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Un mundo inseguro La seguridad en la sociedad del riesgo Jaume Curbet

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Un mundo inseguro

La seguridad en la

sociedad del riesgo

Jaume Curbet

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Un mundo inseguro La seguridad en la sociedad del riesgo

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Un mundo • 1nseguro La seguridad en la sociedad del riesgo

Jaume Curbet

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Área Gestión de la ciudad y urbanismo UOC

Coordinación de la edición: Miguel Mayorga

Primera edición en lengua castellana: enero 2011

© Jaume Curbet, del texto. ©Foto de la cubierta: mayorga_fontana

©Editorial UOC, de esta edición, 2011 Rambla del Poblenou 156, 08018 Barcelona W\Vw.editorialu<Jc.com

Realización editorial: El Ciervo 96, S.A. Impresión: Book-print S.L.

ISBN: 978-84-9788-961-2 Depósito legal: B-7.716-2()11

Ninguna parte de esta publicación, incluyendo el diseño general y el de la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ningún modo ni a través de ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, de fotocopia o por otros métodos sin la previa autorización por escrito ele los titulares del copy,~gbt.

ÍNDICE

Introducción. ¿qué seguridad? ................... . 1. ¿Seguridad v.r libertad? ........................... . 2 ·S 'd d . . . ~ . c. egun a vs ¡ust1c1a .............................. .

PRIMERA PARTE. COMPRENDER LA INSEGURIDAD

Capítulo I La estrategia del avestruz ............................ .

1. El conflicto originario ............................ . 2. El ansia de poder ................................... .. 3. Individuo vs colectividad ....................... . 4. La exasperación individualista .............. . 5. La búsqueda individual de seguridad .. . 6. Aceptar la inseguridad ........................... .

Capítulo II. El hormiguero enloquecido ........................ .

1. Fronteras identitarias ............................. . 2. La reacción particularista ....................... . 3. El mecanismo del chivo expiatorio ..... . 4. La búsqueda grupal de seguridad ......... .

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Capítulo III. ¿Sálvese quien pueda?.................................... 119

1. La sociedad del riesgo mundial............. 126 2. Una conciencia mundicéntrica.............. 134

SEGUNDA PARTE. REPENSAR LA SEGURIDAD

Capítulo IV. (In)seguridad: una realidad indivisible .... 143

1. Socialización e individuación................. 151 2. Violencia(s) ............................................... 156

Capítulo V. La búsqueda de seguridad: una evolución consciente.......................................................... 173

1. Problemas de inseguridad: ¿diagnósticos • • ";> o prescrtpctones ..................................... .

2. El proceso psicosocial de la violencia y el miedo .................................................... .

Conclusión. Menos temerosos, más prodentes ............. .

1. La única seguridad posible .................... . 2. Comprender es actuar ........•....................

Bibliografía ....................................................... .

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Introducción

¿QUÉ SEGURIDAD?

«La palabra protecciún emite dos tonos contrastantes.

Uno es reconfortante, d otro siniestro. Con un tono, la

"protección" evoca imágenes del refugio frente al pdi!-,lLO

que proporciona un amigo poderoso, una buena policía

de seguridad o un techo firme. Con d otro, evoca la

organizaciún en la que un hombre fuerte local obliga a

los comerciantes a pagar un tributo con el fin de evitar

un daño, daño que el propio hombre fuerte amenaza

con causar.»

Charles Tilly (19R5)

¿Qué significa la seguridad en un mundo que se halla sumido en un continuo proceso de evolución? Incluso en los mejores tiempos, nos recuerda Watts, la seguridad nunca ha sido más que temporal y apa­rente.

Existe, ciertamente, una estabilidad básica -una esencia indestructible- en el seno de toda vida sin la cual, la innovación creativa resultaría imposible (Nichols). Sin una dosis adecuadade estabilidad --o sea, previsibilidad, repetición, equilibrio, orden-

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los organismos vivos -desde el más primario, la célula, hasta el más evolucionado, el ser humano­no podrían metabolizar el flujo incesante de materia y energía que les permite producirse, regenerarse y perpetuarse a sí mismos. Hasta el punto que podría afirmarse, como lo hace Wagesnsberg, que un ser vivo constituye una parte del mundo que tiende a mantener una identidad independiente de la incerti­dumbre del resto del mundo.

Aunque, al mismo tiempo, los organismos bioló­gicos dependemos críticamente de valores óptimos, afirma Grof, es decir, más vitaminas, más hormonas, más calcio o más agua no significan necesariamen­te mejor que menos vitaminas, menos hormonas, menos calcio, y menos agua. Por la misma causa, más temperatura o nivel de azúcar en la sangre no es mejor que menos temperatura o menos nivel de azúcar en la sangre. De manera que ningún ser vivo podría existir, asimismo, sin creatividad -es decir, novedad, crecimiento, innovación, desorden. Hasta el punto que nada resulta factible al margen de este equilibrio, necesariamente inestable, entre ambos elementos consubstanciales a la vida -estabilidad y creatividad- que, en muchos casos, denominamos crisis.

Por consiguiente, nuestra existencia, en un movimiento continuo de sístole y diástole, como el corazón, o de flujo y reflujo, como el océano, se despliega en este incesante y no siempre apacible ir y venir entre asumir lo nuevo que nos desorganiza -en tanto que nos vivifica- y conservar aquello

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que nos mantiene vivos puesto que nos da conti­nuidad. He aquí, sin embargo, la ineludible paradoja existencial: estabilidad equivale a encarcelamiento, creatividad equivale a riesgo.

Así que morimos de exceso -ya sea de desor­den o bien de orden- tanto como de insuficien­cia. Estabilidad e innovación avanzan de la mano, inseparables y a su vez en un constante equilibrio inestable -necesariamente generador de incerti­dumbre- que, por definición, no puede decantarse definitivamente en favor de ninguno de los dos componentes.

1. ¿Seguridad vs libertad?

La seguridad que se obtiene del control del riesgo supone, para las sociedades humanas, la capa­cidad de persistir en sus características esenciales ante las condiciones cambiantes -en un inevitable equilibrio dinámico- y, al mismo tiempo, ante las amenazas probables o reales. Bajoit identifica cuatro necesidades existenciales sociales del indi­viduo humano: (a) tiene que protegerse contra la agresividad de los otros humanos; por lo tanto, necesita seguridad física, que solo le puede aportar la protección de los grupos a los cuales pertenece y que le brindan reconocimiento social; (b) tiene que protegerse contra la hostilidad de la naturaleza; por lo tanto, necesita bienestar material, que solo se puede conseguir fabricando herramientas y bienes

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materiales, lo que implica participar en alguna crea­tividad colectiva, desarrollar una cierta capacidad innovadora compartida; (e) tiene que protegerse contra las amenazas de lo sobrenatural, contra todo lo que no entiende (el universo en el tiempo y en el espacio infinitos, los espíritus, la cólera de los dioses, la muerte, el sufrimiento); por lo tanto, necesita serenidad moral, una tranquilidad que solo la pueden brindar las creencias compartidas con otros; ( d) tiene que protegerse contra el peligro de su propia locura, contra si mismo: su decadencia, su desequilibrio mental; por lo tanto, necesita alcanzar una cierta plenitud personal, sentirse realizado como individuo singular.

De manera que este equilibrio incierto entre estabilidad e innovación, resulta una condición indispensable para la pervivencia -en sus esen­cias indestructibles- y, a su vez, para la evolución -que permite adaptarse a los nuevos retos- de toda sociedad. No parece tener mucho sentido, sin embargo, la reiterada y conflictiva contraposi­ción política entre seguridad (estabilidad) y libertad (creatividad); puesto que ambas, en su justa medida, constituyen ingredientes esenciales para cualquier fórmula de gobierno que pretenda garantizar la con­vivencia y el desarrollo humano. Asi como ocurre en los organismos biológicos, también los organismos sociales mueren de exceso tanto como de insuficien­cia, ya sea de libertad o bien de seguridad.

Convertidos en valores exclusivos, tanto la libertad -que rige la expansión mundial de la red

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única de comercio y de la red global de informa­ción- como la seguridad -que acapara la praxis política de los estados-, acaban generando con harta frecuencia un escenario de infinita inseguridad social -debida a los excesos de una libertad de mercado sin controles cívicos- y de inseguridad civiP -debida a la restricción de derechos y liberta­des causada por un exceso de seguridad. Lo cual nos exige abordar la pregunta inicial con una gran cau­tela, pues no cabe olvidar que la seguridad pierde su sentido fuera del equilibrio inestable con la libertad. Y viceversa, claro está.

Eugenio Trias (2005) nos invita a pensar las cosas «a la contra», o a partir de sus caracteres umbríos: no tanto la felicidad sino el sufrimiento; no la libertad sino las formas de servidumbre y cautive­rio; no la justicia sino los extremos de desequilibrio en la distribución de riqueza, poder u honores que, en forma de sumas desigualdades, constituyen el terreno abonado para las más flagrantes injusticias. Y, por consiguiente, no la seguridad sino la insegu­ridad; es decir, los riesgos que derivan en desastres y los conflictos que se materializan en violencias; asi como las vulnerabilidades objetivas o subjetivas que alimentan la incesante demanda de seguridad.

Pero, ¿para qué entretenerse en comprender la inseguridad si lo que buscatnos es seguridad? ¿No nos perderemos en las profundidades, aparentemen-

1. Tomo prestados los términos «inseguridad sociah> e «inseguridad civil>> de

Robert Castel (2004).

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te insondables, de las causas remotas que alimentan los riesgos y los conflictos? ¿De qué nos podría ser­vir un buen diagnóstico si no aporta la solución al problema? Veámoslo.

Nadie razonablemente sensato acepta ser inter­venido quirúrgicamente sin antes disponer de un diagnóstico fiable que así lo aconseje. Incluso algu­nos sistemas públicos de salud permiten al paciente solicitar un segundo diagnóstico que venga a con­firmar, corregir e incluso desmentir el primero. En este caso, el bien a proteger -el bienestar físico, la calidad de vida y, en última instancia, la superviven­cia- bien parece aconsejar todo el rigor y la máxima prudencia en el diagnóstico de la enfermedad que se pretende tratar. No olvido que las comparaciones pueden llegar a ser peligrosas; puesto que también es cierto que, en algunos casos, la gravedad de los síntomas experimentados por el paciente aconseja adoptar medidas inmediatas sin disponer todavía de un diagnóstico concluyente acerca de las causas que los originan. Pero incluso así, nos viene bien la comparación entre la salud y la seguridad, pues­to que, cuando una sociedad se siente aquejada de inseguridad, entonces la excepción -en el caso de la salud- se convierte aquí en la regla. Es decir, cuan­do aflige el temor apremia la búsqueda de seguridad, sin importar tanto el conocimiento de las causas que generan la inseguridad. Esto, por supuesto, tiene consecuencias nada desdeñables: basta un crimen con un gran impacto mediático, pongamos por caso, para provocar una oleada de demandas de endurecí-

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miento de las leyes penales, de mayor contundencia policial y, con relativa facilidad, de aplicación estricta de la cadena perpetua e inclusive de reinstauración -allí donde se hubiera abolido- de la pena de muerte.

Volviendo al caso de la salud, imaginemos: una repentina indisposición, de síntomas inquietantes aunque por el momento de causa desconocida, que provocara un alud de prescripciones, a cual más drástica y, por supuesto, temeraria: amputar algún mietnbro, si no todos, extirpar algún órgano, inter­venir a corazón abierto. Por extrema que pueda parecer la comparación, no se halla tan lejos de la realidad, sin embargo, la respuesta dominante a los episodios agudos de inseguridad ciudadana. Cuando, en un momento y un lugar determinados, aumenta repentinamente la percepción social de inseguridad también lo hace una incontinente pasión prescrip­tiva: todo el mundo parece saber con exactitud qué es lo que hay que hacer y, ante tal avalancha de propuestas de acción, se abren paso en la opi­nión pública aquellas que resultan más originales, efectistas y drásticas. Gozan de especial aceptación las propuestas de actuación represiva que permitan identificar a culpables, individuales o colectivos y preferentemente extranjeros, a los que se puedan aplicar de inmediato medidas contundentes que, en su versión extrema, pueden incluir distintas formas de linchamiento ya sea mediático o bien físico. Estos «palos de ciego», lanzados con un auténtico desdén por cualquier esfuerzo de comprensión de las verda-

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deras causas del malestar, y aún contradiciendo toda lógica, parecen aportar sosiego momentáneo a una comunidad enardecida, ansiosa de restablecer cuan­to antes y casi a cualquier precio el orden alterado.

2. ¿Seguridad vs justicia?

La víctima principal de este desdén por la com­prensión cabal de los hechos que causan la ansiedad colectiva es, sin duda, la justicia. Indudablemente, la prisa por expulsar la inseguridad y restablecer el orden se compadece poco con la prudencia, el sosie­go, el rigor indagatorio y la ecuanimidad requeridas para la búsqueda de la verdad. La inseguridad pierde así, en la medida que la despreciamos, su cualidad principal: indicarnos los puntos de fractura en los que estallan -en forma de violencias y desastres­los conflictos y los riesgos generados, respectiva­mente, tanto en las relaciones sociales como en el encaje de la humanidad en la naturaleza. De manera que, voluntariamente cegados, quedamos condena­dos a tratar meros síntomas, a perseguir sombras y, en el peor de los casos, a agravar el problema de inseguridad con estrategias de seguridad contraindi­cadas.

Los bomberos no apagan fuego sino fuegos. Efectivamente, cada incendio requiere ser atacado con un instrumental, unas habilidades y unas estra­tegias específicas. A ningún bombero se le ocurriría, pongamos por caso, pretender extinguir con agua la

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combustión de productos quimicos; puesto que el remedio podría ser peor que la enfermedad. E, inclu­so, la extinción de un incendio forestal puede reque­rir, en algunos casos, el empleo de contrafuegos, es decir, fuego para apagar fuego. Asimismo, cada vio­lencia supone el punto de ignición de un conflicto específico, su manifestación extrema, que debe ser tratado con una estrategia apropiada. Poco tiene que ver, por ejemplo, el asesinato de una mujer a manos de su esposo con el atraco a una joyería; o bien una estafa multimillonaria con el enfrentamiento entre bandas rivales. Y, sin embargo, sorprende constatar -tanto en los medios de comunicación, como en la opinión pública y en las autoridades gubernamen­tales- la persistencia de una fe de carbonero en la efectividad milagrosa de unas mismas recetas -endurecimiento de las· medidas penales, instalación de elementos físicos y electrónicos de vigilancia, ampliación de las plantillas policiales, tolerancia cero-· para el tratamiento de una multiplicidad de situaciones que no parecen tener más en común que el temor que provocan entre la población.

Solo así se entiende que, después de más de tres décadas d~ «guerra global contra la droga», declarada por el gobierno de los Estados Unidos -con una asignación de recursos económicos y el empleo de unos medios colosales-, ni la cifra mundial de con­sumidores de sustancias prohibidas ni la superficie dedicada a la producción de dichas sustancias hayan dejado de crecer, así como tampoco la violencia organizada y la corrupción directamente asociadas

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a este tráfico ilegal. Y un camino parecido parece haber tomado la «guerra global contra el terroris­mo», emprendida por el mismo actor: ba~ada en un diagnóstico incompleto -en la medida que renuncia drásticamente a comprender las causas y solo enfrenta los efectos- que, inevitablemente, la condena a exacerbar el problema que, al menos en la declaración de intenciones, se pretendía resolver.

No parece, sin embargo, que estemos iden­tificando una simple carencia metodológica, una anomalía en las políticas de seguridad que bastara con ponerla en evidencia para que se pudiese sol­ventar. Mucho menos, tal y .como se pretende con frecuencia, se trata de una obcecación académica por el diagnóstico que vendría a obstaculizar la efi­cacia de la acción contra la inseguridad. No se trata ni de una ingenuidad, ni de una deficiencia técnica, ni de una discrepancia entre académicos y políticos. La renuncia a profundizar en el diagnóstico de las causas del llamado «problema de la droga» o del <<problema del terrorismo» constituye una condición previa e indispensable para declarar y sostene~, más allá de las trágicas evidencias de su fracaso, pnmero la «guerra contra la droga» y después la «guerra con­tra el terrorismo».

Hay una contabilidad, tan difícil como necesa-ria, que nos aportaría mucha luz a esa inquietante cuestión. Se trataría de calcular el PIB de la droga agregando, por una parte, la totalidad de los recursos generados por la actividad económica (pr<?duc~ión, distribución y venta) más los costes de !legalidad

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(protección, corrupción de autoridades) y, por la otra, los «beneficios del problema», es decir los recursos públicos destinados a la lucha contra los efectos de <da droga>> (agencias especializadas, poli­da, justicia, sanidad, servicios sociales), así como los privados (abogados, asesores fiscales, entidades bancarias, paraísos fiscales). Solo asi podríamos ver, en una única mirada, el proceso completo que des­emboca en la inquietante coincidencia de intereses, entre los actores de ambas orillas, en la oposición frontal -ya sea explicita o bien fáctica- a cual­quier intento de regular esta lucrativa actividad, con el propósito de reducir drásticamente la violencia organizada asociada a este negocio ilegal, facilitar una eficaz protección estatal a las víctimas de tan peculiar consumo y actuar restrictivamente sobre el crecimiento incesante de la demanda.

No cabe, entonces, la ingenuidad. El menos­precio deliberado por un diagnóstico ajustado de los conflictos que estallan, con harta regularidad, en violencias -incluida la identificación de la totalidad de los actores involucrados en el problema de inse­guridad- constituye una opción política de graves consecuencias para la convivencia. La limitación del objetivo de las políticas de seguridad a un tratamien­t?, ~o siempre inocuo, de los efectos sin pretender stqut.era acercarse a las causas de la inseguridad no es, stn duda, la menor de las consecuencias de esa opción política. Sin embargo, no cabe olvidar otras.

La falta de rigor en el diagnóstico, necesaria­mente, fuerza la generalización -violencia en lugar

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de violencias, terrorismo en lugar de terrorismos­y, con ello, la agrupación de fenómenos diversos bajo una misma etiqueta, lo que conlleva un tra­tamiento uniforme de conflictos que requerirían soluciones específicas. Pero, también, la voluntaria falta de conocimiento acerca de los problemas de inseguridad posibilita la emergencia de creencias y prejuicios que, con frecuencia, sustentan las actitu­des más drásticas e intolerantes.

Solo así es posible la pervivencia de la estructura psíquica del «chivo expiatorio~>, mecanismo por el cual una comunidad puede descargar, periódica­mente, la inevitable acumulación de tensiones que se produce en su seno, sobre determinados colec­tivos socialmente marginados y preferiblemente compuestos de extranjeros -actualmente, los inmi­grantes en los países desarrollados- de manera que se preserve la cohesión social del grupo dominante.

Y, en definitiva, la falta de indagación en las raíces que sustentan los problemas de inseguridad permite concentrar la inmensa mayor parte de la atención y los recursos públicos en una búsqueda de seguridad al margen de los conflictos y los riesgos que alimentan la inseguridad. Es decir: buscar las llaves no en el lugar en que se han perdido sino allí donde hay más luz.

El esfuerzo por repensar la seguridad a que nos invita la pregunta inicial -¿Qué significa la seguridad en un mundo que se halla sumido en un

2. Ver Girard, 1986; 2002.

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continuo proceso de evolución?-, plantea un doble e indisociable desafío. En primer lugar, la necesidad de abordar la búsqueda de seguridad sin olvidar que, tanto en los organismos biológicos como en los sociales, la seguridad (estabilidad) pierde su sentido fuera del equilibrio inestable con la libertad (innova­ción). Y un segundo elemento relevante: compren­der la inseguridad constituye el primero y el más determinante de los pasos en el proceso de creación de seguridad.

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PRIMERA PARTE

Comprender la inseguridad

«Quién mire en el interior de si mismo y

considere lo que hace cuando piensa, opina,

razona, espera, teme, etcétera, y por qué,

leerá y conocerá cuáles son los pensamientos

y pasiones del resto de los hombres en cir­

cunstancias parecidas 1· .. ¡. Quien gobierne

toda una naciún deberá leer en el interior

de si mismo, no a éste o a aquel hombre en

particular, sino a la humanidad entera.»

Thomas I Iobbes

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Capítulo I

LA ESTRATEGIA DEL AVESTRUZ

En una espléndida síntesis, Trías (2001) nos ayuda a entender la compleja realidad del mundo contemporáneo presentándola como la intersección -que es fuente de toda experiencia- potencial­mente conflictiva y trágica de tres niveles o planos.

Un primer nivel, o plano máximamente univer­sal, en el que la realidad contemporánea se muestra como un «casino global» (casino, por la ausencia de controles cívicos sobre su funcionamiento) en el que todos los sucesos que lo constituyen se encuen­tran en radical interacción, de manera que cualquier suceso en cualquier lugar acaba repercutiendo en cualquier otro, siendo, sobre todo, la razón tecno­cientifica, debidamente sacralizada, bien religada con el complejo financiero, empresarial (de carácter multinacional) y político, la que se constituye en su motor. Este mundo global genera un desarrai­go generalizado que altera el plano de lo particular (segundo nivel); el cual, consiguientemente, reac­ciona ante este proceso con la creación de núcleos duros de particularismo excluyente.

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Un segundo nivel o plano de lo particular, en el que este acoso del «casino globab> da lugar a una afirmación de la propia identidad en forma excluyente, de manera que se perturba la relación de alteridad con otras comunidades, las cuales son percibidas como chivos expiatorios. Este «santuario locab> encuentra su forma ideológica a través de los integrismos religiosos, presentes en todas l~s re~gio­nes, y en un gran número de formas nae1onalistas radicales3

Y un tercer nivel, o plano de lo personal y subje-tivo, en el que la doble acometida del «casino globab> que parece deglutir el primer mundo y del «Santua­rio locab> que se apropia del segundo, da lugar a un <<individualismo de la desesperacióm> (que aparece, frecuentemente, en forma obscena y salvajemente cínica) como forma espontánea de responder a esta doble y amenazante acometida. Este individualismo desesperado constituye la expresión de un individua­lismo neoliberal que asume la despiadada <ducha por la vida>>, bien engrasada por la dinámica de un capita­lismo internacional que genera graves desequilibrios, desigualdades e injusticias.

Estos tres niveles, siendo como son planos de una realidad única y por ello peculiarmente comple­ja, están religados, por tanto, en una cadena de flujos conflictivos --del «casino globab> (la globalización homogeneizadora) al «santuario locab> (las reaccio­nes particularistas) y, de éstos, al <<individualismo

3. Ver también Beck, 2009.

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desesperado» (la exasperación individualista) que, en su materialización extrema, dan lugar -como vere­mos más adelante- a las más diversas formas de violencia y desastre. De manera que la exasperación individualista estallaría en una constelación de vio­lencias interpersonales, las reacciones particularistas derivarían en violencias colectivas y finalmente la globalización homogeneizadora esta;ía en el origen de la crisis global que amenaza gravemente la conti­nuidad de la vida humana en la Tierra.

Consecuentemente, en cada uno de los tres niveles -universal, particular y singular- que con­figuran la realidad actual, no solo se producen las distintas manifestaciones, objetivas y subjetivas, de inseguridad sino que también encuentran su origen las correspondientes estrategias básicas de seguri­dad: individual (egocéntrica: yo contra todos), gru­pal ( etnocéntrica: nosotros contra ellos) y colectiva (mundicéntrica: todos nosotros).

En el estadio egocéntrico de la evolución huma­na, el individuo se mantiene básicamente absorto en sí mismo, de manera que la búsqueda de seguridad se emprende, ineludiblemente, desde la perspectiva exclusiva y excluyente del <<yo»; es decir, desde «mi>> percepción singular de la inseguridad4

• Por consi­guiente, en la medida que se sustentan en una com­prensión inevitablemente incompleta del problema,

4. «1 .a suposición de nuestra vulnerabilidad frente a los peligros no depen­de tanto del volumen o la naturaleza de las amenazas reales como de la ausencia de confianza en las defensas disponibles» (!human, 2007).

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las estrategias de seguridad basadas en una visión egocéntrica, generan exclusión y buscan remedios únicamente externos, por lo que, lejos de aportar nin­guna solución duradera, vienen a agravar la inseguri­dad que tan persistentemente pretenden ahuyentar.

1. El conflicto originario

Pero vayamos por partes. En realidad, el sentido del <<yo separado» (ego) tiene un desarrollo muy pre­coz: una serie primitiva de núcleos de ego aparecen ya en los primeros meses de vida. Y, como cualquiera otra de sus etapas, el desarrollo pleno del ego cons­tituye un elemento esencial de la evolución humana y, en particular, un requisito previo y necesario para que el individuo pueda completar armónicamente, en los estadios posteriores, tanto el proceso de indi­viduación5 (que no de «individualización6») como el_ de socialización.

Ambos procesos -individuación y socializa­ción- resultan conjuntamente indispensables para

5. La imliflidNaCÍÓII -principio de individuación o proceso de individuación (Primipitllll imliz~idNatimli.r)- es definida, desde la psicología analítica de

Carl Gustav Jung, como «aquel proceso que engendra un individuo psi­cológico, es decir, una unidad aparte, indivisible, un Todo.»

6. La indiPidNali'{páón deriva, con frecuencia, en una dinámica socialmente centrífuga que resulta atribuible a la exaltación de lo individual: hambre

insaciable de vivencias, inflación de pretensiones, fiebre del ~~n y decre­ciente disposición a cumplir, comprometerse, renunciar (Beck, 2009).

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el desarrollo humano. A través de la individuación, el ser único que habita en cada ser humano está llamado a aflorar plenamente, a desplegarse conscientemente en todo su potencial evolutivo, a culminarse res­ponsablemente como un individuo integro, de una sola pieza. Asimismo, mediante la socialización, el desarrollo consciente y responsable del individuo se produce en una interacción constante con los demás, en unos contextos culturales y sociales específicos.

Aunque, no debemos olvidar que el ego consti­tuye, tan solo, una fase intermedia en el desarrollo integral del individuo que, por consiguiente, debe ser completada y, justo entonces, transmutada cons­cientemente en su estadio inmediatamente superior. En ello consiste, justamente, la evolución humana: desarrollar por completo las capacidades requeridas por cada etapa y, llegados a su limite, afrontar los retos propios de un estadio superior que, a su vez, permitirá al individuo seguir desplegando todo su potencial. Esta ley básica rige, por cierto, no solo el crecimiento físico, psicológico y emocional de los individuos, sino también la expansión de su dimensión más compleja: la conciencia. Pero tam­bién el desarrollo económico, político y cultural de las sociedades. Porque en todas y cada una de estas dimensiones del desarrollo humano, la evolución -más que progreso- nunca es simplemente acu­mulativa y secuencial y la sucesión de etapas no se produce mecánicamente.

Ciertamente, tanto los individuos como las colectividades, acumulan irreversiblemente años de

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vida. Asimismo, se sabe con certeza que la muerte culmina la existencia de los individuos tanto como la de las civilizaciones. Sin embargo, son pocas más las certezas disponibles, pues, incluso los eventos en apariencia más previsibl~s -.-~omo las enferme­dades- cristalizan en cada 1ndiv1duo de una forma desconcertantemente aleatoria e inalcanzable para la razón científica. Incluso las etapas más conocidas del desarrollo físico, psíquico y emocional, comunes a todos los seres humanos -niñez, adolescencia, juventud, madurez, vejez- son ex~erimentadas, en su totalidad o bien solo en parte, s1ngularmente por cada individuo. De manera que, por ejemplo, los rasgos atribuidos con carácter general a l_a eta~a de la adolescencia adquieren, en cada eXlstencla individual, una configuración específica que puede dar lugar, como es bien sabido, a los resultados más dispares. .

Toda evolución consiste, como hemos v1sto, en un equilibrio dinámico y por consiguiente frágil entre estabilidad e innovación. Resulta siempre críti­co, por tanto, ese punto o instante en el que la con~i­nuidad se ve repentinamente alterada por el camb1o y, a su vez, también cuando el_proc~so d~ creación se ve interrumpido por la neces1dad 1mpenosa de pre­servar el núcleo esencial del ente evolutivo. Hasta el punto que, en algunas cultu~as, s~ reserva e~ término «crisis» para designar estas s1tuac1ones amb1valentes, en las que se nos presentan entrelazados _un p~li!?fo (de patología o muerte) y una oporturudad uruca (de crecimiento). No se trata, en absoluto, de casos

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excepcionales -las crisis- sino, por el contrario, del elemento esencial de todo proceso de evolución y, por tanto, de la vida.

El desarrollo del ego configura el ámbito propi­cio para la fricción entre valores y deseos opuestos, entre querer hacer y deber hacer, entre los condicio­namientos heredados y la necesidad de completar el proceso de individuación, en el que se acumu­la una gran tensión de tendencias destructivas. Pa~ticularmente, éste es el escenario en el que se for¡a una de las psicopatologías más determinantes en la evolución humana y, en especial, para poder comprender la producción de la inseguridad: la escisión egocéntrica. En efecto, el ensimismamiento narcisista en el que se sume el <<yo separado» no solo impide completar el proceso de individuación, sino que también obstaculiza gravemente el proceso de socialización.

Más allá de la actividad fisiológica y de las respuestas condicionadas, en buena parte incons­cientes, que facilitan las adaptaciones de los organis­mos al ambiente, permitiéndoles anticipar estímulos beneficiosos para el mantenimiento de la vida y prevenir estímulos perjudiciales (Alcaraz), el déficit de individuación en los seres humanos se manifes­tará como un sometimiento interiorizado, fatalista o bien acomodaticio, en todo caso, intrínsecamente irresponsable, al determinismo fijado por los condi­cionamientos genéticos, culturales y sociales. Por su par~e, .el déficit de socialización provoca el repliegue ens1m1smado sobre uno mismo y, por consiguiente,

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limita la capacidad de empatía y cooperación, el establecimiento de vínculos sociales creativos y, en última instancia, el compromiso cívico con objetivos establecidos colectivamente, incluidas la oposición a situaciones manifiestamente injustas o la rebelión ante poderes ominosos. Y, en sus manifestaciones extremas, estas insuficiencias pueden producir las más diversas psicopatologías.

Pero, ¿en qué consiste la escisión egocéntrica? En realidad, el <<yo separado» es una concentración de angustia; concretamente, el temor a su propia muerte o no-ser. El <<yo separado» está condenado a morir y lo sabe, y se pasa toda su vida (consciente­mente o no) tratando de negarlo, mediante la mani­pulación de su propia vida subjetiva y erigiendo unos objetos culturales «permanentes» e <<intemporales» y unos principios conceptuales como signos externos y visibles de una inmortalidad interior en la cual ha resuelto confiar ciegamente.

Porque la angustia no es algo que el <<yo» pade­ce, sino algo que el <<yo» es: dondequiera que haya un <<yo», existe temblor; dondequiera que haya un «otro», existe temor. Así se configura una ansie­dad crónica que constituye la raíz del conflicto y que resulta innata a todas las formas de existencia, más que individual, psicológicamente aislada. De tal forma que no es posible en absoluto evitar este pánico, como no sea mediante la represión o algún otro mecanismo defensivo o compensador (Wilber, 1999).

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2. El ansia de poder

Un doble elemento definitorio de la existencia psicológicamente aislada que conlleva la escisión egocéntrica viene dado, por una parte, por la pre­eminencia imperiosa del ansia de poder obtener riquezas, honores, reconocimiento, placer y, en defi­nitiva, superioridad sobre los demás y, por la otra, por el correspondiente miedo a no poder asegurarse la satisfacción constante de los deseos en el futuro. Así pues, un individuo que vive dominado por la sugestión de la sensación de identidad separada, como dice Grof, ve la existencia desde la perspectiva estrecha del <<yo mismo»: «mi» familia, <<mi» religión, «mi» país. Desde este punto de vista, otras personas, grupos y naciones son percibidos como competi­dores, el mundo como una amenaza potencial, y la naturaleza como algo externo a nosotros que debe ser conquistado y controlado.

Una característica esencial de una existencia psi­cológicamente aislada es la fe en que los otros seres deben, por naturaleza, sacrificarse por nosotros. Es por ello que, ante cualquier situación que venga a contradecir esta presunción interesada, la escisión egocéntrica libera en el individuo el ansia de poder, es decir la tentación imperiosa de reducir la diferen­cia mediante la fuerza. En efecto, solo el ansia de poder parece capaz de impulsar al individuo a sobre­pasar el limite del esfuerzo requerido para obtener lo verdaderamente necesario para vivir -alimento, ropa, resguardo- y a creerse obligado a luchar soli-

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taria y encarnizadamente para acumular recursos, prestigio, poder en definitiva. Lo cual supone, para el individuo psicológicamente aislado, generar y a su vez padecer unos costes enormes en términos de riesgos que se materializan en desastres y conflictos que estallan en violencias.

Watts nos recuerda, sin embargo, que el con­flicto no es solo entre nosotros y el universo cir­cundante, sino entre nosotros mismos, pues la naturaleza indómita está tanto en nuestro alrededor como dentro de cada uno de nosotros. Este con­flicto originario se expresa en forma de una lucha entre el deseo de permanencia y la realidad del flujo. Esta guerra no puede ser sino fútil y frustrante -un círculo vicioso-, dado que se trata de un conflicto entre dos partes de la misma cosa. Puesto que la vida

. es un proceso que fluye, tanto el placer y la dicha como el cambio y la muerte son sus partes necesa­rias. Pretender reducir la vida únicamente a una de las partes -el placer y la dicha- constituye un des­propósito descomunal. que no puede sino conllevar contradicción y conflicto, temor y violencia.

A su vez, en el ámbito colectivo y global, este marco mental genera una filosofía de vida que pone el acento en la fuerza, la competitividad y la autoafirmación, y glorifica los progresos lineales y el crecimiento ilimitado; considera el beneficio mate­rial y el aumento del producto nacional bruto como el criterio principal de bienestar y de calidad de vida. Esta ideología y las estrategias que de ella se deri­van conducen necesariamente a los seres humanos

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a graves conflictos con su naturaleza en tanto que sistemas biológicos y a la desarmonia con las leyes universales esenciales.

Por consiguiente, todo indica que la estrategia impuesta al individuo por la escisión egocéntrica es antinatural e intrínsecamente peligrosa: como bien dice Grof, en un universo la naturaleza del cual es ciclica, refuerza la visión lineal y la persecución del crecimiento ilimitado. Además, el enfoque que resulta de una existencia individualmente escindida desatiende el imperativo ecológico y no reconoce la urgente y absolutamente vital necesidad de sinergia, complementariedad y cooperación. De manera que el individuo, apresado en la falacia de la sensación de identidad separada, se ve abocado a una carrera enloquecida hacia la catástrofe .

Fruto de la escisión egocéntrica, el ansia de poder corroe en el individuo el vínculo (ethos) que une al individuo a la humanidad y a la naturaleza en el Todo y establece, por tanto, la delimitación poten­cialmente conflictiva entre nosotros y los demás. Ello constituye, para todas las tradiciones filosóficas, el conflicto originario, es decir, el ámbito en el que se generan los primeros y ancestrales miedos y de donde surge la violencia en todas sus formas. Así pues, como si de una sutil alteración genética se tratara, se extiende metastáticamente la ambición -inevitablemente desmedida- de ser, cada uno de nosotros, quien en realidad no es.

Este conflicto primigenio, que enfrenta al indi­viduo consigo mismo y, por extensión, a los demás

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y al Todo, impregna las relaciones sociales y las con­vierte en un campo de batalla. La especie humana se asemeja entonces a un hormiguero enloquecido en el que sus individuos hubiesen perdido su lugar en el conjunto: es decir, una agitación caótica que ya no conduce a la realización global de la vida sino que amenaza con su destrucción.

Olvidado el sentido de especie y la conciencia del Todo, las acciones humanas no pueden sino generar confusión. Aislados de manera egoísta, el deseo de acaparar más energía y recursos de los que necesitamos para vivir, nos lleva a una competencia extrema con los demás para alterar, someter, con­sumir o simplemente destruir las otras formas de vida. Paradójicamente, esta competencia avariciosa y destructiva, orientada a alcanzar una imaginaria seguridad individual, genera y extiende el miedo en la sociedad y nos obliga a vivir en condiciones glo­bales cada vez más inseguras para la supervivencia humana. Así, nuestro ansia de seguridad nos lleva a imponer un gran número de fronteras (físicas o legales, pero técnicas y también psicológicas) que, lejos de reducir una inseguridad implícita al obrar egocéntrico, abren nuevos y mayores frentes de conflicto y riesgo.

Cabe, pues, insistir una vez más en la perti­nencia de prevenirnos ante los resultados funestos que, en forma de conflictos internos y externos, se derivan de la creación de fronteras y, en particular, de la frontera originaria por la que se separa psicoló­gicamente la esfera individual de la colectiva; puesto

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que, individuo y colectividad, están lejos de consti­tuir realidades esencialmente distintas y ni siquiera tan fácilmente delimitables como nos hemos acos­tumbrado a creer. Bien al contrario, los procesos de individuación y de socialización constituyen las dos caras de una misma moneda: la evolución humana.

3. Individuo vs colectividad

Un desarrollo adecuado del ego resulta igual­mente esencial, a su vez, tanto para la individuación como para la socialización de los seres humanos. Sin embargo, también hemos visto que una per­turbación significativa, aunque no necesariamente excepcional, de este proceso evolutivo -ya sea por alteración o bien por interrupción- puede llegar a sumir al individuo en un ensimismamiento narcisista que, en su dimensión patológica, cristaliza en una sensación de identidad separada (escisión egocéntri­ca), que a su vez constituye, en el sentido literal de la expresión, «la madre de todos los conflictos» (el conflicto originario).

Así pues, la materia prima de esta escisión ego­céntrica es el conflicto con uno mismo y con los demás. Esta fricción constante, entre elementos per­cibidos como antagónicos e incluso incompatibles --aún tratándose de partes de una misma cosa-, produce una acumulación extraordinaria de tensión que --de acuerdo con la ley de la conservación de la energía (el primer principio de la termodinámi-

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ca)- no puede eliminarse y únicamente se puede transformar en otra forma de energía.

Sin embargo, dado que la naturaleza de esta fricción no es mecánica sino psicológica, la trans­formación del conflicto en violencia no puede ser considerada, determinísticamente, como una fatal respuesta condicionada ¿~ónde radica, .si. , no,, l.a auténtica libertad? Alternattvamente, una vtston rutt­da del conflicto interno permite al individuo trans­formar conscientemente -es decir, transmutar-la energía destructiva en creativa.

Ha quedado dicho en las páginas ant~riores q~e debiéramos prevenirnos ante el potenctal conflic­tivo inherente al establecimiento de cualquier tipo de frontera. Ahora corresponde enfatizar el riesgo que conlleva el fútil intento, aunque persistente­mente reiterado, de fortificar esa frontera originaria que pretende separar, drásticamente, el <<yO» de <dos demás» y de <do demás». No cabe duda que, como cualquier otra forma de delimitación, la toma d.e conciencia acerca de «quién soy yo», y por const­guiente también de «quién no soy», constituye un paso útil e incluso necesario en el proceso de indivi­duación. A condición, claro está, de que se trate de una conciencia viva y alerta, crítica y evolutiva que, en ningún caso, se esclerotice en una identificación exclusiva, rígida e inalterable, con una determinada imagen de uno mismo. Pues, en este caso, la función delimitadora deja paso a la creación de ese ámbito propicio al conflicto en que, inevitablemente, se convierte toda frontera.

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No se trata, sin embargo, de una operación estrictamente individual e interna --esta escisión ego­cén~rica-, c_on tan solo una significación psicológica, soctalmente tntrascendente, para un imaginario indivi­duo autosuficiente que pudiera considerarse realmente desconectado de todo lo demás. Nada tan inconve­niente, para la debida comprensión de la (in)seguridad, como esa ilusoria, aunque extremadamente resistente, frontera entre psicólogos -que en una sociedad no ven sino sus individuos- y sociólogos -que en una sociedad no ven los individuos que la constituyen-.

Ciertamente, al individuo le corresponde la res­ponsabilidad crucial-es decir, la libertad- de asu­mir conscientemente la realidad conflictiva que, en su interior, contrapone deseos incompatibles (quiero esto pero también lo otro), así como deseos y debe­res (lo deseo, pero, ¿debo?). Este hacerse cargo de uno mismo, libre y responsablemente, supone no solo la determinación resuelta sino la tarea cons­tante de alinear, en la conciencia, pensamientos, sentimientos, palabras y acciones de manera que se produzca la debida congruencia -no solo lógica, sino finalmente ética- entre las intenciones que nos impulsan a actuar y las acciones que en defini­tiva realizamos. Todo ello transcurre, por tanto, en la dimensión individual de la realidad, dado que este proceso de responsabilización personal nos convier­te no solo en individuos íntegros -de una pieza-, sino también en fiables para los demás, por lo cual, puede afirmarse que la individuación supone, asimis­mo, la única forma de socialización.

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Cuando, por el contrario, no se culmina debi­damente el proceso de individuación, entonces ese sujeto evolutivamente incompleto no solo impregna su mundo de confusión y malestar sino que su estar «incompleto» le hace vulnerable a la fuerte presión combinada que ejercen sobre el individuo, en la sociedad actual, la globalización homogeneizadora y la reacción particularista. Es decir, contamina y, en el mismo acto inconsciente, se contamina.

Un medio social constituido por una multitud de individuos insuficientemente desarrollados -en tanto que sujetos plenamente responsables de sus existencias- se convierte en el terreno abonado para el despliegue de una competencia desaforada entre individuos necesitados de afirmar su identidad en contraposición, inevitablemente conflictiva, con los demás. La tarea propia e intransferible de indi­viduarse, como el ser único e irrepetible que cada uno es, deja entonces su lugar a un individualismo desesperado que no atiende a más razones que la necesidad perentoria de satisfacer la sucesión, caótica y contradictoria, de deseos que atormentan al individuo en la sociedad del consumo masivo y compulsivo.

Pero, ¿por qué calificar este individualismo como «desesperado»? No solo porque se trata de una exasperación del deseo, en buena medida pato­lógico, de imponer una simple imagen de sí mismo a los demás y, de hecho, contra los demás, casi a cualquier precio. También porque en última instan­cia, en tanto que simple sucedáneo del proceso de

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individuación, el individualismo pretende ignorar la red de interdependencias que nos hace a todos, sin excepción posible, parte indivisible de la Humanidad en la Tierra. De manera que, en la esfera interior, el individualismo constituye un intento desesperado de eludir la cita crucial de la individuación y, en la esfera exterior, supone una forma no menos desesperada del «sálvese quien pueda>>.

Y aún, de lo visto hasta ahora, hay otro aspec­to a aclarar. El proceso de individuación parece albergar una paradoja. En términos evolutivos se trata, por una parte, de dar rienda suelta al ser único e irrepetible que en realidad soy; y, por la otra, de reconocerme como parte indivisible de la Humanidad. ¿Qué soy, por tanto: gota de agua o mar? La supuesta paradoja, sin embargo, se desvane­ce con la misma facilidad que se disuelve la gota en el mar. Y, entonces, ¿qué sentido podría tener trazar una frontera, por supuesto conceptual, que pretenda delimitar la gota del mar? Se entiende fácilmente, así, que individuación y socialización constituyan, antes que dos procesos paralelos, las dos caras de una misma moneda: el despliegue interno y externo del ser humano.

En todo caso, ese individualismo desesperado no se limita a señalar el efecto externo de la escisión egocéntrica que se produce en el interior del sujeto. Ello sería posible solo si se tratara, esa exasperación individualista, de una psicopatología que afectara a un grupo relativamente reducido de población y que, por consiguiente, pudiera ser considerada como un

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efecto colateral y no esencial del desarrollo humano. No parece, sin embargo, que éste sea el caso. Hemos visto, más bien, que la escisión egocéntrica debe ser entendida, desde una perspectiva evolutiva, como un ineludible paso de crecimiento -aunque, cierta­mente, exigente y no exento de graves riesgos- en el despliegue armónico de todo el potencial que ate­sora cada ser humano al nacer.

Dado, pues, que no nos hallamos ante una ano­malla singular sino en presencia de uno de los rasgos globales característicos de las sociedades desarrolla­das, resulta imprescindible ampliar el zoom y con­siderar también la expansión social del individua­lismo desesperado como el resultado de la presión combinada que vienen ejerciendo sobre el individuo contemporáneo la globalización homogeneizadora y el particularismo excluyente.

Este individualismo desesperado -que se expande en la sociedad contemporánea como resul­tado del efecto combinado del déficit de individua­ción (es decir, de la escisión egocéntrica) y la res­puesta a la presión convergente de la globalización homogeneizadora y los particularismos excluyen­tes- constituye el motor de la demanda que impul­sa el crecimiento desenfrenado de un capitalismo de consumo mundial, de base tecnocientífica, que gene­ra graves riesgos y conflictos. De manera que, sin necesidad de quedar atrapados en la estéril polémica acerca de si fue primero el huevo o la gallina, el fenó­meno del individualismo desesperado solo puede ser debidamente comprendido, por consiguiente, a tra-

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vés de una mirada capaz de integrar en un todo tanto su dimensión subjetiva como la cultural. Lo cual significa que el sujeto insuficientemente individuado es responsable del conflicto que, debido a ese déficit de desarrollo personal, aporta a su red de relaciones y, en última instancia, a la vida de la colectividad. Indisociablemente, además, el desarrollo colectivo incita al individuo, en ocasiones sutilmente y en otras trágicamente, a interiorizar valores y pautas de comportamiento que pueden perturbar gravemente su proceso de individuación.

4. La exasperación individualista

En el punto de convergencia entre una indivi­duación incompleta y la presión combinada de la globalización homogeneizadora y el particularis­mo excluyente, la exasperación del individualismo corroe, en sus cimientos, el sutil juego de equilibrios que asegura la convivencia en las sociedades huma­nas y, por ello, se convierte en un factor determi­nante en el proceso psicosocial de producción de inseguridad.

Como en un hormiguero enloquecido, una mul­titud de egos enardecidos -a la búsqueda imperiosa de reconocimiento, los unos de los otros- colisio­nan inevitablemente entre sí. Los resultados de este despropósito existencial resultan inquietantemente fáciles de constatar en la proliferación de conflictos en el hogar, en la escuela, en el trabajo, en los espa-

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cios públicos, en los lugares de ocio o en las carrete­ras. Aunque, probablemente, bastaría con prestar la debida atención para que no fuera necesario esperar a que esa extraordinaria acumulación de conflictos se materialice en formas más extremas y visibles de violencia. Veámoslo.

Los llamados «accidentes de circulación>> no son en realidad propiamente accidentes, es decir sucesos imprevisibles e incontrolables. Ahora mismo, sabe­mos con un margen de error mínimo cuántos «acci­dentes» van a ocurrir el próximo fin de semana; y cuántos muertos y cuántos heridos causarán; dónde se producirán: en carretera o en ciudad; y qué pér­didas económicas generarán. Sobre la base de este conocimiento, basado en estimaciones estadísticas, las autoridades administrativas, las policías de tráfi­co, los servicios de emergencias médicas, los bom­beros, las urgencias de los hospitales, los juzgados de guardia, los medios de comunicación, las compañias aseguradoras, las empresas de grúas y las funerarias dispondrán los recursos necesarios para atender efi­cientemente esta catástrofe anunciada.

Paradójicamente, todos sabemos lo que va a ocurrir, en las carreteras este fm de semana, menos quienes van a morir o a resultar gravemente heri­dos. Y, por consiguiente, todos estamos prevenidos menos aquellos que con mayor razón deberían estarlo. Y, ¿cómo podrían estar prevenidos, esos inconscientes inquilinos del corredor de la muerte, si nadie cree que pueda ser él la víctima del próximo «accidente»? Este es el engaño fatal: decidimos creer

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que morir en la carretera es un lamentable accidente, por consiguiente, improbable e imprevisible, y que solamente puede afectar a los demás. «Y o controlo», <<yo conozco la carretera», <<yo domino mi vehiculo» o <<yo llevo muchos años conduciendo y nunca me ha pasado nada» son solo algunos de los epitafios que, con mayor frecuencia, esculpen anticipadamen­te las lápidas de los candidatos al suicidio.

Sin embargo, todo esfuerzo por alertar a este suicida inconsciente acerca del peligro que corre, aunque meritorio, resulta inútil. Se trata de un individualista desesperado, que no tiene tiempo para atender a razones. Tiene prisa, siempre tiene prisa -¿para llegar a dónde?, por cierto-. Ebrio de sí mismo, encantado de haberse conocido, el habitáculo de su vehiculo constituye una fortaleza inexpugnable -psicológicamente hablando- para su ego entronizado. ¿Y la carretera? La carretera, para el individualista desesperado, se asemeja cada vez más a un campo de batalla o, incluso mejor, a un videojuego. Una carrera de obstáculos, en definitiva, en la que se olvida que solo se gana si se llega a destino, sano y salvo claro está. Y se olvida porque el candidato al suicidio parece tener tareas más urgentes: presionar, adelantar, evitar que le adelanten, tocar el claxon, insultar, demostrar que es el más hábil y el más listo, convencerse que su cos­toso vehiculo ha sido una buena adquisición, ganar unos segundos, llegar antes que los demás y, todo ello, mientras piensa en cualquier cosa menos en lo que está haciendo y enciende un cigarrillo y cambia

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de emisora y habla por teléfono y se distrae con el G PS ... Todo ello al mando de una de las armas de destrucción masiva más letales.

Incluso el individualista «menos» desesperado que se muestra capaz de asumir el riesgo que supone para su vida, su integridad física y su autom?vil-no sé si siempre por ese orden- esa peculiar forma de conducirse al volante de su vehiculo, logra hacer extensiva esa responsabilidad a los riesgos que su temeridad impone a los demás. Puede que se pre­ocupe de tener al corriente de l?ago, aunque s~~ a regañadientes y porque la ley lo 1mpone, una poliza de seguro que cubra los daños a terceros, pero esa transferencia del riesgo a una compañia aseguradora no lo hace necesariamente más consciente de lo peli­grosos que resultan sus actos irreflexivos para otros seres humanos. Puede, además, que haya dejado dispuestas algunas previsiones para el_ caso de falle­cimiento, aunque tampoco esa medida razonable parece suficiente para cubrir el impacto_ que provo:a en los familiares del siniestrado un acc1dente decir­culación.

No hay que olvidar que, al individualista deses­perado, le supone una verdadt;ra dificultad pensar en los demás. Entendámonos. El, seguramente, dirá que no hace otra cosa que pensar en los demás. Y no le faltará razón. Cierto que piensa en los demás, sobre todo en <dos suyos», es decir en aquellos seres que considera que forman parte de su vida. Aunque, inevitablemente, ese pensar en los demás, tiene menos de auténtica empatía que de expansión

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egocéntr~ca. «¡No sé qué haría si "mi" hijo muriera!» o «no qruero pensar que "mi" mujer enfermera gra­vemente». "Mi'", recordémoslo, es un pronombre posesivo, que se utiliza para señalar una pertenencia. Por lo que, hasta aquí, ese «pensar en los demás» del indi~idualista ?esesperado no parece que pueda ser cons1derado, s1no, como una mera prolongación del «pensar en sí mismo».

Aunque, ese «pensar en sí mismo» del individua­lista desesperado puede llegar a ser desconcertante. De tan seguro de sí mismo, el individualista desespe­rado es, ante todo, un temerario. ¿Para qué reducir la velocidad si tengo unos frenos magníficos? ¿Por qué no ~delantar en ese final de recta si dispongo de un reprz.re descomunal? ¿Por qué preocuparse por una c?lisión si voy en un todoterreno equipado con un a1rbag de última generación? Recordémoslo: ¡Él­justamente él- sí controla! Y, entonces, las normas de circulación o bien son creadas por incompetentes o bien están pensadas para los mediocres, es decir para los demás, para los que no controlan. Con esta aparente facilidad, el alarmante riesgo objetivo -que se resiste a la manipulación egoica- desapa­rece en la chistera del individualista desesperado, para reaparecer luego en forma de un más tran­quilizador riesgo subjetivo -del que sí es posible autoexcluirse-. No se requieren muchas luces para comprender la insensatez de esa pueril operación de autoengaño. El resultado es sorprendente: quién solo parece pensar en protegerse a sí mismo y a su prop1edad resulta ser su peor enemigo.

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Un peligro para· sí mismo y, por supuesto, para los demás. En eso se convierte el individualista deses­perado, no solo cuando se pone al volante de su auto­móvil. Básicamente por tres motivos, siniestramente complementarios. En primer lugar, porque no atiende a razones --que podrían alertarle de los riesgos que asume y que impone a los demás- sino que única­mente está interesado en satisfacer sus deseos --que, como es sabido, solo toman en consideración aque­llos elementos de la realidad que parecen servir a su propósito-. E1"l:tonces, no hay más sordo que el que no quiere oír. El segundo de los motivos tiene que ver con la entrenada habilidad de la qué dispone el indivi­dualista desesperado para ver la imprudencia ajena e ignorar la temeridad propia. Para él, el riesg? siempre lo generan los demás; por lo que se les debena casngar duramente. Por el contrario, él siempre sabe lo que hace y, por consiguiente, incluso para sus actos más injustificables, se cree en posesión de los atenuantes apropiados para cada situación. Y, por último, aun­que no por ello lo menos importante, la peligrosidad del individualismo desesperado viene dada por el ensimismamiento egocéntrico que la caracteriza que supone una restricción severa de la visión de la rea­lidad. Desde esta perspectiva limitada, el individuo se ve a sí mismo como una entidad diferenciada del resto, es decir de los demás y de lo demás. De manera que sus acciones no pueden contemplar, consciente y responsablemente, los efectos que inevitablemente van a tener más allá de esa ilusoria frontera que sostie­ne la falsa sensación de identidad separada.

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Si le resulta difícil circular, al individualista des­esperado -para seguir aún con el caso del tráfico­con la debida consideración no solo por los riesgos más inmediatos y visibles (colisión, atropello) que asume él mismo sino también por los que impone a los demás, qué decir de aquellos otros daños -menos vi~ib~es aunque no menos catastróficos- producidos ~s1m1smo por la circulación masiva de vehículos par­~culares: la contaminación acústica que ensordece, literalmente, a los habitantes de las grandes ciudades; la ocupación abusiva del espacio público; el impacto brutal en el territorio; el enorme estrés injertado en la vida social; o la letal contaminación atmosférica y su contribución crucial al cambio climático7•

De no ser porque el individualista desesperado contempla emocionalmente anestesiado -con la resignación propia del que debe asumir el precio del progreso- esa carnicería cotidiana a la que denominamos «siniestralidad vial», ¿cómo podría entenderse que se mantuviera inmutable ante esa matanza aún mayor, aunque menos visible, causada por la contaminación atribuible específicamente a la circulación de vehículos a motor? Ojos que no ven, corazón que no siente.

Por consiguiente, más improbable resulta, toda­vía, que nuestro individualista desesperado pueda llegar a reconocerse a sí mismo en la ambivalente

7. Recordemos que, en J ~u ropa, por cada muerte causada por un accidente

de circulaciún se producen más de tres muertes debidas a la contamina­ci{m directamente atrihuihk a los vehículos a motor.

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e inquietante condición de victimario y víctima de la catástrofe humana y ambiental causada por el modelo imperante de transporte de personas y mer­cancías por carretera. Pero, ¿por qué no atrevernos a imaginarlo? La conciencia, como hemos visto, al igual que el cuerpo, se despliega evolutivamente; es decir, puede expandirse gradualmente, volverse más nítida, más comprehensiva, más compasiva. Entonces, recordémoslo también, el individualismo desesperado no viene a definir los rasgos distintivos de un grupo social condenado fatalmente a seguir respondiendo, eternamente, a esas pautas. Se trata, eso sí, de una caricaturización, dado que lo que pre­tende es mostrar los efectos más determinantes, en el proceso psicosocial de producción de (in)seguri­dad de las conductas humanas basadas en la exas-

' peración individualista. La conciencia, sin embargo, no evoluciona mecánicamente. Lo cual resultaría, por cierto, una contradicción en los términos. Por el contrario, constituye una tarea, esforzada y constan­te, consistente en ver con la mayor nitidez posible en cada momento la realidad completa, más allá de la bruma formada por los prejuicios, los conceptos limitados, las creencias, las formas de pensar inade­cuadas y, especialmente, el miedo. Porque, he aquí que la temeridad que caracteriza al individualista desesperado viene acompañada, como su contrapar­te ineludible, de otro rasgo no menos característico de la realidad actual: el temor que acompaña a la producción de inseguridad.

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El temerario atemorizado La sensación de identidad separada, en el indi­

vidualista desesperado, no solo se materializa en un arrogante sentimiento de omnipotencia («¡yo con­trolo!») que, inevitablemente, lo precipita hacia toda suerte de comportamientos temerarios. A su vez, la formación de ese <<yo separado» supone el «olvido» de la realidad última del ser humano -que nos une a todos y cada uno de nosotros, inextricablemente, a la Humanidad y al Universo en un Todo- y, siendo como es el resultado de un falseamiento neurótico de la realidad, produce aislamiento psicológico, genera una fricción constante con uno mismo y con los demás (es decir tensión, conflicto, violencia) y, en última instancia, alimenta un temor difuso (inseguridad) que impregna todos los ámbitos de la existencia.

En realidad, como vimos, el <<yo separado» es una concentración de angustia; concretamente, el temor a su propia muerte o no-ser. El <<yo separado» está condenado a morir, y lo sabe, y se pasa toda su vida tratando inútilmente de evitarlo, mediante la manipulación de su propia existencia subjetiva. El resultado de esta maniobra disparatada, insensata a fin de cuentas_, da lugar a una de las configuracio­nes prototípicas del individualismo desesperado: el temerario atemorizado.

Recurriendo a la técnica de la caricatura -en el sentido de destacar los rasgos que mejor pueden ayudar a comprender una situación paradójica-, la dimensión singular del mundo actual puede con-

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templarse como una mezcolanza grotesca, cuando no simplemente inquietante, de individuos que son adictos al riesgo y, a su vez, hipocondríacos. Entiéndase. Utilizamos aquí la expresión «adicción al riesgo» para poner de manifiesto la inclinación a asumir, de forma persistente, mayores riesgos de los que resultarían intrínsecamente inevitables. Se recurre, asimismo, al término «hipocondría» para referirnos metafóricamente a la preocupación des­mesurada e incluso obsesiva por la seguridad, que no solo se somatiza en una mayor inseguridad sino que también determina la adopéión de medidas de seguridad inapropiadas, desproporcionadas o sim­plemente contraindicadas. Y juntamos copulativa­mente ambos términos --<<adicto al riesgo» e «hipo­condríaco>>-- con el propósito explícito de llamar la atención hacia la, solo en apariencia, contradictoria actitud con relación a la seguridad que resulta propia del individualismo desesperado.

El temerario atemorizado, paradójicamente, logra simultanear una injustificada despreocupa­ción ante ciertos riesgos (en muchos casos, los más graves) con una preocupación exagerada ante otros (con frecuencia los menos relevantes). Sin necesi­dad de rebuscar, podemos pensar en una situación frecuente: una persona a la que le produce pánico la simple posibilidad de subir a un avión (el riesgo de muerte es de 1 entre 10 millones), no se inmuta viajando a diario en automóvil (1 entre 5.900) o, cada vez más, en moto (1 entre 1.000) y, en no pocas ocasiones, mantiene el hábito letal de fumar más de

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veinte cigarrillos diarios (cuyo riesgo de muerte es de 1 entre 200)H.

Asimismo, en un mundo como el actual, en el que ocupa un lugar tan preponderante el miedo, podría sorprender el éxito de los «deportes extre­mos» -que obtienen esa denominación por su real o aparente peligrosidad o por las condiciones difí­ciles o extremas en las que se practican- no solo entre el público sino también entre los comerciantes de bebidas, alimentos, complementos alimenticios o incluso de tabaco. Entre estos deportes podemos

S. Diversos estudios hechos en paises gue tradicionalmente han impulsado

estas investigaciones -como los Países Bajos o los J \stados Unidos, en

los <-]Ue esta cuestiún está muy ligada a los seguros- han llevado a la

conclusión <-]U e 1 O_,., es un valor de riesgo guc no preocupa al individuo

medio. Es el riesgo asociado a catástrofes naturales: caída de rayos,

picadura de insectos, inundaciones, etcétera. La gente cree gue es un

riesgo gue corresponde a accidentes gue solo pueden ·su cederles a otras

personas. Casal ofrece una serie de valores de riesgo individual de muerte

por diferentes causas en Gran Bretaña y los Estados" Unidos, extraídos de diversas estadísticas:

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encontrar: carreras automovilisticas y motociclistas, surf, barranquismo, bungee o caída libre, carreras de supervivencia o raids, descenso de ríos o f?ydrospeed, escalada en hielo, escalada en roca en libre, paracai­dismo, esquí extremo, snowboard extremo, para­pente, patinaje agresivo, submarinismo a pulmón libre, puenting y otras candidaturas al suicidio. Pero también debería aplicarse el calificativo de extremo a todos aquellos deportistas que están practicando su deporte en unas condiciones de creciente exigencia competitiva que pueden convertir -por la gene­ralización del dopaje, por ejemplo- una práctica deportiva normal e incluso masiva en una actividad de gran riesgo para la salud de sus practicantes, ya sean montañistas, atletas, gimnastas, ciclistas u otros.

Sin embargo, al mismo tiempo que se expan­den las conductas arriesgadas, aumenta también el interés por la protección económica de bienes o personas ante posibles daños que pudieran sufrir en el futuro. Por ello, se aseguran todo tipo de cosas -tanto materiales (coches, viviendas, negocios, etcéte­ra) como inmateriales (perjuicios económicos, para­lización de actividad, etcétera)-, además de la vida y el patrimonio. Son innumerables, pues, los objetos posibles de un contrato de seguro: de accidentes, de asistencia de viajes, de automóviles, de enfermedad, contra incendio, de orfandad, contra robo, de trans­porte, de vida, de intereses, de personas. Pero tam­bién, aunque menos comúnmente, resulta incluso factible asegurar lo más impensable, desde una parte del cuerpo hasta el resultado de un sorteo.

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Otro rasgo no menos llamativo del temerario atemorizado consiste en que teme a quién no debe y se confía ante quién debería precaverse. Es sabido y no solo por los investigadores policiales que la inmensa mayoría de los homicidios son cometidos en el interior del hogar, bien por un familiar, bien por un conocido cercano de la víctima. Esto no impide que siga plenamente vigente en el imaginario colectivo el ancestral temor al extraño y, asimismo, la evitación de determinados lugares públicos cuando se trata de adoptar medidas elusivas dictadas por el miedo a ser asesinado. En otras palabras, la futura víctima pre­tende alejarse del peligro imaginado (el amenazante extraño .agazapado en una lúgubre esquina) refugián­dose en su tasa (de hecho, el ámbito más propicio a los homicidios) en compañía de sus familiares Oos principales candidatos a cometer estos crímenes).

Adicto a la estrategia del avestruz9, el temerario

atemorizado se preocupa de lo que le asusta más que de lo que le amenaza. Y, por consiguiente, antepone la sensación de seguridad a la seguridad efectiva. ¿Deberíamos concluir que esta actitud ante el riesgo constituye una arbitrariedad incomprensible? No necesariamente. Primar, en la búsqueda de seguri­dad, ahuyentar el temor a afrontar el peligro cons­tituye una estrategia tan insensata como, en última

9. l ,a expresión «estrategia del avestruz» se utiliza aquí para designar la pri­

macía acordada, en la húsLllleda individual de seguridad, a la sensación de

seguridad en detrimento de una seguridad efectiva.

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instancia, congruente con el modo de vida propio del individualismo desesperado.

El depredador energético La exacerbación del individualismo que caracte­

riza la realidad actual no solo cristaliza, sin embargo, en esa peculiar configuración pr~totípica -. a la que hemos denominado «el temerano atemonzado»­que consiste en esta mezcolanza parad~jica de adic­ción al riesgo e hipocondría que ~ontnbuye, en. ~o poca medida, al proceso psicosoctal de produccton de inseguridad. .

En efecto, la inclinación a asumtr, de forma reiterada, mayores riesgos de los que resultarían intrínsecamente inevitables constituye, juntamente con el miedo10

, los componentes esenciales de un_a existencia psicológicamente aislada. Fruto de la esct­sión egocéntrica, la adicción al rie~go_ v_iene dada por la preeminencia imperiosa, en elt~dtvtduo desespe­rado, del ansia de poder obtener nquezas, honores, reconocimiento, placer y, en definitiva, superio:idad sobre los demás. Y, a su vez, el correspondtente miedo a no poder asegurarse la satisfacción constan­te de los deseos en el futuro cristaliza en forma de inseguridad crónica y, en su expresión extrema, en actitudes hipocondríacas.

10. «"Miedo" es el nombre gue damos a nuestra "incertidumbre": a nuestra

"ignorancia" con respecto a la amenaza y a lo gue hay gue "hacer" -a lo

gue puede y no puede hacerse- para detenerla en seco, o para combatirla, si pararla es algo gue está ya más allá de nuestro alcance.» (Bauman, 2007).

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El ansia de poder, en el individualista desespe­rado, conlleva -como hemos visto- la fe en que los otros seres deben, por naturaleza, sacrificarse por nosotros; puesto que la satisfacción de «mis» deseos constituye la piedra angular de una existencia psicológicamente aislada. Ciertamente, solo el ansia de poder parece capaz de impulsar al individuo a sobrepasar el límite del esfuerzo requerido para obtener lo verdaderamente necesario para vivir -alimento, ropa, resguardo- y a creerse obligado a competir constantemente con todos los demás, solitaria y encarnizadamente, para acumular la mayor cantidad posible de recursos -no solo materiales, sino también informacionales-, pero también de reconocimiento y, en definitiva, en forma de sensa­ción de seguridad.

El «yo separado» supone, como ha quedado dicho, el «olvido» del vínculo que nos une a la Humanidad y al Universo en un Todo. Ese olvido crucial, en la esfera de la conciencia, constituye una forma de falseamiento neurótico de la realidad que condena al individuo a perseguir desesperadamente la realización personal a través del reconocimien­to -en todas sus expresiones- obtenido de los demás.

Así pues, el individuo egocéntrico, necesita aca­parar la atención constante de los demás, ya sea en forma de comprensión, de entrega y, en definitiva, de reconocimiento. Lo cual resulta lógico, pues­to que se trata en buena medida de una habilidad aprendida y desplegada en una etapa del desarrollo

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humano -la runez- caracterizada por un nivel todavía incipiente de conciencia y es, por tanto, en este estadio temprano de evolución que el cachorro de depredador aprende a lograr que los demás, espe­cialmente los más próximos, se preocupen específi­camente de él, le consagren su tiempo, se esfuercen por entender sus deseos y se apliquen cuidadosa­mente a satisfacerlos de la forma apropiada. Que lo hagan movidos por el afecto o bien por el cálculo interesado e incluso por el temor, llegado el caso, puede resultar irrelevante para la expansión incesan­te e insaciable de ese <<yo separado» que convierte al individualista desesperado en un voraz depredador de energía humana.

Como si de un videojuego se tratara, la trayec­toria del depredador energético se mide en unidades de tiempo, de afecto, de entrega, de comprensión, de reconocimiento o de temor obtenidos de los demás. ¿En qué consiste la dificultad del juego? El individualismo desesperado, recordémoslo una vez más, no describe una patología que pueda atribuirse, reductivamente, a un grupo aislable de individuos, sino que constituye una caracterización de una fase evolutiva en el desarrollo del potencial humano. Lo cual significa que no solo a escala local, sino también globalmente, una multitud de depredadores compi­ten ferozmente entre sí con el propósito común de lograr la mayor cantidad posible de la energía huma­na disponible.

De esa lucha cruenta -en la que únicamente sirve ganar- emergen, selectivamente, las nuevas

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castas de los más ricos, los más poderosos, los más atractivos, los más elegantes, los más inteligentes, los más habilidosos, los más fuertes, los más resistentes los más creativos, los más populares; pero tambié~ los más feos, los peor vestidos, los más crueles, los más temidos o los más odiados. Todo vale, con tal de ser «el más»: obtener el Premio Nobel o resultar vencedor en un reafiry .rhmv, proclamarse miss univer­so o gozar de un dudoso protagonismo en la crónica negra. Y a sea aterrorizando o seduciendo, dominan­do o manipulando, lo que parece estar siempre en juego para el depredador de energía humana es con­vertirse en un imán capaz de atraer -cuanto más mejor- la mirada de los demás y, con ella, el refor­zamiento de su sensación de identidad separada.

Esta estrategia de poder -consistente en mani­pular a otras personas con el propósito de obtener una energía suplementaria que creemos necesi­tar-, produce una indudable sensación de euforia momentánea al depredador que captura una presa. Sin embargo, ese efímero goce individualista -equi­parable, probablemente, a los efectos euforizantes del alcohol o la cocaína- apenas logra encubrir el sufrimiento que genera -no solo en la víctima sino también en el victimario- esta competencia avari­ciosa, necesariamente conflictiva y finalmente insen­sata, por acaparar más energía de la que realmente cada uno necesita para vivir.

Los efectos destructivos de ese vasto juego de dominación, en el ámbito de las interrelaciones per­sonales, se hacen cada día socialmente más visibles y

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con ello menos tolerados mediante la proliferación de distintas formas de violencia que, sin embargo, vienen a expresar un mismo conflicto básico: la com­petencia por la energía humana. A modo de seísmo, cuyo epicentro se ubica en el conflicto interno que estremece -es decir tensa y a la vez atemoriza­al individuo aislado psicológicamente, los efectos devastadores de esta estrategia de poder se expanden, en círculos concéntricos, desde el núcleo básico de las relaciones familiares hasta la esfera universal. Y a sea en la pareja, la familia, la escuela o el trabajo, la pre­sión ejercida sistemáticamente, de forma consciente o bien inconsciente, por un individuo sobre otro con el fm de obligarlo -ya sea mediante métodos persuasivos, seductores o amenazadores- a actuar no según su propia conveniencia sino conforme al capricho del depredador, tarde o temprano y de una u otra forma cristaliza en violencia.

Sin perder de vista que esta estrategia de domi­nación se trata de un recurso generalizado -que, sin embargo, acostumbramos a imputar exclusivamente al «otro>>- y, por consiguiente, que determina la confrontación inevitable entre voluntades contra­puestas de dominación. O, dicho, en otras palabras: lo que yo pretendo obtener de los demás es lo mismo que los demás quieren conseguir de mí. N o cabe, entonces, más que competencia encarnizada por la energía humana, conflictos incesantes que se materializan en múltiples formas de violencia, vencedores y vencidos, agravios y venganzas en un círculo perverso que tiende a perpetuarse.

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El resultado de todo juego de poder suma siem­pre cero y, por consiguiente, lo que se lleva el gana­dor lo obtiene, fatalmente, del perdedor. Nadie gana si alguien no pierde. De manera que la lucha por la energía humana nos conduce, inevitablemente, a un callejón sin salida: los perdedores se ven privados de los recursos necesarios para la existencia, en tanto que los vencedores acumulan mucho más de lo que son capaces de consumir. Con lo cual, mientras unos malviven, enferman y mueren a causa de la desnutri­ción, los otros se pudren por exceso. Pero también, en el plano psicológico, el resultado de esta lucha de poder nos precipita hacia una situación no menos explosiva: en tanto unos pocos individuos consiguen captar la atención de los demás -con la máxima acumulación posible de popularidad, dinero, presti­gio, influencia, poder en definitiva- los más deben contentarse con el papel de meros espectadores de un festín de gloria -exacerbado por la industria global del entretenimiento- al que no son invitados a participar.

El perdedor radical En el escenario global, el éxito de los depreda­

dores de energía humana cristaliza en una ostentosa acumulación de dinero, reconocimiento y poder en manos de una relativamente reducida constela­ción de directivos de corporaciones multinacionales, modistos y modelos de alta costura, deportistas de elite, especuladores financieros, políticos y altos fun­cionarios internacionales, estrellas cinematográficas,

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músicos y cantantes, banqueros, traficantes de seres humanos, drogas y armas. Entre los restos humean­tes de esta inacabable lucha por el poder --de la que solo unos pocos parecen resultar momentáneamen­te indemnes- emerge, por doquier y cada día más desafiante, la lúgubre figura del perdedor radical.

En una inquietante secuencia, Enzensberger ubica al perdedor radical extramuros del conti­nuo, integrado por los descabalgados del llamado progreso, que enlaza al fracasado -al que solo le queda resignarse a su suerte-, a la víctima -que únicamente reclama satisfacción- y al derrotado -que se prepara para el siguiente asalto-. Más allá, mucho más allá, el perdedor radical se invisibiliza socialmente, incuba su rabia irreductible y aguarda estoicamente a que llegue su momento.

En la antípoda del ganador radical, el perde­dor radical se nos aparece, convertido en pesadilla, como la plasmación extrema de los peores presa­gios contenidos en la expansión del individualismo desesperado y, en particular, de la guerra sin cuartel por capturar la energía de los demás. A diferencia del fracasado, el perdedor radical descarta cualquier forma de resignación. Por su parte, no le une con la víctima la modesta expectativa de obtener una sim­ple reparación y, probablemente, incluso la detesta por lo que considera un rasgo indudable de pusilani­midad. Y no puede, bajo ningún pretexto, admitir el limitado horizonte del derrotado, que no le permite ver más allá del próximo asalto. Ni resignado, ni pusilánime, ni limitado, la figura del perdedor radical

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da nombre al individuo dispuesto a todo hasta las últimas consecuencias.

Nada más inquietante que un individuo dis­puesto a todo hasta las últimas consecuencias. Y nada que hacer, realmente efectivo, para evitarlo; ni siquiera, quizás, para predecirlo. ¿Quién hubiera podido imaginar que ese vecino ejemplar, discreta­mente amable, cumplidor estricto de las normas de convivencia cívica y siempre al corriente en el pago de las cuotas de la comunidad de vecinos, estaba tan cerca de dirigirse al armario del dormitorio, esa tarde en apariencia como cualquier otra, desenvolver y cargar la vieja escopeta de caza, caminar lentamente hacia la cocina, apuntar por detrás a la cabeza de su esposa, mientras ésta preparaba la cena, y dispararle sin parpadear? O, ¿qué decir ante el horror perpe­trado, en las aulas y en los pasillos de un instituto de enseñanza media, por un joven que ha sido com­pañero de curso de esos chicos y esas chicas, desde hace años y hasta ahora mismo, cuyos cuerpos yacen inertes, ensangrentados, sin haber tenido tiempo de comprender porque les han disparado?

La dificultad para predecir el momento y el lugar, incluso la forma, en que finalmente habrá de producirse la eclosión violenta -y casi siempre sorprendente- del perdedor radical no le convierte, sin embargo, en una figura excepcional. En absolu­to. Más que señalar una patología rara, que se pre­sentaría a través de unos síntomas que permitirían identificar a quién la padece, la figura del perdedor radical constituye una caracterización prototipica de

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los efectos más aparatosos, y por ello también más visibles, de la exasperación individualista.

Sometido a una presión social extrema -sea real o percibida-, el perdedor radical se forja al mismo ritmo que va perdiendo la esperanza de encontrar su lugar en el mundo. Con toda proba­bilidad, de todas las formas de exclusión social que puede sufrir un individuo, el perdedor radical expe­rimenta la más implacable. Y, una vez abandonada toda esperanza, ¿qué puede evitar que el individuo desesperadamente dispuesto a todo se convierta en una auténtica bomba de relojería?

La energía que impulsa al perdedor radical es, esencialmente, autodestructiva. El aislamiento psi­cológico, la desesperanza y la frustración convierten al perdedor radical, ante todo, en un firme candidato al suicidio. Podrá cumplir esa aciaga profecía antes o después y ejecutarla con aparatosidad o bien con discreción. No hay que olvidar, sin embargo, que al perdedor radical, a medida que le abandona la espe­ranza le inunda una rabia incontenible. Y esa rabia irreductible difícilmente se logra encauzar hacia un propósito, únicamente, suicida. Son muchos los culpables y muy profundos sus agravios como para que permita que queden impunes. Y menos ahora, es decir en el instante crucial en el que el simple fra­casado, la víctima, el derrotado se han convertido en un perdedor radical y, por consiguiente, en el indi­viduo que está desesperadamente dispuesto a todo.

El perdedor radical ya no se conforma con menos. Y a no. La desorbitada acumulación de rabia,

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tan larga y dolorosamente incubada en la soledad y la amargura, ya no permiten menos que arrasar con todo. Destruir la propia vida y la de los demás, por supuesto. Pero no siempre resulta suficiente. Hay que darle -al mundo- una lección, graba­da a fuego, que no pueda olvidar jamás. Ese es el momento culminante al que aspira, para el que se prepara incluso antes de saberlo, el perdedor radical.

Y, ¿qué ocurre -como se pregunta Enzensberger- cuando el perdedor radical supera su aislatniento, cuando se socializa y encuentra una patria de perdedores en la que se siente aceptado, comprendido, útil? De esa perspectiva inquietante nos deberemos ocupar, sin embargo, más adelante.

5. La búsqueda individual de seguridad

La búsqueda individual de seguridad constituye, de hecho, una contradicción en los términos y la per­sistencia insensata en este despropósito solo puede terminar convirtiéndola en parte del problema más que de la solución.

Hemos visto como el individualismo desespe­rado se forja, de dentro hacia fuera, en la fricción interna entre deseos incompatibles entre sí y, a su vez, entre deseos y deberes; y, en última instancia, por la resistencia numantina a aceptar la realidad incomprensible de la muerte. Inevitablemente, esta fricción constante genera una gran tensión que se acumula en forma de ansiedad y que requiere,

UNiVERSlDAD DE ANTIOQUIA

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imperativamente, ser descargada regularmente. Ahi radica, en definitiva, el conflicto originario.

A su vez, de fuera hacia dentro, el individuo contemporáneo se ve sometido al doble acoso de la globalización homogeneizadora y de la reacción particularista. Ante esa acometida, el individuo se parapeta en la sensación de identidad separada Oa escisión egocéntrica) y, para ello, traza una frontera psicológica que le permita salvaguardar -ilusoria­mente, claro está- todo lo que considera que da sentido a su existencia y, de esta forma, alejarse de la muerte. Esa frontera originaria, como cualquier otra, constituye el ámbito propio del conflicto y, por consiguiente, solo puede proporcionarle un sucedá­neo de seguridad que, en realidad, se convierte en la principal fuente de su inseguridad.

Esta estrategia del avestruz, lejos de aportar la anhelada seguridad individual, supone un alejamiento imprudente de la conciencia de la propia vulnerabili­dad tanto como del peligro que supone, el individua­lista desesperado, no solo para sí mismo sino tam­bién para los demás. Y es que, con toda probabilidad, no existe peor -por contraproducente- estrategia de seguridad que la dictada por el desconocimiento del problema que pretende resolver, por la incons­ciencia acerca de los factores que lo alimentan, por el autoengaño que supone preferir una falsa sensación de seguridad a una aceptación lúcida y valerosa de la inseguridad; en definitiva, por la irresponsabilidad que permite considerarse a uno mismo como parte de la solución y en ningún caso del problema.

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La paradójica conversión de la búsqueda indivi­dual de seguridad en factor principal de inseguridad se materializa, de forma específica, en cada una de las distintas configuraciones psicosociales a que da lugar la exacerbación individualista y que hemos visto en el punto anterior. Así, en la figura del teme­rario atemorizado, la inclinación a asumir mayores riesgos de los que resultarían realmente inevitables precipita al individualista desesperado hacia toda suerte de comportamientos imprudentes pero, al mismo tiempo, esa adicción al riesgo debe convivir problemáticamente con una preocupación desmesu­rada e incluso obsesiva -a modo de hipocondría­por la seguridad. Por su parte, la caracterización del depredador energético pone de manifiesto el absur­do problema de inseguridad real provocado por la competencia avariciosa por acaparar la energía: los perdedores se ven privados de los recursos -mate­riales y psicológicos- necesarios para su existencia, en tanto que los vencedores acumulan mucho más de lo que son capaces de digerir. Finalmente, cotno la plasmación extrema de los peores augurios de inseguridad contenidos en la expansión del indivi­dualismo desesperado, más allá del simple resenti­miento e incluso de la exigencia de reparación o del deseo de venganza, la inquietante figura del perde­dor radical da nombre al individuo dispuesto a todo hasta las últimas consecuencias.

En todo caso, la búsqueda individual de segu­ridad, siendo como es la estrategia propia del indi­vidualismo desesperado, es incapaz de aportar una

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respuesta sólida y sostenible a la necesidad de garan­tizar la preservación de los elementos que resultan esenciales para el pleno despliegue del potencial humano. Más temprano que tarde, los esfuerzos por escapar individualmente del peligro se revelan inoperantes, cuando no contraproducentes y, en no pocas ocasiones, trágicos. A ello contribuye enor­memente, cabe recordarlo, que esas estrategias ego­céntricas están dictadas por el temor o, en su caso, por el pánico. De hecho, ¿cuál es la escalofriante pauta de conducta que causa una masacre en los intentos multitudinarios de escapar de un incendio -ni siquiera necesariamente importante- en la oscuridad de una discoteca? U na multitud presa del pánico solo tiene un objetivo en mente: escapar lo más rápidamente posible. Y, para ello, la fuerza de una multitud se ha revelado capaz de derribar muros y doblar obstáculos de acero (Ball). Cualquier inci­dente puede activar el pánico y generar una autén­tica estampida, convirtiendo de esta forma a una multitud de individuos en una masa gregariamente precipitada hacia lo que se supone una salida y, en realidad, habrá de resultar, con la máxima probabi­lidad, en una muerte espantosa por aplastamiento.

En efecto, la simple agregación de una multipli­cidad de esfuerzos individuales no solo no garantiza el logro del bien intrínsecamente colectivo de la seguridad, sino que puede llegar incluso a compro­meterlo gravemente. Dicho en otras palabras, cuan­to más esfuerzo por lograr una seguridad individual de uso exclusivo, mayor tensión, mayor conflicto

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y confrontación con los demás que compiten, en un espacio común, por lograr la misma quimera y, por consiguiente, mayor inseguridad para todos. Sin embargo, no es necesario aguardar a que ocurra la tragedia excepcional para constatar los resultados funestos de la búsqueda individual de seguridad. Y no hay que ir, tampoco, muy lejos.

La mercantilización de la seguridad La ciudad actual se ha convertido, como dice

Castells, en un espacio despersonalizado y racio­nalizado, expuesto a una exacerbación del indi­vidualismo como única defensa posible ante un desequilibrio general motivado por la multiplicidad de pulsiones contradictorias. Esta exasperación indi­vidualista conlleva que cada persona puede mezclar­se con las otras y apenas verlas, tocarlas, pero no sentirlas; existe solo en sí misma y para sí misma. Lo cual se debe a una paradoja propia del orden urbano: la ciudad supone una densificación enorme de las relaciones sociales y, sin embargo, una ruptura brutal de aquel vínculo orgánico que unía a los individuos. De manera que, estos nuevos territorios de la globa­lización, reproducen esta forma de individualistno desesperado que viene marcado por el aislamiento psicológico y que, a su vez -remarca Putman-, destruye el capital social sin el cual no es posible el buen funcionamiento de la sociedad civil y, en defi­nitiva, de la democracia.

En medio de este territorio inhóspito, la crea­ción de auténticas burbujas de seguridad, surgidas

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de la segregación social y espacial caracteriza, cada dia más, la vida de las grandes ciudades en el mundo. Como consecuencia de la creciente utilización de la inseguridad como argumento importante del mar­keting inmobiliario, se está transformando la mor­fología de algunas de las más importantes ciudades que se han empeñado en crear «Zonas residenciales de supresión de riesgos» solo al alcance de las clases acomodadas. Estas comunidades cerradas (gated communities), de inevitables resonancias neofeudales, responden inicialmente a un intento de las clases sociales acomodadas de reunirse y fortificarse a fin de aislarse de una realidad social que se percibe como irremediablemente peligrosa.

Esta estrategia de seguridad, basada en cerrar el espacio público como si ésta fuese la causa de la inseguridad urbana (Borja), aunque no logre modi­ficar las tasas de delincuencia (seguridad efectiva), consigue que los residentes de estas comunidades cerradas se sientan momentáneamente más seguros (sensación de seguridad). En contrapartida, este afán por perseguir una seguridad ilusoria, va gene­ralizando una ciudad dual en la que, por una parte, proliferan las urbanizaciones blindadas, ocupadas por clases altas y medias, en las que sus habitantes se aíslan y tratan de protegerse tanto de <dos otros» como de sus propias fobias, imaginarias o reales; y, por otra, se dejan abandonados a su suerte los subur-

. bios y tugurios «sin ley». Este sistema de reasignación forzosa de riesgos

consiste, por un lado, en asegurar -a través de la

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mercantilización de la seguridad 11- a una peque­

ña parte de la población, en una parte altamente protegida del territorio, el disfrute ilimitado de las libertades ofrecidas por el mercado; y, por el otro, en imponer inapelablemente al resto de la población, en el resto desprotegido de ese mismo territorio, el padecimiento de la contraparte del progreso econó­mico: los riesgos, los conflictos, la inseguridad.

Sin embargo, como el deseo, el miedo es insa­ciable. Y, en el mercado de la seguridad, ningún nivel de protección, por elevado que pueda parecer, jamás resultará suficiente. Entonces, la búsqueda de seguridad impulsada por el temor no se satisface con el logro de un nivel razonable -y, por consi­guiente, siempre limitado- de protección ante los riesgos propios de la vida en comunidad. Así pues, la búsqueda individual de seguridad en el mercado de consumo masivo y compulsivo no pretende tanto satisfacer una necesidad real -obtener un nivel razonable de protección- como alimentar un deseo -ahuyentar el miedo. Por consiguiente, el marke­ting de la industria privada de la seguridad se dirige a ofrecer, cada vez más sensación de seguridad que no seguridad efectiva a unos sectores sociales atrapados neuróticamente en los propios miedos.

En última instancia, la mercantilización de la seguridad transforma a los ciudadanos en consu­midores de servicios de seguridad, lo que impacta,

11. El fenómeno de la mercantilizaciún de la seguridad se desarrolla en

Curhct, 2009.

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por supuesto, en la policía pública. De manera que la policía resulta desgarrada por la acción de fuerzas contradictorias. Así, por un lado, el rigor presupues­tario impuesto por la gobernanza neoliberal restringe la capacidad estatal para desarrollar políticas públicas de seguridad; por el otro, las organizaciones públicas de policía son arrastradas <<hacia arriba>> a fin de poder combatir mejor el crimen organizado y el terrorismo transnacionales. Y, entonces, los vendedores priva­dos de seguridad se afanan en denunciar el déficit local de seguridad que presenta la oferta estatal y, por consiguiente, encuentran ahi el elemento central de la estrategia de marketing que viene insuflando el crecimiento espectacular de la industria privada de la seguridad. La paradoja radica en que esta inter­vención privada, lejos de suponer una reducción de la inseguridad objetiva, alimenta la inseguridad sub­jetiva que, a su vez, genera una mayor demanda de seguridad. El círculo vicioso está cerrado.

No puede sorprender, entonces, que el merca­do mundial de la seguridad comercial --dominado por un pequeño grupo de empresas multinacionales que constituyen redes de seguridad transnacionales complejas- esté viviendo, desde hace años pero especialmente a partir de 2001, un crecimiento espec­tacular sostenido en todo el mundo. Según los datos aportados por Haas, el sector privado de la seguridad creció dos veces más rápido (8-9°/o, desde 2001 hasta 2005) que el conjunto de la economía mundial ( 4°/o, en 2005). Hasta el punto que, actualmente, la industria privada de la seguridad, ha dejado de ser una actividad

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económica secundaria y poco prestigiada, para situar­se entre los sectores económicos más importantes ~ escala mundial y, como hemos visto, con un ritmo de crecimiento más importante: con 325 mil millones de euros, facturados en el año 2005, la industria privada de la seguridad se situaba a tan solo la mitad del total de la industria mundial del automóvil.

6. Aceptar la inseguridad

Únicamente una aceptación sin reservas de la inseguridad inherente a la existencia, por efecto de la ley del esfuerzo invertido, nos puede aportar auténtica seguridad. Claro está, ello significa asumir plenamente que vivimos una existencia finita, llena de percances y cuyo final inevitable es la muerte. Y actuar en consecuencia, por supuesto.

Esta realidad evidente, sin embargo, es negada hasta el absurdo por el individualista desesperado. Tanto más en sus pensamientos y en sus actos que en sus palabras, el individualista desesperado sostie­ne contra viento y marea la ilusión pueril consistente en desconocer la condición intrínsecamente insegu­ra de la existencia.

Desde esta perspectiva ilusoria, la inseguridad aparece inevitablemente como un suceso imprevi­sible, un accidente, cuando no una catástrofe y, en todo caso, como una anomalía existencial de la que hay que alejarse cuanto antes mejor. Y es que, para el individualista desesperado, el estado natural de

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una existencia ajustada a sus deseos solo puede ser, tautológicamente, la plena y constante satisfacción de todos y cada uno de sus deseos. Por lo que, en esta peculiar visión de la vida, no cabe lo imprevis­to y aún menos lo indeseado, el contratiempo, la enfermedad, el dolor, el miedo y, en última instancia aunque omnipresente, la muerte. "¿Por qué a mí?" se constituye en el mantra con el que el individualista desesperado pretende, una y otra vez, ahuyentar el maleficio de los sucesos indeseados.

Esta actitud pueril ante la inseguridad conlleva, ineludiblemente, darle la espalda al problema que nos inquieta. Lejos de aportarnos ninguna solución real, esta táctica evasiva nos aleja de la realidad que se hace visible con esta forma inquietante que siempre adopta el suceso imprevisto, impactante, duro, incomprensible. Y, alejándonos del problema, ¿cómo podríamos hallar la solución?

La búsqueda individual de seguridad es, por tanto, un intento de escapar de la inseguridad. Buscar las llaves no dónde se han perdido sino dónde hay más luz. No hace falta insistir: se trata de un esfuerzo condenado al fracaso. Lo cual no impide que, el indi­vidualista desesperado, se aplique con una tenacidad digna de mejor empeño a esta tarea sísifica12 --es

12. En la mitología griega, Sísifo fue fundador y rey de Corinto. Fue pro­motor de la navegación y el comercio, pero también avaro y mentiroso. Recurrió a medios ilícitos, entre los que se contaba el asesinato de via­

jeros y caminantes, para incrementar su riqueza. Desde los tiempos de 1 Iomero, Sísifo tuvo fama de ser el más astuto de los hombres. Cuando

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decir, absurda pero inevitable- como si en ello le fuera la vida.

La persistencia en esta búsqueda de seguridad, que nos aleja de la fuente de la inseguridad, no solo resulta infructuosa sino también contraproducente. Como todo esfuerzo sostenido que, sin embargo, jamás logra su propósito, la búsqueda individual de seguridad alimenta la tensión interna y la frustra­ción del individualista desesperado. Obcecado en la creencia de que no existe otra forma de enfrentar la inseguridad, ante cada nuevo fracaso, es incapaz de cuestionar la visión egocéntrica que determina sus ineficientes estrategias de seguridad.

Tánatos fue a buscarle, Sísifo le puso grilletes, por lo gue nadie murió hasta que Ares vino, liberó a Tánatos, y puso a Sísifo bajo su custodia.

Pero Sísifo aún no había agotado todos sus recursos: antes de morir

le dijo a su esposa que cuando él se marchase no ofreciera el sacrificio habitual a los muertos, así que en el infierno se guejó de que su esposa

no estaba cumpliendo con sus deberes, y convenció a 1 Iades para que le

permitiese volver al mundo superior y así disuadirla. Pero cuando estuvo de nuevo en Corinto, rehusó volver de forma alguna al inframundo, hasta

que allí fue devuelto a la fuerza por 1 Icrmes. 1 \n el Tártaro, Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta

arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia ahajo, y Sísifo tenía que empezar

de nuevo desde el principio. El motivo de este castigo no es mencionado por Homero, y resulta oscuro (algunos sugieren que es un castigo irónico

de parte de Minos: Sísifo no guería morir y nunca morirá pero a cambio de un alto precio y no descansará en paz hasta pagarlo). Según algunos, había revelado los designios de los dioses a los mortales. De acuerdo con

otros, se debió a su hábito de atacar y asesinar viajeros. También se dice

aun después de viejo y ciego seguiría con su castigo.

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Con todo, la desesperación max1ma constitu­ye, paradójicamente, el momento crucial para la evolución consciente. La regla básica de la evolu­ción consiste, justamente, en que cada uno de los estadios -por su propia lógica interna- debe ser desarrollado plenamente y, una vez alcanzado su techo, no cabe sino seguir desplegando el potencial en un nivel inmediatamente superior. Así, como la serpiente muda la piel que limita su crecimiento, en el ser humano, el niño se transforma sucesivamente en adolescente, en joven, en adulto y en anciano. También la conciencia se despliega en oleadas que, integrando la precedente, se abre a una visión cada vez más nítida, es decir más amplia y profunda, de la realidad.

La visión de la inseguridad propia del estadio egocéntrico se despliega en una fase muy limitada de la expansión de la conciencia y, por consiguien­te, alcanza pronto su techo. Esto no desmiente, en absoluto, la importancia crucial de dicho estadio evolutivo. En otras palabras: el final del recorrido de la búsqueda de «mi» seguridad abre la puerta a la emergencia de una preocupación por «nuestra>> seguridad. De manera que, una vez completada la evolución, el nuevo estadio integra al precedente («mi» seguridad) en otro jerárquicamente superior («nuestra>> seguridad). En este caso se trata de un estadio jerárquicamente superior debido, precisa­mente, a que se muestra capaz de incorporar los resultados logrados en la fase anterior Qa preocupa­ción exclusiva por «mi» seguridad) y, a su vez, per-

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mite el despliegue de nuevas y mayores capacidades Qa búsqueda de «nuestra» seguridad).

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Capítulo II

EL HORMIGUERO ENLOQUECIDO

La conciencia individual no existe en el vacío, sino que se halla inextricablemente inmersa en un sistema integrado de valores, creencias y conductas que asociamos con el fenómeno de la cultura. Por ello, Neumann advirtió que la realidad del mal que asalta al individuo no procede solo de su realidad individual, sino que se proyecta también como ela­boración propia de una situación colectiva. La trage­dia de un individuo, pongamos por caso, que asesina a su mujer es el escenario en el que la comunidad lleva a su desenlace fatal el conflicto derivado del cambio ·en las relaciones entre los sexos; problema cuya significación y efectos son colectivos y trascien­den el conflicto individual. Y, al mismo tiempo, las fuerzas creadoras del inconsciente que, en el sujeto, señalan nuevas vías, no son solo sus fuerzas indivi­duales, sino la configuración subjetiva del aspecto creador de la comunidad, es decir del inconsciente humano común.

Sin embargo, esta conexión íntima entre las esferas individual y colectiva de la realidad humana, según Neumann, no parece haber enraizado sufi­cientemente todavía en este mundo dualísticamente

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escindido. Esto impide la comprensión de la unidad intrínseca de la existencia, en la que cada individuo es un órgano de la comunidad cuya común estruc­tura lleva en su inconsciente colectivo propio y en la que lo colectivo no es una abstracción, sino la uni­dad efectiva de todos y cada uno de los individuos en los cuales está representado. Por lo que la inquie­tante realidad del mal, en sus múltiples materializa­ciones, resulta incomprensible desde esta conciencia fragmentada.

De manera que el individuo, ese ser social que no podría vivir sin los demás, es también un ser único e irrepetible. Lo cual explicaría que el desa­rrollo humano de cada individuo requiera la cul­minación consciente del proceso de individuación tanto como del de socialización. Recordemos que, por la individuación, el ser único que habita en cada ser humano está llamado a aflorar plenamente, a desplegarse conscientemente en todo su potencial evolutivo, a culminarse responsablemente como un individuo íntegro, de una sola pieza. Y que, a su vez, por la socialización, el desarrollo consciente y res­ponsable del individuo se produce en interrelación íntima y constante con el resto de los individuos, en unos contextos culturales y sociales específicos.

La condición humana se completa, pues, por el despliegue introspectivo del potencial del qué dispo­ne cada individuo -proceso de individuación- y, a su vez, por el desarrollo de todas las posibilidades de acción que ofrece la dimensión colectiva de la exis­tencia humana para trascender los límites impuestos

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por el egocentrismo -.-proceso de socialización-. Aunque cabe preguntarse: ¿qué es primero, el huevo (la introspección) o la gallina (la acción)? Capra nos recomienda no olvidar que la acción humana se origina a partir del significado que atribuimos a nuestro entorno. Ciertamente, el comportamiento de cualquier sistema vivo está constreñido, pero no determinado, por fuerzas externas a él. Sin embargo, la autonomía de los sistemas vivos no debe ser con­fundida con su independencia; puesto que los orga­nismos vivos no están aislados de su entorno, sino que interactúan continuamente con él. De manera que necesitamos comprender constantemente el significado de nuestro mundo interno, así como el de nuestro entorno y nuestras relaciones con otros seres humanos, y obrar de acuerdo con esa com­prensión. Es decir, el huevo (la introspección) es la gallina (la acción).

Por supuesto, ambos procesos demandan un despliegue integral, de manera que un déficit en el desarrollo de una de las partes afectará inevitable­mente al todo. Así, las patologías características de este desequilibrio evolutivo se presentan, por el déficit de individuación, como un sometimiento inconsciente, y por ello personalmente irresponsa­ble, a la herencia genética, cultural y social recibida, es decir, un acatamiento gregario e interiorizado de un destino impuesto ancestralmente. Asimi.smo, a causa de un déficit de socialización, el repliegue ensimismado sobre uno mismo dificulta cuando no impide la empatía con los demás, la capacidad de

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cooperación, el establecimiento de vínculos sociales creativos, el compromiso cívico en la consecución de los objetivos de la colectividad, en definitiva la posibilidad de actuar juntos.

1. Fronteras identititarias

No soy nada sin los demás, sin lo demás. Reconocer y aceptar plenamente ese hecho, tan evidente como crucial, nos concede la oportunidad de liberarnos del asfixiante egocentrismo. Sentirnos parte de una realidad que, a la vez que nos incluye, nos permite desbordar los límites tan estrechos de la individualidad, supone una ampliación incues­tionable del horizonte de nuestra existencia. En definitiva, compartir conscientemente con otros, las preocupaciones y los anhelos que nos unen, nos hace más grandes que uno mismo.

Asimismo, saberse miembro de una familia, de un grupo, de una tribu, de un pueblo o de una nación, ancestralmente, viene aportando seguridad a la vulnerable existencia individual. Por una parte, genera seguridad efectiva mediante el estableci­miento de redes de ayuda mutua que protegen a sus miembros, en cierta medida, ante los riesgos más temidos: la enfermedad, el desvalimiento propio de la infancia y de la vejez, el sometimiento al poder de otros, la violencia. Pero también garantiza seguridad simbólica, puesto que es en las esferas cultural y religiosa que se despliega colectivamente el deseo de

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permanencia de la identidad propia más allá de los limites impuestos a la existencia individual, por la realidad ineludible de la muerte.

Identificarse con intereses que incluyen y a la vez trascienden los propios constituye, por tanto, una pieza indispensable en la culminación conscien­te del proceso de socialización. Facilita, entre otras cosas no menos valiosas, unir el esfuerzo personal al de otros y, de esta forma, aspirar a objetivos más ambiciosos que los que quedan al alcance de un individuo solo. El mecanismo de la identificación -por el que el yo se identifica con las exigencias de la sociedad, del estado social y del grupo nacional­parece cumplir, por tanto, un papel determinante en la socialización, puesto que permite a los individuos construir y transmitir visiones compartidas de noso­tros, de los demás, del mundo y de la vida, recono­cerse entre sí por sus semejanzas, comprometerse con y por los demás, recorrer trayectos comunes y fijarse metas que trasciendan los limitados intereses egocéntricos. El peligro aparece por el exceso de identificación con los valores colectivos. Como bien señaló Neumann, la inflación del yo por su identi­ficación con los valores éticos colectivos no resulta funesta porque tales valores sean peligrosos por sí mismos, sino porque el individuo limitado, al identi­ficarse en cuanto yo con lo suprapersonal en forma de valores colectivos, pierde el sentido de sus limites y se convierte en inhumano. . .

Cada individuo, a lo largo de su extstencta, asume identidades múltiples. Ese es un hecho tan

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sencillo como determinante. A modo de condicio­namiento básico, al nacer llevamos incorporadas las identidades básicas, que vienen marcadas por el sexo, la familia de origen, la raza, la lengua y la cultu­ra, la religión o la nacionalidad. Más adelante, nuevas identidades se van añadiendo como parte del desa­rrollo físico, emocional, psicológico y espiritual del individuo, así como formando parte del despliegue de su trayectoria social. De manera que, por ejem­plo, una mujer, de raza negra, nacida en Los Angeles, miembro de la iglesia evangelista y de nacionalidad estadounidense, en el transcurso de su vida, puede ir añadiendo sucesivamente a su abanico de identi­dades ser abogada, activista por los derechos civiles, seguidora de Los Angeles Lakers y miembro del partido demócrata; pero también jugadora de tenis, madre soltera, vegetariana, amante del jazz, directiva de la asociación protectora de animales domésticos, etcétera.

Las identidades no solo son múltiples sino también modificables. Por lo que se refiere a las identidades adoptadas voluntariamente, no presenta mayor dificultad aceptar que se trata de decisiones revocables. No es tan distinto, como pudiera parecer, cuando se trata de gestionar las identidades básicas -en lugar de las adoptadas voluntariamente- a fin de actualizarlas, modificarlas o bien transformarlas. La identificación con la condición de género, ponga­mos por caso, no es un efecto mecánico de la perte­nencia a uno u otro sexo. La masculinidad, como la feminidad, pueden ser vividas de forma muy distinta

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por cada individuo en contextos culturales, econó­micos y políticos diversos, pero también según las variaciones significativas en sus circunstancias per­sonales y familiares. Asimismo, rasgos que pudieran parecernos inalterables, como la pertenencia a una tradición religiosa o a un grupo étnico, pueden verse profundamente transformados en la forma de vivir­los. Así sería en el caso de un musulmán argelino que se enamore y se case con una francesa católica. A partir de entonces, sin abandonar sus respectivas identidades básicas, ya no podrán seguir viviéndolas de la misma forma. Mediante la comunión con el ser amado se ha producido una experiencia vital trans­formadora que, para ambos, significa una modifica­ción substantiva del núcleo mismo de la identidad: la percepción del otro y, por extensión, de los demás. Inevitablemente, fuera cual fuera el respectivo punto de partida, la alteración significa apertura a lo dis­tinto, mayor disposición a comprender las razones ajenas y, en definitiva, ampliación de la capacidad compasiva.

Las identidades, además de múltiples y modi­ficables, son también ambivalentes. Por una parte, como hemos visto, permiten franquear los límites impuestos por el egocentrismo. Por la otra, sin embargo, abren las puertas a la exteEiorización del conflicto interno en forma de violencia expresiva. En el caso de los seguidores de un mismo equipo de fútbol nos encontraremos, en un extremo, con aficionados que asumen su predilección deportiva con una caballeresca actitud defair plqy y, en el otro,

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a hooligans capaces de romper la cabeza, sin mediar palabra, a cuantos seguidores del equipo rival se les crucen en el camino. Y, entre ambos extremos, una multitud de seguidores que aún aborreciendo for­malmente el hooliganismo, tampoco parecen capaces de asumir las derrotas de la misma forma que las victorias y que, en no pocas ocasiones, no tienen reparo alguno en convertir su identificación depor­tiva en el mejor pretexto para dar rienda suelta a la tensión acumulada cotidianamente mediante las más diversas manifestaciones de violencia psicológica, como pueden ser la arrogancia, el desprecio por los otros, la intolerancia, la bravuconería, la xenofobia o el racismo.

Así pues, las identidades -múltiples, modifica­bles, ambivalentes- pueden llegar a resultar, tam­bién, conflictivas. Y, como bien dice Amartya Sen, muchos de los conflictos y las atrocidades que ocu­rren en el mundo se sostienen, cada vez con mayor persistencia, en la ilusión de una identidad única que no permite elección, de manera que la identidad también puede matar.

En efecto, las más diversas formas de violen­cia colectiva estallan por doquier en las múltiples fronteras identitarias que, a modo de líneas de fractura, dividen problemáticamente la Humanidad en familias, bandas, mafias, tribus, pueblos, etnias, naciones, estados, religiones o civilizaciones. Sin embargo, los conflictos colectivos originados en la pugna entre identidades antagónicas no constituyen una anomalía excepcional, que pueda ser atribuida a

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una perversión patológica del verdadero sentido de la identidad. Bien al contrario, el conflicto resulta un elemento constitutivo del desarrollo de la sensación de identidad separada. No se olvide, como hemos visto en el capítulo anterior, que la escisión egocén­trica disuelve el vínculo (ethos) que une al individuo a la Humanidad y a la Naturaleza en el Todo y, de esta forma, establece las condiciones básicas para la confrontación de <<yo contra todos» y, en su prolon­gación inevitable, de «nosotros contra ellos». Esto constituye el conflicto originario, es decir el ámbi­to en el que se generan los primeros y ancestrales miedos y de donde surge la violencia en todas sus formas.

Pero, ¿qué ocurre cuando esa panoplia de identidades múltiples, modificables y ambivalentes -debido al apremio del irresuelto conflicto interno tanto como a una reacción identitaria ante una grave presión externa, así como por una conjunción de ambas causas- se ve absorbida por la necesidad imperiosa, del individuo egocéntrico, de realizarse en la ilusión de una identidad fija, completa y exclu­yente de todas las demás? Entonces, la realización de esa identidad exclusiva concentra la totalidad de la energía psíquica distribuida anteriormente en iden­tificaciones múltiples se convierte, por consiguiente, en fundamental para el individuo que ha visto así reducirse tan drásticamente el horizonte de realiza­ción personal en la esfera colectiva, impregna todas las facetas de su vida, adquiere una prioridad abso­luta y su materialización deviene en cuestión de vida

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o muerte, ya sea en un sentido psicológico o literal. Ante esa vivencia asfixiante, la dimensión particular del mundo contemporáneo ofrece una sensibilidad nueva y fresca en relación a la diversidad y necesaria pluralidad de formas de vida y cultura que -en la medida que fuera posible evitar los extravíos exclu­yentes- promete salvaguardarnos, por una parte, del proceso de radical desarraigo al que propende la globalización (frías, 2001) y, por la otra, de la ansiedad crónica a la que nos condena el aislamiento individualista.

2. La reacción particularista

El poder produce resistencia y un poder global genera y reconfigura una vasta y variopinta conste­lación de resistencias particularistas. Efectivamente, el implacable avance globalizador -en los ámbitos económico, político, cultural y militar-, con su colosal capacidad devastadora de valores comuni­tarios ancestrales y la creciente producción de una desigualdad cada vez mayor entre naciones, clases y regiones, no podía sino provocar resistencias deses­peradas y reacciones particularistas -materializadas en una ira global contra las fuerzas homogeneizado­ras- entre aquellos grupos que sienten gravemente amenazada su identidad cultural e incluso las bases mismas que aseguran su supervivencia colectiva.

La expresión desesperada de una identidad exclusiva -en forma de reacción particularista

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contra un poder global- que se percibe amenazada de una inminente extinción violenta, difícilmente podría ser encauzada hacia las instituciones y los métodos de resolución pacífica de conflictos y, en un conflicto de esta naturaleza, esencialmente asimétrico, cualquier estrategia de combate sirve a excepción de la guerra convencional. De hecho, el término «terrorismo» se aplica exclusivamente, más que con una finalidad descriptiva, como un intento de demonización, a esta variedad de estrategias de combate empleadas por quienes se enfrentan radi­calmente al poder global. U na vez desbordados los cauces estatales, la violencia y el miedo marcan a sangre y fuego el imaginario colectivo, se expanden epidémicamente, se transmiten entre generaciones y, en definitiva, condicionan gravemente la posibilidad individual de romper este letal círculo vicioso.

Resulta indudable que el orden internacional surgido del final de la Segunda Guerra Mundial ha logrado limitar, sustancialmente, los conflictos interestatales. Sin embargo, más que de un efecto pacificador a escala mundial, parece tratarse de un desplazamiento de la tensión hacia una nueva y extremadamente más compleja configuración con­flictiva global. Por consiguiente, una cartografía de la reacción particularista debería ser capaz de registrar, más allá de las fronteras estatales, una diversidad colosal de conflictos territoriales, culturales, sociales, económicos, étnicos o religiosos que eclosionan, con una frecuencia y una violencia desconcertantes, en el interior de ámbitos territoriales subestatales, de

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comunidades culturales y religiosas establecidas en diversos países del mundo, de flujos migratorios, de barrios marginales en las megaciudades e incluso, en el ciberespacio.

Asimismo, las condiciones en las que se entre­cruzan y se conectan, en las dos últimas décadas, los efectos más perturbadores del proceso globaliza­dor -en particular, la circulación global de armas, drogas, dinero, mercenarios y mafias- determinan la formación de modalidades extremas de reac­ción particularista con un marcado sesgo etnocida --<<fundamentalismos», «mayoritarismos», <<indige­nismos>>- que, en su manifestación más inquietan­te para las atemorizadas sociedades occidentales, adquieren la forma de «terrorismo yihadisttl>> y, en su versión más irreductible, de «terrorismo suicida>>.

El desaparecido telón de acero, que trazaba la línea de fractura de la tensión acumulada a nivel internacional, parece haber reaparecido con una nueva textura y un trazado más difusos, aunque no por ello menos reales. Este nuevo telón de acero, a diferencia del anterior, no puede ser señalizado en el mapamundi geopolítico puesto que -contraria­mente a tesis muy publicitadas- ni separa bloques constituidos por estados, ni tampoco marca el supuesto punto de confrontación entre civilizacio­nes. Ello se explica, en palabras de Appadurai, por el hecho que la acción de las fuerzas del mercado a escala global, liberadas de todo control cívico, ha creado una suerte de nueva guerra fría afectiva entre quienes se identifican con los perdedores y

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quienes se identifican con el pequeño grupo de ganadores.

En esta nueva frontera global, la yihad --o qui­zás fuera más exacto hablar, en plural, las yihad-, a pesar de sus intentos de afincarse con carácter permanente en un territorio determinado (sucesi­vamente Afganistán, Bosnia, Chechenia, Cachemira o Irak) desde donde proyectar su subversión terro­rista, no ha perdido, como dice Filiu, su condición esencialmente nómada. Sin una patria que defender, la razón de ser de esta red global de yihad no habría que buscarla tanto en la oposición a un estado o grupo de estados en particular como en la reacción particularista ante la presión homogeneizadora de la globalización.

El nuevo desorden global no viene a confirmar, precisamente, la condición de estructura pacificado­ra, del hobbesiano todos-contra-todos, atribuida fundacionalmente al estado. En este sentido, resulta significativo constatar que, actualmente, los conflic­tos internos que afectan a territorios e implican a poblaciones encomendadas a la protección estatal no responden tanto a un proyecto secesionista como a una reacción particularista provocada, en buena medida, por la intolerancia mostrada por el estado ante los derechos de las minorías.

El Estado, en demasiadas ocasiones, discrimi­na, genera exclusión, no atiende las demandas de las minorías, hace un uso inadecuado de la fuerza y, en definitiva, se muestra incapaz de articular una convivencia basada en el respeto a la diferencia. Por

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todo ello, no resulta exacto atribuir la condición de «Estado fracasado», exclusiva e interesadamente, a un reducido grupo de estados. En realidad, el fraca­so del estado en su misión pacificadora se pone de manifiesto en la proliferación, con carácter univer­sal, de conflictos internos en los territorios confia­dos a su protección; pero también por la expansión incesante de las violencias interpersonales y, todavía más, del temor entre su población tanto a una inclu­sión leonina --que le suponga una merma grave de derechos y libertades (inseguridad civil)- como a la exclusión --que la deje inerme ante las implacables fuerzas del mercado (inseguridad social)-.

Las nuevas jaurías globales Piratas en los mares, bandas juveniles en los

barrios marginales, hooligans en los estadios, bando­leros en la ciudad diseminada, cibercriminales en Internet, guerrilleros en las montañas, mafias en los mercados ilegales ... Los crecientes espacios ajenos a los efectos, tanto positivos como simbólicos, del dominio y la protección pública ejercidos por el estado, tanto en la esfera interior como en el ámbito internacional e incluso en el ciberespacio, se ven asolados por un conglomerado variopinto de jaurías humanas que compiten entre sí o bien cooperan para imponer, por todos los medios, su particular orden predatorio a poblaciones desprotegidas.

De ser cierto el dicho popular -y su correspon­diente versión ilustrada en forma de teoría crimino­lógica de la elección racional, la cual vino a sustentar

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las actuales estrategias de prevenc1on situacional del delito13

-, la ocasión hace al ladrón. Entonces, parecería prudente prestar atención a cómo y dónde se configuran realmente las ocasiones que atraen, de forma irresistible, la voracidad depredadora de las jaurías.

Pensemos, por ejemplo, en un espacio público, en cualquiera de nuestras ciudades, descuidado por las autoridades e infrautilizado por los ciudada­nos, que se degrada de forma rápida e inexorable. ¿Qué podría impedir que acabe convirtiéndose en el hábitat propicio para ser colonizado por grupos dedicados a explotar la prostitución o a la venta de drogas? Una política policial de «tolerancia cero» con los delincuentes -sostienen no pocos gobier­nos, medios de comunicación y asociaciones de vecinos-, olvidando así que, en este caso, la opor­tunidad delictiva se construye, concertadamente, en la ineficiencia de la gestión pública y en el creciente abandono ciudadano del espacio público.

O bien, situémonos en el momento en el que la ciudad urbanísticamente compactada empieza a dispersarse en un vasto territorio a través de la proli­feración de viviendas unifamiliares. En esa decisión, cabe suponer que deberían tenerse presentes los beneficios que aportará al comprador (realizar el

13. ((En ft(~ar dt' mt(jiar m la cllllfllfl:{fl incierta de la.r .ranáone.r di.r11a.ril'ltJ o m la rl/1(/o.ra

babilidcul dt' la po/ida para atmpar a lo.r bamlido.r, [esta estrategia preventiva]

pom en 11/0I'ÍiliÍflllo 1111 amitmlo má.r IJIII!Idano de refom;a.r, dimlada.r no para m/JI­

biar a la.r pl'n·ona.r, .rino pam redimlar obirto.r.r n'mn.rtmir .riltwdollfJ" (Carlaml).

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sueño de vivir en contacto con la naturaleza, alejado del caos de la urbe), al vendedor (pingües beneficios) y a la administración municipal (aumento de los ingresos debidos a las licencias de construcción y a los posteriores impuestos), pero también seria razo­nable prever los riesgos, en forma de oportunidades delictivas (o vulnerabilidad ante los incendios fores­tales), que conlleva esta decisión. Alejarse del núcleo urbano y con ello del efecto preventivo de la presen­cia constante de vecinos tanto como del alcance de los servicios públicos de seguridad y emergencias, desperdigarse en un territorio amplio y con frecuen­cia orográficamente complejo, construir viviendas estructuralmente mal protegidas ante el riesgo de intrusión y, en definitiva, optar por un modelo de vida basado en el aislamiento individualista y que, por consiguiente, reduce el espacio público, la convi­vencia y la solidaridad mutua a la mínima expresión, no parece la mejor forma de eludir las ocasiones de resultar víctima de un robo en la vivienda, y muy probablemente con la tan temida violencia, a manos de un grupo de bandidos nómadas.

Sin abandonar todavía la lógica propia de la pre­vención situacional, por la que se pretende rediseñar objetos y reconstruir situaciones que favorecen, cuando no estimulan, la voracidad de las jaurías humanas, también cabria considerar los más que presumibles efectos criminógenos de la rápida y extensiva difusión del modelo de consumo masivo y compulsivo -particularmente de bienes semidu­rables- y, complementariamente, de la universali-

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zación de la publicidad a través de la red global de información. Todo ello sin olvidar un hecho crucial: la expansión de este nuevo modelo de vida -basado en la capacidad individual para adquirir los objetos y los servicios que garantizan no solo la satisfacción de las necesidades sino también de los deseos más peregrinos- como única vía de inclusión social, se produce en paralelo a un aumento constante de la desigualdad en las oportunidades de acceso a dichos bienes y servicios y, por consiguiente, de la exclusión social de amplios sectores de la población. En otras palabras, a medida que se expande la sociedad de consumo también aumenta la cantidad de personas que se ven excluidas a la hora de poder acceder a un juego al que, sin embargo, no dejan de ser no solo incitadas, sino persuadidas e incluso seducidas, por la publicidad, para que participen en él como sea. Y, en algunos casos, a pesar de no disponer de los recursos legales requeridos, así lo hacen, claro está. ¿O es que, razonablemente, se hubiera podido espe­rar otra cosa? ¿Resultaría verosímil confiar en que esta descompensación descomunal entre la oferta (puesta tan insistentemente a la vista de todos) y la demanda (restringida drásticamente a unos pocos) terminaría equilibrándose por sí misma? Y, en todo caso, ¿cómo evitar que esta expansión sin prece­dentes del consumo masivo no llevara aparejado el correspondiente aumento de los delitos predatorios? Para algunos, las cosas no podían ser más simples: bastaría con una regulación fuerte, consistente en leyes más punitivas, tribunales más implacables,

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más recurso a la pena de cárcel y más, muchísimos más, policías en la calle. Sin embargo, la realidad casi nunca se compadece con el deseo. Más de tres décadas después, en todo el mundo, las cifras de la llamada pequeña delincuencia siguen ancladas en unos niveles muy altos y mantienen un peso notable en la configuración del fenómeno social de la inse­guridad ciudadana. Y, como consecuencia de todo ello, bandas compuestas por pequeños predadores, grupos organizados y auténticas redes garantizan el suministro de la mano de obra requerida por una economía ilegal cada vez más vigorosa.

Asimismo, aquellos territorios en los que resulta evidente la ausencia efectiva del estado -ya sea por la insuficiencia o bien la inexistencia de autoridades, estructura administrativa y servicios públicos-, en los que la legitimidad estatal se encuentra grave­mente cuestionada por una parte significativa de la población o bien que han padecido una desmedida represión estatal, se convierten en el caldo de cultivo para la regresión hacia sistemas primitivos de poder que asumen el monopolio de la violencia y el con­trol parasitario de la actividad económica. Cuando, además, estos territorios resultan atractivos para las fuerzas del mercado global -por disponer de recursos cotizados tanto en la economía legal (petró­leo, diamantes, madera) como en la ilegal (cocaína, esclavos, armas) o bien por constituir un lugar estra­tégico para su transporte (paso de oleoductos, rutas del tráfico de esclavos)- entonces huelga decir que la proliferación de jaurías en guerra abierta entre sí

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por el poder y con la población como rehén, resulta simplemente inevitable. En otros casos, estas jaurías logran vampirizar un estado formalmente consoli­dado -como sería el caso, entre muchos otros, de Rusia, Italia o Colombia- y ampararse así en las instituciones públicas, e incluso en los mecanismos (pseudo) democráticos de gobierno, para desplegar mafiosamente una depredación organizada a gran escala.

De hecho, actualmente, resultaría difícil encon­trar algún país en el que no haya espacios de ilegali­dad perfectamente articulados en las redes globales de comercio ilegal. Y no solo eso; puesto que no son pocos los países del mundo que para entender su política resulta imprescindible tomar en conside­ración, como un factor estratégico determinante, la influencia que ejercen sobre sus gobiernos las jaurías globales. Precisamente por ello, Moisés Naím nos advierte de un error en el que no debiéramos incu­rrir: creer que el actual comercio ilícito global no es más que la continuación del ancestral contrabando. Por el contrario, se trata de un efecto secundario, aunque extremadamente relevante, del despliegue de la red mundial de comercio basándose en el princi­pio por el cual debe ponerse a la venta cualquier cosa que tenga algún valor. Y si la ocasión hace al ladrón, entonces la globalización del comercio no podía sino producir jaurías globales.

Durante la década de los años noventa del siglo pasado, las mismas fuerzas que impulsaron la glo­balización económica también generaron enormes

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oportunidades para el comercio ilegal y, aún más, debilitaron las capacidades estatales para regular la economía y, por consiguiente, para perseguir el tráfi­co ilícito. Las jaurías no desaprovecharon la ocasión que les brindaba el éxito del laissezfaire, laissezpassery se pusieron manos a la obra desafiando leyes, regla­mentos, tratados y fronteras -no siempre-a escon­didas e incluso retando a las autoridades- para cumplir con el mandato neoliberal: vender a quien quiera comprarla cualquier cosa que tenga algún valor. Y vendieron drogas ilegales, seres humanos, cadáveres y órganos vivos para trasplantes, diaman­tes extraídos de zonas de conflicto, obras de arte robadas, medicamentos falsificados, vertederos para residuos tóxicos, especies protegidas, armas conven­cionales, armas biológicas, armas nucleares. Todo ello, en el seno de un mercado global que ha logrado camuflarse camaleónicamente mediante su vincula­ción simbiótica con el mercado legal, hasta el extre­mo que resulta extremadamente complejo saber en qué medida nuestras compras, nuestra inversiones e incluso nuestro trabajo se hallan vinculados, de una u otra forma, con estas prácticas ilegales. De esta manera, las jaurías locales -aprovechando hábilmente todo el potencial ofrecido por las nue­vas tecnologías, especialmente de la comunicación (Internet) y el transporte (buques más eficientes, navegación y seguimiento vía satélite), pero también financieras (redes bancarias globales informatiza­das)- se internacionalizaron, se enriquecieron y se volvieron inquietantemente poderosas: en algunos

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países sus recursos superan ya a los del estado y el dinero negro constituye una parte esencial de la eco­nomía mundiaP 4

Estas nuevas jaurías globales aparecen como una peculiar forma de reacción primitiva -en tér­minos evolutivos- y particularista -que permite descargar la pesada carga de la responsabilidad individual mediante la identificación absoluta con valores colectivos- ante la doble acometida de la globalización homogeneizadora, que amenaza las identidades grupales, y de la exacerbación del indi­vidualismo, que lleva al individuo a un aislamiento psicológico asfixiante. Y, como hemos visto, su rápi­da expansión obedece a la capacidad que muestran para aprovechar cuantas ocasiones les brindan las graves consecuencias humanas de la mundialización desregularizada del comercio.

3. El mecanismo del chivo expiatorio

Cuando la mayor parte de los individuos que constituyen una colectividad no han completado el proceso de individuación, es decir cuando el encaje en

14. «Las instituciones financieras occidentales reciclan la mayor parte del dinero generado por la economía ilegal del mundo, estimado en unos 1,5 billones de dólares anuales. Cuando le pregunté a un conocido eco­nomista inglés qué pasaría si se retirase bruscamente del sistema toda esa liquidez, admitió que eso sumiría a las economías occidentales en una profunda depresión.» (Napoleoni).

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lo colectivo no se complementa asumiendo conscien­temente la responsabilidad consigo mismo y con los demás, entonces la fricción que se genera en el inte­rior del individuo, tanto como entre los miembros de la comunidad, no puede ser debidamente procesada y, por ello, periódicamente necesita ser expulsada.

Como hemos visto, una identificación excesiva del individuo con los valores de lo colectivo, lejos de garantizar la armonía social, le priva de la conciencia de sus limites y, por ello, le exime de responsabilidad individual, convirtiéndose así en el peor enemigo para sí mismo y para los demás. Pensemos en un individuo particularmente corpulento, dotado de una fuerza extraordinaria en sus brazos -posible­mente un boxeador profesional del peso pesado-, pero que no tiene conciencia del daño que puede causar con un uso inadecuado de su fuerza. ¿Qué le impedirá romperle la crisma a alguien, involuntaria­mente, con un golpe que, propinado por otra perso­na, podría resultar inofensivo? Pero también, ¿cómo podrá una persona particularmente bien dotada de inteligencia no dañar psicológicamente a los demás, despreciándolos o bien humillándolos, sin disponer de un conocimiento nítido de su potencial de des­trucción psíquica? E, incluso, ¿cómo asegurarnos de que no nos estamos autodestruyendo, impercep­tiblemente, si no destinamos ningún esfuerzo a la tarea introspectiva de fusionar la esfera inconsciente con la consciente? Esa es, pues, la inquietante reali­dad que hace necesario que cada individuo complete su propio proceso de individuación.

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Entretanto, la extraordinaria acumulación de energía psíquica de tendencia destructiva, resultante de la fricción constante que atormenta al individuo psicológicamente escindido, buscará inexorable­mente su vía de escape. Algo, o mejor aún alguien, «debe ser>> el causante externo de nuestro mal. Solo así es posible mantener la ilusión que permite al individuo identificarse exclusivamente con la dimen­sión luminosa de su personalidad (susceptible de reconocimiento colectivo), manteniendo en la más completa oscuridad de la conciencia la parte que no encaja con los valores de lo colectivo (despreciada, cuando no condenada, por los demás).

Esta ilusión funesta, que mantiene al indivi­duo alejado de la fuente originaria de su angustia, le incapacita para gestionar conscientetnente el conflicto interno. Por ello, el individuo incompleto -en tanto no asume como propia la otra cara de su personalidad- reniega de los impulsos destructivos que experimenta, pero tampoco sabe qué hacer con esa inquietante energía psíquica. Y algo debe hacer; puesto que, como toda energía, esa fuente de inquie­tud no puede eliminarse y únicamente se puede transformar en otra forma de energía.

La erupción de emociones destructivas -ira, celos, soberbia, etcétera- tiene, ciertamente, mucho de volcánica: es repentina, inesperada, espectacular, descontrolada, incontenible. Y, cuando no se pro­duce con frecuencia, a los daños externos causados por su expansión incontenible, debe añadírs~le el estado de estupefacción en el que queda sum1do el

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individuo que la ha experimentado. Por un instan­te, uno se contempla a si mismo en una faceta tan desconocida e inquietante que cuesta asumirla como propia. Sin embargo, ha ocurrido; y los desperfectos causados, en no pocas ocasiones, pueden resultar irreparábles.

En todo caso, se trate de perjuicios de menor o mayor entidad, la interacción constante entre indi­viduos incapaces de autogestionar su parte alícuota de tendencias destructivas genera una acumulación descomunal de tensión que mantiene a la colecti­vidad en una constante zozobra y, como en cual­quier enfermedad transmisible epidémicamente, el transmisor convierte un daño limitado en catástrofe colectiva sin obtener por ello ningún beneficio per­sonal. Lo cual, sin embargo, no siempre nos resulta tan evidente como pudiera parecer. La peste, como es ampliamente conocido, se contagia sin que el transmisor quede por ello curado. Sin embargo, un juego infantil consistía en traspasar la peste a otro y, de esta forma, «desprenderse» de ella para, luego, evitar por todos los medios que te la volvieran a pasar. El juego, planteado de esta forma, no tenia por objeto ganar sino no perder, es decir no termi­nar convirtiéndose en «el apestado». U na adaptación significativa, ¿no es cierto?

El apestado de nuestro juego infantil era -aunque un despliegue todavía rudimentario de la conciencia no nos permitía saberlo- el chivo expiatorio. Y en el juego aprendíamos -incons­cientemente, por tanto- este mecanismo psíquico

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por el cual pretendemos eludir la responsabilidad sobre nuestras tendencias destructivas, simplemente transfiriéndola a otros. Esta incapacidad para asu­mir no solo la dimensión consciente sino también la inconsciente de nuestra existencia, no nos exime en absoluto de padecer los efectos destructivos que, sin mayor distinción entre la esfera individual y la colectiva, emergen sorpresivamente de nuestra parte oscura. Con una regularidad escalofriante, comparecen voluntariamente en comisaria sujetos conmocionados y perplejos ante los hechos que vienen a denunciar: se ha cometido un asesinato, mi mujer está muerta y «parece» que he sido yo el asesino. Aunque no hace falta aguardar a que las cosas lleguen tan lejos. Bastaría con observarnos a nosotros mismos y constatar la reiteración con que descargamos nuestra frustración en quién no tiene absolutamente nada que ver con ella. ¿Qué sería, por ejemplo, de las discusiones matrimoniales si d.eja~an de alimentarse con motivos externos a la prop1a v1da de pareja: los conflictos en la oficina, los ~t~scos en el tráfico, la enésima avería de Renfe, la lnJusta derrota del Betis o el maldito segundo pago de la declaración de la renta?

En los estadios primarios del despliegue de la conciencia, el individuo es incapaz de tomar a su cargo el conflicto interno. Inmerso en el incons­ciente colectivo, la causa originaria de sus impulsos destructivos solo puede buscarla en el exterior de su identidad psicológicamente aislada y, por consi­guiente, en los demás. Este mecanismo psíquico, a

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modo de automatismo, se constituye entonces en la válvula de escape que permite evacuar los excesos de tensión acumulada en el interior del individuo. De tal forma que, el ámbito individual de la existencia, lejos de constituir el filtro depurador de las energías destructivas circulantes en la red social, deviene en el foco propagador de la epidemia social de ansie­dad, intolerancia, conflictos y, en última instancia, violencias.

Inexorablemente, las colectividades formadas por una mayoría de individuos rudimentariamente evolucionados, necesitan activar regularmente el mecanismo del chivo expiatorio a fin de evitar el estallido de una acumulación insostenible de agre­sividad en su seno que pudiera poner en peligro su supervivencia. Pero, ¿quiénes son las víctimas propiciatorias de este sacrificio ritual? La cuestión básica es, como hemos visto, la incapacidad del indi­viduo evolutivamente primitivo y, por extensión, de las colectividades que éste constituye, para asumir como propias las tendencias destructivas que expe­rimentan en su seno. No pudiendo, pues, gestionar el conflicto interno, no cabe sino expulsarlo lo más lejos posible del ámbito de la responsabilidad propia. Esta necesidad imperiosa, en tanto que obedece a un impulso alejado de la conciencia, genera una pieza indispensable para perpetrar el exorcismo con posi­bilidades de éxito: la figura de «el extraño».

La figura de «el extraño» no constituye una rea­lidad preexistente a la activación del mecanismo del chivo expiatorio, sino su creación. J ean-Paul Sartre,

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en su Retrato de un antisemita, sostiene que el judío es un hombre a quien los otros hombres ven como judío, de manera que es el antisemita el que «hace» al judío y no al revés. Es decir, no es «el extraño» quien, magnéticamente, atrae sobre sí la tensión acumulada en la colectividad sino, al contrario, es esa colectivi­dad -incapaz de _manejar debidamente sus propios conflictos- la que necesita ansiosamente disponer de un chivo expiatorio en el que poder descargar esa tensión insoportable. Esta es una apreciación que resulta esencial si se quiere comprender no solo la estructura psicosocial del chivo expiatorio sino tam­bién el funcionamiento de las relaciones de poder en nuestra sociedad.

En la sociedad del riesgo, nos dicen algunos sociólogos como Ulrich Beck (2008), el conflicto en torno a la producción de bienes -es decir, la dispu­ta por acceder y acumular recursos- parece haberse extendido, asimismo, a un forcejeo por eludir los efectos perversos del crecimiento económico. Es decir, industrias ubicadas en el norte de Italia, pon­gamos por caso, producen unos determinados bie­nes y generan beneficios para sus propietarios. Pero no solo producen bienes, sino también males en forma de residuos tóxicos que deben recogerse, tras­ladarse y almacenarse en unas estrictas medidas de seguridad a fin de evitar la contaminación ambiental y los correspondientes daños a la salud pública. Tal y como lo describe dramáticamente el «condenado a muerte» por la Camorra Roberto Saviano -autor de un testimonio desgarrador sobre la realidad mafiosa

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en N ápoles- y lo documentan los informes anuales sobre la eco mafia que publica el Osservatorio Ambiente e Lega/ita, muchas empresas del norte italiano han podido prosperar enormemente, hasta el punto de hacer competitivo el tejido industrial del país y facilitar la entrada de Italia en Europª, debido a la posibilidad de que disponen para eliminar ilegal­mente sus residuos tóxicos mediante acuerdos con los clanes napolitanos y casertanos. Piénsese que la eliminación ilegal de residuos tóxicos ofrecida por la Camorra puede llegar a representar un ahorro, inclu­so, del ochenta por ciento sobre el coste de la elimi­nación legal. Se calcula que, entre 2003 y 2007, solo en la Campania, fueron eliminadas ilegalmente cerca de tres millones de toneladas de residuos de todo tipo: cadmio, zinc, restos de pintura, sedimentos de depuradora, plásticos de todo tipo, arsénico,· plomo y productos siderúrgicos. Gracias a este tráfico de venenos --que ha convertido al sur de Italia en el vertedero ilegal de la Italia rica e industrializada- el negocio de la ecomafia ha experimentado un creci­miento solo comparable al del tráfico de cocaína.

El caso de la ecomafia nos pone sobre la pista de las reglas que rigen el reparto de bienes y de males en la sociedad del riesgo. Todo el mundo quiere los bienes y nadie los males, claro está. Sin embargo, producir bienes solo es posible al precio de producir males, también. El ejemplo italiano ilustra trágica­mente el resultado de este forcejeo: en un territorio (el norte próspero e industrializado) se disfrutan los bienes y en el otro (el sur dominado por la Camorra)

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se padecen los males. No debería ser necesario insis­tir demasiado en que la población de la Campania se ve forzada a asumir los efectos desastrosos para la salud que conlleva la acumulación descontrolada de residuos tóxicos en su territorio. Se trata de los efec­tos perversos del bienestar de otros que, sin lugar a dudas, solo les pueden ser impuestos debido a su extrema vulnerabilidad.

Las poblaciones vulnerables son aquellas que, en los juegos de poder que constituyen el tejido social, se ven despojadas de los recursos de todo tipo requeridos para hacer valer sus derechos, para protegerse de los abusos y de las imposiciones arbi­trarias, para desplegar creativamente sus proyectos de vida. Las poblaciones vulnerables se ven arrinco­nadas, por los efectos inevitablemente asimétricos de las relaciones de poder, a la arriesgada condición de minoría. Como «el extraño», la minoría deviene una condición imprescindible para el funcionamien­to del mecanismo del chivo expiatorio. ¿Cómo sino lograr que otros asuman los desechos, físicos tanto como psíquicos, de los que me quiero desprender?

¿Quién puede, pues, convertirse en un chivo expiatorio? En una sociedad marcada por la com­petencia individualista extrema, cualquiera que no pueda seguir el ritmo despiadado del crecimiento económico Qa población vulnerable) y, asimismo, en una sociedad paranoica, todo aquel que no se ajus­te a los valores del colectivo («el extraño») se halla en riesgo de ser convertido en catalizador forzado de las frustraciones, los miedos, las ansiedades, la

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corrupción, la criminalidad, la violencia y, en defini­tiva, el primitivismo del colectivo.

Ciertamente existen poblaciones minoritarias que, por la visibilidad de sus particularidades -étnicas, raciales, sociales, nacionales o religiosas-, corren un mayor riesgo, en determinados contextos sociales, políticos o económicos de terminar sacri­ficadas en aras de la purificación del grupo domi­nante. Sin embargo, insiste Appadurai, las minorías no vienen predeterminadas. Bien al contrario, son generadas en las circunstancias específicas de cada colectivo. En algunos casos, las minorías, encarnan recuerdos indeseados de episodios históricos vio­lentos que han dejado una cicatriz en el imaginario colectivo. En otros, por su condición económica, constituyen solicitantes desvalidos de los cada vez más disputados subsidios estatales. Las minorías, en última instancia, son la expresión más visible del fra­caso de diversos proyectos de estado (incapaces de incluir a toda la población) y una afrenta para toda imagen de pureza nacional amparada estatalmente.

Ayer podían ser los españoles en Alemania, hoy los marroquíes en España y mañana quién sabe si los senegaleses en Marruecos, las minorías escogidas para realizar esa función indispensable para el man­tenimiento de la cohesión social del grupo mayorita­rio. No importa tanto, en realidad, el quién como el qué. Los extranjeros, los nómadas, los enfermos, los disidentes religiosos y otros grupos sociales similares emergen, ciertamente, en todas las épocas y en las más diversas circunstancias como objeto predilecto

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de la violencia catártica del colectivo. Aunque nadie es indispensable para asegurar el funcionamiento de la maquinaria implacable de la purificación colec­tiva; puesto que, como se ha dicho, un elemento esencial del proceso del chivo expiatorio consiste, precisamente, en su capacidad intrínseca para crear la víctima propiciatoria más apropiada.

Otra pieza indispensable del mecanismo del chivo expiatorio lo constituye el detonante. Pudiera parecer que unos procesos usualmente tan devasta­dores como pueden llegar a serlo las histerias etno­cidas requieren unas circunstancias excepcionales para dispararse. Wole Soyinka, Premio Nobel de Literatura y buen conocedor de los dramas recientes de la política africana, nos advierte que esta forma de histeria puede manifestarse como un estallido colec­tivo y contagioso, cuyo origen no siempre puede ubicarse con exactitud en un acontecimiento causa­tivo lógico. Como en toda manifestación histérica, pierde toda su relevancia el sentido de realidad y, por tanto, la verificación de la exactitud de los argumen­tos esgrimidos para acusar a la víctima propiciatoria, la cual-no se olvide- ha sido condenada de ante­mano. Cuenta infinitamente más la embriagadora sensación de pertenecer a una comunidad de con­vicción que le ofrece, al individuo psicológicamente aislado, una promesa de certidumbre e invulnerabili­dad. Tampoco importa que los efectos de esta expe­riencia patológica, como los de la ingesta de alcohol o de cocaína, resulten efímeros. Una y otra vez, la necesidad de evacuar la insostenible acumulación de

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tendencias destructivas en el colectivo, garantiza la repetición periódica de este luctuoso ritual catártico.

Aunque no siempre, la violencia ejercida sobre las minorías, se nos presenta con la visibilidad trá­gicamente espectacular, como una erupción o un derrumbamiento, de los estallidos de histeria colec­tiva. El mecanismo del chivo expiatorio funciona, también, a través de formas menos aparatosas de violencia, pero más sostenidas y no menos temibles que un progrom. Así, ciertas minorías -como sería el caso de los gitanos- pueden ser objeto de una dis­criminación crónica, larvada, insidiosa, cínicamente sutil, persistente, apenas visible, para quiénes tampo­co tengan el menor interés en ver lo que realmente ocurre, pero de efectos catastróficos, no solo para las víctimas sino también para los victimarios, que pueden medirse en términos de pérdida del sentido de dignidad humana.

Sabemos, pues, qué función social ejerce el mecanismo del chivo expiatorio, quién puede con­vertirse en víctima propiciatoria y cómo se activa este proceso de histeria purificadora. Quedaría por preguntarnos, finalmente, acerca de quiénes pueden ser los victimarios. Inevitablemente, este interrogan­te nos sitúa en el inquietante territorio de la ambiva­lencia. De hecho, como dice Sen, la comunidad bien integrada en la que los residentes hacen instintiva­mente cosas maravillosas por los demás con pron­titud y solidaridad puede ser la misma comunidad en la que se arrojen ladrillos a las ventanas de los inmigrantes que lleguen al lugar.

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4. La búsqueda grupal de seguridad

La búsqueda individual de seguridad, como vimos en el capítulo anterior, se plantea egocéntri­camente desde el <<yo contra todos». Sin duda, una auténtica contradicción en los términos. Esa estrate­gia irrazonada e irrazonable brota de la inseguridad inherente al individuo aislado psicológicamente, que se siente, aunque no de una forma consciente, vulne­rable y, por ello, no logra materializarse en acciones que puedan procurarle una protección efectiva ante amenazas reales. Aunque todo apunta a que ni siquie­ra lo pretende, en realidad, puesto que la auténtica obsesión de esta conducta, básicamente inconsciente, no consiste tanto en procurarse una seguridad efecti­va como en reforzar, a cualquier precio, su sensación de seguridad. Pero ahí surge el problema: las medidas encaminadas a proporcionar sensación de seguridad, como las burbujas del cava, resultan tan seductoras como efímeras e insubstanciales. Dado que las causas de la inseguridad finalmente permanecen inalteradas, esa peculiar búsqueda de seguridad no puede sino aportar frustración y, con ello, aumentar la incerti­dumbre que pretendía disipar.

Esta estrategia del avestruz, que privilegia la sen­sación de seguridad en detrimento de la seguridad efectiva, no nos permite llegar muy lejos. Más tem­prano que tarde, se pone de manifiesto el sinsentido de una estrategia que, deliberadamente, concede un crédito injustificado a los temores de todo tipo que asaltan al individuo psicológicamente aislado y, por

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el contrario, no muestra el mismo interés en con­siderar seriamente los auténticos peligros a los que se halla expuesto. Sin duda, se trata de una actitud imprudente que, en no pocas ocasiones, está en el origen de unos resultados catastró,fi~os. . , .

La magnitud de este despropos1to resulta d1fícil de asumir. Podemos observarlo, por su importancia indudable en la economía del temor, en el miedo a morir asesinado a manos de un extraño, pongamos por caso. Este pánico an~estral, apenas t~:Wzado P<?r la razón, nos dicta med1das de precauc1on que, s1n embargo, con mucha frecuencia pueden llegar a ser completamente ineficaces e incluso resultar contra­indicadas. Un cierto sentido común, que se expande con una certeza a prueba de cualquier atisbo de rea­lidad que pueda contradecirla, induce a los padres a ordenar a los niños que desconfíen por completo de cualquier extraño, que no le hablen jamás, ni acep~en nunca nada de él. Aunque, esa desconfianza radical hacia «el extraño» no se reserva únicamente para la infancia. De «el extraño», en cualquier momento y lugar, cabe esperar todo mal imaginable. Siempre aguardando en la oscuridad de nuestro temor, opor­tunista y desalmado, «el extraño» reúne en una misma figura todos y cada uno de los rasgos que, en su conjunto, dibujan -lombrosianamente15

- un

15. Un aspecto particularmente difundido de la obra de Cesare Lombroso (1835-1909) es la concepción del delito como resultado de tendencias

innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonó­micos de los delincuentes habituales (asimetrías craneales, determinadas

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Polivalente retrato robot del ladrón el estafador el ' ' secuestrador, el violador, el terrorista y el asesino

(toda una ganga: seis en uno). Esta certidumbre, aparentemente incuestiona­

ble, inspira actitudes y medidas preventivas que nos alejan físicamente pero aún más psicológicamente de los desconocidos y, en particular, de aquellos que parecen llevar inscritos en sus rasgos étnicos la condición de asesino en potencia, que nos impulsan a evitar los lugares públicos mal iluminados y las zonas de la ciudad mal reputadas, que nos privan de salir de casa a ciertas horas, que, por consiguiente, nos encierran cada vez más en el recinto progresi­vamente fortificado (con puertas blindadas, alarmas conectadas a una central, cámaras, perros y armas) del hogar y que, en definitiva, nos empujan a buscar refugio en «los nuestros» para protegernos solidaria­mente ante la amenaza de <dos otros».

Con todo, estas estrategias preventivas, dicta­das por el miedo al extraño, no pueden alterar una realidad inquietante: los malos tratos, las amenazas, las coacciones físicas y psíquicas, los chantajes, los abusos sexuales a los menores, las violaciones y los asesinatos ocurren principalmente entre personas conocidas, con frecuencia en el círculo más íntimo de amistades e incluso en el seno de la propia familia;

formas clt: mandíbula, orejas, arcos supcrciliarcs, etc.). Sin embargo, en sus ohras se mencionan también como factores criminógcnos el clima, la oro­

grafía, el grado de civilizacic)n, la densidad de población, la alimentación,

el alcoholismo, la instrucción, la posición económica y hasta la religión.

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el lugar de los hechos más repetido no es un lugar desconocido, un callejón inhóspito, un lúgubre pasi­llo del metro o una esquina poco iluminada, sino el dormitorio conyugal, el despacho de gerencia, la sacristía o el patio de la escuela. Y el perfil prototí­pico del agresor no se asemeja en absoluto al que impregna el imaginario colectivo y que viene siendo tan profusamente alimentado a través de los medios de comunicación: se trata de un conocido, probable­mente un amigo, una persona respetable, de mucha confianza, un familiar cercano incluso el más próxi­mo, de quien no hubiera cabido sospechar; y no solo para las agresiones menos graves, sino también para los crímenes más horrendos, incluido el asesinato en todas sus variantes.

Nada que ver, en todo caso, con esa visión deformada que promete exorcizar el riesgo de vio­lencia proyectándolo en lo desconocido y en «el extraño». Lo cierto es que, mal que nos pese, el peli­gro mayor y más cierto se halla no ante sino detrás de la puerta blindada, en el recinto inviolable de la intimidad familiar, entre los muros de la empresa, de la escuela o de la iglesia; oculto, en gran medida, bajo una execrable losa de silencio fruto del pánico de unos y la complicidad de otros, desbordando los límites estrechos de las estadísticas policiales y judiciales e incluso de las encuestas de victimización, que permite mantener impunes los actos más infa­mes y, a su vez, sostener la creencia tranquilizadora que el peligro está siempre en otra parte y que la violencia incumbe solo a los demás.

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Y es que, en la economía del miedo, caiga quien caiga, debe mantenerse la estrategia del avestruz. De no hacerlo así, podría convertirse en insostenible la conciencia de la fragilidad del orden que mantiene la violencia relativamente contenida, fragmentada, aislable, circunscrita exclusivamente a ciertos luga­res e imputable a unos muy determinados grupos sociales. Porque, en el fondo, todos sabemos que el caparazón que impide a los individuos «norma- ~ les» -es decir, que habitualmente no se comportan como delincuentes y de forma violenta- estallar de repente en una furia incontenible es inquietantemen-te frágil. Y, por consiguiente, nada puede garantizar­nos tampoco que nuestra civilizada sociedad no vaya a desmoronarse sin previo aviso en medio de una auténtica ordalía de violencia, saqueo y destrucción. ¿Quién hubiera podido imaginar cuando en 1984 se celebraron los Juegos Olímpicos de Invierno en Sarajevo que apenas ocho años más tarde, la capital de Bosnia y Herzegovina, quedaría destruida por una guerra de tres años que causó cerca de 100.000 víctimas y 1 ,8 millones de desplazados?

La búsqueda individual de seguridad supone, pues, una estrategia evolutivamente rudimentaria que únicamente puede procurarle al individuo psi­cológicamente aislado una protección ilusoria y efí­mera ante amenazas fantasmagóricas (estrategia del avestruz). Asimismo, en un contexto social marcado por la exacerbación del individualismo desesperado, la masificación de esta práctica evasiva se convierte en un caótico <<yo contra todos» que, paradójicamen-

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te, deviene la mayor fuente de inseguridad («sálvese quien pueda»).

La yuxtaposición caótica de esfuerzos indivi­duales por lograr, desesperadamente, una sensación duradera de protección no permite, en absoluto, acceder al siempre escurridizo bien público de la seguridad. Más bien al contrario, este auténtico «sál­vese quien pueda» se convierte, fácilmente, en un problema muchísimo peor que el que se pretendía resolver. De manera que la seguridad, perseguida ansiosamente mediante esta combinación funesta de estrategia del avestruz y «sálvese quien pueda» deviene un espejismo que, en lugar de orientarnos, nos extravía aún más si cabe.

La primada acordada, en la búsqueda individual de seguridad, a la sensación de invulnerabilidad en detrimento de una protección efectiva (estrategia del avestruz) y, asimismo, a la persecución individual de un bien público («sálvese quien pueda») permite explicar la expansión prodigiosa -especialmen­te en las dos últimas décadas-, en los ámbitos económico y político, del «comercio de la seguri­dad» y de la <<política del miedo» respectivamente. Paradójicamente, el éxito indiscutible de ambas formas de obtener beneficios del temor ajeno, ya sea en la forma de réditos económicos o bien políticos, constituye la expresión más ostensible de la imposi­bilidad intrínseca de lograr el propósito que orienta la búsqueda individual de seguridad. Es decir, cuanta más (percepción de) inseguridad, más medidas de seguridad que, a su vez, aumentan la inseguridad y así

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sucesivamente. A esta regla simple, aunque drástica, deben su crecimiento exponencial tanto el negocio de la seguridad privada como las políticas que bus­can en la inseguridad de los electores el sustento para propósitos de una más que discutible utilidad pública que, de otra forma, podrían encontrar resis­tencias insuperables. Lo cual plantea, por lo menos, una cuestión crucial: ¿cómo las políticas públicas de seguridad pueden hacer una lucha efectiva contra los riesgos reales y la reducción de miedos públicos a riesgos inexistentes o bien irrelevantes? O, en los términos con que lo plantea Sunstein, ¿cómo debe­ría responder un gobierno democrático al miedo público? El propio Sunstein sugiere que si el público tiene miedo a un riesgo trivial, una democracia deli­berativa no debería responder intentando reducir ese riesgo, sino utilizando sus propias instituciones para disipar un miedo público infundado. Solo de esta forma, las democracias deliberativas pueden sustraerse a la tendencia de los sistemas populistas a caer presos del miedo público cuando éste no tiene razón de ser y emplean salvaguardas instituciona­les para controlar el pánico público. Esas mismas salvaguardas entran en juego cuando el público no tiene miedo de un riesgo que, en realidad, es serio. Cuando éste es el caso, una democracia deliberativa toma medidas, ya sea a requerimiento del público o por propia iniciativa. En este aspecto, un sistema democrático que funciona correctamente se apoya en la ciencia (que no siempre puede ser concluyente) y en lo que puedan decir los expertos (que pueden

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equivocarse), además de conceder un gran peso a los valores del público (que no a sus errores de hecho); y, de esta forma, rechaza el populismo simple.

Llegados a este punto, cabe preguntarse si resul­ta razonable esperar mejores resultados de una bús­queda grupal de seguridad. Puesto que se trata de un bien público lo que está en juego y que, fruto de la evolución de la conciencia, la búsqueda individual de seguridad se nos muestra ahora como una contradic­ción en los términos, entonces parece inevitable que el <<yo contra todos» deje paso al <<nosotros contra ellos».

En efecto, como hemos visto, ante el desarraigo al que propende la globalización homogeneizado­ra y la ansiedad crónica a la que nos condena el aislamiento individualista, la dimensión particular del mundo contemporáneo se nos ofrece como un refugio prácticamente irresistible. No cabe duda que saberse miembro de un grupo aporta seguridad, tanto efectiva como simbólica, a la fragilidad de la existencia: por una parte, mediante las redes de ayuda mutua ante los riesgos más temidos y, por la otra, encauzando colectivamente el deseo individual de permanencia más allá de la muerte.

Un elemento crucial, en la búsqueda grupal de seguridad, lo constituye la identidad. Por el meca­nismo de identificación, el ser individual materializa su dimensión social y obtiene, a la vez que también aporta, los beneficios de una red de ayuda mutua. En círculos concéntricos, el individuo se incorpora gradualmente --o bien revalida conscientemente su

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pertenencia- a realidades colectivas -una familia, una profesión, una ciudad, una etnia, una nación, una religión- que le permiten trascender los estre­chos limites de su individualidad.

No se debería, pues, menospreciar el potencial atesorado en las identidades múltiples para aportar significado a la existencia humana. Lo cual no impi­de, sin embargo, que una identificación exclusiva con alguna de dichas realidades colectivas, pueda ser la causa principal de una reacción particularista, esencialmente intolerante con las otras identidades y que, inevitablemente, se convierta en el catalizador de las más deleznables formas de violencia colectiva.

En el mejor de los casos, la búsqueda de seguri­dad en el refugio que ofrece el grupo, podría aparecer como una opción razonable y sin contraindicaciones evidentes. Se trata de apoyarse mutuamente ante las inclemencias de la existencia y procurarse una protección creíble ante las agresiones de otros seres humanos. Todo ello con un propósito fácil de com­prender: no quedar a la intemperie, ni en medio de la naturaleza ni de la sociedad y sin por ello alimentar, necesariamente, ninguna intención agresiva. Ocurre, sin embargo, que una parte nada desdeñable del volumen global de violencia, existente en el mundo, se materializa a través de toda suerte de conflictos en los que se enzarzan encarnizadamente entre si, una y otra vez, jaurías de la más diversa índole. La realidad no se compadece, por tanto, con el deseo.

En todo caso, la búsqueda grupal de seguridad constituye un salto evolutivo, que trasciende a la

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vez que integra el estadio precedente, es decir la búsqueda individual de seguridad. Efectivamente, la preocupación exclusiva y excluyente por sí mismo se incluye en una visión superior que es capaz de asumir la protección de quienes constituyen el grupo de pertenencia. Un objetivo meramente individual se amplía y se convierte, así, en una tarea grupal. Sin embargo, la identificación grupal supone un tipo de lealtad a una porción de la Humanidad­una nación, una clase- que excluye la lealtad a la Humanidad entera16

• De manera que el «nosotros contra ellos» deviene una prolongación y en buena medida una intensificación del <<yo contra todos» y, por consiguiente, la búsqueda grupal de seguridad no logra eludir la lógica funesta de la búsqueda individual de seguridad, dado que, en realidad, más que una auténtica innovación, la búsqueda grupal de seguridad, supone un desplazamiento de la frontera originaria (es decir, la línea de fractura en la que emergen violentamente los conflictos) desde la esfe­ra estrictamente individual a la grupal.

16. El escéptico dice: «Usted me pide que me interese por todos los demás. Pero a los seres humanos solo nos interesa la gente con quien comparti­

mos una identidad: nacional, familiar, religiosa, etcétera. Y esas identida­des adquieren su energía psicológica del hecho de que para cada grupo incluyente hay un grupo excluido. Amar a los Estados Unidos implica, en parte, odiar --o, al menos, rechazar- a todos los enemigos de los Estados Unidos: la amistad es la hija del conflicto» (Appiah).

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Capítulo III

¿SÁLVESE QUIEN PUEDA?

La búsqueda individual y grupal de seguridad, impulsada respectivamente por la ansiedad egocéntri­ca y etnocéntrica, logra justamente lo contrario de lo que pretende, es decir, produce la máxima inseguridad tanto en el individuo como en la colectividad. Y, para­dójicamente, la única seguridad posible solo puede emerger de una aceptación plena de la inseguridad.

La existencia humana es un producto extre­madamente frágil de la evolución de la vida que, sin embargo, le corresponde desplegarse en unas condiciones ambientales intrínsecamente peligrosas. Por ello, la enfermedad, el accidente, la degradación física y psíquica y, al final, la muerte no constituyen infortunios extraordinarios sino hitos comunes en la trayectoria vital de todos y cada uno de los seres humanos, sin excepción posible. N o son pocas las culturas ni los individuos que han aceptado ese hecho tan simple como crucial, logrando así tras­cender la engañosa dialéctica entre resignación y rebeldía. En efecto, aceptar la inseguridad propia de la existencia está tan lejos de constituir una actitud resignada --que nos hace incapaces de afrontar responsablemente los peligros-, como de la pueril

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resistencia a admitir nuestra condición mortal--que nos arrastra hacia una búsqueda insensata de per­manencia más allá de lo razonable. Ni la resignación ni la rebeldía, en tanto que modalidades distintas de una misma incapacidad para asumir la radical incer­tidumbre de la vida, resultan pues ser el mejor fun­damento para Una estrategia plausible de seguridad. Más bien al contrario.

Aceptar serenamente la inseguridad propia de la existencia puede convertirse, por su capacidad apaciguadora, en el mejor antídoto para la enfebre­cida búsqueda de seguridades ilusorias. La única seguridad posible empieza, por consiguiente, en el abandono consciente del deseo quimérico de sus­traerse al alcance de cualquier peligro, de convertirse en invulnerable, de arriesgarse sin asumir las con­secuencias desagradables y, en definitiva, de eludir la cita con la muerte. Sabernos inseguros nos evita obcecarnos en persecuciones infructuosas, y por ello, frustrantes, de algo que no se halla a nuestro limitado alcance. Y, de esta forma, podremos con­centrar toda nuestra energía, mediante la atención consciente, en afrontar prudentemente -es decir, asumiendo la responsabilidad con uno mismo, con los demás y con lo demás- las incertidumbres que van jalonando toda trayectoria vital.

Este primer paso en el despliegue de una con­ciencia mundicéntrica nos lleva inevitablemente a constatar que toda seguridad es relativa, efímera, ambivalente. No hay que olvidar que la vida pro­gresa, no solo en los organismos biológicos sino

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también en los sociales, en un equilibrio inestable y potencialmente trágico entre la atracción de dos polos: innovación-libertad y estabilidad-seguridad. Y a hemos visto que, en este funambulismo ineludi­ble, cualquier desequilibrio resulta fatal, siéndolo por igual si se trata de un abuso de libertad (innovación) que de un exceso de seguridad (conservación). La única senda practicable se nos aparece paso a paso, cada vez que renunciamos conscientemente a aten­der los cantos de sirena tanto de una libertad como de una seguridad que pugnan por un imposible dominio absoluto. De manera que la seguridad es relativa o no es ni seguridad ni libertad.

Es necesariamente relativa, la seguridad. Pero, entonces, también efímera. A una fase de innovación le sucede otra de estabilidad y, a ésta, una innovación más, y así sucesiva e indefinidamente. Es decir, el despliegue de la libertad aporta, tanto en el individuo como en la colectividad, los recursos requeridos para afrontar creativamente las situaciones nuevas y, por tanto, alienta la realización completa del potencial propio. No se trata, sin embargo, de un progreso lineal e ilimitado, sino de una modalidad de avance más sutil que adopta la desconcertante forma del vai­vén. Es por ello que toda innovación lleva implícito el germen de la estabilización; y, llegado el momen­to, la algarabía creadora se transforma en necesidad de asentamiento y de ordenación. Y viceversa, claro está, porque todo orden termina atrofiándose y abriendo, así, la vía para un nuevo impulso renova­dor. No se trata, tampoco, este vaivén entre la liber-

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tad y la seguridad de una secuencia armónica. No se nos olvide que libertad y seguridad pugnan por desplegarse absolutamente y que solo la simetría de designios logra imponer un ritmo que expresa más un compromiso inevitable, dificil y constantemente cuestionado, que un acuerdo voluntario. Por obra de esta sabiduría invisible, la seguridad evita al exceso de libertad tanto como la libertad impide el exceso de seguridad. No necesariamente se produce, todo ello, de manera pacífica, por supuesto.

Relativa, efímera, la seguridad también es ambi­valente. La sabiduría oriental, más que la occidental, enseña prudentemente a pensar en la inseguridad en los momentos que se disfruta de seguridad y en la seguridad cuando se sufre la inseguridad. Porque en cada cosa se prefigura su contrario. Así, el for­talecimiento de la seguridad, ineludiblemente, pro­voca algún retroceso -más o menos grave- en la libertad, lo cual supone, como decía mi abuela, desvestir a un santo para vestir a otro. Finalmente, uno u otro acaba siempre resfriado. En todo caso, procurarse seguridad supone concentrar la atención selectivamente en un peligro (la droga, el terrorismo, el crimen organizado o la inseguridad ciudadana) al que, por no importa ahora qué consideraciones, se convierte en el catalizador del miedo, lo cual supo­ne que se desatiendan otras amenazas (la catástrofe ecológica) e, incluso, la propia responsabilidad en la producción de riesgos (la pobreza, el hambre, las enfermedades evitables, la fractura social). Tarde o temprano, esta seguridad aparente se desvanece

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ante la tozuda persistencia del resto de factores de inseguridad temerariamente ignorados. Y, claro está, también las situaciones de inseguridad, que tanto nos pueden perturbar, están anunciando ya una nueva situación de estabilidad. De hecho, ninguna revolución se limita a derruir un orden -ya sea el sistema político, el modo de producción o la estruc­tura social- sino que también es instauradora de un nuevo orden. Inseguridad y seguridad no pueden ser comprendidas si no es desde la perspectiva de su complementaria alternancia.

Esa seguridad a la que podemos aspirar razona­blemente -es decir relativa, efímera, ambivalente­se encuentra prefigurada justo allí donde se produce la inseguridad. Tiene sentido: ¿dónde cabe buscar la solución sino en el núcleo del problema? Lo cual requiere, indudablemente, asegurarnos que el problema está correctamente formulado. No es tan obvio como pudiera parecer. Entonces, cualquier búsqueda de seguridad debiera empezar por plantear el problema de inseguridad, que pretende resolver, en sus justos términos. No se trata, en ningún caso, de un esfuerzo prescindible. Ni siquiera puede considerarse como un retraso en la búsqueda de la solución. Asegurarse que el problema de inseguridad está debidamente planteado -y, por consiguiente, plenamente comprendido- es el primero, pero el más decisivo, de los pasos a seguir a fin de lograr toda la seguridad que está a nuestro alcance.

Toda seguridad es, esencialmente, un est~do de ánimo. Contrariando la creencia más extend1da,

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«sentirse» -incluso más que «saberse>>-- seguro constituye el objetivo real de la demanda de seguridad surgida de una visión egocéntrica o bien etnocéntrica. ¿Cómo, pues, lograr una solución objetiva (externa) a un problema eminentemente subjetivo (interno)? No puede sorprendernos que una característica común a las más diversas estrategias de seguridad, privadas y públicas, sea su paradójica capacidad para aumentar aún más la demanda de seguridad que pretenden satis­facer. Ahí radica, precisamente, el secreto del éxito de la industria privada de la seguridad: la demanda es infinita. Como las industrias del tabaco, del alcohol o de la pornografía, la industria de la seguridad privada juega con la ventaja inconmensurable que propor­ciona, mediante la adicción, una demanda cautiva. Consumir tabaco, alcohol o pornografía no satisfacen ninguna necesidad sino que alimentan un deseo que, por su propia naturaleza, es literalmente insaciable. Asimismo, consumir seguridad no apacigua la insegu­ridad sino que la hace crónica. Lo mismo ocurre, sin embargo, con las políticas públicas de seguridad. Tal y como si se echara agua en un cubo agujereado, nunca hay suficientes policías, leyes y cárceles. La insegu­ridad no atiende a razones, a cifras o a resultados y su voracidad no conoce límites: mal si se ven pocos policías y peor si se ven demasiados. Todo sirve para alimentar la inseguridad y nada basta para aplacarla. Una auténtica tenia, el ansia de seguridad.

Hacer la compra antes de almorzar, dicen, no es buen asunto: se compra más de lo que se necesita. Asimismo, la inseguridad (ese temor difuso pero

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persistente) no resulta el mejor consejero a la hora de tomar decisiones de seguridad. Toda protección parece poca cuando uno se siente vulnerable. Quien mejor lo sabe son los vendedores, ya sea de produc­tos de alimentación o de seguridad. La prosperidad de ambos negocios requiere clientes hambrientos e inseguros, respectivamente, insaciables, en definitiva. En ambos casos, el antídoto es el mismo: una mayor capacidad de reflexión, es decir, de pausa para pon­derar el imperativo impulso consumista. No siempre, por no decir casi nunca, la auténtica seguridad viene dada por la agregación de medidas de seguridad, en su sentido más amplio, a una situación de insegu­ridad insuficientemente comprendida. ¿Qué mejor protección que identificar lo que realmente nos hace vulnerables? Ello permite invertir la lógica con la que, desde los estadios egocéntricos y etnocéntrico de conciencia, se pretende inútilmente lograr seguridad. El remedio, entonces, es tan sencillo como eficaz: evitar aquellos actos, individuales y colectivos que nos exponen innecesariamente al peligro. O, si se quiere, prevenir antes que curar. En todo caso, más y mayores medidas de protección no garantizan mejor seguridad que una prudente eliminación, de raíz, de los factores que alimentan la inseguridad. •

Comprender es actuar. Esto significa descon­fiar de lo binario y alejarnos de los simplismos. La primera medida de seguridad consiste en ver con absoluta nitidez el peligro y alejarse de él sin más dilación. Si el fuego quema, retiro la mano. Resulta más seguro que mantener la mano en el fuego

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mientras busco la forma de no quemarme. A menos que se pretenda cuadrar el círculo. No se trata, pues, tanto de «qué hacer» sino, ante todo, de «qué dejar de hacer>> para estar razonablemente seguro. Sabemos que la velocidad, el alcohol o la distracción causan la mayor parte de los muertos y los heridos en accidentes de circulación. Entonces, ¿qué resul­ta más seguro: añadir, incesantemente, todo tipo de artilugios de protección a los vehiculos, o bien reducir la velocidad, no beber si se va a conducir y evitar las distracciones? La primera de las opciones juega con la ventaja, una vez más, de que no requie­re modificar hábitos y, sobre todo, no exige una mayor conciencia, basta con estar dispuesto a pagar por las sucesivas medidas de seguridad. Llevada al paroxismo -como ocurre en las carreras ilegales, pero no únicamente-, esta disponibilidad a pagar por no asumir la propia responsabilidad, incluye la previsión de las posibles sanciones. Sin embargo, el modelo de movilidad resultante de esta exas­peración individualista deviene colectivamente en insostenible a causa de la persistente siniestralidad, la contaminación atmosférica y acústica, la ocupación del espacio público, así como por su contribución decisiva al cambio climático.

1. La sociedad del riesgo mundial

Ante tanto particularismo excluyente, la dimen­sión universal del mundo contemporáneo, por efec-

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to del proceso de globalización, ofrece un carácter ecuménico que nos sensibiliza en nuestra común condición humana solidaria (frías, 2005). En efecto, durante los treinta últimos años, hemos asistido a un hecho histórico sin precedentes: la posibilidad de acceder a las culturas de todo el mundo. Por ello, como señala Wilber (2007), el conocimiento es hoy en día global, lo que significa que, por primera vez en la historia, cualquier persona tiene la posibilidad de acceder no solo a la totalidad del conocimiento, sino también de la experiencia y la sabiduría acumu­ladas por todas las grandes civilizaciones premod.er­nas, modernas y postmodernas. Pues, como bten señala Bajoit, la globalización no se reduce a una cuestión meramente económica, sino que supone también una sensibilidad extrema acerca de todo lo que ocurre en cualquier parte del mundo, a causa de la extraordinaria circulación de las informaciones Y de la difusión de modos de vida y de consumo. Una nueva manera de representarse el mundo y de con­cebir la vida se está generalizando en todas l?artes. Sin embargo, tampoco nunca antes se había vtslum­brado con tanta claridad el riesgo de catástrofe pla­netaria que, tanto en la dimensión ecológica como en la social, paradójicamente se deriva del éxito en la colonización humana del planeta.

La autoextinción de la Humanidad no es una posibilidad remota, sino una probabilidad cierta. Hasta el punto, como remarca Grof, que so.mos la primera especie que ha desarrollado el potenctal p~ra cometer un suicidio colectivo. Lejos tanto de fatalis-

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mos milenaristas como de escepticismos voluntaris­tas, la realidad trágicamente pertinaz de Hiroshima y Nagasaki marca los hitos catastróficos de un incomprensible proceso colectivo. ¿Qué sentido tiene olvidarlo? Con la Guerra Fría, el potencial de autodestrucción de la humanidad entera, acumulado en manos de las dos grandes potencias, llegó a des­bordar todos los limites imaginables; hasta el punto que resultó necesario inventar una nueva unidad de medida: megadeath, palabra con la que se designaba un volumen de un millón de muertos (Anders). Con la desaparición abrupta de la Unión Soviética, una parte importantisima del arsenal nuclear mundial -. per? también químico y bacteriológico- quedó dtsemtnado y, en gran medida, incontrolado. Ahora mismo, nuevos estados ya disponen de un arsenal nuclear -Israel, Pakistán, India, Corea del Norte- y por lo menos veinte más se hallan en camino de conseguirlo.

Desde la Segunda Guerra Mundial, por tanto, no solo ha crecido la capacidad total de destrucción me~li~r:te el uso de -~rmamento nuclear, sino que su tructal concentracton (exclusivamente en manos de la Unión Soviética y los Estados Unidos) ha ido derivando hacia una progresiva dispersión. Es decir al «equilibrio del terror» -basado en una amenaz~ nuclear equiparable entre las dos grandes superpo­tencias mundiales y, por consiguiente, mutuamente controlado- le ha sucedido un «desequilibrio del terror>> -una inquietante diseminación del arsenal nuclear entre una cantidad creciente de estados-.

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E, incluso, nada nos puede garantizar ya que organi­zaciones no-estatales no puedan disponer de armas de destrucción masiva, ya sean químicas, bacterioló­gicas o nucleares (especialme~te_ «sucias»). ~1 ataque que la secta japonesa Aum Shinrtkyo efectuo con gas satín en el metro de Tokio el 20 de marzo de 1995, como señala Townshend, abría la posibilidad de un asesinato en masa verdaderamente escalofriante: posteriores operaciones policiales probaron que los Aum poseían suficiente Sarín como para matar a más de cuatro millones de personas. Beck (2009) sintetiza así el riesgo de catástrofe planetaria: <<La asociación de nación, religión y violencia caracterizó el siglo XIX y culminó en las g~erras mundi~le~ del siglo xx. El terror ante una postble guerra ato~uca y la sociedad del riesgo mundial no solo no dest1_erran estos peligros, sino que los acumulan y generalizan».

Parece, pues, que no deberían resultar necesa­rias más evidencias para prever la catástrofe planeta­ria a la que nos precipita la creación, la diseminación y el progresivo descontrol de un arsenal ?e armas de destrucción masiva que, globalmente, dtspone de la incomprensible capacidad de hacer de~aparec~r a la Humanidad de la Tierra no una vez stno vanas, es decir, lo más parecido a la situación de un conde­nado en el corredor de la muerte, a la espera de la ejecución no de una sino de varias penas de mu~rte. Un despropósito que podría resultar chocante s1 no fuera trágico. .

El riesgo nuclear es, en un doble senttdo, un riesgo global. Es global porque no reconoce fronte-

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ras ni territoriales ni temporales y, por tanto, afecta a la Humanidad en todo el planeta y más allá de las actuales generaciones. Y es un riesgo global, en su sentido más literal, porque la sucesión de catástrofes nucleares (solo relativamente locales) «todavía>> no han precipitado la catástrofe definitiva (planetaria). Aunque también porque no se trata de un accidente del progreso técnico científico sino del resultado -indudablemente más indeseable- de su éxito.

Ciertamente, la totalidad de los nuevos riesgos -incluido, por supuesto, el nuclear- que confi­guran la sociedad del riesgo se despliegan al mismo ritmo que lo ha venido haciendo, especialmente en el último siglo, el extraordinario desarrollo industrial basado en unos no menos colosales avances técnico científicos. Beck (2008) remarca, en este sentido que el cambio climático, por ejemplo, es el producto del éxito de una industrialización que desprecia siste­máticamente sus efectos tanto sobre la Naturaleza como en la Humanidad

Morimos, pues, de éxito. No sería la primera vez -si éste fuera el caso- que una civilización que ha desafiado a la Naturaleza terminara desapareciendo no a manos de un enemigo exterior sino, justamente, debido a su dudoso éxito en la explotación excesiva de su entorno17

• Pero no es ya el destino de una civili-

17. Fernández-Armesto (2002), Broswimmer (2005) y Diamond (2006) documentan algunos de los casos más perturbadores y, especialmente, extraen de ellos las lecciones gue un progreso auténtico, en ningún caso, hubiera debido desdeñar.

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zación local-es decir, una parte de la Humanidad-, sino la existencia humana sobre la Tierra, la que se halla amenazada por el éxito de la civilización global en su propósito de colonizar, desde Europa, el resto del planeta. El riesgo global, por consiguiente, se configura al mismo ritmo que se impone en el con­junto del planeta -en tanto que sociedad del riesgo mundial-la civilización occidental.

Así, una vez más en la historia de la Humanidad, aunque por primera vez a escala global, el éxito en el despliegue de estrategias civilizadoras -basadas, en esta etapa, en la disponibilidad de un crecien­te arsenal de artefactos devastadores- es, a su vez, la condición inevitable de su fracaso. Beck1

1l

remarca enfáticamente esta característica paradó­jica de la sociedad contemporánea: nunca antes, la Humanidad, había estado tan cerca como ahora de la autoextinción y, al mismo tiempo, jamás había resultado tan factible la emergencia de una concien­cia mundicéntrica (o auténticatnente cosmopolita) capaz de frenar -quién sabe si a tiempo- esta insensata carrera hacia la nada.

Ciertamente, en la sociedad del riesgo mundial, se extiende la conciencia acerca del alcance planetario y la potencialidad catastrófica de los riesgos que se han ido expandiendo, pandémicamente, al mismo ritmo de la colonización humana de la Tierra. De tal

1 H. En la rclectura (2007) de su tesis inicial de l,a .roCÍ!'tlarl rM rÍF.W.O (19H6),

posteriormente ! .. a .wáerlarl dd rie.~go .e.fobal (1999).

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forma que un riesgo que no se detiene en las fronteras politicas no podia sino erosionar el mito fundacional del estado moderno, según el cual el estado soberano sería capaz de garantizar la seguridad en el interior de sus limites territoriales. Lo cual constituye, indu­dablemente, una verdad extremadamente difícil de asumir por parte de las autoridades gubernamentales, dado que son conscientes de los enormes costes que supondría abandonar su pretensión de ser los provee­dores monopolisticos de seguridad a la población: la contrapartida de reconocer los peligros es el fracaso de las instituciones, la justificación de las cuales es justamente la no existencia de peligros (Beck, 2008).

E pur si nmove! Cada vez se hace más evidente el fracaso estatal en su propósito (en última instancia, ~robablemente insensato) de erigirse en garante exclu­s~vo de la seguridad pública, acaparando monopolis­tlcamente los recursos de protección anteriormente dispersos en la sociedad19

• Asimismo, resulta progre­sivamente más difícil enmascarar la responsabilidad compartida, en este fracaso del estado (en su confi­guración actual), de la tecnociencia y del mercado. La fe ilustrada en la bondad intrínseca del progreso tecnocientífico, juntamente con la más reciente devo­ción neoliberal por el potencial ilimitado del mercado, ta~poco podian quedar indemnes ante la previsión (nesgo) de una ~atástrofe planetaria. De manera que, en una secuencta de defraudación de las enormes

19. Esta tesis se desarrolla en Curbet, 2009.

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expectativas provocadas, la tecnC?ciencia ~special­mente a partir de la segunda m1tad del stglo xx­genera nuevos riesgos (cada .vez más globales y .mer:?s controlables) además de btenestar; la entroruzacton capitalista del mercado produce exclusión s<?cial junto con riqueza; y, finalmente, el estado se ve tmpotente para gestionar los ~onflictos ( ca~a vez más r:umero­sos) debidos a los nesgas y la destgualdad so~tal. . .

La previsión de una catástrofe planetana antlcl­pa el resultado probable de un proceso, ~n el qu~ nos hallamos inmersos. Este es el punto cntlco: el nesgo anticipa la probabilidad fundada de la catástrofe (peligro) y, por consiguiente, no.s concede la op?r~u­nidad de modificar la trayectorta que nos prec1p1ta, sino hacia un desenlace fatídico. De manera que, tal y co~o bien percibe Beck (2008), los riesgos globa­les liberan inesperadamente un momento cosmopo­lita histórico, es decir, en la medida en que anticipan la muerte colectiva, también liberan un impulso moral y político que aspira a equilibrar, más .allá. ?e fronteras y trincheras de todo orden, la globalizac1on económica, política y cultural. , .

Pero, ¿qué nos falta para poder prever mtld~-mente el espanto insostenible ?e la t?era prob~~l­lidad de una catástrofe planetana debtda a la acc1on humana? Racionalmente, resulta incomprensible que puedan resultar necesarias aún más evidencias para darnos cuenta, pongamos por caso, de la gravedad del cambio climático y de quién es el responsable. Tal y como se puso de manifiesto en el Informe 2007 del Intergovernmental Panel on Climate Change, el

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debate académico sobre el cambio climático ha concluido. Sin embargo, las discusiones políticas y morales al respecto se hallan en un punto nuevo. El principal culpable del calentamiento climático global-afirman los científicos con una unanimidad poco frecuente en una cuestión tan compleja-es el ser humano. La auténtica novedad, la importancia histórica inclusive, del contenido de este informe es la contundencia con la que desarma cualquier intento de excusarse o bien de dudar acerca de que la causa del evidente cambio climático lo sea el ser humano (forres). Y lo mismo puede decirse acerca de la extinción de especies. La Tierra pierde especies a una velocidad sin precedentes en la experiencia humana. En el mundo contemporáneo, el goteo normal de extinciones se ha transformado en una hemorragia incontrolable en la que desaparecen diariamente cien o más especies. El proceso actual de extinción solamente presenta algún parecido con las tres grandes extinciones en masa catastróficas del remoto pasado geológico. Ecocidio designa el terrible alcance y los efectos acumulativos de esta crisis de extinción masiva y de destrucción de los hábitat inducida por la especie humana (Broswimmer).

2. Una conciencia mundicéntrica

Jean Jaures, en su discurso a la juventud en el año 1903, advertía que la noche de la servidumbre y de la ignorancia no se desvanece con una iluminación

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repentina. Dicho de otra manera, probablemente no nos baste con aceptar racionalmente las evidencias documentadas de un auténtico riesgo planetario para comprender plenamente que todos nosotros cons­tituimos una comunidad de peligro mundial (Beck, 2008) y, por consiguiente, para actuar en base a una nueva ética de la responsabilidad planetaria Qonas).

Con todo, a pesar de los escepticismos y las tergiversaciones, ante el alcance y la profundidad de los riesgos globales (ecológicos, económicos, socia­les), a partir de ahora nada de lo que ocurra quedará circunscrito localmente (todos los riesgos esencia­les son riesgos globales) y, en contrapartida, cada riesgo local es también el resultado de la situación de la Humanidad. Así es el caso del problema del agua: Naciones Unidas estima que 1.000 millones de personas se hallan sometidas al llamado «estrés del agua>>, es decir, que tienen acceso a menos agua de la que necesitan. Con el cambio climático, las previsiones son escalofriantes: más de 3.000 millo­nes lo sufrirán en el año 2025 y 5.300 millones en el año 2050. Un casNs belli que puede afectar al planeta entero (Folch).

¿Qué se interpone, pues, entre la evidencia razonada de un riesgo global -que ya no admite ilusos intentos de escapatoria individual o local­y la emergencia de esta imprescindible conciencia mundicéntrica que nos permita, finalmente, eludir el peligro de autodestrucción? En el estadio actual de la evolución humana -dominado aún por la exaspe­ración del individualismo competitivo y consumista,

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así como por la proliferación de particularismos excluyentes-, lo que necesitamos con mayor pre­mura (el acceso a una seguridad mundicéntrica) es también, paradójicamente, para lo que nos hallamos menos capacitados. Son cuatro, desde mi punto de vista, los obstáculos principales que nos correspon­de superar. En primer lugar, hemos perdido -en realidad olvidado- la conciencia de nuestra vulne­rabilidad ante los fenómenos naturales y, por tanto, también la noción de cuál es nuestro lugar en la Tierra. En segundo lugar, ebrios de orgullo técnico científico, hemos llegado a creer que lo podemos hacer todo y que todo lo que se puede hacer debe hacerse, inclusive, que podemos arreglar todos y cada uno de los desastres causados por el progreso. En tercer lugar, el individualismo desesperado tanto como el particularismo excluyente nos han hecho olvidar el sentido de Humanidad y, en la medida en que nos confronta competitivamente a todos contra todos, nos incapacita para enfrentar colectivamente (¡cómo si no!) los riesgos que amenazan la continui­dad de la especie. En cuarto lugar, por consiguiente, vivimos atemorizados -cuando no aterrorizados­y, así pues, buscamos solitaria y frenéticamente segu­ridad a casi cualquier precio, incluida, por supuesto, la renuncia voluntaria a la libertad. Esto constitu­ye, por sí mismo, una nueva y relevante causa del aumento incesante de la inseguridad mundiaL

Por todo lo cual, en las palabras de W alsh, la evolución humana se encuentra ahora ante un abismo creado por ella misma. Esta conciencia

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que luchó durante millones de años por asegurar la supervivencia humana se halla actualmente a punto de agotar los recursos de su planeta, de convertir en inhabitable su entorno y de crear los instrumentos de su propia autoaniquilación. ¿Puede esta misma conciencia desplegar la sabiduría necesaria para abandonar esta práctica catastrófica? ¿Podemos desarrollar suficiente autocomprensión como para reducir nuestra destructividad y madurar con sufi­ciente rapidez como para traspasar a tiempo esta crisis evolutiva?

La emergencia de la conciencia constituye uno de los productos más sofisticados de la evolución humana. Pero no es, en absoluto, un lujo prescin­dible. Ahora menos que nunca. Nos urge ver con claridad, es decir comprender, un hecho crucial: el modelo actual de desarrollo es insostenible, tanto social como ecológicamente. Y lo es ahora y no, en términos de simple probabilidad, de aquí a unas déca­das, unos siglos o unos milenios. Los efectos actuales del llamado progreso son exactamente insostenibles, es decir humanamente intolerables. Podríamos ocu­par décadas enteras examinando la cantidad ingente de datos, estadísticas, estudios e informes de todo tipo que nos dicen lo que el sentido común (au?9ue aún no la opinión pública) sabe bien: nos preclplta­mos hacia el abismo. Pero la cuestión que, más tem­prano que tarde, cada quién deberá responderse, es sencilla y cada día que pasa más dramática: ¿por qué no abandonamos nuestros comportamientos auto­destructivos? ¡Qué mejor seguridad que ésta!

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Alli donde hay conciencia existe una visión níti­da de qué hay que dejar de hacer, una comprensión profunda de qué hay que hacer y, por consiguiente, acción transformadora. Todo a la vez; en un único acto consciente, es decir surgido -sin mediación ponderativa- de una auténtica comprensión. No hay que darle vueltas: una situación cambia, de repente y con todas las consecuencias, cuando la vemos desde una perspectiva diferente, es decir, cuando ampliamos la visión, profundizamos en la comprensión, nos hacemos conscientes. En este instante clarificador ya no existe ni antes ni después, ni pros ni contras, ni optimismo ni pesimismo, ni distinción entre pensamiento y acción: tan solo pura conciencia transformadora.

Todo salto en la escala de la evolución humana constituye, en última instancia, un cambio de con­ciencia. De repente, lo que resultaba aceptable deja de serlo; lo que era útil ahora estorba, lo que no se valoraba ahora se considera imprescindible, lo que podía esperar se vuelve inaplazable. La distinción entre la esfera individual y la colectiva, en última instancia, tiene más de delimitación conceptual que real; puesto que identificar dónde termina el indivi­duo y dónde empieza la colectividad resulta siempre una tarea cargada de dificultades. Debido a ello, la formación -en buena medida imperceptible- de una masa crítica, alli dónde podía parecer que sola­mente habían actitudes individuales aisladas, acaba determinando las grandes transformaciones cultu­rales y, por tanto, también sociales, económicas y

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políticas. De manera· que las etapas que marcan la evolución humana se ajustan mal a los moldes inter- , pretativos construidos, aisladamente, por las distin­tas disciplinas académicas y, cada vez más, ponen en evidencia la necesidad de conjugar las aportaciones de las ciencias naturales y las sociales en una visión integral y evolutiva de la realidad.

Afortunadamente, la catástrofe planetaria es, hoy por hoy, un riesgo. Sin embargo, no resulta ni tan obvia ni tá'n intranscendente la conclusión que queramos extraer de este hecho: (a) solo es un riesgo o bien (b) debemos impedir que el riesgo se mate­rialice en catástrofe. Son indudables las ventajas, a corto plazo y en lo que se refiere a la comodidad, que nos aporta la primera de las interpretaciones: si «solo» se trata de un riesgo, entonces no hay que dra­matizar y, sobre todo, nos podemos ahorrar la ingra­ta tarea de cuestionar la sostenibilidad del modelo de vida actual. Si, por el contrario, entendemos que resulta inaceptable que nuestra forma de vida produzca un riesgo de catástrofe planetaria -que compromete no únicamente nuestra existencia sino también la de las próximas generaciones- entonces la situación no resulta tan confortable: son todas las dimensiones de nuestra forma de vida, insepa­rablemente tanto en la esfera individual como en la colectiva, las que pasan a verse cuestionadas por este despropósito insostenible.

No deberíamos engañarnos, sin embargo. Este dilema crucial no se resuelve con un voluntarista acto de elección racional entre dos opciones basa-

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do, como en tantos otros casos, en un cálculo de coste y beneficio, de preferencia o incluso de creen­cia. Se trata de algo quizás más sencillo y por ello más dificil: una cuestión de conciencia, es decir de ampliación y profundización de la conciencia. Y la conciencia ni se adquiere ni se adopta: como bien dice Vaughan, debe ser descubierta dentro de uno mismo y aplicada en las relaciones. De manera que únicamente una visión clara, amplia y profunda de la tragedia que supone el riesgo de catás~rofe planetaria podrá permitirnos acceder a un estadio superior -en la medida que es capaz de incluir y a su vez tras­cender los estadios egocéntrico y etnocéntrico- de seguridad mundicéntrica que nos permita -más allá de los estrechos limites impuestos por la identifica­ción completa con el <<yO» y el <<nosotros>>-- ver, con los ojos de la Humanidad entera, que constituimos una comunidad de peligro mundial y que solo una nueva ética de la responsabilidad planetaria podrá salvarnos.

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SEGUNDA PARTE

Repensar la seguridad

«La inseguridad de la vida no ha encontrado

hasta ahora -y de una manera general- más

soluci<'>n que la búsqueda del poder. Sería

tiempo de reflexionar sobre si es la única, la

mejor vía para la seguridad de la vida, y para

el desarrollo de la humanidad.» Alfred Adlcr

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Capítulo IV

(IN) SEGURIDAD: UNA REALIDAD INDIVISIBLE

Comprender la inseguridad probablemente constituya la mejor seguridad posible. Pero, ¿cuál es la condición de probabilidad? Comprender la inseguridad supone ver con nitidez, en una mirada integradora, las distintas perspectivas que ofrece cualquier problema de inseguridad que debamos afrontar: los actores, los factores de riesgo, las vulne­rabilidades, los procesos, las causas, las consecuen­cias, los tratamientos y sus efectos.

Como hemos visto, abordar los problemas de inseguridad desde una perspectiva parcial no solo impide, obviamente, la comprensión plena del pro­blema sino que, consecuentemente, limita de raíz las posibilidades de solución. Es decir, la manera de ver el problema es el problema. O, si se prefiere: solo un problema correctamente formulado tiene solución. Con lo cual se reafirma la impertinencia radical de una búsqueda de seguridad al margen de la plena comprensión de la inseguridad que la genera.

La seguridad vial, pongamos por caso, no se logra por una actuación dirigida únicamente a san­cionar las infracciones a las normas de circulación y,

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ni siquiera, por el endurecimiento de las sanciones. La minimización de los daños personales y mate­riales producidos por la circulación masiva de vehi­culos a motor requiere, además de la intervención sancionadora, el despliegue de un amplio abanico de actuaciones concertadas en todos los ámbitos: la mejora constante de la seguridad técnica en los vehi­culos, la eliminación de puntos negros en las infraes­tructuras viarias, la adecuación de las normas a una realidad cambiante, la mejora de la formación de los conductores, la difusión de la educación vial entre la población, las campañas de sensibilización a través de los medios de comunicación de masas, la dispo­nibilidad de instrumentos electrónicos de control del cumplimiento de las normas -en especial para las limitaciones de velocidad y de adelantamiento, así como en las de alcoholemia-, la creación de unida­des especializadas de policía de tráfico, etcétera. Y, a pesar de todo ello, en los -paises en los que más se ha mejorado la seguridad vial todavía padecen unos niveles humanamente insostenibles de muertes y daños a la salud; no solo debidos a la siniestralidad sino también a la contaminación atmosférica cau­sada directamente por la circulación de vehiculos a motor: en Europa, por cada muerte causada por un accidente de circulación se producen al menos tres muertes debidas a la contaminación provocada por los vehiculos a motor (Noy) y, en paises muy urbanizados como Alemania, el sesenta por ciento del monóxido de carbono y de los óxidos de nitró­geno, gases tóxicos, que se lanzan a la atmósfera,

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provienen del tráfico rodado. Esta contaminación, causada por los vehículos a motor, es la causa más probable del reciente aumento del asma infantil en las ciudades (Ball).

Este fracaso relativo, aunque trágico, de las políticas de seguridad vial solo puede explicarse por su renuncia -consciente o no- a alterar algunas de las condiciones básicas de producción de la inse­guridad vial. Así, por ejemplo, en tanto las normas de circulación imponen limites y sanciones cada vez más estrictos de velocidad a los conductores, la industria del automóvil no se ve obligada a limitar técnicamente la velocidad de los vehículos; asimis­mo, el uso del automóvil privado en detrimento del transporte público o bien de otros modos de trans­porte más sostenibles (a pie, en bicicleta), a pesar de algunas intervenciones, sigue siendo la norma en las ciudades. Y una publicidad constante y masiva sigue presentando la posesión privada de automó­viles como una condición indispensable de libertad individual, de éxito social y de satisfacción de la más variopinta gama de deseos.

Desmintiendo, pues, una creencia extendida, la seguridad no se genera en oposición frontal a la inseguridad sino mediante el tratamiento completo, profundo y sostenido de los factores de riesgo; de manera que producir seguridad supone gestionar integralmente la totalidad de los ámbitos que susten­tan la inseguridad. Pero, ¿qué hace falta para ello? En la tabla 1 se presenta una visión de la inseguridad que pretende articular integralmente -en sentido verti-

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cal--los ámbitos individual y colectivo con -en sentido horizontal-las esferas interior y exterior de la inseguridad. En el bien entendido que cada uno de los cuatro cuadrantes resultantes representa, solo a efectos analiticos, una parte inseparable de una rea­lidad única -la inseguridad- y, por consiguiente, indivisible. Lo cual requiere no confundir, en ningún momento, el mapa con el territorio.

Intencional (yo) Conflicto originario

Cultural (nosotros) Identidad excluyente

Conductual (ello) Violencias interpersonales

Social (ellos) Violencias colectivas

Tabla 1. Visión integral de la inseguridad. Fuente: Elaboración propia, basada en Wi/ber (2007)

Sin duda, no basta con una comprensión mera­mente conceptual de la idoneidad de la propuesta de repensar la seguridad. En el problema de la inse­guridad no solo se halla involucrada la mente sino también las emociones y, en particular, emociones tan poderosas como el deseo y el miedo. Lo cual supone aceptar que las actitudes básicas ante la inse­guridad se configuran en el ámbito interior del indi­viduo --que se representa en el cuadrante superior izquierdo de la tabla 1- con una confusa mezcla de

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pensamientos, creencias, estereotipos y emociones que no siempre se materializan en conductas lógicas y, por tanto, previsibles.

Este es, pues, el espacio de la fricción entre valores y deseos encontrados, entre deseos y debe­res, entre condicionamientos recibidos (genéticos, culturales, sociales) y necesidad de desplegar el potencial individual, en el que se acumula una tensión extraordinaria. Obviamente, no se trata de una tensión que pueda reducirse a una sucesión de elecciones, en base a criterios utilitarios, entre opcio­nes claramente identificables. Bien al contrario, la fricción se produce en el punto de encuentro (en realidad de confrontación) entre las dimensiones consciente e inconsciente presentes en cada indivi­duo. Asimismo, la fricción no solo se produce de una forma esporádica, con motivo de circunstancias extraordinarias, sino que se trata de un proceso constante e insidioso que se registra en las situacio­nes más cotidianas y, en buena medida, en ámbitos alejados de la conciencia.

Ante todo, sin embargo, es éste el escenario en el que se forja una de las psicopatologías más crucia­les en el proceso de evolución de los seres h~manos y, en particular., en el desarrollo de la insegundad: la escisión egocéntrica. Efectivamente, cuando la impres­cindible comprensión de quién somos nosotro~ Y quiénes los demás deriva, mediante una desmed1da identificación psicológica con uno mismo, en el esta­blecimiento de una frontera psicológica entre ambas dimensiones de una realidad única -propulsada, en

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gran medida, por la insufrible inseguridad existen­cial-, entonces queda delimitado también el ámbi­to más propicio a la confrontación interpersonal y colectiva de los diversos conflictos internos.

La escisión egocéntrica) en la medida que con­lleva la fe en que los otros seres deben, por natura­leza, sacrificarse por nosotros, libera en el individuo el ansia de poder, es decir la voluntad imperiosa de reducir la diferencia mediante la fuerza. Ciertamente

' solo el ansia de poder parece capaz de impulsar al individuo a sobrepasar el limite del esfuerzo reque­rido para obtener lo verdaderamente necesario para vivir: alimento, ropa, resguardo, y a creerse obligado a luchar solitaria y encarnizadamente para acumu­lar recursos, prestigio, poder en definitiva. Lo cual supone, para el individuo psicológicamente aislado, generar y a su vez padecer unos costes enormes en términos de riesgos que se materializan en desastres y conflictos que estallan en violencias.

Así pues, la liberación del ansia de poder disuel­ve -por los efectos corrosivos de la escisión ego­céntrica- el vinculo (ethos) que une al individuo a la Humanidad y a la Naturaleza en el Todo y establece, por consiguiente, la delimitación potencialmente conflictiva entre nosotros y los demás. Ello consti­tuye, para todas las tradiciones filosóficas, el conflicto originario, es decir, el ámbito en el que se generan los primeros y ancestrales miedos y de donde surge la violencia en todas sus formas.

Sin embargo, también es en la esfera interior que anidan los anhelos más íntimos del ser humano,

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los sueños, el potencial creativo y, en definitiva, la sabiduría esencial. El acceso consciente a la sabiduría esencial es una tarea crucial para el desarrollo de los seres humanos y que solo puede ser realiza.da en el ámbito interior de cada individuo. El despliegue de esta sabiduría esencial facilita al individuo la toma de conciencia del conflicto interno como fuente de la inseguridad y, por tanto, descubrir el punto de inicio de la búsqueda de seguridad.

Así solo la conciencia del conflicto interno per-mite al individuo cesar en la búsqueda infructuosa y contraproducente de seguridad lejos de la fuente de la inseguridad, es decir, en los demás, en lo demás. Paradójicamente, esta mala noticia -la fuente de la inseguridad se halla en lo más íntimo ~e cada ser humano- se convierte, por obra y gracta de la conciencia, en la mejor noticia: cada ser hum~no dispone de la capacidad para transfo~mar~e, med1an­te la gestión responsable del conflicto 1nterno? de productor de inseguridad en generador de segur1dad para sí mismo y para los demás.

De manera que cualquier intento de compren­der el fenómeno de la inseguridad que deje de lado, por sombría e inquietante, la introspección en el interior de uno mismo jamás podrá lograr su propó­sito, dado que desdeña una verdad tan ~enc~lla co~o trascendente: cada individuo es, en últ1ma 1nstanc1a, un ser único e irrepetible. A pesar de todo ello, siendo como es, la introspección, una tarea ardua y exigente que antes ~e comprometer a los _demás compromete a uno m1smo, no resulta extrano que

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sea olvidada con tanta frecuencia, particularmente en las sociedades hijas del pensamiento ilustrado. Lo cual no desmiente que, en el otro extremo, también se produzcan intentos de explicación de la inseguri­dad que no tengan en cuenta la intrínseca condición social de los seres humanos.

Adentrarse en el corazón de las tinieblas con la esperanza de resultar indemne se trata, efectiva­mente, de una pretensión insensata. Como en el metafórico viaje emprendido por Conrad, indagar en la cara oscura de la condición humana no es una empresa que se halle exenta de peligros y, por consi­guiente, que sea apropiada para diletantes o curiosos y, ni siquiera, que pueda constituir un reto al alcance de un mero empeño intelectual. Exige, un proyecto de esta naturaleza, determinación -para perseguir la verdad más allá de los propios prejuicios- y, ante todo, valor -para incluirse a uno mismo como parte del problema y no solamente de la solución-. Es tanto el sufrimiento condensado a lo largo de la evolución humana en términos tales como violencia o miedo que no es posible manejarlos sin el respeto y el cuidado propios de un transportista de nitrogli­cerina. Respeto, justamente, por el caudal incesante de sangre derramada por la violencia en sus múlti­ples expresiones, así como por la imposibilidad de reducir el problema del mal a un maniqueo juego de estigmatizaciones. Cuidado, a su vez, por la explo­sividad de unas sustancias, la violencia y el miedo, capaces de provocar incontrolables reacciones en cadena.

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1. Socialización e individuación

La articulación de lo individual y lo social en una visión integral permite considerar conjunta­mente las causas oijetivas (los hechos sociales, esas fuerzas estructurales exteriores a la conciencia de los individuos y que se imponen a ellos) y las intenciones sttijetivas (las motivaciones que dan sentido a sus conductas). Articular es mostrar cómo unas y otras se engendran recíprocamente: <<de una parte, cómo los hechos sociales no son coercitivos sino porque tienen sentido y se traducen en intenciones en la cabeza de los individuos y, de otra parte, cómo los productos de esas intenciones que son las lógicas de acción social en las cuales esos individuos se comprometen, (re)producen esos mismos hechos sociales» (Bajoit). El individuo es, indisociablemen­te, sujeto y objeto de la vida social: la produce y es el producto de ella. Por consiguiente, la sociedad es una suma de individuos entrelazados, que se construyen como individualidades propias por sus relaciones entre ellos, y que, por lo mismo, producen también la sociedad, que por su parte les ofrece las condiciones materiales, sociales y culturales para que puedan (re)producirse. Es decir, son las relaciones entre los individuos, que buscan construir y realizar su identidad personal por sus intercambios, las que permiten comprender la vida social.

Así pues, la condición humana es el resulta­do de dos procesos complementarios: el proceso de socialización y el proceso de indizJidttación. Por la sociali-

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zación, el individuo se ajusta a lo colectivo, en unos contextos culturales y sociales específicos. A su vez, por la individuación, el ser único que habita en cada ser humano está llamado a aflorar plenamente, a desplegarse conscientemente en todo su potencial evolutivo, a culminarse responsablemente como un individuo integro, de una sola pieza. De manera que, como aseveró Einstein, la salud de la sociedad depende tanto de la independencia de los individuos que la forman como de su intima cohesión social.

Por sus propias lógicas internas, ambos proce­sos -socialización e individuación- requieren un despliegue conjunto y armónico; de manera que un déficit en el desarrollo de una de las partes afectará inevitablemente al todo. Asi, las patologías caracte­rísticas de este desequilibrio evolutivo se presentan, por el dificil de individuación, como un sometimiento inconsciente, y por ello, personalmente irresponsa­ble, a la herencia genética, cultural y social recibida; es decir, un acatamiento gregario e interiorizado de un destino impuesto ancestralmente. Asimismo, a causa de un dificit de socialización, el repliegue ensi­mismado sobre uno mismo (egocentrismo) difi­culta cuando no impide la empatia con los demás, la capacidad de cooperación, el establecimiento de vínculos sociales creativos, el compromiso cívico en la consecución de los objetivos de la colectividad y, en definitiva, la posibilidad de actuar juntos.

Resulta conveniente, pues, prevenirnos de los resultados funestos -en términos de generación de conflictos internos y externos- que se derivan

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del establecimiento de fronteras (el espacio de los conflictos) y, en particular, de la creación de la fron­tera originaria por la que se separa psicológicamente la esfera individual de la colectiva, puesto que, individuo y colectividad, están lejos de constituir realidades contrapuestas y ni siquiera tan fácilmente delimitables como acostumbramos a creer. Bien al contrario, como hemos dicho, los procesos de individuación y de socialización constituyen las dos caras de una misma moneda: la evolución humana.

Justamente, el proceso de individuación consis­te, en buena medida, en identificar «aquello que se expresa a través de mi>> (ser social) -en forma de pensamientos, creencias, valores, afectos, proyectos; pero también, prejuicios, miedos, resentimientos, odios- <<pero que no se ha originado en mi» (suje­to singular). Es decir, individuarse supone adquirir conciencia de cuanto hay en mi mente y de las emo­ciones que rigen mi vida y, sin embargo, obedece a intereses que no son necesariamente los mios. La aparente paradoja consiste en que para completarse como individuo resulta imprescindible descubrir que aquello que considero mi identidad genuina (yo) es, en su mayor parte, una identidad compartida (noso­tros).

El descubrimiento que <<yo» es, en realidad, «nosotros», permite iniciar el inventario de los condicionamientos genéticos, culturales y sociales que hemos interiorizado inconscientemente como algo propio. Descubrir «qué no soy>> constituye, por supuesto, la condición previa e indispensable para

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«saber quién soy>>. No se trata de un trabalenguas. Recordemos la invitación a pensar a la contra: como si se tratara de esculpir (es decir, quitar toda la piedra sobrante hasta que aparezca la estatua contenida en el interior) hacerse de una pieza constituye la res­ponsabilidad básica del individuo. Esta tarea, lejos de pretender llegar a ser alguien distinto de quien en realidad se es, consiste en despojarse de lo impropio y por ello superfluo, permitiendo así que aflore lo propio y esencial.

Es en esta esfera interior de lo colectivo -que se representa en el cuadrante inferior izquierdo de la tabla 1- que se construyen, consolidan, transmiten y evolucionan visiones compartidas de nosotros, de los demás, del mundo. Estas visiones colectivas cris­talizan, de una forma específica en cada individuo, en una multiplicidad de identificaciones que vienen a completar o bien a alterar las identidades básicas: soy mujer, soy madre, soy divorciada, soy catalana, soy católica, soy oftalmóloga, soy melómana, soy de centroizquierda, soy de Greenpeace, soy naturista, soy del Barfa, etcétera.

De manera que cada ser humano, a lo largo de su vida, va gestionando -no siempre de forma plenamente consciente- una cartera relativamente amplia de identidades. Así, en un trayecto vital común, la identidad básica niña se transforma sucesivamente en joven, mujer, madre, abuela; la identidad soltera en casada y luego en divorciada, para quizás retornar a ser casada. A su vez, la estudiante se transforma en oftalmóloga, posiblemente en presidenta del

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colegio de oftalmólogos y, finalmente, en jubilada. Asimismo, la identificación con prácticas religiosas, opciones políticas, aficiones artísticas o deportivas van ampliando y modificando constantemente esa identidad necesariamente poliédrica.

El mecanismo de la identijicación parece cumplir un papel determinante en el proceso de socialización, puesto que permite a los individuos reconocerse entre sí por sus semejanzas, compartir preocupacio­nes, comprometerse con y por los demás, recorrer trayectos comunes y fijarse metas que trascienden los limitados intereses individualistas. De esta forma, distintos seres humanos que compartan su identi­ficación con la condición de mujer podrán reunir sus fuerzas individuales para luchar colectivamente por la igualdad de sexos; un grupo de oftalmólogos podrá constituir un colegio profesional; unos cuan­tos aficionados al fútbol crear un club; un conjunto de ciudadanos levantar un país. Y, lo que es mejor, un mismo individuo podrá, a la vez, luchar por la igualdad de sexos, constituir un colegio profesional, crear un club de fútbol y levantar un país. En defini­tiva, por las identificaciones múltiples, el individuo se hace miembro voluntario y responsable de una comunidad que lo incluye y, a su vez, lo trasciende.

¿Dónde está, pues, el riesgo? No en las iden­tidades diversas, sino en la identidad exclusitJa. Las identidades múltiples y cambiantes (mujer, madre, divorciada, catalana, católica, oftalmóloga, melóma­na, de centroizquierda, de Greenpeace, naturista, del Barfa), eventualmente, se ven constreñidas por el

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apremio del irresuelto conflicto interno tanto como por una reacción identitaria ante una grave presión externa, así como por una conjunción de ambas, en la necesidad imperiosa de realizarse en una identidad exclusiva (católica, por ejemplo), la cual concentra, a partir de entonces, la totalidad de. la energía distri­buida en las identificaciones múltiples. Entonces, la realización de esa identidad exclusiva se convierte en fundamental para el individuo que ha visto así redu­cirse tan drásticamente el horizonte de realización personal en la esfera colectiva, impregna todas las facetas de su vida, adquiere una prioridad absoluta y su materialización deviene cuestión de vida o muer­te, ya sea en un sentido psicológico o bien literal.

2. Violencia( s)

En el ámbito individual, la esfera interior (inten­cional) se proyecta, necesariamente, en la exterior (conductual) -que se representa en el cuadrante superior derecho de la tabla 1-. Es en este ámbito, en el de la realidad indivisible de la inseguridad, que el conflicto interno se manifiesta, inevitablemente, a través de una amplia amalgama de violencias intetper­sonales.

La acumulación cotidiana de emociones nega­tivas y poderosas -como el desengaño, el enojo, el resentimiento, la frustración, los celos, el odio, la envidia o la ira-, en algún ámbito alejado del alcance de la conciencia, ya sea negándolas o bien

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reprimiéndolas, no constituye ninguna garantía de que no vayan a estallar en el momento y la situación más inesperados -más bien al contrario-, a través de conductas violentas que afecten, muy probable­mente, a quiénes poco o nada hayan tenido que ver con la causa real de esa reacción incontrolada.

En unos casos, la descarga de tensión acumu­lada, encontrará un cauce socialmente aceptado -desde la práctica deportiva hasta todo tipo de adicciones legales- y, en otros, se desbordará más allá de los limites de las normas -desde el homi­cidio hasta el suicidio, pasando por toda la gama de violencias interpersonales-. De esta forma, el conflicto interno se enraíza, se expande epidémica­mente, interactúa con otros conflictos internos y, con suma facilidad, se cronifica en círculos perversos de ¡;io!encia generalizada.

Si pudiéramos rebobinar hasta su origen el proceso que culmina, pongamos por caso, en un «crimen pasional», con toda probabilidad, nos inquietaría descubrir que el primer paso hacia este desenlace trágico no difiere, en lo esencial, de esta misma acumulación de emociones negativas que constituyen nuestro particular conflicto interior. Sin embargo, en la sabiduría esencial que anida en el interior de cada ser humano radica la posibilidad determinante de discernir, consciente y responsable­mente, la conducta que demanda cada momento y situación. Es por ello que unos mismos condiciona­mientos colectivos cristalizan en cada individuo de una forma específica: ante una misma oportunidad

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delictiva unos individuos la aprovechan y otros la rechazan; en una situación de desastre aparecen tanto saqueadores como héroes; al volante de unos mismos automóviles, conduciendo en unas mismas carreteras y sometidos a las mismas reglas, coexisten las conductas más agresivas y temerarias con las más prudentes y solidarias.

Pero no solo se presentan entre los individuos estas diferencias significativas. Un mismo individuo, enfrentado a distintas situaciones -ya sea en el transcurso de su vida o bien en la secuencia de un solo dia- puede ser alternativa o simultáneamente prudente y temerario, egoísta y solidario, héroe y villano: el maltratador de su mujer puede ser un conductor ejemplar; el filántropo, un mafioso; el arriesgado escalador, un hipocondriaco; el obispo, un pederasta; el Dr. Jekyll, Mr. Hyde20

De ahí la importancia crucial de la tarea intros­pectiva que nos mantiene conscientes de la evolu­ción del conflicto interior, nos alerta del potencial de violencia que acumula, nos previene acerca de la inercia fatal que lo conduce a expandirse a través

20. El Extraiio caso del Dr.Jek]l~y Mr. 1-[yde (a veces abreviado simplemente El Dr . .fef<:yll)' Mr. 1-[yde) es una novela escrita por Robert Louis Stevenson, publicada por primera vez en inglés en 1886, cuyo título original es The

Stra11ge Case r!f Dr. Jek-J'II ami Mr. 1 1]de. Trata acerca de un abogado, Gabriel John Utterson, que investiga la extraña relación entre su viejo amigo, el Dr. Henry Jekyll, y el misántropo Edward Hyde. El libro es conocido por ser una representación vívida de la psicopatología correspondiente a un desdoblamiento de personalidad.

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de conductas incontroladas (palabras, gestos, accio­nes... pero también silencios e inacciones) y, por consiguiente, nos obliga a actuar prudentemente, es decir responsablemente, en todo momento, de manera que nos posibilita transformarnos de factor de inseguridad en factor de seguridad, tanto para uno mismo como para los demás. En este sentido, Neumann señala que el asesinato, en términos evolutivos, constituye una reacción humana primitiva, que queda superada por el desarrollo de la conciencia en forma de conciencia moral y formación de la noción de justicia. Sin embargo, por el proceso de regresión, la instancia superior de la conciencia desaparece y resurge en su lugar la reacción primitiva.

La interacción social de los conflictos internos -no asumidos conscientemente en el plano indi­vidual-, lejos de reducir su potencial de violencia, constituye el entramado idóneo para el desarrollo de las identidades excluyentes y para el despliegue del ansia de poder en las manifestaciones más inquie­tantes y tenebrosas de violencias colectivas -que se representa en el cuadrante inferior derecho de la tabla 1-.

El resultado de esta sinergia perversa -entre una multiplicidad de conflictos internos, identidades excluyentes y ansia de poder- no se reduce a una mera constelación de circunstanciales violencias interpersonales sin una mayor significación colecti­va, sino que se traduce en la constitución de e.str?c­turas sociales, económicas y políticas que, st bten pretenden asegurar el despliegue de la vida humana,

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en no pocas ocasiones terminan convirtiéndose en una de sus principales amenazas.

Obviamente, las sociedades humanas están constituidas por individuos y, por extensión, tam­bién por la interacción de los conflictos internos de todos ellos. No r~sultaría sensato, por tanto, confiar en que las estructuras sociales creadas por individuos pudieran escap~r a los efectos, amplificados colecti­vamente, del conflicto originario. Así pues, el papel determinante del ansia de poder en la formación y el desarrollo de las estructuras económicas (el mercado o las grandes corporaciones multinacionales) politi­cas (los estados o los organismos internacionales) y sociales (la familia, la escuela o los medios de comu­nicación) limita radicalmente la capacidad de dichas instituciones para contribuir significativamente a la pacificación de la vida social.

No debemos olvidar que, junto a los beneficios que aportan al desarrollo humano, no resulta en absoluto desdeñable la capacidad de la que disponen las instituciones para expandir, intensificar y repro­ducir los conflictos y, en su manifestación extrema, las violencias. Así, las instituciones económicas -que debieran suministrar a todos los individuos los recursos necesarios para su existencia- generan, mediante la exacerbación de la competitividad indi­vidualista, no solo un reparto desigual de las opor­tunidades de acceso a los recursos básicos, con una creciente acumulación de las riquezas en unas pocas manos, sino que condenan a amplios sectores de la población mundial a malvivir una vida corta, llena

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de dificultades y carencias básicas, sin una esperanza fundada de poder llegar a desplegar sus capacidades humanas.

Asimismo, las instituciones politicas -que debieran, por una parte, garantizar el acceso equi­tativo de la totalidad de la población a los bienes públicos esenciales (salud, educación, vivienda) y, por la otra, procurar las condiciones básicas para el ejercicio armónico de los derechos y las libertades­se muestran incapaces de subordinar la actividad económica al interés común, es decir garantizar la seguridad social; y, asimismo, tampoco logran hacer efectivo su propósito fundacional de monopolizar el uso de la violencia a fin de asegurar la convivencia, es decir garantizar la seguridad cívica.

Finalmente, las instituciones sociales -llama­das no solo a reproducir la existencia humana, sino a facilitar el pleno despliegue de todas sus potencia­lidades- no consiguen eludir una función perversa de transmisión de las condiciones culturales que, en su raíz, alimentan el ciclo de la violencia. De manera que solo una definición extremadamente restrictiva de la violencia -exclusivamente aplicada a las vio­lencias interpersonales- puede excluir de su ámbito las violencias estructuralmente ejercidas por las ins­tituciones sociales, politicas y económicas. Y dado que ello ocurre con frecuencia, las violencias quedan entonces fatalmente reducidas a una sucesión frag­mentada de actos individuales, incomprensibles y desconectados entre sí (violencia del stijeto), que solo remotamente aparecen vinculados a los factores

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estructurales que los interrelacionan significativa­mente (violencia sistémica). Zizek resume, claramente, el núcleo de la cuestión:

<<A primera vista, los signos de violencia eviden­tes son los actos criminales y terroristas, los distur­bios callejeros y los conflictos internacionales. Pero deberíamos aprender a mirarlos con perspectiva, a distanciarnos de la fascinación de esta violencia directamente visible protagonizada por el sujeto, una violencia ejecutada por un agente claramente identifi­cable. Tendríamos que ser capaces de percibir el tras­fondo que genera estos estallidos. Una mirada con perspectiva nos permitiría identificar una violencia que se halla en la base de nuestros propios esfuerzos por luchar contra ella y para fomentar la tolerancia.»

Esta definición restrictiva de la violencia, por tanto, no resulta inocua. Bien al contrario, tiene consecuencias trascendentales. Ante todo, tamaña reducción del campo de observación condena cual­quier esfuerzo de comprensión del ciclo completo de la violencia en simplemente imposible y, por supuesto, los diagnósticos de las distintas manifestaciones de violencia aceptada como tal Guvenil, de género, escolar, laboral, politica, organizada) se estrellan, una y otra vez, contra este muro destinado a salvaguardar las instituciones de cualquier responsabilidad en la producción de violencia e inseguridad.

En efecto, circunscribir la violencia a las agresio­nes entre individuos o bien entre grupos, supone foca­lizar la atención en las conductas desviadas, es decir psicológicamente patológicas o socialmente anómicas,

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de ciertos individuos y grupos de manera que, desde esta visión deliberadamente restringida, los actos vio­lentos aparecen como las excepciones trágicas que vie­nen a confirmar la bondad intrínseca del orden social, politico y económico vigente. Consecuentemente, la existencia de un cierto volumen de violencias, lejos de perturbar el orden establecido, vendría a constituir, paradójicamente, una condición indispensable para su conservación. Pero no solo eso.

Esta reducción extrema del zoom hasta dejar fuera del visor toda violencia estructural, exime de cualquier responsabilidad a las instituciones en el ciclo de la violencia. Con lo cual, las instituciones raramente son tomadas en consideración como parte del proble­ma de la violencia y si como elementos imprescindi­bles para su solución. Desde esta idea preestablecida, claro está, la producción de violencia desde alguna institución solo puede aceptarse en forma de excep­ciones que confirman la regla, imputables únicamente a individuos inescrupulosos o a procesos mejorables y que, difícilmente, vienen a cuestionar sino :nás bien a confirmar la idoneidad de las estructuras v1gentes.

Por todo ello las instituciones se sienten legi­timadas para seg~ir produciendo exclusión social, económica y politica, así como limitando derech~s y libertades, sin temor a que ello vaya a ser cons1-derado como violencias estructurales -no menos inaceptables que otras formas de violencia por lo menos- sino como meros efectos colaterales indeseables pero perfectamente reparables por las propias instituciones.

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¿En qué condiciones, pues, se hacen social­mente visibles estas violencias estructurales? Ordinariamente, se requieren situaciones verdadera­mente extremas para que la capacidad institucional para producir violencia quede al descubierto. Así, la pervivencia contemporánea de formas de esclavitud, el tráfico de seres humanos para la explotación labo­ral, el trabajo infantil, el acoso laboral, la devastación industrial de recursos naturales o la contaminación atmosférica debida a la actividad económica cons­tituyen la punta del iceberg que, eventualmente, puede llegar a revelarnos la magnitud real de la vio­lencia estructural requerida para el buen funciona­miento de un modelo económico global que perdió de vista -si es que en algún momento llegó a tener­la- la meta de satisfacer las necesidades básicas de los seres humanos.

De la misma forma, en el ámbito político, la deriva dictatorial de un régimen, una agresión mili­tar que no suponga legítima defensa, el terrorismo de estado, los genocidios instigados o perpetrados desde instancias gubernamentales, pero también las reacciones estatales manifiestamente despropor­cionadas a las amenazas terroristas provocadas por grupos no estatales o la corrupción generalizada de instituciones armadas y de control del delito consti­tuyen algunos de los efectos perversos de la transfe­rencia del poder de los individuos, especialmente el uso de la fuerza, a grandes estructuras burocratiza­das de gobierno.

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Con todo, aún resulta más complejo desvelar la violencia estructuralmente vehiculada a través de las principales instituciones sociales -la familia, la escuela o los medios de comunicación- sin embar­go, la creciente visibilización de la violencia asociada a las relaciones familiares -particularmente, la ejercida por el hombre contra la mujer y, en menor medida, la de ambos contra los niños-, las violen­cias entre alumnos y con los profesores en el ámbito escolar o el protagonismo incuestionable, aunque ambivalente, de las violencias en los medios de comunicación y de entretenimiento ya no permiten excluir, a priori, a dichas instituciones del complejo proceso de reproducción social de la violencia.

Indudablemente, el enorme caudal de violencia colectiva no alcanza a poderse encauzar, en su tota­lidad, a través de las instituciones y en el marco de la ley. El despliegue del ansia de poder -insuflado por la acumulación de conflictos internos e identidades excluyentes-, en unos contextos sociales, políticos y económicos minados de tensiones de toda natura­leza, se revela imposible de contener en las fronte­ras, más simbólicas que efectivas, interpuestas por los estados y los organismos supranacionales. Dos polos principales parecen atraer y articular, fuera del marco de la ley, este flujo de violencia colectiva entorno a dos ejes principales: los mercados ilegales y el terrorismo fundamentalista.

Toda decisión estatal de prohibir o bien de res­tringir el comercio de alguna sustancia (drogas, por ejemplo), producto o servicio de los que exista una

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fuerte demanda en la sociedad genera, automática­mente, la emergencia de un mercado ilegal y, en un mundo interconectado, de un mercado ilegal global.

Ese hecho evidente, que sin embargo se olvida con suma facilidad, resulta crucial para comprender los fenómenos de violencia organizada: los merca­dos ilegales son creados por una decisión legal que pretende excluir, mediante la prohibición y la perse­cución policial, unas sustancias, productos o servi­cios de los mercados sometidos a regulación estatal.

No resulta menos evidente que la prohibición estatal no supone, en ningún caso, la eliminación de la sustancia, el producto o el servicio indeseado, sino la clandestinización de su comercio. Esta medi­da tiene unos efectos fácilmente predecibles y en absoluto intrascendentes: se renuncia a ejercer los controles cívicos (de garantía sanitaria y de calidad, de protección de los derechos de trabajadores y consumidores) que afectan a las actividades legales; se exime, a este comercio ilegal, de contribuir fiscal­mente a los presupuestos públicos; la retirada estatal, de este ámbito económico, estimula la aparición de estructuras mafiosas de mediación y resolución de conflictos, incluido el uso de la violencia; los costos imputables a la clandestinidad (camuflaje, vigilancia, sobornos) repercuten en un encarecimiento sustan­tivo del precio final para el consumidor; e, incluso, la magnitud colosal de los beneficios generados por los más lucrativos mercados ilegales (principalmente droga, tráfico de seres humanos y armas) facilita la corrupción a gran escala de organismos policiales y

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militares, así como de poderes judiciales y guberna­mentales.

Al margen pues de un control cívico efectivo, los mercados ilegales globales enraízan, territorial­mente, en aquellos espacios locales que resultan excluidos de los beneficios del proceso de globaliza­ción -estados fallidos, zonas de un país abandona­das por el estado, barrios marginados de las grandes ciudades- e implican, socialmente, a los sectores más perjudicados por los efectos de la extrema com­petitividad que rige el crecimiento económico, cons­tituyendo así el hábitat más propicio para la expan­sión social del ansia de poder -cuya esencia es el deseo egocéntrico de acumular riquezas, de obtener reconocimiento social y de eliminar, por todos los medios, los obstáculos que impidan la realización de la propia voluntad- y su articulación en estructuras capaces, incluso, de perturbar gravemente, a escala mundial, la acción de los estados, el curso de la eco­nomía y el desarrollo social.

No debería pues sorprender, entre otras cosas, que la extraordinaria expansión de los mercados ilegales globales, principalmente en las últimas tres décadas, resulte inseparable de la articulación en red, a escala mundial, de las tradicionales organizaciones mafiosas de base local en una constelación creciente de acuerdos de cooperación que, algunos au~ores, ya han denominado como el «crimen organ1zado globab>. .

· En apenas dos siglos, la totalidad de las comuru­dades humanas han ido quedando integradas en una

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red única de comercio y una red global de informa­ción. Este proceso, para muchos de «globalizacióm> o <<mundializacióm>, está lejos de resultar pacífico y sus consecuencias benéficas para todos los grupos sociales afectados.

Son colosales, __ sin duda, los avances científicos y tecnológicos que se han venido produciendo a lo largo de este período. No es menor la mejora en la capacidad productiva de bienes y de intercambio de productos y servicios. Y resulta poco menos que asombrosa la intensificación de las comunicaciones a escala planetaria. A su vez, sin embargo, ya no es posible ocultar la descomunal magnitud, en términos humanos y ecológicos, de los mal llamados «efectos colaterales» de esta peculiar forma de progreso.

Fundada en la exacerbación de la competen­cia individual y entre comunidades locales, la red única de comercio se ha mostrado implacable en el despliegue de su enorme capacidad de convertir casi todo en mercancía global -incluidos los seres humanos-, y despiadada en la exclusión de los per­dedores de esta competencia inhumana por el acce­so a los recursos indispensables para la existencia de todos y cada uno de los individuos.

Por su parte, el despliegue de la red global de información ha supuesto un salto difícilmente imaginable hasta hace muy poco tiempo, tanto en la multiplicación de las posibilidades de interco­municación como en la generación constante de nuevas necesidades artificiales, la trivialización de las dimensiones más sagradas de la vida, la sacralización

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del entretenimiento y la diversión y, en definitiva, la difusión del modelo de vida dominante en las socie­dades industrializadas, con una poderosa capacidad persuasiva y con vocación homogeneizadora, en los contextos culturales más diversos. No es una carac­terística menor de esta red global de información su tendencia a banalizar, cuando no a ridiculizar e incluso a demonizar, los valores propios de aquellas comunidades que aún logran resistir ante el avance arrollador del nuevo (des )orden mundial.

En ningún caso, sin embargo, el éxito logrado a nivel mundial, por este doble pero inseparable proceso unificador del comercio y la información, podría entenderse -como se pretende desde una perspectiva eurocéntrica- como el resultado inevi­table de una supuesta superioridad cultural, de base tecnocientífica, de las sociedades europeas, en pri­mer lugar, y estadounidense más tarde, que el resto de sociedades se habrían apresurado a imitar. Para poder dar crédito a esta versión habría que olvi­dar, en la medida que ello fuera posible, el caudal inconmensurable e incesante de víctimas causadas por el colonialismo y el imperialismo -en forma de guerras (incluso mundiales), genocidios, conflictos locales y regionales de todo tipo, golpes de estado y atrocidades diversas e inclasificables- en la van­guardia del proceso de imposición mundial de una red única de comercio.

Semejante ostentación impúdica del ansia de poder, al servicio de un proyecto de hegemonía política, económica y cultural a escala planeta-

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tia, no podia sino provocar resistencias locales y reacciones identitarias generalizadas. En efecto, la extraordinaria presión universalizadora -ejercida, complementariamente, desde las esferas económica, politica, cultural y militar- con su colosal capacidad devastadora de valores comunitarios ancestrales, ha tenido como efecto imprevisto, aunque perfecta­mente previsible, la resistencia y, en última instancia, la reacción fundamentalista de ciertas identidades exclu­yentes que se han visto gravemente amenazadas por el implacable avance globalizador.

La cristalización de esta reacción al proceso de globalización no se ajusta, necesariamente, a las deli­mitaciones impuestas ni por las fronteras estatales ni por las estratificaciones sociales. Así, el mapamundi de la resistencia o reacción identitaria identifica, a la vez que los superpone, ciertos estados (Irán, por ejemplo), ámbitos territoriales subestatales (Gaza, Cisjordania o zonas de Líbano, Afganistán, Irak o Pakistán) y comunidades culturales y religiosas esta­blecidas en diversos paises (sunies o chiies). Y las

· condiciones en las que se combinan, en cada caso, los efectos más indeseables del proceso globalizador determinan el surgimiento y la expansión de moda­lidades extremas de resistencia o bien de reacción que, en su manifestación más inquietante para las atemorizadas sociedades occidentales, adquieren la forma de terrorismo fundamentalista y, en su ver­sión más irreductible, de terrorismo suicida.

La expresión desesperada de una identidad exclusiva, que se percibe amenazada de una inmi-

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nente extinc1on violenta, difícilmente pueda ser encauzada hacia las instituciones y los métodos propios de la resolución pacifica de los conflictos. Son muchos los obstáculos que lo impiden; aunque, a mi entender, principalmente uno. La defensa de la propia y exclusiva identidad, cuando ésta se siente gravemente en peligro, se convierte en una cues?ón de vida o muerte, en el seno de una lucha rad1cal­mente asimétrica contra un poder descomunal. En una guerra de esta naturaleza, cualquier estrategia de combate puede servir a excepción del enfrenta­miento convencional, en el campo de batalla, con un enemigo desmedidamente superior. En realidad, es para esta variedad de estrategias de lucha, empleadas por quienes se enfrentan radicalmente al poder glo­bal, que parece haber quedado reservada en exclu­siva la aplicación del término (en realidad anatema) «terrorismo»; quedando así fuera de cámara, en la red global de información, las estrategias terroristas empleadas, sistemáticamente, por muchos estados y, en particular, por los principales servicios secretos.

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Capítulo V

LA BÚSQUEDA DE SEGURIDAD: UNA EVOLUCIÓN CONSCIENTE

Tal y como acostumbra a ocurrir, la pregunta inicial -¿qué significa la seguridad en ttn mundo qtte se halla sttmido en ttn contintto proceso de evolttción?- nos abría ya en su misma formulación la puerta de la respuesta. Y lo hada, como hemos visto, con una advertencia crucial y en absoluto obvia en la etapa actual de la evolución humana: en los organismos sociales, así como ocurre en los organismos biológi­cos, ninguna seguridad (estabilidad) es posible lejos del punto de equilibrio -dinámico, tenso, perma­nente y no exento de conflictividad- con la libertad (innovación).

De manera que buscando más seguridad de la que admite en cada momento este equilibrio entre conservación y creatividad, tan frágil como crítico para el despliegue de la existencia humana, se logra justamente lo contrario, es decir, mayor inseguridad. Y, paradójicamente, reconocer la inseguridad pro­pia de la existencia constituye la condición previa e indispensable para lograr la mayor seguridad posible. Por consiguiente, comprender la insegttridad se convierte en

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el primero y más determinante de los pasos en el proceso de producción de seguridad

No es esto, sin embargo, lo que acostumbra a suceder. La ansiedad crónica que conlleva la no aceptación de la inseguridad nos afana a salir pre­cipitadamente de este incómodo estado. Proliferan, entonces, las prescripciones más que los diagnósti­cos, esto supone que diagnósticos poco rigurosos -ya sea por incompletos o bien por superficia­les- o sesgados sustentan pronósticos erróneos y; por consiguiente, conllevan tratamientos que están condenados, en el mejor de los casos, a aliviar meros síntomas y, en el peor, a agravar el problema puesto que, la voluntaria falta de conocimiento acerca de los problemas de inseguridad, posibilita la emergencia de falsas creencias y prejuicios que, con frecuencia, sustentan las actitudes más inflexibles, drásticas e intolerantes.

1. Problemas de inseguridad: ¿diagnósticos o prescripciones?

En ningún caso, pues, se trata de una simple deficiencia metodológica que pueda ser solventada con una receta académica. Indudablemente, no son irrelevantes las carencias en lo que se refiere a la disponibilidad de indicadores fiables de la evolución de los factores de riesgo que alimentan la insegu­ridad en sus diversas manifestaciones. Asimismo, tampoco pasa desapercibida la indolencia con la que

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los poderes públicos contemplan el estado de inani­ción que presentan los organismos destinados a la investigación científica en esta materia. Lo cual, por cierto, se corresponde con un escaso interés en los medios de comunicación -por decirlo en términos amables- por contextualizar significativamente las informaciones de «sucesos». Y, asimismo, no resul­ta menos inquietante el rechazo que manifiesta la opinión pública ante las propuestas que pretenden revisar -por no decir ya cuestionar- la visión dominante de los problemas de inseguridad.

Por tanto, no deberíamos engañarnos. El menosprecio generalizado por una comprensión ajustada de la evolución que registran los diferentes riesgos y conflictos que, en cada caso, alimentan los desastres y las violencias más temidas, más que una carencia constituye una opción interesada. Pero, ¿a quién podría beneficiar, realmente, este aparente despropósito? De hecho, una vasta constelación de intereses económicos y politicos confluyen en el interés común por mantener la atención pública cen­trada en un consumo compulsivo y masivo -a la vez privado y público- de seguridad. Ciertamente, cualquier experto en marketing podría confirmar el irresistible potencial de negocio que presenta, en el mercado actual, una oferta -a la vez comercial y politica- orientada más a gestionar temores que a satisfacer necesidades reales.

Sin olvidar, asimismo, que ningún mercado -incluido el de la seguridad- se puede sustentar sola­mente en la oferta, por potente que ésta pueda ser.

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Necesariamente, la oferta debe estar siempre contra­balanceada por la demanda, lo cual significa que la magnitud de la oferta (ya sea expresada en términos monetarios o bien de apoyo político) nos da razón de la dimensión del conflicto y el miedo acumulados en los individuos y las sociedades que estos constituyen.

Pensemos, una vez más, en el mercado ilegal de la droga, donde el desequilibrio entre la atención social y política prestada, por una parte, a la oferta y, por la otra, a la demanda resulta, por muchas razones, asombroso. Los Estados Unidos son el país con mayor tasa de experimentación con marihuana y cocaína de todo el mundo, pese a las estrictas leyes contra las drogas con las que cuenta21

• Bastaría una simple ponderación lógica de este dato sorprendente para enfocar la búsqueda de la solución al <<problema

21. Globalmente, el uso de drogas no está distribuido eguitativamente y no

está relacionado simplemente con las políticas sobre drogas, dado gue los países con normas más estrictas sobre el uso ilegal no tuvieron menores

niveles de consumo gue los países con políticas liberales. Los Estados

Unidos, gue han estado conduciendo la mayor parte de la investigación mundial en drogas y la agenda de políticas al respecto, presentan uno de los mayores niveles de consumo de alcohol, cocaína y cannabis, más allá

ele las políticas punitivas sobre las drogas ilegales. Holanda, con un enfo­gue menos punitivo sobre el uso de cannabis gue los Estados Unidos,

experimentó niveles más bajos de consumo, sobre todo entre los adultos jóvenes. de acuerdo con un informe publicado en la revista PLoS Medicine, en el mes de julio de 2008, por investigadores de la Organización Mundial de la Salud (OMS). El estudio está disponible en inglés en: http:/ /medi­

cine.plosjournals.org/perlserv /?reguest=get-document&doi=1 0.1371/ journal.pmed.0050141

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de la droga>> en la comprensión de las condiciones económicas, sociales y culturales, específicas de la sociedad estadounidense, que generan la extraordi­naria concentración de la demanda mundial de dicho consumo. Entonces, las preguntas se orientarían a desvelar las causas de tamaño desencuentro entre la legalidad y la realidad y, más allá, a comprender la creciente adicción, de un volumen tan importante de población, a formas tan dañinas de evasión de la rea­lidad. Esto posibilitaría tratar la disfunción desde su raíz y, por consiguiente, permitiría desplegar políticas públicas destinadas a reducir el riesgo de adicción.

Y, sin embargo, no es esto lo que ocurre. Después de más de tres décadas de «guerra contra la droga>>, impulsada por la Administra~ión Fe?er~l de los Estados U nidos a escala mundial, las insti­tuciones penitenciarias -de aquel país, pero tam­bién en el resto del mundo- se hallan hacinadas de presos -abrumadoramente varones jóven~s pertenecientes a los grupos étnicos y social_es margi­nados- condenados por pequeño comercio de sus­tancias prohibidas22 y, por consiguiente, los sistemas de justicia penal se mantienen congestionados, en

22. Wacguant (2006) resalta gue si fuera una ciudad, el sistema penitenciario norteamericano, con casi 2 millones de internos en el año 2000, sería la

cuarta metrúpolis del país, solo por detrás de Nueva York, 1 .os Angeles y Chicago. Y atendiendo al número de empleados, con datos correspon­dientes a 1998, la administración penitenciaria era el tercer empleador,

solo por detrás de Manpower Inc. (trabajo temporal) y Wal-Mart Stores

Inc. (supermercados).

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buena medida, a causa de una aplicación prioritaria y drástica de las legislaciones antidroga.

En los países productores -como es el caso paradigmático de Colombia-, la «guerra contra la droga» no solo ha fracasado rotundamente en el objetivo declarado de reducir la producción en ori­gen23 sino que tampoco ha podido o querido evitar el secuestro mafioso del estado colombiano por parte de una funesta simbiosis de reacción ultraderechista -articulada en torno a los grupos paramilitares- y los grandes empresarios de la droga y la violencia, lo cual, lejos de facilitar el encauzamiento pacífico del conflicto político que, desde hace más de medio siglo desangra al país, parece haberlo abocado a un auténtico callejón sin salida.

2. El proceso psicosocial de la violencia y el miedo

La seguridad no se genera, por tanto, en opo­sición frontal a los efectos más visibles de la inse­guridad sino mediante un tratamiento completo, profundo y sostenido de sus factores de riesgo, de manera que producir seguridad supone actuar equilibrada­mente, desde una visión integra¿ en la totalidad de los ámbitos que configuran poliédricamente la inseguridad

23. Para más detalle, ver el l1?for111e 11//IINI;a/ .robre las dro,~a.r 2008 de Naciones Unidas.

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Esta visión integral, esbozada en el desarrollo del cuadrante representado en la tabla 1, pretende hallar una vía de salida, sencilla y elegante -aunque no por ello simple-, a la persistente controversia criminológica acerca de a quién y en qué medida cabe atribuirle la responsabilidad final del delito: al individuo o a la sociedad, es decir, ¿qué es primero, el huevo o la gallina?

La violencia, en todas sus manifestaciones inter­personales y colectivas, se expresa (más bien se encarniza) en los cuerpos -hiriéndolos, mutilán­dolos, destrozándolos- y en las mentes -pertur­bándolas, aterrorizándolas, sometiéndolas- de las víctimas. Por extensión, este lenguaje atroz escribe con la sangre derramada, en la memoria de las comunidades humanas, el relato interminable de los agravios que, a lo largo de la historia, mantienen siniestramente activo el ciclo de la violencia.

En tanto que fenómeno social, la violencia -inseparable del miedo- se expande epidémica­mente, se transmite hereditariamente de generación en generación, modela a fuego el imaginario colec­tivo, carga de potencial destructivo las identidades colectivas -familiares, grupales, étnicas, naciona­les- y, por consiguiente, condiciona fuertemente la posibilidad individual de renunciar libremente a la violencia. Lo cual no significa, sin embargo, que ni la violencia ni el miedo constituyan un legado fatal. En absoluto. Sometido a unos mismos condicionamien­tos colectivos, en realidad, cada individuo responde singularmente a esta herencia perversa, ya sea deján-

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dose arrastrar o, por el contrario, transmutándola conscientemente en fuerza creativa.

Así como una visión integral de la inseguridad nos permite contemplar el ciclo completo de la violencia y el miedo, en su interacción significati­va entre las dim~nsiones individual y colectiva y las correspondientes esferas interior y exterior,. la búsqueda de seguridad en el mundo actual requiere ser examinada desde una perspectiva evolutiva. Y ambas, inseguridad y seguridad, tal y como se intenta plasmar en la tabla 2, requieren ser examinadas desde una visión integral J' evolutiva como un proceso único: la (in)seguridad.

Tabla 2. La (in)seguridad en el mundo actual. Fuente: Elaboración propia basada en Trías (200 1) y Wilber (2007)

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Retomemos aquí la clarificadora visión de Trías (2001) acerca de la compleja realidad del mundo contemporáneo, que es presentada como la inter­sección potencialmente conflictiva y trágica de tres niveles o planos.

Un primer nivel, o plano máximamente univer­sal, en el que la realidad contemporánea se muestra como un «casino globab>. Este mundo global genera un desarraigo generalizado que altera el plano de lo particular (segundo nivel), el cual, consiguientemen­te, reacciona ante este proceso con la creación de núcleos duros de particularismo excluyente.

Un segundo nivel, pues, o plano de lo particu­lar, en el que este acoso del «casino globab> da lugar a una afirmación de la propia identidad en forma excluyente, de manera que se perturba la relación de alteridad con otras comunidades, las cuales son percibidas como chivos expiatorios. Este «santuario locab> encuentra su forma ideológica a través de los integrismos religiosos, presentes en todas las reli­giones y en un gran número de formas nacionalistas radicales.

Y un tercer nivel, o plano de lo personal y subje­tivo, en el que la doble acometida del «casino globab> que parece deglutir el primer mundo y del «santua­rio locab> que se apropia del segundo, da lugar a un «individualismo de la desesperación» como forma espontánea de responder a esta doble y amenazante acometida. Este individualismo desesperado cons­tituye la expresión de un individualismo neoliberal que asume la despiadada «lucha por la vida», bien

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engrasada por la dinámica de un capitalismo inter­nacional que genera graves desequilibrios, desigual­dades e injusticias.

Estos tres niveles, siendo como son planos de una realidad única y por ello peculiarmente comple­ja, están religados, por tanto, en una cadena de flujos conflictivos --del «casino globab> (la globalización homogeneizadora) al «santuario locab> (las reaccio­nes particularistas) y, de éstos, al «individualismo desesperado» (la exasperación individualista)- que, en su materialización extrema, dan lugar -como hemos visto en el despliegue de la tabla 1- a las más diversas formas de violencia y desastre. De manera que la exasperación individualista estallaría en una cons­telación de violencias interpersonales, las reacciones particularistas derivarían en violencias colectivas y, finalmente, laglobalización homogeneizadora estaría en el origen de la crisis global que amenaza gravemente la continuidad de la vida humana en la Tierra.

Consecuentemente, en cada uno de los tres niveles que constituyen la realidad actual no solo se generan las distintas formas de inseguridad sino tam­bién las correspondientes estrategias de seguridad, entendida ésta como un afán instintivo o bien cons­ciente, de protección efectiva o simbólica ante las amenazas reales o percibidas al desarrollo -super­vivencia, bienestar, evolución- individual (seguridad egocéntrica), grupal (segNridad etnocéntrica) o colectiva (.reguridad mNndicéntrica).

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Figura 3. Estadios de la seguridad. Fuente: Elaboración propia

Egocéntrico (yo contra todos), etnocéntrico (nosotros contra ellos) y mundicéntrico (todos nosotros) se trata de tres estadios (o niveles) que, jerárquicamente -porque los superiores tienen una mayor capacidad de respeto y compasión y, en defi­nitiva, porque incluyen los inferiores y no al revés-, constituyen una escala evolutiva.

UNPJERSYÓAD DEAi~T~OQUIA

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Efectivamente -tal y como se representa en la tabla 3 y como ha sido desarrollado en la prime­ra parte-, un gran despliegue evolutivo conduce desde el nivel egocéntrico (básicamente absorto en sí mismo) hasta el etnocéntrico (que gira en torno a la familia, al grupo, 1~ tribu, clan o nación, al tiem­po que excluye a quienes no forman parte de él) y, posteriormente, el mundicéntrico (que incluye el respeto y la preocupación por todas las personas, con independencia de su raza, color, sexo o credo e, incluso, de todos los seres sensibles).

Por lo cual, la visión egocéntrica nos limita a una búsqueda individual de seguridad desde el punto de vista del <<yo», es decir el modo en que personalmente per­cibo la inseguridad. A su vez, la visión etnocéntrica permite una búsqueda grtpal de seguridad desde el punto de vista del <<nosotros», es decir el modo en que <<yo con otros» percibimos la inseguridad. Y, finalmente, la visión mundicéntrica posibilita una búsqueda colec­tiva de seguridad desde el punto de vista del «ello», es decir, de la dimensión objetiva de la inseguridad.

La búsqueda de seguridad desde visiones ego­céntricas o etnocéntricas, en la medida que se basa en una percepción inevitablemente incompleta del pro­blema, genera exclusión y busca soluciones exclusi­vamente externas. Por consiguiente, lejos de aportar ninguna solución duradera, viene a agravar el proble­ma que se pretende solucionar. Irremediablemente, cualquier visión auténticamente integral de la segu­ridad debe incluir y a la vez trascender todos esos estadios, lo que nos permitirá desplegar una visión

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más comprehensiva y eficaz que tenga en cu~nta tanto el <<yo» como el <<nosotros» y el «ello»; o, d1cho de otra forma, tanto el individuo como la cultura y la naturaleza (seguridad mundicéntrica).

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Conclusión

MENOS TEMEROSOS, MÁS PRUDENTES

«El hombre descubre ¡ ... ¡ que vale más el cerrojo que

lo que guarda.»

Pere Calders, La ciutat cansada, 200H

La pregunta inicial -¿qué significa la seguridad en un mundo que se halla sumido en un continuo proceso de evolución?- ha marcado el punto de inicio de un recorrido indagatorio, más en espiral que en linea recta, que nos ha permitido desvelar un conjunto de generalizaciones orientadoras2

\ simples pero estables -sobre las que existe un amplio grado de acuerdo entre las diferentes ramas del conocimiento humano (desde la física y la biología hasta la psicolo­gía y la sociología)-, que facilitan una comprensión integral y evolutiva del fenómeno psicosocial de la (in)seguridad.

Esta cartografía (es decir, teoría y análisis) de la búsqueda de seguridad, destaca algunos hitos que posibilitan un conocimiento más nítido y profundo

24. 1 ~xprcsic'm tomada de \'\'ilhcr, 2007.

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del mecanismo que articula, en un todo, la pro­ducción de inseguridad y seguridad en la sociedad actual. En el momento de concluir este recorrido, dos cuestiones parecen reclamar la continuidad de la tarea reflexiva: en primer lugar, la (in)seguridad es una realidad indivisible y en segundo lugar, las distintas estrategias de seguridad aparecen como resultado de una evo­lución consciente.

Nada resulta factible, tanto en los organismos biológicos como en los sociales, al margen del siem­pre frágil equilibrio entre estabilidad (permanencia, seguridad) e innovación (creatividad, libertad) que, necesariamente, genera incertidumbre. No tiene sentido, pues, la reiterada y conflictiva contraposi­ción entre seguridad y libertad; puesto que ambas, en su debida proporción, constituyen ingredientes igualmente indispensables para el desarrollo huma­no. Así como ocurre en los organismos biológicos, también los organismos sociales mueren de exceso tanto como de insuficiencia, ya sea de innovación o bien de estabilidad; y, una vez convertidos en valores exclusivos, ambos terminan produciendo inseguridad social -debida a los excesos de una libertad de mer­cado sin controles cívicos- e inseguridad civil -debi­da a la restricción de derechos y libertades causada por un exceso de seguridad.

Lo cual plantea una primera paradoja: la seguri­dad no se genera en contraposición y ni siquiera al margen de la inseguridad. La seguridad, que solo se obtiene -relativamente- de un adecuado control del riesgo, supone, para las sociedades humanas, la

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capacidad de persistir en sus características esencia­les -en un inevitable equilibrio dinámico- ante los riesgos que derivan en desastres y los conflictos que se materializan en violencias, así como las incertidmJtbres que alimentan la incesante demanda de segt~ridad.

1. La única seguridad posible

Abordar la (in)seguridad desde una perspectiva limitada no solo impide, obviamente, la debida com­prensión del problema sino que, por consiguiente, limita de raíz sus posibilidades de solución. Es decir, la manera de ver el problema es el problema. O, si se prefiere: solo un problema correctamente for­mulado tiene solución. Con lo cual se reafirma la impertinencia radical de una búsqueda de seguridad al margen de la plena comprensión de la inseguridad que la genera.

Por el contrario, analizar la (in)seguridad desde un enfoque integral -probablemente la única segu­ridad posible- supone ver con nitidez, en una mirada integradora, las distintas perspectivas que ofrece cualquier problema de inseguridad que deba­mos afrontar: los actores, los factores de riesgo, las vulnerabilidades, los procesos, las causas, las conse­cuencias; pero también las políticas de seguridad que pretenden solucionarlos y sus efectos reales. Lo, :ual plantea, en particular a los actores de las. políticas públicas de seguridad, como des.taca Sennett, el ret.o de desplegar la capacidad para 1ndagar la presenc1a

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de nuevos problemas en el curso de la solución de los antiguos o para explicar la intuición, surgida de

· la experiencia, de que un problema está a punto de entrar en un callejón sin salida.

Nuestra percepción de la inseguridad, así como la consecuente búsqueda de seguridad, constituyen un proceso psicosocial de evolución consciente. Así, según sea el nivel de percepción de la inseguridad -egocéntrico (yo contra todos), etnocéntrico (nosotros contra ellos) o mundicéntrico (todos nosotros)- se despliegan, respectivamente, estrategias de seguri­dad individua~ grupal o colectiva.

En su estadio egocéntrico, la búsqueda individt.!al de seguridad en el mercado de consumo masivo y compul­sivo no pretende tanto satisfacer una necesidad real -obtener un nivel razonable de protección- como alimentar un deseo -ahuyentar el miedo-. Esta prioridad acordada al consumo de sensación de seguridad en detrimento de una seguridad ifectiva y, por ello, a la persecución de una solución individual a un problema colectivo permite explicar la expansión prodigiosa, en los ámbitos económico y político, del comercio de la seguridad y de la política del miedo respectivamente. Paradójicamente, el éxito indiscutible de ambas for­mas de explotar el temor ajeno, constituye la expresión más clara del fracaso de esta estrategia de seguridad: es decir, cuanto mayor es la percepción de inseguridad, más medidas de seguridad se adoptan que, a su vez, aumentan la inseguridad y así sucesivamente.

Esa estrategia irrazonada e irrazonable, como hemos visto, brota de la inseguridad inherente al

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individuo aislado psicológicamente -que se siente, aunque no de forma consciente, vulnerable- y, por ello, no logra materializarse en acciones que puedan procurarle una protección efectiva ante amenazas reales: es decir, la estrategia del avestruz. Aunque todo apunta a que, en realidad, ni siquiera lo pretende, puesto que la auténtica obsesión ~e esta conducta, básicamente inconsciente, no consiste tanto en pro­curarse una seguridad efectiva como en reforzar, a cualquier precio, su sensación de seguridad. Pero ahí surge el problema: dado que las causas de la insegu.ri­dad finalmente permanecen inalteradas, esa peculiar búsqueda de seguridad no puede sino aportar frus­tración y, con ello, aumentar la incertidumbre que pretendía disipar. . .

Esta supuesta estrategia de segundad constituye, por tanto, una auténtica contradicción en sus térmi­nos, dado que, cuanto más esfuerzo por lograr una seguridad individual de uso exclusivo, mayor ten­sión, mayor conflicto y confrontación con los demás que compiten, en un espa~io .común, por ~ograr ~a misma quimera y, por consigmente, mayor insegun­dad para todos: es decir, un hormiguero enloquecido. De manera que la persistencia insensata en este despro­pósito termina convirtiéndola.en parte del problema en lugar de en la solución. . , . .

Entonces, a quien descubre el calleJOn s1n s~lida al que conduce la búsqueda i.ndivi?ual d~ segundad, se le hace evidente la neces1dad ineludible de des­plegar una visión más evolucionada -que integre y a su vez trascienda el estadio precedente-, desde

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la cual poder ampliar el alcance de la contraindica­da estrategia individual de seguridad y evitar así la fatídica confrontación egocéntrica de <<yo contra todos». Puesto que lo que está en juego es encontrar una solución colectiva (seguridad) a un problema colectivo (inseguridad), parece inevitable, por tanto, que el <<yO contra todos» (egocéntrico) deje paso a un estadio superior de conciencia: «nosotros contra ellos» ( etnocéntrico).

Aunque, ¿resulta razonable esperar mejores resultados de la búsqueda grupal de seguridad? En efecto, desde este nuevo estadio, la preocupación exclusiva y excluyente por sí mismo se incluye en una visión superior que es capaz de asumir la protección común de quienes constituyen el grupo de perte­nencia. Un objetivo meramente individual se amplía y se convierte, así, en una tarea grupal. Sin embargo, la identificación grupal supone un tipo de lealtad limitada a una porción de la Humanidad -una familia, un pueblo, una nación, una clase, una raza, una comunidad religiosa- que, inherentemente, excluye la lealtad a la humanidad entera. De manera que el <<nosotros contra ellos» (seguridad etnocéntrica) aparece como una prolongación y en buena medida una intensificación del <<yo contra todos» (seguridad egocéntrica) y, por consiguiente, la búsqueda grupal de seguridad no logra eludir la lógica funesta de la búsqueda individual de seguridad, dado que, en rea­lidad, más que una auténtica innovación, esta nueva es~rategia de seguridad, supone un simple desplaza­mtento de la frontera originaria Qa línea de fractura en

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la que emergen, en forma de violencias y desastres, los riesgos y los conflictos respectivamente) desde .la esfera estrictamente individual a la grupal: es dectr, de la estrategia del avestruz al hormiguero enloquecido.

2. Comprender es actuar

Tanto la búsqueda individual como la grupal de seguridad, impulsadas respectivamente por la ansie­dad egocéntrica y etnocéntrica, logran justamente lo contrario de lo que pretenden, es decir producen y hacen crónica la máxima inseguridad tanto en el individuo como en la colectividad. Hasta el punto que, paradójicamente, nunca antes, la Humanid~d, había estado tan cerca como ahora de la autoexttn­ción y, por ello, sin embargo jamás había resultado tan factible -por inaplazable- la emergencia de una conciencia mundicéntrica (o auténticamente cosmopolita) capaz de frenar --quién sabe si a tiem­po- esta insensata carrera hacia la nada. En este sentido, Beck (2009) considera que esa salvadora conciencia mundicéntrica no aparecerá como un acto voluntarista sino como la respuesta inevitable ante una amenaza inminente y descomunal: «la polí­tica climática se convertirá en "cosmopolítica" en todo el mundo, y lo hará no por convicción indivi­dual, sino por el realismo de la pura supervivencia>>.

Aceptar la inseguridad de la existencia, final­mente, puede resultar el mejor antídoto para esa enfebrecida búsqueda de falsas seguridades. La

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única seguridad posible empieza, por consiguiente, en el abandono consciente del deseo quimérico de no verse expuesto a ningún peligro, de con­vertirse en invulnerable, de arriesgarse sin asumir las consecuencias indeseadas de los riesgos y, en definitiva, de eludir la cita con la muerte. Sabernos inseguros nos evita obcecarnos en persecuciones infructuosas, y por ello frustrantes, de algo que no se halla a nuestro limitado alcance. Solo de esta for~a podemos concentrar toda nuestra energía, med1ante la atención consciente, en afrontar de forma creativa y a su vez prudente -es decir, asu­miendo la responsabilidad con uno mismo, con los ?emás y con lo demás- las incertidumbres que Jalonan toda trayectoria vital. Este primer paso, en el despliegue de una conciencia mundicéntrica, nos lleva inevitablemente a constatar que toda seguridad es relativa, efímera, ambivalente, más aparente que sustancial.

Comprender es actuar. Aunque no se trata tanto de «qué hacer» como, sobre todo, de «qué dejar de hacer>> para estar razonablemente seguros. Probablemente, sin embargo, no nos baste con aceptar racionalmente la evidencia de un auténtico riesgo de catástrrfo planetaria para ver nítidamente que nos hemos convertido en una comunidad de peligro mundial y, por consiguiente, para actuar sin demora en base a una nueva ética de la responsabilidad planetaria. ¿Qué se interpone, pues, entre la evidencia razonada del riesgo global -que no admite ilusos intentos de escapatoria individual o local- y la emergencia

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de esta imprescindible seguridad mundicéntrica que nos permita, finalmente, eludir el peligro de auto~~s­trucción? Albert Einstein responde, a esta cuest1on crucial con tanta lucidez como belleza:

'

«Un ser humano es parte de un todo al que denominamos

"universo", una parte limitada en el tiempo y en el espacio. Este

ser humano se ve a sí mismo, sus pensamientos y sensaciones,

como algo separado del resto, en una especie de ilusión óptica

de su conciencia. 1 ~sta ilusión es para nosotros como una cárcel

que nos limita a nuestros deseos personales y a sentir afecto por

unas pocas personas que nos son más próximas. Nuestra tarea

debe consistir en liberarnos de esta cárcel ampliando nuestros

círculos de compasión de manera que abracen a todos los seres

vivos y a toda la naturaleza en su esplendor».

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