cuentos para dormir (sueños para niños)
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Luis Rafael Hernández. Ilustrado por Jhonn Aranguren y David Dávila. Cuentos para niños. Literatura infantil.TRANSCRIPT
1.a Edición digital, 2016
© Luis Rafael Hernández© Fundación Editorial El perro y la ranaCentro Simón Bolívar,Torre Norte, piso 21, El Silencio,Caracas - Venezuela, 1010.Teléfonos: (58-0212) 768.8300 - 768.8399
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Diseño de colecciónMónica Piscitelli
lustraciones©Jhon Aranguren / ©David Dávila
Edición: Yanuva LeónCorrección: Eva MolinaDiagramación: Jairo Noriega
Hecho el Depósito de LeyDepósito legalISBN 978-980-14-3255-5
Cuentos para dormir(sueños para niños)
Luis Rafael HernándezIlustrado por Jhonn Aranguren y David Dávila
colección caminos del sur Hay un universo maravilloso donde reinan el imaginario, la luz, el brillo de la sorpresa
y la sonrisa espléndida. Todos venimos de ese territorio. En él la leche es tinta encantada que nos pinta bigotes como nubes líquidas; allí estuvimos seguros de que la luna es el planeta
de ratones que juegan a comer montañas, descubrimos que una mancha en el mantel de pronto se convertía en caballo y que esconder los vegetales de las comidas raras
de mamá, detrás de cualquier escaparate, era la batalla más riesgosa. Esta colección mira en los ojos de niños y niñas el brinco de la palabra, atrapa la imagen del sueño para hacer de ella caramelos y nos invita a viajar livianos de carga en busca
de caminos que avanzan hacia realidades posibles.El gallo pelón es la serie que recoge tinta de autoras y autores venezolanos;
el lugar en el que se escuchan voces trovadoras que relatan leyendas de espantos y aparecidos de nuestras tierras, la mitología de nuestros pueblos indígenas
y todo canto inagotable de imágenes y ritmos. Los siete mares es la serie que trae colores de todas las aguas; viene a nutrir la imaginación de nuestros niños y niñas con obras que han marcado la infancia
de muchas generaciones en los cinco continentes.
A mis hijos Luis Onelio, Alejandro Luis y Rafael Felipe,
que inspiraron estos cuentos.
9
La rana y los dos mosquitos
Una rana salió de su piedra y se puso a cantar:
—Crua crua.
Un mosquito pasó cerca de ella zumbando:
—Zumz zumz.
La rana estiró el cuello y…
—¡Up! —se lo tragó.
El mosquito, que era muy distraído, siguió su vuelo
como si nada.
—Zumz zumz —zumbaba viajando por el estómago
oscuro.
—Crua zumz crua zumz —dijo la rana, y se percató
de que el mosquito no la dejaría cantar a gusto.
“¿Cómo me libro de él?”, pensó.
Y tuvo una idea brillante...
—Crua zumz crua zumz —decía saltando hasta el
charco más próximo.
Acercándose al agua, la rana abrió su gran boca y…
—Glu glu glu glu glu glu —no paró hasta secar el charco.
—Glu zumz glu zumz —zumbaba el mosquito a punto
de ahogarse dentro de la barriga de la rana.
Pero tuvo una idea brillante...
—Glu zumz, ¡pic!
Clavó su aguijón en el estómago inundado.
—¡Ay, crua!
Tanto tanto dolió su picada, que la rana orinó toda el
agua...
—Zumz zumz —zumbó el mosquito su victoria,
volando cómodamente dentro de la barriga de la rana.
Pero ella estaba furiosa, así que:
—¡Up! —se tragó a una mosquita que por allí pasaba.
—Zimz zimz —zumbó la mosquita dentro del
estómago de la rana.
—Zumz zumz —respondió el mosquito, alegrándose
de tener compañía.
—Crua crua zimz zum —protestó la rana— ¡Es el
colmo! Ni cantar como debo me dejan estos mosquitos
majaderos.
Y comenzó a saltar para que los mosquitos se callaran.
Pero la mosquita tuvo una idea brillante...
—Zimz zimz —susurró al oído de su amigo el mosquito.
—¡Zumz zumz! —aprobó él, entusiasmado con el plan
de su compañera.
Cuando la rana estaba más concentrada de su salto,
imaginando que era una gran acróbata...
—¡Pic!
—¡Pic!
Al mismo tiempo la picaron los dos mosquitos.
—¡¡Ay, crua!!
Tanto tanto dolió la doble picada que una corriente
gaseosa, apestosa y sonora, escapó del estómago de la
rana... Y con ella los dos mosquitos.
—Zumz zumz. ¡Al fin libres! —dijo el mosquito.
—Zimz zimz —zumbó alegremente la mosquita.
Y se fueron volando juntos como novios.
—Crua crua. ¡Nunca más me como un mosquito! —
dijo la rana y siguió su camino, saltando y croando de lo
más feliz.
19
Un pollitoUn huevo salió rodando de su nido y rodó y rodó hasta
toparse con un gato que estaba durmiendo.
La punta del huevo se rompió y del cascarón roto
brotaron un piquito, dos ojos brillantes, una cabeza
amarilla, dos alitas de plumón fino y las patas de un pollito.
—Miau —dijo el gato.
—Miau —respondió el pollito
El gato dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un gato —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que
encontró a un perro.
—Jau —dijo el perro.
—Jau —respondió el pollito.
El perro dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un perro —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que
encontró a un chivo.
—Bee —dijo el chivo.
—Bee —respondió el pollito.
El chivo dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un chivo —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que
encontró a una vaca.
—Muu —dijo la vaca.
—Muu —respondió el pollito.
La vaca dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres una vaca —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que
encontró a una pata con sus paticos.
—Cuac —dijo la pata.
—Cuac —respondió el pollito.
La pata dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un pato —le dijo—. ¡Vete de aquí!
Pero el pollito le contestó:
—¡Yo sí soy un pato porque tengo piquito y alitas y
paticas igual que ustedes!
La pata no supo qué responder y continuó su camino
con sus hijos. Detrás, camina que camina, los siguió el
pollito.
La pata y sus paticos comieron lombrices entre las
piedras.
Y también el pollito.
La pata y sus paticos tomaron el sol entre las yerbas.
Y también el pollito.
La pata y sus paticos se metieron en el estanque.
Y también el pollito.
...Pero él no podía nadar:
—Glu glu glu glu... ¡Socorro! Glu glu glu glu... ¡Me
ahogo! —gritó el pollito.
La pata y sus paticos lo sacaron del agua, mojado y
alicaído.
Enseguida pasó por allí una gallina con sus pollitos.
—Cocococó —dijo la gallina.
—Cocococó —respondió el pollito.
La gallina dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres una gallina —le dijo—. ¡Tú eres
un pollito!
—Pío, pío —decían sus hermanitos.
El gato maulló.
El perro ladró.
El chivo berreó.
La vaca mugió.
La pata y los paticos graznaron.
Era tal la algarabía que el gallo, subiéndose a la cerca
del corral, impuso silencio:
—¡Kikirikí! ¡Kikirikí! —cantó estirando el cuello como
una melodiosa flauta.
—Ya ves —advirtió la gallina—, así de fuerte cantarás
cuando crezcas.
Entonces el pollito se alegró de ser quien era, porque
de pequeño haría “pío, pío” como sus hermanitos y
cuando fuera un gallo de coronada cresta, deslumbraría a
todos con su hermoso “kikirikí”.
31
La Gallina PiconaÉrase una gallina grifa, de plumas erizadas,
malacara, malcriada, malgeniosa y malhumorada. No
tenía amigos porque a todos desagradaba. No se reía
porque siempre estaba brava.
Las demás aves del corral evitaban su presencia
no fuera a ser que salieran con un picotazo como los
pollones y los pollitos, a quienes la malvada no perdía
oportunidad para castigar por el más mínimo motivo con
su afilado pico.
Una tarde persiguió por todo el gallinero a un pollito
que se había tropezado con ella sin querer y no descansó
hasta capturarlo y propinarle un par de picotazos.
—¡Gallina Picona! —exclamó el pobrecito y se fue
llorando a refugiar entre las plumas de su mamá.
Desde entonces en el corral la llamaban “Gallina
Picona”, a sus espaldas, claro está, porque nadie quería
buscarse una bronca. ¡Hasta el gallo hace tiempo se hacía
el de la vista gorda para no tener que fajarse con ella!
—¡Gallina Picona!
—¡Gallina Picoooona!
Gritaban las pollonas y los pollitos, escondidos tras
las raíces de los árboles o entre las piedras, en venganza
por los tantísimos sustos que les había propinado. Pero
a la Picona parecía no importarle lo que pensaran sobre
ella y se pavoneaba con sus plumas erizadas y su afilado
pico pintiparado y bien preparado para agredir a quien
osara aproximársele.
Un polloncito a quien apenas se le anunciaba la
cresta, andaba tras un gusano que se había desgajado
de la mata de limones y tuvo la mala suerte de pisar una
pata a la Gallina Picona.
—¡Ahora vas a ver! —cacareó engrifando su plumaje
y la emprendió contra el joven pollo, que terminó huyendo.
El gusanito no conocía a la Picona, por eso le dijo:
—¡Gracias por defenderme!
—¿Por qué? ¿Pretendes hacerme pasar por guanaja
para que no te coma? ¡Ahora vas a ver!
En cambio, el gusanito corrió a subirse por el tronco de
la mata de limones y la Picona no pudo alcanzarlo. Desde
su refugio en lo alto de una rama, el gusanito le dijo:
—¡Eres una maleducada! —y enseguida agregó para
enfurecerla—: Jamás me dejaría comer por ti, gallina
grifa, plumierizada, malacara, malcriada, malgeniosa y
malhumorada.
—¡Ahora vas a veeeeer! —gritó la Picona pegando un
salto, pero no logró atraparlo.
Entonces escuchó mil risas y comentarios a su espalda:
—¡Ja, ja, un gusanito se burló de la Picona!
—¡La Gallina Picona que dice poder más que el gallo
no logró cazar un simple gusanito!
No, qué va, ella no podía perder su prestigio de mala-mala
por culpa de un chiquitín tan chiquilín como el gusanito...
—¡Aquí me quedaré de guardia hasta que bajes y te
comeré! —exclamó para que la escucharan y enseguida
volvieron a hacer silencio.
¿Cuánto demoraría el gusanito en caer del árbol
directo en su pico? ¿Cómo un ser tan insignificante se
atrevía a desafiar a la terrible gallina?
Incluso el gallo estaba interesado en el desenlace del
desafío...
La Picona demostró que era de armas tomar, porque
no se movió de su sitio ni siquiera cuando echaron el maíz
en el gallinero. Tampoco pegó un ojo esa noche. Si se
dormía o acudía al comedero, corría el riesgo de que el
gusanito escapara. ¡Ella no se dejaría derrotar y menos
engañar por un bicho tan pero tan contestón!
Entretanto, era grande el alborozo de las aves de
corral porque al fin podían pasearse por el gallinero
en paz. Los pollitos estaban contentísimos de comer
sin el peligro de recibir un golpe por cualquier motivo.
Hasta el gallo cantaba más fuerte sabiendo a la Picona
buscapleitos inmóvil bajo el árbol, vigilando a su presa.
El gusanito había construido una casa con hojas del
limonero y llevaba días sin dejarse ver. Pero la gallina
continuaba vigilante, segura de que se trataría de una
treta para engañarla. “¡Pobre gusanillo, piensa que
escondiéndose hará que me olvide de él! De aquí no me
muevo hasta comérmelo enterito. Voy a cacarear para que
acudan todos y me vean devorarlo de un solo bocado.”
Sin embargo, pasaron los días y la Picona fue
debilitándose por estar tanto tiempo sin dormir y sin
comer. Debajo de su plumaje grifo sentía que disminuían
las carnes y hasta que sus huesos se iban consumiendo
lentamente. Pero no era de las que se rinden y soportó
impávida hasta el mañana en que la casa de hojas se fue
abriendo...
Creció la expectación en el gallinero. Nadie quería
perderse el desenlace del duelo entre la gallina y el
gusanito. ¡Había llegado el gran día y la Picona sonrió
pensando en su victoria!
Por fin, al suelo cayó la marchita casa de hojas y
unas alas llenas de color se agitaron entorno del delgado
cuerpo del gusanito. ¡Qué gran sorpresa! ¡Se había
transformado en mariposa para escapar por los aires!
En cambio, la Picona no estaba dispuesta a perder.
¡Sí, lo alcanzaría, se lo comería con alas y todo!
Reuniendo las fuerzas que le daba su orgullo, pegó
un salto enorme, grandísimo, sobrenatural, con el pico
abierto para tragarse al fugitivo... Pero el aire la infló
como a un globo y fue suficiente la brisa salida del aleteo
de la mariposa para impulsarla de nuevo hacia la tierra.
¡Poom!, explotó al caer sobre las piedras. En medio
de una lluvia de plumas erizadas, las aves del corral
vieron al gusanito convertido en mariposa alejándose por
los caminos del aire, lleno de luz y color, y victorioso.
49
El pajarito solitarioEn torno de una fuente de cristalinas aguas, crecía
un jardín rebosante de rosales, margaritas, jazmines y
amapolas. Allí vivía un pajarito muy pequeño, de alas
zumbates y largo y puntiagudo pico. Habría permanecido
siempre alimentándose del suave néctar de las flores,
embrujado por el aroma de las plantas, pero cada vez se
entristecía más porque entre tantas maravillas como lo
rodeaban, no encontraba nada igual o siquiera
semejante a él.
Un día intentó tocar su propio reflejo y casi se ahoga
dentro de la fuente. Con las plumas enchumbadas de
agua y el corazón angustiado por la soledad, tomó la
determinación de abandonar su paraíso en busca de
compañía.
Volando y volando, poco a poco se alejó del jardín y
llegó hasta una arboleda donde retozaban los gorriones.
Emocionado por su descubrimiento, dijo:
—¡Al fin encuentro alguien como yo! Soy como ustedes.
Los gorriones hicieron silencio y lo observaron un
instante.
—¡No, qué vas a ser como nosotros!
—Quizás no exactamente como ustedes, pero sí
semejante...
—¡Qué va! Eres tan pequeño y tienes unas alas tan
frágiles que más bien pareces una mariposa! Sí, eso
debes ser. Anda, no te desanimes, cerca de aquí existe un
lugar donde podrás encontrarlas.
Guiado por los gorriones, el pajarito llegó a un jardín
donde había tantas mariposas como flores.
Asombrado ante aquella belleza movediza y colorida,
apenas susurró:
—Dicen los gorriones que soy una mariposa...
—¿Cómo? ¡Qué ocurrencia!
—Si no igual, por lo menos debo ser semejante a
ustedes —afirmó sin desanimarse.
—¿Cuándo se ha visto una mariposa tan grande,
con plumas y pico? Tú debes ser un águila. Anda, no te
desanimes, vuela hasta las nubes. Allá en lo alto, donde
jamás podría llegar una de nosotras encontrarás a
quienes son como tú.
Haciendo un tremendo esfuerzo, el pajarito agitó sus
alas y no se dejó vencer por la fuerza del viento ni se
amilanó ante el mareo. En lo alto del cielo se topó con un
águila de grandes alas y pico amenazante.
—Dicen las mariposas que soy un águila.
—¡Ja, ja, ja, ja! —rio la enorme ave.
—¿Por lo menos somos semejantes?
—Anda, aléjate si no quieres que te coma.
El pajarito huyó atemorizado y no se detuvo hasta
que se sitió fuera de peligro, oculto debajo de las ramas
de un naranjo en flor. Todavía tenía el corazón galopando
por el susto cuando vio aparecer un ave pequeña y
delicada, de pico largo y alas zumbantes, que le pareció
su propio reflejo.
—¿Será posible? ¡Eres igual que yo! ¿O seré yo igual
que tú? —exclamó confundido por la emoción.
—No somos iguales, sino parecidos...
—¿Parecidos? ¡Jamás vi alguien tan idéntico a mí
mismo! Eres como mi reflejo escapado de la fuente.
—Sí, ya sé que tenemos el mismo piquito largo, el
mismo plumaje suave, las mismas alas zumbantes. Pero
hay algo que nos diferencia.
—¿Qué nos diferencia?
—¡Que tú eres machito y yo hembra! —dijo riendo la
hermosa pajarita.
¡Qué alegres estaban por haberse encontrado!
Porque también ella buscaba alguien igual o semejante.
Jugaron y jugaron hasta que se convirtieron en
buenos amigos. Después, acordaron hacerse novios y
construyeron un nido de paja en una rama del naranjo.
Como ya tenían casa, se casaron y la pajarita puso
dos pequeños huevos que cuidaron juntos hasta que se
rompieron.
¿Sabes qué tenían dentro? Pues nada menos que dos
pajaritos como ellos, claro que más chiquitines. Pronto
hubo tantos iguales, de largo pico y alas zumbantes, que
nunca más se sintieron solos.
Como agitan incansablemente sus alas haciendo
zun-zun zun-zun, el nombre que se le ha dado al pajarito
de este cuento es zunzún; y los zunzunes son una
especie de colibrí, una de las aves más pequeñas
del mundo.
61
El gato y la lunaUn gato comilón descubrió la luna en el cielo y dijo:
—¡Qué enorme queso! ¡Si pudiera cogerlo tendría
comida para todo un año!
Y animado por el ronronear de sus tripas, pensó:
“Construiré una escalera alta como una palma”.
Dicho y hecho.
En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en
el cielo, alzó su escalera y, uno, dos, tres, cuatro, fue
subiendo cada uno de los escalones, pero...
—¡Aaaah —se estiró—, no alcanzo!
Un perro que por allí pasaba, le dijo:
—Esa escalera no llega adonde está la luna. Para
alcanzarla necesitarás una que sea el doble de alta.
Dicho y hecho.
Animado por el consejo del perro, el gato construyó
una escalera el doble de alta.
En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en
el cielo, alzó su escalera y, uno, dos, tres, cuatro, fue
subiendo cada uno de los escalones, pero...
—¡Aaaah —se estiró—, no alcanzo!
Un ratón que por allí pasaba, le dijo:
—Esa escalera no llega adonde está la luna. Para
alcanzarla necesitarás una que sea el doble de alta.
Dicho y hecho.
Animado por el consejo del ratón, el gato construyó
una escalera el doble de alta.
En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en
el cielo, alzó su escalera y, uno, dos, tres, cuatro, fue
subiendo cada uno de los escalones, pero...
—¡Aaaah —se estiro—, no alcanzo!
Y la historia se habría repetido si no fuera porque el
gato, impaciente por calmar el ronroneo de sus tripas, fue
en busca del consejo de la sabia lechuza.
—Ninguna escalera te servirá para llegar hasta la
luna —aseguró la lechuza—. La solución es construir una
nave espacial.
Dicho y hecho.
Animado por el sabio consejo de la lechuza, el gato
construyó una nave espacial.
En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en
el cielo, se puso el cinturón de seguridad y despegó en
un largo vuelo a través del firmamento, entre brillantes
estrellas y oscuros nubarrones.
—¡Luna, luna! ¡Atiéndeme que debo decirte algo
importante!
Este que llama a la luna es un niño, quizás tú mismo
que has estado vigilando al gato comilón sin que él se
diera cuenta.
—¿Qué quieres? —responde ella iluminándote el
rostro.
—Luna, un gato con mucha hambre te confunde
con un gran queso y quiere comerte. Primero hizo una
escalera y no te alcanzó, luego otra el doble de grande
y tampoco fue suficiente. Pero ahora viaja en una nave
espacial.
—¡Qué miedo! ¿Y ahora qué hago?
—No sé. Quizás esconderte...
sedentario que ya no pensaba en construir escaleras o
naves espaciales para alcanzar a la luna.
Y la luna se ocultó detrás de un nubarrón cargado de
lluvias y espeso como noche sin estrellas.
Justo en ese momento pasaba junto a ella el gato,
pero no pudo verla y siguió directo hasta la Vía Láctea.
¡Chas!, salpicó la nave espacial al caer en medio de su
río infinito, y los bigotes del gato se llenaron de blanca leche.
—¡Qué rica, qué sabrosa, qué fabulosa, leche pura!
—exclamó el gato y enseguida se bebió media Vía Láctea.
Pero la leche continuaba fluyendo y apenas podía
notarse alguna disminución en el blanco y luminoso
caudal. De manera que el gato engordó y se hizo un
Sin embargo, ella había pasado tal susto que, por
previsión, todavía suele ocultarse de vez en cuando
detrás de algún que otro nubarrón oscuro, para despistar
a gatos comilones con vocación de astronautas.
Otra cosa, cuando vayas de paseo de noche, verás
que la luna te acompaña prestándote su luz para que no
pierdas el camino. De este modo te agradece por haberla
salvado del gato comilón que la confundía con un enorme
queso.
El tractorcito holgazán
—¡Holgazán! ¡No eres más que un holgazán! —gritó
furioso el campesino ante la negativa del tractorcito a
trabajar.
Apenas le ponía las dos grandes ruedas de hierro de
fanguear el arroz, el tractorcito protestaba:
—¡No vayas a meterme en el fango, porque me
enferma!
75
Y huía de los diques anegados donde el campesino
pensaba sembrar el arroz, si hubiera podido preparar la
tierra...
Otras veces, con el despuntar del sol entre las
palmas, el campesino intentaba conducir el tractorcito
a su finca para surcar la tierra, pero en cuanto veía el
campo donde la brisa de la mañana arremolina el polvo,
frenando en seco replicaba:
—¡No vayas a meterme en el polvo, porque me enferma!
Y huía del rectángulo de tierra enyerbada, donde
el campesino pensaba cosechar hermosos tomates, si
hubiera podido hacer los surcos para sembrarlos...
De manera que un día, cansado de las negativas del
tractorcito, el campesino le dijo:
—¡Holgazán! ¡No eres más que un holgazán!
Y por primera vez no hizo caso de sus advertencias y
súplicas.
Obligó al tractorcito a surcar la tierra, a pesar de los
estornudos que le producía el polvo. Luego, sin dejarlo
descansar ni un poco, lo hizo entrar en el dique lleno de
agua preparado para sembrar el arroz.
El fango subía en torbellinos a través de las ruedas y
salpicó todo el tractorcito, tanto que parecía cubierto por
un camuflaje del color de la tierra.
—¡Al fin te hice trabajar! —exclamó el campesino
satisfecho, cuando la luz comenzaba a escurrirse entre
las nubes doradas del horizonte.
Sin embargo, el tractorcito continuaba con los
estornudos y de pronto comenzó a temblar y a temblar.
—¿Qué te pasa? —preguntó el campesino.
—Tengo ¡achus! mucho frío ¡achus! —respondió él
estornudando y cada vez con más temblores.
Enseguida el campesino fue en busca de un doctor,
el mejor mecánico de la región. El doctor de los tractores,
en cuanto lo examinó, dijo:
—Está muy enfermo... Tiene fiebre... Manténgalo
seco y protegido del polvo. ¡El tractorcito es alérgico y le
hacen daño el polvo y al fango!
¡Entonces no era holgazán como pensaba el
campesino sino alérgico!
Una semana estuvo convaleciente, envuelto en
colchas y sin poder moverse, junto a un ceibo enorme
que lo protegía del sereno de la noche.
Al cabo de este tiempo, los temblores producidos por
la fiebre desaparecieron, pero el tractorcito continuaba
enfermo... Sí, enfermo de tristeza, porque él deseaba ser
útil y no veía cómo, si era alérgico al polvo y al fango,
ambos inevitables en el campo. ¿Para qué podía servir
entonces?
—¡Compro pareja de caballos! ¿Tiene usted aunque
sea un caballo que pueda venderme para alegrar a
los niños? Es que se pasan el día viendo el televisor,
encerrados en sus casas, y quiero construir un coche
para llevarlos de paseo por las calles del pueblo —explicó
un viejecito de bigotes largos y torcidos que semejaban el
timón de una bicicleta.
—¡Lo siento, pero no tengo caballos! Creo que no podré
ayudarlo —aseguró el campesino pero viendo la cara de
angustia del tractorcito se le ocurrió una magnífica idea:
—Dígame una cosa, amigo mío, ¿tiene usted licencia
de conducción?
—¡Sí, soy un chofer muy responsable!
—Pues entonces creo que podré ayudarlo. ¡Juntos
vamos a dar una gran sorpresa a los niños!
El campesino y el viejecito de los grandes bigotes,
pusieron manos a la obra...
¡Qué regalo tan especial! Los niños saltaban alegres,
impacientes por subirse al cómodo y hermoso coche que
habían construido para llevarlos de paseo. ¿Y sabes quién
tiraba de él? Pues sí, el tractorcito, reluciente con su
pintura fresca.
Tenía dibujados dos girasoles en las ruedas y
enredaderas y flores silvestres en la carrocería. También
el coche donde iban los niños estaba primorosamente
decorado y tenía bolsitas con caramelos y monigotes que
giraban con la brisa en cuanto el tractorcito echaba a andar.
Ahí va, alegre de ser útil por fin, feliz porque hace
felices a los niños que antes se aburrían encerrados en
sus casas. Y a nadie se le ocurriría confundirlo con un
holgazán porque jamás se detiene a descansar. ¡Tantos
niños esperan por el tractorcito para dar un maravilloso
paseo por los parques y calles del pueblo!
El abuelo reloj¿Cuántos años tenía el abuelo reloj? Seguramente
muchos, porque todos los habitantes del pueblo lo habían
visto desde siempre en lo alto del campanario, señalando
el avance del tiempo.
El abuelo reloj dejaba escuchar su ¡tan tan tan tan
tan tan! marcando las seis de la mañana y la gente se
levantaba de sus camas disponiéndose a salir hacia el
trabajo o a la escuela. Las doce campanadas del mediodía,
les avisaban que era hora de almorzar… Y así, el pueblo
vivía atento a los llamados del viejísimo y útil reloj.
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Una mañana escucharon crecer el canto de los
gallos, el bullicio de los gorriones y nada del tañido del
abuelo reloj. Alguna gente no sabía si levantarse de la
cama o seguir entre las sábanas esperando el llamado.
El sol trepaba el firmamento y hace tiempo que el reloj
tendría que haber sonado sus campanadas matutinas.
La vida en el pueblo se paralizó. A lo largo de la
mañana la gente se fue reuniendo en la plaza con
preocupación y contemplaba los bigotes inmóviles
del abuelo reloj. ¿Se había detenido el tiempo? ¿No
transcurrirían más los segundos, los minutos, las
horas, los días? Era algo bien alarmante, ya que el reloj
permanecía quieto y silencioso.
—¿Se murió el abuelo reloj? —preguntó un niño y
pronto todos discutían qué sería del pueblo sin él.
Al cabo de mucho debate, concluyeron que el reloj
estaba roto; sí, roto y por eso debían encontrar el modo
de repararlo.
—Propongo que me permitan arreglarlo. Con un
par de golpes sobre mi yunque echará a andar —dijo el
herrero con el mejor de los ánimos, pero estaban seguros
de que no era buena idea componer al abuelo reloj como
si se tratara de un hierro torcido. No, desaprobaron su
propuesta.
—Propongo que me permitan arreglarlo. Lo bajaré
del campanario y le daré medio día de calor en mi horno,
para que se recupere —dijo el panadero con el mejor de
los ánimos, pero estaban seguros de que no era buena
idea hornear al abuelo reloj como si se tratara de un pan
crudo. No, desaprobaron su propuesta.
—Propongo que me permitan arreglarlo. Lo sembraré
en un terreno fértil y lo regaré cada día. Al cabo de poco
tiempo, si no se recupera y retoña, por lo menos podría
nacer un nuevo reloj —dijo el campesino con el mejor de
los ánimos, pero estaban seguros de que no era buena
idea plantarlo como si se tratara de una semilla. No,
desaprobaron su propuesta.
Con el mejor de los ánimos, la gente del pueblo hacía
propuestas que a los demás les parecían descabelladas
y estaban pensando que sería imposible encontrar una
solución para componer al abuelo reloj, cuando se abrió
paso un hombrecito que llevaba un girasol en el ojal de
su traje.
—Si me permiten… No soy del pueblo pero creo que
puedo ayudarlos.
—Si es forastero no nos interesa su opinión —
exclamó un señor gordo de esos que miran a cuantos le
rodean desde lo alto de su gran barriga.
—Le diré algo más —insistió el hombrecito sin
molestarse por su negativa—. Yo soy relojero y solo un
relojero puede solucionar este problema.
—¡Relojero! ¡Qué disparate!
Era la primera vez que oían hablar de un relojero y les
pareció algo así como un hombre reloj… Un disparate sin
dudas, ¿podría dar las horas este hombrecito petulante y
sustituir al abuelo reloj en lo alto del campanario?
—¡Escúchenlo! No es un mentiroso, lleva en su ojal un
girasol...
—¡Lo que faltaba, un niño opinando en una reunión
de mayores!
—¡Un niño y un forastero!
No, no prestarían la menor atención a tamaña locura.
Un niño podía ser engañado por las apariencias y no
podía imaginar la gravedad del asunto. Además, un
forastero no tendría ni voz ni voto en el terrible conflicto
que estaban sufriendo.
La gente aprobó que no lo dejaran hablar porque
cada uno quería que se admitiera su propia propuesta de
cómo reparar al abuelo reloj. Continuaron el debate hasta
que anocheció. Entonces advirtieron que nadie había ido
a trabajar ni a la escuela, que no habían comido en todo
el día… Al fin, se marcharon a sus casas lamentándose
porque sin el reloj se les desorganizaba la vida y el
pueblo era un desastre.
Pero el hombrecito que se había presentado como
relojero escuchaba los lamentos del abuelo reloj y no
estaba dispuesto a dejar las cosas así. Esperó a que el
pueblo estuviera dormido y subió a lo alto del campanario.
¡Ay, ay, ay, ay!, escuchaba quejarse al abuelo
reloj. Igual que el médico de las personas, el relojero
siente satisfacción cuando se produce el milagro del
restablecimiento de su paciente. Así que pronto sacó
sus destornilladores y pinzas y con gran destreza fue
arreglando los desperfectos de la vieja maquinaria.
¡Tan, tan, tan, tan, tan, tan! Todo el pueblo escuchó el
llamado.
Con sus gorros de dormir, acudieron a la plaza del
pueblo para presenciar el milagro: ¡el abuelo reloj estaba
funcionando de nuevo!
¡Qué alivio sintieron! Era como si hubieran
despertado de una pesadilla.
—¿Quién lo arregló? —quiso saber el campesino.
—¿Acaso estaba roto en realidad? —desconfió el
herrero.
—En fin, después de un día de descanso, el abuelo
reloj vuelve a trabajar —concluyó el panadero.
Pero el abuelo reloj tenía un nuevo rostro, llevaba
sobre sus bigotes negros el mágico brillo de un girasol.
Gato Malo—¡Quiero ver a mi papá!
—Tu papá está lejos y no lo puedes ver… Tienes que
comerte la papa. Anda, cómete un poquito más.
—¡No, no quiero! —exclama y los lagrimones le
inundan los ojos.
—¡Si no te comes la papa va a venir el Gato Malo!
¡Gato Malo ven a comerte al niño!
Como en un cuadro, aparece al Gato Malo en el
marco de la ventana, con su sombrero alón y llevando
111
un traje azul ajustado por un cinto ancho con hebilla de
plata. El niño habría salido corriendo despavorido, pero
escucha:
—No tengas miedo.
—¿Viniste a comerme?
—Claro que no… —y se relame los largos bigotes—.
Puedo ser tu amigo aunque tu mamá no lo entendería,
como ninguna otra persona mayor.
Con alarma, descubre a su mamá paralizada en un
gesto ridículo, con la cucharita sostenida en el aire y la
mirada vidriosa, lejana, que tanto miedo le causaba en las
estatuas de cera.
—¿Qué le hiciste?
—¡Absolutamente nada! —exclama, y con su lengua
rosácea se estira los bigotes, brillantes y lisos—. Bueno,
sí, la congelé en el tiempo para que pudiésemos hablar sin
que nos interrumpiera. Las personas mayores no actúan
racionalmente cuando ven a un gato vestido y hablando en
su mismo idioma, ni siquiera si se trata del Gato Malo que
tanto invocan. Pero no te preocupes, cuando me marche
ella despertará y será como si el tiempo que pasamos
juntos no hubiera transcurrido. Es cosa de la magia.
—¡Ah, eres mago!
—Pues sí, un mago bueno y no un gato come-niños
como andan diciendo por ahí… —asegura y de un salto
entra al comedor.
Gato Malo tiene la estatura de un niño pequeño y
huele a leche tibia.
—¿Y puedes hacer muchos trucos? ¿Desaparecer la
comida para que mi mamá me deje tranquilo?
—Claro que puedo —afirma y torna a relamerse sus
bigotes—. Pero seguro que ese no es tu mejor deseo. He
venido porque estabas llorando. ¿Por qué?
—Porque no quería comer…
—¿Y no será porque deseas ver a tu papá? ¿A tu
papá que te carga y te abraza y te besa y te acuna en el
aire para que te rías, cada tarde al llegar de su trabajo?
—Sí, pero él está de viaje, muy lejos…
—¡¿No te dije que soy un mago súper especial?!
Anda, dame la mano, vamos a verlo, no importa cuán
lejos esté. ¡Gato Malo te concederá ese deseo!
Él está indeciso, así que el gato lo toma por la mano
y su pelambre suave, semejante a la de sus muñecos de
peluche, le da una sensación de seguridad. No, ningún
daño podría hacerle el Gato Malo, que enseguida, como
si de la cuerda de un viejo reloj se tratara, da varias
vueltas a la hebilla de plata que sujeta su cinto.
—¡A volar!
Y salen disparados por la ventana, sobre los tejados de
la ciudad, cada vez más alto, entre las nubes que parecen
relleno de almohadas. Junto a ellos cruzan aviones
supersónicos y cohetes que viajan hacia estrellas distantes,
hasta tienen que esquivar un satélite artificial de esos que
usan para transmitir señales de televisión. Mira hacia abajo
y ve la esfera del mundo cada vez más pequeña, de un
azul intenso y con manchas verdinegras interrumpidas por
el blancor de las nubes que lo envuelven y protegen.
Entonces empiezan a descender y pronto están
sobrevolando las montañas y las carreteras atestadas
de autos de juguete. Ve los jardines y las fuentes, casi
puede tocar la cabeza de la gente que camina de prisa
sin molestarse en mirar arriba. Hasta que penetran en
un salón luminoso y lleno de pupitres. Aterrizan cerca del
estrado, ¡allí está su papá, dictando una conferencia!
Él corre a abrazarlo pero lo atraviesa como si se
tratara de una figura de humo...
—¡Papá, soy yo! —dice a punto de echarse a llorar.
Gato Malo se acerca y le explica:
—No, él no puede verte ni oírte. Tampoco puedes
tocarlo. Estamos en dimensiones diferentes.
—¿Dimensiones diferentes, qué es eso?
—Tu papá permanece en el mundo real, donde dicta
una conferencia pensando en que pronto podrá regresar
a casa para darte un abrazo y llevarte los regalos que
tiene guardados para ti. Tú en el mundo maravilloso de
la magia, que corre paralelo al real pero no cumple con
sus leyes. Yo mismo pertenezco a ese mundo fantástico,
que se nutre de los sueños, de las ilusiones que intenta
realizar. ¿No deseabas ver a tu papá? Gracias a la
magia, tu deseo fue posible, pero no podría concederte
traspasar las fronteras de un mundo a otro porque sería
catastrófico, como pasar al otro lado del espejo.
¿Te imaginas cuál sería la reacción de tu papá al verte
aparecer aquí, solo, sin tu mamá, de súbito?
—Se alegraría.
—En principio sí. Luego comenzaría a preocuparse.
¿Cómo vino mi hijo hasta aquí? ¿Quién lo trajo? ¿El Gato
Malo? ¡Esos son cuentos fantásticos! No podría creerlo,
buscaría otra explicación, un secuestro, un fenómeno
sobrenatural. Y vendrían los periodistas con sus cámaras
a ver cómo fue posible este viaje supersónico, sin
necesidad de aviones, de un lado al otro del universo; y
los investigadores y los policías y todos los que confían en
las leyes del mundo real, donde lo extraordinario siempre
resulta sospechoso…
Comprende las razones de su amigo el Gato Malo en
cambio deja de interesarse por su discurso al escuchar a
su papá que menciona su nombre:
—Y para mi hijo he escrito este poema que deseo leerles.
Mi hijo es pequeño, inteligente y travieso, un niño con una
fantasía asombrosa, capaz de hacer realidad sus sueños.
Cuando estoy de viaje lo extraño cada día y es por eso, para
acercarlo a mí, que le escribí el poema que voy a leerles y con
el que deseo terminar mi conferencia de esta tarde.
—¡Enhorabuena! Te dedica un poema —dice el Gato Malo.
Escuchan los versos junto al auditorio, que estalla al
final en un largo aplauso. Y las palmadas producen un
revuelo de alas que los saca por la ventana a volar sobre la
ciudad. Conmovidos por lo que han visto y escuchado, por
el cariño de un padre que lleva con él a su hijo a cualquier
sitio adonde vaya, se elevan hasta lo alto de un arcoíris y
se dejan caer por su lisa canal, mojándose las manos en el
rocío tenue donde se mezclan los colores del universo.
De súbito, despierta en su silla de comer. Su mamá le
tiende la cuchara humeante y repite como un disco rayado:
—Tienes que comerte la papa. ¡Si no te comes la
papa va a venir el Gato Malo y te comerá! Anda, un
poquito más.
Gato Malo ha desaparecido, parece como si el tiempo
de su aventura no hubiera transcurrido, pero él está
alegre ahora de saberse tan querido por su papá, de
saber próximo su regreso a casa. Al fin, abre la boca y
se traga la cucharada de comida. Después de todo, no
cuesta tanto complacer a los adultos y aunque su mamá
siga pensando lo contrario, él sabe que el Gato Malo es
su cómplice y el mago que acude en auxilio de los niños
para descubrirles el mundo maravilloso de la fantasía.
El trencitoEn una estación había cuatro trenes. Solo que tres de
ellos eran enormes locomotoras de vapor, con grandes
chimeneas y campanas. La restante, por el contrario, era
pequeña, como de juguete. El trencito parecía un niño
entre tantos trenes adultos.
Mientras se aburría parado en la estación, pasaban
frente a él sus enormes compañeros.
—Chaca-chaca chaca-chaca —resoplaban las
fuertes locomotoras llevando interminables filas de carros
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cargados de mercancías, viajeros elegantemente vestidos
o cañas, que dejaban en la brisa un olor dulce de miel
azucarada.
—Puuuú-puuuú —pitaban los grandes silbatos de las
locomotoras anunciando su paso desde lejos.
—¿Puedo echarles una mano? —decía el trencito
entusiasmado con la idea de recorrer interminables caminos
de hierro, por campos y ciudades para él desconocidos.
—No, quédate tranquilo, pequeñín.
—Mejor permanece ahí descansando, enano, que
no puedes ni contigo mismo —le respondían riendo y
enseguida chaca-chaca chaca-chaca cruzaban frente
a él conduciendo la caravana de carros cargados,
siempre a prisa, siempre abriéndose paso con sus pitos
ensordecedores puuuú-puuuú...
Y el trencito se quedaba triste, solo, imaginando que
conducía una fila de carros por las brillantes líneas.
—Chaca-chaca chaca-chaca —resoplaban las
fuertes locomotoras al pasar por la estación.
—Puuuú-puuuú —las escuchaba pitar orgullosas de
su fortaleza.
En cambio, él pasaba días y más días en la más
absoluta inmovilidad. Llegó a resignarse a que el polvo y
las telas de arañas encontraran casa segura entre sus
pequeñas ruedas, dentro de su chimenea, incluso en lo
profundo de su hermosa campana de bronce, ya sin el
brillo de la alegría.
Hasta que hicieron una línea nueva, que subía en
zigzag la cordillera.
—¡Yo estrenaré esa nueva ruta! —resopló orgulloso
el más grande y fuerte de los trenes.
Enseguida fue por una larga hilera de coches recién
pintados para la ocasión y se detuvo en el andén, donde
aguardaban cientos de personas.
—Puuuú-puuuú —pitó echando un chorro de vapor
a través de su silbato y chaca-chaca chaca-chaca, se
perdió a lo lejos llevando su pesada carga.
La línea, nuevecita y reluciente, se estremecía al paso
de la locomotora y la fila de coches llenos de personas
emocionadas por la belleza del paisaje.
—Chaca-chaca chaca-chaca, pasaba el tren volando
por los rieles.
—Glin-glón glin-glón, sonaba su gran campana
ahuyentando a los temerosos animalitos.
Puuuú-puuuú, chaca-chaca, chaca-chaca, glin-glón,
glin-glón. Dejando a su paso una larguísima columna de
humo, trepaba las altas cordilleras, hasta que chaca-
chaca cha-ca-chassss... A medio subir la montaña más
alta, la colosal locomotora se quedó sin fuerzas.
—¡Puede ocurrir un accidente!
—¡Pronto, que venga otra locomotora!
Chaca-chaca chaca-chaca, acudió a auxiliarlos otra
locomotora y empujó por detrás el largo tren de coches
repletos de pasajeros, chaca-chaca cha-ca-chassss...
Pero con tanto peso también se quedó sin fuerzas.
—¿Dos locomotoras no son suficientes para subir la
montaña? ¡Pronto, que traigan otra!
Chaca-chaca chaca-chaca, acudió a auxiliarlos otra
locomotora y empujó por detrás el largo tren de coches
repleto de pasajeros, chaca-chaca cha-ca-chassss... Pero
con tanto peso también se quedó sin fuerzas.
—¿Tres locomotoras grandes y fuertes no bastan?
¡Estamos perdidos!
En cambio alguien recordó al trencito.
—¡Pronto, tráiganlo también!
Chiqui-chiqui chiqui-chiqui, acudió a toda velocidad
el trencito, escalando la cordillera piiiií-piiií, por primera
vez se escuchó su silbato, glin-glan glin-glan, anunció su
llegada la pequeña campana de bronce.
Reuniendo sus energías, el trencito sumó su fuerza a
la de las tres enormes locomotoras y chiqui-chaca chiqui-
chaca, los coches se empezaron a mover, chiqui-chaca
chiqui-chaca, se animó la marcha a través de las líneas
chirriantes, chiqui-chaca chiqui-chaca, empujaban como
uno solo los cuatro trenes.
—¡Llegamos a la cima!
—¡Estamos salvados!
—¡Puuuú-puuuú! —pitaron las grandes locomotoras.
—¡Piiií-piiií! —se escuchó el silbido alegre del trencito.
—¡Perdónanos, nunca más te llamaremos enano
porque eres un gran trencito! Sin tu ayuda no hubiéramos
podido subir la montaña —y en su honor, sus cuatro
compañeros glin-glon glin-glon hicieron sonar sus campanas.
Asomados a las ventanillas de los coches, los niños
vieron por primera vez al trencito.
—¡Qué hermoso trencito!
—¡Queremos montar en el trencito!
En reconocimiento de su hazaña, construyeron unos
coches pequeños como él.
—Ahora podrás recorrer el mundo.
—¡Suerte, amigo!
Las tres enormes locomotoras despidieron al trencito
tañendo sus campanas glin-glon glin-glon.
Y él emprendió su largo viaje, por campos y ciudades,
por valles y cordilleras, cruzando ríos y mares a través
de infinitas líneas.
Debe haberle dado ya más de cien vueltas al mundo,
siempre con sus coches llenos de niños alegres. Si no le
has visto, atento, cualquier día chiqui-chiqui lo escucharás
acercarse piiií-piiií abriéndose paso con su silbato o glin-
glan glin-glan tañendo su campana de bronce, brillante de
tanto bailar mecida por el viento.
El avioncito traviesoCasi tan rápido como los cohetes que viajan hasta
la luna, un avioncito travieso trazaba caminos en el cielo.
Con sus alas extendidas se sumergía entre las nubes para
atravesarlas dejando una estela en forma de flecha o dibujar
remolinos blancos que el viento se apresuraba a borrar.
En sus sorpresivas y rápidas apariciones, el avioncito,
travieso como era, espantaba las bandadas de pájaros y
causaba azoro a los animalitos que lo confundían con una
enorme avispa, por el zumbido de sus motores.
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Una paloma mensajera hacía su ruta distraída, cuando
el avioncito salió de una nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum, le
desplumó la cola con su afilada hélice.
—¡Ay, un ciclón! —exclamó la paloma y huyó
despavorida.
—¡Ja, ja! ¡Pensó que era un ciclón! ¡Qué gracioso! —
reía el avioncito de buena gana.
Un cisne como un papalote gigantesco volaba
contemplando el paisaje desde lo alto del cielo, cuando el
avioncito salió de una nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum, le
afeitó la blanca cresta con su afilada hélice.
—¡Ay, un meteorito! —exclamó el cisne y huyó
despavorido.
—¡Ja, ja! ¡Me confundió con un meteorito! ¡Qué
gracioso! —reía el travieso de buena gana.
Una manada de caballos salvajes galopaba por la
pradera, entre los yerbazales y las arboledas, cuando el
avioncito salió de una nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum,
levantó un remolino de polvo y hojas secas que se alzaba
desde la tierra hasta el cielo.
—¡Ay, un ciclón! ¡Una lluvia de meteoritos! ¡Una
tormenta de galaxias! ¡Se derrumba el firmamento!
—exclamaron los caballos y huyeron despavoridos.
—¡Ja, ja! ¡Qué susto les di! ¡Pensaron que el cielo se
caía! ¡Qué gracioso! —rio el avioncito de buena gana,
pensando en su divertida travesura.
Pero una tarde, mientras hacía malabares en el
aire, zu—zu—uu—uu—un…, el avioncito se quedó sin
gasolina y tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en medio
del campo.
El sol terminaba su recorrido por la órbita celeste,
bajando las escaleras hacia su escondite tras las montañas.
“Necesito avisar al aeropuerto para que me traigan
gasolina rápido”, pensó. No le gustaba nada tener que
pasar la noche solo tan lejos de su casa.
Cruzó por allí volando la paloma mensajera.
—¡Paloma, necesito tu ayuda! —gritó el avioncito
En cambio, la paloma apenas vio quién era siguió su
camino como si nada.
Al rato, planeando en las alturas, apareció el manso cisne.
—Cisne, amigo, necesito tu ayuda —gritó el avioncito.
En cambio, apenas el cisne vio quién era siguió su
camino como si nada.
Una a una, se desgranaron las estrellas en el cielo
de una noche tan oscura que parecía la garganta de
un monstruo gigantesco. El avioncito temblaba de frío
y de miedo, tapándose los ojos con sus frágiles alas,
deseando no ver las siluetas fantásticas que se mecían
a su alrededor. El canto de los grillos, el susurro de las
yerbas o el roce de las ramas de los árboles cercanos, lo
hacía imaginar malvados seres capaces de tragárselo de
un solo bocado.
Al fin, el fresco rocío y los rayos de luz anunciaron el
amanecer.
El avioncito agitó sus hélices y estiró las alas, y
estuvo vigilando el desfile de las nubes hasta el mediodía,
sin que apareciera ni un solo viajero en aquel lugar tan
apartado. Entonces sintió un galope que crecía.
—¡Caballos, amigos míos, necesito ayuda! ¡Por favor!
—gritó el avioncito.
Entre relinchos y carreras, se aproximó la manada.
—¡Ah, miren quién es! —dijo una yegua de larga crin
carmelita.
—¡Hum, el avioncito travieso! Y parece que está en
apuros…
—Amigos, me quedé sin gasolina y necesito que
alguien avise para poder despegar nuevamente.
En cambio, los caballos no estaban dispuestos a
ayudarlo después de haber sufrido sus bromas. El jefe de
la manada, un corcel negro y brioso, le respondió:
—¿Ahora quieres que seamos tus amigos y te
ayudemos? La amistad hay que ganarla y dudo que
tengas un solo amigo por tu forma de actuar.
—Les prometo que cambiaré. Nunca más los voy a
asustar para divertirme —aseguró el avioncito.
—¡Sí, claro, eso dices ahora porque estás en apuros!
Yo no te creo. Si te ayudamos lo único que lograremos
es que pronto andes escondiéndote entre las nubes para
hacer tus travesuras. Creo que lo mejor será que nunca
te encuentren y que te quedes para nido de los pajaritos
—exclamó la yegua de la crin carmelita y se alejó al
galope.
Los caballos salvajes no suelen estarse quietos
demasiado tiempo, así que dieron por concluido el diálogo
y arrancaron a correr en estampida.
El avioncito comprendió que desconfiaran y se
percató de que jamás había logrado tener un amigo. Ya
se imaginaba lleno de enredaderas y bejucos, oxidado,
resistiendo los aguaceros y el sol de los veranos,
convertido en refugio de los animalitos, de quienes antes
se había reído, asustándolos y haciéndolos huir con sus
apariciones sorpresivas y su vuelo en picada desde las
nubes hasta bien cerca de la tierra.
Un potrico lleno de manchas que parecían parches
negros, blancos y carmelitas, se alejó de la manada y
regresó junto al avioncito.
—Te creo —le dijo todavía sofocado por el intenso
galope—. Confío en ti. Sé que cambiarás y mereces que
te ayude.
El potrico, siguiendo las instrucciones del avioncito,
atravesó la pradera, cruzó de un salto una enorme cerca
de piedras, nadó para pasar al otro lado de un río, subió
una alta cordillera y llegó a la ciudad.
La gente se quedaba asombrada al verlo correr por las
calles, entre los automóviles, hasta que llegó al aeropuerto.
Rápido como el mejor de los emisarios, fue hasta la
torre de control y dio el aviso. Un avión con la barriga
llena de gasolina despegó a prisa y seguía al potrico, que
lo guió hasta la pradera donde el avioncito había tenido
que hacer su aterrizaje forzoso.
Gracias a su amigo, el avioncito pudo volver a volar.
Desde el aire, salpicándose con la humedad de las
nubes y los rayos del sol, acompañó al potrico hasta que
hallaron la manada de caballos salvajes. Había nacido
una amistad valiosa y duradera.
El cocodrilo vegetarianoEs un cocodrilo que vive en una reserva natural de
la ciénaga, donde puede vérsele nadando en los canales
de aguas rojizas teñidas por el mangle. Cualquiera
pensará que rodeado por una vegetación tan exuberante
y lejos de los ruidos, tiene que ser feliz; sin embargo, no
solo plantas y flores acuáticas conforman su entorno
inmediato, también otros cocodrilos, primos hermanos
suyos, de apetito insaciable.
173
Tanto como los leones y los lobos, los cocodrilos son
fieras carnívoras y no perdonan pez o animal terrestre
que cruce cerca de sus enormes fauces llenas de dientes
filosos y puntiagudos…
—¡Primo, si vieras qué venado me comí esta mañana!
—¡Tengo un hambre que me zamparía un caballo!
—¡Deberías probar los patos que vienen a nadar a la
laguna, están deliciosos!
—¡Tengo la barriga llena de sapos y jicoteas! ¡Perdí la
cuenta pero creo que me comí un centenar!
Escucharlos le provoca mareo, porque hace tiempo
él tiene claro que ni la carne ni la sangre van con sus
gustos, aun cuando sea un cocodrilo con garras y
dientes enormes. Prefiere alimentarse de plantas y flores
acuáticas. Quizás por eso siempre lo acompaña un olor
agradable a las mejores esencias de la naturaleza.
La reserva natural es visitada cada día por decenas
de familias que pasan una jornada diferente lejos de la
ciudad. Debajo de los árboles o en sus botes, conversan
arrullados por el murmullo del agua y los cantos de los
pájaros y los insectos.
Si divisan algún cocodrilo, exclaman:
—Mira, allí hay un cocodrilo. ¡Cuidado, no se
acerquen! Son muy peligrosos.
Cualquier cocodrilo normal, cuando ve a un humano
piensa en cuánta carne esconde sus ropas. ¡Qué
banquete se daría si pudiera comérselo!
En cambio, ya advertimos que el de este cuento
es excepcional, incluso vegetariano. Por eso sus
pensamientos son diferentes. En cuanto descubre a una
familia cerca, disfrutando de la naturaleza, quisiera poder
acercarse a curiosear. ¡Los humanos traen consigo tantas
cosas de colores brillantes y formas raras!
Un día se decide por fin: sin pensarlo dos veces nada
hacia un cayo donde un grupo está disfrutando de su
almuerzo, en torno de un mantel blanco lleno de vasijas
de hermosos colores. Una anciana silenciosa se le queda
mirando fijamente y cuando lo ve sacar del agua su
enorme boca y sus patas llenas de largas uñas, comienza
a gritar asustada.
Pronto se forma un gran revuelo y, dejando
abandonadas sus pertenencias, suben todos al bote y se
alejan de prisa. Huyen de él…
“No saben que soy un cocodrilo vegetariano y que no les
haría daño —se consuela nuestro amigo—. Pensarían que
soy como mis tíos y primos, una fiera comedora de carne…”
Pero he aquí que curioseando entre los objetos
olvidados por la familia en su estampida al cocodrilo se le
ocurre una idea genial para que la gente no se asuste más
con su presencia amenazadora. Enseguida pone manos
a la obra: cubre su piel verdinegra con talco infantil para
parecerse a los animalitos de juguete y se coloca un lazo
azul en la cabeza. Como toque final, se pone un chupón en
la punta de la boca. ¡Ahora parece un cocodrilo de dibujos
animados, o quizás un bebé cocodrilo, nada amenazador!
Oculto tras las yerbas espera la llegada de otros
visitantes para probar la efectividad de su disfraz. Al fin,
escucha voces y ve que dos niños se acercan corriendo y
gritando. El más pequeño lo descubre enseguida.
—Mi hermano, ¡mira qué cocodrilo más bonito!
—¡Es un bebé cocodrilo! —dice el mayor y lo acaricia.
Los padres llegan un poco después, pero tampoco
se alarman. ¡El cocodrilo vegetariano está tan contento
que casi se hecha a reír! Sin embargo, se contiene a
tiempo pensando en qué podría pasar si les deja ver su
dentadura enorme y amenazadora de temible fiera.
El niño y el cometaEste es el cuento de un niño cualquiera, un niño que
pudieras ser tú mismo. ¿Te han regalado alguna vez un
cometa? Pues al niño de esta historia le regalaron uno,
hermoso con sus colores brillantes y su cola inquieta.
—Papá, llévame a empinar mi cometa.
Su papá, como siempre, estaba demasiado ocupado y
le respondió con un gruñido sin siquiera mirarlo.
El niño corrió a la cocina pero no podía acercarse
a su mamá parapetada detrás del fogón y rodeada
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de calderos, batidoras, licuadoras, ollas, máquinas
moledoras y cuanto utensilio sirviera para encerrarse en
su mundo de complicadas recetas.
—Mamá, llévame a empinar mi cometa —gritó para
que lo escuchara, pero era tal el ruido de las ollas en
ebullición y de los aparatos que ponía a funcionar al mismo
tiempo, que ni siguiera advirtió su presencia en la cocina.
El niño se encerró en su cuarto como hacía siempre
y ya iba a ponerse a llorar, arrodillado en un rincón,
cuando el cometa lo rozó con la cola, provocándolo. En
cambio, qué sentido tendría hacerle caso si jamás había
visto empinar un cometa y estaba seguro de que sería
algo bien complicado que solo su mamá o su papá
podrían lograr...
Pero el cometa insistió: le hacía cosquillas en la nuca
con las telitas de su cola y no paraba de ronronear,
agitando el cuerpo de papel con la poca brisa que se
escurría a través de la ventana.
—Está bien, te llevaré afuera pero estoy seguro de
que terminarás enredándote en los cables de la corriente
o en las ramas de los árboles.
Al final de la calle existía un terreno donde los vecinos
iban a correr o a jugar pelota. Allí llegó con su cometa y
en cuanto lo puso sobre la yerba ¡zicsssssssss! El viento
lo agitó de golpe y lo puso a volar ante la sorpresa del
niño, que apenas podía ir desenrollando la bola de hilo,
cada vez más tenso.
¡Qué bien! ¡Qué emoción sentía viendo subir y
subir, más y más alto, su hermoso cometa lleno de
colores y tan buen piloto como un avión supermoderno!
Si su papá y su mamá pudieran verlo... ¡Cómo le habría
gustado que los vieran, a su cometa planeando entre
las nubes y a él agitando el hilo como un experto! Sin
embargo, sus padres estarían muy ocupados con sus
quehaceres.
Una ráfaga de viento levantó una columna de polvo
y de pronto sintió una furia tremenda y deseó escapar
volando, lejos de aquellos padres suyos, que no tenían
tiempo para jugar. El torbellino le despegaba los pies de
la tierra y enseguida se sintió flotando, llevado por el
cometa hasta las nubes.
Los muchachos que jugaban a la pelota ni siquiera
se dieron cuenta porque la espiral de polvo lo camuflaba.
Desde el aire los veía como niños de juguete con bates y
guantes de juguete. El pueblo le parecía una maqueta de
esas que hay en los museos y su casa un cuadradito y un
punto lejano que terminó por desaparecer en el horizonte.
Cuando descendieron llevaba tantas imágenes en los
ojos que le pesaban de sueño.
Despertó y todo a su alrededor era risas y juegos.
El lugar adonde había llegado semejaba un gran parque
de diversiones donde miles de niños jugaban sin
preocuparse por nada y sin que sus padres estuvieran
detrás de ellos llamándolos o regañándolos. Subió a
un pony rayado como una cebra y corrió a través del
césped, luego lo cambió por una maquinita de motor que
podía manejar a su antojo en cualquier dirección y que
aceleraba y frenaba igual que un automóvil de verdad.
Cuando tuvo hambre echó mano a una bolsa llena de
golosinas, de las tantas que había colocadas en las ramas
de los árboles, como si fueran sus frutos. Eran tantas las
maravillas de aquel lugar, y lo que más lo sorprendió es
que el tiempo no transcurría porque jamás vio moverse al
sol de su sitio en lo más alto del firmamento.
Por unas gemelas que jugaban al pon cogidas de
las manos supo que allí iban a refugiarse los niños que
no querían continuar viviendo con sus padres, además
le dijeron que no temiera que fuese a sucederle como a
Pinocho porque si alguien debía transformarse en burro
en este cuento serían los padres y no los niños. Así que
se sintió de lo más confiado y jugó a los escondidos, a los
agarrados, a las adivinanzas, a la prenda y a mil cosas
más que iban ocurriéndoseles.
Hasta que sintió ganas de empinar cometas y se
percató de que había dejado el suyo abandonado.
Conque criticaba a sus padres y hacía lo mismo que
ellos...
—Cometa, cometica mío, ¿dónde estás?
A pesar de las tentadoras invitaciones a jugar de
los otros niños, él continuó buscando su cometa y lo
encontró, marchito y solo, entre las yerbas.
—¡Ay, mi cometica lindo, disculpa que me olvidara de ti!
Y el cometa lo perdonó porque no era nada
rencoroso. Tan alegre estaba que comenzó brincar y casi
sin advertirlo se elevó y se elevó hacia el cielo.
El niño sujetó el hilo para que no se fuera a bolina
dejándolo sin medio en qué regresar a su casa. Y sintió
cómo le crecía dentro el deseo de ver a su mamá y a su
papá, de abrazarlos y decirles lo mucho que los quería.
Agarrado fuertemente al hilo de su cometa, se alejó
por los caminos del aire, de regreso a su pueblo y a
su casa. ¡Qué sorpresa iba a encontrarse! Sí, porque
el tiempo había pasado y sus padres estaban llenos de
canas y con arrugas alrededor de los ojos por tanto
buscarlo durante demasiados años.
—¡Mamá, papá, soy yo, llegué! —gritó aterrizando en
el jardín y sus padres corrieron a abrazarlo.
Las arrugas de la cara se les borraron con la risa.
Como ya no tenían de qué preocuparse las canas
desaparecieron y volvieron a lucir jóvenes.
El niño pensó que todo era igual que antes, incluso
que su aventura aérea nunca habría sucedido, sin
embargo, algo tuvo que pasar porque en cuanto su papá
le descubrió el cometa bajo el brazo, dijo:
—¿Quieres que te enseñe a empinarlo?
Su mamá propuso:
—Preparo una merienda rápida y nos vamos los tres
a empinar el cometa.
Y el cometa batió la cola agitando su cuerpo colorido,
con el aleteo de un pichón anhelante por probar la
aventura del primer vuelo.
ÍndiceLa rana y los dos mosquitos 9
Un pollito 19
La Gallina Picona 31
El pajarito solitario 49
El gato y la luna 61
El tractorcito holgazán 75
El abuelo reloj 93
Gato Malo 111
El trencito 133
El avioncito travieso 151
El cocodrilo vegetariano 173
El niño y el cometa 187
Edición digital
mayo de 2016
Caracas - Venezuela