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17 16 Para Vivian y Cuba. “Los recuerdos son como libros. Sólo importan los que permanecen”. Fernando Marías E scribir para uno mismo puede ser un pro- ceso revelador porque en algún momento descubres que por muy pequeña que sea tu aldea, por muy personal que sea tu historia, hará eco en otras historias y en otros lugares del mundo. Uno no escribe una obra pensando que será “un gran éxito”, al menos yo no. Escribo porque un día encontré que algunas cosas dolían menos si las leía en vez de recordarlas. Escribo porque hay cosas que no entiendo y creo que al respirarlas en el teatro tendrán una respuesta colectiva. Escribo porque las palabras no dichas, no lloradas, no besadas, se vuelven fango dentro de uno y acaban por invadir el cuerpo. Como no podía regresar en ese momento, empecé a escribir esta historia. Escribir tam- bién es una forma de poner al sol las heridas que están dentro y envenenan la sangre. Intenté escribir su nombre sin sentir odio: Mauricio León Rosas. Llevábamos ocho años sin vernos ni hablarnos, la última vez que nos vimos me pedía un espacio en mi casa para quedarse a vivir, mis hermanas me advirtieron que si lo aceptaba, tenia que ser con todo y su amante, razón por la que ellas no lo aceptaron. Cuando mi padre vino a pedirme posada le expliqué que no podía quedarse; mi madre nunca me hubiera perdonado esa traición ¡Y mi madre es cosa aparte! Él se enojó y me mentó la madre. ¡Y mi madre es cosa aparte! entonces yo le devolví la mentada más por reflejo que por otra cosa, él remató con un: pues me largo y yo con un: pues muérete. Más por tener la última palabra que por desear en serio su muerte. Pero el uni- verso no entiende de bromas: en ese momento yo estaba representando a la muerte Catrina y mi padre se moría por una falla en el corazón. El viejo siempre tuvo fallas en el corazón; diga- mos que tuvo un corazón muy amplio para dar cabida a todas sus amantes. 1 Las palabras son mis más grandes aliadas, por- que para escribir sólo necesito papel, pluma, un poco de soledad y hacer tregua con la autocensura. Si me preguntaran ¿cómo se forma un escritor? Diría que aprendiendo a escuchar; las palabras de un campesino, de una anciana, de un niño, de una viuda, de un ciego… las palabras aún no dichas, pero marcadas en el cuerpo de las per- sonas, son el material más generoso que pode- mos encontrar. Pero no sólo las personas cuentan 1 De mi obra Cachorro de león. De mi aldea universal: 17 Conchi León

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Page 1: D e m i a l d e a u n i v e r s a lcasadelasamericas.org/publicaciones/revistaconj... · de una viuda, de un ciego… las palabras aún no dichas, pero marcadas en el cuerpo de las

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Para Vivian y Cuba.

“Los recuerdos son como libros. Sólo importan

los que permanecen”.

Fernando Marías

Escribir para uno mismo puede ser un pro-ceso revelador porque en algún momento descubres que por muy pequeña que sea

tu aldea, por muy personal que sea tu historia, hará eco en otras historias y en otros lugares del mundo. Uno no escribe una obra pensando que será “un gran éxito”, al menos yo no. Escribo porque un día encontré que algunas cosas dolían menos si las leía en vez de recordarlas. Escribo porque hay cosas que no entiendo y creo que al respirarlas en el teatro tendrán una respuesta colectiva. Escribo porque las palabras no dichas, no lloradas, no besadas, se vuelven fango dentro de uno y acaban por invadir el cuerpo.

Como no podía regresar en ese momento, empecé a escribir esta historia. Escribir tam-bién es una forma de poner al sol las heridas que están dentro y envenenan la sangre. Intenté escribir su nombre sin sentir odio: Mauricio León Rosas. Llevábamos ocho años sin vernos ni hablarnos, la última vez que nos vimos me pedía un espacio en mi casa para quedarse a vivir, mis hermanas me advirtieron que si lo aceptaba, tenia que ser con todo y su amante, razón por la que ellas no lo aceptaron. Cuando mi padre vino a pedirme posada le expliqué

que no podía quedarse; mi madre nunca me hubiera perdonado esa traición ¡Y mi madre es cosa aparte! Él se enojó y me mentó la madre. ¡Y mi madre es cosa aparte! entonces yo le devolví la mentada más por reflejo que por otra cosa, él remató con un: pues me largo y yo con un: pues muérete. Más por tener la última palabra que por desear en serio su muerte. Pero el uni-verso no entiende de bromas: en ese momento yo estaba representando a la muerte Catrina y mi padre se moría por una falla en el corazón. El viejo siempre tuvo fallas en el corazón; diga-mos que tuvo un corazón muy amplio para dar cabida a todas sus amantes.1

Las palabras son mis más grandes aliadas, por-que para escribir sólo necesito papel, pluma, un poco de soledad y hacer tregua con la autocensura. Si me preguntaran ¿cómo se forma un escritor? Diría que aprendiendo a escuchar; las palabras de un campesino, de una anciana, de un niño, de una viuda, de un ciego… las palabras aún no dichas, pero marcadas en el cuerpo de las per-sonas, son el material más generoso que pode-mos encontrar. Pero no sólo las personas cuentan

1 De mi obra Cachorro de león.

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Conchi León

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historias, también los lugares, los árboles, ¡el mar! Todos ellos tienen una historia en la punta de la lengua para el que sabe escuchar. Para escribir es importante leer a los otros, ya que ello pon-drá en superficie la letra de uno mismo. Me gusta oír a la gente, me sorprende como en una frase pueden definir la política de un país, el dolor de un pueblo, la crueldad del amor o el odio entre hermanos.

Me gusta leer a Saramago, Rascón Banda, Agota Kristof, Ermilo Abreu Gómez y a Susana Tamaro. La poesía que acompaña sus letras acu-san mis lágrimas y me llevan a lugares de infancia extraviados en la memoria. A veces creo que los leo por masoquismo, pero sé que también los leo por amor; porque siempre al final ellos tienen las palabras que concilian y hacen la herida menos dolorosa. Dije al principio que las palabras enfer-

man, pero también es importante decir: Las palabras curan.

TARA. Tomé el corazón de mi madre, le di el mejor beso que encontré y lo maté. En una metáfora, claro. En la práctica tuve que convencer al doctor que la desconectara. Es difícil explicar el pro-cedimiento. Sólo sé que después de eso mi madre ya no sufriría. ¿Alguien ha detenido un corazón? ¿Alguien ha acompañado a un moribundo? ¿A alguien se le ha muerto alguien en la vida? Qué tonterías digo, ni modo que se les muera alguien en la muerte. De la muerte se habla poco y mal. O la negamos o no pensamos en ella. Algunos creen que sólo mencionarla es atraerla. Otros la toman de manera despreocupada, pensando que todo saldrá bien. Todo es palabrería hasta

que la muerte toca a tu puerta…2

Si me preguntaran ¿Cómo empezaste a escri-bir? Diría que escuchando: ante el exceso de pala-bras que colecciono, las palabras de los otros me rebozan y tengo que sacarlas a través de la pluma. No siempre fue así; de niña, quise ser locutora…

CONCHI. ¡Mamá, quiero ser locutora!CENOBIA: No. Porque los locutores van a la guerra.CONCHI. Mamá, quiero ser doctora.CENOBIA: ¿Tú? ¡No, no puedes, te da miedo la sangre!CONCHI. ¿Me da miedo?

2 De mi obra Todavía… siempre.

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CENOBIA: ¡Muchísimo!CONCHI. ¡Mamá, quiero ser cantante!CENOBIA: Nadie te va a contratar, lo haces muy mal. Te voy a llevar a estudiar ballet.CONCHI. ¿De grande voy a ser bailarina?CENOBIA: No, pero con eso dejarás de ser una pelotita. De nada te sirve ser bonita si estás gorda.CONCHI. ¿Soy bonita?CENOBIA. No eso dije.CONCHI. Eso dijiste.CENOBIA. Confórmate con estar viva, estar bonita es lo de menos. ¿Y ahora qué lloras? ¿Triste? ¿De qué? ¡Yo jamás estoy triste, desde que dios amanece hasta que dios anochece estoy con la sonrisa en los labios!3

Mi madre hablaba de la muerte como si fuera una sábana que hay que descolgar de la soga de lavado o un zapato que quedó perdido bajo el ropero. Ella hablaba de la muerte como si fuera algo común, me dijo que tenía cinco hermanos muertos y que sus fantasmas rondaban por la casa, que por eso ella no lloraba ni le gustaban los abrazos o las palabras amorosas. Mi madre hablaba de la muerte sin darse cuenta que yo era muy pequeña y saber de ella me llenaba de miedo. Desde los cuatro años busco los fantasmas de mi madre. (Años después supe que el teatro es el lugar donde despiertan los fantasmas; ahí me he topado de frente con los fantasmas que buscaba, incluso he podido compartirlos con el público).

Ante la inminencia de la muerte si me dedi-caba a la locución, guardé el deseo de unirme al mundo a través de un micrófono y un medio de comunicación tan antiguo como la radio. Elegí estudiar teatro. La primera obra que escribí habla de un pasaje personal compartido con mi madre, una historia de mi primer encuentro con una hechicera y sus rituales para sacar los “malos vientos” de mi cuerpo. Años después me encon-tré una mestiza con unos lentes Ray Ban, su his-toria era algo parecida a la de mi madre: violencia física extrema por parte de su esposo.

CONCHI. Seguramente en el hospital me cam-biaron y mis papás están con la hija fea de ustedes. CENOBIA. ¡Eso crees! Tú naciste en casa, sólo Vicente tu hermano nació en el hospital; me abrieron del tuch (ombligo) hasta allá abajo para sacarlo, yo lo hubiera tenido aquí como a ti y tus hermanas, pero tu papá ya me había

3 De Memorias de dos hijos caracol, de Antonio Zúñiga y mía.

estropeado y yo no despertaba, cuando des-perté me enseñaron a un niño huero. ¿Cómo se llama usted? Cenobia Mora. ¿Qué hace aquí? No sé. ¿Y ese niño? No sé. Yo tengo cuatro hijas, puras niñas. Pues vamos a regalar a este niño. Regálenlo. Yo ya me voy. Agarré al niño y me lo traje a la casa. En cambio, tú llegaste boca abajo; aquí en casa naciste, cómo dicen que nacen los hombres. Tú papá se levantó para verte, te dio vuelta, miró entre tus piernas y dijo: ¡Es chancleta! Gritó tu padre y yo me puse a llorar. ¡Regálemela, dijo la comadrona! No, mi hija no es perro para que yo la regale, le dije.4

Esta mestiza me mandó con una hechicera; ella me habló de cómo curar los “malos vientos” que hay en las personas, en las casas. Me dijo de dónde se sacan los “malos vientos” y como se guardan. Es curioso porque mi mamá me contó que una de mis hermanas había muerto de “mal viento”, pero yo creí que era un invento. Cuando llegué con aquella hechicera y me enseñó de dónde se obtienen los malos vientos, me acordé de mi madre…

CONCHI. ¿Cómo se murió mi hermanita? CENOBIA. De mal viento. Estaba escondiendo un juguete, escarbó la tierra y salió el viento que estaba enterrado. Ella era bonita, blanca, con rizos, obediente, bailaba el yeahbump. ¡Esa sí era mi hija; iba a ser doctora y me iba a curar mis dolores. Naciste a las cinco de la mañana, todavía estaba oscuro…5

Entonces escribí una obra muy sencilla, mal escrita por mi novel formación como dramaturga. Por eso me sorprendió –me sigue sorprendiendo– que la obra siga en escena diez años después, que me haya echo viajar por España, Perú y los Esta-dos Unidos. Algo tenía esa obra, algo que yo no fui capaz de ver y los otros sí. Esa es la maravilla del teatro: los creadores podemos tener una mirada limitada, pero el otro, el que recibe nuestra obra, es capaz de abrir los ojos y envolverla de asombro.

La particularidad de esta obra radica en que habla de mi entorno local, con el idiolecto de las mujeres de mi tierra, sus ritos, sus mitos, sus can-ciones y su incansable lucha para vencer el día a día.

Me gusta mirar otros lugares del mundo, las distintas formas de hacer teatro y la especta-cularidad de los actores de otras latitudes, pero me hace verdaderamente feliz mirar mi pueblo –aunque algunos digan que es como mirarse eternamente el ombligo–, porque ahí caminé 4 Ibid.5 Ibídem.

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en redondo hasta encontrar mi propia historia en el fragmento que estalló en el rostro de una mujer golpeada. Al principio fui señalada como “paisajista”, “regional”, “socióloga”, pero a fuerza de insistir, de estar, de experimentar nuevos caminos y andar otras historias, he logrado supe-rar muchos de esos estereotipos. Ahora tengo la fortuna de colaborar con importantes creadores como Claudio Valdés Kuri o Antonio Zúñiga, com-parto con ellos el deseo de acompañar historias personales como la muerte, la infancia, la identi-dad, la vejez, la vida.

TARA. Cuando te vas haciendo viejo el reloj comienza una cuenta al revés: los dientes se caen y vienen las papillas. Lo malo es que de viejo los dientes ya no vuelven a salir y las papi-llas ya no saben a nada. Con cuánto amor se puede aplastar una calabacita para convertirla en papilla de bebé. Cuánta paciencia y juegui-tos inventamos: viene el avioncito, vuela, vuela y ¡jam! ¡Qué rico! ¡Aplausos! Pero cuando eres viejo sería ridículo que tus hijos tengan que convertir la cuchara en avioncito y perseguirte por el comedor para que te comas el aeroplano relleno de zanahoria y además te aplaudan cada bocado. Te vuelves distraído como adoles-cente, sólo que eso no le causa gracia a nadie, les agota la paciencia. Gran cosa la paciencia. ¿Quién no ha perdido la paciencia mientras un viejo cuenta sus monedas en la caja del súper?6

6 De mi obra Todavía… siempre.

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Después de hacer teatro entendí que no es que mi madre hable con ligereza de la muerte; sino que la muerte es así: ligera y omnipotente, ahora esta allá pero en cualquier momento puede estar aquí. Estuvo rondando hace un año cuando mi padre sufrió su tercer infarto y yo estaba en la Ciudad de México haciendo teatro. Tenía que decidir entre continuar mi temporada o regresar a despedirme de mi padre alcohólico y violento.

A mi padre siempre le gustó darle golpes bajos a mi mamá… bueno… golpes bajos, golpes certe-ros en la cara, en el vientre, ganchos al hígado, knock outs, patadas… un recuerdo que tengo clarísimo de mi padre: Noquea a mi mamá de un golpe, la toma por sus largos cabellos negros y la arrastra: exactamente como los caverní-colas: yo tenía cinco años y pensaba: esto es como los picapiedra, bueno, la arrastra hasta ponerla debajo de su camioneta; la panza de mi mamá, estirada al máximo por sus ocho meses de embarazo, roza el chasis de la camio-neta, el viejo arranca, mis hermanas gritan, mi hermana Esperanza se abalanza sobre él, lo golpea en la cabeza, alguien me levanta en brazos, a lo lejos las sirenas de la policía y la ambulancia en un dueto histérico. Silencio. Mis hermanas se cansan de llorar y se quedan dor-midas. A mí no me deja dormir el silencio. La noche es oscura: nadie me dice donde están mis padres, ni mi hermana Esperanza. La noche sin Esperanza puede ser devastadora, sobre todo si tienes cinco años y extrañas a tu mamá.7

Decidí quedarme a terminar mi temporada, confiar en que la vida, la muerte o el dios del tea-tro iban a mantener vivo a mi padre hasta mi regreso a Mérida. En mi tiempo de espera escribí un monólogo biográfico, Cachorro de león y en él rencontré la fortuna de seguir viva, y mientras me sea otorgada esa felicidad, no dejaré de escribir, de escuchar, de compartir. Quizá por la muerte de mis hermanos es que desde muy pequeña decidí no tener hijos.

CONCHI. Mamá, yo quería heredar tus rizos.CENOBIA. No me heredaste nada, ninguna de ustedes. Dame tu mano, ve: dos dedos de ancho tiene la herida donde me sacaron a tu hermano. ¿Por qué haces caras? A mi se me hace que tu no vas a tener hijos, eres muy cobarde.8

No veo mis obras como hijos, mis estrenos como partos, pero sí veo mi teatro como la única

7 De mi obra Cachorro de león.8 De Memorias de dos hijos caracol, de Antonio Zúñiga y

mía.

extensión de mi vida, es lo que quedará de mí cuando la muerte al fin me dé su abrazo y nos vayamos cantando nuestra canción. Quizá al tras-pasar el umbral me encuentre con mis hermanos, con mi padre…

Hoy sé que las palabras tienen alas, que pue-den elevar su vuelo más allá de quien las escribe, por eso sé que mientras más personal sea un discurso, más humano se vuelve. Por eso repito las palabras del profeta: Si quieres ser univer-sal, habla de tu aldea. Pero mi aldea no es sólo mi geografía, mi aldea es también mi corazón –por cierto, muy arañado y herido, pero también gozoso y bien vivido–, que un día habrá de dete-nerse y dejará mis palabras como única huella de vida, y espero que ellas me acompañen hasta el momento de mi muerte. Podré prescindir de todo, menos de las palabras: tan inasibles, tan amantes; tan mujeres.

TARA. No sabes cuántas veces me fui a llorar junto al árbol que está a la vuelta de mi casa, para que mis hijos no me vieran, esos cinco pares de ojos que me miraban sin entender lo que había pasado. ¡Uy, si ese árbol hablara! Siempre lo miro, se ha hecho viejo, como yo. Supongo que tendrá que desaparecer un día, como yo, como mi marido, como tú, como todos.9

Ahora mismo escribo estas letras desde mi casa en Mérida Yucatán, la vieja casa donde mi madre me dio a luz, donde mi padre llegaba borracho a golpearla y donde los fantasmas rondan. He ini-ciado un proceso de reconstrucción en esta casa, he tenido que botar paredes y destruir cuartos que estaban cubiertos de moho, me ha costado mucho derribar los recuerdos, he hablado con los fantasmas para pedirles que no se asusten, que pueden quedarse pues han habitado mi vida siem-pre. Cuando llegué, las plantas estaban secas, ha sido hermoso observar cómo con nuestra llegada, las plantas reverdecieron y todo el terreno se ha llenado de vida. Dije al principio que los lugares también cuentan historias, pues bien, esta casa ha comenzado a dictarme la historia de mi madre; un viaje doloroso a mis propias entrañas y a las entra-ñas de mis hermanas y mi abuela.

“Contar es cerrar, aunque quién podría evi-tarlo, es también abrir”. Fernando Marías.

Sé que un ciclo se cierra ahora que duermo entre las paredes que me vieron nacer, pues si la muerte, la vida o el dios del teatro lo permiten, aquí moriré. m

9 De mi obra Todavía… siempre.