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índice Panecillos con café Genny Chávez Rodríguez

La condena del señor “N” Servando Clemens

Historia de una mariposa y una araña Gustavo Adolfo Bécquer

Entre animales Luis Gutiérrez González

Memnón y la cordura humana Voltaire

Cacería en Venus por la mañana Alberto Hernández Ucan

El cuento Joseph Conrad

El capote Nikolái Gógol

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Editorial En la lista del Guacaó Federico Ochoa Yzur Leopoldo Lugones Mi flor lunar Patricia Licciardi Estela Raydel Fco. Pérez Incondicional Edith Vulijscher Tubul Álvaro Díaz Crónica de un viaje Eréndira Corona Arlequín Carnavalín Samir Karimo

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Gente en obraDicen que somos arquitectos de nuestros

destinos, y quizá sea cierto. Claro que, como todo arquitecto, estamos limitados por la to-pografía del terreno, el presupuesto, los ma-teriales disponibles…, incluso por costum-bres, modas y caprichos. Enmarcado en el estrecho territorio de su cultura, el arquitecto diseña, hace planos, cree inventar espacios que ya estaban ahí y, engañado por la ilusión de su absoluta libertada creativa, finalmente, el que construye es otro.

Esa famosa frase de Einstein resulta adecua-da a nuestra época, en la que preferimos la comodidad y la ilusión conveniente a las res-ponsabilidades que nos impone una utopía.

Como aspirantes a escritores sabemos del inmenso valor de una idea, de la ilusión y los sueños, pero también sabemos que el destino se forja, y que esa tarea no es de arquitectos, sino de albañiles, de herreros…, de los que transforman la realidad con su esfuerzo y rie-gan los proyectos de sudor.

Toda iniciativa se gesta en una idea que, ya enunciada, reclama nuestro esfuerzo y dedi-cación. No rehuimos; nos gustan las utopías, porque aunque sean horizontes en fuga, nos señalan el camino: sirven para saber hacia dónde caminar.

Gracias por acompañarnos en esta humilde construcción y, con sus lecturas, ponerse a la obra con nosotros.

Álvaro Díazco-editor

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Editorial

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En una mañana tranquila de sábado, mientras

el resplandor del sol se recostaba de manera cor-dial sobre las hojas de los árboles del patio, y las sombras frescas que se formaban comenzaban a reunirse para poder charlar entre ellas, Evangeli-na Barros, la abuela de aquella casa, anunciaba preocupada que esa madrugada, cuando armaba el molino para moler el maíz, había escuchado el canto del “Guacaó”, un pájaro lleno de misticis-mo del que poco se conocía y al que los habitan-tes de aquel pueblo le habían otorgado el mal au-gurio de anunciar la visita de la muerte. Celso Herrera, quien permanecía sentado en un tabure-te que descansaba sobre uno de los postes de madera, que ayudaban a sostener una enramada de trinitarias, a duras penas movió la mano para que la larga página del diario que leía, le permi-tiera ver a su mujer caminando de un lado a otro con el afán de su presentimiento, pero no le prestó atención y siguió con su lectura en medio de una docena de perros de colores, que despier-tos o dormidos, no lo dejaban solo ni para ir al baño y que todos, sin excepción, tenían sus hoci-cos apuntando hacia la puerta que daba a la sala para anticipar el olor de quien se atreviera a en-trar sin la cortesía de anunciarse primero, mas se vieron sorprendidos en la falta de sus olfatos, cuando José Antonio, un sobrino de Evangelina, dio las horas y se materializó bajo la frondosa enredadera repleta de florecitas rosadas, sin que los perros pudieran hacer otra cosa que ladrar con un aullido temeroso que enseguida Celso Herrera mandó a callar.

José Antonio, visiblemente preocupado y más pálido de lo normal, acercó uno de los asientos que se mantenían en aquella estancia para las vi-sitas y después de acomodarse, preguntó por su tía, que estaba por los lados del lavadero, restre-gando una ropa sucia de su marido y que salió secándose las manos con el delantal, feliz por-

que había escuchado la voz de su sobrino, pero al igual que Celso Herrera, la estremeció la pre-sencia desencajada del hijo de su hermana, a quien ni siquiera saludó, ni le ofreció café por tener la zozobra urgente de saber qué le había pasado, entonces, José Antonio tomó una gran bocanada del aire que ya no le hacía falta y, mientras veía las hormigas que se movían por el piso de tierra, les dijo:

—Ay tía, me he sabido ganar el susto de mi vida.

Les contó, que cuando venía de la vereda don-de trabajaba su papá como administrador de una de las tantas fincas que hay por allá, un grupo de hombres encapuchados y armados, salieron a la carretera y detuvieron a todos los vehículos que transitaban a esa hora por ahí, obligando a todos

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En la listadel Guacaó Federico Ochoa

Guacaó (Herpetotheres cachinnans)Foto Norman Braum – Belize (2019)

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los pasajeros a bajarse. Después, les pidieron sus identificaciones y con lista en mano, comenza-ron a llamar a cada uno por su nombre o por su apodo que, por aquellas estribaciones, era más conocido que su apelativo cristiano. Y luego de formar dos grupos, según aquella nómina maca-bra y sin la consideración por las mujeres o los niños, los tapados apuntaron sus fusiles hacia una de esas masas de gente.

—Y creo tía, que yo estaba entre los que mata-ron, porque desde ese momento, no me siento —dijo apesadumbrado José Antonio, mientras un lagrimeo que no llegaba al piso, se le escurría desde sus ojos quebradizos— Lo que me afana, es que mi mamá, después que le den la noticia,

también se le dé por morirse hoy.

Evangelina, que estaba de pie, detrás de Celso Herrera, le apretó el hombro buscando no caerse por la tristeza, se dio fuerzas para caminar sin enredarse con las doce colas asustadas que fin-gían estar dormidas, ni con el llanto mudo que no la dejaba ver por dónde iba y llegó hasta la cocina, donde sirvió en dos pocillos un café tem-bloroso que todavía se mantenía caliente en una olleta carcomida por la candela y se los llevó a los dos hombres que, sentados en el patio, ha-bían empezado a hablar de la situación del país, después, se fue hasta uno de los aposentos a cambiarse de ropa y salió para donde su herma-na a contarle, que al menor de sus hijos, lo ha-

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En la listadel Guataó

Muerte y Vida – Gustav Klimt (circa 1916)

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bían asesinado.

Cuando Evangelina Barros regresó de darle la mala noticia a su hermana, se dio cuenta por la taza de café intacta sobre el taburete vacío, que José Antonio ya no estaba, pero no se sentó ni recogió nada para que el frío del muerto no le doliera más tarde en los huesos. Celso Herrera, que había dejado el periódico en el otro asiento, se acercó hasta su mujer, la abrazó con esa ma-nera silenciosa de sus tristezas y le dio el pésa-me. Ella lo miró desde sus ojos encharcados de inconformidad y le dijo:

—Viste, yo te dije que había escuchado al “Guacaó”. Pájaro hijeputa ese.

Y se quedaron ahí, abrazados y en silencio, hasta cuando llegaron a avisarles, que ya el cuer-po de José Antonio, a quien después se supo que lo habían matado porque lo habían confundido con otro “Flaco”, hijo de otra Carmen, reposaba en su casa, en un velorio que no se tendría por qué estar sufriendo.

“Dedicado a todos aquellos muer-tos, a quienes les arrebataron sus vidas y que ahora andan por ahí, reclamando que se las devuelvan”.

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En la listadel Guataó

La fortuna en reposo – Pierre Roy (1928)

Federico OchoaUrumita - Colombia

Mención especial y Premio de los lectores (accésit por más “me gusta”) en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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La mañana azul y lu-

minosa encuentra a Elide en plena faena, la ropa limpia papalotea al vien-to; la grata sensación de frescura y humedad se dispersa con el aire. De la cocina llega el aroma de buen café, que ella dili-gente dispone sobre la mesa; en el centro de esta, flores recién corta-das regalan belleza al mo-mento. Abre el horno, y el olor a panecillos de centeno y manzana rivali-za con la fragancia de las flores. Con muy buen gusto los acomoda sobre una cesta de paja tejida, cu-bierta con un paño bordado con puntilla de encaje. Contempla la imagen que le devuelve la luna del mueble del comedor. Apurada entra al baño, lava su cara y peina el cabello que desordenara el viento. Un toque de color realza los pálidos labios, sonríe satis-fecha mientras escucha los pasos de su esposo que baja las escaleras y entra a la cocina. Ella cruza la puerta en el mismo momento en que él toma asiento frente a la mesa. Lo saluda cariñosa, mientras pone la sartén al fuego y reúne en ella los ingredientes para una buena torta de huevo. Tal como le gusta a él, sin que falte nada. La sirve y la lleva a la mesa, buscando una ligera muestra de aprobación en su mirada. Aún no termina de depositar el plato, cuando un fuerte golpe en la cara la hace trastabillar y caer al piso. El hombre, por primera vez, abre la boca para decir.

—¡Estúpida!, no has servido el pan, se enfriarán los huevos.

Dolida, ella lo contempla desde el suelo. Con cui-dado toca su rostro, la fina piel se ha abierto sobre el pómulo, muy cerca de su ojo, exactamente sobre el golpe que él le diera el día anterior. Siente escurrir

entre sus dedos el líquido tibio. Él, de nuevo grita:

—¿Te quedarás ahí todo el día? No seas imbécil, dame el pan o te rompo de nuevo la cara.

Mientras ella con difi-cultad se pone de pie, le sigue diciendo:

—Ya sé que no es tuya toda la culpa, es herencia de tu madre, que no supo educarte para ser una buena esposa; debieron de nacer putas y así no darían problemas.

Ella en silencio va por el pan y lo lleva a la mesa; por el nerviosismo y el dolor, olvida el cuchillo. El hombre la toma del bra-zo y lo retuerce hasta hacerle poner la cabeza pegada a la mesa y de nuevo la interroga de forma brutal:

—¿Qué falta?, ¡dime! ¿Qué maldita cosa falta aquí?

La suelta y ella cae de rodillas. A gatas se aleja de él. Sujetándose de la cómoda donde se guardan los cuchillos consigue ponerse de pie, mientras el inten-so dolor afecta sus sentidos. Abre con torpeza el ca-jón, tiene la visión nublada, tanto como el entendi-miento. Toma el cuchillo del pan y, con vacilantes pasos, lo lleva hasta la mesa. En el momento que ex-tiende la mano para que él lo tome, percibe la mirada de satisfacción y la sonrisa de sorna dibujada en el bestial rostro. ¡Una nube roja la ciega por completo! Las imágenes de las veces en que la había golpeado y humillado en forma repetida, desfilan por su mente inundándola de una rabia incontrolable. Con la men-te obnubilada y el corazón latiendo acelerado, ja-deante, ve a su esposo sentado, con el cuchillo clava-do en la garganta, ahogándose; los ojos desorbitados, llenos de dolor e incredulidad. La sangre escurre y tiñe de rojo todo a su alrededor, mientras intenta

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Panecilloscon caféGenny Chávez Rodríguez

Cabeza de mujer – August Renoir (circa 1918)

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contenerla, se derrumba y cae al piso. Replegada en la mesa de la cocina, ella lo observa, su expresión es inescrutable. Cuando él queda quieto, ella se sienta sin dejar de contemplarlo. Una gran frialdad se ha instalado en sus ojos. Toma un panecillo, aún tibio, y lo divide por la mitad; come una parte y va al baño. Saca unas gasas del botiquín y entonces observa los tonos de verde, morado y gris, velados por la sangre que ya comienza a secarse sobre su rostro. Con mu-cho cuidado limpia y cura las heridas. Tiene el ojo casi cerrado por la hinchazón. Da una última mirada al espejo y vuelve a la cocina. Pasa junto al cuerpo con indiferencia y recoge los trastes de la mesa; los deposita en el fregadero, no sin antes tirar su conte-nido al bote de la basura. Después se da la vuelta y con la espalda apoyada en el mueble, contempla el cuerpo por un momento. Se acerca e inclinándose, con enorme frialdad le saca el cuchillo del cuello, no sin cierta dificultad. Lo deja dentro del fregadero sobre los trastes y se lava las manos. Mientras las seca con el delantal, va hacia la mesa y quita el mantel. Lo extiende sobre el piso, con gran trabajo le da vuelta al cuerpo has-ta dejarlo encima, cubre la parte de la cabeza con una bolsa para basura, termina de envolverlo do-blando las puntas del mantel sobre él y lo arrastra a la salida que da al patio. Des-pués limpia con gran cuidado la sangre del piso, de la mesa y de la silla que había quedado insalvable. La lleva también afuera. Pone un man-tel limpio y el centro

de mesa con las flores. Iba a lavar la loza, cuando re-capacita y vuelve al patio.

Lo observa con detenimiento; poco después va por un pico y una pala al depósito de herramientas. Dice para sí: “Aquí quedarán bien mis rosales”. Se pone a cavar, mientras piensa en la ventaja que le da el que su marido nunca hubiera querido gastar en jardinero, ni en quien cortara la leña para la chimenea. Pronto tiene una zanja profunda y amplia. Arrastra el cuerpo y lo deja caer al fondo, tira encima la tapicería que había arrancado de la silla. Lo cubre todo de tierra, acomoda varias plantas en el espacio que enmarca con algunas rocas, y forma un hermoso cantero. Mientras lo hace, tararea la melodía que acostumbra cantar cuando trabaja en el jardín. Al terminar, ob-serva todo satisfecha y escucha que llaman a la puerta, entra y al abrir, encuentra parada en el dintel a su suegra, que sin saludar, se introduce en la casa, haciéndola hacia un lado con grosería.

—¡Roberto! ¡Ro-berto! —grita, a lo que dan sus pulmo-nes.

Elide regresa a la cocina, pasea su mi-rada por todos lados mientras echa agua para quitar la sangre que había salpicado los trastes. Temerosa de ser descubierta, su corazón golpea con fuerza dentro de su pecho. Mientras tan-to, su suegra termina de recorrer toda la casa; busca a su nue-ra y la encuentra frente al fregadero que aún tiene los trastes sucios.

—¿Dónde está Ro-berto? —pregunta im-paciente.

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Panecilloscon café

El gran dragón rojo y la mujer vestida de solWilliam Blake (1810)

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—Se fue —dice Elide en voz baja.

—¡Bueno, mujer! —exclama su suegra—. ¿Dón-de demonios se fue?, ¿va a tardar? Se supone que íbamos a salir de compras; yo como siempre soy puntual, y resulta que no lo encuentro.

—No va a volver —dice Elide.

—¿No va a volver de nunca?, ¿de jamás?, ¿te ha dejado?

—Sí —murmura Elide.

—¡Si serás idiota! —injuria furiosa su suegra—. Seguro ya lo tenías aburrido. Mira la hora que es y tú ni los trastes has lavado, ¿y esa cubeta, qué demo-nios hace a media cocina? El piso ya debiera estar limpio; seguro que estás de holgazana y por eso te ganaste esos mamporrazos. Con lo bestia que eres, que ni hijos le has dado, deberías de estar agradecida que estuvo contigo aguantándote todos estos años, ya le decía que una vieja tan presumida de educada y leída no era para él, que lo harías infeliz. ¡Y para colmo, le resultas mula! Y ahora hasta cochina, las fachas que traes, pareces salida de un estercolero.

—Plantaba unas flores —dice Elide, a modo de disculpa, mientras pasa las manos sobre las manchas de tierra de su falda.

—¿Ahora qué va a pasar?, yo creo que la que se

debió de largar eres tú, ¿en dónde va a vivir? Con-migo ni lo sueñe, a menos que esté con la Berta; que esa sí que le ha tenido paciencia. Además de que le ha dado dos hijos, y no te hagas a la que no lo sabe, que todo el mundo está enterado. ¡Mala suerte la mía!, un solo hijo y no da una. Porque esos serán mis nietos, como dicen las malas lenguas, pero a mí, nadie me lo asegura. Mientras ella no deja de hablar, Elide la contempla; su mirada ya no denota temor, una gran frialdad la invade.

—¿Le gustaría un café? —pregunta, al mismo tiempo que acomoda una silla para ella, donde mo-mentos antes quitara la de su hijo. Mientras lo prepa-ra, llena una fuente con panecillos, y esta vez no ol-vida el cuchillo, lo pone bajo el chorro de la llave, hasta que el agua empieza a quedar clara y el fondo de la pileta se tiñe de rosa. Con mucho cuidado, lo coloca a un lado de la fuente. Los comentarios crue-les y ofensivos de su suegra dejaron de repercutir en su cerebro. En su mente solo tiene una duda: ¿dónde pondrá un nuevo cantero con flores? Busca a través de la ventana, con la mirada puesta en el patio, un buen lugar para ello. Sus ojos descansan sobre el que recién terminara; sonríe y piensa para sí, satisfecha, “junto a él, como debe de ser”. Dispone el café, la fuente, y le pregunta amable a su suegra mientras se acerca.

—¿Panecillos con su café?

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Panecilloscon café

Genny Chávez RodríguezTizimín – México

Poetisa, escritora y profesora de Bellas Artes. Apasionada por la literatura y las artes plásticas desde niña, fue incluida

recientemente en la Antología Virtual de Microficción mexicana.

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Compré el mono en el remate de un circo que ha-

bía quebrado.

La primera vez que se me ocurrió tentar la expe-riencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No ha-blan, decían, para que no los hagan trabajar”.

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra ra-zón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la rela-ción entre unos y otros, fijando el idioma de la espe-cie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto queda-rían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no ten-dría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de ha-berlo querido, llego a darle la celebridad de un Cón-sul; pero mi seriedad de hombre de negocios, mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los mo-nos, agoté toda la bibliografía concerniente al pro-blema, sin ningún resultado apreciable. Sabía única-mente, con entera seguridad, que no hay ninguna ra-zón científica para que el mono no hable. Esto lleva-ba cinco años de meditaciones.

Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educa-ción del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus faculta-

des; y esto era lo que me incitaba más a ensayar so-bre él mi en apariencia disparatada teoría.

Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis pro-babilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recor-dar que el del idiota es también rudimentario, a pesar

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YzurLeopoldo Lugones

Ilustración de la pág. 46 del libro “Cuentos” de Leopoldo Lugones (Ediciones Mínimas,

Buenos Aires, 1916)

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de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas pala-bras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los he-chos contradictorios son desde luego incontestables.

Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desa-rrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógi-co de los más favorables.

El mío era joven además, y es sabido que la juven-tud constituye la época más intelectual del mono, pa-recido en esto al negro. La dificultad estribaba sola-mente en el método que se emplearía para comuni-carle la palabra.

Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la compe-tencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema, fue lleván-dome a esta conclusión:

Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.

Así es, en efecto, como se procede con los sordo-mudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi es-píritu.

Primero de todo, su extraordinaria movilidad mí-mica que compensa al lenguaje articulado, demos-trando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paraliza-ción de aquélla. Después otros caracteres más pecu-liares por ser más específicos: la diligencia en el tra-bajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la cer-tidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora: la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al mareo.

Decidí, entonces, empezar mi obra con una verda-

dera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte pre-juzgaba con demasiado optimismo.

Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.

La primera inspección confirmó en parte mis sos-pechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la len-gua para burlar. Esta fue la primera relación que co-noció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.

Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba —quizá por mi expresión— la importancia de aquella tarea anó-mala y la acometía con viveza. Mientras yo practica-ba los movimientos labiales que debía imitar, perma-necía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover les labios.

Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelec-tual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vo-cales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos, depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una conse-cuencia filosófica. Hablaba de una “concatenación dinámica de las ideas”, frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.

Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la

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Yzur

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misma situación del niño que antes de hablar entien-de ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las co-sas, por su mayor experien-cia de la vida.

Estos juicios, que no de-bían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le da-ban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.

Si mis teorías parecen de-masiado audaces, basta con reflexionar que el silogis-mo, o sea el argumento ló-gico fundamental, no es ex-traño a la mente de muchos animales. Como que el si-logismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales, que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron…?

Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.

Tratábase de enseñarle primero la palabra mecáni-ca, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.

Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articula-ciones rudimentarias tratábase de enseñarle las mo-dificaciones de aquélla, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.

Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomu-dos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con

azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese con-tenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reu-niendo los dos acentos, tó-nico y prosódico, es decir como sonido fundamental: vino, azúcar.

Todo anduvo bien, mien-tras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. La u fue lo que más le costó pronunciar.

Las consonantes diéron-me un trabajo endemonia-do; y a poco hube de com-prender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos le estorba-

ban enteramente.

El vocabulario quedaba reducido, entonces, a las cinco vocales; la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no in-tervienen sino el paladar y la lengua.

Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recu-rrir al tacto como con un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sin-tiera las vibraciones del sonido.

Y pasaron tres años, sin conseguir que formara pa-labra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.

En el circo había aprendido a ladrar como los pe-rros, sus compañeros de tareas; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y

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Leopoldo Lugones a los 47 años (1922)

Yzur

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consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición vertiginosa de pes y de emes.

Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba pos-turas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibili-dad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas.

Las lecciones continuaban con inquebrantable te-són, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuan-do supe de golpe que no hablaba porque no quería.

El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono “hablando verdade-ras palabras”. Estaba, según su narración, acurruca-do junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las pa-labras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.

No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había co-metido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.

En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llámele al día siguien-te y procuré imponérsela por obediencia.

No conseguí sino las pes y las emes con que me te-nía harto, las guiñadas hipócritas y —Dios me per-done— una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.

Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.

A los tres días cayó enfermo, en una especie de

sombría demencia complicada con síntomas de menin-gitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revul-sivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro: toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un re-mordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bes-tia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.

Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de la cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoble-cido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.

El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embar-go, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.

Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Déjelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Ha-bléle con oraciones breves, procurando tocar su fide-lidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el “yo soy tu amo” con que empezaba todas mis lecciones, o el “tú eres mi mono” con que completaba mi anterior afirma-ción, para llevar a su espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía un sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.

Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis precauciones, pues nadie ignora la gran predisposi-ción de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio.

Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba

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Yzur

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enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgá-nica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquel era caso perdido.

Mas, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exaspera-ción, no cedía. Desde un obscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atá-vica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injus-ticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo.

Infortunios del antropoide retrasado en la evolu-ción cuya delantera tomaba el humano con un des-potismo de sombría barbarie, habían, sin duda, des-

tronado a las grandes familias cuadrumanas del do-minio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la es-clavitud desde el propio vientre materno, hasta in-fundir a su impotencia de vencidas el acto de digni-dad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto de la pala-bra, refugiándose como salvación suprema en la no-che de la animalidad.

Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gusta-do el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferio-res; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que en-corvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancó-

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Leopoldo Lugones a los 53 años, en su práctica de esgrima (1927)

Yzur

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lico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.

He aquí lo que al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atá-vico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, di-fundida en la especie bajo un instintivo horror, opo-nía también edad sobre edad como una muralla.

Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo inte-rrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última tarde, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria

que me ha decidido a emprender esta narración.

Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.

Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elo-cuencia hacia él, que hube de inclinarme inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el últi-mo suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron —estoy seguro— brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas pala-bras cuya humanidad reconciliaba las especies:

—AMO, AGUA. AMO, MI AMO…

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Yzur

Leopoldo LugonesCórdoba, Argentina, 1874-1938, El Tigre

Poeta, escritor, historiador, traductor, pedagogo, filólogo, político, diplomático… (la lista sigue) cuya obra es, en este tiempo que impone la mercadotecnia a la calidad, una afición de sibaritas literarios.Lugones no solo fue admirado por escritores como Borges, Cortázar, Horacio Quiroga y Onetti, entre muchos otros, sino que ejerció en ellos una influencia notoria y admitida sin excepciones.

Inspirado por el Modernismo europeo (sobre todo por Victor Hugo) fue, junto a su admirado amigo Rubén Darío, precursor del género en la América hispana. Vanguardista por excelencia, adoptó antes que nadie el verso libre en nuestro idioma, fue el primero en escribir microrrelatos y precursor de la ficción científica y el relato fantástico en Argentina (y acaso en Hispanoamérica).El cuento “Yzur”, incluido en el libro “Las fuerzas extrañas” (Buenos Aires, 1906) —que nos evoca a Poe y tiene la inevitable influencia de Darwin—, fue particularmente apreciado por Borges, que lo incluyó en varias antologías no solo por considerarlo el primero de ficción científica escrito en español, sino sobre todo (pese al “exceso decorativo” de su prosa) porque admiraba la eficacia con que Lugones manejó a su narrador: un científico severo y, sin embargo, no exento de una pasión contenida que nos conduce a ese desenlace con doble lectura, del que dice: “no sabremos nunca si el fin corresponde a una realidad o al alucinado deseo del narrador que ha ido enloqueciéndose con su mono”. Esa “doble lectura” referida por Borges, alude a que el cuento puede ser leído como la crónica de un experimento extraordinario, o como la de dos seres que enloquecen juntos, amalgamando la bestialidad y humanidad que hay en ellos. Ambas formas de leerlo nos ofrecen la rica hipertextualidad presente en toda la obra de Leopoldo Lugones.

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Una bala pasa silbando cerca de tu cabellera, lo

descubres porque dicho fragmento de metal destroza el lóbulo de tu oreja izquierda; no, ya no podrás usar arete en esa diminuta parte de tu cuerpo. La otra bala atraviesa tu bíceps derecho; no, ya no irás al gimna-sio como es costumbre. Los demás disparos, que es-cupe el drogado gatillero, revientan las ventanas de una tienda de autoservicio. El matón huye entre el gentío, tú te salvas… por lo pronto.

Escribes notas policiales para un periódico local, pero te despiden, la orden viene de “arriba”. A esas personas no les gusta lo que expresas, odian tu críti-ca y tu falta de respeto hacia la autoridad municipal.

—A la próxima —te había advertido el jefe de re-dacción— te cortan la cabeza. ¡Ya bájale!

Te llamaremos “N” por tu seguridad. Te has larga-do de la ciudad, cambiaste de nombre y ahora te de-dicas a la venta de seguros. En tus ratos libres escri-bes relatos policíacos, los cuales son publicados por prestigiosas revistas a nivel nacional e internacional. Escribes ficción; sin embargo, entre líneas lanzas tu crítica mordaz hacia los gobiernos corruptos. Has ganado popularidad entre los lectores. En las redes sociales eres aclamado por miles de seguidores. Ya tienes una propuesta por parte de una importante

editorial para hacer una novela negra. La herida de tu oreja ya ha cicatrizado, pero la del alma sigue des-tilando miedo.

Sales a la calle portando un chaleco antibalas deba-jo de la cazadora. Miras a tu alrededor. La violenta ciudad continúa su curso habitual: decenas de asesi-nados por día; y tú te mueres por redactar algo al respecto. Ya no sabes si las manchas del pavimento son de aceite o de sangre.

Caminas a la oficina. Lo detectas: alguien te sigue. Es un tipo que viste traje, gafas y botas negras. ¡Es-capa! Tuerces por una calle. Aceleras el paso. No ca-mines. ¡Corre! Utilizas los ventanales como espejos retrovisores. Al parecer, lo perdiste. Decides entrar a un restaurante. No empezarán un tiroteo dentro de un afamado lugar, ¿verdad? No lo sabemos, ya lo han hecho antes. Una mano fuerte te sujeta del brazo derecho. Sientes escalofríos, sí, ahí donde la bala hizo su agujero.

—Hola, señor “N” —saluda el hombre de negro—. Tome asiento. Vamos, lo invito a comer.

—¿Cómo supo mi nombre?

—Yo lo admiro, me gusta su forma tan peculiar de escribir. Es usted magnífico.

Te sientas en una silla cercana a la salida, un lugar

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La condenadel señor “N”

La torre del terror – Nicholas Roerich (1939)

Servando Clemens

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propicio para huir.

—Gracias por el cumplido.

El mesero deja las cartas sobre la mesa. Les ofrece algo de tomar, pides un agua mineral con gas para aliviar la resequedad de tu garganta. El hombre de negro se quita las gafas de aviador, sus ojos son ver-des y están enmarcados por diminutos cráteres que se multiplican por toda la cara. Te informa que es jefe de la policía estatal y que tiene un trabajo para ti.

—¿Cómo la ve, “N”?

—¿De qué se trata?

Sonríe. Ves un par de dientes de oro que resplande-cen. Se quita el saco y lo cuelga en un perchero. El brillo de su pistola cromada te deslumbra, te intimida.

—¡Quiero que labore para mi equipo! —lo expone como una orden irrefutable.

—¿Para qué equipo?

Él quiere que escribas para un periódico, que digas cosas buenas del alcalde, del gobernador, del jefe de la policía, y, sobre todo, que ya no te expreses mal de ellos en tu página, porque los dirigentes única-mente buscan el bienestar de la población.

—¿Sorprendido, “N”?

Tu labio inferior empieza a temblar. Bebes más lí-quido. Las burbujas queman tu boca que vibra de ra-bia y de pánico. Tu interlocutor toma la segunda cer-veza y eructa.

—No, no puedo hacerlo.

—Le pagaremos bien.

Todavía te queda algo de valor y tajantemente re-chazas la indecorosa propuesta.

—Gracias, pero no puedo.

Él pasa el dedo índice por la empuñadura del arma. ¿Es una amenaza? Por supuesto que lo es.

—Si acepta mi propuesta, no se arrepentirá, de lo contrario…, tal vez sí.

—No.Buscas un billete en el bolsillo de tu pantalón, pero

él se adelanta.

—No se preocupe, yo pago.

Sales sin despedirte. Por instinto o por nervios, tra-tas de palpar el inexistente lóbulo de tu oreja. Levan-tas la mano. Subes a un taxi. Huyes. Sacas tus pocas pertenencias del departamento. Dejas de escribir. Borras tu página. No tiene caso arriesgarse.

Únicamente te dedicas a la venta de seguros. Ren-tas una casa en los suburbios. Tu objetivo: pasar desa-percibido y salvar el pellejo. En ocasiones escribes, pero enseguida lo borras. Pasan un par de años, aho-ra eres un ciudadano ignoto. La novela sigue escon-dida en un cajón, a merced de la polilla y del olvido.

Un mal día, un excompañero de tu anterior trabajo te manda un correo electrónico, quiere que vuelvas a escribir, pero ahora para un portal de noticias, redac-tando la nota roja. ¿Aceptas? Lo piensas diez segun-dos. Claro que accedes, pues es lo que te emociona, es tu razón de ser.

Transcurren los meses y no sucede nada extraordi-nario mientras mandas tus artículos. Por fin rescatas esa novela del cajón: las hojas ya están amarillas, aunque las ganas están renovadas. Lanzas a la basura el chaleco antibalas.

Es hora de regresar al gimnasio, el dolor del brazo ha cesado. Bajas del automóvil. Sientes que alguien te persigue, lo tuyo ya es instinto, el cual te dice que es hora de correr. Regresas al coche y giras la llave. Metes primera, segunda, tercera. Te pasas el semáfo-ro en rojo. Vas por el periférico. Casi atropellas a un vendedor ambulante. Cuarta. Una camioneta negra con los vidrios oscuros te pisa la defensa. ¡Ese mal-dito color! Quinta velocidad, casi los pierdes. ¡Bra-vo, los evadiste! Es tiempo de cambiar de ciudad, no, carajo, es hora de cambiar de país. ¡Sin embargo! (esa expresión que tanto odias), un camión de volteo te cierra el paso. Frenas. Las llantas derrapan y pasa lo inevitable: colisionas el coche que aún no termi-nas de pagar, aunque eso, ahora es lo de menos.

Abres los ojos. Vas esposado, dentro de otro vehí-culo. Te pusieron un costal en la cabeza. Unos tipos te pegan culatazos en las costillas. También te insul-tan y te queman los antebrazos con las brasas de un cigarrillo. El viaje dura unos veinte minutos. Otro

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La condenadel señor “N”

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desfallecimiento. Están en una habitación en penum-bras. Delante de ti, distin-gues una mesa de madera. Tienes las manos amarra-das a las posaderas de una silla metálica. Dos hom-bres te resguardan como un par de perros. Se en-ciende un foco amarillo que parpadea. Ingresa un sujeto, usando un pasamon-tañas y toma asiento. Lo reconoces por los ojos verdes. Se despoja de su máscara y te dice:

—Hola, “N”.

—Hijo de la…

Un puñetazo te parte la ceja por impertinente y la sangre cubre tu rostro.

—No lo traten así, cabrones…

Se pone de pie, levanta una franela mugrosa y con la tela áspera te limpia la cara.

—¿Por qué? —preguntas.

Empieza a decir que lo hace porque seguiste di-ciendo estupideces contra el gobierno, que porque no le haces caso en lo de trabajar para ellos. Él ase-gura que en sus años mozos deseó ser escritor, pero que no tenía tiempo para tal pasatiempo, que lo de él era ganar plata.

—Te lo confieso: eres mi ídolo. Te sigo leyendo. Me encanta tu estilo. Sé de tu novela y la espero con ansias locas para devorarla. Lo malo es que no te quisiste cuadrar como es debido.

Descubres que el sujeto está obsesionado contigo. Nada tiene que ver la crítica que emites contra algu-nos politicuchos de quinta. ¿A quién le importa?

—¡Déjame ir, cabrón!

—Ah, te crees muy valiente. Te dejaré ir, pero ya sabes mis condiciones: quiero que escribas para mí,

a mi favor. Seré candida-to. Quiero ser el próximo gobernador del estado. ¿Entiendes?

Estalla una carcajada dentro de tu boca.

El tipo le hace un ade-mán a uno de sus compin-ches. El subordinado apri-siona tu cabeza con firme-za y la estrella contra la mesa. Adviertes con ho-rror que saca unas enor-mes tijeras. ¡Dios santo! ¡Diablos! ¡Puta madre! Ya no sabes qué gritar. Te cercena la oreja izquierda de un solo movimiento. ¡Qué dolor! ¡Qué rabia!

Definitivamente ya no usarás arete como en tus épocas de rockero. Horas más tarde despiertas con toda la camisa manchada. Un espantoso vendaje te envuelve la cabeza. Las moscas revolotean alrededor de tu cuerpo. Te inyec-taron drogas. La sangre aún mana sin control sobre tu hombro.

El desgraciado coloca una hoja en la mesa y te exi-ge que la firmes.

—¡No!

—¿Sigues envalentonado? Solo firma y deja de sufrir.

—Te cortaré la mano… y sabes que lo digo en serio.

Y lo dice en serio, para muestra, un botón, mejor dicho, una oreja. Firmas el documento sin leerlo. El hombre sale del cuartucho, entra un Dóberman y se come la oreja. Otro golpe en la cabeza y pierdes el conocimiento.

Nuevamente abres los ojos. Todavía estás instalado en la espeluznante pesadilla. Te dieron muchos años por delitos contra la salud y por trata de blancas. No sales de la celda, pasas los meses escribiendo cuen-tos fantásticos en cuadernos que te regalan los de-más reclusos. Por fin estás tranquilo. Nadie te mo-

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La condenadel señor “N”

El blasfemo – William Blake (circa 1810)

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lesta y haces lo que más amas en la vida: escribir.

A veces miras por la ventana y, a pesar de que los días casi siempre son soleados en esa parte del mun-do, percibes un cielo nublado. Es la tristeza, eso es.

Es de mañana, hora de ir a desayunar. El celador tarda más de lo habitual. ¿Qué le pasa a ese bueno para nada? Han sacado a los demás internos al patio. Un vigilante pone una sábana blanca en los barrotes para tapar la visibilidad. Corren el pasador de la puerta. Ingresan cuatro tipos fornidos. Un individuo pone un taburete en el piso y se sienta. Reconoces esos ojos verdes, llenos de tiranía y de locura.

—¿Qué quiere?

Uno de sus secuaces introduce un escritorio a la celda y otro mete una máquina de escri-bir y una pila de hojas.

—Ya sabes lo que tienes que hacer para salvar la otra oreja.

Enmudeces. Desea-rías tener una “punta” para clavársela en el cuello. Él sonríe con sorna y notas que aho-ra tiene dientes de por-celana. Usa un traje gris y unos zapatos que cuestan más de lo que tú ganarías en seis me-ses de trabajo honrado. Las marcas causadas por el acné han desapa-recido de su cara. Aho-ra es un individuo atil-dado.

—No —murmuras, retrocediendo, buscan-do un refugio que no existe.

¡Otra maldita señal de

ese chacal! Un hombre de cabeza rapada, enano y de brazos músculos, te somete en escasos segundos y te pone contra la pared. Otro guardaespaldas extrae un cuchillo y se aproxima a tu cara.

—¡Acepto!

Por fin doblas las patitas como una gacela que se rinde ante la feroz mordida de un león.

—Ese cambio de actitud me agrada.

Los guardaespaldas te sueltan y te acomodan el uniforme de convicto. Te sientas en la orilla del catre y apoyas los codos en los muslos.

—¿Qué desea que haga en específico?

—Ahora quiero que escribas una novela biográfica.

—¿De quién? —pre-guntas.

—Del gobernador actual del estado y del futuro presidente de la nación.

—¿Qué?

Ya no lees diarios, no escuchas la radio, no querías saber nada del exterior… y te enteras de:

—Yo soy el goberna-dor, ¿no lo sabías?

Hablan por más de una hora: tendrás privi-legios; de vez en cuan-do podrás salir a la ca-lle, cigarrillos y cerve-zas gratis, un sueldo mensual, visita conyu-gal (una puta) cada fin de semana, todos los li-bros que tú desees y tendrás la oportunidad de salir antes de este

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La condenadel señor “N”

Prometeo – Gustave Moreau (1868)

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infierno por buen comportamiento y finalmente po-drás integrarte como un miembro más del gobierno, ¿acaso era mucho pedir? ¿Por qué no aceptaste ante-riormente? Es que eras un joven iluso y estúpido que no comprende nada del funcionamiento del mundo real.

—De acuerdo, patrón.

Esboza su típica sonrisa de hiena, se despide y se marcha junto a su séquito de lameculos.

Piensas: entre la ficción y la realidad, existe una lí-nea casi imperceptible. Además, ¿quién decide lo que es correcto y lo que no lo es? Palabras más, pa-

labras menos. Yo sólo soy un humilde tipo que ansía un poco de éxito y respeto. Tendré dinero, un trabajo, estabilidad, prestigio y quizá algún día, si ya no me necesitan, terminaré mis días con una bala incrusta-da en el cerebro y flotando en un canal de riego.

Te echas en el catre, un frío recorre tu columna vertebral, ves de reojo la máquina de escribir y de-seas aporrear las teclas, y luego, analizas con deteni-miento la sábana que quedó colgada en los barrotes de tu claustro.

Y, ¿qué piensas hacer, “N”?

—…

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La condenadel señor “N”

Servando ClemensHuatabampo - México

Ganador del II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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Una noche aterciopelada, la flor que he

elegido para habitar, abrió sus finos pétalos con una gema redonda y blanca.

Mi propósito es conocer su ciclo, empapar-me de los ritmos de la naturaleza, del tiempo. Al fin y al cabo todos estamos en la misma. La diferencia entre esta hermosa flor violá-cea y yo es que ella no tiene conciencia. Por eso vive sin más propósito que cumplir su propio ciclo y tal vez, a su manera, sea feliz. No acarrea el peso del conocimiento de su fi-nitud, ni de los dilemas existenciales o de los desengaños amorosos. Solo está allí mostran-do su belleza efímera.

Ya estoy adentro, no siento nada más que el sonido de un viento tenue que nos balancea y su fragancia exquisita que me embriaga.

El sol transparenta sus pétalos y mi alma. Ella sigue allí impávida, quieta, ligada a la

tierra y yo un poco atormentado por tanta paz.

Comenzó un nuevo día con lluvia, las gotas resbalan por nuestras superficies y empuja-das por la gravedad llegan a las raíces, que agradecidas, beben desesperadas el líquido vital.

Me siento nostálgico, el ruido incesante de la lluvia me trae retazos de recuerdos que quiero alejar. Mi flor no recuerda nada, está inmersa en un forzoso olvido.

Ya me dispongo a dormir para respetar el ritmo circadiano. Algunos sueños que fabrico con ahínco, me sumergen en una atmósfera lánguida e inmaterial, pero es allí donde lo verdadero y profundo tiene mayor consisten-cia. En el mundo onírico se derrumban las mascaradas de la realidad (aunque debo decir que en él existen otras) y es por eso que me encuentro tan a gusto.

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Patricia Licciardi

Mi flor lunar

Iris – Vincent van Gogh (1889)

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Mi flor tampoco sueña, pensé.

Pasaron muchas lunas y soles, sin sobresal-tos ni contratiempos.

Hoy me desperté con el destello tímido de un sol incipiente. Compruebo que mi flor empieza a estar cansada, tiene la columna vertebral torcida. Ha envejecido. Trato de en-derezarla pero no puedo, ya no muestra su traje vaporoso, más bien porta un vestido arrugado. Pero no implora a ningún dios que-la salve, solo muestra su deterioro a una ma-riposa decepcionada que levanta vuelo en busca de mejor suerte.

Mientras observo cómo la luna desaloja al sol, comienzo a pensar en la finitud y el labe-rinto que representa la vida, como un intento desesperado, al menos para muchos, de de-morar el encuentro con la muerte. Se fue apagando mi conciencia hasta que la tragó la oscuridad.

Al despertar comprendí que algo estaba mal. La ausculté, estaba agonizando.

Pero mi flor no está triste, ¿debería estar-lo?, ni siente miedo, porque no sabe. Soy yo quien tiene que hacer el duelo.

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Mi flor lunar

Patricia LicciardiBuenos Aires - Argentina

Mención especial en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

El jardín de la muerte – Hugo Simberg (1896)

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Después de tanto escribir para los demás, permi-

tidme que un día escriba para mí.

En el discurso de mi vida me han pasado una mul-titud de cosas sin importancia que, sin que yo sepa el porqué, las tengo siempre en la memoria.

Yo, que olvido con la facilidad del mundo las fe-chas más memorables, y apenas si guardo un recuer-do confuso y semejante al de un sueño desvanecido de los acontecimientos que, por decirlo así, han cam-biado mi suerte, puedo referir con los detalles más minuciosos lo que me sucedió tal o cual día, paseán-dome por esta o la otra parte, cuanto se dijo en una conversación sin interés ninguno tenida hace seis o siete años, o el traje, las señas y la fisonomía de una persona desconocida que mientras yo hacía esto o lo de más allá, se puso a mi lado, o me miró o le dirigí la palabra. En algunas ocasiones, y por lo regular cuando quisiera tener el pensamiento más distante de tales majaderías, porque una ocupación seria recla-ma mi atención y el empleo de todas mis facultades, acontece que comienzan a agolparse a mi memoria estos recuerdos importunos y la imaginación, saltando de idea en idea, se entretiene en reu-nirlas como en un mosaico disparatado y extravagante.

A veces creo que entre tal mujer que vi en un sitio cual-quiera, entre otras ciento que he olvidado, y tal canción que oí mucho tiempo después y re-cuerdo mejor que otras can-ciones que no he podido re-cordar nunca, hay alguna afi-nidad secreta, porque a mi imaginación se ofrecen al par y siempre van unidas en mi memoria, sin que en aparien-cia halle entre las dos ningún punto de contacto. También

me sucede dar por seguro que un hombre determina-do, a quien apenas conozco, y que sin saber por qué, lo tengo a todas horas presente, ha de ejercer algún influjo en mi porvenir, y me espera en el camino de mi vida para salirme al encuentro.

De estas fútiles preocupaciones, de estos hechos aislados y sin importancia, me esfuerzo en vano cuando asaltan mi memoria en sacar alguna deduc-ción positiva; y digo en vano, porque si bien en cier-tos momentos se me figura hallar su escondida rela-ción, y como oculto tras la forma de mi vida prosai-ca y material, me parece que he sorprendido algo misterioso que se encadena entre sí y con aparien-cias extrañas, o reproduce lo pasado o previene lo futuro, otros, y éstos son los más frecuentes, después de algunas horas de atonía de la inteligencia prácti-ca, vuelvo al mundo de los hechos materiales y me convenzo de que, cuando menos en ocasiones, soy un completísimo mentecato.

No obstante, como tengo en la cabeza una multitud de ideas absurdas que siempre me andan dando tor-

mento mezclándose y sobre-poniéndose a las pocas nego-ciables en el mercado del sen-tido común, y como he obser-vado que una vez escrita una y arrojada al público, la olvido por completo y nunca más tor-na a fatigarme, voy a ir poco a poco deshaciéndome de las más rebeldes.

Yo prometo solemnemente que si a mi enferma imagina-ción le aprovechan estas san-grías y mañana o pasado puedo disponer de mí mismo, he de aplicar todas mis facultades a algo más que enjaretar maja-derías, y tal vez mi nombre pase a las futuras generacio-nes, unido al de un nuevo be-tún, unos polvos dentífricos o

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Historia deuna mariposa y una araña

Gustavo Adolfo Bécquer

Retrato al óleo hecho por su hermano,Valeriano Domínguez Bécquer (1862)

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algún otro descubrimiento o invención útil a la hu-manidad.

Entre tanto, sufrid como tantas otras impertinen-cias se sufren en este mundo, el relato de dos recuer-dos insignificantes: la doliente historia de una mari-posa blanca y una araña negra.

Un día de primavera, un día rico de luz y de colo-res, de esos en que, viéndolo todo envejecerse a nuestro alrededor, nos admira que nunca se envejezca el mundo, estaba yo sentado en una piedra a la entra-da de un pueblecito. Me ocupaba, al pare-cer, en copiar una fuente muy pintores-ca, a la que daban sombra algunos ála-mos; pero, en reali-dad, lo que hacía era tomar el sol con este pretexto, pues en más de tres horas que estuve allí, embobado con el ruidi-to del agua y de las hojas de los árboles, apenas si tracé cuatro rayas en el papel del dibujo.

Sentado estaba, como digo, pensando, según vul-garmente se dice, en las musarañas, cuando pasaron por delante de mis ojos dos mariposas blancas como la nieve. Las dos iban revoloteando, tan juntas, que al verlas me pareció una sola. Tal vez habían roto ambas a un mismo tiempo la momia de larva que las contenía y, animándose con un templado rayo de sol, se habían lanzado a la vez, en su segunda y misterio-sa vida, a vagar por el espacio.

Esto pensaba yo, cuando las mariposas volvieron a pasar delante de mí y fueron a posarse en una mata de campanillas azules, entre las que se detuvieron al-gunos segundos, sin que dejasen de palpitar sus alas. Después tornaron a levantar el vuelo y a dar vueltas a mi alrededor. Yo no sé qué querían de mí. Sin duda en el instinto de las mariposas hay algo de fatal que las lleva a la muerte. Ellas se agitan, como en un

vértigo, alrededor de la llama que no las busca; ellas parece como que nos provocan, estrechando los cír-culos que describen en el aire en torno a nuestras ca-bezas, y las ahuyentamos, y vienen de nuevo.

Yo no sé qué querían de mí aquellas mariposas, aquéllas precisamente, y no otras muchas que anda-ban también por allí revoloteando; yo no lo sé ni me lo he podido explicar nunca, pero lo cierto es que yo

debía matar a una, y maquinalmente, no queriendo, no espe-rando cogerla, tendí la mano al pasar por la centésima vez jun-to a mi rostro, y la cogí y la maté. Sentí matarla, como senti-ría que una noche se me cayeran los geme-los de teatro desde el antepecho de un pal-co y matasen a un in-feliz de las butacas,

lo cual no me ha sucedido nunca, aunque muchas veces he pensado que podría sucederme.

Esta es la historia de la mariposa; vamos a la de la araña.

La araña vivía en el claustro de un monasterio ya ruinoso y casi abandonado. Allí se había hecho una casa, tejida con un hilo oscuro, entre los huecos de un bajorrelieve.

Yo entré un día en el claustro y desperté el eco de aquellas ruinas con el ruido de mis tacones. Y se me ocurrió, lo primero, que los claustros se habían he-cho para los religiosos que llevaban sandalias, y co-mencé a pisar quedito, porque hasta mí me escanda-lizaba el ruido que hacía, siendo tan pequeño, en aquel edificio tan grande.

El cielo estaba encapotado, y el claustro recibía la luz por unas ojivas altas y estrechas que lo dejaban en penumbra de modo que, aunque todo me hacía ojos, no podía ver bien los detalles del bajorrelieve

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Historia deuna mariposa y una araña

Manuscrito de la rima XXVII (1860)

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que había empezado a copiar.

El bajorrelieve representaba una procesión de monjes con el abad a la cabeza y servía de ornamen-to a los capiteles de un haz de columnas que forma-ban uno de los ángulos. No sé en dónde encontré una escalera que apoyé en el muro para subir por ella y ver los detalles; el caso es que subí, y cuando estaba más abstraído en mi ocupación, como me estorbase para examinar a mi gusto la mitra del abad una tela oscura y polvorienta que la envolvía casi toda, ex-tendí la mano y la arranqué, y de debajo de aquella cosa sin nombre, que era su habitación, salió la araña.

Una araña horrible, negra, velluda, con las patas cortas y el cuello abultado y glutinoso.

No sé qué fue más pronto, si salir el animalucho aquel de su escondrijo, o tirarme yo al suelo desde lo alto de la escalera, con peligro de romperme un bra-zo, todo asustado, todo conmovido, como si hubiese visto animarse uno de aquellos vestiglos de piedra que se enroscan entre las hojas de trébol de la corni-sa y abrir la boca para comerme crudo.

La pobre araña, y digo la pobre, porque ahora que la recuerdo me causa compasión, la pobre araña, digo, andaba aturdida, corriendo de acá para allá, por cima de aquellos graves personajes del bajorrelieve, buscando un refugio. Yo, repuesto del susto y que-riendo vengarme en ella de mi debilidad, comencé a coger cantos de los que había allí caídos, y tantos le arrojé que al fin le acerté con uno.

Después que hubo muerto la araña, dije: «¡Bien muerta está! ¿Para qué era tan fea?». Y recogí mi cartera de dibujo, guardé mis lápices y me marché tan satisfecho.

Todo esto es una majadería, yo lo conozco perfec-tamente; pero ello es que andando algún tiempo, de-cía yo, apretándome la cabeza con las manos y como queriendo sujetar la razón que se me escapaba: «¿Por qué da vueltas esa mujer alrededor de mí? Yo no soy una llama y, sin embargo, puede abrasarse. Yo no la quiero matar y, a pesar de todo, puedo ma-tarla». Y después que hubo pasado todavía más tiem-po, pensé y creo que pensé bien: «Si yo no hubiera muerto la mariposa, la hubiera matado a ella».

En cuanto a la araña..., he aquí que comienzo a perder el hilo invisible de las misteriosas relaciones de las cosas, y que al volver a la razón empieza a fal-tarme la extraña lógica del absurdo, que también la tiene para mí en ciertos momentos. No obstante, an-tes de terminar diré una cosa que se me ha ocurrido muchas veces, recordando este episodio de mi vida. ¿Por qué han de ser tan feas las arañas y bonitas las mariposas? ¿Por qué nos ha de remorder el llanto de unos ojos hermosos, mientras decimos de otros: «Que lloren, que para llorar se han hecho»?

Cuando pienso en todas estas cosas, me dan ganas de creer en la metempsicosis.

Todo sería creer en una simpleza más de las mu-chas que creo en este mundo.

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Historia deuna mariposa y una araña

Gustavo Adolfo BécquerSevilla, España, 1836-1870, Madrid

Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida adoptó el apellido Bécquer de sus ancestros flamencos, como su padre, el pintor José Domínguez Bécquer (nacido Insausti). Nos lo presentan desde la escuela (y en Wiki-pedia) como un poeta Romántico, aunque encuadra mejor en el posroman-ticismo, más intimista, menos barroco y, sobre todo, alejado de la retórica vehemente de sus antecesores. Sus obras más conocidas (Rimas y Leyendas),

acaso no sean las expresiones más elevadas de su literatura. La profundidad filosófica de su prosa, que hereda la belleza de su poesía, la hacen ciertamente notable, como en “Cartas literarias a una mujer” (1861) y sus cuentos. El que precede, publicado inicialmente en El contemporáneo (Madrid, enero de 1853), se adelanta a su tiempo al tratar con singular sutileza un problema que ocupó a prominentes filósofos posteriores: el vínculo intrínseco entre la moral y la estética, notablemente resumido en esa pregunta mayéutica del cierre: «¿Por qué nos ha de remorder el llanto de unos ojos hermosos, mientras decimos de otros: “Que lloren, que para llorar se han hecho”?».

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Muchos la recordarán sufriendo. Otros, solo al-

gunos, morirán sin haber conseguido desgajarse de aquella última imagen asida en los pliegues del re-cuerdo. Hasta ese día, cuando mueran, la verán como la soñaron cada noche desde aquella tarde que la vieron inclinar el cuerpo hacia adelante para mirar las vías del ferrocarril, cansada de la vida… muy cansada…, porque igual que somos polvo y al polvo volveremos, Estela, con su piel llena de escamas y sus colgajos de pellejos, había sido fuego y al fuego quiso regresar para escapar de tanta lástima y de tan-ta burla, para no seguir ahogando los gritos y el re-suello debajo de los poros obstruidos, para dejar de arrastrar un sobrenombre que no le dio ninguno de sus padres.

La llamaban Estela la Quemá, y algunos, los más crueles, componían oraciones simples con el mote: Estela la quemá´llora, Estela la quemá´sufre, Estela la quemá´aguanta.

Pero yo no la recuerdo llorando. A mí me gusta re-cordarla como me enamoré, con sus catorce años, co-rriendo a lo largo de las vías para saltar hacia el río desde el puente del ferrocarril, con el sol a la espalda y el viento agitando sus cabellos negros; cargada con sus sueños, que entonces eran distintos a los de su hermana y a los de su madre porque una muchacha como ella no podía confor-marse con una vida tan pe-queña.

Quería hacerse cirujana, me lo confesó una tarde con los pies metidos en el agua cristalina, enredando con ti-midez los dedos en las raíces de los juncos quizás porque le daba vergüenza abrigar una esperanza que no dejaba

de tener un tanto de ridículo y un tanto de infantil; no la esperanza de hacerse cirujana claro, sino la del porqué. Su padre había muerto de un infarto y ella creía que tal vez un cirujano hubiese podido cam-biarle el corazón. La vida ha de tener una razón, un sentido, y hacerse cirujana era un sueño grande; qué importancia tiene el para qué. Yo mismo no tenía ningún sueño, ningún propósito, y Estela me dio el suyo, así que le debo más, mucho más que haber sido mi primer amor de adolescencia, ese que fácil-mente se puede camuflar detrás de una envoltura de amistad pero que ella reconocía en mis sonrisas y yo en el baile cómplice de esas cejas que parecían he-chas con hebras arrancadas de su pelo negro. Por eso me resisto a recordarla de otra forma, porque son esos sueños y esas aspiraciones las que me quedaron prendidas en el corazón contra la idea de la muerte.

La Estela de mis recuerdos es solo mía, nada que ver con lo que fue después, menos con ese pedazo de carne chamuscada que pusieron ante mí en la sala de la morgue municipal de Manajey.

—Vea. Esa es la que ha te-nío la culpa de to. Por allá abajo, por La Vigía, le de-cían Estela la Quemá. Oiga, doctor, usted es de La Vigía, ¿verdad?

—Allí nací.

—¿Y usted conocía a esta?

—No recuerdo. Me fui de muy joven, mis padres se mudaron para acá, para Ma-najey.

Una mentira, una verdad y un silencio. La mentira, cual-quiera de ustedes ya la sabe; la verdad fue la mudanza; y el silencio, que me fui a la universidad detrás de Estela y allí no la encontré.

—Pobre mujer. Dicen que estaba loca. ¡Y lo que hizo…!

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EstelaRaydel Francisco Pérez

Fuego – Josef Capek (1939)

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Estela, apenas cumplió los dieciséis, se enamoró de Mingo, fue entonces cuando empezó a tomar el mismo camino de silencio que su madre y que su hermana. No dudo que al principio, a lo mejor al principio, los dos habrían compartido el mismo sue-ño o parecido, los mismos anhelos o parecidos; no podría ser de otra manera siendo Estela como era. Pero ya se sabe que uno mismo, sin tener plena con-ciencia, va forjando eslabón por eslabón la cadena que acaba atándole las alas; y Estela fraguó la suya en poco tiempo.

No está bien que diga que no fue feliz; sí digo que, a mi en-tender, los hijos llega-ron muy temprano; pero ni yo ni nadie puede señalarle faltas como madre; tampoco como esposa, porque sé de buena boca que se dedicó al marido a pesar de lo mucho que hizo aquel para des-merecerla.

El padre y el abuelo de Mingo habían sido mujeriegos y Mingo se repitió como si fuese un virus. Sus ansias de liber-tad las calmó cuando se hizo conductor de ómnibus, entonces fue como esos marineros que se jactan de un amor en cada puerto. Sus mujeres no estaban dis-persas en países de cinco continentes, sino en pue-blos desparramados a lo largo de la Sierra del Ro-sario. Mingo no tenía necesidad de enviar cartas a Singapur si estaba en Nueva York o viceversa, le bastaba con poner en marcha el motor y enrumbar hacia sus destinos impulsado más por el deseo que por el trabajo.

No era raro que pasara una semana entera lejos de la casa. Entonces los hijos eran chicos y a Estela se le iba el tiempo en atenderlos y educarlos; tal vez por eso llegó a pensar que era su culpa, porque entre la casa, el huerto y los niños, casi no tenía tiempo

para Mingo.

Yo la imagino dividida en dos Estelas… o en tres o en veinte: una de ellas es la madre, otra es la esposa, otra es la cirujana que nunca llegó a ser, y abajo, oculta y pisoteada allá en el fondo, la Estela que so-ñaba junto a mí.

Quizás fue esta, la Estela que recuerdo, la que aca-bó haciendo lo que hizo, la que terminó imponiéndo-se mientras las otras Estelas yacían extenuadas y hu-milladas. Mingo no supo que fue ella la que lo en-

frentó aquella primera vez cuando él quiso protestarle un estofado que había quedado muy picante; Mingo ni se imagina que fue mi Estela la que dijo: «Mingo, ¿por qué no te pierdes una semani-ta, anda? Piérdete dos, mejor.»

No fue a mi Estela a la que Mingo molió a golpes una de las no-ches que llegó borra-cho. Tuvo que ser a cualquiera de las otras: a la madre, a la

esposa, incluso a la cirujana que frustró. Mi Estela habría luchado. Me la figuro tratando de imponerse aquella tarde que consiguió juntar un poco de su ropa y llegar al paradero del ferrocarril, la imagino batallando con las otras, intentando convencerlas para no volver. Prefiero imaginar que fue por eso, por cobardes, que mi Estela quiso quemarlas a las tres. Desde entonces fue Estela la Quemá… la loca que se prendió fuego con un galón de gasolina.

No quiere decir… Que esté contando esto no quie-re decir que historias semejantes no se repitan cada tres o cuatro casas en todos los pueblos de la sierra. Sueños rotos hay en todas partes. Tampoco la estoy justificando, pero puedo comprenderla.

Una de esas otras Estelas, no la mía, subió a la guagua aquella tarde en La Vigía para implorarle a

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Estela

El deseo y la satisfacción – Jan Toorop (1893)

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Mingo. Dicen los que la oyeron, los que más cerca estaban, esos que la recordarán inclinada mientras vivan, que su voz sonaba ahogada por el llanto: «Vuelve para la casa, Mingo. Vuelve pa´ casa.» Di-cen que él le contestaba: «¿Qué estás haciendo, Este-la? Baja de la guagua. ¡Baja, Estela!» Cuentan que ella no bajaba y la gente empezó a desesperar: «¡Mingo, dale, coño, que hay calor!»

Y Mingo dio.

La guagua iba repleta, no cabía nadie más. Muchos sentían vergüenza ajena y buscaban otra cosa que mirar. Otros murmuraban «Es la Quemá». Y algu-nos, los más crueles, decían «¡Mingo, tas condenao con esa quemá loca!» Así llegaron hasta el cruce, ella implorándole volver y él diciendo tienes que ba-jar, Estela, en la próxima parada te tienes que bajar. Y entonces pasó lo que pasó. La gente apretándose en la puerta, la loma de la Cruz que no permite ver el tren cuando viene desde el Este, y Estela parada al

frente, a la derecha de Mingo. Algunos aseguran que ella sí lo vio. Tuvo que verlo, dicen. Yo prefiero dar-le otro sentido, uno que solo entiendo yo. Porque en ese último momento, cuando Mingo dijo «No veo nada, Estela, dime por ahí», y ella se inclinó hacia delante y pegó la cara al parabrisas para mirar mejor a lo largo de las vías, quizás fue mi Estela la que acabó abriéndose paso porque las otras ya estaban encogidas y humilladas. Me gusta pensar que no lo vio porque las vías le trajeron el recuerdo de noso-tros agarrados a la baranda del puente del ferrocarril, y que fue a mí a quien contestó, como entonces, cuando, un segundo antes de saltar, yo le decía, «¿Dime, Estela, saltamos?», y ella sonreía y contes-taba, «¡Dale!»

Después el tren pitó, pero ya era demasiado tarde.

—¿Va a seguir ahí, doctor, mirándola?

—No. Ya me voy.

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Estela

Raydel Francisco PérezPinar del río – Cuba

Escritor cubano con dos novelas publicadas: “Naughty Amateur” (2019) y “Cucumí no aparece en Internet” (2020),

con la que fue 1er finalista del III Concurso Literario de Crímenes, “Medellín Negro”.

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No tuvo tiempo de reaccionar. El primer ataque

lo tomó por sorpresa. Sus miembros inferiores no se movieron con la velocidad necesaria para contrarres-tar el desequilibrio que le ocasionó el empujón que le propiné, por lo que cayó violentamente sobre la acera.

Ni siquiera pudo verme la cara, pues cuando levan-taba la cabeza le asesté un fuerte golpe sobre una oreja, que hizo que se desplomara de nuevo.

Un minuto después el hombre yacía sobre la calza-da, alumbrada escasamente por la luz que emanaba de un poste del alumbrado público. Pensé que ya es-taba muerto. La inmovilidad del cuerpo, el anormal desplazamiento de la mandíbula inferior con respec-to al resto de la cara y el inexplicable ángulo que su brazo izquierdo formaba al unirse con el hombro, dejaba muy pocas dudas sobre ello. Sin embargo, apliqué dos nuevas patadas a su cabeza y una a su costado para cerciorarme de que el individuo jamás volviera a respirar.

La oscuridad de la noche cubrió mi huida. Debía llegar pronto a buen resguardo; esfumarme antes de que descubrieran el cadáver y comenzara la búsque-da del asesino. Inconscientemente evité ir a casa por la posibilidad, aun-que lejana, de que fueran a buscarme allí; además, ya nadie me espe-raba.

El cansancio se apoderó de mí. Sentí que las fuer-zas me abandona-ban. El nuevo día asomaba en el ho-rizonte.

Acabo de desper-tar. Han transcurri-do muchas horas desde que llegué a

este refugio, pues las sombras de la noche ya comien-zan a mostrarse. Tengo sed y hambre y la enorme ra-bia que aún me acompaña, que no desaparece. Giro la cabeza a ambos lados y constato mi soledad. Me invade una tristeza infinita.

De nuevo las perversas imágenes se suceden ante mí a un ritmo endemoniado: el hombre alzando con sus manos los ensangrentados y aún calientes despo-jos de mis pequeños descendientes, el cuerpo apalea-do de mi compañera exhalando un último suspiro de impotencia, mi enfrentamiento con aquel degenera-do… su cara de terror al percatarse de mi presencia, las heridas que le causé mientras llamaba a gritos a sus amigotes para que lo socorrieran, la llegada de éstos a tiempo de salvarle la vida y mi apresurada carrera para evitar ser víctima de quienes me agre-dieron con palos y piedras.

No logro entenderlo. La degradación del ser huma-no lo está llevando a cometer actos cada vez más alejados de la razón. El asesinato se realiza no solo con una frecuencia alarmante, sino también con una impresionante frialdad y con un desprecio por la vida que realmente asusta. Entre los animales, el hu-mano es el único que agrede y mata a sus congéne-res simplemente por placer; o por el hecho de que al-

guien con más po-der, asistido o no por la razón, se lo ordena; o porque le viene en ganas robarle al vecino algún bien mate-rial; o porque no está de acuerdo con sus principios religiosos o políti-cos; o porque lo miró mal; o por-que…

No existe la me-nor duda de que la destrucción de la

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EntreanimalesLuis Gutiérrez González

Nabucodonosor – William Blake (1795)

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especie tendrá su origen en ac-ciones emprendidas y ejecutadas por sus propios integrantes. ¡Qué barbarie!

Lo que lamento es que ahora soy uno de ellos; al menos par-cialmente. Desde que ataqué al individuo que asesinó a mi fa-milia y probé su sangre envene-nada por el odio, he cambiado. Los bípedos “pensantes” cuen-tan entre sus mitos la maldición que recae sobre algunos de sus miembros, que consiste en transformarse temporalmente en lobo bajo la influencia de la luna llena, para cometer todo tipo de tropelías y asesinar a sus semejantes. Me pregunto si la licantropía, como llaman a esa conversión, no será otro artifi-cio para encubrir innumerables y aberrantes crímenes que han sido cometidos por ellos mismos a través de la historia.

Siendo un animal no puedo más que seguir mi ins-tinto; sin embargo al caer la noche, cuando la luna brilla enorme y redonda en el cielo, pierdo todo con-tacto con la realidad y me sumerjo en un mundo alu-cinante en el que me veo y me siento como un hu-mano. No he desaprovechado del todo la desgracia que me ha tocado en suerte, porque me ha servido para rastrear y ubicar a los asesinos de mi familia sin despertar sospechas y para conocer las costumbres de esos pobres seres cuyo egoísmo les cercena cual-quier posibilidad de convivir en forma pacífica.

¡Sí! Ahora que tengo mucho de su naturaleza, pero nada por qué vivir, me he permitido ac-tuar como ellos. Hoy realicé mi primera venganza, pues eliminé al peor de todos; al engendro que sin asomo de misericordia mató a los míos. También tengo ubicados a sus cómplices. Voy a acabar con todos. Solo debo es-perar que se haga de noche y que me invadan esos miserables sentimientos, indispensables para cometer las atrocidades que únicamente los humanos son capaces de realizar. Des-pués, es posible que me eche a morir, o quizá continúe elimi-nando escoria hasta que tenga la fortuna de ser atrapado y asesi-nado para escapar de este mun-do absurdo.

No dudo que la mayor parte de esos seres “inteligentes” actúen siguiendo princi-pios y normas justas; pero con toda seguridad tam-bién serán arrastrados por la envidia y el egoísmo, o por las ansias de poder de aquéllos que se dicen sus líderes, quienes no tendrán piedad de ellos.

Fue gratificante el haber nacido lobo y el haber vi-vido como lobo hasta hace poco.

Ya la luna está asomando, empiezo a sentir convul-siones en mi cuerpo; pronto mis garras delanteras se transformarán en manos, mis patas traseras en pier-nas y pies, y mi cara en una hipócrita careta con la cual estaré a la par de aquéllos que seguirán condu-ciendo a la humanidad hacia un ocaso prematuro.

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Entreanimales

La belleza dormida del loboLeon Blakst (1921)

Luis Gutiérrez GonzálezCaracas – Venezuela

Freelancer y escritor. Obtuvo el Segundo lugar en el “II Concurso de Relatos Cortos

Denominación de Origen Calatayud” (Zaragoza, España) y finalista en el Concurso de

microrrelatos Sagitario (2019), organizado por:

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Ese día comenzó con lluvia y sin viento. El Fa-

cha, perro sin pedigree y buen guardián, salió de su casilla al amanecer. Desenterró de su escondite el hueso recubierto aún por bastante carne y cubrió el pozo poco a poco como si sembrara semillas. Usaba un collar de colores sin tachas que cerraba flojo con una hebilla metálica, sus orejas colgaban con pelos apelmazados. Era fornido, macizo y sus ojos mira-ban de un modo que a veces asustaban, con una mi-rada como la de los lobos.

Pero al mismo tiempo tenía una capacidad de fide-lidad hacia sus dueños que despertaba la admiración de más de uno en el pueblo.

Gracias a él en ese rancho modesto no era necesario cerrar con llave la puerta, apenas una tranca que solo trababa por las noches la mujer que allí vivía con su pequeño hijo; poco se sabía de ellos en ese poblado donde habían aparecido un día de los años más oscu-ros del país.

Ella era de huesos tan pequeños y aspecto tan frá-gil que verla era temer que se quebrara, y la cara

muy triste, con una mirada desvaída, que hacía que todos sintieran pena al mirarla. Nadie se había atre-vido a hacerle ninguna pregunta, aunque rumores no faltaban en ese ambiente pueblerino y tan falto de novedades. El niño, tímido, callado, parecía querer desaparecer debajo de la falda de la mamá. Ninguno parecía dudar de que fuera lo que fuese que hubie-ran pasado, no habría sido agradable.

Llegaron al pueblo en una camioneta bastante des-vencijada pero con lugar suficiente para el Facha y unos cuantos bártulos modestos como sus dueños; compraron ese lote con un rancho tan venido abajo como el vehículo y tan lamentable como la gente que lo habitaría.

El hecho de que no hubiera un hombre en el grupo despertó todo tipo de hipótesis, pero ese pueblo, por haber sufrido represión y desaparecidos, tenía una tendencia al silencio y a la solidaridad que parecía ser común entre su gente, sobrevivientes unidos por tragedias tan dolorosas; y la versión que más circuló fue que su esposo debió haber sido otro de los que habría corrido tan tremenda mala suerte.

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IncondicionalEdith Vulijscher

Perro guardián – Briton Rivière (1896)

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En la cocina de la casa una mujer, sentada, toma mate. Lleva años enfrentando todo sola sin compren-der aún cómo ha podido hacerlo.

Desde ayer, cuando el cartero entregó una carta, ha llorado mucho, pasó la noche sentada allí, con el mate al lado, la mirada perdida y los ojos hinchados, la carta, ajada y húmeda por tantas lágrimas, ha que-dado sobre la mesa.

Ella también viene restando los días uno a uno, aunque nunca supo la cantidad exacta que debía qui-tar. Sólo lo hizo como un conjuro contra la ausencia.

No ha dejado de rezar ni un solo día rogando que el nombre del pueblo hubiera llegado a oídos de su hombre. La fe, la esperanza y su amor han obrado el milagro de la supervivencia que ella todavía no logra descifrar.

Es mediodía, el pueblo está detenido, hasta las moscas duermen la siesta veraniega, una oleada de aire caliente entra por la ventana entreabierta del cuarto donde descansa el hijo.

El Facha jadea a la entrada, en el patio de tierra, tira-do como si estuviera muerto, agobiado por el calor.

De repente despierta, levanta la cabeza, tiene tam-bién instalada en los ojos una tristeza que lleva años, pero conserva intacto su fino olfato y esa percepción casi extra sensorial.

Romualdo Sosa, parado en la nieve de la provincia más austral del país, siente su vida aún detenida, tal como se siente detrás de esos muros grises y fríos. En los últimos siete años él y sus compañeros de desdicha han quedado suspendidos en el vacío, don-de el tiempo pasó sin hacerse notar y en los que la resignación y el sin sentido les impregnó todo. Así llegaron a volverse iguales, sin identidad propia.

Adentro no hay actividades y ya casi ni se habla, cada uno se va reconcentrando en sí mismo y tanto los presos como los guardias quedan en el olvido, fuera del mundo. Todos parecen cumplir condena y a todos los iguala no haber cometido ningún crimen.

Quizás sea el clima que colabora, el paisaje siem-pre blanco como la muerte que sienten instalarse mi-nuto a minuto. El frío ha helado todo y dentro de esos hombres ha ocupado sus almas.

No se reciben visitas, ni un leve roce de manos

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Incondicional

Fidelidad – Briton Rivière (1869)

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para despertarles el recuerdo de una sensación. Y esto es así no sólo por la distancia, sino porque estos presos alejan a sus familias para preservarlas.

Y también porque hubo un plan: desmoralizarlos y, si era posible, quitarles su dignidad, condenarlos a la soledad más absoluta.

Pero hoy Romualdo Sosa ha salido libre del penal de máxima seguridad, destino para presos políticos.

No sabe si podrá recorrer el camino inverso, si su corazón volverá a latir con fuerza.

No puede sentir aún que haya terminado su conde-na, que, instalada dentro, lo castiga marcándolo como paria, como un hombre sin derechos, sin afec-tos ni amores y con la piel reseca como su alma he-cha callo, los ideales postergados, débiles y quizás nunca más recuperados. Nada supo de sus compañe-ros en todos estos años y, le duele admitirlo, tampo-co sabe ahora si le va a interesar averiguar algo.

En sus primeros meses de arresto alguien le contó que su compañera y el bebé al que apenas alcanzó a arropar unas horas el día del parto, habían logrado perderse en el interior de un pueblo, de esos que abundan y que parecen figurar en los mapas casi por compasión. Su memoria ha retenido ese nombre como el tesoro más valioso que debía preservar.

Pero tiene miedo, siete años es mucho tiempo y tantas son las cosas que pueden suceder en él.

Ambos conservan una imagen del otro distorsiona-da por la idealización y el amor y temen el encuentro tanto como lo desean.

Él está sumamente delgado y envejecido, ella ya no

es rubia y también pesa bastante menos. Pero el pe-rro no ha cambiado, y aunque sus ojos tienen una tristeza instalada desde hace siete años, conserva in-tacto su fino olfato.

Ya recorrió los cinco kilómetros del acceso de tie-rra que separa al pueblo de la ruta, y ahora, debajo del cartel que un humorista colgó y que reza: “Bien-venido a Hierbas Muertas donde todos estamos vi-vos pero respetamos las siestas”, esboza una sonrisa y continúa. Ni el sol, que parece haber puesto su ce-rebro a las brasas, lo detiene; podría hacerlo, un her-moso boulevard con añosas palmeras lo va escoltan-do en su ingreso, pero él está ansioso. Sobre su es-palda una gran mochila de tela gruesa no logra aca-llar sonidos de objetos chocando entre sí, es que ha querido llegar con regalos, todavía sin saber qué su-cederá. Pero sí con la confirmación del lugar preciso donde aún alguien podría estar esperándolo.

El pueblo está detenido, hasta las moscas duermen la siesta veraniega.

Una oleada de aire caliente entra por la ventana en-treabierta del cuarto en el que duerme un niño.

El perro de la casa jadea a la entrada, en el patio de tierra, tirado como si estuviera muerto, agobiado por el calor.

La siesta se interrumpe, no con las palmas del fo-rastero, sino con los aullidos desesperados del ani-mal y esa percepción casi extra sensorial que lo hace correr de la tranquera hacia la puerta del rancho en un vertiginoso ida y vuelta para terminar saltando sobre dos que se abrazan como para no soltarse nun-ca más.

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Incondicional

Edith VulijscherBuenos Aires - Argentina

Mención especial en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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Advertencia del autorAdvertencia del autor

Engañarnos en nuestras empresas,eso es a lo que estamos sujetos;

por la mañana hago los proyectos,y en el correr del día, tonterías

Estos versos, son lo suficientemente pequeños para ser abarcados por un gran número de pen-sadores; y resulta algo ciertamente divertido ver a un serio “director de almas” acabado por un proceso criminal y por su consiguiente bancarrota. A propósito, nosotros reimprimimos aquí este pe-queño cuento por que resulta apropiado para es-tar en todas partes.

Memnón concibió un día la extravagante idea de ser completamente cuerdo, locura que pocos hom-bres han dejado de sufrir. Memnón discurría así:

—Para ser muy cuerdo, y, en consecuencia muy fe-liz, basta con no dejarse arrastrar de las pasiones, cosa fácil como nadie ignora. Lo primero, nunca he de amar a ninguna mujer. Cuando contemple a una mujer hermosa me diré a mí mismo: «Llegará un día en que esa cara se llene de arrugas, esos bellos ojos perderán su brillo, ese busto firme y turgente se vol-verá fofo y caído, esa abundancia de pelo se trocará en calvicie.» Me bastará figurarme entonces cómo será esa linda cabeza para que no me haga perder la mía. Lo segundo, siempre seré sobrio por más que me tiente la gula, los vinos exquisitos y el placer de las fiestas. Tendré muy en cuenta las consecuencias de los excesos de la mesa: el estómago estropeado, la cabeza pesada, la incapacidad para el trabajo. Co-meré con sobriedad y con el goce de la salud, mis ideas serán claras y felices. Luego —continuaba Memnón—, no descuidaré mi hacienda. Soy hombre moderado. Tengo un capital que me produce buena renta y otro capital que maneja para acrecentarlo el tesorero general de Nínive. Con ellos puedo vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna. No ne-cesitaré nunca ir a besar manos de palaciegos, ni en-

vidiaré a nadie, ni de nadie seré envidiado. Amigos tengo —dijo, en fin—, y los conservaré, porque ja-más he de serles desleal y ellos serán buenos conmi-go y yo con ellos; tampoco en esto hay dificultad.

Formado así su plan, se puso a pasear por su cuarto y luego se asomó a la ventana. Dos señoras que iban por la calle llamaron su atención; una era vieja y la otra moza, linda y por lo mucho que gemía y lloraba debía sufrir una gran pena. Su congoja la favorecía y daba una gracia especial.

Impresionado nuestro sabio, no por la belleza de la muchacha, pues estaba seguro de no rendirse a tal debilidad, sino por el desconsuelo de que daba muestra, bajó y acercóse piadoso a la joven ninivita. Contóle ésta con la más ingenua y tierna expresión las maldades de que la hacía víctima un tío suyo (que no tenía), las mañas con que la había privado de una fortuna (que nunca había poseído) y el temor que le causaban su violencia y brutalidad.

—Vos parecéis hombre discreto —le dijo—. Si me hicieseis el favor de venir a mi casa yo os explicaría mi situación y estoy segura de que me sacaríais del apuro en que me veo.

No tuvo reparo Memnón en acompañarla para exa-minar despacio sus asuntos y darle buenos consejos.

Una vez en su casa condújole, la afligida damisela, a una alcoba perfumada, le dijo que se sentase en un blando sofá que allí había y sentóse ella frente a él. Hablaba la joven bajando los ojos y enjugándose las lágrimas de vez en cuando. Al levantarlos siempre se cruzaban sus miradas con las del sensato Memnón. Sus palabras se hacían más afectuosas cuando ambos se miraban. Memnón se interesaba más y más en lo que oía, aumentando su deseo de servir a tan hermo-sa y desdichada criatura. Con el calor de la conver-sación, se fueron acercando poco a poco, hasta que los consejos de Memnón hiciéronse tan cariñosos y próximos a la muchacha, que ni ésta ni aquél sabían ya dónde estaban, ni si realmente hablaban o no.

Fue en este momento preciso cuando, como ya el lector se habrá imaginado, se presentó el tío, armado

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Memnóny la cordura humanaVoltaire

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de punta en blanco. El hombre empezó a vociferar y a decir que iba a matar a su sobrina y al sabio Mem-nón. Luego, ya calmado, manifestó que sólo les per-donaría si el galante caballero le entregaba una fuer-te cantidad.

Memnón le dio cuanto dinero tenía. Y menos mal que su aventura no le trajo consecuencias peores, pues todavía no se había descubierto América y las bellas afligidas no resultaban tan peligrosas como en nuestros tiempos.

Confuso e indignado, Memnón volvió a su casa, donde le esperaba la invitación de unos amigos para comer con ellos.

—Si me quedo solo en casa —dijo— me entriste-ceré más y puedo caer malo; mejor es ir a comer en su compañía, que al fin son amigos íntimos; me dis-traeré y olvidaré el disparate que he cometido.

Fue a la comida, y sus amigos, viendo que estaba algo triste, le obligaron a que bebiese para disipar su melancolía. El vino, si se bebe con moderación es medicina para el áni-mo y para el cuerpo; así pensaba el sabio Memnón, pero a pesar de ello se embriagó. Propusiéronle jugar a los naipes; el juego, cuando no se exponen cantidades importan-tes, es una diversión inocente. Pero Mem-nón perdió cuanto lle-vaba en el bolsillo, y cuatro veces más sobre su palabra. Una de las jugadas produjo una disputa, e irritados los ánimos, el más íntimo de aquellos amigos su-yos le tiró a la cabeza un cubilete, con tanta fuerza, que le saltó un

ojo. Total, que llevaron a su casa al sabio Memnón borracho, sin dinero y con un ojo menos.

Después de dormir un rato, Memnón envía a su criado a casa del tesorero general de Nínive para que le diera dinero y poder pagar a sus amigos las deu-das del juego. A poco vuelve su criado con la noticia de que el tesorero ha suspendido pagos y defraudado una gran cantidad.

Angustiado Memnón corre a Palacio con un parche en el ojo y un memorial en la mano, pidiendo justi-cia al rey contra el tesorero. En la antecámara vio a muchas damas, todas como peonzas al revés, con elegantes tontillos de cinco metros de circunferencia y diez de cola. Una dama que le conocía, dijo, mi-rándole a hurtadillas:

—¡Jesús, qué horror!

Y otra, que era muy amiga suya:

—Buenas tardes, señor Memnón —le dijo—, cuánto me alegro de veros señor Memnón. Créame que me encanta encontraros. Pero decidme, ¿quién

os ha dejado tuerto, se-ñor Memnón?

Dicho esto se fue sin aguardar respuesta.

Ocultose Memnón lo mejor que pudo en es-pera de que pasase el rey y cuando éste apa-reció, Memnón, des-pués de besar el suelo tres veces, le alargó un memorial, que tomó el soberano con mucha afabilidad y pasó a uno de sus ministros para que se informase. El ministro llamó aparte a Memnón, para decirle en tono de mofa no exento de cólera:

—Sois un tuerto bas-

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Memnóny la cordura humana

Retratado por Nicolas de Largillière (1718)

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tante atrevido. ¿Por qué habéis entregado al rey un memorial en vez de enviármelo a mí? El tesorero es hombre honesto y yo le protejo porque es sobrino de una doncella de mi querida. No deis un paso más en este asunto si no queréis perder el ojo sano que os queda.

De esa suerte, Memnón, que por la mañana había tomado la resolución de no amar, de no acudir a fes-tines, ni jugar, ni reñir con nadie, ni, sobre todo, po-ner los pies en Palacio, antes de anochecer había sido engañado por una mujer, se había emborracha-do, había jugado, le habían saltado un ojo en una riña y había ido a Palacio donde se burlaron de él.

Confuso, abrumado por sus desgracias, regresó a su casa. Al ir a entrar vio que se hallaba llena de al-guaciles y escribanos, que le estaban embargando los muebles a petición de sus acreedores. Casi sin senti-do permaneció inmóvil bajo una palmera.

A poco acertó a pasar por allí la bella damisela de aquella mañana. Iba paseando con su amado tío y no pudo contener la risa al observar a Memnón con su parche. Ya de noche se acostó Memnón sobre un montón de paja, cerca de los muros de su casa. Le Acometió un acceso de fiebre y con ella una pesadi-lla: se le apareció en su letargo un espíritu celeste,

resplandeciente como el sol y provisto de seis her-mosas alas, pero sin pies, cabeza ni cola, un ser que no tenía semejanza con ninguna criatura humana.

—¿Quién eres? —le dijo Memnón.

—Tu genio protector —le respondió la aparición.

—Pues devuélveme —repuso Memnón— mi ojo, mi salud, mi dinero y mi cordura.

Y en seguida le contó todo lo que había perdido aquel día y de qué manera.

—Aventuras son esas —replicó el espíritu— que nunca suceden en el mundo donde nosotros vivimos.

—Pues, ¿en qué mundo vivís?

—Mi patria dista quinientos millones de leguas del sol, y es aquella estrellita junto a Sirio que puedes observar desde aquí.

—¡Admirable país! —dijo Memnón—. Así pues, ¿no tenéis allá bribonas que engañen a los hombres de bien, ni amigos que les estafen su dinero y les destrocen un ojo, ni deudores que quiebren, ni mi-nistros que se rían de vosotros mientras os niegan justicia?

—No —le dijo el habitante de la minúscula estrella—. Nada de eso; no nos engañan las mujeres, porque no las hay; no somos glotones, porque no comemos;

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Memnóny la cordura humana

Carta de Voltaire firmada con el lema que adoptó desde el “caso Calas” (parcialidad de lajusticia por intolerancia religiosa): “écrasez l'infâme” (“aplastad la infamia”, o “al infame”).

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no nos pueden sacar los ojos, porque en nada se pa-rece nuestro cuerpo al vuestro; ni los ministros co-meten injusticias, porque todos somos iguales y no hay ministros.

Díjole entonces Memnón:

—Pero sin mujeres y sin comer, ¿en qué pasáis el tiempo?

—En cuidar —dijo el genio— de los demás mun-dos que están a nuestro cargo. Por eso he venido a consolarte.

—¡Ay! —replicó Memnón—. ¿Y por qué no vinis-teis anoche para evitar que hiciera tanto disparate?

—Porque fui a consolar a Asan, tu hermano mayor, que es más desventurado que tú, pues has de saber que Su Graciosa Majestad el Rey de las Indias, en cuyo palacio tiene el honor de ocupar un cargo, le mandó arrancar los dos ojos por haber cometido leve falta. Ahora le tienen en un calabozo amarrado de pies y manos.

—¡Pardiez! —exclamó Memnón—. ¡Pues sí que nos sirve de mucho a la familia, que nos proteja un genio bueno! De dos hermanos que somos, el uno está ciego y el otro tuerto, el uno tirado entre paja y el otro en una cárcel.

—Tu suerte cambiará —dijo el genio protector—. Verdad es que ya en toda tu vida no dejarás de ser tuerto; pero aparte de eso, serás feliz a condición de

que no cometas nunca la locura de pretender ser cuerdo del todo.

—¿Es que eso no es posible? —preguntó Memnón reprimiendo un sollozo.

—No. Como no es posible ser del todo inteligente, del todo sano, del todo poderoso o del todo feliz. Nosotros mismos estamos lejos de serlo. Sin embar-go, existe un mundo donde eso se logra; pero a ese sólo se llega después de pasar grado a grado por los cien mil millones de mundos que ruedan por el espa-cio. En el segundo hay menos placer y menos sabi-duría que en el primero; en el tercero menos que en el segundo, y así sucesivamente hasta el último, en el que ya todos sus habitantes están locos del todo.

—Mucho me temo —dijo Memnón—, que esa gran casa de orates del universo lo sea precisamente el mundo en que vivimos nosotros.

—No tanto, no tanto —dijo el espíritu—; pero cer-ca le anda.

—Entonces —replicó Memnón—, ¿ciertos poetas y ciertos filósofos que afirman que «todo es como debe ser» están equivocados?

—No. Tienen razón —dijo el filósofo del otro mun-do—, si consideramos el universo en su conjunto.

—¡Ah! —respondió el pobre Memnón—. Ahí te-néis una cosa en la que no creeré mientras sea tuerto.

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Memnóny la cordura humana

François-Marie Arouet (Voltaire)París, Francia, 1694-1778

Voltaire —seudónimo que quizás sea un anagrama de la expresión francesa en letras

latinas Arovet Le Ieune (Arouet, el joven)—, escritor, poeta, filósofo, historiador y abogado, fue uno de los más destacados representantes de la Ilustración y miembro de la Academia Francesa. Solo enumerar los aspectos intere-santes de su vida requeriría varios números de esta revista; baste enton-ces con saber que, además de haber escrito el Diccionario Filosófico, en-

sayos y más de 4000 cartas (de las que se conservan unas 1200), expresó sus ideas de forma ma-gistral en su literatura de ficción, haciendo gala de una ironía y sentido del humor únicos. Su cuento más completo en este aspecto es “Cándido, o el optimismo” (1759), que por su extensión (propia de una nouvelle) no incluimos en estas páginas. Sin embargo, en “Memnón, o la cordura humana” (1748) se anticipa el tema principal de “Cándido”: una crítica mordaz y satírica al optimis-mo histórico de Leibniz, que afirmaba que “todo es como debe ser” y “vivimos en el mejor de los mun-dos posibles”… Parafraseando a Memnón: “una cosa en la que no creeré mientras sea tuerto”.

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Para Edith Vulijscher.

En maya yucateco, Tubul (que se traduce “olvido”)es un verbo transitivo que significa literalmente:

«desaparecer de la memoria».

Ya deben ser las diez. Hace rato que apagaron las

luces y escribo, para no dormirme, en la penumbra de una vela clandestina a la que me parezco mucho: ambos, a punto de extinguirnos, sumidos en nuestros propios restos, proyectamos sombras trémulas en la memoria y las paredes de esta celda a la que me con-denaron por ser viejo. Tener hijos no me habría li-brado de acabar en el asilo. Corren malos tiempos para los ancianos. Los jóvenes ya no nos respetan ni honran deudas morales. Creen que el futuro es más importante que el pasado y confían en que un día al-guien les dará la tecnología para reparar los daños de sus infamias cotidianas. Pobrecitos, prefieren sobre-llevar los problemas a resolverlos, seguros de que el acervo y la identidad cultural son una carga inútil.

Si escucharan, si yo no fuera para ellos solo una molestia y entendieran que viví, que también fui jo-ven y cometí sus mismos errores, tal vez podría ha-cerles entender que la naturaleza es sabia, que todo ser vivo, hasta la célula más simple, le confía su por-

venir a la herencia genética, a la sabiduría de sus an-cestros; que la tradición no es aferrarse al pasado, sino el cimiento del futuro… Pero son sordos a toda verdad incómoda. Incluso Lídice —la enfermera más amorosa del asilo— no escuchó cuando le conté esta tarde que me sentía extraño, demasiado lúcido; que pasé todo el día recordando cosas olvidadas hace mucho y estaba asustado. Me miró con esa carita tierna que pone a veces y dijo que era un consentido, que me quejaba de estar bien en vez de disfrutar mis recuerdos. Su sonrisa parecía sincera, pero no logró engañarme. Lleva aquí lo suficiente para saber tan bien como yo que esa súbita lucidez es un mal pre-sagio y suele darse en la antesala de la muerte.

Por eso no quiero dormirme. Presiento que moriré esta noche. Y no es que le tema a la muerte; fui mé-dico casi sesenta años y sé que a mi edad es un ali-vio, pero le tengo terror a desvanecerme para siem-pre en el olvido.

Podría creerse que es una tontería, achacárselo aca-so a la demencia, pero es un miedo antiguo. He visto desaparecer cosas y gente: un pueblo entero se esfu-mó ante mis ojos.

Nací en Tubul, un caserío perdido en la selva yuca-teca cuyo único nexo con el mundo, hasta que Tibur-

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TubulÁlvaro Díaz

Cabeza de una deidad anciana en el sitio arqueológico de Copán (Honduras)

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cio puso radio en su cantina, era una senda polvo-rienta de algunos kilómetros que moría en la carrete-ra Mérida-Tizimín.

Allí la vida era distinta, teníamos costumbres arrai-gadas. Recuerdo que a los dieciséis, cuando vine a estudiar a la capital, los muchachos de la pensión se asustaron al ver el machete que asomaba de mi bolso, pero era mandato de Doña Esperanza, la matriarca del pueblo, que quien transitara aquella senda debía ir macheteando para evitar que la selva se la comiera.

No supe hasta mucho después que ese machete no era solo una hoja afilada, sino el símbolo de la tradi-ción, de los valores que nos habían inculcado.

Muchos emigramos por culpa de la radio de Tibur-cio. Todas las tardes nos reuníamos en la cantina a soñar, fascinados por las radionovelas, ofertas de tra-bajo y noticias de un mundo desconocido que imagi-nábamos maravilloso, sembrado de futuro, un futuro que en el pueblo no teníamos y que hasta entonces jamás nos había interesado.

Ese aparato llevó a Tubul voces nuevas y nosotros, cautivados por sus promesas, empezamos a prestar-les más atención que a los sabios consejos de la ma-triarca.

Doña Esperanza era una viejita hermosa cuya edad nadie sabía. Supongo que tendría al menos ciento

diez, porque Tiburcio, que murió a los ochenta y tres, un año antes que ella, dijo que de niño jugaba canicas con Elías, el menor de sus once hijos. Quién sabe, lo cierto es que pese a arrastrar con dificultad su cuerpecito frágil, era muy lúcida y tenía una sabi-duría infinita. A todos nos aconsejaba bien, pero éra-mos jóvenes, fáciles de seducir, la radio nos había inoculado esa nefasta pasión por el futuro y, sordos a la voz de la experiencia, pronto empezó el desbande.

Poco antes de irme, Doña Esperanza me llamó a su casucha y tras mirarme un rato con sus ojitos hundi-dos y opacos, habló de la importancia de preservar los valores, la identidad y los afectos, del tráfico ar-tero de ilusiones y los engañosos disfraces de la es-clavitud. Lo recuerdo apenas, y no porque lo haya olvidado. Es que no presté atención. Estaba tan ilu-sionado con ser médico, tan seducido por las prome-sas del futuro posible, que no la escuché. Me tomó décadas recuperar a retazos sus palabras y ahora no distingo si le pertenecen a la memoria o a los sueños.

Yo llevaba unos diez años en Mérida cuando supe que Doña Esperanza estaba enferma. Iba poco a Tu-bul —una vez al año acaso—, pero cada mes le man-daba a mi madre unos pesos, provisiones y muestras de medicamentos. Sin querer, su casa se convirtió en farmacia y yo —de lejos, dando consulta por cartas que llevaba y traía el chofer del autobús que hacía

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Tubul

Las aguas de Leteo en las planicies Elíseas – John Roddam Spencer (1880)

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ruta entre la capital y Tizimín— en médico del pue-blo. Por entonces trabajaba en urgencias del hospital y empezaba a sospechar que me habían estafado, que el futuro prometido era una gran mentira y todo es-fuerzo conducía a la decepción. Mientras estudiaba trabajé de lo que fuera para cubrir mis gastos; cuan-do me recibí, el sueldo de interno no alcanzaba ni para la pensión y luego, aunque ganaba bien, apenas tenía tiempo para dor-mir. Me había conver-tido en esclavo de un amo etéreo, cruel, om-nipresente…, en otro engranaje de la despó-tica maquinaria. Pero era joven, tenía ese ímpetu taurino que imponen las hormonas y, sin mirar atrás, se-guí persiguiendo a cie-gas el futuro en fuga que creí haber elegido.

Un día, el chofer no esperó a que yo pasara por la terminal y me llevó al hospital un manojo inusual. Jamás hubo más de una carta en el buzón que puse en la carretera, junto a la senda, y esa vez eran cinco. El pueblo entero me había escri-to. Querían mucho a Doña Esperanza, Más que una vecina era la abuela de todos, la voz sabia y conciliadora que hizo innecesarios policías, juzgados e iglesias en Tubul. Ella administraba el agua del ce-note en las sequías, ayudaba a las mujeres a parir y criar, nos enseñó la virtud de la decencia y juntaba con un gesto cuanto se desunía. ¡Vivir sin ella era impensable! Las cartas me rogaban que la salvara, pero con esa tristeza honda y resignada del que pide lo imposible.

Esa misma tarde cambié el aceite del Ford A y par-tí hacia el pueblo. Me impresionó mucho ver Tubul casi desierto, pero no tanto como Doña Esperanza hundida en su camastro, más pequeñita de lo que re-cordaba, respirando apenas… Hice salir a todos del cuarto y cuando nos quedamos solos, tuve que acer-carme mucho para escucharla:

—No olvides, Iktan… No nos olvides… No dejes que Tubul muera con-migo —fue lo último que dijo; le puse un suero con analgésicos, se quedó dormida y ya no despertó.

Al día siguiente llegó mucha gente de todos lados, con atuendos, accesorios y costum-bres que ahí, en Tubul, parecían de otro mun-do. Reconocí los ros-tros, pero todos había-mos cambiado. Su-pongo que mi auto, el traje y el maletín cau-saron esa misma im-presión en los demás, porque nadie me lla-mó Iktán, ni siquiera los amigos de la infan-cia. Me decían doctor.

No faltó nadie al en-tierro. Tubul se repo-bló, como si aquella

muerte lo hubiera resucitado, pero duró poco. Se fueron por la senda al día siguiente y el pueblo vol-vió a quedar desierto.

Nadie recordó usar el machete.

Mi madre, angustiada, se puso mala y me quedé con ella hasta que murió una semana después. Yo mismo tuve que cavar su tumba desolada.

Tubul también había muerto.

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Tubul

Memoria – René Magritte (1948)

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La noche antes de mi partida fui por un trago a la cantina, y ya no estaba. No digo que la encontré ce-rrada ni que se derrumbó. ¡No estaba! No había nada, solo un terreno baldío devorado por la selva. No dormí esa noche. Me levanté temprano para salu-dar a los vecinos antes de irme, y no encontré a na-die. El pueblo, invadido por el monte como si lo hu-bieran abandonado hacía mucho, parecía más chico. La casucha de Doña Esperanza estaba cubierta de enredaderas; la calle plagada de hierba añeja; falta-ban casas… Creí que alucinaba y me subí al auto para huir, pero fue difícil transitar la senda de salida. La selva había empezado a engullirla con una vora-cidad insólita. Yo también había olvidado el machete y avancé despacio, apartando y rompiendo con mis propias manos las ramas que me impedían el paso.

Cuando por fin llegué a la carretera, el buzón no estaba.

Admito con vergüenza que me alegró regresar a Mérida. Tenía la sensación de haber perdido algo importante, pero se lo achaqué a la muerte de mi ma-dre y seguí adelante, casi feliz en la esclavitud que había elegido.

Unos meses después, platicando con un enfermero de Tizimín, me sorprendió que no hubiera oído nun-ca de Tubul. Busqué en el mapa de Yucatán que te-nía colgado en la oficina y no pude encontrarlo. Le prometí entonces llevarle otro en el que había mar-cado con un círculo rojo la palabra “Tubul” impresa en letras negras. Cuando llegué a casa lo encontré en un cajón y al desplegarlo, vi con asombro que el cír-culo seguía ahí, donde recordaba haberlo puesto, pero las letras sobre el verde de la selva ya no esta-ban. ¡Habían desaparecido!

Quise regresar al pueblo varias veces y no pude

encontrar la senda. Seguí buscándola toda mi vida, siempre que iba a Tizimín en el auto o la ambulancia procuraba con cuidado aquella entrada, cada vez con más ansias de volver, pero fue inútil.

Muchas veces intenté en vano explicarme qué pasó, cómo pudo la muerte de una anciana hacer que un pueblo entero desaparezca, borrarlo hasta de los mapas y la memoria de la gente.

Sospecho que muchas cosas tienen ese destino. Tal vez todas. Puedo imaginar con certeza, por ejemplo, que hace mil o dos mil años, unos mayas, beduinos o vikingos vieron un atardecer sublime que tiñó el cie-lo de colores exquisitos, y aunque los poetas y artis-tas hayan pretendido perpetuar su regocijo, cuando murió el último testigo del portento, su belleza y las emociones que produjo se perdieron para siempre. Al extinguirse la memoria del hecho, también se extin-guió el hecho…, y entonces el mundo fue más pobre.

Me pregunto cuánto muere de las cosas tras cada agonía, qué será de esos ocasos, de los amores inde-cibles, de las obras maestras olvidadas en cajones, servilletas y susurros…

¿Cuánta belleza morirá conmigo?

Estoy cansado. Yo que siempre aspiré a morir sin culpas, hoy sé que para un hombre cabal es imposi-ble. Todos somos culpables del olvido, y cuando arrepentidos intentamos redimirnos, apenas podemos recobrar un tesoro de monedas falsas: recuerdos des-gastados que enmendamos para evitar que mueran.

Soy el último testigo de Tubul, el único vivo que conoció a Doña Esperanza. Por eso escribo. Para que no mueran del todo cuando me venza el sueño; para dejar de ellos al menos este fantasma indigno hasta que a mí también me olviden… y al fin… desaparez-ca.

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Tubul

Álvaro DíazMontevideo, UruguayReside en Yucatán, México

3er lugar en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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Llueven gotas de plomo y azufre que tan pronto

salen de las nubes se combinan en ácido sulfúrico tan poderoso que podría desintegrar cualquier mate-ria orgánica a base de carbono en cuestión de segun-dos. La mezcla no logra tocar el suelo porque se eva-pora antes de terminar de caer, creando la eterna bru-ma café que todo lo devora, característica principal de Venus.

Las tormentas de plasma resuenan en todo el valle, uno tras otro los poderosos rayos que surgen desde las nubes atraviesan la bruma con violencia y gol-pean la roca que se ha templado como el acero a cada golpe de energía.

Parecería que el infierno se encuentra en cada cen-tímetro de este lugar, donde solo seres incorpóreos podrían deslizarse sobre la superficie. Pero, la vida siempre encuentra el ca-mino.

En este lugar la molé-cula de carbono y sus en-laces, simplemente se compactaron con las fuerzas de presión natu-rales y en lugar de evolu-cionar por la vía orgáni-ca, lo hicieron por la vía polimérica. Es decir, des-de los gusanos perlados que habitan el subsuelo profundo; hasta las me-dusas moteadas polimór-ficas que vuelan por las nubes de plasma; pasan-do por los insectrinos acorazados y semi acora-zados de la superficie, la piel de todos ellos es de estructura similar al plás-tico, única sustancia co-nocida capaz de resistir

sin problema la bruma de ácido sulfúrico.

Hay algunas excepciones a la piel de plástico: Los Aracnoides. Considerados entre los depredadores su-premos de Venus. Como todo depredador es ligero e invisible a los ojos de sus presas y, como requisito para deslizarse entre la bruma, es casi transparente. Con piel diamantada en todo su cuerpo tiene la dure-za suficiente para contener en su interior cantidades ridículas de energía. Posee tres pares de patas unidas a un cuerpo esférico de menos de treinta centímetros de diámetro en el que se compactan todos sus órganos.

La energía la almacena en los dos ventrículos de su corazón. La contenida en el lado izquierdo puede li-berarla por la punta de las patas delanteras cada vez que necesita cazar alguna presa. La del lado derecho es usada solo en situaciones límite en las que se sienta amenazado por algo más peligroso que él y al

igual que el alacrán te-rrestre comete suicidio cuando se ve perdido, el aracnoide hace lo mismo haciendo explotar el lado derecho.

La explosión es tan fuerte que por una frac-ción infinitesimal de se-gundo crea un vórtice entre universos en el que colapsa todo lo que exis-te; sus repercusiones se perciben en más de doce kilómetros a la redonda. La energía liberada pul-veriza en el acto un área enorme, el polvo resul-tante se une a la bruma y de la bruma a las nubes, cerrando así el ciclo del ácido sulfúrico. Por ello, difícilmente se encontra-rá más de un aracnoide

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Cacería en Venuspor la mañanaAlberto Hernández Ucan

Araña que llora – Odilon Redon (1881)

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en el territorio de otro.

En las mañanas es el único momento del día en que los aracnoides salen a cazar. Emergen de las grietas del suelo y rondan sigilosamente los valles y montañas en busca de alimento. Cuando localizan algún insectrino gigante no necesitan ser cautelosos, los embisten totalmente de frente lanzándose sobre ellos, clavan sus cuatro patas traseras en las corazas frontales aferrándose a ellos mientras preparan las descargas en sus patas delanteras. Los insectrinos zumban de dolor en frecuencias solo audibles para los de su especie.

Cuando la descarga está lista, el aracnoide clava las dos patas cargadas de energía y la expulsa con fuerza brutal dentro del cuerpo de la desgraciada

presa que se comienza a desintegrar desde sus entra-ñas, podría decirse que cocina su presa desde dentro. Cuando desprende sus patas lo hace procurando romper la coraza y dejar expuesto el interior para consumirlo.

Desde el segundo uno en que los habitantes del si-guiente planeta se enteraron de su existencia busca-ron la forma de explotarlos. Llegaron en naves sigi-losas que se posan más arriba de las nubes donde las medusas, que vuelan libres y se alimentan del ácido condensado, no pueden alcanzarlos. Colocan en la mira a los aracnoides y lanzan sus jabalinas túnel.

Lo que sucede a continuación es desgarrador, la ja-balina hueca atrapa el cuerpo esférico del aracnoide y arranca de un tajo sus seis extremidades dejándo-

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Cacería en Venuspor la mañana

El coqueteo – Eugene de Blaas (1904)

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las tiradas en el suelo. El sonido producido por el la-mento del aracnoide en esa pequeña fracción de tiempo que logra ser audible semeja el sonido del desgarre de la realidad, como si en el espacio tiempo se abriera una abertura en forma de boca y esta grita-ra de dolor trayendo todos los lamentos del universo que está en el otro lado.

Es indispensable subir el cuerpo esférico de inme-diato a la cámara de contención energética en la nave para almacenar su energía antes que estalle. Su valor es muy alto en sitios como las colonias exterio-res donde se usan como baterías compactas para no depender de generadores grandes y ruidosos poco

cómodos.

Los cazadores no desperdician nada ni pierden el tiempo, una vez el aracnoide ha muerto en la cámara de contención y su cuerpo esférico ha conservado sus propiedades energéticas, vuelven a lanzar la ja-balina túnel, recogen las patas y las suben a la nave. La armadura diamantada de las patas es de enorme valor en la superficie de la tierra, donde se usan para crear joyería.

El día de hoy están prácticamente extintos, con toda seguridad seguirán siendo cazados hasta su des-aparición. Lo harán en su momento más vulnerable: las mañanas cuando salen a buscar alimento.

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Cacería en Venuspor la mañana

Alberto Hernández UcanEscárcega, México

Reside en el Distrito FederalIngeniero de Sistemas apasionado por la

Ciencia Ficción. Finalista del IV Concurso Historias de Familia, y del II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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El estruendoso silbato del tren anuncia la

antesala de la partida. Un joven recorre los andenes con el manojo de periódicos dis-puestos para la venta bajo el brazo derecho, mientras que con el izquierdo, agita frenéti-camente el ejemplar del día. Preocupado por acabar con el fajo, no se ha dado cuenta del leve empujón que acaba de proporcionar al caballero que estaba dispuesto a abordar; y que, ahora, por una minúscula causalidad de la vida, ha extraviado el boleto.

La señorita de vestido amplio da un paso adelante y el pequeño pedazo de papel queda oculto bajo su enorme falda. No lo ha hecho a propósito, ni siquiera se ha dado cuenta, pues permanece totalmente absorta, despi-diendo con el movimiento de su pañuelo a un pasajero quien, a juzgar por cómo le mira, debe tratarse de un ser muy querido. Este se asoma por la ventana para recibir la caricia a

distancia. Gesto de amor que le es entregado por la ola de un mar invisible, revuelto a cau-sa de las ondulaciones de aquel fino pedazo de tela; el mismo que enseguida acaba cum-pliendo un destino menos poético, en la pun-ta de la respingada nariz. Ella se enjuga las lágrimas intentando calmar el llanto entre so-llozos, al tiempo que se da la vuelta y provo-ca una nueva oleada invisible, arrastrando mar adentro el papelillo.

En la sala de espera algo cae al piso en cá-mara lenta, de modo casi ingrávido... y los tenues lamentos de la señorita de amplio ves-tido, pronto se ven opacados entre el cuchi-cheo de un grupo de señoras de elegantes sombreros que parlotean a su lado. Posible-mente mujeres de la alta sociedad a quienes sus maridos, ocupados gerentes de algún banco, en retribución de la ausencia, les han regalado un opulento viaje de vacaciones. Se ensalzan la una a la otra las prendas, mues-

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Crónicade un viajeEréndira Corona

La estación de ferrocarril – William Powell Frith (1862)

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tras de la mejor moda parisina, que llevan puestas. Apenas prestan atención a los infan-tes que las acompañan. Uno de los niños jue-ga dando brinquitos en el piso y la extraña fortuna dispone que el ticket acabe prendido a la suela de su lustroso zapato de charol. Con una mano toma a su madre que no para de hablar y con la otra, sujeta un hilo cuyo extremo le une del lado contrario, a un sim-pático globo. El pequeño brinca de nuevo. En su mente es un gigante que escala enor-mes montañas. El gigante trastabilla... y en el

intento de no perder el equilibrio, la manita se abre, el hilo resbala, una carita se aflige y el globo queda en repentina libertad.

Otra mano entra en escena estirándose para alcanzar al fugitivo que casi se escapa. El niño sonríe. El héroe, un vagabundo indigen-te que deambula por la estación, se agacha y devuelve el juguete a su dueño. Su madre lo jala, ambos se marchan y el boleto, que se ha desprendido del calzado, llega a su destino al quedar descubierto, frente a él, sobre el suelo que precede a la entrada del siguiente vagón.

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Crónicade un viaje

Eréndira CoronaVeracruz - México

Mención especial en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

Destino – Carlos Schwabe (1894)

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La luz del crepúsculo agonizaba lentamente del

otro lado del amplio y único ventanal como un enor-me resplandor monótono y sin color, enmarcado por las rígidas sombras de la sala.

Era una habitación alargada. El inevitable ascenso de la noche avanzaba desde el fondo donde el susu-rro de la voz de un hombre, interrumpido con entu-siasmo y con entusiasmo otra vez reanudado, parecía defenderse de respuestas dichas en voz baja y con infinita tristeza.

Por fin se dejaron de oír las respuestas. Los movi-mientos del hombre al levantarse pesadamente junto al profundo y oscuro sofá que contenía la sombría si-lueta de una mujer reclinada revelaron que se trataba de un hombre alto para aquel techo más bien bajo, y que iba vestido completamente de negro, salvo por el contraste brutal del cuello blanco bajo el perfil de la cabeza y la chispa débil e insignificante de algún botón cobrizo de su uniforme.

La observó un momento, con una quietud masculi-na y misteriosa, y luego se sentó en una silla a su lado. Sólo alcanzaba a ver el borroso óvalo de su cara dada la vuelta, y sus manos pálidas extendidas sobre el vestido negro, manos que un momento atrás se habían abandonado a sus besos y que ahora pare-cían extenuadas, como si estuvieran demasiado can-sadas para moverse.

No se atrevía a hacer ningún sonido, como cual-quier otro hombre se sentía reducido por las medio-cres necesidades de la existencia. Y como suele su-ceder, fue la mujer la que tuvo el coraje. Primero se escuchó la voz de ella, casi era la misma voz de siempre, aunque vibraba por sus emociones contra-dictorias.

—Dime algo —dijo.

La oscuridad escondió primero la sorpresa de él y luego su sonrisa, como si no le hubiera dicho recién todo lo que debía decirle ¡y por enésima vez!

—¿Qué puedo decirte? —le preguntó con admira-ble seguridad. Estaba empezando a sentirse agrade-

cido con ella por ese tono definitivo en su voz que aliviaba tanto la presión.

—¿Por qué no me cuentas un cuento?

—¡Un cuento! —realmente estaba sorprendido.

—Sí, por qué no.

Aquellas palabras salieron con cierta vanidad, eran un indicio de la voluntad de la mujer amada que se comportaba caprichosamente sólo porque su volun-tad era un mandato a veces vergonzante pero siem-pre difícil de evitar.

—Por qué no —repitió él con un tono ligeramente burlón, como si ella le hubiera pedido que le entre-gara la luna. Pero ahora le enfadaba un poco esa agi-lidad femenina para desembarazarse de un senti-miento como si se tratara de un espléndido vestido.

Escuchó que ella le decía un poco insegura, con una especie de entonación agitada que le recordaba de pronto al vuelo de una mariposa:

—En una época solías contar muy bien esas histo-rias tuyas, tan sencillas y… profesionales, o al me-nos lo hacías lo bastante bien como para conseguir mi atención. Tenías… tenías una especie de arte en-tonces, antes de la guerra.

—¿En serio? —preguntó con una tristeza involun-taria—. Pero ya sabes que la guerra sigue aún —continuó con una voz tan apagada y uniforme que ella sintió un leve escalofrío en los hombros. Pero insistió, porque no hay nada más inquebrantable en el mundo que el capricho de una mujer.

—Podría ser un cuento sobre otro mundo —agregó.

—¿Quieres un cuento sobre el otro mundo, sobre el más allá? —preguntó él sorprendido—. Tal vez deberías pedírselo a los que ya están allí.

—No, no me refiero a eso. Me refiero a otro mun-do, a algún otro mundo. En el universo… no en el cielo.

—Menos mal… pero sólo tengo cinco días de per-miso.

—Lo sé. Yo también me he tomado cinco días de…

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El cuentoJoseph Conrad

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de mis deberes.

—Me gusta esa palabra.

—¿Cuál?

—Deber.

—A veces es horrible.

—Bueno, eso es porque crees que es una palabra limitada, pero no lo es. Contiene toda un infinitud, por eso…

—¿Y esa jerga?

Él ignoró la despreciativa interrupción.

—Un perdón infinito, por ejemplo, pero en cuanto a ese otro mundo, ¿quién va a ir a buscarlo y a resca-tar los cuentos que contiene?

—Tú —dijo ella con una afirmación dulce, extra-ña, casi dura.

Desde su silla él hizo un vago movimiento de

asentimiento, cuya ironía no podían ocultar ni todas las sombras juntas.

—Como tú quieras. En ese mundo, entonces, había una vez un Oficial al mando y un Nórdico. Debes pensarlos con mayúsculas porque no tenían otros nombres. Era un mundo lleno de mares, continentes e islas…

—Como la Tierra —susurró ella con amargura.

—Así es. ¿Qué otra cosa se puede esperar al enviar a un hombre hecho de nuestra misma, atormentada y vulgar arcilla a un viaje de descubrimiento? ¿Qué otra cosa podría encontrar? ¿Qué otra cosa podrías entender tú o qué otra cosa podría interesarte o de qué otra cosa podrías siquiera intuir la existencia? Pero hay humor en la historia. Y sacrificio.

—Igual que siempre… Igual que en la Tierra —murmuró.

—Igual que siempre. Y como sólo puedo percibir del universo aquello que está profundamente arrai-gado en las fibras de mi ser, en esta historia habrá también amor, pero no hablemos de eso.

—No, no hablemos de eso —dijo ella en un tono neutral que escondía muy bien su alivio… o su de-cepción. Después de una pausa, agregó—: Que sea una comedia.

—Bueno… —Él también hizo una pausa—. De al-guna manera lo es, pero una más bien triste. Será un cuento humano y, como sabes, la comedia es sobre todo una cuestión de perspectiva, pero no es una his-toria estridente. Sus largos cañones están silencia-dos, como los de los telescopios.

—¡Ah, entonces habrá armas! ¿Puedo preguntar dónde?

—A flote. Supongo que recuerdas que hablábamos de un mundo en el que había mares. Allí se estaba luchando una guerra. ¡Era un mundo de lo más di-vertido!, aunque también terrible. La guerra se desa-rrollaba en tierra firme, sobre el mar, debajo del agua, en el aire e incluso bajo el suelo, y muchos de los jóvenes que peleaban solían decirse, sobre todo cuando estaban en la sala de oficiales o en los come-dores (y te pido disculpas por lo soez de mi vocabu-

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El cuento

Portada del número de “The Strand magazine” que publicó “El cuento”, de Conrad. Tuvo un

tiraje de medio millón de ejemplares.

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lario): «No es más que una guerra de mierda, pero al menos es mejor que no tener ninguna». Suena un tanto frívolo, ¿no?

Le llegó desde el fondo del sofá un suspiro nervio-so, impaciente.

—Pero a pesar de eso hay más en esta historia de lo que parece a simple vista. Quiero decir, más sabi-duría. La frivolidad, al igual que la comedia, no es más que una cuestión de perspectiva. Es cierto que no era un mundo demasiado sabio, pero había en él cierta lucidez común. Aunque esa lucidez era utiliza-da sobre todo por los neutrales de distintas maneras, públicas y privadas, que debían ser controladas por mentes más agudas y con la vista realmente afilada. Ellos mismos debían ser muy astutos, te lo aseguro.

—Me lo puedo imaginar —dijo ella, despreciativa.

—¿Hay algo en el mundo que no puedas imaginar? —contestó con sobriedad—. Es como si llevaras el mundo entero dentro de ti, pero volvamos a nuestro Oficial al mando que, por supuesto, dirigía algún tipo de barco. Puede que mis cuentos hayan sido siempre profesionales (como has comentado antes), pero jamás han sido técnicos, así que sólo te diré que aquel barco había sido antes uno de esos barcos or-namentales, llenos de arrogancia, elegancia y lujos. ¡Antes! Ahora tenía el mismo aspecto que una mujer bonita a la que de pronto hubieran puesto un traje de arpillera y un cinturón con revólveres. Aun así se desplazaba con ligereza, con agilidad, era un barco muy bueno.

—¿Eso era lo que opinaba el Oficial al mando? —dijo la voz desde el sofá.

—Así es. Con aquel barco solían enviarle a ciertas costas para ver… lo que pudiera ver. Nada más que eso. A veces conseguía cierta información preliminar que le ayudaba, pero otras no. En realidad daba igual, en serio. Era una información tan inútil como transmitir la ubicación o los propósitos de una nube o de un fantasma que adopta una forma ahora y lue-go otra y que es imposible de encontrar.

»Sucedió durante los primeros años de la guerra. Lo que más impresionaba al principio al Oficial era aquella inalterable superficie del agua que tenía una

forma conocida, ni más amigable ni más hostil. En los días buenos el sol esparcía su brillo sobre la su-perficie azul. A cierta distancia, aquí y allá, caía una pacífica nube de humo y era imposible pensar que la línea clara y familiar del horizonte trazara en reali-dad el límite de una gran emboscada.

»Sí, era imposible pensar eso hasta que un día de repente se veía un barco que no era el suyo (tampoco es que resulte esto tan impresionante), sino algún otro barco con su propia tripulación, volar por los ai-res y hundirse casi antes de que uno pudiera com-prender qué había pasado. Entonces uno empieza a creer y se esfuerza por ver… lo que pueda ver. Y si-gue así pero con la certeza de que algún día uno mis-mo morirá a causa de algo que no ha llegado a ver. Al final se termina envidiando a los soldados que se limpian el sudor y la sangre de la cara, cuentan cuán-tos enemigos han matado y observan el campo de batalla devastado, la tierra desgarrada que parece su-frir y sangrar con ellos. Uno los envidia, de verdad. Envidia la brutalidad que hay en el fondo de todo eso, el sabor de una pasión tan primitiva, la honesti-dad feroz de un golpe dado con la propia mano, el roce directo y la respuesta inmediata. Porque el mar no da nada de este punto, todo lo contrario, disimula como si no pasara nada.

Ella le interrumpió, un poco excitada.

—Claro. Sinceridad, honestidad, pasión… las tres palabras de tu evangelio. ¡Pero yo no las conozco!

—¿Cómo que no? ¿Acaso no nos pertenecen, no son aquello en lo que creemos? —preguntó él ansio-so y sin esperar una respuesta, continuó—: Eso sen-tía el Oficial. Cuando la noche avanzaba sobre el mar, ocultando lo que parecía la hipocresía de un viejo amigo, le parecía un alivio. A veces revela cir-cunstancias tan odiosas para uno como la propia fal-sedad. La noche es lo mejor.

»Por la noche, el Oficial podía dejar volar sus pen-samientos —no te diré hacia dónde. Digamos que hacia algún sitio en el que no había más opción que la verdad o la muerte. Pero el mal tiempo en cambio, si bien puede llegar también a provocar una ceguera, no conlleva jamás el alivio. La niebla es engañosa, el fulgor muerto de la bruma es irritante, como si uno

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El cuento

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estuviera obligado a ver.

»Cierto plomizo y desagradable día el barco nave-gaba a vapor frente a una peligrosa costa de rocas que se destacaba oscuramente como un dibujo de tinta china sobre papel plateado. De inmediato, el se-gundo de a bordo habló con el Oficial, le dijo que creía haber visto algo sobre el agua, mar adentro. Tal vez los pequeños restos de un naufragio.

»—Aunque se supone que por aquí no hay restos de naufragios, señor —añadió.

»—Así es —dijo el Oficial—. Según los informes, los últimos naufragios se hundieron muy lejos, hacia el oeste, aunque nunca se sabe. Pueden haberse hun-dido otros barcos y como no ha habido supervivien-tes, aún no han sido ni vistos ni reconocidos.

»Así comenzó todo. El curso del barco se modificó para pasar cerca del objeto, ya que era necesario sa-ber con qué tipo de cosas se podían encontrar. Pasa-ron cerca pero sin rozarlo, ya que no era recomenda-ble entrar en contacto con objetos que anduvieran a la deriva por ahí. Había que acercarse pero jamás de-tenerse, ni siquiera disminuir mucho la velocidad, no era prudente quedarse merodeando, ni siquiera un instante. Debo aclarar ahora mismo que el objeto no era peligroso en sí mismo. No tiene sentido descri-birlo. No era nada más visible que, por ejemplo, un barril de alguna forma o color particular, pero aun así llamaba la atención.

»El propio movimiento suave de la pieza la levan-tó por un instante, como para que pudieran verla más de cerca, y después el barco siguió su curso y la dejó atrás con indiferencia mientras veinte pares de ojos en la cubierta la miraban fijamente por todos lados tratando de ver… lo que pudieran ver.

»El Oficial y su segundo discutieron el asunto con sensatez. Les parecía que no se trataba tanto de una prueba de la sagacidad sino de la intención de algu-nos neutrales que al parecer, mediante ese tipo de ac-tividades, a veces reabastecían a algunos submarinos que andaban por ahí. O al menos ésa era la creencia general, no se sabía con certeza. Había indicios en aquella época que parecían indicar que se trataba de eso. El objeto, visto de cerca y dejado atrás con apa-

rente indiferencia, no dejaba dudas de que algo así había sucedido en algún lugar de la zona.

»El objeto era más que sospechoso. Pero el hecho de que hubiera sido abandonado como evidencia sembraba otras dudas. ¿Era el resultado de algún propósito diabólico y profundo? Todas las especula-ciones en ese sentido se volvieron inútiles de inme-diato. Al final los dos oficiales llegaron a la conclu-sión de que lo más probable era que hubiera sido abandonado allí por accidente, por alguna complica-ción imprevista, como la repentina necesidad de huir urgentemente del sitio o algo parecido.

»La discusión había transcurrido con frases cortan-tes y pesadas, separadas por largos silencios pensati-vos. Durante todo el tiempo, sus ojos vagaban por el horizonte en un constante y mecánico esfuerzo por mantener la vigilancia. El más joven resumió con gravedad:

»—Bueno, es una evidencia, así de sencillo. Es

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El cuento

Joseph Conrad a los 46 años (1904)

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una prueba de lo que ya estábamos bastante seguros antes. Y está a la vista, además.

»—Esto sí que nos viene bien —replicó el Oficial—, los destacamentos están a kilómetros de distancia, el submarino (sólo el diablo sabe dónde se encuentra) está listo para matar y el noble neutral se nos escapa hacia el este. ¡Listo para seguir mintiendo!

»El segundo de a bordo se río un poco de aquel tono pero supuso que a los neutrales no les iba a ha-cer falta mentir demasiado. Los tipos así se sentían bastante a salvo, a menos que les cazaran con las manos en la masa. Podían darse el lujo de soltar unas risitas. Tal vez aquel tipo estaba incluso riéndose a solas en ese instante. Puede que hubiera hecho esa jugada antes sin importarle la evidencia que dejaba a sus espaldas. Además, era un juego en el que la ex-periencia le volvía a uno astuto y exitoso.

»Y volvió a reírse, pero al Oficial le revolvía el es-tómago la delincuencia clandestina de aquellos mé-todos y la atroz insensibilidad de las tramas que pa-recían contaminar la fuente última de los sentimien-tos más profundos y las actividades más nobles de los hombres; parecía corromper la imaginación que erigía los pensamientos más importantes de la vida y la muerte. Sufría…

La voz desde el sofá interrumpió al narrador.

—¡Qué bien le comprendo en eso!

Él se inclinó un poco hacia delante.

—Sí, también yo. En el amor y en la guerra todo debería ser claro como el día, porque ambas partes representan un ideal que es demasiado fácil, terrible-mente fácil de degradar en pos de la Victoria.

Se detuvo, y enseguida continuó.

—No sé si el Oficial era capaz de analizar sus sen-timientos de una manera tan profunda pero sufría una especie de tristeza desencantada. Puede que in-cluso sospechara que se trataba de una tontería de su parte. Un hombre es varios hombres pero ya no ha-bía tiempo para tanta introspección porque sobre su barco se había extendido una cortina de niebla que venía del sudoeste. Grandes torbellinos de vapor so-brevolaban y se enredaban en el mástil y en la chi-menea, de pronto parecían a punto de derretirse.

Después desaparecieron. El barco quedó inmóvil, to-dos los sonidos se apagaron y la propia niebla se de-tuvo, pero fue aumentando en densidad como si se volviera cada vez más sólida en su increíble y muda quietud. Los hombres seguían en sus puestos pero ya no se veían entre sí. Las pisadas sonaban cautelosas, las voces extrañas, impersonales y remotas, se extin-guían sin eco. Una calma blanca y ciega se apoderó del mundo.

»Y parecía, además, que iba a durar días. No digo que la densidad de la niebla no variara, de vez en cuando se dispersaba misteriosamente, dejando a la vista una imagen más o menos fantasmal del barco. Varias veces la presencia de la costa se hundía ante sus ojos en el brillo cambiante y opaco de la enorme nube blanca que flotaba misteriosa sobre el agua.

»Aprovechando esos momentos habían acercado el barco a la orilla con cautela. No tenía sentido perma-necer en alta mar con mal tiempo. La tripulación ya conocía cada rincón y cada grieta de aquella costa y pensaban que lo mejor sería llevarlo hasta alguna de las calas. No se trataba de un amplio lugar, sino ape-nas un espacio lo bastante grande como para que un barco pudiera balancearse estando anclando. Allí es-tarían mejor hasta que la niebla se dispersara.

»Despacio, con infinito cuidado y paciencia se fue-ron acercando cada vez más, distinguiendo los acan-tilados apenas como la amenaza oscura y evanescen-te de un borde angosto en cuyo pie golpeaba furiosa la espuma. Cuando echaron el ancla la niebla era tan espesa que, a juzgar por lo que alcanzaban a ver, pa-recía que estaban a miles de kilómetros de la orilla en mar abierto, aun así podían sentir la protección de la tierra. Había cierta rareza en la quietud del aire. Podían oír, de una forma vaga e imprecisa, el mur-mullo del oleaje que golpeaba la tierra a su alrededor con misteriosas y repentinas pausas.

»Soltaron ancla, amarraron los cables. El Oficial bajó a su cabina, pero aún no llevaba mucho tiempo allí cuando una voz del otro lado de la puerta requi-rió su presencia en cubierta. Pensó: “¿Qué pasa aho-ra?”. Le fastidiaba que le volvieran a llamar para li-diar con aquella aburrida niebla.

»Descubrió que había vuelto a clarear un poco y

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El cuento

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que el día había tomado el tono plomizo de los oscu-ros acantilados sin forma ni contorno, pero que se mantenían firmes como una cortina de sombras alre-dedor del barco, excepto por una única mancha bri-llante que era la entrada desde el mar abierto. Varios oficiales miraban hacia allí desde el puente. El se-gundo al mando se le acercó y le dijo, sin aliento y susurrando, que había otro barco en la cala.

»Lo acababan de descubrir varios pares de ojos. Estaba anclado muy cerca de la entrada, era apenas una mancha imprecisa en el resplandor de la niebla. El Oficial lo distinguió por fin cuando miró en la di-rección que le señalaban aquellas ansiosas manos. Indudablemente había allí algún tipo de embarca-ción.

»—Es un milagro que no hayamos chocado contra él al entrar —comentó el segundo de a bordo.

»—Envíe un bote antes de que desaparezca —dijo el Oficial. Suponía que se trataba de un barco coste-ro, no podía ser otra cosa, pero de pronto le asaltó una idea distinta—. De verdad ha sido un milagro que no chocáramos —le dijo al segundo de a bordo, que había regresado tras enviar el bote.

»A esa altura los dos estaban sorprendidos de que la embarcación que habían descubierto no se hubiera

manifestado tocando la campana.

»—Es cierto que entramos en silencio —concluyó el más joven—, pero al menos tuvieron que oír a nuestro sondeador. Pasamos a menos de cincuenta metros. ¡Al ras! Por lo menos nos habrán visto, ya que sabían que algo entraba, aunque lo más extraño es que no hayamos oído ningún ruido de ese barco. Los de cubierta han tenido que estar conteniendo el aliento.

»—Sí, ya lo creo —dijo pensativo el Oficial.

»A su debido tiempo regresó el bote, apareció de pronto al costado como si no le hubiese resultado sencillo encontrar su camino en medio de la niebla. El marino a cargo subió a informar pero el Oficial no le dio tiempo a comenzar. Gritó a la distancia:

»—Un barco costero, ¿verdad?

»—No, señor. Un barco extranjero, neutral —fue la respuesta.

»—¡No! ¿De verdad? Cuéntenos más. ¿Qué hace aquí?

»El joven explicó entonces que le habían contado una larga y complicada historia relacionada con pro-blemas en la maquinaria, creíble desde un punto de vista estrictamente profesional porque no le faltaban

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El cuento

Conrad con su sobrina (y traductora al Polaco de casi toda su obra), Aniela Zagórska (1914)

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los elementos de siempre: un desperfecto, una deriva peligrosa a lo largo de la costa, mal tiempo durante días, el temor de una tormenta, y finalmente, la deci-sión de anclar en cualquier lugar, etcétera. Todo pa-recía bastante probable.

»—¿Y las máquinas siguen sin funcionar? —pre-guntó el Oficial.

»—Sí, señor. Tienen un motor a vapor.

»El Oficial se llevó aparte al segundo de a bordo.

»—¡Dios mío! —dijo—. ¡Tenía razón! Contuvie-ron el aliento cuando pasamos a su lado. ¡Estaban conteniendo el aliento!

»Pero ahora el segundo de a bordo tenía sus dudas.

»—Se sabe que una niebla así es capaz de amorti-guar los pequeños sonidos —remarcó—. ¿Para qué iban a contener el aliento después de todo?

»—Para escapar sin que nos diéramos cuenta —contestó el Oficial.

»—¿Pero entonces por qué no se han ido? Podrían haberlo hecho, ya sabe. Tal vez nos habríamos dado cuenta, supongo que no hubieran podido desamarrar sin que oyéramos algún sonido, pero en un minuto habrían podido salir de nuestro campo visual. Se ha-brían podido marchar sin que tuviéramos una ima-gen clara de su embarcación, pero no lo han hecho.

»Se miraron. El Oficial negó con la cabeza. Sospe-chas como las que tenía ahora no eran fáciles de de-fender. Ni siquiera se animó a pronunciarlas abierta-mente. El encargado del bote terminó su informe, dijo que el cargamento del barco era inofensivo, mercancías prácticas. Se dirigían a un puerto inglés. Tenían los papeles y todo lo demás en orden. No ha-bía detectado nada sospechoso.

»Luego, al referirse a los hombres, dijo que la tri-pulación era de lo más convencional, mecánicos con un exitoso pasado reparando motores. El primer ofi-cial era un tipo arisco y el capitán un nórdico genuino, educado aunque al parecer había estado bebiendo. Daba la impresión de que se estaba recuperando de una borrachera.

»—Le dije que no podía darle permiso para salir. Dijo que no se atrevería a mover su barco ni un cen-

tímetro con un tiempo como éste, con mi permiso o sin mi permiso. Igual he dejado a uno de los nuestros a bordo.

»—Bien hecho.

»El Oficial, tras reflexionar un poco más sobre sus sospechas, volvió a llamar aparte al segundo.

»—¿Y si fuera el mismo barco que ha estado apro-visionando a algún submarino infernal? —dijo en voz baja.

»El otro se asustó. Luego dijo con convicción:

»—Se saldrían con la suya, señor. Usted no podría probar nada.

»—Quiero verlo con mis propios ojos.

»—Según el informe que acabamos de oír, me temo que no podría ni siquiera armar una acusación razonable, señor.

»—Iré de todas formas.

»Lo había decidido. La curiosidad es la fuerza mo-triz del amor y del odio. ¿Qué esperaba encontrar? No podría decirlo, ni siquiera él mismo lo sabía.

»Lo que esperaba encontrar en realidad era una es-pecie de atmósfera, la atmósfera de una traición gra-tuita que en su opinión nada podía justificar, porque pensaba que ni siquiera servía como excusa el entu-siasmo por la maldad. ¿Pero iba a ser capaz de de-tectarla? ¿De olfatearla? ¿Iba a ser capaz de percibir los misteriosos mensajes capaces de convertir su in-quebrantable sospecha en una certeza lo bastante fuerte como para realizar una maniobra a pesar de los riesgos?

»El capitán le recibió en la cubierta de la popa, al-zándose amenazador, rodeado de aquella niebla y entre las formas borrosas del equipamiento típico de un barco. Era un nórdico robusto, con barba y en la plenitud de vida. Llevaba un gorro redondo de cuero ajustado a la cabeza. Las manos las tenía metidas a presión en los bolsillos de la chaqueta corta de cuero y las mantuvo ahí todo el tiempo, mientras le expli-caba que en alta mar vivía en el cuarto de mapas. Le llevó hasta allí dando pasos largos y despreocupa-dos. Justo antes de llegar a la puerta bajo el puente se tambaleó un poco, se recuperó, la abrió de un gol-

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El cuento

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pe y se puso a un lado, apoyando un hombro casi in-voluntariamente contra el frente de la sala. Miró va-gamente aquel interior lleno de niebla y a continua-ción siguió al Oficial, cerró la puerta con fuerza, en-cendió la luz eléctrica de un golpe y se apresuró a meter de nuevo las manos en los bolsillos como si tuviera miedo de que alguien se las quisiera agarrar, ya fuera en un gesto amigable u hostil.

»La habitación era calurosa, parecía cargada. El tradicional estante elevado en el que se guardan los mapas estaba lleno, y la hoja de ruta sobre la mesa se mantenía desenrollada gracias a una taza vacía so-bre un pequeño plato en el que se había derramado algún líquido oscuro. Un bizcocho apenas mordis-queado reposaba en la tapa del cronómetro. Había dos sillones pero uno había sido transformado en una cama con una almohada y algunas mantas que ahora estaban revueltas. El Nórdico se dejó caer ahí, con las manos aún en los bolsillos.

»—Pues aquí estamos —dijo con un aire curioso, como si se hubiera sorprendido al oír su propia voz.

»El Oficial observó desde el otro sillón la atractiva y sonrojada cara del Nórdico. Algunas gotas de nie-bla colgaban de la barba y el bigote. Las cejas, mu-cho más oscuras, se unían en un ceño de desconcier-to. De golpe, se puso en pie.

»—Lo que quiero decir es que no sé dónde esta-mos. Lo cierto es que no lo sé —gritó muy serio—. ¡Que nos cuelguen si miento! No sé cómo he dado la vuelta. La niebla lleva una semana persiguiéndonos, más de una semana, y luego se averiaron las máqui-nas. Le contaré cómo sucedió.

»Estalló en una gran locuacidad. No hablaba sin prisa pero tampoco sin pausa. A pesar de todo, su discurso no parecía constante. Se detenía en pausas raras, pensativas. Cada pausa duraba apenas un par de segundos, pero tenía la profundidad de una refle-xión interminable. Cuando volvía a comenzar nada revelaba en él ni la más mínima conciencia de aque-llos intervalos. Seguía con la misma mirada fija, el mismo tono invariable de seriedad. No se daba cuen-ta. De hecho, en varias ocasiones aquellas pausas su-cedieron en mitad de una frase.

»El Oficial escuchó la historia. Le pareció más ve-rosímil que la simple verdad, pero eso tal vez era un prejuicio. Durante todo el tiempo que habló el Nór-dico, el Oficial estuvo atento a una voz interior, un murmullo grave que salía de lo más profundo de su ser y le contaba otra historia, como si deseara mante-ner viva su indignación y su ira frente a la vil ambi-ción o la llana perspectiva que a menudo se encuen-tra en el origen de las ideas más simples.

»Era la misma historia que le había contado al en-cargado del bote una hora antes. El Oficial asentía levemente al Nórdico de vez en cuando. Al fin ter-minó y miró hacia otro lado. Después agregó, como una idea tardía:

»—¿No es todo esto suficiente como para enloque-cer a un hombre? Además es mi primer viaje por esta zona y el barco es mío. Su oficial ha visto los papeles. No es un gran barco, como se habrá dado cuenta, apenas un viejo carguero, pero alcanza para alimentar a mi familia.

»Levantó su enorme brazo para señalar una hilera de fotografías pegadas a la mampara. Fue un movi-

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El cuento

Carta de Conrad a su editor (1921)

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miento pesado, como si el brazo fuera de plomo. El Oficial añadió sin ningún cuidado:

»—Debe de estar haciendo una fortuna para su fa-milia con esta vieja embarcación.

»—Lo haré, si no la pierdo —dijo el Nórdico con pesimismo.

»—Una fortuna gracias a la guerra, quiero decir —agregó el Oficial.

»El Nórdico le miró de una manera curiosa, como si no le viera, pero, al mismo tiempo, con interés, como sólo unos ojos de un tono azul muy particular pueden mirar.

»—Pero eso no le enfurecería, ¿verdad? —dijo—. Usted también es un caballero. Nosotros no tenemos la culpa de esta guerra y suponga que nos sentamos a llorar: ¿de qué nos serviría? Dejemos el llanto a quienes tienen la culpa —concluyó enérgico—. El tiempo es dinero, suelen decir ustedes. Bueno, este tiempo también es dinero. ¿No le parece?

»El Oficial intentó disimular su inmenso desagra-do. Se dijo que era poco razonable. Los hombres eran así, caníbales que se alimentaban de las desgra-cias ajenas. Respondió en voz alta:

»—Ha dejado perfectamente claro por qué se en-cuentra aquí. Su bitácora lo confirma puntillosamen-te. Aunque, como es lógico, una bitácora puede ser manipulada. No hay nada más fácil.

»El Nórdico no movió ni un solo músculo. Miraba el suelo, como si no le hubiera oído. Después de un rato levantó la cabeza.

»—Pero usted no puede sospechar nada de mí —murmuró, apático.

»El Oficial dudó: “¿Por qué me dice esto?”.

»Inmediatamente después agregó:

»—Mi cargamento se dirige a un puerto inglés.

»Su voz sonó más ronca. El Oficial pensó: “Es cierto, puede que no haya nada oculto. No puedo sospechar de él. Pero… ¿por qué estaba con el motor levantado en esta niebla? ¿Y por qué, cuando nos oyó entrar, no hizo alguna señal? ¿Por qué? ¿Acaso puede haber otro motivo aparte de la culpa? Podría

haberse dado cuenta por los sondeadores de que so-mos un barco de guerra”.

»“Sí… ¿por qué?”, seguía pensando el Oficial. “Supongamos que se lo pregunto y estudio sus ges-tos, en algún momento se delatará. Está clarísimo que ha estado bebiendo. Sí, ha estado bebiendo, pero debe tener una mentira preparada para cada pregun-ta”. El Oficial era uno de esos hombres que se ponen incómodos, moral y casi físicamente, de sólo pensar que tienen que descubrir una mentira. Se retrajo ante esa posibilidad con indignación y desprecio, unos sentimientos imbatibles por ser más temperamenta-les que morales.

»En vez de hacerlo salió a cubierta e hizo reunir formalmente a la tripulación para una inspección. Encontró más o menos lo que podía esperar a partir del informe del encargado del bote, y por las res-puestas que le dieron no parecía haber ningún error en la bitácora.

»Les permitió marcharse. La impresión que tuvo de ellos fue la de un grupo bien escogido, se les había prometido un buen puñado de dinero a cada uno si todo salía bien y todos parecían un poco ansiosos pero no asustados. Ninguno parecía dar por terminada la función, no sentían que su vida estuviera en peli-gro. ¡Conocían demasiado bien Inglaterra y sus rutas!

»Se alarmó al descubrirse pensando así, como si sus remotas sospechas se estuvieran convirtiendo ya en una certeza y es que, de hecho, no había ni la me-nor lógica en sus deducciones. No parecía haber nada que descubrir.

»Regresó a la sala de mapas. El Nórdico se había quedado merodeando por allí y algo sutilmente dife-rente en sus modales, una mirada más atrevida en sus ojos azules y vidriosos, hizo creer al Oficial que el tipo había aprovechado la oportunidad para tomar otro sorbo de alguna botella que debía tener escondi-da por ahí.

»Se dio cuenta, además, de que al mirarle a los ojos el Nórdico había adoptado una elaborada expre-sión de sorpresa. No habría sido capaz de explicarlo, pero en ese instante el inglés sintió, con una convic-ción sorprendente, que se estaba enfrentando a una gran mentira, sólida como un muro, cuyo espantoso

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El cuento

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rostro malvado parecía espiarlo por encima con una sonrisa cínica y sin dejarle ningún camino alternati-vo hacia la verdad.

»—Supongo —empezó de pronto— que se debe de estar preguntando por qué procedo de esta mane-ra si no lo he detenido, ¿no es así? Además, usted ha dicho que no se atrevería a salir con esta niebla.

»—No sé dónde me encuentro —dijo el Nórdico seriamente—, de verdad no lo sé.

»Echó una mirada alrededor como si las cosas en la sala de mapas le resultaran extrañas. El Oficial le preguntó si no había visto algún objeto extraño flo-tando a la deriva cuando estaba en alta mar.

»—¿Algún objeto? ¿Qué tipo de objeto? Hemos estado navegando a tientas bajo la niebla desde hace días.

»—Pero también hubo algunos intervalos de cielo abierto —dijo el Oficial—. Voy a contarle lo que he-mos visto y las conclusiones a las que hemos llegado.

»Se lo contó en pocas palabras y percibió el sonido

de una respiración aguda y contenida entre los dien-tes del otro. El Nórdico permaneció absolutamente mudo e inmóvil, con las manos apoyadas sobre la mesa. Parecía atónito. Luego esbozó una sonrisa es-túpida, o al menos eso le pareció al Oficial. ¿Signifi-caba algo todo aquello o no tenía ni la menor impor-tancia? No sabía, no lo tenía claro. La verdad se ha-bía alejado del mundo como obligada, empujada por la monstruosa maldad de la que aquel hombre era —o no era— culpable.

»—Un disparo no es alternativa para la gente que concibe la neutralidad —remarcó el Oficial luego de un silencio.

»—Sí, sí, por supuesto —afirmó el Nórdico apre-surado pero a continuación, inesperadamente y con un tono suave, agregó—: Es posible.

»¿Fingía estar borracho o, por el contrario, intenta-ba parecer sobrio? La mirada era fija pero también vidriosa. El contorno de los labios bajo el bigote era firme pero se movía con nerviosismo. ¿O no? ¿Por qué se inclinaba hacia abajo?

»—No hay ningún es posible en todo esto —dijo el Oficial con severidad.

»El Nórdico se enderezó y, de pronto, se mostró más duro.

»—No. ¿Pero qué hay de los que sucumben a la tentación? Lo mejor sería matarlos a todos. Debe de haber cuatro, cinco o seis millones —dijo con tono apagado, pero de inmediato cambió a una actitud más quejumbrosa—. Aunque mejor me callo la boca. Usted ya sospecha de algo.

»—No, no sospecho de nada —declaró el Oficial.

»No titubeó. A aquella altura ya sólo tenía certezas. El aire en la sala de mapas estaba cargado por la cul-pa y la falsedad que revelaba el descubrimiento y que desafiaban a la más simple y común decencia, a todo sentimiento de humanidad, a toda reserva en la conducta.

»El Nórdico suspiró.

»—En fin, nosotros sabemos que ustedes los ingle-ses son unos caballeros, pero hablemos con franque-za. ¿Por qué razón deberíamos quererles tanto? No

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En la portada del 6to número de Time (1923)

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han hecho nada para que les queramos. Tampoco apoyamos a los otros, por supuesto, tampoco ellos han hecho nada para ganárselo. Un tipo se acerca con una bolsa llena de oro… Le aclaro que no he pi-sado Rotterdam en mi último viaje.

»—En ese caso tal vez tenga algo interesante que contarnos, cuando llegue al puerto —interrumpió el Oficial.

»—Tal vez lo tenga. Pero ustedes tienen gente con-tratada en Rotterdam, dejemos que sean ellos quienes hagan esos informes. Yo soy neutral. ¿Ha visto alguna vez a un hombre pobre de un lado y una bolsa llena de oro del otro? A mí no han podido tentarme, no ten-go las agallas para eso. De verdad, no las tengo. No es lo mío. Estoy hablándole con franqueza.

»—Sí, y yo le estoy escuchando —contestó con calma el Oficial.

»El Nórdico se inclinó sobre la mesa.

»—Ahora que sé que ya no sospecha nada, le cuento. Usted no sabe lo que es un hombre pobre. Yo lo sé porque yo mismo soy pobre. Este viejo barco no es suficiente y encima está hipotecado, apenas me alcanza para vivir, nada más. Es evidente que yo no tengo agallas. ¡Pero un hombre valiente! Imagínese. Las cosas que lleva en su barco tienen el aspecto de una carga habitual (paquetes, barriles, latas, tubos de cobre). No sabe para qué sirven, no son reales para él. Lo único que ve es el oro, eso sí es real. Por su-puesto, a mí no podrían convencerme con nada. Su-fro una enfermedad y enloquecería por la ansiedad o… me daría a la bebida. Es un riesgo demasiado alto para mí. Qué diablos, ¡sería la ruina!

»—Sería la muerte.

»Tras aquella aclaración que el otro recibió con una dura mirada combinada extrañamente con una sonrisa incierta, el Oficial se puso de pie. Su asco iba en au-mento en aquella atmósfera de siniestra complicidad que le rodeaba, a cada minuto más densa, más impe-netrable, más agria que la niebla del exterior.

»—Para mí no es nada —murmuró el Nórdico mientras se tambaleaba notoriamente.

»—Por supuesto que no —asintió el Oficial, ha-

ciendo un gran esfuerzo para mantener la voz calma y baja. La certeza en su interior era más fuerte—. Pero me voy a encargar de limpiar de una vez estas costas de gente como usted, y voy a empezar ahora mismo. Deberá usted partir en media hora.

»A aquella altura el Oficial caminaba por la cubier-ta con el Nórdico a su lado.

»—¿Qué? ¿Con esta niebla? —gritó con voz ronca.

»—Sí, deberán zarpar con esta niebla.

»—¡Pero si ni siquiera sé dónde estamos! De ver-dad no lo sé.

»El Oficial se dio la vuelta poseído por una especie de furia. Los ojos de los dos hombres se encontra-ron. Los del Nórdico expresaban un asombro pro-fundo.

»—Ah, no sabe cómo salir —el Oficial hablaba sin perder la compostura pero el corazón le latía con fu-ria y temor—. En ese caso yo le enseñaré el rumbo. Dirija el barco al sureste durante aproximadamente cuatro kilómetros y allí podrá tirar hacia el este, en-contrará el puerto que busca. El tiempo no tardará en mejorar.

»—¿Debo hacerlo? ¿Quién me obliga? No tengo agallas para…

»—Y aun así debe irse. A menos que quiera…

»—No, no quiero —resopló el Nórdico—. Ya he tenido suficiente.

»El Oficial se alejó por el lateral. El Nórdico per-maneció inmóvil como si hubiera echado raíces en cubierta. Antes de que el bote llegara al barco el Ofi-cial escuchó que en el vapor comenzaban a levar an-clas. Poco después, sombrío en medio de la niebla, salía navegando hacia el rumbo indicado.

»—Así es —le dijo a sus oficiales— le he dejado partir.

El narrador se inclinó hacia aquel sofá donde nin-gún movimiento delataba la presencia de alguien vivo.

—Escucha lo que te voy a decir —añadió con vio-lencia—: El rumbo que le dio el Oficial llevó al Nór-dico directamente a una saliente de rocas mortal. Di-

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El cuento

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rigió el barco hasta allí, hizo que navegaran hasta allí y se hundieron. El Nórdico había dicho realmen-te la verdad: no sabía dónde estaba, aunque eso no prueba nada, en ningún sentido. Tal vez sea la única verdad en toda esta historia pero aun así… Es como si hubiera sido obligado apenas por una mirada ame-nazante, nada más.

Dejó de disimular llegado aquel punto.

—Yo le di ese rumbo. Me pareció que era la prue-ba más evidente. Creo… No, no lo creo, en realidad no lo sé. En ese momento estaba seguro. Todos se ahogaron. No sé si impuse una pena demasiado se-vera o si cometí asesinato. No sé si a los cadáveres

que ya contaminaban el lecho del insondable mar agregué un grupo de hombres completamente ino-centes o de despreciables culpables. No lo sé. Y nun-ca podré saberlo.

Se puso en pie. La mujer se levantó y le echó los brazos al cuello. Los ojos de ella le parecieron dos destellos en medio de la profunda oscuridad de la sala. Ella conocía la devoción de él por la verdad, cuánto lo horrorizaba la mentira, su humanidad.

—¡Oh, mi pobre, pobre…!

—Nunca podré saberlo —repitió con dureza, se se-paró, apretó las manos de ella contra sus labios y se marchó.

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El cuento

Joseph ConradBerdyczów (hoy, Ucrania), 1857-1938, Kent (Inglaterra)

Józef Teodor Konrad Korzeniowski, uno de los mejores escritores ingle-ses, nació en el Imperio Ruso, en la Polonia ocupada; en una ciudad que hoy está en Ucrania. (¿Cómo leer esto sin preguntarse qué es la Patria?). Fue, sobre todo, un aventurero, y acaso esa condición fue una necesidad, ya que pasó la mitad de su niñez en Siberia, donde fue desterrado su padre, Apollo Korzeniowski, poeta, dramaturgo y traductor, por sus actividades

políticas clandestinas. Huérfano a los doce, lo acogió su tío Thaddeus y, a los 17, se enroló como marinero en Marsella. Mantuvo siempre en secreto lo que vivió en los siguientes 4 años, aunque hubo rumores de ciertas cuestionables actividades en el Caribe, contrabando de armas y un intento de suicidio por cuestiones amorosas. En 1878, a los 21 años, huyendo del reclutamiento militar ruso, se trasladó a Inglaterra, donde siguió siendo marinero bajo el nombre Joseph Conrad.La vida de mar fue determinante para él: no solo lo convirtió en un agudo observador de la condición humana y la naturaleza, sino que el cambio impuesto en la navegación por la máquina de vapor en desmedro de la vela, anteponiendo criterios de puntualidad y eficiencia a la belleza, lo llevó a una pro-funda decepción respecto a los valores impuestos. Fue por eso, y por Jessie George, quien sería su esposa, que abandonó el oficio de marinero tras escribir, a los 37 años, su primera obra: la novela “La locura de Almayer” (1895). Pero escribir en inglés también fue una aventura: su lengua mater-na era el polaco; la segunda, el ruso; la tercera (como todo europeo culto de su época), el francés; y el inglés, la cuarta. Fue por su talento inconmensurable y la apasionada lectura de Shakespeare que, pese a hablar un inglés pobre, de marinero, con un marcado acento del este, escribió en un inglés “nuevo”, casi extraño; denso y nítido a la vez, que usa las palabras en acepciones inusuales, tan-gencialmente, permitiendo múltiples interpretaciones; un inglés rico en metáforas ambiguas que enriquecieron su obra y lo convirtieron en un escritor único (y esto no es una metáfora).“El cuento”, publicado en The Strand Magazine (1917) e incluido en su libro póstumo “Tales of Hersay” (“Cuentos de oídas”) (1925), es representativo de la obra de Conrad. La temática del mar se engalana aquí con la idea —expresada magistralmente— de que todos habitamos dos mundos, el exterior, solo aparente, y el interior, en el que se debaten las culpas y arrepentimientos. Es notable además el papel que le asigna a la literatura en la expiación de esas culpas: el narrador nos cuenta un relato de “otro mundo”, que se va entrelazando con este hasta que, al final, resulta ser una confesión.

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Surcando el Gran Canal, finalmente el carro na-

val alegórico por peces gondoleros tirado a Venecia llegó disfrazado. En cuanto aterrizó, me puse el anti-faz, el traje rombado, calcé las aletas volantes y me mezclé con la multitud. Estaba sobrevolando el Campanario para captar lo extraordinario de esta juerga con mi disfraz fotográfico. Tras haber captado la esencia carnavaleska que me alimenta, busqué un sitio para abrir la puerta interdimensional. De golpe, mi puntiagudo gorro sensorial estalló. Había acusado la presencia de una máscara fuera de lo normal…. era una guapísima chica que llevaba una careta apa-lomada y un gran tatuaje cadavérico en su cuerpo. Pero lo más raro era que cuanto más me le acercaba más su apariencia cambiaba… se parecía a una es-finge. Ahora la sambista paloma roja me seducía, ¿por qué sería?, la perseguía incansablemente, abriéndome paso por la mar de gente enmascarada, ¿dónde estaría?, entonces, gracias a mis poderes te-lepáticos, la descubrí… estaba en el Puente de los Suspiros suspirando… volé hacia ella, acto seguido

estaba besándola y pude darme cuenta de que su cuerpo no era virtual sino hueco, hecho de piedra, sus labios tenían un sabor metálico, quemado y áspe-ro que me absorbían el subidón carnavalesko. Le quité la máscara…. Mientras tanto, el dibujo espec-tral que había cobrado vida, asumía una figura cra-neal que proyectaba un mensaje tridimensional:

“Una adivinanza te voy a poner Todo tendrás que acertar

Tu alegría no quieres perderEste espíritu quieres ahuyentar…”

Sí, era Colombina Cuaresmal que el martes de Carnaval elige un bromista y le hace preguntas que solo un artista puede contestar correctamente pues si no, jamás volverá a disfrutar de esta fiesta.

—¿¡No sabes quién soy!? ¡Nada me podrás hacer hoy! Me llamo Arlequín Carnavalín, Antes me lla-maban Saturnalia, ahora me llaman también Carna-val. Soy la personificación carnavaleska que todo el universo imita…

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ArlequínCarnavalínSamir Karimo

Imagen de Catarina Raquel Teixeira© para el cómic “Arlequín Carnavalín”

Samir KarimoLisboa - Portugal

Finalista en el I y II Concurso OscarWilde de Cuento, organizados por:

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En el departamento de…, pero será mejor no

nombrarlo. No hay gente más susceptible que los funcionarios, oficiales, oficinistas y, en general, to-dos los servidores públicos. En los tiempos que co-rren, cada particular considera que si se toca a su persona se ofende al conjunto de la sociedad. Corre el rumor de que hace poco, un capitán de policía de no sé qué ciudad presentó un informe en el que expo-nía sin ambages que se estaba perdiendo el respeto a las leyes y que hasta su venerable título se pronun-ciaba sin ninguna consideración. Y como prueba ad-juntaba una voluminosísima obra de corte novelesco en la que, cada diez páginas, aparecía un capitán de policía, a veces en un estado de completa embria-guez. En resumidas cuentas, para evitar disgustos, designaremos el departamento en cuestión simple-mente como cierto departamento. Así pues, en cierto departamento trabajaba un funcionario. Era un hom-bre bastante ordinario, bajo de estatura, algo pi-cado de viruelas, con una tonalidad de pelo que ti-raba a pelirroja, un tanto corto de vista, con peque-ñas entradas en la frente, arrugas a lo largo de las mejillas y ese color de cara que suelen llamar he-morroidal… ¡Qué se le va a hacer! La culpa la tiene el clima petersburgués. En lo que respecta a su rango (pues entre noso-tros se debe empezar siempre por ese particu-lar), era lo que se llama un eterno consejero titu-lar, de los que han hecho befa y escarnio, como es bien sabido, numerosos escritores que tienen la loable costumbre de ensa-

ñarse con quienes no pueden defenderse. Se apelli-daba Bashmachkin, nombre que, como es evidente, proviene de bashmak, zapato; pero no se sabe cuándo, en qué momento y de qué forma se produjo esa deri-vación. El padre, el abuelo y hasta el cuñado, así como todos los Bashmachkin, sin excepción, habían llevado siempre botas, a las que mandaban poner medias suelas dos o tres veces al año. Se llamaba Akaki Akákievich. Es probable que el lector encuen-tre ese nombre un tanto extraño y rebuscado, pero puedo asegurar que no se lo pusieron aposta; fueron las mismas circunstancias las que hicieron imposible darle otro. Esto fue lo que sucedió: Akaki Akákievich nació, si no me falla la memoria, la noche del 22 al 23 de marzo. Su difunta madre, esposa de un funcio-nario y mujer de gran corazón, tomó las disposicio-nes oportunas para que su hijo fuera bautizado como era menester. Desde la cama en que guardaba repo-

so, situada enfrente de la puerta, convocó a su dies-tra al padrino, Iván Ivá-novich Yerohskin, hombre excelente, jefe de oficina en el Senado, y a la ma-drina, Arina Semiónovna Belobriúshkova, casada con un agente de policía y mujer de raras virtudes. Ambos dieron a elegir a la parturienta entre estos tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Jos-dasat. «De ninguna ma-nera —dijo la difunta—. Vaya unos nombres». Con intención de complacerla, abrieron el almanaque por otro lugar y leyeron estos otros tres nombres: Trifili, Dula y Barajasi. «¡Qué castigo! —farfulló la ma-dre—. ¡De dónde habrán salido esos nombres! ¡De verdad que no los he oído

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El CapoteNikolái Gógol

Copia F. Moller del retrato pintado por la madre de Gógol en Italia (1841). El original desapareció del museo de Poltava (Ucrania) en 1941, durante la

ocupación alemana.

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en mi vida! Baradat y Baruj todavía pueden pasar, pero ¡Trifili y Barajasi!». Volvieron otra página y se encontraron con Pavsikaji y Vajtisi. «Vaya, parece cosa del destino —dijo la madre—. En ese caso, será mejor que lleve el nombre de su padre. Si Akaki se llamaba el padre, Akaki se llamará el hijo». Esa es la razón de que le pusieran Akaki Akákievich. Bautiza-ron al niño, que se pasó la ceremonia llorando y ha-ciendo muecas, como si presintiera que un día sería consejero titular. En resumidas cuentas, así fue como sucedieron las cosas. Hemos sacado a colación esos detalles para que el lector se convenza de que todo lo dictó la necesidad y de que no habría sido posible darle otro nombre. Nadie recordaba cuándo y cómo entró en el departamento y quién lo había recomen-dado. Por más que cambiaran los directores y jefes de sección, él seguía en su puesto, en idéntica acti-tud, ocupado de sus mismas tareas de copista, de modo que, con el paso del tiempo, la gente llegó a

convencerse de que había venido al mundo de ese jaez, con uniforme y entradas en la frente.

En el departamento nadie le respetaba. Los orde-nanzas no solo no se levantaban a su paso, sino que le prestaban tan poca atención como al vuelo de una mosca. Sus superiores le trataban con frialdad des-pótica. Cualquier ayudante de jefe de despacho le arrojaba los papeles debajo de la nariz sin molestarse en decirle siquiera: «Cópielos» o «Aquí tiene un asunto de lo más interesante» o alguna otra fórmula de cortesía, como corresponde a empleados bien edu-cados. Sin fijarse en la persona que se los entregaba ni pararse a considerar si tenía derecho a encomen-darle esa tarea, Akaki Akákievich se quedaba miran-do un momento los papeles y a continuación se po-nía manos a la obra. Los funcionarios jóvenes se burlaban de él y hacían bromas a su costa, dando rienda suelta a su ingenio oficinesco. Contaban en su presencia distintas historias que le concernían; de-cían que su patrona, una anciana de setenta años, le pegaba; le preguntaban cuándo se casaría con ella y arrojaban sobre su cabeza trocitos de papel, afirman-do que eran copos de nieve. Pero Akaki Akákievich no decía ni palabra, como si delante de él no hubiera nadie. Ni siquiera conseguían distraerlo de sus ocu-paciones, hasta el punto de que, a pesar de todas esas molestias, no cometía ni un solo error. Solo cuando las bromas iban demasiado lejos, cuando le daban un golpe en el codo y le impedían proseguir con su labor, exclamaba: «¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?». Y había algo extraño en sus palabras y en el tono de voz con que las pronunciaba, algo que inducía a la compasión, de suerte que un joven que acababa de ingresar en el servicio y que, siguiendo el ejemplo de sus compañeros, se había permitido gastarle una broma, se detuvo de pronto, como petrificado. Desde entonces todo pareció mudar y cambiar de aspecto a su alrededor. Una fuerza sobrenatural le apartó de sus compañeros, a quienes había considerado perso-nas educadas y respetables. Y durante mucho tiem-po, en los momentos de mayor alegría, se le aparecía la imagen de ese pequeño funcionario, con entradas en la frente, y oía sus penetrantes palabras: «¡Dejad-me! ¿Por qué me ofendéis?», en las que resonaban estas otras: «¡Soy tu hermano!». Entonces, el desdi-

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El capote

Daguerrotipo de un retrato de Gógol (1880-6)

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chado joven se tapaba la cara con la mano. Y más de una vez, a lo largo de su vida, se estremeció al com-probar cuánta inhumanidad hay en el hombre, cuánta grosera ferocidad se oculta en los modales más refi-nados e irreprochables, incluso, ¡Dios mío!, en per-sonas con fama de honradas y nobles…

Resultaría difícil encontrar a otra persona tan ape-gada a su trabajo. Sería poco decir que atendía con celo sus obligaciones. No, lo hacía con amor. Esa la-bor de copia le ponía delante de los ojos un mundo fascinante y siempre distinto. En su rostro se refleja-ba el placer que experimentaba. Tenía algunas letras favoritas y, cuando se topaba con una de ellas, no ca-bía en sí de gozo: sonreía, parpadeaba y removía los labios como para ayudarse, de manera que casi podía leerse en su semblante cada letra que trazaba su plu-ma. Si hubieran recompensado su celo como corres-pondía, probablemente habría acabado convirtiéndo-se, para su propia sorpresa, en consejero de Estado. Pero, como decían los guasones de sus compañeros, en lugar de lucir una condecoración en el ojal, había acabado con hemorroides. En cualquier caso, sería exagerado decir que nadie había reparado en sus mé-ritos. Un director, hombre bondadoso, deseando pre-miarle por sus largos años de servicio, ordenó que le encomendasen alguna labor más importante que su acostumbrada tarea de copia. Se trataba de reelaborar un documento ya preparado y enviarlo a otro depar-tamento. Lo único que tenía que hacer era cambiar el encabezamiento y pasar algunos verbos de la primera a la tercera persona.

Pero le costó tanto trabajo que quedó empapado en sudor; al final, después de mucho enjugarse la fren-te, terminó diciendo: «No, es mejor que me den algo para copiar». Desde entonces no le encargaron otra cosa. Parecía como si, fuera de esa labor, no existiese nada para él en el mundo. No se preocupaba lo más mínimo de su indumentaria. Su uniforme ya no era verde, sino de una tonalidad entre rojiza y harinosa. Gastaba un cuello estrecho y bajo, de tal manera que el pescuezo, a pesar de que era corto, sobresalía y parecía inusitadamente largo, como el de esos gatos de escayola y cabeza flexible que portan por docenas esos pretendidos buhoneros extranjeros. Y siempre llevaba algo pegado a la levita, una brizna de heno o

una hilacha; además, tenía una habilidad especial para pasar por debajo de una ventana en el preciso instante en que arrojaban cualquier inmundicia; en suma, siempre lucía en el sombrero una cáscara de melón o de sandía o alguna otra porquería por el es-tilo. Ni una sola vez en su vida prestó atención al ajetreo diario de las calles, espectáculo que tanto atraía a sus jóvenes colegas, capaces de reparar, con su mirada penetrante y atrevida, en un transeúnte con la trabilla descosida, aunque fuera por la acera de enfrente, novedad que siempre acogían con una sonrisa maliciosa en los labios.

Pero suponiendo que Akaki Akákievich posara su vista en algún objeto, no veía más que los renglones escritos con su caligrafía precisa y regular; solo cuando un caballo le ponía de pronto el hocico en el hombro y le echaba una nube de vaho en la cara, se daba cuenta de que estaba en medio de la calle, no en mitad de una línea. Al llegar a casa, se sentaba en seguida a la mesa, engullía a toda prisa su sopa de

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El capote

Portada de Igor Grabar para la edición de“El capote” de 1890.

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col y una porción de carne de vaca con cebolla, sin reparar en su sabor, tragándose las moscas y todos los aditamentos que Dios tenía a bien añadir, según la estación. Cuando notaba que tenía el estómago lleno, se levantaba de la mesa, echaba mano de un tintero y se ponía a copiar unos papeles que se había llevado de la oficina. En caso de que no tuviera tra-bajo, hacía copias por mero placer, mostrando una marcada preferencia por los documentos que se dis-tinguían no por la belleza de su estilo, sino por estar dirigidos a algún personaje importante o recién nom-brado.

Cuando el cielo gris de San Petersburgo se oscure-ce por completo y toda la ralea oficinesca se ha lle-nado el estómago, cada cual según sus medios y gus-tos particulares; cuando todos descansan ya del trajín de los despachos, con su crujir de plumas, idas y ve-nidas, acuciantes ocupaciones propias y ajenas y cuantas obligaciones se impone a veces un trabaja-dor infatigable, en ocasiones sin necesidad; cuando consagran al placer el resto del día —unos, los más emprendedores, asistiendo al teatro; otros, saliendo a la calle para contemplar ciertos sombreritos; otros, acudiendo a una velada para prodigar cumplidos a

una bonita muchacha, estrella de un pequeño círculo de empleados; otros, y estos son los más numerosos, encaminándose a casa de un compañero, que vive en un tercero o un cuarto piso, en dos pequeñas habita-ciones con vestíbulo o cocina, en las que destaca una lámpara o algún otro objeto que denota cierto prurito de modernidad, comprado a costa de grandes sacrifi-cios y renuncias a cenas y excursiones—, en definiti-va, incluso en esas horas en que todos los funciona-rios se dispersan por los minúsculos alojamientos de sus amigos para echar una ruidosa partida de whist y tomar unos cuantos vasos de té acompañados de ga-lletas de a kopek1, al tiempo que dan chupadas a sus largas pipas y cuentan, mientras reparten, algún chis-me relativo a la alta sociedad, actividad a la que nin-gún ruso, sea cual sea su condición, puede renunciar, o, a falta de otro tema mejor, repiten la consabida anécdota del comandante a quien vinieron a decirle que alguien había cortado la cola al caballo de la es-tatua de Pedro el Grande, obra de Falconet; en resu-midas cuentas, incluso en esas horas en que todo el mundo procura divertirse, Akaki Akákievich no se permitía la menor distracción. Nadie podía afirmar

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El capote

Sellos conmemorativos por los 200 años del natalicio de Gógol. El de 8.00 rublos refiere a “El capote”

———————————1 Kopek – Céntimo de rublo.

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que lo había visto nunca en una velada. Una vez aplacado su deseo de escribir, se iba a la cama con una sonrisa en los labios, paladeando por anticipado las alegrías del día siguiente: ¿Qué documentos le confiaría Dios para que copiara? Así transcurría la pacífica existencia de un individuo que, con un suel-do de cuatrocientos rublos al año, se sentía satisfe-cho de su destino, y es probable que hubiera alcan-zado una edad provecta de no estar sembrado de toda suerte de calamidades el camino no solo de los consejeros titulares, sino incluso de los consejeros secretos, efectivos, áulicos y de todo tipo, incluso de aquellos que no dan ni solicitan consejo de nadie.

Un poderoso enemigo acecha en San Petersburgo a todas las personas que reciben más o menos un suel-do de cuatrocientos rublos anuales. Y ese enemigo no es otro que nuestras heladas septentrionales; aun-que, por otro lado, se dice que son muy buenas para la salud. Entre las ocho y las nueve de la mañana, justo cuando las calles se llenan de funcionarios que se dirigen a sus departamentos, el frío arrecia y ataca con tal violencia las narices de todos lo transeúntes, del más alto al más bajo, que los pobres empleados no saben dónde meterlas. En esos momentos, cuando hasta a los personajes más encumbrados les duele la frente de frío y se les saltan las lágrimas, los pobres consejeros titulares se encuentran a veces indefen-sos. La única salvación consiste en arrebujarse en sus ligeros capotes y atravesar lo más rápido posible cinco o seis calles hasta llegar al vestíbulo del minis-terio, donde patean el suelo con furor, hasta que se desentumecen todas las capacidades y dones nece-sarios para el desempeño de sus funciones, que se han helado por el camino. Desde hacía algún tiempo Akaki Akákievich sentía un dolor punzante, sobre todo en los hombros y en la espalda, a pesar de que procuraba recorrer con la mayor celeridad la distan-cia que separaba su casa del departamento. Al final acabó preguntándose si no sería culpa de su capote. Al llegar a casa, lo examinó con mayor detenimiento y descubrió que en dos o tres lugares, precisamente en la espalda y en los hombros, el paño se había vuelto no menos ligero que una gasa; tan gastado es-taba que se veía al trasluz; en cuanto al forro, apenas quedaban trazas. Conviene saber que el capote de

Akaki Akákievich también era objeto de las burlas de sus compañeros; hasta le habían privado del noble nombre de capote y lo denominaban bata. En reali-dad, tenía un aspecto bastante extraño: el cuello men-guaba de año en año, pues le servía para remendar otras partes. Esos remiendos, que no hacían honor a la habilidad del sastre, daban a la prenda un aire tosco y desmañado. Haciéndose cargo de la situación, Akaki Akákievich decidió llevar el capote a casa del sastre Petróvich, que vivía en un cuarto piso interior.

A pesar de que era bizco y tenía el rostro picado de viruelas, se daba bastante maña para arreglar panta-lones y chaquetas de funcionarios y de simples parti-culares, a condición, desde luego, de que estuviera sobrio y no anduviera dando vueltas en su cabeza a alguna otra empresa. En verdad, no habría mucho que decir de ese sastre, pero como se ha convertido ya en costumbre no dejar sin delinear el carácter de cualquier personaje de ficción, no queda otro reme-dio que ponernos manos a la obra con el Petróvich de marras. Al principio, cuando era siervo de cierto señor, se llamaba Grigori a secas. No se convirtió en Petróvich hasta que obtuvo la libertad y empezó a emborracharse, primero con ocasión de fiestas seña-ladas, después en todas las que estaban marcadas con una cruz en el calendario. En ese particular, se-guía fiel a las costumbres de sus abuelos. Por otro lado, cuando discutía con su mujer, la tachaba de frí-vola y alemana. Ya que hemos mencionado a su mu-jer, convendría dedicarle un par de palabras; por des-gracia, poca cosa se sabe de ella, a no ser que era la esposa de Petróvich y que para cubrirse la cabeza prefería servirse de una cofia en lugar de un pañuelo. Por lo visto, no podía presumir de belleza, como deja entrever este detalle: solo algún que otro soldado de la guardia le echaba una mirada por debajo de la cofia cuando se cruzaba con ella, al tiempo que torcía el bi-gote y dejaba escapar una exclamación peculiar.

Mientras subía por la escalera que conducía al piso de Petróvich, cuyos peldaños, en honor a la verdad, estaban llenos de inmundicias y charcos de agua su-cia, e impregnados de ese olor espirituoso que da pi-cor a los ojos y que, como es bien sabido, constituye un aditamento indispensable de todas las escaleras de servicio de las casas petersburguesas; mientras

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El capote

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subía por la escalera, pues, Akaki Akákievich iba pensando en el precio que exigiría Petróvich, y re-solvió no ofrecerle más de dos rublos. La puerta es-taba abierta porque en la cocina estaban friendo pes-cado y se había levantado tal humareda que no se distinguían ni siquiera las cucarachas. Akaki Akákie-vich atravesó la cocina sin que la mujer del sastre re-parara en su presencia y entró en la habitación, don-de encontró a Petróvich sentado a una ancha mesa de madera sin desbastar, con las piernas cruzadas, a la manera de un bajá turco, y los pies descalzos, como es costumbre entre los sastres cuando están trabajan-do. Lo primero que saltaba a la vista era el dedo pul-gar, que Akaki Akákievich conocía bien, cuya uña deformada era gruesa y dura como el caparazón de una tortuga. De su cuello pendía una madeja de seda e hilos y tenía en las rodillas una prenda vieja y des-garrada. Llevaba cosa de tres minutos intentando enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y echaba pestes de la oscuridad y del mismo hilo, farfullando en voz baja: «Acabarás entrando, maldito. Ya me tienes har-to, granuja». A Akaki Akákievich le disgustó encon-trar a Petróvich tan enfadado. Prefería hacerle los encargos cuando estaba algo achispado o, para decir-lo con palabras de su esposa, «cuando ese demonio tuerto estaba como una cuba». En ese estado, Petró-vich se mostraba complaciente, se avenía a rebajar el precio y hasta se deshacía en agradecimientos y re-verencias. Cierto que más tarde se presentaba la mu-jer para quejarse de que su marido había aceptado un precio tan bajo porque estaba borracho; pero bastaba con añadir una pieza de diez kopeks para que el asunto quedara resuelto. Ahora, en cambio, Petróvich parecía sobrio, y eso quería decir que se mostraría desabrido, intratable y dispuesto a exigir el diablo sabe qué precio. Akaki Akákievich se dio cuenta e hizo intención de hacer mutis por el foro, como sue-le decirse, pero ya era demasiado tarde. Petróvich le miraba fijamente con su único ojo, y Akaki Akákie-vich dijo casi sin querer:

—¡Buenos días, Petróvich!

—Muy buenos los tenga también usted, caballero —respondió Petróvich, mirando de soslayo las manos de Akaki Akákievich para ver qué prenda le traía.

—Pues bien, Petróvich, he venido a verte…

Conviene aclarar que Akaki Akákievich se expre-saba las más de las veces por medio de adverbios, preposiciones e incluso partículas totalmente despro-vistas de sentido. Si el asunto era muy embarazoso, tenía por costumbre dejar las frases a medias, así que a menudo empezaba su discurso con estas palabras: «Esto, en verdad, es de todo punto…», y ahí se que-daba, sin preocuparse de la continuación, creyendo que lo había dicho todo.

—¿De qué se trata? —preguntó Petróvich, al tiem-po que examinaba con su único ojo el uniforme de Akaki Akákievich, desde el cuello hasta las mangas, la espalda, los faldones y los ojales, que conocía de sobra, porque los había confeccionado él mismo. Tal es la costumbre de los sastres: es lo primero que lla-ma su atención cuando se encuentran con alguien.

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El capote

Afiche de la película muda “The Overcoat” (“Shinel”, romanización de “Шинель”) de 1926,

dirigida por Grigori Kozintsev.

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—He venido a verte, Petróvich… por el capote… El caso es el que el paño… como ves, está casi como el primer día… Tiene tanto polvo que parece viejo, pero en realidad está nuevo. Solo una parte, ahí en la espalda, está algo gastada… Y también un hombro, y un poco el otro… ¿Lo ves? Eso es todo. No es mucho trabajo…

Petróvich tomó el capote, lo extendió sobre la mesa y lo inspeccionó durante largo rato; a continua-ción sacudió la cabeza, alargó la mano en dirección a la ventana y cogió una tabaquera con el retrato de un general que no había manera de identificar, pues un rectángulo de papel reemplazaba lo que había sido el rostro, hundido de tanto apretar con el dedo. Tras as-pirar una pulgarada de rapé, desplegó el capote en sus brazos, lo examinó al trasluz y volvió a sacudir la cabeza. Luego lo puso del revés, para echar un vistazo al forro, y sacudió la cabeza por tercera vez. De nuevo levantó la tapadera con el retrato del gene-

ral y el remiendo de papel, se llenó de rapé la nariz, cerró la tabaquera, se la guardó y a continuación dijo:

—No, no se puede arreglar. Está demasiado gastado.

Al oír esas palabras, a Akaki Akákievich le dio un vuelco el corazón.

—¿Cómo que no, Petróvich? —preguntó con voz infantil y casi suplicante—. Solo está un poco estro-peado en los hombros. Seguro que tienes por ahí al-gún retal…

—Sí, siempre puede encontrarse un retal —respon-dió Petróvich—, pero no puedo coserlo, porque el paño está completamente podrido. En cuanto le meta la aguja, se caerá a pedazos.

—Pues que se caiga. Tú lo que tienes que hacer es ponerle un remiendo.

—¿Y cómo voy a coserlo? No hay dónde sujetarlo, tan gastado está. Esto de paño solo tiene el nombre. Como sople un poco el viento, se lo lleva por delante.

—Bueno, tú arréglalo. Pues, en verdad, eso…

—No —dijo Petróvich con decisión—, no se puede hacer nada. Está demasiado viejo. Será mejor que se compre unas polainas para cuando llegue el invierno, porque los calcetines no calientan. Es un invento de los alemanes para sacarnos el dinero (Petróvich apro-vechaba cualquier ocasión para meterse con los ale-manes). En cuanto al capote, no cabe duda de que tendrá que hacerse uno nuevo.

Al oír la palabra «nuevo», a Akaki Akákievich se le nubló la vista, y todos los objetos que había en la ha-bitación parecieron cubrirse de una suerte de bruma. Solo distinguía con claridad al general de la tabaquera de Petróvich, con el pedazo de papel tapándole la cara.

—¿Nuevo dices? —exclamó como en sueños—. ¿Y de dónde voy a sacar el dinero?

—Sí, nuevo —repitió Petróvich con despiadada se-renidad.

—Y, en caso de que me hiciera uno nuevo, cuánto…

—¿Te refieres a cuánto costaría?

—Sí.

—Ciento cincuenta rublos como mínimo —aclaró

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El capote

Afiche de la película muda “Shinel”, de 1926, protagonizada por Andrei Kostrichkin.

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Petróvich, apretando con fuerza los labios. Era muy aficionado a los golpes de efecto y le encantaba de-jar desconcertada a la gente para luego mirar de sos-layo la cara de susto que ponía al escuchar sus pala-bras.

—¡Ciento cincuenta rublos por un capote! —gritó el desdichado Akaki Akákievich. Probablemente era la primera vez en su vida que gritaba, pues nunca le había levantado la voz a nadie.

—Sí —dijo Petróvich—, y eso dependiendo del capote. Si lo quieres con cuello de marta y capuchón con forro de seda, subiría a doscientos.

—Por el amor de Dios, Petróvich —suplicó Akaki Akákievich, tratando de no prestar atención a las pa-labras y golpes de efecto de Petróvich—. Arréglalo como sea para que pueda usarlo un poco más.

—No, no merece la pena. Sería trabajar en balde y tirar el dinero —dijo Petróvich.

Al escuchar esas palabras, Akaki Akákievich se quedó completamente anonadado.

Una vez solo, Petróvich pasó un buen rato de pie, los labios apretados con fuerza, sin retomar su labor, muy satisfecho de haber salvaguardado su honor y haber defendido el buen nombre de su oficio.

Cuando salió a la calle, Akaki Akákievich se sentía como en un sueño. «Vaya un asunto —se decía—. Jamás habría creído que acabaría así, la verdad… —y, al cabo de unos instantes, añadió—: ¡Así están las cosas! Mira cómo ha acabado todo. La verdad es que jamás habría imaginado que pasaría esto —y, des-pués de otra larga pausa, prosiguió—: ¡Así están las cosas! Es algo completamente inesperado… En nin-gún caso… ¡Menuda situación!».

Dicho eso, en lugar de volver a su casa, tomó la di-rección contraria, sin darse cuenta él mismo. De ca-mino, tropezó con un deshollinador, que le manchó el hombro con su sucio costado; desde lo alto de una casa en construcción le cayó encima un aluvión de cal. Pero Akaki Akákievich no reparó en una cosa ni en la otra; fue necesario que chocara con un guardia —que, tras dejar a un lado su alabarda, estaba sacu-diendo su tabaquera y vertiendo en su callosa mano un poco de rapé— para que volviera un poco en sí, y

solo porque este le dijo: «¿Por qué te me echas enci-ma? ¿Es que no tienes suficiente acera?». Al oír esas palabras, miró a su alrededor y emprendió el camino de regreso. Hasta que no llegó a su casa no pudo po-ner en orden sus ideas y hacerse una idea clara de la situación. Reanudó, entonces, el monologo de antes, pero ya no con frases entrecortadas, sino con ese tono sincero y juicioso que uno emplea para discutir con un amigo sensato un asunto íntimo y confiden-cial. «No —se dijo—. Ahora no hay manera de en-tenderse con Petróvich. Está… Su mujer debe de ha-berle propinado una buena tunda. Será mejor que pase a verlo el domingo por la mañana. Después de la cogorza del sábado, tendrá el ojo torcido y estará medio dormido; querrá echar un trago para quitarse la resaca, pero su mujer no le dará dinero; en ese momento apareceré yo y le pondré una moneda de diez kopeks en la mano. Entonces se volverá más sensato y podremos hablar del capote…». Ese razo-namiento dio ánimos a Akaki Akákievich. El domin-go siguiente, cuando vio de lejos que la mujer de Pe-tróvich salía de casa, se fue derecho a la habitación del sastre. Como era de esperar, después de la noche del sábado, lo encontró muerto de sueño, con la ca-beza caída sobre el pecho y el ojo más torcido de lo normal. Pero en cuanto se enteró de lo que se trata-ba, fue como si el demonio se le metiera en el cuer-po. «Imposible —dijo—. Tiene que encargarse uno nuevo». Akaki Akákievich le entregó entonces los diez kopeks. «Muchas gracias, señor, me tomaré una copita a su salud —dijo Petróvich—. En cuanto al capote, no le dé más vueltas: no sirve para nada. Le voy a hacer uno nuevo que le va a quedar como un guante. Le doy mi palabra».

Akaki Akákievich quiso referirse de nuevo al arre-glo, pero Petróvich, sin escucharle, prosiguió: «Le haré uno nuevo sin falta, cuente con ello. Será un trabajo de primera. Y, si quiere ir a la moda, le pon-dré en el cuello unas hebillas de plata».

En ese momento se convenció Akaki Akákievich de que no podía pasarse sin un capote nuevo, y todas las fuerzas le abandonaron. En cualquier caso, ¿de dón-de iba a sacar el dinero necesario? Desde luego, po-día contar con el aguinaldo que le darían las próxi-mas fiestas, pero esa suma la tenía ya asignada y

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El capote

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destinada a otros fines. Debía comprarse unos panta-lones nuevos, pagar al zapatero unas punteras que le había puesto hacía tiempo a unas botas viejas; ade-más, era preciso encargarle a la costurera tres cami-sas y dos de esas prendas cuyo nombre sería indeco-roso imprimir en letras de molde; en definitiva, ha-bía dispuesto ya de todo ese dinero. Es más, en caso de que el director tuviera la generosidad de asignarle cuarenta y cinco o cincuenta rublos en lugar de los cuarenta de rigor, le quedaría una cantidad tan insig-nificante que en comparación con el precio del capo-te sería algo así como una gota en el océano. Desde luego, sabía que a Petróvich a veces le daba la ven-tolera de exigir sumas tan desorbitadas que hasta su propia mujer no podía contenerse y exclamaba: «¿Es que has perdido el juicio, grandísimo bribón? Otras veces trabajas casi de balde y ahora te da por pedir un precio que ni tú mismo vales». Akaki Akákievich estaba convencido de que Petróvich se contentaría con ochenta rublos, pero la cuestión era de dónde sa-carlos. Podría conseguir la mitad, y tal vez hasta un poco más; pero ¿y el resto?… No obstante, antes de proseguir debemos informar al lector de dónde pro-cedía esa primera mitad. Cada vez que gastaba un rublo, Akaki Akákievich tenía la costumbre de guar-dar medio kopek en un cofrecillo cerrado con llave, en cuya tapa había practicado una ranura para intro-ducir las monedas. Cada seis meses procedía al re-cuento de las piezas de cobre acumuladas y las reemplazaba por otras de plata. Después de haber puesto en práctica ese sistema a lo largo de muchos años, había logrado reunir algo más de cuarenta ru-blos. Así pues, estaba en posesión de la mitad de la suma. Pero ¿cómo procurarse la otra mitad? Después de darle muchas vueltas, Akaki Akákievich llegó a la conclusión de que debía reducir los gastos ordina-rios, al menos durante un año, es decir, renunciar al té de la tarde, no encender velas por la noche, y, en caso de que tuviera que ocuparse de algún trabajo, pasar a la habitación de la patrona; también sería preciso caminar por adoquines y baldosas con el ma-yor cuidado y precaución, casi de puntillas, para no desgastar las suelas antes de tiempo, así como recu-rrir lo menos posible a los servicios de la lavandera y, para evitar que se le ensuciara la ropa, quitársela nada más llegar a casa, poniéndose en su lugar una

bata de fustán tan vieja que hasta el tiempo se había compadecido de ella. A decir verdad, al principio le resultó difícil habituarse a esas privaciones, pero, con el paso del tiempo, acabó resignándose y sobre-llevando su suerte con dignidad; hasta se habituó a pasarse sin cenar, aunque es verdad que no carecía de alimento espiritual, pues el pensamiento de su fu-turo capote no le abandonaba ni de día ni de noche. A partir de entonces su existencia pareció volverse más plena, como si se hubiera casado o gozara de la cercanía de otra persona; como si no estuviera solo, sino arropado por una compañera amable que hubie-ra decidido recorrer a su lado el camino de la vida. Y esa compañera no era otra que el capote guateado, con su sólido forro nuevecito. Se volvió más anima-do y de carácter más firme, como es el caso de las personas que se han marcado un objetivo definido. De su rostro y ademanes desapareció cualquier ras-tro de duda e indeterminación, así como cualquier indicio de vacilación e inseguridad. En ocasiones, un

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El capote

Afiche de la película italiana “Il Capotto”(1952), dirigida por Alberto Lattuada.

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resplandor de fuego asomaba a sus ojos y en su ca-beza bullían los pensamientos más audaces y teme-rarios: ¿no sería una buena idea ponerle un cuello de marta? Esas consideraciones por poco no le costaron algún descuido. Una vez casi cometió una falta al copiar un documento, y cuando se dio cuenta se per-signó y estuvo a punto de exhalar un suspiro. Al me-nos una vez al mes iba a casa de Petróvich para ha-blar del capote y discutir dónde convenía adquirir el paño, qué color sería el más apropiado, qué precio habría que ofrecer, y siempre volvía a casa un tanto preocupado, pero también satisfecho, al considerar que llegaría un día en que comprarían todo el mate-rial y el sastre se pondría manos a la obra. El asunto fue más deprisa de lo que había esperado. En contra de sus previsiones, el director le asignó un aguinaldo no de cuarenta o cuarenta y cinco rublos, sino nada menos que de sesenta. Tal vez presintiera que Akaki Akákievich necesitaba un capote o acaso fuera cosa del azar. El caso es que Akaki Akákievich se en-

contró de pronto con veinte rublos suplementarios. Esa circunstancia aceleró todo el proceso. Después de pasar un poco de hambre dos o tres meses más, Akaki Akákievich logró reunir una suma cercana a los ochenta rublos. Su corazón, por lo común tan tranquilo, empezó a latir con fuerza. Ese mismo día empezó a recorrer las tiendas en compañía de Petró-vich. Adquirieron un paño de muy buena calidad, como no podía ser de otra manera, porque desde ha-cía casi medio año, raro era el mes que no visitaban las tiendas para cerciorarse de los precios. Hasta Pe-tróvich declaró que no era posible encontrar paño mejor. Para el forro tuvieron que contentarse con una pieza de calicó, pero tan firme y resistente que, en opinión de Petróvich, era incluso mejor que la seda y de aspecto más lustroso y elegante. Renunciaron a la marta, porque era en verdad muy cara, y en su lugar escogieron la mejor piel de gato que había en la tien-da, de un pelaje tan fino que de lejos pocos aprecia-rían la diferencia. Petróvich solo tardó dos semanas en confeccionar el capote, y eso por la cantidad de guata que llevaba; de otro modo, lo habría acabado antes.

Por el trabajo le pidió doce rublos, y la verdad es que no podía cobrarle menos, porque lo había cosido con seda y dobles costuras que el sastre repasaba luego con sus propios dientes, imprimiéndoles las formas más diversas. No podría precisar la fecha en que Petróvich le llevó el capote, pero esa jornada fue probablemente la más solemne en la vida de Akaki Akákievich. El sastre se presentó por la mañana, poco antes de que nuestro héroe tuviera que ir a la oficina, y no habría podido elegir momento más oportuno, porque el ambiente era ya bastante fresco y amenazaba con empeorar. Petróvich apareció con el capote como corresponde a cualquier sastre que se precie, con una expresión de importancia como Akaki Akákievich jamás le había visto. Parecía ple-namente convencido de que había realizado una gran labor, así como súbitamente consciente del abismo que separa a los sastres que se ocupan solo de arre-glos y forros de los que cosen prendas nuevas. Reti-ró el pañuelo en que venía envuelto, que acababa de entregarle la lavandera, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo para emplearlo en caso de que fuera menes-ter. Una vez descubierto el capote, se quedó mirán-

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El capote

Afiche de la película italiana (1952), con Yvonne Sanson y Renato Rascel en el papel de Akaki.

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dolo con orgullo y, sosteniéndolo con ambas manos, se lo puso a Akaki Akákievich sobre los hombros con suma habilidad; luego lo alisó, lo estiró por de-trás y se lo ajustó al cuerpo, pero sin abrocharlo. Akaki Akákievich, que ya tenía sus años, quiso pro-bárselo con las mangas. Petróvich le ayudó y resultó que también así le quedaba bien. En suma, el abrigo le sentaba de maravilla. Petróvich aprovechó la oca-sión para manifestar que se lo había dejado tan bara-to por la simple razón de que su sastrería no tenía placa y estaba en una calle apartada, y también por-que conocía a Akaki Akákievich desde hacía muchos años; en la avenida Nevski le habrían cobrado seten-ta y cinco rublos únicamente por el trabajo. Akaki Akákievich no quería discutir esa cuestión con Pe-tróvich, pues le asustaban las desorbitadas cifras con que el sastre aturullaba a sus clientes. Le pagó, le dio las gracias y a continuación se encaminó a la oficina, ataviado con el capote nuevo. Petróvich salió tras él y, deteniéndose en medio de la calle, se quedó largo rato mirando el capote desde la distancia; luego do-bló en un tortuoso callejón y salió corriendo a la misma calle, unos pasos por delante de Akaki Akákievich, para contemplar el capote una vez más, esta vez desde el otro lado, es decir, de frente. En cuanto al propietario de la prenda, no cabía en sí de gozo. En ningún momento le abandonaba el pensa-miento de que llevaba el capote nuevo sobre los hombros, y su satisfacción era tan grande que hasta llegó a sonreír varias veces. Y razones no le faltaban, pues el capote le ofrecía dos ventajas: por un lado iba abrigado y por otro bien vestido. Sin apenas dar-se cuenta, se encontró de pronto ante la puerta de su departamento. Después de quitarse el capote en la portería, lo examinó de hito en hito y a continuación le rogó al conserje que tuviera especial cuidado.

Al poco tiempo, sin que se sepa muy bien cómo, por la oficina corrió el rumor de que Akaki Akákie-vich tenía un capote nuevo y de que la «bata» había pasado a mejor vida. Al punto corrieron todos a la portería para contemplar la prenda. Las felicitacio-nes y parabienes fueron tan abrumadores que en un principio, Akaki Akákievich sonrió y después se sin-tió hasta cohibido. Cuando sus compañeros le rodea-ron e insistieron en que había que celebrarlo y que lo menos que podía hacer era organizar una fiesta,

Akaki Akákievich se sintió completamente descon-certado y no supo qué responder, cómo comportarse, qué excusa poner. Solo al cabo de unos minutos, rojo de vergüenza, empezó a asegurar con la mayor inge-nuidad que en realidad no era un capote nuevo, sino usado.

Por último, uno de los funcionarios, subjefe de sec-ción, probablemente con la intención de demostrar que no era orgulloso y que no ponía ningún reparo en confraternizar con los empleados de rango inferior, dijo: «Ya que Akaki Akákievich no se decide, seré yo quien dé la fiesta. Les invitó a que vengan esta tarde a mi casa a tomar el té. Precisamente hoy cele-bro mi onomástica». Como es de suponer, los fun-cionarios se aprestaron a felicitar al subjefe y acepta-ron de buena gana la invitación. En un principio Akaki Akákievich excusó su asistencia, pero habién-dole afeado todos su descortesía, no tuvo más reme-dio que retractarse. Por lo demás, cuando lo pensó mejor, se alegró de aquella novedad, pues le permiti-

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El capote

Afiche en español de la película italiana (1952)de Alberto Lattuada.

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ría lucir su capote nuevo también por la tarde. En ge-neral, puede decirse que toda la jornada constituyó para Akaki Akákievich una fiesta solemne y apoteó-sica. Volvió a su casa radiante de felicidad, se quitó el capote, lo colgó con cuidado en la pared y volvió a admirar su paño y su forro; luego, sacó adrede su viejo capote, todo deshilachado, y se puso a compa-rarlo con el otro. Lo miró y hasta se echó a reír, ¡tan grande era la diferencia! Más tarde, durante la comi-da, no pudo evitar esbozar una sonrisa cada vez que recordaba el estado en que había encontrado su vieja «bata». Después de tan alegre comida, en lugar de ponerse a copiar algún documento, se tumbó en la cama como un sibarita y no se levantó hasta la caída de la tarde. Entonces, sin más demora, se vistió, se echó el capote sobre los hombros y salió a la calle. Por desgracia, no podemos precisar dónde vivía el funcionario que le había invitado. La memoria em-pieza a fallarnos, y todas las calles y edificios de San Petersburgo se confunden y entreveran de tal modo en nuestra cabeza que apenas es posible extraer una imagen fiable de todo ese embrollo. Sea como fuere, no cabe la menor duda de que el funcionario en cuestión residía en uno de los barrios elegantes de la ciudad, o lo que es lo mismo, bastante lejos de la casa de Akaki Akákievich. Al principio este tuvo que atravesar varias calles desiertas, con escaso alumbra-do, pero, a medida que se acercaba al domicilio del funcionario, iba creciendo la animación, aumentando la concurrencia, menudeando las farolas.

Entre los transeúntes, cuyo número no dejaba de crecer, aparecieron algunas damas vestidas con ele-gancia y caballeros con cuellos de castor en los abri-gos; los trineos con rejillas de madera, tachonados de clavos dorados, fueron cediendo su lugar a sun-tuosos trineos barnizados, provistos de pieles de oso y conducidos por cocheros tocados con gorros de terciopelo color frambuesa, y a espléndidos carruajes con el pescante ornamentado, que volaban por las calles, acompañados del crujido de la nieve bajo sus ruedas.

Akaki Akákievich contemplaba todas esas cosas como si fuera la primera vez que las viera, pues ha-cía varios años que no salía a la calle por la noche. Lleno de curiosidad, se detuvo delante del escapara-

te iluminado de una tienda para observar un cuadro que representaba a una hermosa mujer que se quita-ba el zapato, dejando al descubierto una pierna bien torneada, mientras en el umbral de la puerta que ha-bía detrás de ella asomaba la cabeza de un hombre con patillas y una cuidada perilla. Akaki Akákievich meneó la cabeza, sonrió y a continuación siguió su camino. ¿A qué venía esa sonrisa? ¿Se había topado con una realidad completamente desconocida, pero de la que todo el mundo tiene algún barrunto? ¿O tal vez se dijo, como tantos otros funcionarios: «¡Ah, estos franceses, ya se sabe!… Cuando se proponen alguna cosa, no hay quien les pare…»? Cabe también la posibilidad de que no pensara en nada de eso. ¿Quién puede meterse en el alma de una persona y adivinar todo lo que se le pasa por la cabeza? Por fin llegó a la morada del subjefe de sección, que sin duda vivía a lo grande: un farol iluminaba la escale-ra. El apartamento estaba en el segundo piso. Cuan-do entró en el recibidor, Akaki Akákievich vio en el suelo filas enteras de chanclos. Entre ellos, en medio de la habitación, borboteaba un samovar, entre nubes de vapor. De las paredes colgaban capas y capotes, algunos de ellos con cuellos de castor o solapas de terciopelo.

De la habitación contigua llegaba un rumor confu-so de voces, que de pronto adquirió mayor precisión y sonoridad al abrirse una puerta para dejar paso a un lacayo con una bandeja llena de vasos vacíos, una jarrita de nata y un cesto con galletas, señal evidente de que los funcionarios llevaban reunidos ya un buen rato y habían tomado el primer vaso de té. Akaki Akákievich, después de colgar él mismo su capote, entró en la habitación. En ese momento des-filaron a un tiempo ante sus ojos las velas, los fun-cionarios, las pipas, las mesas de juego, mientras el barullo de las conversaciones que le llegaban de to-dos los rincones y el ruido de las sillas herían sus oí-dos. Presa de una gran confusión, se detuvo en me-dio de la estancia, sin saber qué hacer. Pero sus cole-gas, que ya habían reparado en su presencia, lo aco-gieron con una aclamación y al punto salieron al re-cibidor para contemplar de nuevo el capote. Akaki Akákievich estaba un tanto desconcertado, pero, como era un hombre candoroso, no pudo por menos de alegrarse al ver cómo todos alababan la prenda.

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Luego, como es natural, se desentendieron de él y del capote y se acercaron a las mesas para jugar al whist. Todo aquello —el ruido, las conversaciones, la muchedumbre— le dejó como aturdido. Sencilla-mente no sabía cómo comportarse, qué hacer con las manos, con los pies y con toda su figura. Por último, acabó sentándose junto a los jugadores y se esforzó por seguir la partida, contemplando la cara tan pron-to de uno como de otro, pero al poco rato le ganó el aburrimiento y empezó a bostezar, tanto más cuanto que, según sus hábitos, debería llevar ya un buen rato en la cama. Quiso despedirse del anfitrión, pero no le permitieron que se marchara, aduciendo que te-nía que beberse sin falta una copa de champán para celebrar el estreno. Una hora más tarde servían la cena, compuesta de ensaladilla, ternera fría, empana-da, pasteles y champán. Después de que le obligaran a beberse dos copas, a Akaki Akákievich le pareció que todo cuanto le rodeaba adquiría un aire más ri-sueño, pero en ningún caso llegó a olvidar que eran las doce y que no cabía seguir demorando el regreso. Para evitar que el anfitrión le retuviera, salió a hurta-

dillas de la habitación, buscó su capote en el recibi-dor, que para gran disgusto suyo encontró tirado en el suelo, lo sacudió, le quitó una a una todas las mo-tas de polvo, se lo puso, bajó por la escalera y salió a la calle, aún iluminada.

Algunos establecimientos de poca monta, esas ta-bernas frecuentadas por criados y gente de la misma ralea, estaban abiertos; otros habían echado el cierre, pero la larga franja de luz que se filtraba por la ren-dija de la puerta testimoniaba que aún no se habían marchado todos los parroquianos; probablemente sirvientas y criados proseguían con sus charlas y chismorreos, mientras sus amos se preguntaban per-plejos dónde se habrían metido. Akaki Akákievich se sentía tan alegre que en un determinado momento, sin que se sepa muy bien la razón, echó a correr de-trás de una dama que pasó a su lado como un relám-pago, contoneando de manera inusitada todo el cuer-po. Pero al cabo de un momento se detuvo y retomó su marcha cansina, sorprendido él mismo de ese im-pulso repentino. No tardaron en surgir ante él esas calles solitarias, tan poco acogedoras de día y mucho

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Renato Rascel interpretando a Akaki Akákievich en “Il Capotto” (1952).

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menos de noche. Ahora se habían vuelto aún más lú-gubres y desoladas. Empezaron a ralear los faroles encendidos; no cabía duda de que escatimaban el aceite. Aparecieron casas de madera, cercados. No se veía ni un alma. En las aceras solo centelleaba la nieve, y las casuchas bajas y dormidas, con los posti-gos cerrados, se destacaban tristes y negras. Akaki Akákievich iba aproximándose a un punto donde la calle desembocaba en una plaza interminable, espe-cie de pavoroso desierto. Las casas del extremo opuesto apenas se vislumbraban.

A lo lejos, Dios sabe dónde, titilaba la lucecilla de una garita, que parecía plantada en el fin del mundo. Al llegar a ese lugar la alegría de Akaki Akákievich se esfumó por completo. Se internó en la plaza no sin cierto temor involuntario, como si su corazón presintiera algún peligro. Se volvió, miró a uno y otro lado, y tuvo la sensación de que un inmenso mar le rodeaba. «No, será mejor que no mire», se dijo y prosiguió su camino con los ojos cerrados. Cuando los abrió, para comprobar si estaba ya cerca el final de la plaza, se encontró ante sus mismas na-rices a unos individuos bigotudos. Nada más podría decir de ellos, porque en ese momento se le nubló la vista y su corazón se desbocó. «¡Ese capote es mío!», dijo uno de ellos con voz atronadora, cogién-dole del cuello. Akaki Akákievich se disponía a pe-dir ayuda cuando otro blandió ante su boca un puño tan grueso como la cabeza de un fun-cionario, al tiempo que decía: «¡Ni se te ocurra gritar!». Akaki Akákievich solo notó que le quitaban el capote y le propinaban un rodillazo que le hizo caer de espal-das en la nieve, donde quedó tendi-do sin conocimien-to. Al cabo de unos instantes, cuando

volvió en sí y se levantó, en el lugar ya no había na-die. El frío que sentía le recordó la falta del capote. Se puso a gritar, pero su voz, por lo visto, no llegaba al extremo de la plaza. Desesperado, sin dejar de dar alaridos, echó a correr en dirección a la garita, a un lado de la cual un guardia apoyado en su alabarda parecía contemplarle con curiosidad: ¿por qué dia-blos chillaba ese hombre y corría hacia él? Akaki Akákievich llegó con la lengua fuera y se puso a vo-cear que mientras él dormía, desentendiéndose de sus labores de vigilancia, desvalijaban a los transeún-tes. El guardia le respondió que no había visto nada sospechoso, solo que dos individuos le habían para-do en medio de la plaza, pero creyó que eran amigos suyos. Añadió que, en lugar de injuriarlo en vano, más valdría que a la mañana siguiente fuera a ver al comisario, quien se encargaría de averiguar la identi-dad de la persona que le había robado el capote. Akaki Akákievich llegó a su casa en un estado la-mentable: los pocos cabellos que aún le crecían en las sienes y la nuca completamente revueltos; el cos-tado, el pecho y todos los pantalones cubiertos de nieve. La vieja patrona, despertada por los tremen-dos golpes que su inquilino propinaba a la puerta, saltó apresuradamente de la cama y corrió a abrir, con una sola zapatilla puesta y una mano cerrando pudorosamente el camisón a la altura del pecho. No obstante, en cuanto vio el terrible aspecto de Akaki Akákievich, retrocedió espantada. Y cuando este le contó lo que le había sucedido, la mujer levantó los

brazos al cielo y le aconsejó que fuera a ver directamente al comisario del distrito, pues el ins-pector de barrio le engañaría con toda clase de promesas y daría largas al asun-to. Lo mejor era re-currir sin más al co-misario, a quien co-nocía un poco, por-que Anna, la finlan-desa que había teni-do empleada como cocinera, era ahora

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Renato Rascel y Giulio Cali en “Il Capotto” (1952).

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la niñera de sus hijos, y ella misma solía verlo pasar en su carruaje por delante de la casa, y también los domingos en la iglesia, donde rezaba y miraba con simpatía a todo el mundo, señal de que debía ser un hombre de bien.

Una vez escuchadas esas razones, Akaki Akákievich se arrastró con aire triste hasta su habitación. Solo podrá juzgar cómo pasó la noche quien sea capaz de ponerse en el lugar de su prójimo. A la mañana si-guiente, a primera hora, fue a ver al comisario del distrito, pero le dijeron que estaba durmiendo. Vol-vió a las diez, y recibió idéntica respuesta. Y cuando pasó a las once le informaron de que había salido. Se presentó a la hora de la comida, pero los escribientes que estaban en el recibidor no quisieron dejarle pa-sar e insistieron en saber qué asunto le traía, qué de-seaba y qué le había sucedido. Tanto le importuna-ron que Akaki Akákievich se resolvió a dar muestras de firmeza de carácter por primera vez en su vida y declaró de manera categórica que necesitaba ver en persona al comisario, que no tenían ningún derecho a impedirle el paso, que venía del ministerio para tratar un asunto oficial, que presentaría una queja contra ellos y les caería una buena. Los escribientes no se atrevieron a replicar a semejantes argumentosy uno de ellos fue a anunciarle. El comisario acogió de modo muy extraño la noticia del robo del capote. En lugar de prestar atención al meollo de la cuestión, empezó a preguntarle por qué volvía tan tarde a su domicilio y si no habría estado en una casa de mala re-putación, de suerte que Akaki Akákievi-ch se turbó sobrema-nera y salió del des-pacho sin saber si da-ría curso a su deman-da. Ese día, por pri-mera vez en su vida, no acudió a la ofici-na. La jornada si-guiente se presentó

todo pálido, ataviado con el viejo capote, cuyo as-pecto era más lastimoso que nunca. El asunto del robo conmovió a muchos de sus compañeros, aun-que no faltó alguno que aprovechó la ocasión para burlarse. Al punto decidieron hacer una colecta, pero no recaudaron apenas nada, pues los funcionarios habían gastado mucho en una suscripción para el re-trato del director y un libro recomendado por el jefe de sección, que era amigo del autor. En suma, la cantidad reunida era insignificante. Uno de sus com-pañeros, movido por un sentimiento de compasión, decidió ayudarle al menos con un buen consejo y le dijo que no recurriera al inspector de barrio porque, aún suponiendo que quisiera hacer méritos ante sus superiores y acabara encontrando de algún modo el capote, la prenda quedaría en manos de la policía mientras no aportara pruebas de que le pertenecía. En consecuencia, lo mejor era acudir a un personaje importante, quien, después de dirigirse por carta y de viva voz a quien correspondiera, imprimiría un curso favorable al asunto. A falta de otra solución, Akaki Akákievich decidió recurrir a ese personaje impor-tante, cuyo cometido exacto y posición siguen sien-do desconocidos hasta la fecha. Conviene saber que el personaje importante solo había alcanzado seme-jante calificativo en los últimos tiempos; hasta en-tonces había sido un individuo insignificante. Por lo demás, el puesto que ocupaba era bastante modesto en

comparación con otros de mayor categoría. Pero siempre se en-cuentran personas que conceden valor a co-sas que otros conside-ran irrelevantes. En cualquier caso, él re-curría a diversos me-dios para resaltar su im-portancia. Por ejem-plo, cuando llegaba a su oficina, sus subor-dinados tenían que salir a la escalera para recibirle; nadie debía

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Giulio Stival y Renato Rascel en “Il Capotto” (1952).

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tratar directamente con él, sino atenerse al más es-tricto orden jerárquico: el registrador colegiado de-bía pasar un informe al secretario provincial, el con-sejero provincial al consejero titular o a quien co-rrespondiera. Y así hasta que el asunto llegaba a sus manos. Y es que en nuestra santa Rusia, el espíritu de emulación se ha adueñado de todas las concien-cias: cada cual se las da de jefe y remeda a su supe-rior. Hasta corren rumores de que un consejero titu-lar, designado para dirigir una oficina de medio pelo, se apresuró a organizar, con la ayuda de un tabique, una habitación especial a la que denominó «despa-cho del director», a cuya puerta emplazó a unos con-serjes con cuello rojo y galones, que se abalanzaban sobre el picaporte y abrían la puerta en cuanto veían a algún visitante, a pesar de que en el «despacho del director» apenas cabía un escritorio de dimensiones medianas. El personaje importante hacía gala de un comportamiento solemne y unos modales altaneros, y era parco en palabras. El fundamento esencial de su sistema era la severidad. «Severidad, severidad y severidad», solía decir, y, en el momento en que re-petía por tercera vez ese vocablo, dirigía a su interlo-cutor una mirada significativa de todo punto innece-saria, pues los diez empleados que se hallaban a sus órdenes ya sin eso estaban atemorizados: en cuanto lo veían de lejos, dejaban lo que estuvieran haciendo y aguardaban en posición de firmes a que atravesara la habitación. Cuando se dirigía a alguno de sus subor-dinados, empleaba siempre un tono severo, y su dis-curso no solía pasar de estas tres frases: «¿Cómo se atreve? ¿Sabe con quién está hablando? ¿Se da cuenta de quién está delante de usted?». Por lo demás, era un hombre bondadoso, amable con sus com-pañeros y servicial, pero el grado de ge-neral se le había su-bido a la cabeza.

Desde el día en que alcanzó ese rango, se había sen-tido desconcertado, había perdido el rumbo y no ha-bía sabido cómo comportarse. Cuando trataba con personas de su misma posición, se conducía como un hombre educado y correcto, y en muchos aspec-tos nada tonto; pero en cuanto se mezclaba con per-sonas inferiores en rango, aunque solo fuera en un grado, perdía los papeles y llegaba a no abrir la boca.

En verdad su situación era digna de lástima, tanto más cuanto que él mismo se daba cuenta de que ha-bría podido pasar el tiempo de una manera mucho más grata. En sus ojos se advertía a veces un deseo irreprimible de participar en una conversación inte-resante, de unirse a un grupo de personas, pero un pensamiento se lo impedía: ¿no sería ir demasiado lejos? ¿No sentaría el precedente de una familiaridad excesiva? ¿No estaría socavando su propia autori-dad? Como consecuencia de esas reflexiones, se mantenía siempre apartado, sumido en un impenetra-ble silencio, quebrado solo de vez en cuando por al-gún vago monosílabo, hasta que acabó haciéndose acreedor al título de persona más aburrida del mundo. A ese personaje importante recurrió nuestro Akaki

Akákievich, y lo hizo en el momento más inopor-tuno y desfavorable, al menos para él, pues el perso-naje importante no podía soñar con una ocasión más propicia: sentado en su despacho, conversaba muy animado con un viejo conocido, compañero de juegos in-fantiles, a quien hacía varios años que no veía. En esto le

anunciaron que un tal Bashmachkin de-seaba hablar con él. «¿Quién es?», pre-guntó en tono desa-brido. «Un funcio-nario», le respondie-ron. «¡Ah, pues que espere! Ahora no tengo tiempo», dijo el personaje impor-tante. Llegados a este punto debemos acla-rar que el personaje importante mentía

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Yvonne Sanson y Giulio Stival en “Il Capotto” (1952).

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como un bellaco: tenía tiempo de sobra. Hacía ya un buen rato que los dos amigos se habían dicho cuanto tenían que decirse y la conversación, interrumpida por prolongados silencios, se reducía a algunas fra-ses sueltas, acompañadas de palmaditas en las rodi-llas: «¡Así es, Iván Abrámovich!». «¡En efecto, Ste-pán Varlámovich!». Había ordenado que el funciona-rio aguardara en la antesala para demostrar a su ami-go, retirado hacía mucho del servicio y establecido en el campo, cuánto debían esperar los empleados antes de recibir audiencia. Cuando esos dos señores hablaron cuanto quisieron o, mejor dicho, callaron cuanto gustaron, y acabaron de fumar sus cigarros, recostados en sus mullidos sillones de respaldo recli-nable, el personaje importante pareció acordarse de pronto de que alguien estaba esperando y le dijo a su secretario, que apareció en la puerta con unos docu-mentos en la mano: «Me parece que hay un funcio-nario ahí fuera. Dígale que puede pasar». Al ver el aspecto humilde de Akaki Akákievich y su gastado uniforme, se volvió hacia él con ademán brusco. «¿Qué desea?», le preguntó con voz seca y tajante, ensayada expresamente delante del espejo, en la so-ledad de su habitación, una semana antes de que lo designaran para ese puesto y lo nombraran general. Akaki Akákievich, que ya antes de entrar se sentía cohibido, se turbó aún más; en cualquier caso, pro-curó explicarle la situación de la mejor manera que pudo, a pesar de que su lengua se trabucaba y de que empleaba con más frecuencia de lo habitual la pala-bra «eso». Le contó que tenía un capote completa-mente nuevo y que se lo habían robado de la manera más inhumana, y a continuación suplicó a su exce-lencia que intercediera como mejor le pareciera, diri-giendo un escrito a quien juzgara más oportuno, al comisario de policía o a algún otro personaje, para que iniciara las pesquisas. Al general, vaya usted a saber por qué, se le antojó que esa petición era de-masiado familiar.

—Pero ¿es posible, caballero —replicó, tajante—, que no conozca usted el reglamento? ¿Dónde se cree que está? ¿Acaso no sabe cómo debe procederse en tales asuntos? Primero tiene usted que presentar una instancia en la cancillería; de allí pasaría al jefe de sección, que a su vez la haría llegar al responsable del departamento, que se la trasladaría al secretario,

quien a su vez me la presentaría a mí.

—Pero, excelencia —dijo Akaki Akákievich, em-papado en sudor, tratando de hacer acopio del poco ánimo que le quedaba—, si me he permitido moles-tar a su excelencia es porque los secretarios… no son de fiar…

—¿Qué, qué, qué? —dijo el personaje importante—. ¿Cómo se atreve a decir algo así? ¿De dónde ha saca-do esas ideas? ¡Qué falta de respeto muestran los jó-venes de hoy por sus superiores y las autoridades!

Por lo visto, el personaje importante no había repa-rado en que Akaki Akákievich pasaba ya de los cin-cuenta. En definitiva, solo se le podía aplicar el cali-ficativo de joven de manera relativa, es decir, si se le comparaba con los ancianos de setenta años.

—¿Sabe usted con quién está hablando? ¿Se da us-ted cuenta de quién está delante de usted? ¿Se da us-ted cuenta? ¡A usted se lo pregunto!

Al llegar a ese punto, el personaje importante dio una patada en el suelo y levantó tanto la voz que hasta un individuo menos apocado que nuestro héroe se habría asustado. Akaki Akákievich, muerto de miedo, se tambaleó, tembló de pies a cabeza y estu-vo a punto de desplomarse: de no haber sido por los ujieres que acudieron a sostenerlo, habría dado con sus huesos en el suelo. Lo sacaron casi sin conoci-miento. El personaje importante, satisfecho de que el efecto de su discurso hubiera superado todas sus ex-pectativas, y entusiasmado de que una palabra suya pudiera hacer que un hombre se desvaneciera, miró de soslayo a su amigo para comprobar la impresión que le había causado la escena y descubrió, no sin satisfacción, que este se sentía bastante perplejo e in-cluso algo atemorizado.

Akaki Akákievich no recordaba cómo bajó por las escaleras ni cómo salió a la calle. No sentía los bra-zos ni las piernas. Jamás en su vida había recibido semejante reprimenda de un general, y encima de un departamento ajeno. Marchaba con la boca abierta, en medio de la tormenta de nieve, que ululaba por las calles, y cada dos por tres se salía de la acera; el viento, como es costumbre en San Petersburgo, so-plaba en todos los callejones, embistiéndolo por los cuatro costados. Antes de que se diera cuenta,

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El capote

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contrajo una angina, y, cuando llegó a casa, ya no era capaz de pronunciar ni una palabra. Con toda la garganta hinchada, se metió en la cama. ¡Tales efec-tos puede producir a veces una buena reprimenda! A la mañana siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a la generosa contribución del clima pe-tersburgués, la enfermedad avanzó más deprisa de lo que cabía esperar. Cuando apareció el médico y le tomó el pulso, no pudo hacer otra cosa que prescri-birle una cataplasma, con el único objeto de no pri-var al enfermo del benéfico auxilio de la medicina. Por lo demás, declaró que no duraría ni dos días. Luego, dirigiéndose a la patrona, añadió: «Y usted, madrecita, no debe perder el tiempo en vano. Vaya a encargarle ahora mismo un ataúd de pino, porque de roble saldría demasiado caro». ¿Escuchó Akaki Akákievich esas palabras fatales? Y, en caso de que las escuchara, ¿le causaron una fuerte impresión? ¿Se lamentó de su desdichada existencia? Nunca se sabrá, porque el delirio de la fiebre no le abandonó en ningún momento. Le asaltaban sin cesar visiones a cual más extraña.

Tan pronto veía a Petróvich y le encargaba un ca-pote con trampas para atrapar a los ladrones que se escondían debajo de su cama, como suplicaba a la patrona que sacara de debajo de la manta a uno de ellos, o preguntaba por qué colgaba de la pared su viejo capote cuando tenía uno nuevo, o creía estar escuchando la regañina del general, a quien respon-día: «¡Perdón, excelencia!», o, por último, maldecía y profería palabras tan terribles que la vieja patrona se persignaba, pues jamás le había oído proferir se-mejantes insultos, y mucho menos acompañando al título de «su excelencia». En los instantes postreros solo pronunció frases incoherentes, de las que no era posible sacar nada en limpio, pero que testimoniaban al menos que sus desordenados pensamientos no se ocupaban más que de su capote.

Finalmente, el pobre Akaki Akákievich exhaló su último suspiro. No pusieron sellos en su habitación ni en sus pertenencias, en primer lugar porque no te-nía herederos, y en segundo, porque no dejaba más que un pequeño paquete con plumas de ganso, una resma de papel timbrado, tres pares de calcetines,

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Renato Rascel en el papel de Akaki Akákievich – “Il Capotto” (1952).

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dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el viejo capote que ya conoce el lector. ¿Quién se que-daría con todas esas cosas? Confieso que esa cues-tión no interesó ni siquiera al autor de este relato. Se llevaron el cadáver y le dieron sepultura. Y San Pe-tersburgo se quedó sin Akaki Akákievich, como si nunca hubiera existido. Desapareció para siempre ese ser a quien nadie defendió, por quien nadie pro-fesó afecto ni mostró el menor interés; ni siquiera despertó la curiosidad de los naturalistas, siempre dispuestos a clavar un alfiler a una simple mosca para observarla al microscopio. Un ser que había so-brellevado con resignación las burlas de sus compa-ñeros de oficina y que había bajado a la tumba sin haber protagonizado ningún acto digno de mención; no obstante, gracias a ese capote, su desdichada vida se llenó de luz y de sentido por un instante, si bien es verdad que ya en sus postrimerías; luego la desgra-cia, que no respeta siquiera a los reyes y poderosos de la tierra, se cebó con él… Unos días después de su muerte un ujier del departamento se presentó en su casa para ordenarle que se reincorporara inmediata-mente a su puesto de trabajo, pues así lo exigía el

jefe. Pero no pudo cumplir su misión y a la vuelta declaró que Akaki Akákievich no aparecería más por allí. «¿Por qué?», le preguntaron. «Porque ha muerto —respondió—. Hace cuatro días que lo enterraron». Así se enteraron en el departamento del fallecimiento de Akaki Akákievich. Al día siguiente ya tenía susti-tuto: el nuevo funcionario era bastante más alto y no trazaba las letras tan derechas, sino mucho más tor-cidas e inclinadas.

Pero aquí no acaba la historia de Akaki Akákievich… ¿Quién iba a pensar que estaba destinado a llevar, durante unos días, una tormentosa vida de ultratum-ba, sin duda para compensar su anodina existencia? Pero así fue. En definitiva, nuestro modesto relato, ya en su tramo final, adquiere de pronto, de manera inesperada, tintes fantásticos. Por San Petersburgo empezaron a correr rumores de que en los aledaños del puente Kalinkin, y aun más lejos, se aparecía por las noches un espectro vestido de funcionario; con el pretexto de que buscaba un capote robado, arrancaba de los hombros de los transeúntes, sin respetar ran-gos ni títulos, todo tipo de abrigos: con forro de gato, de castor, de zorro, de tejón, de oso o simple-

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Renato Rascel en el papel de Akaki Akákievich – “Il Capotto” (1952).

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mente enguatados; en una palabra, de toda clase de piel y pelo que el hombre emplea para protegerse del frío. Uno de sus antiguos colegas vio al espectro con sus propios ojos y reconoció al punto a Akaki Akákievich. No obstante, se llevó tal susto que echó a correr con todas sus fuerzas, de manera que no pudo examinarlo con detalle. Solo vio que lo amena-zaba de lejos con el dedo. Arreciaron quejas de todas partes. Por lo visto, por culpa de ese robo indiscrimi-nado de capotes, las espaldas y los hombros de los consejeros titulares, y hasta de los consejeros secre-tos, estaban expuestos a graves resfriados. La policía recibió órdenes de capturar al espectro vivo o muer-to y de castigarlo con la mayor severidad para que sirviera de ejemplo a otros. Y en una ocasión estu-vieron a punto de conseguirlo. En una manzana del callejón Kiriushkin, un guardia municipal llegó a co-gerle por el cuello en el momento en que le quitaba el capote de bayeta a un músico retirado, que en sus tiempos había tocado la flauta. Teniéndolo bien aga-rrado, llamó a gritos a otros dos compañeros y les pi-dió que lo sujetaran con fuerza, mientras él buscaba la tabaquera en el interior de la bota, pues quería desentumecer un poco su nariz, que se le había hela-do ya seis veces en el transcurso de su existencia; pero, al parecer, el rapé era tan malo que ni siquiera el espectro pudo soportarlo.

Apenas había tenido tiempo el guardia de taparse con un dedo el orificio derecho de la nariz y de aspi-rar una pulgarada con el izquierdo, cuando el espec-tro pegó tal estornudo que los cegó a los tres. Mien-tras se restregaban los ojos con los puños, el espec-tro se esfumó sin dejar rastro, de manera que llega-ron incluso a dudar de que en verdad lo hubieran te-nido en sus manos. Desde entonces, a los guardias les entró tal miedo por los espectros que ni siquiera se atrevían a detener a los vivos, limitándose a gritar de lejos: «¡Eh, tú, sigue tu camino!». En cuanto al espectro del funcionario, empezó a aparecerse inclu-so más allá del puente Kalinkin, causando no poco temor entre los espíritus pusilánimes. Pero nos he-mos desentendido por completo del personaje im-portante, auténtico responsable de que esta historia verídica haya tomado un giro fantástico. Ante todo hay que decir, en honor a la justicia, que poco des-

pués de que el desdichado Akaki Akákievich, com-pletamente deshecho, saliera del despacho, el perso-naje importante sintió cierta compasión. No descono-cía la piedad y en el fondo de su corazón albergaba no pocos sentimientos nobles, aunque la conciencia de su dignidad a menudo impedía que afloraran a la superficie. En cuanto el amigo que había ido a verle se despidió, se sumió en reflexiones sobre el pobre Akaki Akákievich. Desde entonces se le aparecía casi a diario la pálida figura del funcionario, anona-dado por la reprimenda de un superior. Ese recuerdo le causaba tanto desasosiego que al cabo de una se-mana decidió enviar a un empleado para interesarse por él y preguntarle si podía ayudarle en algo. Cuando se enteró de que Akaki Akákievich había fallecido como consecuencia de un repentino acceso de fiebre, se quedó estupefacto, y pasó todo el día de mal hu-mor, atormentado por remordimientos de conciencia. Para distraerse de algún modo y disipar esa desagra-dable impresión, por la noche fue a casa de un ami-go, donde encontró una agradable compañía, com-puesta casi en su conjunto, y eso era lo mejor de todo, por personas de su misma graduación. Así pues, no tenía por qué sentirse cohibido. Esa cir-cunstancia ejerció un efecto sorprendente sobre su estado de ánimo. Hizo gala de gran desenvoltura, de-rrochó amabilidad, se mostró ingenioso en las con-versaciones; en suma, pasó una velada de lo más agradable. Durante la cena se tomó un par de copas de champán: una manera excelente —como es bien sabido— de disipar cualquier rastro de melancolía. El champán le comunicó el deseo de hacer algo fue-ra de lo común; en definitiva, en lugar de regresar a casa, resolvió hacerle una visita a Carolina Ivánov-na, una dama conocida, al parecer de origen alemán, con la que mantenía una relación de lo más amisto-sa. Es preciso aclarar que el personaje importante, que tenía ya sus años, era un buen marido y un padre de familia ejemplar. Sus dos hijos, un muchacho que prestaba ya servicio en una cancillería y una encan-tadora mocita de dieciséis años, con la nariz un poco respingona, pero bonita en cualquier caso, acudían todas las mañanas a besarle la mano y le decían: «Bonjour, papa». Su mujer, nada fea y aún de buen ver, primero le daba a besar su mano y a continua-ción la volvía y le besaba la suya. En cualquier caso,

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El capote

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aunque el personaje importante se mostraba muy sa-tisfecho de esas muestras de cariño familiar, había juzgado conveniente mantener una querida en el otro extremo de la ciudad. Esa querida no era más joven ni más hermosa que su mujer; pero tales accidentes suceden en el mundo y no nos corresponde a noso-tros entrar a juzgarlos. Así pues, el personaje impor-tante bajó por la escalera, se montó en el trineo y le dijo al cochero: «¡A casa de Karolina Ivánovna!». Bien arrebujado en su magnífico capote, se sumió en ese placentero estado de ánimo, el más deseable que un ruso pueda imaginar, en el que, sin pensar en nada concreto, distintas ideas, a cual más agradable, se agitan por sí solas en la cabeza, sin que uno tenga que hacer ningún esfuerzo por buscarlas y perseguir-las. Lleno de contento, pasaba revista a todos los momentos alegres de esa velada, a todas las palabras que habían suscitado las carcajadas de ese reducido círculo; hasta llegó a repetir en voz baja algunas de ellas, encontrándolas igual de divertidas, por lo que no es de extrañar que se riera con toda su alma. No obstante, de vez en cuando le molestaban las ráfagas de viento, que soplaba de pronto, Dios sabe de dónde y con qué objeto, dándole en el rostro, arrojándole montones de nieve, hinchando la esclavina del capo-te como si fuera una vela o lanzándosela de pronto sobre la cabeza con una fuerza sobrehumana, lo que

le obligaba a realizar ímprobos esfuerzos para volver a ponerla en su sitio.

De repente el personaje importante sintió que al-guien le agarraba con fuerza por el cuello del capote. Volvió la cabeza y vio a un hombre de baja estatura, vestido con un viejo uniforme desastrado, y no sin horror reconoció a Akaki Akákievich. El rostro del funcionario estaba blanco como una sábana y su as-pecto era cadavérico. El espanto del personaje im-portante rebasó toda medida cuando vio que el muerto torcía la boca en una mueca y, echándole en la cara su aliento sepulcral, pronunciaba estas pala-bras: «¡Ah! ¡Ya te tengo! ¡Por fin te he cogido del cuello! ¡Lo que necesito es tu capote! ¡No quisiste ocuparte del mío y hasta me reprendiste! ¡Pues bien, dame ahora el tuyo!». El desdichado personaje im-portante estuvo a punto de pasar a mejor vida. Aun-que hacía gala de un carácter firme en la cancillería y ante sus subordinados, y a pesar de que su aspecto viril y su apuesta figura hacía exclamar a todo el mundo: «¡Vaya, menudo carácter!», esa noche, lo mismo que mucha gente de porte gigantesco, sintió tanto miedo que, no sin razón, llegó a temer que le diera un ataque. Él mismo se quitó el capote en un santiamén y le gritó al cochero con la voz demuda-da: «¡A casa, deprisa!». Al oír esas palabras, pronun-ciadas en ese tono que suele emplearse en momentos

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El capote

La autoinmolación de Gógol – Ilya Repin (1909).

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decisivos y que a menudo van acompañadas de otras medidas más contundentes, el cochero encogió la ca-beza entre los hombros en previsión de lo que pudie-ra caerle, blandió el látigo y lanzó los caballos al ga-lope. Al cabo de poco más de seis minutos el perso-naje importante, que había desestimado la idea de vi-sitar a Carolina Ivánovna, estaba ya delante de la puerta de su casa. Pálido, despavorido y sin capote, se arrastró como pudo hasta su habitación, donde pasó una noche muy agitada, hasta el punto de que a la mañana siguiente, durante el desayuno, su hija le soltó de sopetón: «¡Qué pálido estás hoy, papá!». A lo que este no respondió palabra. A nadie le dijo lo que le había sucedido, ni dónde había estado ni adónde había pensado dirigirse. Ese incidente le cau-só una impresión tan profunda que de ahí en adelan-te, cuando se dirigía a sus subordinados, apenas em-pleaba ya esas expresiones de antaño: «¿Cómo se atreve? ¿Se da cuenta de quién está delante de us-ted?». Y si alguna vez recurría a ellas, no lo hacía sin antes haber escuchado a su interlocutor. Pero lo más sorprendente es que a partir de ese día el espectro del funcionario no se apareció más. Por lo visto, el capote

del general había colmado sus expectativas. En cual-quier caso, no volvieron a correr rumores de capotes ro-bados. Sin embargo, algunos ciudadanos de ánimo in-quieto y exaltado no quisieron tranquilizarse y afirma-ron que el espectro del funcionario seguía apareciéndose en los barrios apartados de la ciudad. De hecho, un guardia municipal de Kolomna vio con sus propios ojos cómo el fantasma asomaba por detrás de una casa, pero, como era hombre de constitución débil —en cierta oca-sión un simple cochinillo que se había escapado de una casa particular lo derribó, para gran regocijo de unos cuantos cocheros que había por allí, a cada uno de los cuales exigió después, como compensación por el escar-nio de que había sido objeto, unos céntimos para tabaco—, no se atrevió a detenerlo. Se contentó con seguirlo en medio de la oscuridad, hasta que el fantasma de pronto se giró, se detuvo y le preguntó: «¿Qué es lo que quieres?», al tiempo que le mostraba un puño de un ta-maño que rara vez se ve entre los vivos. «Nada», replicó el guardia y a continuación se dio media vuelta. No obs-tante, este fantasma era mucho más alto y lucía un po-blado bigote. Parecía dirigirse al puente Obújov y no tardó en perderse en las tinieblas nocturnas.

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El capote

Nikolái Vasílievich GógolPoltava, Imperio Ruso, 1809-1852, Moscú

Escritor y dramaturgo de origen ucraniano que sentó las bases de la litera-tura rusa moderna. Su novela más notable, “Almas muertas” (1842), fue el hito del que derivan todas las grandes novelas rusas desde mediados del siglo XIX. Sus cuentos, no menos notables, siguen siendo referentes ineludibles, en particular “El capote”, incluido en “Historias de San Peters-burgo” (1842), que influyó grandemente en escritores como Kafka, Mau-

pasant y Dostoievski, entre otros, y al que Vladimir Navokov calificó como “la única obra litera-ria sin grietas que se ha escrito” (aunque luego sumó “La Metamorfosis” a esa categoría). Quizás las convicciones religiosas de Gógol fueron la causa de que, a partir de 1917, sus obras no tuvieran la misma difusión que la de sus sucesores, pero sobrevivieron por mérito propio. La crítica a la con-dición humana a través de las costumbres y vicios sociales de la Rusia zarista, la profundidad de sus caracterizaciones psicológicas, su mordacidad, desbordada fantasía y exquisito humor, son cons-tantes en su obra, y los explota a tal grado, que su estilo podría considerarse un género al que bien podríamos llamar realismo fantástico. Quizás estas características hayan nacido de su intento por burlar la censura política de su época, pero las cultivó con maestría excelsa. En “El capote”, la sombra del poder se yergue desde el inicio como una fuerza casi sobrenatural, metafísica, sumien-do en su penumbra al ya opaco Akaki Akákievich, un hombre sin atributos que se refugia en el trabajo para inventarle un sentido a su vida anodina. Solo cuando Akaki se apasiona, cuando al fin abraza una causa (el capote), vive (poco, ciertamente), y hasta logra trascender en la muerte.