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Rafael Darío Durán2

IndiceDatos del autor ........................................................ 16El juicio........................................................................ 3Los pasos..................................................................... 7La araña de madera .................................................. 12

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Cuentos desamor y angustia 3

El juicio—Ninguna mujer le es infiel a Brunildo Almonte. Por eso la maté.

La maté, señor juez, porque me la pegaba.Un sábado me levanto temprano, me pongo la guayabera y los

pantalones crema que ella misma me regaló el Día del Padre. Cuandointento calzarme, los zapatos me quedaban apretados. Pienso “sehabrán mojado los benditos zapatos o los pies me estaráncreciendo”. Traté de ponerme unas botas que por quedarme muydesahogadas había abandonado en un rincón hacia tiempo, y tambiénme quedaban tan ajustadas que paraban la respiración.

—¡Mira que vaina, Micaela, ahora ninguno de los zapatos mesirven! Todos me quedan pequeños.

—Cuidado con la albúmina- me responde mi mujer, desde lacocina.

Examino mis tobillos con detenimiento para ver si estabanhinchados, pero no, señor juez. Presiono el pulgar en la carne paraver si se quedaba hundida. Todo era normal.

—Discúlpeme, señor juez. Con todo el respeto, pero no sondetalles irrelevantes y sin importancia, como dice usted. Usted quieresaber como estoy tan seguro que Micaela me la pegaba y eso es loque voy a explicar. ¡Sí, sí, los zapatos tienen que ver con el asunto!Como le decía magistrado, me vi obligado a auxiliarme del mangode la cuchara para poder ponerme los benditos zapatos.

—Habrá que mandar a ponerlos en horma, le digo a Micaela, yella insiste que tengo los pies hinchados, que no me preocupe, queuna vez ella amaneció con los pies como botanas.

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—¡Micaela, no tengo los pies hinchados!—Nadie te ha mojado los dichosos zapatos y después de viejo,

no es verdad que los pies te van a crecer. Quizás sea una señal paraque te decidas a ir al médico a chequearte esa hinchazón.

Me irritaba cuando Micaela insistía en llevarme la contraria. Peromire usted, para no discutir me marché y terminé de acomodarmelos zapatos en plena calle. Y ese día no se habló más del asunto,señor juez. Y a la mañana siguiente, ¡vaya sorpresa! Esos mismoszapatos que casi no me entallaban, me quedaban tan desahogadosque me bailaban en los pies. Con decirle, señor, que tuve queponerme unos calcetines gruesos...

—¡Mira Micaela que raro, ahora los zapatos me quedanflojiningos!

—Yo te lo dije que era albúmina. O ¡cuidado, si es comienzo dela vaina esa que producen los mosquitos!

—Si fuese albúmina o la vaina esa que producen los mosquitos,como dices, todavía los pies estuvieran inflamados, respondo, casial punto de perder la paciencia.

—Las enfermedades a veces son raras -insiste ella, con esaterquedad de mula que le caracterizaba.

Si en algo Micaela tenía razón era en que se trataba de unasituación muy extraña. Esa noche, durante las chanzas de la partidade dominó comento con los muchachos el asunto de los zapatos.Los muchachos estallaron en una carcajada estridente. El único queno se rió fue Matías. Me miró con rostro grave y cuando terminó laalgarabía me jaló hasta un lugar apartado.

—Compadre, vigile a su mujer- me susurra al oído.—¿Por qué? ¿Acaso usted se enteró de algo que no sé?—No, no, de ninguna manera. Mire.. no sé como explicarle... Lo

que pasa es que... lo mismo me paso a mí: primero fueron los zapatosy luego los brazos...

—¿Los brazos? pregunto, muy confundido.—Los brazos..., compadre Brunildo. Cuando las mujeres

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Cuentos desamor y angustia 5

comienzan a ser infieles, primero a uno se le achican los pies y luegole crecen los brazos.

—No me diga que usted cree en esos disparates, Matías.—Por no creer en esos disparates que me decía papá, estuve

aguantando cuernos hasta que la vi con mis propios ojos y en mipropia cama.

—Compadre esos son cuentos de camino, historias de viejos.¡Cómo va a ser que a uno le crezcan los brazos y se le ponganchiquitos los pies porque le están pegando cuernos!

—Brunildo yo no le pido que lo crea, sólo que abra el ojo- diceel compradre.

No puedo precisar cuántos días después de esa conversacióncomienzo a notar que las camisas me quedan un poquito cortas demanga. Me digo “qué raro” y entonces pregunto a Micaela si estabausando algún detergente o producto raro que estuviese achicandola ropa. Y ella, con ese humor negro e introvertido que lecaracterizaba, me responde:

—Mira a ver si se te están poniendo chiquitos los pelos del culo...—Si no volví a notar que las camisas me quedaban cortas de

manga por el agrandamiento de los brazos fue porque en muchotiempo no volví a usar camisas mangas largas. De lo contrario, lahubiese matado antes, señor juez.

Pasó el tiempo, hasta aquella tarde fatídica. Como “el diablosiempre anda suelto”, señor juez, al ponerme la guayabera que ellame regaló noté que las mangas me quedaban extremadamente cortas.Pero no vaya usted a creer señor juez, que en ese momento di créditoa lo que me dijo Matías. No, claro que no. Para demostrarme a mímismo que era pura cábala me puse una, luego otra y otra, y todaslas camisas me quedaban pequeñas de manga.

Me enseñaron de niño que siempre hay que dudar para no serinjusto. Por ese motivo decidí ponerle una celada a Micaela.

—Micaela, ¿dónde estuviste toda la mañana?—¿Yo...?

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—Sí, tú, Micaela.—¿Y cómo supiste que salí?—No importa como. ¿Dónde estuviste, Micaela?, insisto,

sospechando lo peor.—¿Dónde iba a estar? en casa de mamá.Fue como si se me montara el demonio, señor juez. Corrí a la

cocina. Tomé el cuchillo y cegado por la rabia me acerqué paradarle muerte. Usted dice, señor juez, que fue con asechanza y alevosía,pero no fue así.

—Micaela, acuesta la niña, dije.—Brunildo pero si aún está despierta- me responde ella, sin

sospechar lo que le esperaba.—Ponla en la cama y que termine de beberse la leche ella solita.—Se va a desgañitar a gritos –respondió, con esa maldita manía

de llevarme siempre la contraria.—¡Qué se desgañite, coño!—¿Qué es tan urgente que no puedes esperar que duerma a la

niña?- preguntó Micaela al salir de la habitación. Y a lo mejor paraque la parca la viera más hermosa, se soltó el pelo que se desparramósobre sus hombros desnudos. Se acomodó el vestido para cubrirselas piernas

—¡La muerte!- contesto, con una estocada que la hizo llevarselas manos al vientre y con ojos desorbitados por la sorpresa y eltemor al ver la sangre fluir con frenesí, preguntarme por qué habíahecho eso.

—Pero, ¿por qué, por qué, papi? ¿Por qué me haces esto,Brunildo?

Sus ojos implorantes se clavaron en mi rostro, mientras el cuchilloensangrentado que sostenía en mi mano perforaba sus entrañas unay otra vez.

—¡Por el amor de Dios, no me mates, no me mates, Brunildo.Mi corazón, señor juez, era una roca, sorda a su reclamo de

perdón, a su ruego de que tomara en cuenta que una niña iba a

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Cuentos desamor y angustia 7

quedar huérfana de madre, porque me había sido infiel, y una mujerno le es infiel a Brunildo Almonte.

—¿Por qué?- volvió a preguntarme, susurrando una súplica,cuando estaba a punto de desvanecerse sobre un charco de sangre.

Yo le repetí puñalada tras puñalada “por cuernera, por cuernera,”hasta que llegó la policía y me hizo preso.

¡Por Dios, que eso fue lo que pasó señor juez.!

Los pasosLa habitación no olía a excrementos de murciélago como la que

la vio nacer y crecer cerca de la costa. Era un olor impúdico,desconocido para ella. Una mezcla de almizcle y productosfarmacéuticos, que se sentía desde que se penetraba al ascensor.

El cuarto era él y sus objetos. Nada más. Una ventana enrejadapor donde escasamente penetraba la luz del sol, colgada en lo altode un noveno piso, de un edificio terroso, parecido a otros tantos.

Era preciso salir de la habitación para ir al baño atiborrado dejabones y esencias perfumadas, tan diferente a la humilde letrina desu casa paterna. Fue a la salida del excusado donde se percató de laexistencia de los pasos. En cuanto apagó la luz y a tientas se encaminóa su cárcel, lo escuchó. En principio crujientes, luego sonoros yhuecos. Se detuvo en medio del pasillo, pero los pasos se oyeroncomo si se trataran de un eco.

Reanudó la marcha y los pasos también. Apresuró la marcha ylos pasos también. Se paró en el umbral, pero los pasos seintrodujeron en la habitación. Con un salto felino Clara Ordóñez seencaramó en la cama y se cubrió completamente el cuerpo con lasábana. Desde niña temía a los truenos y a los ruidos extraños, perono a la oscuridad.

-Mi’ja, los muertos hacen ruidos para hacerse sentir, le explicó

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su padre justificando los sonidos que para ella no tenían explicación.Un silencio breve, roto por el sonido de una sirena que se alejaba,

la convenció de que los pasos ya se habían ido.“¡Esto es Nueva York!”, pensó.Acosada por el sopor se levantó. Encendió el televisor, pero lo

apagó porque nada entendía de lo que decía el meteorólogo sobreel estado del tiempo en New York, La Florida y Nuevo México.Además, ¿qué le podía importar a ella el estado del tiempo,encerrada en aquella habitación donde no sabía si llovía o hacía unsol plomizo?

Se pasaba los días alisándose el pelo o probándose maquillajesque luego se quitaba porque le resultaban inadecuados para unaciudad que ni siquiera conocía y que le estaba vedada por ser unailegal.

El deseo de orinar la obligó a salir de nuevo al oscuro pasillo,que le pareció largo y estrecho. Caminó en cuclillas, rozando apenasel piso. Pero los pasos hicieron acto de presencia con su sonido dehierro oxidado. Huyeron con ella. Se detuvieron frente a la losetadel sanitario.

Ella temblaba, presa del pánico. Tanto miedo sentía que le fueimposible disponer de sus excretas. Para acentuar su temor las sirenassonaron con mayor frenesí.

“Este es el maldito país de las sirenas”, pensó.La mayor parte del tiempo se lo pasaba tumbada en la cama,

imaginando las olas golpear con fuerza en los arrecifes y que elsonido de las sirenas era el bramido del mar. Cuando dormía soñabaotro sueño, diferente al que vivía, y que nunca supo que soñó. Cómose iba a imaginar que soñaría lo que más destetaba: estar en la pobrealdea de pescadores, esperando el domingo para ir al pueblo a tomarun helado o a ver una vieja película blanco y negro de Gary Coopero Sofia Loren; que desearía ver a la vieja Tomasa con su bocadesdentada ofreciéndole una tasa de café o escuchar la voz alegrede su hermano porque ese día había pescado una “Coginúa de diezlibras”.

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“Esta soledad me está volviendo loca”.Cuando no eran las sirenas, era un silencio tan profundo que le

producía zumbido en los oídos. ¡Y los malditos pasos! No dormíanni descansaban los malditos pasos. A veces le parecía que salían deun ataúd y la seguían desde el umbral hasta el baño y desde el bañohasta el umbral: Tam tam tam taaamm.

Si seguía disimulando el caminar para ahuyentar los pasosterminaría por aprender a volar.

El hombre que le preparó el viaje, solo conocido por el mote deCharlie, le dijo que tenía que pasarse un tiempo escondida en elapartamento hasta que lograra regularizar su situación, y queeventualmente iría a visitarla un amigo suyo.

-Pero tienes que ¡pórtate bien!, ¿tu sabe?...con los clientes.-¿Cuáles clientes?, preguntó ella con inocencia.-¡Y como crees tú que voy a pagar el apartamento y la comida

que te comes!-Nunca le dije –se envalentonó ella- que me alquilara apartamento

y me diera comida. El trato fue...-No puedo soltarte en Nueva York en casa de nadie sin saber si

esa persona me va a delatar con la Policía. Además, si tu cree que eldinero que me diste da para cubrir los costos del viaje estás muyequivocada.

El hombre le tocó el hombro en un gesto que le pareció paternaly en tono más amable le dijo:

-Es un par de clientes nomás, cariño, para recuperar la inversióny hacer posible que otras muchachas como tú, puedan realizar elsueño de venir a Nueva York.

Pero ya llevaba una larga semana de encierro y no había ido nadiea visitarla. En principio le horrorizó el sólo pensar en tener queacostarse con un hombre que ni siquiera conocía, pero con el pasardel tiempo deseó con todas sus fuerzas esa compañía.

En una semana solamente había tenido la compañía de la vozimpersonal del meteorólogo que daba el estado del tiempo en inglés

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– no había cambiado la tele de canal-, el sonido constante de lassirenas y los pasos. Podía silenciar al meteorólogo simplemente conapagar el televisor, pero no había forma de desembarazarse de lospasos, que siempre la estaban esperando frente al umbral de la puerta.Había días en que no sonaban las sirenas, no así los pasos, que erancomo su propia sombra.

Una noche, exactamente diez días después de su llegada, los pasosse independizaron de ella. Como si lo hubiese desesperado la esperay decidieran tener vida propia. Sin aparente rumbo, se trasladaronde allá a acá hasta detenerse frente a la puerta.

Se cubrió el rostro con la sábana. Las piernas les temblaban pesea que hacía un calor pegajoso. ¿Por qué diablos se detenían los pasos?El silencio era peor que su resonancia de tambor desafinado sobreel piso de madera. Respiraba con dificultad a la espera de que llegaranlos fantasmas que habitaban con los vivos el birding.

Sonó el timbre, insistente, y a lo lejos una sirena -¡la malditasirena!- que se alejaba.

-Vengo de parte de Charlie, dijo el extraño.“Pórtate bien” le dijo Charlie, cambiándole la baraja. Cuando

quería entusiasmarla con el viaje: “el trabajo de la factoría es duro,pero se gana buen dinero y cuando tenga tus papeles podrá hacerfull time y ganar aún más”. Aquí estaba en pleno siglo 21, confirmadaen una habitación de una calle cualquiera del Bronx.

-Vengo de parte de Charlie, repitió la voz.Era obeso y como todos tenía prisa. Destapó unas cervezas. Aulló

sobre la fría indiferencia de Clara y se fue, sujetándose los pantalonessobre la marcha. Con su partida la voz de madera de los pasosvolvió a cobrar vida propia.

Se alisó el cabello, que en su aldea decían era como la red de lospescadores que atrapaba a los hombres con su brillo y hermosura.Tenía ojos galanos y nariz de aborigen y una piel que hacía honor asu nombre.

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Con Charlie fue diferente. Él la enamoró, fue galante con ella y leprometió ese sueño que ahora se tornaba en pesadilla. Por la promesade un mundo excitante, lleno de ternura y prosperidad le entregó suvirginidad a Charlie. Era humano. En ese espacio reducido la únicanovedad eran los pescadores que llegaban a prima tarde a la aldeacon canastas llenas de pescados para destripar y descamar. Charliellegó en su jipeta casi al mismo tiempo en que anclaban lospescadores, se fijó en un mero robusto que capturó su hermano -¡Cosa del destino!- y en su cuerpo, también robusto. Cada tardellegó a la misma hora a la playa hasta que se introdujo en su vida,como una espina.

Los pasos despertaron como a las once de la mañana, cortos yprecisos. Sonó el timbre y la voz: “Charlie me envía”. No trajocerveza como el anterior ni se molestó en presentarse ni preguntarsu nombre, como el anterior. Derramó el polvo blanco sobre elcristal de la mesa con premura y se puso a olisquearlo.

-¿Quieres oler?, preguntó, mostrando su nariz roja como untomate y sus ojos libidinosos, y ella con su cara de estúpida, deignorante.

-Qué si quieres cocaína.Clara negó con la cabeza. El hombre escuálido y pálido hizo y la

puso a hacer cosas extrañas y se marchó con sus pasos ebrios.Al caer la tarde llegaron otros pasos, a la diez de la noche otros

y en la madrugada otros y otros pasos. Los pasos se hicieron tanfrecuentes que resonaban como coses de caballos corriendo poruna tarima.

Ya no temía a los pasos que tenían vida propia, porque todos,sin excepción, llegaban a su cuerpo. Sin embargo sentía temor porsí a los que la perseguían cuando estaba sola, que eran como supropio destino, que no llegaban a ningún lado. Además, de niña leenseñaron que los difuntos hacen ruidos para hacerse sentir, aunquese valgan de sus propios pasos.

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La araña de maderaColocó el viejo tronco en la sala con el argumento de que se

trataba de una obra de arte, forjada por naturaleza en muchos añosde esfuerzos. La mujer miró el tronco con resignación y los niñosvieron en “la escultura” a una extraña araña de leña con sus brazosretorcidos, que trataba de mantenerse en pie, y en las noches deseguro iba a incrementar sus temores.

—Por lo menos debiste quitarle la costra y pulirlo un poco, dijola mujer, observando fijamente la osamenta de madera.

—Sería modificar lo que talló la naturaleza a fuerza de agua, sol,sereno y salitre. Las lapas le dan un brillo exótico, ¿no crees?

Era cierto, la luz se reflejaba en las conchas de las lapas muertascomo si se trataran de diminutos diamantes. Fue entonces cuandonotaron la actitud reticente de los niños, que observaban desde elumbral el petrificado pulpo de madera.

El hombre tenía la piel parda y curtida por la exposiciónpermanente al abrazante sol del trópico, obligado por su oficio depescador. Los cordeles habían dejado grietas y callos en las manos.Su decisión de abandonar el comercio para dedicarse a pelear conjureles, bocayates, bonitos, chillos y meros, fue para la mujer laprimera evidencia de que algo no funcionaba bien en su cabeza.

—Acérquense, niños. ¡Vamos acérquense, que no muerde!—Papi, ¿es una araña?, preguntó el menor.Y sin esperar respuesta, repuso:—Porque mira como se tragó a esos pobres caracolitos.El mayor se apresuró a corregir lo que consideraba un error de

observación.—No. Es un pulpo que se alimenta de caracoles y de esas cosas

muertas que brillan con la luz.El padre se sentó en el cómodo sillón, como lo hacía cuando iba

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a sostener conversaciones serias con su mujer, le indicó a los niñosque se acercaran y luego los sentó en sus piernas. Divagó unmomento, como solía hacer cuando iba a recriminar alguna conductaa sus hijos o a su mujer, y luego repuso:

—Esa araña, como dices tú, o ese pulpo, como dices tú, fue unavez el tronco de un hermoso árbol que estuvo a la orilla de algúnrío. No hay que temer, niños.

La mujer lo miró con una mezcla de satisfacción y orgullo. Leencantaba cuando era cariñoso con los niños. Tal vez por esa razónsoportaba estoicamente sus momentos de locura y que en ocasionesse pasara noche tras noche hablando de algún ejemplar que no pudocapturar por la poca resistencia del sedal. Alucinaba con atraparalgún pez de buen tamaño, pero al otro día se conformaba con unode unos pocos kilos.

—Papi, pero como quiera se comió los caracolitos, dijo elpequeño, cuyo pelo crespo acariciaba el padre.

—Emilia, pásame la escultura para explicarle algo a los niños.—No es una araña, tampoco es un pulpo, pero mucho menos

una escultura, respingó Emilia, sosteniendo con sumo cuidado eltronco en el regazo, para evitar que las ramas le arañaran la piel.

—Esta hendidura fue formada por la rama... Ven aquícomenzaba la rama. Qué ocurre, que los caracoles aprovecharon elhueco para esconderse de los depredadores y para defenderse delas olas.

Los niños se apartaron temerosos del tronco, y el padre insistióen que se trataba de una simple escultura tallada por la naturaleza.Trató de obligarlos a tocar las ramas, pero niños se negaron.

—Bótala, papi, bótala.—Niños, es un simple tronco de un árbol, dijo el padre, y Emilia

sonrió con satisfacción.—Es un tronco con ramas que su padre encontró sabe Dios

dónde, corroboró la mujer.

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—Y si ese tronco se sube a la cama y nos come como se comió aesos caracolitos.

El hombre le dio vueltas y vueltas al tronco, insistiendo en que setrataba en un simple árbol muerto, que no les haría ningún daño. Yver que los niños seguían ariscos, miró de soslayo a Emilia parabuscar su complicidad, pero creyó adivinar lo que la mujer pensaba:“tú que viniste con esa locura, arréglatelas solo”.

Se dio por vencido. Entregó el trofeo a su mujer, momento queaprovecharon los niños para correr a su cuarto. Cuando los niñoscerraron la puerta tras de sí, recriminó a Emilia su falta de apoyocon una mirada acusadora.

—¡Son niños! Es normal que sientan miedo por algunas cosas,dijo Emilia, evadiendo la mirada profunda del marido.

—Tal vez los limaste para que no aceptaran la escultura, que estoyplenamente seguro, piensas que es una más de mis locuras.

—Tú mismo viste que los niños estaban aquí cuando trajiste eltronco; sí el tronco, porque esa no es ninguna escultura. Una esculturarequiere de la mano de un artista, que la va tallando pacientemente.Ese es un tronco sucio que debió quedarse donde estaba...

Hizo silencio porque notó en los ojos del marido una ráfaga deira. Luego de unos segundos de silencio, el dijo:

—¡Ahí se queda!, dando por terminada la conversación.—Ya estoy acostumbrado a tus locuras, respondió ella con

resignación.A media noche el hombre escuchó ruidos en la cocina. Se levantó

en cuchillas y avanzó despacio por el cuarto en penumbras,sosteniendo el bate de jugar béisbol para enfrentar al intruso. Alllegar a la sala, encendió la bombilla y dos ratas se escurrieron entresus pies. En la confusión de las ratas y el relampagueo de la luz enlas conchas incrustadas en el tronco, perdió el equilibrio.

Cayó bocabajo sobre la confusa araña de madera. Las ramas leperforaron el cuerpo. La sangre que brotaba se escurría por losnudillos de las ramas del tronco. Se levantó pero resbaló con supropia sangre.

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Emilia despertó con los ruidos. Su marido no estaba a su ladoen la cama. Lo primero que le llegó a la cabeza era que se trataba deuna de sus locuras. Entonces escuchó esa voz queda. Abrió la puertay al salir a la sala lo encontró de pies, temblando y goteando sangre,con la araña devorándole el vientre. Tal vez fue la estridencia delgrito de Emilia lo que hizo que el se desplomara.

Los niños corrieron a la sala y al ver a su padre tumbado en elsuelo con el pulpo clavado en la barriga, el más grande preguntó asu madre:

—¿Mami, papi trajo la araña para que se lo comiera?Limpió de su carita las lágrimas, miró al difunto -que ese momento

era examinado por un vecino que acudió al escuchar los gritos-, lasluces que destellaban en las costras, y dijo con amargura:

—No, mi hijo, tu padre tropezó y se cayó sobre la escultura.

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