tiempos de Felipe II que de un duque de Medinaceli en Nápoles a fines del siglo XVII. Ni los territorios eran los mismos, ni los monarcas a quienes aquellos servían tampoco, ni los tiempos y las circunstancias internacionales permitían iguales actitudes. Solo quiero dejar constancia por ahora de un dato que me parece necesario resaltar. Se trata de cómo interpretaba Felipe II la fórmula alter nos con la que se individualizaba la persona de su más alto representante en los estados periféricos de la Monarquía:

“la dicha cláusula se pone más por autorizar en lo público la persona del virrey, que porque en virtud della se pueda dispensar premática ni orden firmada de mi mano”40.

Ni más ni menos. Siquiera durante el largo reinado filipino la cosa estaba suficientemente clara.

El hecho de que muchas normas (pragmáticas, cédulas, provisiones) no llegasen a tener aplicación en las Indias podía deberse a razones variadas41. La importancia que esto tuvo en la más o menos pacífica imposición del aparato institucional castellano en los territorios americanos fue muy significativa. Sin embargo, creo que ha de admitirse sin mayores reservas que muchos de los problemas que en la práctica diaria asolaron la administración de justicia (como sabemos el principal atributo de la potestas real y elemento esencial de su función soberana) hasta

40 Tomo el dato de Vittorio SCIUTI RUSSI, Il governo della Sicilia in due relazione del primo Seicento, Nápoles, 1984. pág. L.

41 Para Juan Carlos CARAVAGLIA Y Juan MARCHENA, América Latina de los orígenes a la Independencia. I. América precolombina y la consolidación del espacio colonial, Barcelona 2005, págs. 230 la crítica de mestizos y criollos al poder central obedecía a razones diversas: el nivel de corrupción alcanzado por los representantes regios, la pérdida de sus propiedades y de sus derechos como descendientes de conquistadores y, además, el hecho de que el sistema de poder erigido en aquellos dominios se apoyase en un conjunto normativo elaborado en Madrid sobre la base de informaciones viciadas deliberadamente o no.

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el punto de desnaturalizarla y envilecerla, no fueron debidos precisamente a la falta de un verdadero sistema normativo. Ni siquiera la existencia de numerosos y estridentes desajustes entre este último y la realidad jurídica indiana, constituyó un factor que pudiera calificarse de decisivo a la hora de explicarse el estado de postración en que se encontró sumida durante largos períodos la administración judicial. Como es sabido el primer virrey de México Antonio de Mendoza ha pasado por ser un hábil gobernante, sobrado de talento, de experiencia y también de conocimiento tanto de la idiosincrasia de los naturales de la Nueva España, como de sus instituciones prehispánicas y su antiguo y particular modo de vida. En 1550 y a modo de aviso a futuros virreyes sentenciará de forma tan lacónica como inapelable que

“el de acá es otro lenguaje y ha menester entendello y sabello”42.

Como casi siempre ha sucedido y sucede en tantas ocasiones, en el presente caso hay que reparar en la acción humana a la hora de buscar los responsables de una situación de excesos y de injusticia que, salvando no pocas y, desde luego muy honrosas excepciones, había acabado por constituir algo endémico en los territorios americanos. Hablo más individualizadamente del hombre-juez trasplantado a las Indias y, desde luego, de las inevitables circunstancias que lo rodeaban, en no pocos casos ajenas a su voluntad por venir dadas desde instancias superiores. Con referencia a estos sujetos –al fin y al cabo hombres del rey- Felipe II en carta a su virrey del Perú don García de Mendoza, fechada el 28 de agosto de 1591, deslizaba una de esas frases que por sí mismas resumen todo un cúmulo de convicciones que en el fondo parecían avivar inquietantes augurios. En parte imbuído de la opinión que Mendoza tenía formada sobre muchos corregidores que, a sus anchas, operaban en el territorio y en parte como resultado de los informes que llegaban a su mano a diario, se expresaba en estos términos:

“... porque como lo teneis entendido, mientras menos ministros anduvieran entre los Indios de los que tienen jurisdicción y mando sobre ellos, serán más aliviados”43.

42 El dato en Víctor TAU ANZOÁTEGUI, Casuismo y sistema, Buenos Aires 1992, pág. 99.

43 Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento... sacados de los Archivos del Reino y muy especialmente del de Indias, tomo XIX, Madrid 1833, reed. de Madrid 1966, pág. 66.

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Parece obvio que para el rey Prudente muchos de los individuos que en las Indias ocupaban puestos en los despachos de abogados o procuradores y en los juzgados y tribunales, no eran precisamente los más indicados para ello. En realidad, el breve comentario no tenía nada de improvisado y sí mucho de seria reflexión y de advertencia política. Da la impresión de que el rey parecía haber tomado conciencia de la verdadera lejanía, material y espiritual, de sus dominios americanos. El mal funcionamiento de la justicia podía obedecer a razones diversas. Una de ellas, a la que, al menos en principio, hay que conceder gran importancia, era el frecuente incumplimiento de sus propias leyes. Unas leyes que habían sido dictadas tanto para la gobernabilidad del territorio, como en defensa de los naturales. Pero no se trataba solo de eso, también parecían contener otro significado no menos grave. Felipe II parecía haber perdido la fe en muchos de aquellos oficiales y ministros en tanto que representantes de su autoridad. En cierto modo puede decirse que el complejo sistema institucional instaurado en la corte, pero sobre todo en las Indias, tenía todo el aspecto de funcionar como algo autónomo, como una maquinaria con vida propia y en buena medida incontrolable. En definitiva, algo así como un ente político-administrativo que se había situado entre él y sus vasallos americanos.

¿Y qué decir de la patrimonialización o privatización de los cargos públicos? Puede decirse sin mayores reservas que el fenómeno de la venalidad hizo tanto o más por la degradación de la justicia (en España o fuera de ella) y por la autonomía funcional del aparato gubernativo y judicial (hasta desembocar en los movimientos independentistas de principios del XIX, en el caso americano) que la ausencia del soberano, la escasez retributiva de los funcionarios o la creencia que animaba a muchos aventureros a pensar que en las colonias todo lo imaginable era posible.

Fueron muchas las razones que motivaron el alto grado de corrupción que afectó a los cargos públicos en Indias, sin que quedaran al margen de responsabilidad las propias autoridades indianas, virreyes incluidos44. Entre aquellas hay que conceder un valor prioritario a las derivadas de considerar a los oficios como verdaderos bienes cotizables en el seno de los patrimonios privados de sus titulares. Cuando en 1678 se adopta la decisión de que la designación de corregidores dejase de ser una prerrogativa

44 Luís NAVARRO GARCÍA, La secreta condena del virrey Alburquerque por Felipe V, en “Homenaje a Dr. Muro Orejón”, Sevilla 1979, tomo I, págs. 201 y ss. Nos proporciona un nutrido muestrario de toda una trama de corrupción que abarcaba todos los niveles del gobierno y la administración de justicia en el territorio, del que constituyó todo un ejemplo el propio virrey.

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virreinal para pasar a depender directamente del monarca, algunos de los problemas existentes disminuyeron, pero solo para dejar paso a otros nuevos. Fundamentalmente porque tal medida, aparte de suponer una verdadera afrenta a la autoridad y prestigio de los virreyes, planteaba el problema de “acertar desde Madrid con las personas más idóneas para cada cargo”. Y no solo por eso, también porque “la Corona al dar esta disposición aspiraba a obtener nuevos ingresos, ya que vendería en su beneficio corregimientos que de un modo u otro estaba vendiendo en el suyo el virrey”45.

Se trataba, por lo tanto, de un problema político que, además, tenía una clara vertiente económica. Pero los conflictos que surgirán y que veremos seguidamente no paraban ahí ya que por debajo de lo anterior subyacía un problema social –y, de nuevo, también económico- de no poca envergadura. Los candidatos a los puestos de justicias en Indias eran de muy diverso tipo: podían ser españoles designados desde la metrópoli; españoles naturales de las Indias, es decir, criollos; descendientes de conquistadores y primeros pobladores incorporados a la vida novohispana o, finalmente, españoles advenedizos que, cada vez en mayor número, reclamaban con creciente impaciencia de las autoridades que cambiasen su situación de indigencia por la estabilidad de un cargo público. En el primer caso era la corona la que se beneficiaba directamente con la venta del cargo. Al mismo tiempo ello significaba enviar a las colonias individuos eventualmente mejor preparados pero también fuertemente endeudados por la adquisición del oficio y el costoso traslado a su destino americano. Bien mirado, esto era tanto como otorgarles carta blanca para cometer todo tipo de tropelías en el desempeño de su cargo como medio de recomponer su deteriorada situación económica. Permitir la continuidad de los nombramientos virreinales significaba no solo dar preferencia a los criollos, en la mayoría de los casos (al menos hasta fines del XVI) faltos de la preparación necesaria, sino también admitir que siguieran siendo los virreyes los que los beneficiaran. Optar por los otros dos grupos suponía atender prioritariamente los deseos del rey, pero también permitir la incorporación a cargos de justicia a individuos incapaces de ejercerlos, al menos por sí mismos.

Así pues, la adjudicación de puestos a estos dos últimos grupos y sobre todo a los advenedizos constituirá una de las tareas más ingratas y complicadas a que los distintos virreyes habrían de enfrentarse46.

45 Guillermo CÉSPEDES DEL CASTILLO, Las Indias en los siglos XVI y XVII, pág. 490.

46 Sobre la importancia y el peso real que tuvo el elemento criollo en el desarrollo de la política judicial

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Sin duda los excesos denunciados por destacados tratadistas del Derecho indiano (tal es el caso de Solórzano Pereira) respecto de no pocos oidores de las audiencias americanas son fácilmente explicables. Sobre todo si nos atenemos a la idea que muchos de los oficiales y ministros de la justicia tenían formada del cargo que ocupaban. Desde mediados del siglo XVII un considerable número de estos relevantes puestos habían sido objeto de compra por el mejor postor siguiendo con ello una ya dilatada experiencia castellana. En muchas otras ocasiones el acceso a los corregimientos o alcaldías mayores se había producido como consecuencia del ejercicio de una facultad que privilegiaba a los virreyes y que era ejercida por éstos, con frecuencia de forma abusiva e interesada, tal como se desprende de los numerosos informes de los visitadores enviados al virreinato, así como de los informadores confidenciales destacados por la corona a esos territorios.

En cualquier caso la idea de “beneficio” primaba en muchas ocasiones sobre la de “oficio”, cargo o “carga” en la mentalidad de no pocos jueces y oidores actuantes en Nueva España. La irresistible apetencia por los cargos públicos por parte de quienes en las Indias se consideraban en condiciones para adquirirlos47 se había transformado en un hecho cotidiano desde mediados del siglo XVII. No en vano el numeroso grupo de pretendientes (en su mayoría “españoles indianos” o “radicados”) tenían la vista puesta en el cúmulo de posibilidades de todo orden que aquellos podían abrirles. Desde la segunda mitad del siglo XVII había quedado patente la dificultad de mantener a los magistrados peninsulares al margen del entorno social en que desarrollaban su actividad, aislados de la colectividad de la que formaban parte en la utópica búsqueda de una imparcialidad que las especiales circunstancias del medio hacían poco menos que imposible. Por otra parte la reivindicación de los cargos por el emergente grupo de los letrados criollos se había transformado en un problema político de envergadura. Era,

seguida desde la corte, me remito a las interesantes consideraciones que sobre ello hace Carlos GARRIGA, Los límites del reformismo borbónico, págs. 807-817. Muy parecida fue la situación en que se encontraron los virreyes peruanos. Ver Alfredo MORENO CEBRIÁN, El corregidor de indios y la economía peruana en el siglo XVIII, Madrid 1977, págs. 135-136.

47 Juan de SOLÓRZANO PEREIRA, Política indiana, tomo III, lib. V, cap. II, nº 4, pág. 1868 recomendará vivamente que “será siempre muy conveniente que semejantes oficios no se den a los que los pretenden ansiosamente, y mucho menos a los que los negocian o compran por dineros u otros caminos torcidos, puesto que estos de ordinario suelen salir tiranos y robadores”. Palabras que repetirá casi al pie de la letra en tomo III, lib. V, cap. IV, nº 7, pág. 1924.

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quizás, el aspecto más importante de la toma de conciencia por parte de éstos de su propia identidad como grupo social preponderante. Lógicamente las presiones ejercidas desde este sector social provocará un giro bastante significativo en la política monárquica de adjudicación de oficios. Según Garriga la nueva política judicial debería estar dirigida nada menos que a considerar “más los oficios como premio y remuneración a sus naturales, que como instrumentos para la administración de la justicia”. Aunque los problemas derivados del inevitable arraigo de los nuevos detentadores de cargos judiciales seguían sin resolverse, y ahora con mayor motivo que nunca, al menos los beneficios que podían producir la venta de tales oficios al fisco regio quedaban garantizados. Una cosa por la otra48.

Quisiera ahora centrar mi atención en otra cosa. Hasta qué punto el mal comportamiento de no pocos oidores, de buen número de alcaldes mayores o corregidores y, tras ellos o junto a ellos, de abogados, procuradores, relatores, traductores, escribanos, alguaciles y demás tropa que vivía y medraba a expensas de los tribunales y juzgados, aferrados al cáncer del pleiteismo, al abuso sistemático de los aranceles o al asalto de las escuálidas bolsas de muchos litigantes indefensos, tenía otra razón de ser, aparte de los derivados de la escasa o nula moralidad de cada uno. Nos son sobradamente conocidos los excesos e inmoralidades de ciertos virreyes al frente de sus encumbrados cargos. Fácil es inferir de ello la predisposición con que el mal ejemplo de los más altos en autoridad y poder debió generar en aquellos oficiales mal pagados situados en los niveles inferiores del aparato judicial de la lejana provincia. Decía Palafox algo que, además de ser sugerente e invitar a la reflexión, da la impresión incluso de tener un valor casi intemporal y, por lo tanto, perfectamente aplicable a cualquier tiempo y sociedad política:

48 Carlos GARRIGA, Sobre el gobierno de la justicia, págs. 153-155. Ver Víctor TAU ANZOÁTEGUI, Nuevos horizontes, págs. 62-66. Sobre lo mismo Bernard MOSES, Spain’s decling power, págs. 4-5 y 7-9 y David A. BRADING, Orbe indiano. De la Monarquía Católica a la república criolla, 1492-1876, Madrid 1991, págs. 413-414 donde refiere el descontento de los criollos con el reparto que se hacía de los cargos públicos y la petición de algunos de que se diera preferencia a los “españoles de Indias”; también págs. 323-344 donde vuelve sobre el tema del descontento de los “patriotas criollos” que integraban la élite colonial quienes desde fines del siglo XVI protestan por negárseles su derecho a intervenir en el gobierno de su Patria y el goce de los privilegios derivados del dominio político, lo que el autor considera que más tarde será preludio de la independencia de las colonias.

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“Porque en estas provincias, si un virrey quiere que todos sean justos, no necesita más que ajustar su procedimiento. Si quiere que sean malos, serán todos malos”49.

El obispo Palafox, que también había sido virrey y visitador general de Nueva España tenía razones muy particulares para que su opinión sobre el virrey Salvatierra –y no solo sobre él- fuera de lo más desfavorable. Pero ello no resta valor a sus palabras una vez hayamos abstraído de su sustancioso contenido ciertas ideas teniendo a la vista el comportamiento seguido por otros representantes regios en el virreinato. Hay algunas frases suyas que constituyen toda una enseñanza sobre lo que venimos comentando. A ellas quiero ahora remitirme:

“... En España y para España, Señor, se logran las reprensiones, aprovechan las multas, son útiles las advertencias, porque... la dignidad y presencia real de Vuestra Majestad contiene, reforma y atemoriza. Pero en las Indias, ni importan las reprensiones, porque ya viene deshecha la tinta que las formó, y las multas son pensión corta a los excesos y tan leve, que no llega a la milésima parte de lo que vale un delito...”50

Tal como estaba estructurado el gobierno de las Indias el enorme poder del virrey quedaba frenado de forma más o menos efectiva, según los casos, las circunstancias y las personas mediante un mecanismo de contrapeso o de contrapoder que ejercía la audiencia a través de los oidores. Sin embargo, ese mecanismo arbitrado para

49 Juan de PALAFOX Y MENDOZA, Cargos y satisfacciones de gobierno. Los dictámenes que he seguido en lo eclesiástico y secular de mi cargo, en esta Nueva España, en “Tratados mejicanos. Memoriales espirituales y epístolas solemnes”, tomo II, BAE CCXVIII, Madrid 1968, pág. 159. Contraponiendo su mandato al del conde de Salvatierra, dirá en pág. 162: “Yo goberné un tiempo la Nueva España, entera, en lo espiritual y temporal, Virrey, Arzobispo electo y Obispo de La Puebla, Visitador general, Juez de residencia de tres señores Virreyes, y todo andaba derecho, quieto y callado, y no se oía una voz, sino que cada uno acudía a lo que le tocaba, y en todos estados se obraba con ajustamiento sin castigo alguno considerable, sólo con estar asentado en el puesto, porque sabían ellos, que amaba lo bueno y aborrecía lo malo”. Respecto a su relación con los virreyes Cerralbo, Caldereyta y Escalona, a diferencia de Salvatierra, ver pág. 165.

50 Juan de PALAFOX Y MENDOZA, Razón que da a Vuestra Majestad, Don Juan de Palafox de los acontecimientos del año1647, en “Tratados mejicanos…”, tomo II, cit., pág. 65. Y añade: “Y así, Señor, en las Indias no hay más remedio que ‘sucesores’; y en viendo que en materias graves Vuestra Majestad no es obedecido, ni el Consejo respetado, y que si envía oficios proveídos, los replican; si órdenes expresas las entretienen y detienen; enviar en la primera ocasión ‘sucesores’ que las cumplan y castiguen”.

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facilitar su gobernabilidad no siempre fue eficaz frente a todos los virreyes51. Y hay que decir que con frecuencia esto sucedía contra el expreso deseo de los propios oidores. En no pocas ocasiones los altos representantes del soberano lograban articular en el virreinato una tupida red de intereses políticos y, por supuesto, económicos en la que fácilmente podían caer, no solo cualquier particular, sino incluso los mismos interesados en moderar, cuando no en erosionar en su provecho el poder virreinal. Era algo parecido a lo que sucedía en Nápoles entre el virrey y determinadas fuerzas y organismos locales o provinciales cuya finalidad más o menos aparente o encubierta era justamente la de someter a control el excesivo poder del representante regio en el reino52. La diferencia fundamental entre ambos casos era que en Nápoles tales mecanismos, aunque fueran previstos desde un principio por el gobierno de Madrid, con el tiempo llegaron a ser utilizados en su exclusivo provecho por determinadas fuerzas locales empeñadas en salvaguardar los “derechos históricos” que definían la singularidad jurídico-política del reino transalpino.

En relación con el complejo asunto que venía siendo el de las relaciones entre virrey-presidente y audiencia, hay unas elocuentes palabras del regente de la audiencia de México Herrera y Ribero a las que me parece de gran interés dedicar un breve comentario. Creo que arrojan bastante luz sobre los aspectos más negativos de la peculiar condición de algunos virreyes. En particular, por las consecuencias indeseables que cabía esperar de la acumulación de cargos y funciones que institucionalmente confluían sobre ellos. El regente no ocultaba su preocupación por esto último y por el pernicioso efecto que podía producir la desgraciada concurrencia de otros factores en la persona de los representantes regios. Había que tener muy en cuenta la gran autoridad de la que aquellos, por voluntad del soberano, se hallaban investidos. Autoridad a la que había que añadir

51 Ver Teresa SANCIÑENA ASURMENDI, La Audiencia en México, págs. 183-186. Señala la autora que en el largo reinado de Carlos III el virrey Croix representó el período en que las relaciones entre virrey y audiencia fueron más difíciles. El autoritarismo virreinal parece que fue la causa eficiente de que ambas instituciones viviesen uno de los períodos de mayor desencuentro en la ya larga historia del Acuerdo. También Eduardo MARTIRÉ, Las Audiencias y la administración de justicia en las Indias, Madrid 2005, págs. 156-157.

52 Ver para esto mi Castellanos Viejos de Italia, págs. 21-22, 157-158, 222-223, 267-268, 290-293, 298-305, entre otras. También en La Monarquía de España y las Leyes Fundamentales del Reino de Nápoles (1600-1700), donde pueden verse bastantes referencias a esta importante cuestión.

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un poder efectivo que podía transformarse en ilimitado, dependiendo de ciertas circunstancias y, desde luego, de la personalidad del individuo. Este era un hecho que, aunque hipotético, Herrera interpretaba como posible y desde luego peligroso, tanto para la tranquilidad de los vasallos como para la estabilidad del virreinato.

Por otra parte había que considerar seriamente un dato objetivo siempre presente en el sentir de tratadistas, autoridades judiciales, visitadores o informadores regios. Se trata de la gran distancia en que se encontraba el trono respecto de la Nueva España. Ello equivale a decir que la posibilidad de que el soberano pudiese contener o atemperar con su proximidad cualquier desvío autoritarista de su alter ego, sencillamente no existía. Si a ello se añadía el poco efecto moderador de unas leyes con frecuencia incumplidas, la altivez (más o menos ofensiva y en cualquier caso distorsionadora) que podía generar en él la conciencia de su estatus social y de su alto ministerio, o, finalmente, el grado de ambición (variable, según los casos pero casi siempre presente) de quien acudía a tan lejanos territorios ostentando tal autoridad y poder, es fácil entender las preocupaciones del diligente Herrera. Quien en 1782 discurría de la siguiente manera

“...porque con la ilimitada autoridad que exercen, tienen un poder muy peligroso y gravoso a los Vasallos, La distancia del Trono, la impotencia de las Leyes para contenerlos, el concepto con que vienen, à hacerse ricos, las ocasiones que se les presentan y el humo de su dignidad, con que se ciegan, hace à algunos caer en todo. Los pobres ofendidos no tienen más recursos, que a España, ò las Audiencias, ò la Residencia. El primero es muy difícil y costoso, y los dos restantes no alcanzan para el remedio. Es mayor la autoridad de los Presidentes y Gobernadores, que la de los Tribunales, aún sin contar con la ventaja de tener las armas a su disposición”53.

Tengo la impresión de que el comentario del regente Herrera constituye por sí mismo un texto que merece ser analizado minuciosamente. Nada fácil resulta decir tantas cosas de interés en tan pocas palabras. Para Herrera los problemas que, como en tromba, recaían en la figura del virrey, gobernador, presidente y capitán general derivaban precisamente de esa acumulación de cargos con la que

53 AGI. Audiencia de México, Legajo 1645, fol. 13 y 13 vto.

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desde el estado se trataba de potenciar su poder54. “Ilimitada autoridad”, “poder muy peligroso y gravoso para los vasallos”, “distancia del trono”, “impotencia de las leyes para contenerlos”, tendencia a “hacerse ricos”, el “humo de su dignidad con que se ciegan”, “España o las Audiencias o la residencia” como únicos e insuficientes recursos para poner freno a sus extralimitaciones. Y finalmente el último y probablemente mayor obstáculo: “tener las armas a su disposición”.

En definitiva, este era el dictamen del regente para el entendimiento tanto del rey como de los miembros del Consejo de Indias: no existía un verdadero equilibrio de poderes, sino más bien un desequilibrio manifiesto. No era posible hablar por tanto de una diarquía, de un gobierno conjunto virreino-senatorial en el que las dos instancias de poder se complementaran impidiendo un claro predominio de una sobre la otra. Y ello por la sencilla razón de que “es mayor la autoridad de los Presidentes y Gobernadores que la de los Tribunales”. Todo ello sin contar con lo que los politólogos del Renacimiento llamaban la ratio ultima regum, es decir, la posibilidad de acudir en última instancia a la fuerza militar. Algo que inició o amenazó con hacer el virrey Salvatierra contra los desplantes y la intransigencia del visitador general Palafox.

54 Ver Alfonso GARCÍA GALLO, La división de las competencias administrativas en España en la Edad Moderna, en “Actas del II Symposium de Historia de la Administración”, Madrid 1971, pág. 303.

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LECCIONES INAUGURALES IMPARTIDASEN LOS ACTOS DE APERTURA DE

CURSOS ACADÉMICOS EN LA UNIVERSIDAD PABLO DE OLAVIDE

Curso Académico1998/99“La búsqueda de la verdad en el proceso penal”Impartida por el Prof. D. Francisco Muñoz Conde.Catedrático de Derecho Penal. Facultad de Derecho.

Curso Académico 1999/2000“La creación de valor para los accionistas en la empresas cotizadas”Impartida por el Prof. D. José Luis Martín Marín.Catedrático de Economía Financiera. Facultad de Ciencias Empresariales.

Curso Académico 2000/01“Consideraciones sobre impacto ambiental”Impartida por el Prof. D. José Ángel Merino Ortega.Catedrático de Ecología. Facultad deCiencias Experimentales.

Curso Académico 2001/02“Arqueología y comunicación en la sociedad contemporanea”Impartida por el Prof. Dra. Dª. Pilar León Alonso.Catedrática de Arqueología. Facultad de Humanidades.

Curso Académico 2002/03“Mitos y ritos de la vejez, consecuencias sociales del envejecimiento en las sociedades contemporáneas”Impartida por el Prof. Dr. D. José Luis Malagón Bernal.Catedrático E.U. de Pedagogía Social. Escuela Universitaria de Trabajo Social.

Curso Académico 2003/04“Primera Formulación de la Separación de Poderes de las Cortes de Cádiz”Impartida por el Prof. D. Javier Lasarte Álvarez.Catedrático de Derecho Financiero y Tributario. Facultad de Derecho.

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Curso Académico 2004/05“Factores Asociados a la Innovación Empresarial”Impartida por el Prof. D. Ramón Valle Cabrera.Catedrático de Organización de Empresa. Facultad de Ciencias Empresariales.

Curso Académico 2005/06“Una vista al tema de nuestro tiempo”Impartida por el Prof. Dr. D. José María Delgado García.Catedrático de Fisicología. Facultad de Ciencias Experimentales.

Curso Académico 2006/07“El ocaso de una vieja diosa”Impartida por el Prof. Dr. D. Fernando García Lara.Catedrático de Literatura Española. Facultad de Humanidades.

Curso Académico 2007/08“Control motor: Actividad física, deporte y salud”Impartida por el Prof. Dr. D. José Ángel Armengol Butrón de Mújica. Profesor Titular de Anatomía y Embriología Humana.

Curso Académico 2008/09“Familia, amor y violencia: Una historia de desigualdades”Impartida por el Prof. Dr. D. Gonzalo Musitu Ochoa.Catedrático de Psicología Social. Facultad de Humanidades.

Curso Académico 2009/10“La evolución tecnológica: De la información al conocimiento”Impartida por el Prof. D. Jesús Salvador Aguilar Ruiz.Profesor Titular de Lenguajes y Sistemas Informáticos.

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