danto - transfiguración del lugar común - cap 2

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Arthur C. Danto LA TRANSFIGURACIÓN DEL LUGAR COMÚN Una filosofía del arte m PAI DOS III Barcelona •Buenos Aires •México R..U

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Arthur C. Danto

LA TRANSFIGURACIÓN DEL LUGAR COMÚNUna filosofía del arte

m PAI DOSIII Barcelona • Buenos Aires • México

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Titulo original: The Transfiguration o f the CommonplacePublicado originalmente en inglés, en 1981, por Harvard University Press, Cambridge, Mass.

Traducción de Ángel y Aurora Mollá Román

Cubierta de Mario Eskenazi

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1981 by Arthur Danto© 2002 de la traducción, Ángel y Aurora Mollá Román© 2002 de todas las ediciones en castellano,

Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,Mariano Cubi, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF,Defensa, 599 - Buenos Aires http://www.paidos.com

ISBN: 84-493-1186-1Depósito legal: B. 729/2002

Impreso en Gráflques 92, S.A.Avda. Can Sucarrats, 92 - 08191 Rubí (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain

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Para Dicky Peggy Kuhns

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2. CONTENIDO Y CAUSALIDAD

La hipótesis de que existait obras de arte indiscernibles —al menos en cuanto a lo que vista y oído pueden discernir— se hizo evidente en el ejemplo de la serie de cuadrados rojos con que em­pezamos la discusión. Pero creo que la posibilidad fue reconocida por primera vez, en relación con las obras literarias, por Borges, que tiene la gloria de haberla descubierto en su obra maestra «Pie­rre Menard, autor de El QuijoteA En ella describe dos fragmentos de obras, una de las cuales es parte del Don Quijote de Cervantes y la otra, igual a ésta en todos los aspectos gráficos —como si de dos copias del fragmento de Cervantes se tratara—, resulta ser, no de Cervantes, sino de Pierre Menard.

En esta ocasión tenemos un problema metafisico ya familiar que afecta a la identidad de la obra de arte. Éste se podría po­ner de manifiesto al considerar la relación que un poema man­tiene con respecto a sus distintas ediciones: ¿es idéntica a éstas, o tiene una identidad completamente diferente? Puedo, por ejem­plo, quemar una copia del libro donde está impreso un poema, pero no está ni mucho menos claro que al hacerlo así haya que­mado el poema, pues parece evidente que aunque la página fue­ra destruida, el poema no; y aunque exista en otro lugar, en otra copia por ejemplo, el poema no puede ser meramente idéntico a esa copia. Por la misma razón, no puede identificarse con las páginas recién quemadas. Esto sugiere de forma directa que el

1. En Ficciones, Madrid, Alianza, 2001.

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poema se encuentra con respecto a sus copias en una relación parecida a la que una forma platònica tiene con respecto a sus ejemplos, donde Platón habría reconocido que la destrucción de los ejemplos no afecta a la forma (las formas, eternas, son lógicamente indestructibles); y mediante un razonamiento aná­logo el mismo poema parece ser incombustible. Así, con bas­tante frecuencia los poetas y los filósofos han pensado en las obras de arte como conectadas con sus encarnaciones sólo su­perficialmente. Pensemos, por ejemplo, en la forma en la que Roquentin, hacia el final de La náusea de Sartre, se propone re­dimir su vida para que sea auténtica, creando una obra de arte (una novela, por cierto) desde el presupuesto de que las obras de arte, en tanto que tales, han huido de las radicales contin­gencias de la existencia y habitan cierto territorio más elevado. Roquentin, al escuchar en un disco «One of These Days», una canción algo sórdida, observa que el disco está rayado, pero no así la canción, la cual tiene una existencia independiente de sus innumerables interpretaciones en el disco y en las otras copias del miámo: a diferencia de éstos la canción no se deteriora; por alguna razón tanto el escritor como el cantante, entonces, que­dan salvados.

La creencia está extendida, y pertenece a las obras de arte como categoría: yo puedo tirarle tomates al hombre que inter­preta a Hamlet, pero no al propio Hamlet, y si el público en­cuentra esto tan cómico como yo esperaba al hacerlo, se esta­rán riendo del desafortunado actor, pero no de Hamlet, que sigue inmaculado tras el ataque y, de hecho, sólo puede ser al­canzado como tal por Laertes. Yeats supone que puede escapar a las mudanzas de la naturaleza convirtiéndose en una obra de arte: «Una vez fuera de la naturaleza, nunca tomaré mi forma / de ninguna cosa natural» ( Once out o f nature I shall never take my form / From any natural thing). Y revela este mismo con­traste entre el mundo, profusamente sexual, del flujo y reflujo de las mareas y el inmutable mundo del arte. Keats adorna el mis­mo tema en Oda a una urna griega, con sus melodías no oídas (o sólo oídas por la doncella y el amante) y la novia eternamente

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inviolada.2 Schopenhauer ensalzó el arte en el mismo sentido, en tanto que vía de escape de las urgencias de la voluntad hacia un reino de formas poco distintas en la intangibilidad ontològica de sus equivalentes platónicos: «El arte, obra del genio», dice Scho­penhauer extasiado, «repite y reproduce las ideas eternas apre­hendidas mediante la pura contemplación, lo esencial y perma­nente en todos los fenómenos del mundo». Todas estas teorías magnificadoras, irónicamente revisten a las obras de arte con las mismas propiedades elevadas que Platón impugnó por inferiori­dad con respecto a las formas. Pero de momento sólo vale la pe­na resaltar que la misma relación que una canción mantiene con sus grabaciones, la tiene un parte meteorológico respecto a las su­yas-, un diente falso hecho por un orfebre griego estaría tan fuera de la naturaleza, por el hecho de ser falso, como cualquier otra co­sa que pueda hacerse artesanalmente. El problema que plantea el poema y sus diversas copias se podría poner en conexión con el de un folleto de agricultura del gobierno sobre el sexo de los po­llos (puedes quemar uno de esos malditos panfletos, podría ob­servar un granjero de Vermont, pero no puedes quemar el infor­me en sí). Y quizás todo el concepto no sea sino un caso más del controvertido estatuto de los predicados y los universales. Pero, sea como fuere, es un hecho que las dos obras identificadas por Borges, la de Cervantes y la de Menard, generarían tipos de copia indiscernibles, un tipo copia la obra de Cervantes y el otro copia la de Menard: y ambas serían copias de diferentes obras, incluso con importantes diferencias, aunque nada sería más fácil que con­fundir una copia de Cervantes con una de Menard. Dos copias de la obra de Cervantes son copias de la misma obra, igual que otras dos de la obra de Menard; pero una copia de Cervantes y una co­pia de Menard son copias de diferentes obras, aunque se parezcan tanto la una a la otra como un par de copias de la misma obra. La pregunta sería: ¿qué las hace copias de diferentes obras? De una

2. >Ode to a Grecian Urn», The Poetical Works o f John Keats, Oxford University Press, 1996, págs. 223-224. (Trad, cast.: Oda a una urna griega, La Laguna, Taller de Traducción Literaria, 1997, págs. 13 y sigs.)

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teoría de Leibniz se deduce que si dos objetos tienen las mismas propiedades son idénticos, y que si dicha identidad de hecho sig­nifica que, para cada propiedad F, a es idéntica a b, en ese caso siempre que a es F, también lo es b. De aquí ha de inferirse que si todas las obras en cuestión tienen las mismas propiedades, han de ser idénticas. Pero la idea de Borges es que no lo son. Sólo tie­nen en común aquellas propiedades que el ojo como tal podría identificar. Tanto peor para las propiedades que, al individualizar las obras de arte, atañen a la visión. El ejemplo de Borges tiene el efecto filosófico de forzarnos a apartar la vista de la superficie de las cosas, y a preguntarnos dónde residen las diferencias entre dis­tintas obras (si no es en la superficie).

Borges nos dice que el Quijote de Menard es infinitamente más sutil que el de Cervantes, mientras que el de Cervantes es incom­parablemente más tosco que su homólogo, a pesar de que todas las palabras que contiene la versión de Menard se pueden encon­trar en el de Cervantes y en su posición correspondiente. Cervan­tes «opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provin­ciana de su país». Menard, por el contrario {¡por el contrario!) elige para su realidad «la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope». Se trata, por supuesto, de descripciones del mismo lugar y la misma época, pero la forma de referirse a ellos pertenece a épocas diferentes: no habría sido factible para Cervantes referirse a España como a «la tierra de Carmen», siendo Carmen una perso­nalidad literaria del siglo diecinueve, desde luego, familiar para Me­nard. Y «la pobre realidad provinciana de su país» es una caracte­rización falsa cuando se aplica al libro de Menard, ya que el país designado es España y Menard era francés. Flabría sido ridículo que Menard se hubiera opuesto a la ficción de la caballería, pues­to que esa literatura ya había sido demolida hacía mucho tiempo por Cervantes; y aunque quizás Menard estaba haciendo una ve­lada alusión a Salambó como obra de ficción histórica, tal inten­ción no le hubiera sido posible a Cervantes que, al fin y al cabo, era contemporáneo de Shakespeare. «También es vivido el con­traste de los estilos», escribe Borges: «El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del

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precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época». Si Menard hubiera vivido para completar su {/sud Quijote, hubiera tenido que inventar un personaje más del que la fantasía de Cervantes necesitaba, concretamente el autor del llamado (úni­camente por Menard) «Fragmento autobiográfico». Y así sucesiva­mente. No es sólo que los libros estén escritos en diferentes épocas, por diferentes autores de diferentes nacionalidades e intenciones literarias: estos hechos no son externos; sirven para caracterizar la(s) obra(s) y, por supuesto, para individualizaríais) de su indis- cernibilidad gráfica. Es decir, las obras están en parte constituidas por su ubicación en la historia de la literatura, así como por su re­lación con sus autores, pero esta evidencia es a menudo relativi- zada por los críticos, que nos instan a prestar atención a la obra en sí, por lo que la contribución de Borges a la ontologia del arte es enorme: no se puede aislar dichos factores de la obra, ya que pe­netran, por así decirlo, en la esencia de la misma. Y por lo tanto, a pesar de las congruencias gráficas, se trata de obras profunda­mente diferentes. Cómo las críticas de la llamada «falacia intencio­nal» sobreviven al logro literario de Menard es una cuestión sobre la que vale la pena especular.

Podemos reflexionar por un momento sobre la relación que las obras mantienen entre sí, aparte del hecho de su indiscernibi- lidad retiniana. Por lo pronto, la obra de Menard no es un milagro de coincidencia, en contraste con nuestra serie de cuadrados rojos (cada uno de los cuales puede ser una creación independiente, da­do que el artista que pintó El ánimo de Kierkegaard no conocía, por ejemplo, Los israelitas cruzando el Mar Rojo, y el parecido ex­terno entre ambas es pura coincidencia): pero la preexistencia de la obra de Cervantes entra en la explicación de la obra de Menard. Es más, Menard es consciente de su predecesor como predecesor, su caso no es como el de Rodin, que descubrió que una de sus Ombres de la Porte d ’Enferem una réplica exacta, con un giro de noventa grados, de la figura de Adán en el techo de la Capilla Six- tina, dibujada y admirada por Rodin en una peregrinación a Italia cuarenta años antes. Menard no descubrió que lo que él había es-

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crito era lo que Cervantes había escrito palabra por palabra. Su ob­jetivo era recrear una obra que ya le era muy conocida. Así que lo que produjo fue una obra propia: no era una copia, por lo tanto, ya que cualquier tonto podría copiar la obra de Cervantes y el re­sultado sería justo ése, una copia que sólo tendría el valor literario del original. Sólo requeriría las destrezas de una reproducción fac­símil; el copista sería simplemente un mecanismo de duplicación, como una fotocopiadora, y sin necesidad del menor don literario; mientras que el acto de Menard sería un logro literario que se pue­de tildar de asombroso.

Una falsificación de un libro tan famoso denota ese tipo de credulidad que supone convencer al Duque de Wellington de que tú eres el Duque de Wellington: sería un fracaso. El público de Me­nard tendría que ser un público perspicaz y darse cuenta, al leer su obra, de que estaba dirigida a una realidad que ya incluía la obra de Cervantes como una característica histórica de la misma, así que en la última obra estaría incluida la referencia a la obra an­terior. Tampoco es la de Menard una cita del original. Hay que se­ñalar la diferencia entre una copia y una cita: una copia, como vi­mos, simplemente reemplaza al original y hereda su estmctura y su relación con el mundo. Varias personas que reciban copias de la misma carta, en efecto reciben la misma carta, y están en la mis­ma posición con respecto a la información que aquélla transmite. Pero si una de ellas, en una carta propia, citara la carta, lo que es­cribiría no sería una copia, ya que denota a la carta más que lo que la carta en sí denota, y tiene, en consecuencia, un tema diferente y, por lo tanto, un significado diferente. Es una verdad general que las citas no poseen las propiedades de aquello que citan: mues­tran algo que tiene esas propiedades, pero no las tienen ellas mis­mas. Una cita no puede ser brillante, profunda, ingeniosa o pers­picaz; o, si lo es, estas cualidades remiten a las circunstancias de la cita, y no a los pasajes citados. De hecho hay teorías de las ci­tas, para las cuales éstas carecen de estructura semántica, y sólo muestran lo que se extiende dentro del espacio marcado por las comillas, nominando, por así decir, el pasaje abarcado; y un nom­bre, o bien carece de estmctura o tendrá una estmctura diferente

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a lo nombrado. Pero en cualquier caso, si Menard estuviera citan­do aquella obra, la suya trataría tan sólo del libro de Cervantes, más que de «la tierra de Carmen en el siglo de Lepanto y Lope». De nuevo, esto no se puede asimilar fácilmente al concepto de imi­tación, por lo menos no si conservamos la implicación de que una imitación de x no es x Cervantes tenía sus imitadores y epígonos, a quienes responde salvaje y tristemente en la segunda parte de su obra maestra; pero ciertamente Menard no hubiera hecho nada de esto. Tampoco es una imitación de Don Quijote, es un Don Qui­jote de verdad, pero de Menard, antes que de Cervantes. Y por al­guna extraña razón es una obra extremadamente original, tan ori­ginal de hecho que nos veríamos en un apuro para encontrarle un predecesor en toda la historia de la literatura. ¿Quién antes de Me­nard hubiera tenido la audacia de volver a derivar de su propio impulso creador una obra que surgió de impulsos tan diferentes, en una época tan diferente y en el seno de un artista tan diferen­te y, en cierto modo, mucho menos sofisticado? Vale la pena pen­sar en otro literato loco de Borges, sobre el cual escribe en las Cró­nicas de Bustos Domecq, el cual aplicó y generalizó el principio de lo que Borges denomina «amplificación de la unidad». El principio es más o menos éste: Eliot extrajo versos enteros de otros poetas y los incorporó a su propia obra; Pound se apropió de grandes sec­ciones de Homero en los Cantos. La figura de Borges fue un paso más allá y se apropió de obras completas, tales como Capitanes valientes o Huckleberry Finn. En efecto, está la cuestión de qué obra suya incorporó a éstos, y supongo que todo lo que hubiera permanecido, si sustrajéramos Huckleberry Finn de su Huckleberry Finn, sería sencillamente el principio de amplificación en sí mis­mo. Aun así, el talento del escritor se agotó por su capacidad de selección: se apropió de obras enteras, mientras que Menard es­cribió un nuevo libro, y la diferencia de escala se evidencia por el hecho de que lo más que logró Menard fue un fragmento.

Por último, creo que la obra de Menard no se puede consi­derar una repetición de la de Cervantes. Sólo porque las dos obras se parezcan la una a la otra, eso no significa que un artista esté repitiendo al otro. El pintor David Burliuk me dijo una vez que

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pintaba las cosas que amaba: su mujer, sus amigos, su zona de Long Island. También le encantaban los cuadros, entre otros la Vendedora de gambas de Hogarth, que pintó varias veces. Estos cuadros representan a la Vendedora de gambas, igual que otros representan escenas de Hampton Bays. Supongamos que a Bur- liuk le gustara uno de sus cuadros tanto como le gustaban los de Hogarth, y pintara, con el mismo espíritu con el que hizo la Ven­dedora de gambas, su propio Retrato de Leda Beryman. Sin duda Leda le gustaba, ya que la pintó, y le gustaba el cuadro de Leda, ya que lo pintó. Pero sería difícil decir que se estaba repitiendo, ya que el tema del cuadro era otro: el pozo de la inspiración de Burliuk no se había secado. Ni tampoco se estaba copiando a sí mismo. Juzgamos a una copia por su precisión, y si alguien criti­cara uno de estos cuadros de cuadros basándose en su impreci­sión, Burliuk se hubiera reído; la cuestión de la precisión no pue­de surgir cuando el cuadro en cuestión no comienza con un intento de copia. Si la imprecisión es irrelevante, también lo es la precisión, dejando como posibilidad que el cuadro Retrato de Le­da sea exactamente como el Retrato de Leda en cada toque y de­talle. Tenemos que ser muy cautelosos al afirmar que un artista se imita a sí mismo o incluso a otro artista. La última composición de Schumann estaba basada en un tema según él dictado por los án­geles mientras dormía, pero (¿de hecho?) era el movimiento len­to de su recién publicado concierto para violín. ¿Es en verdad un accidente que Schumann estuviera trabajando en un libro de citas en la época de su Zusammensbruch? El Dernier poème à Youki de Robert Desnos (J’ai tant rêvé de toi que tu perds ta réalité)? según Mary Ann Caws no es más que una «retraducción al fran­cés de la tosca y truncada traducción al checo» de su famoso pri­mer poema dirigido a la actriz francesa Yvonne George. ¿Delira­ba Desnos cuando le dirigió el poema a Youki en su muerte o pensaba que era Yvonne George? ¿Pensaba que era un poema nuevo o era un nuevo poema, como la nueva novela de Menard? Menciono a Schumann y a Desnos junto con Burliuk en parte pa- 3

3. Último poema a Youki -Tanto he soñado en ti que pierdes tu realidad-, (N. del t.)

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ra demostrar que el problema trasciende las diferencias entre es­tas artes.

Aunque las repeticiones son exasperantes, la cuestión princi­pal es si éstas son realmente descriptibles como casos tales. En la Holanda del siglo xvn los artistas que encontraban que un tema de­terminado vendía, no dudaban en repetirlo con fines comerciales, y parece que un estigma acompaña a este trato de la pintura co­mo producto comercial, como si hubiera algo incompatible entre el concepto de autenticidad artística y la aplicación de una receta que resulta rentable. Sin duda Canaletto utilizó algo parecido a una receta, pero también es posible que viera cada obra como una fres­ca reacción artística ante Venecia. Morandi pintaba botellas una y otra vez, una especie de obsesión, pero, ¿sería adecuado suponer que empleaba una receta, o que se copiaba a sí mismo? ¿Qué mar­ca la diferencia entre su caso y el de Chagall, que a menudo ha si­do acusado de ese tipo de repetición? No puede tratarse tan sólo de que todas las obras de Chagall se parezcan entre sí en el tema y en su tratamiento, ya que esto es cierto también de Morandi.

El caso de Menard sólo puede acercarnos un poco a la reso­lución de nuestro problema. Una mayor atención a la relación en­tre su obra y la de Cervantes saca a la luz varias relaciones intere­santes entre la identidad de una obra y la época, el lugar y la procedencia de la obra, tanto que la identificación de su tema y estilo no se puede llevar a cabo en una completa abstracción his­tórica. Preguntándonos por las relaciones que mantienen dos ob­jetos indiscernibles, hemos traído a la superficie cierta variedad de elementos que, por intuición, pertenecen al concepto de obra de arte. Pues bien, los pares de elementos aquí implicados o son obras de arte o parecen serlo, y hay que saber si examinarlos ayuda a aclarar los límites de lo que más nos interesa, a saber, qué separa a una obra de un mero objeto que, aunque se parezca mucho a éste, resulta que en absoluto es una obra. Quizás ya se haya acla­rado lo suficiente en esta breve indagación y podamos empezar a discernir algunas cuestiones implicadas. Vamos a construir otro ejemplo para hacerlas explícitas.

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Hay cierto acuerdo común sobre las corbatas, en tanto que ele­mentos absurdos del vestuario masculino, y en los últimos tiem­pos se ha hecho un esfuerzo conjunto para racionalizar la ropa, eliminándolas en favor de los cuellos altos o accesorios ornamen­tales más explícitos como los collares de cuentas. Al mismo tiem­po, las corbatas han empezado a aparecer en las obras de arte. No he rastreado toda la historia, pero la primera aparición que re­cuerdo fue la representación, en un ingenioso aguafuerte de Jim Dine, de una banal corbata a rayas, con un juego de palabras por título: «La corbata universal», de resonancias cósmicas, y como si fuera una alegoría de un nexo de Whitehead, o el principio de cau­salidad, o el amor que mueve el sol y las demás estrellas.4 No mu­cho después, Claes Oldenburg expuso una corbata gigantesca co­sida a una camisa gigantesca, y más tarde una combinación de varias corbatas de verdad, desechos del mundo de la moda, apa­reció en una obra de John Duff titulada «Tie Piece» (Pieza de cor­bata). En 1975 se abrió definitivamente la veda, y en una galería de Madison Avenue se dedicó una exposición entera a las corba­tas: «Los artistas están ahora obsesionados con las corbatas», decía el New York Times del 10 de enero de 1975 citando a Gary Le- jenski: «A algunos artistas' les encantan las corbatas, otros las odian, algunos las diseccionan. Tenemos corbatas hechas con alfileres y corbatas de pelo». En aquella ocasión se rompió una vidriera de corbatas, y ahora nos tenemos que conformar con las vidrieras de Chartres, aunque también éstas van sucumbiendo al actual esfuer­zo por conservarlas, pero esto es otra historia.

En cualquier caso, imaginemos que el mismo Picasso antes de su muerte, y como obra cumbre de su ya asombroso corpus, hu­biera hecho una corbata del siguiente modo: Picasso, que por su­puesto hacía años que no llevaba corbata, encontró una de sus an­tiguas corbatas y la pintó de azul brillante. La pintura se aplicó lisa y cuidadosamente, sin el menor trazo de pincelada: era un recha­zo de la «pictoricidad» {la peinture), de aquella apoteosis de pin-

del t.)4. Alusión a los versos finales de la Divina Comedia de Dante, «Cielo», X, 144-145. (N.

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tura y pincelada —o «chorreo» (drip)— que definió la pintura ne­oyorquina de los cincuenta como movimiento. Así la lisura de la pintura de Picasso se puede considerar como parte del contenido de la obra, de forma análoga a la ausencia de perspectiva en Giot­to que puede entenderse como un elemento positivo en el retablo Strozzi, si Millard Meiss tiene razón al considerar deliberado el ar­caísmo de la obra. La corbata de Picasso (La cravaté) se exhibe junto con otras obras del maestro, y siempre hay alguien que al pasar por delante murmura que su hijo podría hacer lo mismo. Y yo estoy de acuerdo, al menos en lo que se refiere a este objeto. Así que imaginemos que un niño coge una corbata de su padre y la cubre con pintura azul «para hacerla más bonita» —según expli­ca—, y que extiende dicha pintura, de la misma marca que la que usó Picasso (Sapolin), de la forma más uniforme posible. Yo du­daría en predecirle un futuro artístico glorioso a este niño sólo por­que ha producido un ente indiscernible de otro hecho por el maes­tro más grande de los tiempos modernos. No sería lo mismo si el niño hubiera cubierto las paredes del salón con algo que no se pu­diera distinguir de La leyenda de la verdadera Cruz. Estoy dispuesto a ir más lejos e insistir en que, aunque se trate del tipo de indis- cernibilidad que nuestros ejemplos requieren, lo que el niño ha realizado no es una obra de arte; algo impide que entre en la con­gregación de las obras de arte con franquicia, en la que la corba­ta de Picasso es fácilmente aceptada, aunque sin demasiado entu­siasmo.

Para desarrollar al máximo la estructura filosófica del ejemplo, imaginemos a un falsificador —oportunista astuto— que introdu­ce una corbata pintada de azul en el mundo para confundir a los expertos. Podría, para mayor seguridad, inventarse un hueco en la historia del artista elegido —como en efecto hizo Van Meegeren— y colocar una falsificación que no fuera una copia, quizás en este caso una corbata rosa, para darle cierta coherencia histórica a su argucia. Pero nos quedaremos con el ejemplo más simple, que ha­ce posible imaginarse una situación shakespeariana de confusión de identidades, pero nada graciosa si eres tratante de arte o estás

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en el negocio de las aseguradoras de arte. Así que supongamos que Kootz (¿o era Kahnweiler?) toma todas las precauciones nece­sarias, y a pesar de todo dichos objetos acaban cómicamente con­fundidos, con los siguientes resultados: la corbata del niño cuelga hasta hoy mismo en el Palais des Beaux Arts de Luxemburgo y es­tá asegurada por un dineral. Naturalmente, Picasso impugnó su au­tenticidad y se negó a firmarla; en su lugar, firmó la falsificación. El Ministerio de Contrafácticos confisca el original y se queda en el limbo junto con el Cristo en Emaús de Van Meegeren y una ca­ja de puros llena de pretendidos fragmentos de la verdadera cruz (el único ocupante auténtico en una cámara llena de imposturas). Quizás algún día un doctorando bajo la dirección del profesor Theodore Reff, atando cabos sueltos, resolverá lo que en la litera­tura especializada se conoce como Das Halstuchsproblem bei Pi­casso [El problema de la corbata de Picasso], y aun cuando todas las identidades estén bien definidas, los filósofos del arte tendrán que encargarse de determinar el estatuto de una falsificación que lleva una firma sin lugar a dudas legítima. Pero eso nos lleva bas­tante por delante de nuestra historia.

Nelson Goodman, el principal filósofo tratante de arte, ha mos­trado su interés por las falsificaciones en Los lenguajes del arte. «El intrincado problema de por qué debe haber una diferencia estéti­ca entre una falsificación engañosa y una obra original tropieza con la premisa fundamental en la que se basan las funciones mismas del coleccionista, el museo y el historiador de arte».5 Esto se dice en un contexto en el que apunta la clara tentación de preguntarse si todo ello supone una diferencia estética, ya que los tres objetos- corbata son indiscernibles (aunque he visto la misma actitud ex­presada en relación con obras de un grado de sublimidad ostensi­blemente superior, con la intención de descartar como irrelevantes el tipo de hechos supuestamente turbios acerca de quién, dónde, cuándo y qué se hizo al enfrentarse a estas obras). He leído que

5. Nelson Goodman, Languages o f Art. An Approach to a Theory o f Symbols, Bobbs- Merill, 1968, pág. 99. (Trad, cast.: Los lenguajes del arte. Una aproximación a la teoría de los símbolos, Barcelona, Seix Barrai, 1976, pág. 111.)

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un mismo examen obtuvo distinta nota cuando el desdichado es­tudiante se llamaba Elmer o Bertha que cuando lo hacían John o Mary, quedando claro que el nombre al que va unido un objeto entra en nuestra valoración del mismo. Pero acaso la actitud ex­presada aquí tenga un peso que no debería tener, que deberíamos rendirnos a «la obra en sí». Nuestro reciente encuentro con Pierre Menard debería llevar implícita una actitud precavida con respec­to a tan puristas imperativos estéticos, y tales visiones ahistóricas de las obras de arte. Pero entonces toda la estructura de ejemplos que hemos visto pide a gritos una respuesta a la pregunta —in­versa a la de Goodman— sobre si una diferencia que pasa inad­vertida, o es imperceptible, implica un cambio estético. Cierta­mente, no estamos en condiciones aún de calibrar las diferencias estéticas, ya que la nuestra es una pregunta anterior sobre la dife­rencia ontològica entre las obras de arte y sus homólogos no ar­tísticos. Cabe una pregunta sobre si esta diferencia (que, una vez más, es imperceptible al examinar los objetos) puede suponer un cambio estético. En mi opinión, los puristas que nos piden que nos entreguemos a la obra de arte en sí, han supuesto que, al fin y al cabo, es una obra ante la que tenemos que rendirnos, pero no es­tá claro a qué nos animarían puestos a considerar objetos que en ningún sentido son obras, como nuestro pseudo-/metepolaco sal­picado al azar (o si en algún sentido es una obra, su identidad tie­ne que ser tan diferente de la del Jinete polaco que, a pesar de la similitud de la superficie, sería asombroso que no hubiera ningu­na diferencia en la «respuesta estética», cualquiera que fuere).

Curiosamente, Goodman rechaza una de las condiciones de la pregunta, concretamente la condición de indiscernibilidad. Y pa­rece pensar que la indiscernibilidad es tan sólo momentánea, que antes o después aparecerán otras diferencias. Para mí ya es sufi­ciente diferencia el que, de un par de objetos, uno sea falsificado, como para esperar que llegue a «haber una diferencia entre ellos cuya percepción se pueda aprehender». Y esta creencia, como un principio regulador en la práctica, «le asigna a esta visión una fun­ción formadora para dicha discriminación perceptiva». Luego Good­man sigue argumentando que no hay ninguna prueba de que no

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se pueda encontrar alguna diferencia perceptiva, y que los objetos que hoy se parecen, pueden resultar tan distintos mañana que a posteriori parecerá increíble que alguna vez se hubieran confundi­do. Y señala como evidencia nuestra gran agudeza visual y audi­tiva, que registra asombrosas distinciones a partir de cambios mí­nimos. Por lo tanto, casi es más un problema de psicofisica que de ontologia.

Hay muchísimo que decir del análisis de Goodman. No cabe duda de que podemos aprender a discriminar si nos entrenamos, y que podemos aprender a hacer distinciones sumamente sutiles, como por ejemplo, con el vino. A menudo aprendemos a ver co­sas que antes eran invisibles, por el simple hecho de que las for­mas de mirar son quizás transparentes para aquellos cuyas formas de mirar son (o se han vuelto) opacas, cuando ya no son formas de visión. La historia del arte está llena de tales ejemplos. Sin du­da, los contemporáneos de Giotto, asombrados por el realismo de sus cuadros, sólo vieron hombres y mujeres y ángeles en aquellos cuadros, y no una forma de ver a los hombres y a las mujeres y a los ángeles que ahora reconocemos como características de Giot­to. La peculiar visión de Giotto se ha convertido en una especie de artefacto cultural que cualquiera aprende a identificar. Las falsifi­caciones de Vermeer hechas por Van Meegeren ahora se pueden ver como falsificaciones, en tanto que no lo podían ser en los años treinta, ni por el análisis químico o los rayos X, ni por el fino es­crutinio que describe Goodman, sino más bien por el hecho de que ahora las vemos plagadas de manierismos típicos de la pintu­ra de los años treinta, manierismos que en 1930 no eran conside­rados manierismos, sino formas de representación: cuando esta­mos viviendo un período histórico, no podemos saber cómo se verá ese período en la conciencia histórica futura. Así, el simple paso de un período a otro puede revelar rasgos perceptivos que antes estaban ocultos. Por último, cabe decir que es más bien una cuestión de necesidad lógica que tenga que haber alguna diferen­cia entre dos objetos no idénticos.

Pero creo que eso es todo lo que puede decirse del análisis de Goodman. El punto de vista lógico garantiza que a no es idén-

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tico a b, luego debe haber una propiedad F que haga que a sea F y b no sea F; pero esto no implica que F sea una propiedad per­ceptiva, y ya tenemos tanta práctica con los indiscernibles como para ofrecer casos reales cuyas diferencias no pueden registrar los sentidos. Es posible que una futura investigación revele diferencias no perceptivas entre dos objetos, realizando así la posibilidad ló­gica de que dos objetos puedan ser indiscernibles para la per­cepción. Saber que hay alguna diferencia entre dos obras puede cambiar nuestra manera de mirarlas, e incluso la forma en que res­pondemos ante cada una, pero la diferencia no tiene por qué es­tar en la manera en que las vemos. Es llamativa la soterrada par­cialidad de Goodman al dar por sentado que todas las diferencias estéticas son diferencias perceptivas. Me parece que, sea cual sea el caso de las diferencias estéticas, e incluso suponiendo que Good­man tenga razón, y que la observación frecuente y reiterada, jun­to con la comparación, pueden cambiarlo todo (así aprenderemos a distinguir a Filippo Lippi de Filippino Lippi y a Vermeer de Pe­ter de Hooch, igual que llegamos a distinguir el vino Vogne roma­nee del Beaujolais). Sin embargo esto no sería de ninguna ayuda ante una cuestión ontològica seria, como lo es marcar el limite en- tre las obras de arte y las que no lo son. Las tres corbatas, por ejem­plo, puede que no sean percibidas como distintas, pero esto no implica que la detección de diferencias nos permitiera identificar una obra de arte frente a otra que no lo es. La razón de ello es que no está nada claro que conceptos comò «obra de arte» y «falsifica­ción» sean aplicables a series de simples predicados perceptivos. En algunos casos podemos detectar las falsificaciones por obser­vación, sin que ello implique que «falsificación» sea un concepto perceptivo. El que sea una falsificación, pensaríamos, tiene más que ver con su historia, con el modo en que llegó al mundo. Y lla­mar obra de arte a algo puede significar negarle ese tipo de histo­ria: los objetos no llevan su historia en la superficie. Sólo me res­ta añadir una cosa: presuponer que las interesantes diferencias entre estos tres objetos tienen que ver con diferencias de percep­ción es clasificar equivocadamente su interés artístico, de un mo­do que roza lo cómico. Hay cuadros que sólo se revelan después

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de un análisis minucioso y cualificado: las composiciones de Pous­sin o Cézanne, o el increíble toque de pintura de Morandi son as­pectos que exigen valoración y conocimiento profundo. Pero es­tos objetos no son de este orden; el conocimiento profundo es aquí por completo irrelevante, ya que la corbata de Picasso tiene la mis­ma sutileza que arrojarle una caballa a alguien en la cara. Cual­quiera que sea el indiscutible interés estético de la obra, no pue­de residir aquí.

No es casual que ninguno de los artistas mencionados, en su práctica artística, hubiera creado una obra como la que atribuimos a Picasso. Menciono el hecho porque se da el caso de que éste no es —a diferencia de J.— autor de la obra, y sin embargo la corba­ta firmada por Picasso (pero no la del niño) es una obra de arte, puesto que el objeto establece cierta relación con la persona que hace que exista, incluso si ésta resulta ser un artista. Cuando War­hol apiló sus cajas de Brillo en la Stable Gallery hubo una cierta sensación de injusticia; y el problema era que las cajas de Warhol valían doscientos dólares, mientras que los productos manufactu­rados no valían un centavo. El sentido último de todo esto también explicaría por qué el lienzo imprimado de Giorgione, en nuestro primer ejemplo, no es una obra de arte aunque se parezca en to­do a las superficies rojas.

En parte, la respuesta a esta cuestión ha de ser histórica. No todo es posible en todas las épocas, escribió Heinrich Wölflin, pa­ra decir que ciertas obras de arte simplemente no pueden ser con­sideradas obras de arte en determinados períodos de la historia del arte, aunque es posible que objetos idénticos a obras de arte ulte­riores se hicieran en ese período. Es fácil apreciar la fuerza de es­ta afirmación observando el desarrollo histórico. Un escultor que produjera un arcaico torso de Apolo en la época de Praxiteles se hubiera muerto de hambre, ya que para entonces el mundo del ar­te había evolucionado de tal forma que excluía a aquél como po­sible obra de arte, a menos que se hubiera hecho en el momento oportuno, y perdurara como una antigüedad. El mundo del arte de entonces habría eliminado del expresivo vocabulario de sus con-

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temporáneos la explotación deliberada de las formas arcaicas, en contraste con la situación actual, en la que se aceptaría que un ar­tista empleara formas arcaicas; pero por supuesto, si alguien utili­za una estela de piedra caliza hoy en día, en absoluto tendrá el mismo significado que cuando Stonehenge era nuevo. Y si hoy en día un artista expone un cuadro en el estilo de Watteau, dudare­mos antes de declararle anticuado; puede ser arcaísmo afectado, en cuyo caso establece una relación muy diferente con el estilo ro­cocó de la que hubiera establecido Watteau. En cualquier caso, es­tos ejemplos invierten el sentido de la evolución, y se trata de un anacronismo parecido al de un dinosaurio que saliera del huevo en la playa de Malibú. Me impresiona más lo contrario, cuando nos imaginamos un objeto de un período del arte más tardío que ha aparecido mucho antes: por ejemplo, que un montón de marihuana como los que expone Robert Morris hoy, apareciera en Antwerp en el siglo xvii, donde podría haber existido como tal montón de marihuana pero seguro que no como obra de arte, dado que el concepto de arte no había evolucionado tanto como para aceptar­lo en su seno. Por supuesto, tales especulaciones son muy arries­gadas. La pala de nieve de Duchamp resultaba bastante banal a principios del siglo veinte, ya que había sido elegida de entre el conjunto de productos industriales indiscernibles de una fábrica de palas, con sus iguales esparcidos por los garajes de todo el mun­do burgués. Me parece que el mismo objeto (una lámina curvada de metal unida a un palo de madera y con una forma como la del mango de una pala de nieve actual en el otro extremo) habría re­sultado un objeto enigmático en el siglo xiii; dudo que hubiera si­do asimilado por el mundo del arte de aquel período y lugar. No es difícil imaginar objetos que, aunque no lo fueran en la época en que se hicieron, en un período posterior puedan ser idénticos a otros que son obras de arte.

Plinio nos habla de un objeto hecho por artistas, que se tenía por una maravilla en su época: un cuadro con una línea dentro de una línea dentro de otra línea («de una línea» no quiere decir que el cuadro tuviera estas líneas como tema, sino que únicamente con­sistía en una línea dentro de una línea dentro de una línea). Un

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pintor fue a visitar a otro y vio que no estaba, allí encontró un pa­nel en blanco y dibujó a mano alzada una línea recta vertical per­fecta, tan exacta y ortogonal que parecía hecha con regla. Seguro de que su amigo sabría quién había realizado tal proeza, se fue a dar un paseo. Su amigo volvió, vio un reto en el panel y dibujó una línea en medio de la línea de su amigo, de nuevo a mano al­zada, aunque ahora la destreza para hacer que esta línea biseccio- nara la otra sería comparable a la diferencia entre caminar en línea recta y caminar sobre la misma línea recta por la cuerda floja. Así que dividió aquella primera línea en dos, dándole una anchura im­pensable. El segundo artista volvió, dibujó una tercera línea que partía ésta, y ganó este amable concurso. Los artistas en cuestión habían demostrado unos reflejos asombrosos, un tipo de habilidad que podría clasificarse de virtuosistica, y la gente se quedó tan asombrada que acudió en tropel para contemplarlo boquiabierta (un engaño hubiera sido trazar las líneas con la regla). Pero no contó como obra maestra, sino tan sólo como un tour de force de maravillosa destreza. Algo exactamente igual a esto, y sin que a nadie le importe cómo llegaron las rayas al lienzo, se podría ex­poner hoy en día en Madison Avenue, y considerarlo como una síntesis de los descubrimientos de Barnett Newman (cuyas «Cre­malleras» me vienen a la mente) y Frank Stella (cuyos bordes me­cánicos me vienen a la mente). Parahesios no hubiera ni sospe­chado que algo así podía ser una obra de arte, a menos que se imaginara que imitaba algo (¿las estrías musculares alargadas?), pa­ra luego objetar a la elección del tema, ya que éste también era un factor relevante. En cualquier caso, se debe a razones de posibili­dad histórica como éstas el que un objeto idéntico sea capaz de convertirse en una obra de arte en las manos de Picasso; pero no así de Cézanne, al cual podemos imaginar, con su típica meticulo­sidad, utilizando un trozo de tela como trapo (sabemos que lim­piaba el pincel después de cada trazo) y, con su también célebre parsimonia, sin tirarla hasta haber terminado de usarla, cuyo re­sultado fuera una tela en forma de corbata completamente cubier­ta con el mismo azul que se supone usó Picasso en su obra. No está nada claro que Cézanne hubiera tenido la menor intención de

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hacer una obra de arte de esta guisa, ya que el concepto confor­mador de tal intención aún no se habría dado en aquel momento. Pero Picasso era famoso por sus transfiguraciones del lugar común. Había hecho la cabeza de un chimpancé con el juguete de un ni­ño, el tórax de una cabra con una cesta de mimbre vieja, una ca­beza de toro con partes de una bicicleta, una Venus con un avión... así que, ¿por qué no la transfiguración final, una obra de arte con un objeto con una corbata La cravaté En aquel momento había espacio en el mundo del arte y en el interior del corpus de Picas­so (quien tanto hizo por definir el espacio del mundo del arte) pa­ra una obra así. Cézanne, con toda su asombrosa originalidad den­tro de los límites de la pintura, sólo tuvo la opción de explorar el territorio que los límites circunscribían sin transformar los mismos límites: la opción de realizar manzanas y montañas con pintura.

Estas consideraciones sirven sólo para mostrar que mientras que en una época es históricamente posible que determinado ob­jeto sea una obra de arte, no lo es en otra. Tal y como ocurrió con nuestra reflexión sobre Pierre Menard, llama la atención sobre cier­tos rasgos contextúales de un tipo aplicable (por ejemplo) en la caracterización de algo en tanto que ingenioso; sin que se pueda identificar algo como ingenioso porque tenga unos atributos de­terminados, ya que la misma orientación puede ser ingeniosa en un contexto y en otro no, así que no tendría sentido tratar de aco­tar ciertas líneas ingeniosas, a no ser que también se recuerde el contexto en que se produjeron, el cual puede que nunca se vuel­va a dar. Disraeli, al final de una cena en la que todo estaba frío, dijo cuando trajeron el champagne: «Por fin algo caliente». Esto fue de un ingenio abrumador, aunque las palabras «por fin algo ca­liente» no sean un paradigma de ingenio. El contexto hace posible tal transmutación de la palabra en ingenio. Pero la distancia de lo posible a lo real es inmensa, y no hemos ido muy lejos en el acer­camiento a la solución a nuestro problema.

¿Cuál, cabe preguntarse, es el tema de La cravaté ¿O, inclu­so, ¿tiene tema? En cierta manera, a uno le dan ganas de decir que esto también es una cuestión histórica, y que, por lo menos

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en parte, depende del tema que Picasso creía tener. Supongamos, sin embargo, que él negara, a la manera zafia de J. al principio de nuestra exploración, que tuviera tema. Deseo aceptar esa res­puesta y aplicarla a consideraciones a las que aludí de pasada al principio. Quizás no haya tema, pero la cuestión de cuál es el te­ma no está descartada ni rechazada sin más. En el caso de lo que el niño produjo, exigir un tema quedaría totalmente descartado. En efecto, puede significar algo como gesto, o revelar una pro­funda hostilidad edipica hacia el padre (¡piensen en el simbolis­mo sexual de la corbata!), y por lo tanto ser su expresión; pero aunque sea un símbolo de algo, no es un objeto con tema, por las razones que veremos más tarde. Si este ejemplo resulta de­masiado marginal, por lo menos estará más claro que el trapo de Cézanne carece de tema y se trata de un simple objeto cubierto de pintura. De esta forma, ni la corbata de Picasso ni la de Cé­zanne tienen tema, pero la importancia de decirlo es diferente en cada caso. En el primer caso, la obra carece de tema porque Pi­casso deseó que no tuviera ninguno. En el otro caso, carece de él porque lógicamente no pertenece a la clase de cosas a las que se les pone nombre, ya que sólo es un objeto (aunque también un utensilio). Veamos una analogía de otro contexto: al pregun­tarle la razón de que levante el brazo, un agente puede respon­der que no tenía ninguna razón, que simplemente lo hizo, à-pro­pos de rien, sin segundas intenciones. Puede que esté equivocado (puede que haya, siempre puede haber, un motivo oculto), pero si tiene razón, está dando una respuesta negativa a una pregun­ta, y no negando una pregunta. La pregunta admite una explica­ción, pero no se llega a ninguna respuesta afirmativa. Por el con­trario, si el brazo de un hombre se mueve de tal forma que no puede considerarse una acción, y es un espasmo de algún tipo, o simplemente sucede por casualidad debido a causas descono­cidas, entonces, ya que nos parece reconocer una acción, pode­mos preguntarnos de nuevo por qué; si éste contesta que no ha­bía ningún motivo, la excluye del ámbito en que la pregunta se aplica, negando, como acabo de decir, la pregunta como tal. Por lo tanto, la relación entre una obra de arte y algo que simple-

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mente se le parece es, en este aspecto, análoga a la diferencia entre una acción básica y un mero movimiento corporal.

Ahora volvamos, antes de examinar las otras dos corbatas, al caso de la salpicadura fortuita que se parece al Jinete polaco. Una vez más, nos podemos preguntar de qué trata, cuál es su tema, y la respuesta es —juraría— que no tiene tema, aunque podría pa­recer un argumento a tal efecto que, dada la paridad de forma con el Jinete polaco, tendría que tratar de lo que sea que el Jinete po­laco trate, y sería ambiguo si éste último es ambiguo. Pero, por su­puesto, ni siquiera está claro que la salpicadura tenga estructura al­guna, incluso si es congruente con un objeto —el Jinete polaco mismo — que sí la tiene; incluso si así fuera, no estaría nada cla­ro que herede el significado de su homólogo estructural.

Examinemos, si esto resultara difícil de aceptar, el caso de la sencilla fotografía, donde nada supone mayor complejidad que el simple hecho de sacar la instantánea. Pongamos que la instantá­nea es del World Trade Center. Sabemos muy bien qué condicio­nes se tienen que dar para que esta descripción sea cierta: tiene que parecerse al mismo World Trade Center, desde cualquier án­gulo pertinente. Y para no complicar las cosas, no estará desenfo­cada. Pero más que esto, tiene que haber sido causada por el mis­mo World Trade Center, cuyas radiaciones interactuarán con la fotoquímica del papel tratado para producir un determinado jue­go de luces y sombras. Ahora imaginemos a su lado un papel fo­tográfico con el mismo juego de luces y sombras, pero cuya causa no es el World Trade Center. Tal vez se materializó misteriosamente sobre el papel. Tal vez sea el resultado de un tropiezo accidental con el obturador mientras la cámara señalaba al agua más allá de Cabo Cañaveral, y por ese tipo de coincidencias sobre las que po­co a poco vamos construyendo una filosofía del arte, el resultado es exactamente igual al de la fotografía del World Trade Center. Pe­ro no lo es, porque la condición causal para que lo sea no se da. La fotografía producida de diferente forma retrata algo distinto a lo de nuestra primera fotografía, y es posible imaginar historias causales inconsistentes con el hecho de que la fotografía sea tan siquiera de algo, de ahí que se afirme ante todo que es una ins-

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tantánea.6 Creo que estas consideraciones tienen una importan­cia filosòfica inmensa, de la que sólo vale la pena bosquejar aquí parte, dado que las interconexiones con nuestro tema son tan lla­mativas.

En las Meditaciones metafísicas, Descartes supone que «las co­sas que se nos representan en sueños son como cuadros y pintu­ras» («les choses qui nous son représentées dans le sommeil sont com­me des tableaux et des peintures»). También planteó la cuestión de si podemos asegurar que estamos soñando o despiertos; y, como también era un representacionista en cuestiones de percepción, lo que se representa cuando estamos despiertos es «comme des ta­bleaux et des peintures». La diferencia radica en que cuando esta­mos despiertos y percibimos de verdad, se supone que las repre­sentaciones son causadas por aquello a lo que se parecen, por lo que una percepción verdadera es muy parecida a una instantánea, tal y como la he descrito. Pero el grado en que esta semejanza es convincente es un problema correlativo: Descartes supone que po­demos identificar una representación (une idée) como de esto o aquello: por ejemplo, de él sentado en su despacho en batín, ana­lizando los problemas del mundo externo, y esta identificación tiene lugar sin que importe si está sólo soñando o en verdad se percibe a sí mismo de esta manera. Pero si es cierto que una per­cepción verdadera es como una fotografía, entonces por la misma razón que una fotografía remite sólo a lo que la produce y se pa­rece —aunque algo idéntico pero con diferente historia causal no lo es—, entonces una idée o representación, atañe a lo que cree­mos que es sólo si también tiene cierta historia causal, en tanto que algo idéntico pero con diferente historia causal no lo es. Por eso, si tengo razón al caracterizar una idée como de algo, en buena ló­gica no puedo dudar que tenga el tipo de historia causal pertinente para ser identificado como yo lo he hecho: o bien las dudas son

6. Las famosas torres gemelas del World Trade Center de Nueva York fueron borra­das —por un ataque terrorista aéreo— del mapa y del perfil de Manhattan el 11 de sep- tiempre de 2001, durante la realización de esta traducción. Curiosamente, la fantasmagoría que imagina Danto adquiere ahora un nuevo sentido. (N. del ti)

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ilógicas o la identificación está mal. Si la teoría representacionalis- ta es correcta y en la medida en que mis ideas son «claras y dis­tintas» (en concreto de esto o aquello), deben encajar en todo con lo que he de suponer que son sus causas, identificadas como ta­les. Por supuesto, la misma teoría representacionalista puede que esté —y probablemente lo esté— equivocada, pero vale la pena observar que al menos un elemento de la estructura ha de sacrifi­carse: o bien no se trata de un problema del mundo externo, o no puedo identificar las representaciones, o bien resulta que las ideas no son representaciones.

Desde luego no es nuestra tarea aclarar las teorías de Descar­tes aquí, pero sus famosos dilemas nos proporcionan una ocasión más para aplicar el pensamiento de que determinados objetos que son exactamente iguales pueden no ser el mismo objeto, o que uno de ellos puede ser algo sólo si se le presupone la adecuada historia causal, mientras que su homólogo puede que no sea de nada en absoluto. En las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein examina el caso de una tribu que, por casualidad, usa como ador­nos las mismas formas que nosotros usamos en cálculo. De esta forma, pueden tener:

\\Y(x) + g(x)\dx = \vix)dx + \g(x)dx.

Pero esto no implica que sus adornos digan lo que esto dice:

JlFCx) + g(x)]dx- Jf(.x)dx + \g{x)dx.

Esto es, que la integral de una suma es igual a la suma de las integrales. Cómo estas marcas han llegado a una superficie deter­mina si la cuestión del significado aparece y, por lo tanto, la cues­tión de la verdad. Quizás, en efecto, lo que hay en las paredes de la tienda del nativo tiene un significado en sí; quizás sea algo más que un adorno. Pero hasta que se descubra lo que la notación sig­nifica para ellos, ni siquiera estamos seguros de que tenga la sin­taxis de la fórmula para las sumas de funciones.

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Supongamos, una vez sentado esto, que la corbata de Picasso sí que tenía tema, y supongamos aún más —teniendo en cuenta la forma, ya descrita, de extender la pintura azul—, que en gran medida la obra tematiza la pintura. En la pintura de los cincuenta, la pincelada tenía una importancia tan preeminente (al transmitir la acción inmediata de depositarse en el lienzo) que hubiera sido inconcebible ocultarla, digamos que a la manera de las superficies vitreas de la pintura académica de determinada época. Y ya que la pintura estaba en la práctica definida como una acción (la acción era la causa y la esencia de estas obras), la pincelada era un em­blema saturado de sentido. Tal vez podamos interpretar la elimi­nación de la pincelada por parte de Picasso como una referencia polémica a esta actitud, diciendo, en efecto, que hay muchas más formas de representar las acciones de la pintura que en el limita­do vocabulario de gestos tolerado por el expresionismo abstracto. Y el sentido de esta sugerencia implica que alguien que no estu­viera al tanto de la metafísica de la pincelada, ni vería la impor­tancia de la pintura uniforme de La cravate, de la misma forma en que alguien que no esté familiarizado con la historia del arte de Florencia y Siena después de la peste negra —tal como nos la pre­senta Millard Meiss—, no vería la ausencia de la perspectiva de Giotto (deliberada, en este caso) en el retablo Strozzi, no vería la relación antinatural entre las figuras divinas y humanas, ya natura­lizadas en Giotto. El rechazo deliberado de una forma de repre­sentación implica un rechazo a toda una forma de relacionarse con el mundo y con los hombres, y en este caso se daba un esfuerzo artístico por restablecer una relación fatalmente distorsionada por la arrogancia humana en nombre del realismo; eso es lo que cree­mos ver en las pinturas de Giotto. Alguien que vea la obra de Nar­do da Cioni o Andrea di Orcagna, y que domine relativamente los estilos pictóricos, podrá localizarla fácilmente en el período ante­rior a Giotto, y de hecho estas obras podrían muy bien haber sido pintadas antes de Giotto. Pero no hubieran significado lo que se nos ha enseñado a dar por supuesto, ya que Giotto todavía no ha­bía nacido y la peste negra no había asolado las ciudades de Flo­rencia y Siena.

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Ésta sería una de las razones por las que la corbata de Cézan­ne, aún cuando hubiera sido una obra de arte, no podría haber sig­nificado lo mismo que la de Picasso, ya que los acontecimientos que le daban sentido estaban en el futuro, y no podían ser aún te­ma para el arte. De igual modo ésta sería una razón por la que la corbata del niño no podría significar (en el supuesto de que ten­ga significado), lo mismo que la corbata de Picasso; no se puede esperar que el niño haya asimilado la historia reciente del mundo del arte, o que comprenda las demenciales polémicas sobre la pin­celada. No se trata tan sólo de que la configuración de la historia del arte tenga que cambiar para que tales afirmaciones sean posi­bles, sino de que se haya interiorizado dicha historia para hacer este tipo de afirmaciones. Y esto no podía haberlo hecho el niño. Y dado que no es probable que conociera a Pollock, De Kooning o Kline, la expresión «mi hijo puede hacer eso» adopta otro signi­ficado. Más que de una obra en apariencia ordinaria, se trataría de un niño extraordinario.

La categoría de falsificación, desde esta perspectiva, quizás sea lo mismo, pues también establece una relación equivocada con su autor, a fin de que se tome por expresión suya: sólo trata de pasar por la expresión de otra persona, por ejemplo Picasso. Los falsifi­cadores tienen motivos muy diferentes. Van Meegeren quería de­mostrar que podía pintar tan bien como Vermeer, pero difícilmente supondríamos que emulando a Vermeer hace cierta esta afirma­ción, que únicamente serviría para legitimar sus triquiñuelas. Cual­quier afirmación que Vermeer haya podido hacer a través de los cuadros elaborados por Van Meegeren, carecen de sentido a par­tir de estos cuadros que no pintó Vermeer. Van Meegeren está, des­pués de todo, en una posición bien diferente a la de un artista que en 1935 (o cuando quiera que fuese) pinte a la manera de Verme­er y le saque todo el partido teórico que tales anacronismos esti­lísticos deliberados le permitan a un pintor: quizás alguna decla­ración sobre la decadencia del arte holandés de la época.

Volviendo de nuevo al sombrío cuadrado de pintura roja que J. declaró obra de arte, quizás sólo haya que decir que se creó en una atmósfera teórica en que los límites entre arte y realidad se

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confunden con lo que establece la diferencia entre arte y realidad, e incorpora estos límites a una obra que de alguna manera los transciende. Se convierte en una obra de arte al incorporar una definición de sí misma como tal. Aunque sigue estando bastante vacía.

No hemos adelantado mucho, creo, en la comprensión de la naturaleza de las obras de arte en esta larga y laberíntica delibera­ción: sólo hemos visto la pertinencia de esta preocupación por cier­to tipo de cuestiones, la cuestión de la referencialidad, que fácil­mente se reconocerá como relevante para una clase mucho más amplia de objetos que la categoría de las obras de arte. Todavía te­nemos que avanzar un tramo considerable antes de pretender al­gún logro filosófico. Pero antes de dar el siguiente paso, detengá­monos a reflexionar sobre el cuadro de J., teniendo en cuenta algunas cuestiones profundas formuladas por el filósofo Francis Sparshott, como cuando se pregunta: «¿Ha aceptado alguna vez un crítico como verdadero lo que afirma una pintura vacía que él, pre­viamente, se inclinaba a considerar como no veraz?» Y también: «¿Hay alguna afirmación expresada mediante una pintura vacía que pueda ser o sea interesante?». Por último: «¿La afirmación expresa­da mediante una obra vacía tiene siempre la forma: «¿Hay algún pintor hoy en día que pueda salir indemne tras exponer en esta galería un cuadro como éste?» (Journal o f Aesthetics and Art Criti­cism, 1976, págs. 79-89).

Imaginemos que en vez de pensar en un pintor, se trata aho­ra de un grabador que imprime las salpicaduras de tinta en una plancha, mostrando simplemente eso. Un artista hizo eso, mi ami­go Shiko Munakata, el gran maestro moderno del grabado en ma­dera japonés. Shiko una vez escribió lo siguiente:

Le aconsejo al profano que extienda tinta china en una tabla li­sa, ponga un papel encima, y lo imprima. Conseguirá una impresión negra, pero el resultado no es de la negmra de la tinta, es la negru­ra del grabado.

El objetivo ahora es darle a este grabado más vida y mayor po­der rayando la superficie. Lo que se haya inscrito lo comparo con el

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grabado liso y me pregunto: «¿Cuál tiene mayor belleza, mayor fuer­za, mayor profundidad, más magnitud, más movimiento, más tran­quilidad?»

Si hay algo aquí que sea inferior a un bloque sin rayar, enton­ces no he creado mi grabado. He perdido frente al bloque. (Yojuro Yasuda (comp.), Shiko Munakata, Charles E. Tuttle, 1958, pág. 5).

Con toda certeza, el crítico puede aprender algo de esta de­claración: la distinción entre el negro de la tinta y el negro del gra­bado redimiría cualquier ensayo de filosofía del arte, pocos de los cuales son tan asombrosamente instructivos como éste. ¿Podría aprender esto mirando al grabado negro si supiera la declaración que Munakata expresaba? Yo creo que sí, aunque está claro que no sólo examinando el grabado, sin el beneficio del conocimien­to. El maravilloso grabado del Fujiyama, de su serie «Las 53 esta­ciones de Tokaido»,7 se acerca a un grabado negro más que cual­quier otra que conozca, pero muy pocos de los que lo ven aprecian su profundidad. ¿Tendría algún sentido hacer un grabado negro más de una vez? Uno podría pensar: se puede tomar la decisión de no hacer otra cosa, cualquier otra cosa «que perdiera frente al bloque». ¿Podría alguien «salir indemne de ello»? Yo no estoy segu­ro de lo que «ello» significa, pero sé que cualquiera que entienda el grabado negro ya no entendería lo que «salir indemne de ello» significa. Se puede argumentar que estos grabados no son tan va­cíos después de todo (en contraste con la obra de J.), y que el pro­fundo ejemplo de Munakata no es de mucha ayuda al fin y al ca­bo. Puedo estar de acuerdo, pero eso quiere decir que es demasiado difícil decir, sin más, que cierto grabado —o cuadro— es vacío.

7. Véase la nota de la pág. 206.

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