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Bambi Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos animales, pues para Bambi todo era desconocido. Todos los días se juntaban en un claro del bosque para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un perro. “¡Corre, corre Bambi! -dijo el padre- ponte a salvo”. “¿Por qué, papi?”, preguntó Bambi. Son los hombres y cada vez que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes de huir y buscar refugio. Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un perro y Bambi pensó: “¡Son los hombres!”, e intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido. Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a salvo de los hombres, cuando lo lograron le curaron las heridas y se puso bien muy pronto. Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su papá, que ya era muy mayor para hacerlo.

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Bambi

Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos animales, pues para Bambi todo era desconocido.

Todos los días se juntaban en un claro del bosque para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un perro. “¡Corre, corre Bambi! -dijo el padre- ponte a salvo”. “¿Por qué, papi?”, preguntó Bambi. Son los hombres y cada vez que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes de huir y buscar refugio.

Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un perro y Bambi pensó: “¡Son los hombres!”, e intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido.

Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a salvo de los hombres, cuando lo lograron le curaron las heridas y se puso bien muy pronto.

Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su papá, que ya era muy mayor para hacerlo.

Ratón de campo

Había una vez un ratón de campo que vivía en un nido debajo de un seto. Todos los días trajinaba por los sembrados, juntando granos de maíz. A veces, si se sentía algo más valiente que de costumbre, entraba a hurtadillas en un jardín cercano para darse un festín. Con frecuencia encontraba cortezas de queso en el montón de abono, o migajas de pan que alguien había arrojado a los pájaros.

Un día fue a visitarle su primo, el ratón de ciudad.

— ¡Oh, primo! ¡Qué sorpresa tan agradable! Aquí en el campo llevo una vida muy tranquila y siempre estoy deseando que vengas a verme. Me pasaría el día entero escuchándote contar cosas sobre la vida de la ciudad. Pasa, siéntate y cuéntame qué hay de nuevo...

— Bueno, la verdad es que no sé por dónde empezar —respondió el ratón de ciudad—. Tengo tantas aventuras y como unas cosas tan exquisitas, que...

—Oh, precisamente iba a ofrecerte algo estupendo —interrumpió el ratón de campo—. Esta mañana encontré una corteza de queso deliciosa —añadió orgulloso.

El ratón de ciudad no daba crédito a sus oídos. Lanzó una sonora carcajada al ver que su primo ponía la mesa.

—¡Pobrecillo! ¡Qué vida más terrible debes llevar! Si lo mejor que puedes ofrecerme son unas cortezas de queso, creo que me iré ahora mismo. ¿Por qué no vienes conmigo por unos días? ¡La ciudad es tan emocionante!

Tras pensarlo un poco, el ratón de campo decidió acompañarlo.

El viaje hasta la casa del ratón de ciudad fue largo y peligroso. Al llegar a la ciudad, procuraron ir siempre por las calles más estrechas, pero incluso en éstas había muchísimas personas, y, lo que era peor, muchísimos coches transitaban haciendo sonar sus bocinas.

El pobre ratón de campo temblaba de miedo cuando llegaron a casa de su primo.

— Creo que me arrepiento de haber venido —susurró al entrar de puntillas en la cocina.

— Pronto cambiarás de idea —respondió su primo, alegre—. Mira lo que hay aquí.

El ratón de campo levantó la vista. Junto a él había una mesa cargada de comida. Era un espectáculo tan maravilloso que olvidó sus temores en un abrir y cerrar de ojos.

— Nunca había visto tantas cosas buenas —suspiró feliz.

—Y podemos probarlas todas —dijo su primo—. Ahora siéntate y te traeré lo más delicioso que jamás hayas probado.

En pocos minutos los dos ratones juntaron una enorme pila de chocolate. Pero antes de poder mordisquearlo, se abrió una puerta y entró corriendo un gran gato.

Escaparon casi volando al agujero que el ratón de ciudad tenía en el zócalo.

— Esto es lo emocionante de la vida de ciudad —se rió el ratón de ciudad.

—Te diré que no necesito estas emociones — respondió su primo—. Es verdad que mi vida es aburrida, pero al menos es segura. Cuando no haya moros en la costa, me volveré al campo y me quedaré allí para siempre.

El ángel

Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.

-¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el ángel.

Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

-¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo; junto a Dios florecerá.

Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.

Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.

-Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.

-Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-. Mientras volamos te contaré por qué.

Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato:

-En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada más que media horita, y entonces el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros.

Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas

venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina.

-Pero, ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.

-Lo sé -respondió el ángel-, porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor!

El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.

La luna y el lago

Era una vez un lugar en donde casi siempre había problemas entre los animales. Se peleaban, se discutían y se gastaban bromas los unos a los otros. Y casi siempre era por culpa del conejo.

Normalmente, después de pelearse los animales volvían a hacerse amigos. Se tumbaban al sol y eran tan amables entre ellos como podían. Pero entonces, cuando todo estaba tranquilo y en paz, el conejo se aburría.

-¡Me aburro! ¡Me aburro! ¡Me aburro! -decía un día, mientras charlaba con su amiga tortuga-. Ya va siendo hora de que ocurra algo divertido.

-Eres la criatura más traviesa de todo Alabama, hermano conejo -decía la tortuga-. Pero la vida nunca es aburrida cuando tú tramas algo. ¿Qué estás planeando ahora?

El conejo parecía sorprendido.

-¿Quién ha dicho que voy a hacer alguna travesura? Sólo estaba sugiriendo un día de pesca en el viejo lago. Trae mañana por la noche al zorro, al oso y al lobo. Si algo sucede, observa y escucha.

-Allí estaré -rió maliciosamente la tortuga-. ¡No me lo perdería por nada del mundo!

Mientras el conejo se marchaba, la tortuga comenzó su lento caminar hacia el lago. "Si salgo ahora", pensó, "habré llegado allí mañana por la noche".

Los cinco animales fueron al lago la noche siguiente. El zorro llevó los aparejos de pescar, el oso una red y el lobo se llevó algo de cebo.

Pero el conejo había sido el primero en llegar y esperaba, sentado en un tronco, a la orilla del lago.

-Muy mal -dijo el conejo a los animales-. Hemos perdido el tiempo.

-¿Qué? ¿Por qué? Los animales se abrieron paso a través de la alta hierba hasta el borde del lago.

-¿Qué pasa, hermano conejo? -Ha habido un accidente -explicó-. Os lo habéis perdido. La Luna se acaba de caer en el lago. Bien, tendremos que regresar a casa.

-¿Que la Luna se ha caído en el lago?

-¡Sí! Si no me creéis, id a comprobarlo vosotros mismos.

El zorro, el oso y el lobo miraron hacia el lago. Era verdad. Allí estaba la Luna, meciéndose y tambaleándose en el fondo.

-Yo que quería pescar algunas percas... -dijo el zorro.

-Y yo un lucio... -comentó el oso. -Y yo una trucha para cenar -añadió el lobo.

-Y yo que venía a por algunos barbos... -exclamó la tortuga.

¿A por qué venías tú, hermano conejo?

Entonces, las dos criaturas se guiñaron un ojo.

-Es decepcionante -dijo el conejo-. Nadie pescará nada aquí esta noche, a menos que saquemos la Luna. Asustará a todos los peces del lago.

Todos se rascaron la cabeza y esperaron a que el conejo tuviera una buena idea. El siempre estaba lleno de buenas ideas.

-¡Ya lo tengo! -dijo al fin-. Iré corriendo a casa de la tortuga de la ciénaga y pediré prestada una red. Una red fuerte y grande para pescar la Luna. Es de plata maciza, como sabéis. Esperadme. No hagáis nada hasta que vuelva.

Y con un destello de su rabo blanco, el conejo se marchó.

Al menos, parecía que se había ido. Sólo la tortuga advirtió las puntas de dos orejas sobresaliendo por encima de un arbusto cercano.

-Plata maciza... -dijo con retintín-Imaginaos lo que puede valer.-dijo la tortuga.

Mientras tanto, el oso había ido a por su red.

-¡Rápido! ¡Antes de que el conejo vuelva! Vamos a sacar la Luna y a repartírnosla entre nosotros.

El zorro y el lobo miraron ansiosos, mientras el oso corrió a por la Luna. Al principio pensaron que iba a ser capaz de sujetarla con su zarpa. Pero cuando cayó con toda su tripa en el agua, la Luna pareció hundirse más hondo en el lago.

-Esto no funciona -dijo-. Tendré que usar la red.

Como no querían mojarse las patas, permanecieron en la orilla y tiraron la red sobre la centelleante Luna y luego la remolcaron hasta la ribera.

Pero no había ninguna Luna en la red.

De nuevo la arrojaron y otra vez salió completamente vacía.

-No la tiramos suficientemente lejos -dijo el zorro-. Si nos metemos todos en el agua, seremos capaces de echar la red por encima de la Luna.

Lo intentaron de esta manera, mientras el lobo se quejaba del frío.

-¡Esta vez ya la tenemos!

Pero, de nuevo, no había ninguna luna en la red.

En aquel momento, el lobo resbaló y se hundió en las profundidades del agua, arrastrando consigo la red. El zorro y el oso, que también la sujetaban, se hundieron tras él.

Coincidiendo con el chapuzón, el reflejo plateado de la Luna en el fondo del lago saltó en mil pedazos, y desapareció.

Escupieron, resoplaron, chapotearon y aullaron. El conejo se reía tanto que salió rodando de detrás de los arbustos. Y la tortuga escondió su cabeza dentro de la concha para que nadie viera su risa burlona.

Cuando llegaron a la orilla, el oso, el zorro y el lobo seguían discutiendo y peleándose:

-¡Tú me empujaste!

-¡Tendrías que haberla soltado!

-¿De quién fue la idea?

-¡Se rne ha metido barro en las botas!

El conejo sonrió. "Esto sí que está bien; así la vida es más divertida", pensó. Al instante se acercó a la orilla y ayudó a los empapados animales a salir del lago, uno tras otro. Tanta amabilidad les confundió. Le miraron con desconfianza y por

fin comprendieron que les había tomado el pelo.

-Maldito conejo -dijo el lobo, mirando a la Luna.

-No me habías dicho qué es lo que querías pescar esta noche, hermano conejo -se rió la tortuga.

-¿No te lo había dicho? -contestó el conejo-. Bien, pensé que podía pescar un tonto o dos. Puse el cebo de la Luna... ¡y menudo éxito he tenido!

La bella princesa

LA BELLA PRINCESA

Vivía una vez en un pueblecito pesquero una joven de origen pobre, pero que era increíblemente hermosa, famosa en todo el reino por su belleza. Ella, conocedora de su belleza y de la admiración que despertaba entre los jóvenes del reino, rechazaba a todos los pretendientes que se acercaban a pedir su mano, y le decía con total seguridad a su madre “Tranquila mamá, que pronto vendrá un apuesto príncipe, que se enamorará de mí y me pedirá en matrimonio”. De pronto a lomos de un impresionante corcel llegó al pueblo un guapísimo príncipe y éste,nada más verla, se enamoró perdidamente de ella y empezó a enviar regalos y dedicarle maravillosas poesías, hasta que consiguió que la joven dijera que sí . La boda fue grandiosa y espectacular, y todos comentaban que hacían una pareja perfecta.

Pero cuando la boda se acabó y las fiestas terminaron, ella se dió cuenta que su maravilloso príncipe no era tan maravilloso como ella pensaba. Era un terrible tirano con su pueblo, la presentaba como de un trofeo de caza, alardeando de su gran belleza y era egoísta y mezquino. Cuando descubrió que todo en su marido era una falsa apariencia, con la que había conseguido conquistarla, no dudó en decírselo, pero él con una gran y cínica sonrisa le

respondió de forma similar, “ te recuerdo que sólo me casé contigo por tu belleza, y que tú misma podrías haber elegido a otros muchos antes que a mí, que seguramente estaban enamorados de tí, tanto de tu belleza como de tu interior, de no haberte dejado llevar por la ambición y tus ganas de vivir en un palacio”.

La princesa lloró durante muchos días, sobre todo al darse cuenta de la enorme verdad de las palabras de su cruel marido. Y se acordaba de tantos y tantos jóvenes buenos y honrados a quienes había rechazado sólo por convertirse en una princesa.

Desesperada la princesa trató de huir de palacio, pero el príncipe se dió cuenta y no lo consintió, pues todos los nobles de su reino y de los reinos vecinos, hablaban de la extraordinaria belleza de su esposa,  y con eso aumentaba su fama de hombre excepcional, cosa que le producía un enorme placer y un gran orgullo. Tantas veces intentó la princesa escapar, que este acabó por encerrarla y  puso

varios guardias que la vigilaban constantemente.

Tras pasar un tiempo encerrada, uno de los guardias empezó a sentir lástima por la princesa, y en sus encierros trataba de animarla y darle conversación. Así de esta forma, con el paso del tiempo se fueron haciendo buenos amigos. Un día  la princesa pidió a su guardián, que dada la amistad que les unía, que por favor que la dejara escapar. Pero el soldado, que era noble y  leal a su rey, no accedió a la petición de la princesa. Sin embargo, le respondió:

- Si deseáis tanto huir de aquí, yo sé una forma de hacerlo, pero le advierto princesa que el  sacrificio por vuestra parte va a ser enorme.

La princesa accedió, confirmando que estaba dispuesta a cualquier cosa, y el soldado continuo:

- Ya que el príncipe sólo os quiere por vuestra belleza, si os desfiguráis el rostro, ya no le servireis para presumir y sacar pecho ante los demás príncipes y para evitar que nadie os vea seguro que os enviará lejos de palacio, y borrará cualquier rastro de vuestra presencia. Ya sabemos lo cruel y  miserable que puede llegar a ser.

La princesa poniendo las manos en su rostro respondió sollozando:

- ¿Desfigurar mi bella cara? ¿Y a dónde iré después? ¿No te das cuenta que mi belleza es lo único que tengo? ¿Nadie querrá saber nada de una mujer horrible, fea e inútil como yo?

- Yo lo haré - respondió el soldado hincando su rodilla en el suelo, pues en el trato diario con la princesa había terminado enamorándose de ella - Para mí sois aún más bella por dentro que por fuera.

Y entonces la princesa se dió cuenta que también amaba a aquel honrado y leal soldado. LLorando amargamente, tomó la mano del soldado, y empuñando juntos un puñal, hicieron en su rostro dos largos y profundos cortes.

Cuando el príncipe fué a visitar a la princesa contempló horrorizado el rostro de su esposa, y tuvo la reacción que el guardían había previsto. Le dijo que no quería verla nunca más y que se fuera lo más lejos que pudiera, además se inventó una heroica historia sobre la muerte de la princesa que hizo que su leyenda sobre su belleza y bondad fuera más popular entre la gente. Mando al guardia que la acompañara y escoltara lo más lejos que pudiera.

De esa manera partieron los dos completamente felices y alegres, y la joven del bello rostro pudo por fin ser feliz junto a su maravilloso soldado, la única persona del mundo que  no apartaba la mirada al ver su rostro, pues a través de él podía ver siempre su corazón.