cuentos de woody allen y charles bukowski sobre hemingway

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 Para acabar con los libros de recuerdos Memorias de los años veinte Woody Allen Llegué por primera vez a Chicago en los años veinte para presenciar un combate de boxeo. Ernest Hemingway estaba con migo y ambos nos hospedamos en el campo de entrenamiento de Jack Dempsey. Hemingway acababa de terminar dos cuentos sobre boxeo y, si bien Gertrude Stein y yo pensamos que eran bastante potables, creíamos que aún necesitaban cierta elaboración. Le hice unas bromas a Hemingway sobre su novela en preparación y nos reímos mucho y nos divertimos y luego nos calzamos unos guantes de boxeo y me rompió la nariz. Ese invierno, Alice Toklas, Picasso y yo alquilamos una villa en el sur de Francia. En ese entonces, yo estaba trabajando en lo que me parecía que iba a ser una gran novela americana, pero los caracteres eran demasiado pequeños y no pude terminarla. Por las tardes, Gertrude Stein y yo salíamos a la caza de antigüedades en las tiendas locales, y recuerdo que, en cierta ocasión, le pregunté si consideraba que yo tenía que hacerme escritor. En la típica manera enigmática, que a todos nos tenía encantados, me contestó: «No». Consideré que me había querido decir sí y, al día siguiente, partí hacia Italia. Italia me recordó mucho Chicago, en especial Venecia, ya que ambas ciudades tienen canales y en las calles abundan las estatuas y las catedrales, producto de los más grandes escultores del Renacimiento. En ese mes fuimos al taller de Picasso en Arles, que en aquel tiempo se llamaba Rouen o Zürich, hasta que los franceses volvieron a bautizarlo en 1589 bajo el reinado de Luis El Vago. (Luis fue un rey bastardo del siglo XVI que se portó como un cerdo con todo el mundo.) Entonces, Picasso estaba a punto de empezar lo que más tarde se conocería como el «período azul», pero Gertrude Stein y yo tomamos café con él y tuvo que empezarlo diez minutos más tarde. Duró cuatro años y, por tanto, esos diez minutos no significaron gran cosa. Picasso era un hombre bajo que tenía un modo gracioso de caminar poniendo un pie delante del otro hasta que daba lo que él denominaba «un paso». Nos reímos de sus deliciosas ideas, pero a fines de 1930, con el fascismo en alza, había muy pocas cosas de qué reírse. Tanto Gertrude Stein como yo examinamos con meticulosidad las últimas obras de Picasso, y Gertrude Stein opinó que «el arte, todo el arte, es simplemente la expresión de algo». Picasso no estuvo de acuerdo y dijo: «Déjame en paz. Estoy comiendo». Mi opinión fue que Picasso tenía r azón: estaba comiendo. El taller de Picasso era muy distinto al de Matisse. Mientras el de Picasso era desordenado, en el de Matisse reinaba el más perfecto orden. Bastante curioso, pero precisamente lo inverso era cierto. En septiembre de ese mismo año, a Matisse se le encargó que pintara una alegoría pero, por la enfermedad de su mujer, no pudo pintarla y, en su lugar, se le enganchó papel pintado. Recuer do todas esas anécdotas porque ocurrieron justo antes del invierno y todos estábamos viviendo en un piso barato en el norte de Suiza, un lugar donde llueve de improviso y luego del mismo modo deja de hacerlo. Juan Gris, el cubista español, había convencido a Alice Toklas a que posara para una naturaleza muerta y, con su típica concepción abstracta de los objetos, empezó a romperle la cara y el cuerpo para llegar a sus básicas formas geométricas hasta que llegó la policía y los separó. Gris era provincianamente español, y Gertrude Stein decía que sólo un español de

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Al primero se le conoce por su inacabable energía para fabricar películas al ritmo caballos en un hipódromo. Al segundo, por su sordidez, crudeza, su afición al trago y a los hipódromos. Y, al tercero, por ser un inacabable artista de las letras que decidió ponerle fin a su vida atravesándose en el camino de una bala de escopeta (también solía tirar su dinero de vez en cuando en los hipódromos). Los tres son escritores, vivieron en Estados Unidos y marcaron el camino de varias generaciones con sus obras maestras.Podemos hallar otras semejanzas y relaciones (sin forzar nada, porque forzando se puede hallar relaciones entre Vallejo y Lady Gaga, sino que lo diga la revista Caretas), pero esta vez queremos brindarles dos textos que, de alguna manera, une a los tres en su faceta de escritores.Tanto Allen como Bukowski admiraban (a su manera) al viejo Hemingway y hallaron en la creación literaria una manera de rendirle homenaje. Allen lo incluye como uno de los personajes en el relato “Memorias de los años veinte”, del libro Cómo acabar de una vez por todas con la cultura (Getting Even). A su vez, ‘Buko’ escribió “Clase”, un cuento en donde Henry Chinaski (su personaje recurrente) encuentra a un Hemingway que todavía se daba de trompadas en el ring.En ambos relatos, se describe el carácter de Hemingway y se hace hincapié en su afición por el boxeo. Allen prefiere el humor absurdo, pero Bukowski prefiere el humor ácido. A Allen le rompen la nariz y Buko le rompe la nariz al viejo ‘Hem’.

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Para acabar con los libros de recuerdosMemorias de los años veinte

Woody Allen

Llegué por primera vez a Chicago en los años veinte para presenciar un combate de boxeo. ErnestHemingway estaba con migo y ambos nos hospedamos en el campo de entrenamiento de JackDempsey. Hemingway acababa de terminar dos cuentos sobre boxeo y, si bien Gertrude Stein y yopensamos que eran bastante potables, creíamos que aún necesitaban cierta elaboración. Le hiceunas bromas a Hemingway sobre su novela en preparación y nos reímos mucho y nos divertimos yluego nos calzamos unos guantes de boxeo y me rompió la nariz.

Ese invierno, Alice Toklas, Picasso y yo alquilamos una villa en el sur de Francia. En ese entonces,yo estaba trabajando en lo que me parecía que iba a ser una gran novela americana, pero loscaracteres eran demasiado pequeños y no pude terminarla.

Por las tardes, Gertrude Stein y yo salíamos a la caza de antigüedades en las tiendas locales, yrecuerdo que, en cierta ocasión, le pregunté si consideraba que yo tenía que hacerme escritor. Enla típica manera enigmática, que a todos nos tenía encantados, me contestó: «No». Consideré queme había querido decir sí y, al día siguiente, partí hacia Italia. Italia me recordó mucho Chicago, enespecial Venecia, ya que ambas ciudades tienen canales y en las calles abundan las estatuas y lascatedrales, producto de los más grandes escultores del Renacimiento.

En ese mes fuimos al taller de Picasso en Arles, que en aquel tiempo se llamaba Rouen o Zürich,hasta que los franceses volvieron a bautizarlo en 1589 bajo el reinado de Luis El Vago. (Luis fue unrey bastardo del siglo XVI que se portó como un cerdo con todo el mundo.) Entonces, Picassoestaba a punto de empezar lo que más tarde se conocería como el «período azul», pero Gertrude

Stein y yo tomamos café con él y tuvo que empezarlo diez minutos más tarde. Duró cuatro años y,por tanto, esos diez minutos no significaron gran cosa.

Picasso era un hombre bajo que tenía un modo gracioso de caminar poniendo un pie delante delotro hasta que daba lo que él denominaba «un paso». Nos reímos de sus deliciosas ideas, pero afines de 1930, con el fascismo en alza, había muy pocas cosas de qué reírse. Tanto Gertrude Steincomo yo examinamos con meticulosidad las últimas obras de Picasso, y Gertrude Stein opinó que«el arte, todo el arte, es simplemente la expresión de algo». Picasso no estuvo de acuerdo y dijo:«Déjame en paz. Estoy comiendo». Mi opinión fue que Picasso tenía razón: estaba comiendo.

El taller de Picasso era muy distinto al de Matisse. Mientras el de Picasso era desordenado, en elde Matisse reinaba el más perfecto orden. Bastante curioso, pero precisamente lo inverso eracierto. En septiembre de ese mismo año, a Matisse se le encargó que pintara una alegoría pero,por la enfermedad de su mujer, no pudo pintarla y, en su lugar, se le enganchó papel pintado.Recuer do todas esas anécdotas porque ocurrieron justo antes del invierno y todos estábamosviviendo en un piso barato en el norte de Suiza, un lugar donde llueve de improviso y luego delmismo modo deja de hacerlo. Juan Gris, el cubista español, había convencido a Alice Toklas a queposara para una naturaleza muerta y, con su típica concepción abstracta de los objetos, empezó aromperle la cara y el cuerpo para llegar a sus básicas formas geométricas hasta que llegó la policíay los separó. Gris era provincianamente español, y Gertrude Stein decía que sólo un español de

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verdad podía comportarse como él, es decir, hablaba en castellano y a veces iba a visitar a sufamilia en España. Realmente era algo maravilloso verle y oírle.

Recuerdo una tarde en que estábamos sentados en un alegre bar en el sur de Francia con nuestrospies cómodamente puestos sobre taburetes en el norte de Francia, cuando, de pronto, GertrudeStein dijo: «Estoy mareada». Picasso pensó que se trataba de algo sumamente gracioso, y yo lotomé como una señal para largarme a África. Siete semanas después, en Kenia, nos encontramoscon Hemingway. Entonces, bronceado y con barba, empezaba ya a madurar ese estilo tan suyo: nose le veía más que los ojos y la boca. Allá, en el continente negro inexplorado, Hemingway habíatenido que padecer, los labios partidos más de mil veces.

—¿Qué hay, Ernest?—le pregunté. Se puso a hablar sobre la muerte y las aventuras como sólo élpodía hacer, y cuando me desperté, ya había levantado las tiendas y estaba sentado al lado de unagran fogata preparando unos aperitivos cutáneos para todos. Le hice una broma sobre su nuevabarba y nos reímos tomando unos tragos de coñac y luego nos calzamos unos guantes de boxeo yme rompió la nariz.

Ese año fui por segunda vez a París a hablar con un compositor europeo, flaco y nervioso, deaguileño perfil y ojos admirablemente rápidos, que algún día llegaría a ser Igor Stravinsky, y luego,más tarde, su mejor amigo. Me hospedé en casa de Sting y Man Ray, donde Salvador Dalí iba acenar a menudo, y Dalí decidió hacer una exposición individual, cosa que hizo, y resultó un éxitoestre pitoso ya que apareció un solo individuo, y fue un invierno alegre y muy francés, de losbuenos.

Recuerdo una noche en que Scott Fitzgerald y su mujer regresaron a su casa después de la fiestade Noche Vieja. Era en abril. Hacía tres meses que no tomaban otra cosa que champagne; unasemana antes, vestidos de etiqueta, habían arrojado su coche desde lo alto de un acantilado alocéano a raíz de una apuesta. Había algo auténtico en los Fitzgerald: sus valores eran

fundamentales. Eran gente tan sencilla que cuando más tarde Grant Wood les convenció para queposaran para su Gótico americano, recuerdo lo contentos que estaban. Zelda me contó que,mientras posaban, Scott no paró de dejar caer al suelo la horca.

En los años .siguientes creció mi amistad con Scott; la mayoría de nuestros amigos creía que elprotagonista de su última novela estaba inspirado en mí y que mi vida estaba inspirada en suanterior novela. Acabé siendo considerado un personaje de ficción.

Scott tenía un grave problema de disciplina y, si bien todos adorábamos a Zelda, pensábamos queejercía una influencia nefasta en la obra de él, reduciendo su producción de una novela al año auna ocasional receta de mariscos y una serie de comas.

Finalmente, en 1929, fuimos todos juntos a España. Allí, Hemingway nos presentó a Manolete queera tan sensible que parecía una loca. Llevaba ajustados pantalones de torero o, a veces, deciclista.

Manolete era un gran, gran artista. Su gracia era tal que de no haberse convertido en matador detoros, podría haber llegado a ser un contable mundialmente famoso.

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Nos divertimos mucho en España aquel año y viajamos y escribimos y Hemingway me llevó apescar atún y pesqué cuatro latas y nos reímos y Alice Toklas me preguntó si estaba enamorado deGertrude Stein ya que le había dedicado un libro de poemas aunque eran de T. S. Eliot y dije quesí, que la amaba, pero el asunto nunca podría funcionar porque ella era demasiado inteligentepara mí y Alice Toklas estuvo de acuerdo y luego nos calzamos unos guantes de boxeo y GertrudeStein me rompió la nariz.

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ClaseCharles Bukowski

No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de

terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ringpegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y tambiénalgunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayorparte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.

El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a suhombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lotumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paródelante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de unpuñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza haciaatrás y alguien vertió agua sobre su boca.

Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring,extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.

-¿Señor Hemingway?-¿Sí, qué pasa?-Me gustaría cruzar los guantes con usted.-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?-No.-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.-Mire, estoy aquí para romperle el culo.

Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:

-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.

El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.

-¿Estás loco, chico? -me preguntó.-No sé. Creo que no.-Toma. Pruébate estos calzones.-Bueno.-Oh, oh... Son demasiado grandes.

-A la mierda. Están bien.-Bueno, deja que te vende las manos.-Nada de vendas.-¿Nada de vendas?-Nada de vendas.-¿Y qué tal un protector para la boca?-Nada de protectores.-¿Y vas a pelear en zapatos?

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-Voy a pelear en zapatos.

Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingwayvolvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.

No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron alcentro del ring para darnos las instrucciones.

-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo...-No me voy a caer -le dije al árbitro.

Siguieron otras instrucciones.

-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane elmejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.

Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una

bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.

Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos.Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap,cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal debutacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo dederecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; mesacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Élrespondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha ycon una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbóson un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.

Un tipo vino con una toalla.

-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.

-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todolo que necesito para finalizar el asunto.

El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.

Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones.Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.

¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacabacon todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegabacomo Dempsey.

Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo loenderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.

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Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.

Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mivestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella decerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lotendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo sepreocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menoratención. Entonces se me acercó un tipo.

-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?-Henry Chinaski.-Nunca he oído hablar de ti -dijo.-Ya oirás.

Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mialrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí,una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta

sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Yclase, verdaderos rayos de clase.

-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.-Follar y beber.-No, no -quiero decir en qué trabajas.-Soy friegaplatos.-¿Friegaplatos?-Sí.-¿Tienes alguna afición?-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.

-¿Escribes?-Sí.-¿El qué?-Relatos cortos. Son bastante buenos.-¿Has publicado algo?-No.-¿Por qué?-No lo he intentado.-¿Dónde están tus historias?-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Telos devolveré.-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.

La estrella de clase y alta sociedad se acercó:

-Él estará conmigo.

Luego me dijo:

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-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que... hablar.

Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.

-¿Qué coño pasó?-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.

Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.

-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.-Estreché su mano -no te vueles los sesos.

Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de mediamanzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando ychirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, ibaa ser un infierno de noche.

El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.

-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.

Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.

-Tommy -dijo ella- desaparece.

Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.

-¿Quién era ese grandulón?

-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.

Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.

Entonces dijo:

-Vamos.

La seguí hasta el dormitorio.

A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo meincorporé en la cama.

-¿Señor Chinaski?-¿Sí?-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es ustedseguramente el mayor genio de la década!-¿Sólo de la década?-Bueno, tal vez del siglo.

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-Eso está mejor.-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cadauno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.-Me lo creo -dije.

El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.